Román Reyes (Dir): Diccionario Crítico de Ciencias Sociales

Tragedia de los comunes
Paula Casal
Keele University, UK

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La "Tragedia de los Comunes" es una especie de parábola que apareció en un folleto poco conocido escrito en 1833 por un matemático amateur llamado William Foster Lloyd (1794-1852) y que popularizó el biólogo Garrett Hardin en un artículo al que dío el mismo título que puso a esta historia (1). Hardin aplica el cuento a problemas como la carrera de armamentos o la contaminación, en una argumentación centrada en el drama de la sobrepoblación y concluye que debe restringirse la libertad de procrear.

La tragedia en cuestión aconteció a un grupo de pastores que utilizaban una misma zona de pastos. Un pastor pensó racionalmente que podía añadir una oveja más a las que pacían en los pastos comunes, ya que el impacto de un solo animal apenas afectaría a la capacidad de recuperación del suelo. Los demás pastores pensaron también, individualmente, que podían ganar una oveja más, sin que los pastos se deteriorasen. Pero la suma del deterioro imperceptible causado por cada animal, arruinó los pastos y tanto los animales como los pastores murieron de hambre. "La avaricia rompe el saco" suele decirse; pero de este cuento se han deducido algunas moralejas más.

La primera corresponde a la paradoja del montón o sorités que los griegos emplearon con distintos propósitos. Al parecer, ya Zenón planteó cómo es posible que un montón de trigo haga ruído al caer, cuando ningún grano hace ruído; Eubúlides de Megara se preguntó en qué consiste un montón, si ningún grano hace montón, ni otro, etc.; y Diógenes Laercio propuso el sofisma del calvo: no se puede decir que uno se quede calvo cuando se le quita un pelo, ni dos, etc. Esta cuestión, de la que se han ocupado matemáticos y filósofos del lenguaje, también ha dado origen a varios problemas éticos.

Derek Parfit, por ejemplo, ha planteado el siguiente. En el desierto hay gran número de heridos sufriendo una intensa sed. En otro lugar hay un gran número de altruistas que tienen una botella de agua cada uno, que pueden verter en el depósito de un vehículo que la llevará hasta los heridos y la distribuirá equitativamente entre todos. De este modo, la botella de cada altruista, añadirá sólo un par de gotas a lo que beba cada herido, causándole un beneficio imperceptible. En lugar de hacer esto, un altruista podría, por ejemplo, darle su botella a un vecino que tenga una sed moderada, causándole un beneficio notable. Pero, claro está que, si todo el mundo razona de este modo, todos los heridos morirán (2).

Algunas organizaciones de ayuda al Tercer Mundo salvan este problema dirigiendo las donaciones a niños concretos que cada donante apadrina. Así se evita que la gente se desanime o autojustifique pensando que su contribución individual se perderá en la inmensidad del mundo pobre, sin beneficiar significativamente a nadie.

Este tipo de problemas para la ética consecuencialista (pues un kantiano ni dudaría en verter su agua en el tanque, ni destruiría los comunes) se plantea también si en lugar de beneficios, se trata de daños imperceptibles, como muestra el siguiente ejemplo de Jonathan Glover. Cien aldeanos se preparan un cuenco de cien judías cada uno, llegan cien bandidos y les roban la comida. Un día a uno de los bandidos se le ocurre cómo no volver a perjudicar a ningún aldeano: coger una judía de cada cuenco, y marcharse con cien judías, pero sin haber perjudicado perceptiblemente a nadie (pues nadie percibe la diferencia entre comer cien judías o 99). Todos los bandidos hacen lo mismo, y al final, los aldeanos vuelven a quedarse sin judías, pero no pueden decir que ningún bandido les ha perjudicado perceptiblemente (3).

Un caso parecido es el de los ladrones informáticos que amasan gruesas fortunas extrayendo cantidades imperceptibles de un gran número de cuentas bancarias, o el de los que hacen muchas contribuciones imperceptibles a la destrucción ecológica del planeta. De esta primera moraleja, la de "gota a gota se perfora la roca", y estos ejemplos puede extraerse una conclusión más: la de que las consecuencias positivas o negativas, por muy diminutas que sean, son moralmente importantes.

La seguda moraleja es que lo que resulta racional desde el punto de vista individual puede llevar a un desastre colectivo. En la Tragedia de los Comunes la paradoja del montón se combina con lo que en Teoría de Juegos se denomina un (* dilema del prisionero). Obsérvese que son problemas distintos: este Dilema puede darse entre dos personas, cuyas acciones tienen efectos no insignificantes, como en la historia que da nombre al Dilema; y puede haber sorités que no sean problemas de acción colectiva, como en "la paradoja del auto-torturador" de Warren Quinn, en que sólo participa una persona. Un individuo prefiere un aumento imperceptible de su dolor a cambio de cierta cantidad de dinero, pero tras elegir repertidamente de este modo, su dolor es tal que, por no sentirlo, preferiría perder todo su dinero (4).

Hecha esta distinción, hay que añadir que "los comunes", como el aire puro o el alumbrado de las calles, son ejemplos clásicos de bienes públicos, es decir, objetos o estados de cosas que si son accesibles para un miembro de un grupo también lo son para los demás miembros, incluídos aquellos que no han contribuído a su producción o conservación. Como en otros casos, la tragedia surge porque los bienes públicos tienen cinco características que conjuntamente generan un problema de coordinación social: (i) las acciones de algunos, pero no todos, son suficientes para que los miembros del grupo disfruten del bien (por ejemplo, tiene que haber contribuciones para financiar farolas y semáforos y para proteger la naturaleza); (ii) si se logra el bien, será accesible a todos, incluso a los que no han contribuído (las farolas serán útiles a los evasores de impuestos, y si la atmósfera es respirable, también lo será para los contaminadores); (iii) no hay ningún método factible o que no sea demasiado costoso de evitar que los no-contribuyentes se beneficien del bien (no puede impedirse que los evasores de impuestos vean mejor o que los contaminadores respiren bien); (iv) a cada contribuyente le cuesta algo contribuir (pagar impuestos o proteger la naturaleza cuesta, aunque uno pueda hacerlo con convicción y entusiasmo porque reconoce la importancia del bien y su deber moral); y (v) el valor de lo que cada uno gana, si se obtiene el bien, supera el costo individual de su producción (cada uno prefiere que haya farolas, semáforos y aire respirable, a tener lo que ello le cuesta individualmente).

Estas características hacen que la obtención de bienes públicos se vea amenazada por el problema del gorrón o francotirador (free-rider (5)). Cada miembro del grupo piensa racionalmente: "solo hay dos opciones: o hay bastantes personas que contribuyan, o no las hay. Si las hay, puedo beneficiarme del bien sin contribuir, y si no las hay, es mejor que no contribuya, porque perdería doblemente, al no obtener el bien y perder los costes de la contribución. Es decir, en cualquier caso, me conviene no contribuir." O dicho más esquemáticamente:

Así, racionalmente, pensaron los pastores, que siguiendo la estrategia del gorrón, aumentaron sus rebaños hasta que destruyeron los pastos comunes. Lo mismo ocurre con los individuos o los países que siguen destruyendo el ozono, contaminando, consumiendo en exceso, extinguiendo especies, o dañando de algún modo lo que en economía ecológica se llama a veces "los comunes mundiales" (the global commons).

Hay casos en los que existe un umbral, a partir del cual los daños o los beneficios empiezan a ser perceptibles, pero luego su acumulación es gradual y sigue un continuum. Pero también hay bienes públicos cuya obtención depende de que se sobrepase cierto umbral, como ocurre con las elecciones, que también tienen las características de un bien público, y se ganan o se pierden. Votar no es hacer una contribución insignificante en el sentido de que sea imperceptible, porque los votos se cuentan y se reflejan en las estadísticas. Pero si la probabilidad de que nuestro voto sea el crucial es cercana a cero, es irracional votar pretendiendo determinar el resultado de las elecciones. Hay muchos bienes públicos de este tipo, que se consiguen o no se consiguen, como ganar guerras, huelgas, o revoluciones, salvar vidas o especies y casos en los que existen límites -de tipo ecológico, por ejemplo- aunque la medida o la existencia de éstos no se conozca con antelación. Cuando existe un límite decisivo, o bien el bien público iba a obtenerse de todas formas, en cuyo caso nuestra contribución es redundante, o bien, las contribuciones no son suficientes y nuestro esfuerzo totalmente vano. Desde el punto de vista individual, este planteamiento es racional, pero conduce a un desastre colectivo.

El último grupo de moralejas corresponde a las formas en que se ha propuesto evitar la tragedia. Hobbes, por ejemplo, según una interpretación tradicional, que últimamente se está cuestionando, extrajo la conclusión de que, como el hombre era un gorrón para el hombre o un lobo para los bienes públicos, era necesario un Estado autoritario que protegiese los bienes e impidiese la tragedia y la guerra, mientras que Rousseau propuso un contrato social.

Generalmente se piensa que la Tragedia de los Comunes es una defensa de la propiedad privada y una parábola conservadora: como la tragedia ocurre porque los bienes son comunes, la tragedia se evita privatizando lo común. No obstante, esta afirmación requiere varias puntualizaciones.

En primer lugar, la propiedad es un conjunto de derechos, que no van necesariamente juntos y pueden tenerse en distintos grados. Por ejemplo, puede tenerse derecho a disfrutar de los beneficios de algo, pero no a heredarlo, porque existe un impuesto del 99% o del 1OO% sobre las herencias. Puede que el impuesto sea más bajo y pueda hablarse de un derecho a heredar, pero que no haya un derecho a modificar o destruir aquello que se tiene o hereda. Muchas veces resulta más útil hablar de la propiedad en estos términos, dado que es de los distintos derechos, recortables en distintos grados, de los que depende lo que puede hacerse con la propiedad. Si se trata de que un bosque no se tale o de que una obra de arte no se destruya, este derecho puede eliminarse tanto si estos bienes pertenecen a un individuo como si son de una cooperativa (6).

En segundo lugar, hay casos -como el del ozono o el de las especies que carecen de valor de mercado pero juegan un papel importante, quizá desconocido, en el equilibrio ecológico- en los que no parece tener mucho sentido proponer una privatización, aunque en Estados Unidos haya un mercado de licencias para contaminar el aire y en muchos casos puedan y deban buscarse formas de internalizar las externalidades negativas y hacer pagar al contaminador (7).

En tercer lugar, es cierto que, en algunos casos, garantizar cierta seguridad y estabilidad mediante el reconocimiento de ciertos derechos sobre algo a ciertas personas puede incentivar su conservación. Pero hacer esto, que puede ser dar la tierra a los que la trabajan y no a un gran terrateniente ausente, no siempre es una solución conservadora.

Por último, desde tiempos inmemoriales comunidades indígenas de todo el mundo han mantenido sus comunes en perfecto estado; han desarrollado diversas formas de regular su uso, y la educación, las costumbres, los consejos de ancianos u otras instituciones sociales han suplido con eficacia a Leviatán. Y hay investigadores que han llegado a la conclusión de que, en algunos lugares, como en amplias zonas de Africa habitadas por nómadas, han sido precisamente las privatizaciones y los cercados, los que han impedido el movimiento de personas y animales, han destruido el antiguo equilibrio, aumentado la presión sobre el suelo, y acarreado la tragedia ecológica, la muerte, y el hambre, con que termina la parábola (8).



NOTAS

 1.- G. Hardin, "The Tragedy of the Commons", Science 162, 1968.
 2.- Véase D. Parfit, Reasons and Persons, Oxford UP, 1986, cap. 3 y M. Otsuka, "The Paradox of Group Beneficence", Philosophy and Public Affairs 20, 1991.
 3.- J. Glover "It Makes No Difference Whether or Not I Do It", P. Singer (ed.), Aplied Ethics, Oxford UP, 1988.
 4.- W. Quinn, "The Puzzle of the Self-Torturer", Philosophical Studies 59, 1990.
 5- Quizá "gorrón" sea una traducción mejor que "francotirador" porque to free ride signifca viajar de gorra, sin pagar el billete, o en general, beneficiarse de algo sin pagar por ello, que es lo que hace un gorrón o un free-rider. Sea lo que sea lo que hacen los francotiradores, está claro que un gorrón no es simplemente el que va por libre (free) sino también gratis (free) y la mayoría de los hablantes captan mejor la idea cuando se emplea el término "gorrón", que es además más breve y ameno. Además, aquí se trata de lo que uno hace, no de lo que uno es, por lo que conviene disponer de un verbo; y mientras que suele decirse "gorronear", nadie emplea la expresión "francotirar".
 6.- Sobre este punto y sobre el tercero, véase p.e. la propuesta de J. Roemer, "A Public Ownership Resolution of the Tragedy of the Commons", en E. Frankel Paul, F.D. Miller Jr, J. Paul y D. Greenberg (eds.), Socialism, Blackwell, Oxford, 1989.
 7.- Véase D. Pearce (ed.) Blueprint for a Green Economy y Blueprint 2, Earthscan, Londres, 1989 y 1991, respectivamente.
 8.- Véase, por ejemplo, G. Monbiot, No man's Land, M. Joshep, Londres, 1994 y "The Real Tragedy of the Commons", The Guardian, 6.8.1993


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