NOMADAS.0 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

El arte de asombrar
[José Vericat] (1)

Sombrear es asombrar. Mayans se vale del término en este sentido en su Arte de Pintar. El juego de palabras entre sombrear y asombrar define con gran exactitud la naturaleza del acto de pintar. Pero también de ver. Sombrear no es otra cosa que colorear un lienzo mediante el extendido del claroscuro. Los objetos van tomando forma como surgiendo de las entretelas de la realidad, provocando el asombro de la visión, que a su vez intenta captar esta realidad dinámica devolviendoles la mirada.

1. La idea de que la vista no es un sentido meramente pasivo, a diferencia del resto de los sentidos, salvo en parte el tacto, estaba profundamente enraízada en el pensamiento escolástico medieval y renacentista. Se consideraba que el ver era un acto muy complejo, que distaba de agotarse en la visión directa. De hecho la complejidad de la idea de species intelligibilis, eje de la teoria del conocimiento de la época, lo testimoniaba así. La visión era como el corte de la llamada pirámide visual, resultado de la conjunción de una variada diversidad de vectores. Pero a la base de todo ello se encuentra como supuesto toda una suerte de ontología de la línea y el plano como base de la comprensión del espacio. En la geometría de la época se consideraba que antes que el espacio estaba la línea. Pero más allá de estas relaciones de precendencia correspondientes a la geometría proyectiva de la época, la cuestión, respecto de la pintura y el dibujo, residía en la propiedades semióticas que la línea manifestaba en su trazado sobre una superficie plana. La línea no era sólo una cuestión de la geometría, sino tambien, y sobre todo, de la escritura y el dibujo, donde se constituye en el grafo por antonomasia, sólo en base al cual es posible toda representatividad gráfica. A este respecto puede decirse que línea, y más específicamente si se quiere, el trazo, es el proto-sema por excelencia. Es a este respecto que Peirce habla de la línea de identidad como el más perfecto de los signos, en tanto en cuanto en la misma se funden por igual lo icónico, lo indexical y lo simbólico. De lo cual, una variante es su característica linealidad o directividad, prefigurando de algun modo lo evolutivo-deductivo tanto de la naturaleza como de la razón. No menos que los mecanismos lingüísticos claves de hipoiconicidad del trazo y de pronominalidad. Lo primero por lo que tiene de intrínseca hipo-iconicidad, posibilitando al expresión de parecidos, y lo segundo por lo que articula de auto-referencialidades internas, y también externas. Frente a la visión natural directa, que impone un reajuste continuo del ojo para no dejarse llevar por las apariencias, un constante parpadeo y titubeo, la línea trazada sobre una superficie de papel despliega desde un primero momento toda una compleja pragmática gráfica de la que pasa a depender todo sistema de representación plástica. A este respecto, la misma superficie de papel se transfigura, convirtiendose de mera superficie indistinta y pasiva en lo que Peirce llama sheet of assertion, es decir, en contexto de afirmación de lo que las líneas y los trazos expresan. Lo que en cierto modo viene a responder gráficamente a lo que Simmel llama "el sentimiento prototeorético de la afirmación", condición constituyente de toda proposición como tal. La idea de que la planaridad de la superficie de papel en los dibujos renacentistas vengan a incorporar la idea de espacio a los mismos – tal como afirman Panofsky y De Tolnay – resulta a este respecto absolutamente anecdótica.

Esta vinculación de lo plasmado gráficamente en una hoja de papel a lo proposicional como tal estaba entonces estrechamente ligado, no ya a la chirographia medieval, ocupada en el estudio de la personalidad plasmada en la escritura, sino al compromiso que la escritura sellaba respecto de lo dicho. Un humanista de la época como Salutati escribía una carta a Inocencio VII exigiendole que mantuviese lo dicho por escrito: Ostendet ille chirographum quod fecisti: ponderabit tecum verba tua. Lo escrito en un papel era expresión de la voluntad del que escribe - y de lo que escribe. Lorenzo Bruni decía a este respecto: Scripta ut vultus, & oculos esse animi indices. A lo que habría que añadirse el específico tono de la construcción sintáctica, así como la evolución y marca del correspondiente trazo caligráfico. Esto abría una nueva pragmática de la escritura. A este respecto – escribía también Bruni – en la escritura, amén de las palabras y los sonidos, es decir, de la correpondencia con estas otras dimensiones fonñeticas del lenguaje, inest profecto aliquid repositum & tacitum iudicium animi, quod ut in loquente ex oculorum motus, sic in scribente ex vibratione ipsa orationis deprehenda. La correlación escritura, voces, passiones animæ, en el sentido de que las letras significan las voces, y estas los conceptos mentales, que, por su parte, significan naturaliter las cosas - en base a la cual los filósofos articulaban la relación entre los tres reinos lingüísticos - se  complejiza un tanto, al entremezclarse en la tal correlación no ya la gestualidad - que filósofos y pintores asumían plenamente - sino a algo más sutil, cual es la vibración misma de la oración en la escritura. En este sentido cabe entender la afirmación de De Tolnay, en el sentido de que la novedad en el dibujo entonces, es decir en el Renacimiento, "no reside en la técnica, sino en la cualidad de las líneas." Trazos y líneas manifiestan el temperamento del artista. A cuyo respecto se constituyen en una suerte de "emanación directa de la imaginación creadora ..., [al igual que] las  vibraciones en los trazos son expresión de la tensión subjetiva en el proceso de trasposición hacia fuera de la imágen interior." El nuevo naturalismo renacentista se basa así en el descubrimiento y operativización no tanto de la geometricidad de la línea como de todas estas sus cualidades semióticas. Dos dimensiones de la línea que en algun momento se contraponen y neutralizan mútuamente. Lo que la escritura tiene de vibración puede verse como afín a la retórica de la oratoria sagrada, que en aquellos tiempos estaba adoptando un tinte fuertemente emocional en la figuras de San Bernardino y Savonarola. Algo que, con alguna variante, venía a hacer suyo también el neoplatonismo florentino bajo su idea del furor poético. Pero la pulsión que se encuentra tras la tal idea de vibración, aparte de la de trasmitir emocionalidad y cognitividad, la de intentar desvelar, por debajo de la convencionalidad de los signos del lenguaje, hablados o escritos, elementos de contacto, de referencia natural con lo significado. De ahí por ejemplo que el fuerte interés experimentado entonces por la caligrafía – curiosamente espoleada por la invención misma de la imprenta - llevase al desarrollo de una suerte de pasigrafía de las letras, en el sentido de identificar rasgos comunes a todas ellas que posibilitaran desvelar una suerte de algoritmo de elementos gráficos primitivos, en los que las letras vendrían como a resolverse, dando la clave de sus específicas significaciones. Trazos elementales que vendrían desvelar como su naturalidad y sensorialiedad primigenia, por detrás de lo propiamente convencional que las articula fonética y gráficamente como letras. Una pulsión parecida a la que subyace al desarrollo de i lineamenti,  de incidencia decisiva en la concepción de la pintura renacentista.  En esto el arte renacentista va claramente por delante de la geometría, como hasta cierto punto la misma caligrafía va por delante de la gramática. La indagación en el renacimiento, se vale indudablemente de la geometrización de las cosas; aunque no le interesa tanto directamente como sólo en relación a la variada expresividad que la línea es capaz de llegar a encarnar.
 

2. Cuando Villani ve en la obra Giotto "el ingenio y la mano del artífice" esta haciendo referencia tácitamente a esta prioridad de la línea encarnada en la mano del artista. En esto coincide con Cennini. La mano es el trazo, o el trazo es la mano. En la descripción que Cennini nos da de la génesis de del trazo, en efecto, lo que se pone de relieve es la fuerte empatía que genera el continuo volver del movimiento de la mano sobre sí misma, como una suerte de prefiguración de la reflexividad que caracteriza no ya a la mente, sino al tacto, en el sentido implícito a éste de tocar y ser tocado  - tal como nos lo recuerda por lo demás el entonces crecientemente influyente Averrores. Es el sólo sentido que compite con la reflexividad tradicionalmente atribuída al intelecto. Si bien, con una cierta ventaja respecto de éste, ya que, tal como nos lo describe genialmente Cennini, es "en la propia sombra que la mano proyecta en su movimiento al ejecutar el trazo", donde encuentra su interna compulsión – y propulsión - a volver sobre sí misma, labrando, recorriendo y perfeccionando una y otra vez a éste - al trazo. Es en la propia sombra que proyecta en su movimiento donde encuentra la clave de su reflexividad, pudiendo volver a plantearse el repaso de la escritura y su representatividad o significación. Lo que de artificial o convencional pueda tener de partida la letra reencuentra así su propia representatividad y naturalidad. Un tal mecanismo va a servir de base para reconocer en los sentidos una estructura semejante a la del intelecto.

Bajo influencia de Averroes la escolástica renacentista pasará a reconocer en los sentidos un esquema cognitivo similar al tradicionalmente identificado con el intelecto. A este respecto, al igual que se distingue entre intelecto agente e intelecto posible, así mismo se pasará a hablar de sensu agente y de sensu possibilis.  Lo que, para nosostros aquí, significa que lo gráfico se equipara a lo intelectual, por lo mismo que en lo literario la escritura pasa a constituirse en protagonista creciente. Vasari, en su dedicatoria a la edición de 1550 de Le Vite, dice que el dibujo es directo como la palabra, pero que lo es, esencialmente, en función de su carácter de trazo. El desarrollo técnico del dibujo responde así a esta pulsión cuasi-ontológica, intrínseca al trazado de la línea, de lo que el miniaturismo llegaría a hacer un auténtico virtuosismo. Ahora bien, entendida como trazo la línea presenta una mayor afinidad con la vox, que con la geometría, en base precisamente a lo que tiene de vibración. Aun cuando la caligrafía, en su búsqueda por una gráfica primitiva común a todas las letras, venga apoyandose fuertemente en la geometría. Duns Scoto, por ejemplo, destacaba de vox el hecho de significar la cosa a la que se refiere at similitudinem eodem actu. Vox, al igual que el trazo, proclama a este respecto su fuerza asertórica en el airear mismo de una suerte de consaguinidad con la cosa por ella mentada. Aunque ciertamente sin abandonar una cierta ambigüedad, tal como se observa en Ockham, cuya opinión fluctúa entre considerarla unas veces como significando naturalmente y otras convencionalmente. Aun cuando parece ir imponiendose, especialmente a lo largo del XV, una cierta tendencia a considerar vox por lo que tiene más bien de significación natural. Parecidamente a lo que ocurre en el campo del desarrollo musical, donde la búsqueda de la expresividad se realiza a partir de lo polifónico de finales del Medievo. Un scotista como Tartaretus, reconocerá - al menos en algunas voces - la capacidad nata a representar aspectos cognitivos o mentales. Mientras que un ockhamista del fuste de Pierre d´Ailly situaría lo naturalmente significante de la voz en lo que la misma tiene de agere, es decir, de performatividad. Es a este respecto que  vox  y trazo parecen converger. Lo que significa que, en la pintura, la tensión existente en la superficie del lienzo entre la línea que la recorre y la sombra que va dejando, entre los trazos y lo proposicional de los mismos, se complejiza a través de la tensión propia del artista, como reacción a ello, que es lo que a la postre acuña su estilo. El objetivo de la imitación que define a la pintura queda así neutralizado en base a esto otros movimientos de auto-reflexividad, tanto por lo que se refiere al trazo sobre el trazo y a la pincelada sobre la pincelada, a los que no se puede sustraerse el artista renacentista mismo viendose reflejado y reflejandose en todo ello. Pocas veces los estilos de los artistas se han hecho más diferenciadamente evidentes, incluso a la vista de un inexperto. Algo a lo que no se parece sustraerse tampoco el geometrismo de un Brunelleschi, cuando como dibujante y proyectista lo que busca plasmar es el reflejo de la vida real, de la naturaleza viva, en la superficie bruñida de sus dibujos y pinturas, invirtiendo así, en cierta manera, el sentido primario de la pintura, cual es el de buscar la imitación. El sentido de la pintura vendría a ser, por el contrario, el de constituirse en una suerte de receptaculo con el objetivo no de imitar a la naturaleza, sino de atraparla. En este sentido se convertía en tecnología. El manierismo del XVI sería de algun modo esto. Pero también lo es en cierto modo el segundo Renacimiento del XV, con sus lienzos como brillantes tapices de colores - en expresión de Vasari – reencontrando en su lindes la línea, por encima de toda sombra. La misma idea de esplendor del neoplatonismo florentino, enraizada en la estática bizantina, no era más que una forma de situarse en un plano superior, de pura transparencia, cara a captar la realidad exterior como en un espejo. No muy diferente a los bruñidos de Brunelleschi. No es difícil ver en éste al orfebre que siempre fue, a lo que obviamente no es ajena tampoco - como ya hemos visto - la introducción de la perspectiva. El bruñido tiene una presencia muy particular en la pintura renacentista. Se encuentra en el tratamiento del color y en la geometricidad, y puede retrotaerse al movimiento miniaturista de primeros del XV de gran influencia en italianmos y flamencos - y que Friedländer calificaba de auténtica vanguardia de la época. Desde luego es difícil poder entender la pintura italiana del XV sin referencia a este arte de la miniatura, pero resulta imposible prescindir del mismo a la hora de abordar las características básicas de la pintura flamenca, y de la famosa netticheydt - meticulosidad y cristalinidad – correlativa a la introducción del óleo por parte de Jan van Eyck, y muy especialmente de su técnica de extendido capa a capa.
 

3. Si, como dice Vasari, el aire es para Florencia la inspiración de "espiritos ingeniosos, e sotiles", lo que permite entender la fascinación de sus artistas por la espacialidad, el río Maas - a cuyas orillas nace Joannes van Eyck - puede ser ilustrativo cara a entender las características cristalinas de la pintura flamenca inagurada por éste. El rio Maas, tal como dice  Karl van Mander - el Vasari holandés - rivaliza al respecto con los ríos emblemáticos de la cultura italiana, el Arno, el Po y el Tiber, por no hablar del mar, modelo del espacio amplio, extenso y como infinito de la pintura veneciana, teorizada y analizada pormenorizadamente por el genial Hetzer. La superficie del río, el reflejo sobre ella de paisajes y figuras, la calidad de sus aguas, prefigura perfectamente las características esenciales de la pintura flamenca. Lo que esta trata de conseguir precisamente - tal como nos los describe Karl van Mander en su Schilder-Boech, que es el libro de las vidas de los pintores flamencos – no es precisamente otra cosa que un lustre, claro y brillante (schoon blinckende glans), como de cristal traslúcido (doorschijnende Cristal), producto de gran meticulosidad y exactitud (met groote netticheppt en supperhept), y sin duda de una machacona paciencia.  Hay un mucho en esta pintura de miniatura ampliada. En la miniatura el problema de principio era el de cómo plasmar en el pequeñísimo espacio por ejemplo de una inicial el espectáculo de un panorama natural en todo su detalle. Cualquier borrosidad o solapamiento daba al traste con la posibilidad de identificación de la figura que se trataba de reproducir. Ello suponía eludir todo uso más o menos impresionista de los colores, debiendo concentrarse el artista en la imagen singular de los objetos valiendose de técnicas de gran precisión con las que lograr una precisa claridad de contornos. Los colores, a este respecto, debían ser compactos y brillantes. Es esta una de las claves de la netticheydt, con que Van Mander caracteriza en lo esencial el estilo flamenco. La pintura flamenca pretendía ser imitación de la naturaleza en grado sumo, acercandose e igualandose a ella (om de Natuere in gedaenten nader comen oft ghelijcker te worden), con vistas a trasmitir la impresión de "estar vivo [lo pintado,] emergiendo del lienzo". Las pinturas venían a ser más bien espejos (spieghels) que cuadros. El objetivo del arte flamenco - nos dice Melion en su libro sobre Van Mander - es el de invitar a los ojos a scanear como a distancia la superficie del lienzo, para, acto seguido, pasar a recorrerlo, penetrando tras su acristalada superficie, buscando a modo de un zoom la cercanía, el contacto, con los objetos que la pueblan, a la vez que descubriendo y poniendo de relieve sus detalles y singularidades. En Van Eyck - dice Van Mander – al igual que en la naturaleza, todas las figuras y objetos son distintos. En relación al retablo sobre la Revelación de San Juan, pintado para la iglesia de San Juan de Gante, Van Mander comenta que de los ángeles que se encuentran cantando alrededor de la Virgen María "puede llegar fácilmente a decirse por su actitud cúal entona el triple, el alto, el tenor, y el bajo." Difícilmente es éste el caso en el grupo de ángeles de la Natividad, de Piero della Francesca. La pintura renacentista italiana impone, al contrario, al espectador distancia respecto del cuadro. De modo que el acercamiento al mismo sólo hasta cierto punto permite progresar en un conocimiento más detallado de las figuras, siendo totalmente confuso lo representado más allá de un cierto plano de cercanía. En Piero es éste el caso con los paisajes, y en parte con las figuras, que con frecuencia no son más que unas manchas de color más o menos perfiladas. Pero lo que ello desvela de específico es la tensión fundamental que caracteriza dicho estilo, en la medida en que el problema no es tanto el de la imitación de la naturaleza, como el de la tensión entre su representación y la interposición del artista con su técnica y materiales. Lo que no expresa otra cosa que que una subrepticia toma de conciencia de la heterogeneidad entre lo sintético de la representación y lo sintáctico de la tecnología. De ahí la distancia y magnifcación de la estilística que lo caracterizan. De ahí el hecho de que a la larga el canón italiano acabase por fundamentar la imitación basandose en una estética – la de los griegos – asociada a la idealidad de lo natural, y a la necesidad de corregir mediante el arte lo que la percepción natural presentaba torticeramente. Para el canon flamenco, sin embargo, imitar significaba no sólo ir a la búsqueda las cosas mismas ahí donde se encontraran, captando y plasmando su propia coseidad, sino que más allá de ello, de lo que se trataba verdaderamente era de representar la naturaleza en aquellos mecanismos por los que ella misma se da visualmente a conocer, valiendose así de "las [mismas] operaciones mediante las cuales la naturaleza proyecta su propia imágen." Un proyecto cognitivo de gran alcance. Es a este respecto que la mencionada técnica de la netticheydt juega un papel clave. El modo de extendio de los colores es fundamental aquí. Mediante la superposición de varias capas de pintura, a modo de cristal, valiendose de colores compactos y planos, Jan Van Eyck consigue dar profundidad y realidad al objeto a la vez que de transparencia hacía el interior del objeto, y del cuadro. Justo lo contrario de lo que hemos observado en Piero, cuya perspectiva proyecta los obteos y la escena hacia el exterior. En realidad lo que se consigue mediante aquella técnica – comenta Melion - es tematizar plásticamente el hecho mismo de la observación correlativamente al descubrimiento del sorprendente fenómeno del mostrarse mismo de la naturaleza, el "involucrarse de los ojos, prolongando el proceso de estar viendo, renovando a la vez el deseo de ver." En la pintura flamenca todo invita al acercamiento compulsivo hacia adelante y hacia dentro, justa al revés de lo que se experimenta ante un pintura italiana, que invita a retroceder ante el mismo en base a lo ilusorio del momento inicial de la contemplación, en que emerge, en simultaneidad y competencia mútua, la tensión entre realidad y ficción. No es raro pues que en la superficie de una tabla flamenca no haya apenas rastro de trazo o pincelada, es decir, de todo aquello que, por el contrario, viene a caracterizar la estructura de superficie de un lienzo italiano. En la pintura flamenca domina una rhematicidad icónica, que en su inmediatez se presenta con unas características fuertemente gratíficantes, que generan el deseo tras el impacto inicial de acercarse y penetrar en su interior. De manera tal que una vez cerca, la visión va concentrandose en sus individualidades, abriendosele al espectador un submundo ulterior de vida del que en un principio no se había podido percatar. Tales objetos, cuanto más cerca de ellos más detallados, viene a ejercer por lo mismo una atracción magnética sobre el observador, aprisionado así en una narrativa que es la de una cierta comprensión de la visión. El ver desplaza al relato, atraído por los elementos singulares que lo integran. De hecho, la crítica que desde los ámbitos italianos se dirigía a tal estilo pictórico, en el sentido de su carácter en exceso imitativo, es decir, de confundir imitación con precisión y exactitud, perdiendose la idea de proporción de conjunto, lo que venía a otrogarle el característico aspecto naïf que la emblematiza, ponía sin embargo de relieve el núcleo de la idea misma de percepción que dicho estilo pictórico actualizaba. La referencia al exceso de exactitud ponía ya de relieve el carácter como reduplicativo que la pintura flamenca daba a sus imágenes.

En el contexto de las teorías de la percepción de entonces una tal magnificación de la singularidad plástica suponía situarse en la estela de la tradición nominalista. Pedro Ciruelo definía ésta – la teoría nominalista de la pecepción - como producto de dos dinámicas convergentes. Por un lado la del cuerpo luminoso (el sol, el fuego, etc) difundiendo la luz a través del medio transparente que es el aire, a la vez que el cuerpo iluminado, por otro, effundit & multiplicat similitudo sui coloris. Desde los supuestos nominalistas de considerar la percepción de los objetos en su singularidad, descartando la subsistencia independiente de sus cualidades, la percepción directa de los mismos da lugar a una suerte de efecto multiplicador, al no producirse interposición alguna de representatividad de la species del color, al interponerse cosa otra alguna que la pura diafanidad del aire. La relación perceptiva, así vista, se circunscribe a lo estrictamente intencional – y atencional - si bien magnificada como resultado del encuentro de la fuente de luz con el color en la superficie del cuerpo. Ya que el color siendo como es visibilis per se, y en este sentido lux oppacata, lo que ocurre - tal como preconizaba el potentisimo averroismo de la época - es que luz y color convertuntur, teniendo – como es el caso del esplendor - unos cierto efectos multiplicadores de la imagen. No por casualidad, Van Mander habla no sólo de reflexión (reflecty), sino de reverberación (reverberaty), y aún más de la re-reflexión (teghen-glans oft weerschijn). Ya que a la postre la resultante del encuentro, a través del medio diáfano, de la luz - procedente del objeto lúcido - con el objeto coloreado, es que lux in diaffano non terminato est quasi color in diaffano terminato". Lo que se entendía entonces por color in diaffano terminato no era otra cosa que la idea misma de figura - que en la tradición empiricista venía definida como magnitudinem terminatam lineis aut superficiebus. La técnica flamenca del contorno preciso de los objetos ciñendo nítidamente la superficie coloreada, hecho a punta de pincel, responde en buena medida a la idea del color considerado in diaffano terminato. La luz, proyectada a través de un medio difuso indefinido (non terminato), adquiere como especificidad en el encuentro con el color, donde tiene su término, produciendose ahí junto a la conversión de la luz en color la del objeto en figura. Resultando con ello un efecto de conjunto como de magnificación del objeto, tan propio de la pintura flamenca, a lo que cooperan su característica pigmentación - compacta, lustrosa y tersa - prefigurando la gestación de lo objetual como por condensación (condensatio, spissitudo), en un proceso que viene a coincidir con el mecanismo cognitivo que se desencadena en la visión. La concepción – entonces - del ojo como órgano traslúcido o diáfano venía a reafirmar la idea de una conexión directa, sin mayor mediación, al objeto, es decir, entre la intentio - o atentio - del alma a la cosa y lo coloreado de la misma. La  intermediación representativa de las species visibilis se diluía a favor de una relación directa entre la visión y el objeto visible. Lo que en cierto modo venía a avalar la idea suprepticia de que, de hecho, la pintura no venía a ser otra cosa que la re-presentación del ojo. La pintura flamenca sería así más bien imitación del ojo que de la naturaleza – entendido el ojo como una suerte de reduplicación "(d)el proceso a través del cual la naturaleza se representa a ella misma". El famoso espejo tondo de los Arnolfini vendría a ser como la metáfora de esta imágen del ojo en el ojo que es en sí mismo un cuadro flamenco. El ojo en el cuadro magnificado por el espejo que cuelga atrás, a manera de metaforización de los efectos visuales promovidos por la transparencia de las finas películas de color, cuidadosamente superpuestas una a una, que a la vez que introducen un cierto relieve y profundidad, invita a los ojos a penetrar en ella, como en el cristalino de los ojos. Una forma de expresar metafóricamente el hecho de que en Van Eyck lo especular de sus paneles y lienzos encierra una función ocular, en el sentido no ya de re-presentación, sino de auto-re-presentación. El ojo se sitúa en la superficie del panel, gozando como espejo de su misma profundidad, pasando a constituir un nuevo espacio visual, en el sentido de que de alguna manera se está viendo como desde atrás, en concrescencia y paralelo con el hacerse ver de la naturaleza, en función de cuyas características cognitivas viendola nos estamos viendo. Esta es a mi entender una de las características más peculiares del canon flamenco, por la que se diferencia radicalmente del canón italiano, centrado éste en operativizar plásticamente la captación desde fuera de lo de detrás, de lo oculto de la naturaleza, es decir, de lo invisible de la misma desde lo visible de su algoritmo pictórico, en un giro que bien puede interpretarse como una variante del aforismo de coger literalmente el rábano por las hojas.
 

4. Ello explica la distinta atención en uno y otro canón a la perspectiva. Una cierta despreocupación al respecto en la pintura flamenca de entonces frente a una obsesión por lo geométrico de la misma en el canon italiano. En los flamencos lo central era su organización peculiar de la luz y  el espacio, la definición de lo espacial desde la luz y el color frente a la espacialidad italiana en función de la geometricidad de la línea. Melion pone de relieve el papel al respecto del reflejo de la luz sobre la imprimación de fondo saliendo a través de las diversas láminas de pintura. Ello puede tomarse como una invitación al observador a considerarse perceptivamente como surgiendo por detrás de la figuras. De hecho, la brillantez que provoca la tal calidad de la pintura suele obligar al observador a moverse como alrededor del cuadro, buscando un cierto ángulo de acceso, que permita la penetración de la visión hasta el fondo con una obtrusión mínima por parte del brillo. La sensación más que de rodear de ser rodeado por las imágenes le envuelven automáticamente. De acuerdo a los análisis de Hills, un gran experto en el tema de la luz en la pintura renmacentista, esto debería asociarse a una cierta experiencia del tiempo de la pintura. Hills alude a un fenómeno parecido en relación al caso de la técnica granulada de Duccio, de la que se vale en el tratamientos de su características vestimentas cuajadas de destellos, resaltadas por centelleos y brillos, que – según Hills – vienen a trasmitir la idea de tiempo al inducir en el espectador la idea de movimiento. En principio, resulta un tanto raro pretender explicar el problema del tiempo en la pintura renacentista en base a una equívoca equivalencia entre movimiento (del observador) y experiencia (subjetiva) del tiempo. Hills es prolijo en observaciones parecidas a este respecto. Aunque por el carácter expedito con que lo plantea, más bien da la sensación de ser una forma de eludir - más que de abordar - una compleja cuestión que ha quedado aparcada por la omnipresente presencia del tema del espacio y la perspectiva geométrica. Y que sin embargo es fundamental. Ya que el final del Medievo - como se observa de modo muy especial en la literatura de la época, y paradigmáticamente en Dante y Petrarca - la preocupación central es la del tiempo. La idea de tiempo se plantea entonces con mucha mayor fuerza existencial - más revolucionada - que la de espacio. Esta mantiene muchos más elementos de continuidad con sus precedentes medievales y bizantinos - por no decir griegos. Y desde luego, por lo mismo, mucho más íntimamente ligada a la estructura de la nueva narrativa inagurada por un Giotto, que lo estrictamente espacial o voluminoso, a cuyo respecto éste revolucionario pintor sigue planteamientos que se encuentra ya tanto en el gótico tardío como en el arte bizantino, por no hablar - en lo literario - de su presencia en la literatura caballeresca. Pero en pintura el problema entonces no es tanto el considerar la cuestión del tiempo en tanto experiencia existencial, como el del tiempo pintado o representado. Y más aún en tanto ligado a la obra misma de arte. Habrá que buscar alguna clave al respecto en lo qué dice la filosofía de la época. La experiencia de la brillantez de los colores - tal como vamos viendo – está lejos de determinar en todo caso lo más relevante del sentido del tiempo. De ahí que resulte poco satisfactoria la observación de Hills asociando el tiempo en la pintura al movimiento provocado en el espectador por los brillos que se observan, por ejemplo, en las obras de un Duccio. Unos brillos que si bien se alejan ya de la trascendencia bizantina de la luz y el oro, dificilmente pueden disociarse del nuevo contexto neoplatónico del pensamiento florentino - por lo demás, no menos bizantino - que como hemos visto induce la idea de esplendor. En la pintura flamenca la brillantez viene asociada al reflejo de la luz como desde el fondo de un espejo, lo que la diferencia fundamentalmente de la idea de brillantez en la pintura italiana, que, como sucede en los experimentos de Brunelleschi, busca reflejar la realidad exterior en la superficie pulida de colores y mármoles. Meiss califica como de "visualización de la luz" el tratamiento flamenco de la luminosidad. Algo sin embargo a entender - precisa este autor - no tanto desde sus específicos efectos luminosos, como desde su plasmación concreta, material, en el lienzo o tabla, como una cualidad en sí misma de lo coloreado. Hay aquí ya algo que viene a preaununciar la gran revolución en la teoría del color en el tránsito al XVI, acabando con la concepción del color como algo afectando estrictamente a la superficie terminata de los cuerpos, pasando a reconocer su exitencia en el interior de los mismos. Una revolución filosófica, naturalista, que posibilitaría la aparición del fenómeno Caravaggio. El realce del color y la textura, a que se refiere Hills a la hora de enumerar algunos de los efectos específicos del fenómeno de la visualización de la luz en la pintura flamenca, resulta algo excesivamente genérico como para constituirse en una clara diferencia específica respecto de la pintura italiana contemporánea. Como tampoco, estrictamente, puede decirse que sea una especificidad de la pintura flamenca la producción de alternancias entre espacios de luz y sombra – al menos así dicho. En la historia del arte uno tiene la impresión que es generalizable a sus especialistas lo que Alpers observa en Vasari, en el sentido de que "sea por donde sea por donde una abre Las Vidas, sea por el principio con Giotto o hacia el final con Rafael, las descripciones son siempre las mismas." Los criterios de Hills a la hora de identificar el fenómeno de la visualización de la luz en la pintura flamenca podrían econtrarse sin mayor problema a la hora de hablar de la pintura italiana.

En la pintura flamenca el tema de la luz y el claroscuro hay que entenderlo en un sentido mucho más radical que en la pintura renacentista italiana, en la medida en que se encuentra íntimamente ligado a la plástica como tal de la realidad, mientras que en la pintura italiana es una cuestión más directamente imbricada en el problema de la narrativa. Aquí, una cuestión como la del moldeado de las figuras hay que entenderlo como constituyendo parte del relato que es el cuadro, es decir, no pretendiendo dar cuenta de la realidad cuasi-ontológica de los objetos de que se trate en su singularidad respectiva, como de la relacionalidad mútua en que aparecen en el cuadro. En cierta manera una tal contraposición viene apuntada por Alberti cuando identifica a Narciso mirandose en las aguas como el inventor de la pintura. Qué otra cosa es pintar, se pregunta Alberti, quam arte superficiem illam fontis amplecti?Si bien también, citando a Quintiliano, caracteriza la tarea de los primeros pintores como de solitos umbras ad solem circumscribere. Son las dos formas de abordar pictóricmente el claroscuro. En el primer caso desarrollando las condiciones de las imágenes reflejadas en el agua, emergiendo como de las profundidades de los diversos planos de luces y sombras. Viene a corresponderse esquemáticamente con la técnica flamenca de extendido de los colores al óleo. Primero la capa de color local, luego las abstractas de luces y sombras, para finalmente dar paso a las formas de las cosas en todo su detalle, en un tránsito que va de lo opaco de las primeras a lo transparente de las últimas, mediante el extendido de una capa de laca pura, a la vez que se pasa de lo claro de los colores locales a lo obscuro de las últimas sombras y figuras en superficie. El proceso de la visión, al igual que en las aguas de un lago, es complejo, como compleja es la estructura de superficie. "Los reflejos de luz penetran hasta lo profundo a través de las capas superiores de laca, viendose reflejadas ahí por la base de color claro y los estratos bajos del blanco plomo utilizado, pasando así la luz a alumbrar los colores fuertes y puros de las imágenes de la superficie desde bajo". Lo que emerge pues es una luz profunda que hace que "los colores se iluminen desde dentro con tonalidad de piedras preciosas." La afinidad con la mineralogía de las piedras preciosas es bastante evidente. El color no aparece aquí como lux oppacata, es decir como color en la superficie terminada de los objetos – tal como se maneja en el canon italiano - sino más bien - como decía Duns Scoto - como cualidad mixta quatenus habet diaphaneitatem, opacitate terminatam. No obviamente por delante, como es lo habitual observar el color desde la atmósfera que rodea a un cuerpo – que es la perspectiva que desarrollará la pintura veneciana - sino vista desde atrás, como imágen refleja aflorando, empujada desde el fondo del agua. Inquietante como la imágen en un espejo, viniendo del fondo del mismo, cuyo peculiariedad - comenta Alberti - es precisamente no coincidir con la supuestamente real, que nunca veremos. Pero que cognitivamente, conforme a lo que el canon flamenco plantea, es la realmente real coincidiendo con el proceso mismo de la visión. No por causalidad los escolásticos hablaban del conocimiento per spaeculum in aenigmate. La imágen en los espejos de entonces - con frecuencia de acero bruñido - era nítida, pero más bien obscura. Lo que no dejaba de dar un tinte un tanto mágico a la imagen vista. Algo de ello poseen los objetos en la pintura flamenca.
 

5. En la teoría escolástica de la percepción, pasada por el filtro de Averroes, la captación por el ojo de un objeto diáfano sólo es posible ex compræhensione illius quod est in posteriori parte corporis diaphani: & pars posterior compræhenditur ex luce vel corpore illuminato iuxta corpus diaphanus existente.  Lo que significa que la percepción de la diafaneidad requiere de algo detrás de ella, a modo de pantalla, que de alguna manera ejerza como de término de la misma, la vez que de un cuerpo lúcido que venga a arrojar luz sobre el cuerpo diáfano. El punto de vista de atrás, por lo que a la iluminación se refiere, es esencial a la hora de abordar la inconfundible peculiariedad de la pintura flamenca. De ahí que la combinación de luz y sombra no puede planterase estrictamente como una suerte de claroscuro más o menos convencional y más o menos paisajísticamente dramatizado, sin antes profundizar en los tres elementos que intervienen en la conformación de la luminosidad de los cuerpos: lo diáfano, lo opaco, y lo luminoso.

Van Mander, en su vida de Joan Schoorel, dice de éste, que durante su larga residencia en Italia llegó a influir significativamente en la pintura justamente en lo que respecta a la iluminación (verlichten). Ya que los italianos - comenta Van Mander - aunque volcados en la pintura al natural, en la que muestran una gran habilidad saber, procedían sin embargo "con un conocimiento incompleto" (met onvolcomen kennis). Pues de hecho, y como paradójicamente, pintaban en la oscuridad o con poca iluminación ambiental (ghenoech doncker/oft met weynigh lichts.) Lo que quiere decir Van Mander es que la pintura italiana no se basaba en un estudio de la luminosidad real, al contrario del caso de la  flamenca. Sobre todo, en la etapa posterior a Giotto, y posiblemente bajo influencia del neoplatonismo florentino, con su idea, poco matizada plásticamente, de esplendor. Aunque no haya que descartar tampoco - como parece insinuar Van Mander - las características climáticas, en función de las cuales los pintores italianos trabajaban poco al amparo de la luz natural, ya que durante el día era costumbre mantener las ventanas veladas, y por la noche se trabajaba a la luz de un candil, cuando no a la luz del fuego de la chimenea. La idea de iluminación que barajan los pintores italianos no parece tener en cuenta en demasía la idea de diafaneidad, tan central por lo demás a las teorías entonces vigentes sobre la luz y el color. Salvo quizás Fray Angélico, y en parte Botticcelli, aunque con efectos bien distintos a los de la técnica flamenca. La iluminación surge de la recepción de la luz por parte de un cuerpo diáfano - como es el aire, o el cristalino del ojo. En este sentido lux - dice Averrores - es perfectio diaphani non terminati. Y hasta cierto punto esta sería la atmósfera de un Fra Angelico, que al límite, por sí misma, tendería a difuminar los objetos envueltos en ella. Es la iluminación de la Transfiguración. Algo que en una pintura sólo puede evitarse – como decía Sanchez Ciruelo - con la presencia de un foco de luz junto al objeto diáfano. Es la función de la llamada luz del cuadro, cuyo objetivo es el de actualizar la singularidad de los cuerpos diáfanos. No hay, a este respecto, una luz en sentido genérico - como parece querer afirmar Meiss; sino que la luz se encuentra vinculada a la iluminación, que a su vez aparece siempre en función plástica de un cuerpo específico, que puede ser el cielo o el aire como objetos pictóricos en sí mismos, y no propiamente como fuentes de luz, que es lo que viene a ser lo habitual en la pintura italiana. La concreción y delimitación estricta, cuasi-ontológica, de los objetos que integran el panorama pictórico en los cuadros flamencos es una de sus características más propias, incluída la luz, que es siempre iluminación de algo, es decir, cuerpo iluminado. Y lo que liga a todos ellos en un determinado panorama o escenario, constituyendolos en cuadro, es una relación cuasi-táctil por la que dependen de su entorno diáfano, iluminado por el entrecruce de luces de tipo derivado o secundario, que se reflejan y reverberan de unos a otros. La luz aparece pues en función muy directa del cuerpo diáfano que ilumina, hasta el punto que de hecho en el cuadro se transforma en luz derivada, en tano aparece como procediendo de los demás objetos del entorno. Uno de los efectos luminosos al que Leonardo dedicaría gran atención, en relación especialmente a su idea de sombra, pero que en el contexto de la técnica pictórica flamenca adquiere una caracterización cuasi-táctil - que es como Averrores califica la relación entre un cuerpo y su entorno diáfano. Lo que ocurre es que con demasiada frecuencia se confunde la luz natural o artifical de la que un espectador se vale para contemplar un cuadro con una supuesta luz perteneciente al cuadro mismo; y que en el contexto del tecnicismo pictórico flamenco, fuertemente reflectante, adquiere un especial protagonismo al superponerse a la luz del cuadro y promover sus propios claroscuros – aunque de hecho sean secundarios en relación a los de los objetos del el cuadro. En tal caso hay como un cuadro dentro de otro: el de los objetos pintados y el del cuadro habitado por el observador, del que le defiende no mucho más que el marco. Los claroscuros a los que se refiere Meiss son pues parte de este segundo cuadro. Como cuando uno se echa al agua y bucea entre los objetos del fondo de un lago, dando lugar como a dos mundos, el de los objetos que pueblan el fondo del agua, y el del agua arremolinada en que se debate el que bucea. Una tensión ésta que los pintores con frecuencia tienden a agitar y magnificar, pintando a su vez, como objetos del cuadro fuera del cuadro, y sobretodo espejos, que vienen a agitar de algun modo los contenidos del cuadro propiamente tal, lo que tienen de interior, de gabinete de curiosidades o de jardín, recorido por las suaves relaciones de reflexión y reverberación, de que habla Van Mander.
 

6. La composición del cuadro, en el sentido de la invención propiamente tal, de la historia que representa, viene como a mostrar de entrada la configuración temática de la pintura. Pero muy de pasada. Tan de pasada como las inscripciones mismas que se leen al pié del marco, dandole título, pero que rápidamente se dejan de lado pasando el espectador a dejarse llevar por su plasticidad propiamente tal. El hecho entonces de que las temáticas religiosas tradicionales pasaran a ser tratadas de forma tal que lo elementos plásticos robaban protagonismo a la historia sagrada, atrayendo los efectos especiales en exceso la atención del espectador, venía siendo objeto de fuertes quejas. Lo que es, contra toda apariencia, hasta cierto punto, un ejemplo de lo aparente del protagonismo de lo histórico en la pintura renacentista. Aunque tampoco sea a este respecto expresión de una suerte de secularización del momento. De hecho, los gustos relacionados con la temática del cuadro no seguían una clara línea de interés, coherente con los estamentos clientelísticos que en principio debería demandarla. Se observa perfectamente como los burgueses solicitan con profusión temática religiosa, mientras que en los ámbitos clericales se demandaban alegorías profanas - o el retrato, expresión entonces de los gustos de la nueva secularidad. En realidad tanto los humanistas como los neoplatónicos contribuían a acentuar un tal problema, al introducir un tipo de exégesis religiosa totalmente fundida con la estética de la clasicidad en un caso, y de las visiones platónizantes de los sentimientos - de la luz, el furor y el amor - en el otro. Todo lo cual propendía a ocultar el auténtico interés del artista de entonces por el desarrollo de un lenguaje estético y un nuevo tipo de notación pictórica, paralelamente a lo que estaba ocurriendo en otras artes como la literatura y la música. Había en el artista la conciencia más o menos subrepticia de que el desarrollo del lenguaje no era algo meramente convencional, y en este sentido, técnico, sino que afectaba al desarrollo y desvelamiento de lo temático de la pintura, a su más directo desarrollo y expresión. En realidad lo que ocurría era que el espectador se veía como reconducido del tema inicial inscripcional a lo pictórico y estético propiamente tal – a lo rhemático - a través de los conductos sintácticos presentes en la plástica pictórica. Sucedía lo mismo que al abrir las páginas de un libro – de un libro impreso donde las aguas para los escritores venían entonces agitadas, recien inventada como estaba la imprenta - cuya sintaxis visual, que es la estética con la que el lector se topa de entrada, va a decidir sobre la lectura. La sintaxis pictórica de un cuadro tiene exactamente la misma función respecto de la visión, determinando hasta cierto punto la lógica de la mirada, en tanto en cuanto viene a configurar el recorrido de la percepción. Melion, por ejemplo, habla de los corredores visuales de la pintura flamenca. Por ello Leonardo empieza a teorizar y analizar detenidamente el fenómeno del claroscuro como articulador de la visión en un cuadro. De hecho, nos encontramos en un momento en que el desarrollo notacional en la pintura, la música y la literatura, en principio tan diversas, permitía sin embargo análisis semejantes, en la medida en que las tres se muestran extremadamente dependientes de la configuración visual de sus respectivos lenguajes y desarrollos notacionales. Si, como decía ya Cennini, la pintura se reduce a colore y disegno, la mirada, a la postre, se ve arrastrada a seguir la sintaxis que rige los dos elementos configuradores fundamentales que son el color y la línea, en función de los cuales el cuadro se constituye como un cierto grafo visual, definitorio de lo que son sus términos u objetos visuales. Pero una pintura – no menos que una imagen o un texto – es algo más complejo que todo esto, distando de ser algo así como una mera proyección o desarrollo planar. Peirce se vale a este respecto de la imagen de una fotografía compuesta – de una fotografía corrida - es decir de una fotografía resultado de varias imñagenes superpuestas, para expresar al hecho de que tras la supuesta simplicidad e instantaneidad de la idea de imagen lo que se oculta es el hecho primigenio de varias imágenes agolpadas, de entre las cuales se ha venido a destilar y como congelar una determinada, que posiblemente de hecho no sea ninguna de las que han contribuído a su formación. La superposición en la pintura entonces entre lo religioso, lo clásico, y lo cotidiano, es ya un claro exponente de esta especial complejidad sintáctica y semiótica por encima de la mayor o menor definición de sus componente notacionales, a la hora de indagar en los mecanismo de selección de la imágen dominante inducida en el espectador. Un mecanismo que difícilmente puede reducirse al de una dialéctica, por ejemplo, entre lo particular y lo universal expresado en la pintura, como hace un Hetzer, aunque ciertamente sin desmerecer por lo demás en lo más mínimo su geniales análisis sobre el color en Tiziano y la pintura veneciana.

A este respecto resulta pertinente traer a colación algunas observaciones de Alhazel y Vitelio sobre la variable tiempo como eje del proceso de la percepción. Ambos parten de la idea, dominante entonces, de que en la percepción de un objeto lo genérico del mismo precede a lo específico. De ahí que insistan ambos en que comprehensio coloris in eo, quod est color, est ante comprehensionem quidditatis coloris. Que viene a ser lo mismo que decir quod visus comprehendit colorem & sentit, quod est color antequam sentiat cuiusmodi sit coloris.  Lo que no es contradictorio con el hecho de que la visión perciba en los cuerpos, como simultáneamente, una enorme diversidad de cosas, es decir, tanto semejanzas como desemejanzas. Giacomo Zabarella - el genial filósofo del XVI, de gran influencia en la estética de entonces – dirá de ambos momentos cognitivo, que el primero es como una línea recta, mientras que el segundo es una quebrada. Duns Scoto consideraba que, en realidad, ambos momentos, el de la capatación del ser genérico del color y el de su singularización, no expresan dos cosas distintas al respecto, sino dos facetas, estrechamente conexionadas por lo demás, de lo que es una misma idea de quidditas – de la quidditas del color – el de su captación directa e inmediata que llama primo primus, y el de quidditas propiamente tal, que contra toda apariencia resulta compuesto. Se parte así de los elementos descriptivos, y, en cuanto tales, genéricos, que organizan el primer impacto del cuadro - lo que en la pintura medieval son los colores asbtractos, las gruesas líneas y la impavidez de las figuras. Pero su contextualización ahora por la nueva narrativa renacentista hace que la mirada no se detenga en ellos en tanto canales de narratividad, sino que se vea arrastrada a recalar en las singularidades resultantes de la nueva organización sintáctica, y de nuevos objetivos sintéticos. En cierta manera sucede que el estilo – que es en gran medida sintaxis - se eleva a thema del rhema. Pocas épocas pictóricas hay como el segundo Renacimiento – quizás el impresionismo sea otra – en que el estilo sea algo tan temático en la pintura, y tan evidente, que hasta un inexperto lo identifica a primera vista sin mayor problema. Al reves curiosamente de lo que ocurre con el período renacentista siguiente, el del manierismo, en que no ya se necesita un ojo de connoisseur para distinguir un autor de otro, sino que incluso – como decían los mismo pintores franceses del XVII, estudiosos de la pintura romana – uno podía pasar delante de un Rafael sin fijarse en ello. Es quizás la paciente y artesanal tecnología de los pintores del segundo renacimiento lo que hace como sorprendente esta peculiariedad de ver en la superficie de sus cuadros y frescos como dos oponentes – el color y la línea – se convierten como por encanto fluidamente lo uno en lo otro. La clave quizás resida en la relación íntima – naïf - que se establece entre la sugestiva iconicidad de los elementos predicamentales y su intrínseca pulsión indexical que lleva a fijarse, o, más bien, a reconstituir, como a repasar, las individualidades pictóricas, las imágenes, temáticamente definidas de partida. En la pintura – como en cierto modo en la imaginación, tal como hemos visto antes - las imágenes se forman a modo de una suerte de decantamiento de los predicados, vía su estructura rhemática o gramatical, a través de la cual van superponiendose, constituyendo lo que Goodman llamaría un concretum, es decir, una suerte de conjunto indivisible – indescomponible - de cualidades (a color-spot-moment), eje de su individualidad y singularidad.  Dicho en términos de la escolástica de la época, una pintura vendría definida, no tanto por lo que hay de prima intentio en sus elementos pictóricos – clave en cierto modo de lo temático de la misma - como por lo que hay de secunda intentio, que es cuando lo temático, la historia, pasa a implicarse en la rhematicidad, en la gramaticalidad de tales términos, lo que es tanto como decir, en tanto en cuanto el sujeto - el tema - deriva de la definición de los predicados (illud in quo subjectum est in diffinitione predicati). Es lo rhematico indexical de un signo – dicho en terminoloogía peirceana; que es cuando lo predicamental se percibe en función del arrastre, de la pulsión indicativa de la singularidad de la imagen, por debajo de lo abstractamente cualitativo y génerico, que es lo icónico en el sentido de scoto de primo primus. La estructura predicativa es lo que Peirce llama rhema – un término divulgado a partir de él por la actual escuela lingüística de Praga - es decir, el conjunto de los distintos caracteres tomados en su abstractividad, líneas, formas, colores, etc., abarcando nombres abstractos, y también figuras con un grado significativo de indefinitud. Pero importante en pintura, donde lo emocional juega un papel cognitivamente relevante e inmediato, son los aspectos sensitivos que acompañan a la percepción de un tal configuración rhemática. Lo que significa – como decían ya los escolásticos – que intentio es atentio, y que toda relación de significación conlleva una corriente de identificación por parte del espectador. El espacio semántico de los términos se solapa así con el pragmático-emocional, que es – como vien a decir Scheffler – lo que hace de la significación contenido. Es clave en todo caso en la combinación rhematico indexical de un signo, en la medida en que por lo mismo un signo lo es de algo singular – aunque queda por definir este algo - y no sólo una pura y abstracta cualidad, sin otra relación a lo que significa que la convencional de partida. De ahí que Peirce hable también a aquel respecto de sinsign, es decir, de signo intrínsecamente de algo singular. Un cuadro podría verse así como un rhematic indexical sinsign. Es decir, como un signo en el que la compulsividad propia de lo indexical – de lo denotado por su rhematicidad - se impone a lo meramente cualitativo y genérico de los elementos predicamentales, imponiendo a la mirada la percusividad de un objeto en el ahí de referencia. El del cuadro en el cuadro. Es este mecanismo lo que define la representatividad de un signo entendido como sinsigno. Con todo, un signo de cualquier tipo que sea, dista de ser puro, ya que en la propia dinámica interpretativa se interfieren múltiples dinámicas derivadas de sus diversos componentes. En el caso del canón  flamenco - como reconoce el mismo Melion - se llega diluir, contra toda apariencia, la noción misma del carácter representacional del cuadro, al traspasarse el límite entre ficción y realidad. Vermeer es el que tematizría mejor un tal transformismo.

Los historiadores del arte con mucha frecuencia – y por razones parecidas a las de la crítica de Alpers a Vasari - no se percatan de las dificultades gramaticales y semióticas a la hora de establecer comparaciones entre pinturas elaboradas bajo cánones diferentes. Le ocurre a Meiss al comparar a Jan Van Eyck y Masaccio respecto del uso de la luminosidad.  De entrada, la estructura cualitativa del canón renacentista italiano, su iconicidad propiamente tal, no se corresponde con lo propiamente gratíficante del óleo flamenco, sino que más bien esta centrada en lo que Peirce califica de percusivo y práctico, en función de su horizonte experiencial. Lo cualitativo de sus elementos predicamentales no involucran la mirada del espectador en lo inmediatamente fruitivo y cognitivo de la rhematicidad, sino que más bien la sitúan ante el cuadro, ahí enfrente, como un hecho existencial, pasando a formar parte de la experiencia del espectador, y no pudiendo por lo mismo resolverse en relación alguna de tipo naïf, meramente emocional y sensitiva. El cuadro es como una realidad proposicional – como una proposición – que abre justamente, a la vez que cuestiona, el horizonte de la mirada, abriendo un interrogante sobre la realidad de referencia. En este sentido puede decirse que, de algun modo, informa, aunque sólo sea porque cuestiona la tematicidad de partida, y por lo mismo lo canónico de su inicial rhemáticidad. Es por ello por lo que Peirce califica tal tipo de semanticidad de dicente - en alusión a la dimensión apelativa y como cuasi-oral respecto del observador que es un dicisign. Es decir, es dicente porque trasmite información - de fuera a dentro respecto del signo - a entender como contradistinto a lo icónico o cualitativo del mismo, que por sí no informa de nada otro, aun cuando, indirectamente – como dice Peirce - pueda facilitarlo. La diferencia entre un tipo de información y otro es la que hay entre el mundo de las sensaciones en sí mismas y el lenguaje sintácticamente articulado. Desde esta perspectiva la semiótica de la pintura resulta algo más compleja que la expuesta para el canón flamenco. Pues en una proposición experiencial, se supone estar representando la representación de algo real, supuestamente exterior, idexicalizado o designado por el signo. Es este elemento de imitación - de imitación de un objeto exterior, de la naturaleza - sobre el que la definición del arte vuelve tradicionalmente una y otra vez. En este contexto sintático las figuras parecen verdaderas porque responden a una realidad exterior a la que se refieren. Lo verdadero de las mismas es corolario de su indexicalidad. Si bien el problema, una y otra vez, es de que se trata de un mero supuesto, es decir, de algo que el signo representa representar, pero de verificación imposible, dando lo imposible de superar la ontología de la representación. La pintura en la tradición del canón italiano no lucha a este respecto por lo que representa, por lo más o menos adecuado de la representación de la naturaleza, sino por lo que representa representar.

De manera distinta al canon flamenco, lo predicativo de lo predicamental de la pintura, bajo el canon italiano, tiene por objeto provocar, despertar la atención de la intención, en el sentido de avivar el componente fuertemente indexical del signo pictórico. Lo que quiere decir que su interés no reside en lo que dicho signo pueda tener de réplica - de retrato - del objeto representado – como de algun modo es el caso en el canon flamenco - sino en lo que tiene de función primigenia de predicabilidad, que – como dice Ong - es ser grito. No por causalidad Peirce toma el hecho de un grito como ejemplo de la variedad de signo que llama dicent indexical legisign; a la vez que no deja de ser curioso, a este respecto, que Dante – no por casualidad - calificara la obra de Giotto como de grido. Lo imitativo del canón italiano más que expresivo de una correspondencia lingüística de réplica - o ideal, en el sentido de la copia esencial de Gombrich - lo es en el sentido de un grito, representando representar algo en sí mismo ignoto, a caballo entre su fuerza designativa de una exterioridad referencial y la iconicidad de la propia expresividad que lo caracteriza. Y en este sentido representandose óptimamente desde el punto de vista icónico para ser reconocido inmediatamente como indicativo de su objeto. Un grito es la proposición más circunspecta y abreviada, nítidamente expresada en toda su significación y capacidad designativa – digna de haber sido tratada por el Brocense como ejemplo máximo de elipsis. Pues mientras la elipsis es una metonimia articulada en base al elemento de yuxtaposición de los términos – a modo de continuante o semi-vocal, que como Aristóteles decía actúan como por contacto – el grito se vale de la cualidad única que de reflexividad tiene lo icónico, operativizada como forma designativa de lo que representa representar. Tal como Peirce scaba a la luz, Jakobson glosaba, y Goodman desarrollaba bajo su fórmula de que uun objeto de parece a sí mismo, aun cuando difícilmente se re-presente. La idea de imitación pictórica no hay que entenderla y valorarla en función lo que representa – a modo de retrato - sino de lo que - y como - representa representar. Es esto lo que hace de un dicisign– de un signo dicente que trasmite información - no un qualisign - mero icono o cualidad - sino un legisign, un signo expresivo de un experiencia reiterada y reiterable - generalizable en suma - es decir, no base meramente de una sensación, sentida hinc et nunc, sino de algo que podemos calificar ya de experiencia. A ello apunta el grito de Giotto.

El carácter indexical de partida intrínseco a lo cualitativo del signo, en tanto específicamente dicente y percusivo, apunta, indica el objeto que representa, no precisamente como objeto real sino como su ejemplificación. De ahí, en principio, lo novedoso de los gestos de que se valen en sus pinturas Cimabue y Giotto, como tipología que son de actitudes en sentido genérico más que específicos de personajes determinados o supuestamente representados. Aun cuando la pintura pueda presentarse en la pintura como fuertemente contextualizada al valerse de elementos sintácticamente indexicales relativos a una historia determinada. Ahora bien, la sintaxis es de hecho algo esencialmente dinámico, no sólo en el sentido de que algunos de sus componentes pueden en un momento determinado pasar a imponerse al resto como claves de la representatividad de la misma, sino en la medida en que pueden reconvertirse en su funciones gramaticales - rhemática y temática - al igual que en las semóticas de iconicidad, indexicalidad, y simbolicidad. Y ello pura y simplemente porque la sintaxis no es una regla a priori del método, definitoria de lo semático, de las significación o maneras de significar, sino una metodología que tiene un mucho de sintética en tanto forma ella misma variable de acceso y de contacto con lo real. Lo que hace Giotto no es pues tanto narrar una historia concreta, sino ejemplificar y dar vida en ella a toda una serie de informaciones agolpadas en la tradición de las representaciones y de los signos – de los gestos - abriendo como el pasado al presente, trastocando así la línea de discriminación, que de venir siendo tradicionalmente entre el abajo y el arriba, entre el ser y la apariencia, pasa a presentarse ahora como entre el pasado y el presente – vislumbrando el futuro, aunque sin darle demasiada importancia. Algo parecido a lo que ocurre en Dante - y Boccaccio - en quien la exhibición de una realidad abigarrada es interpretado por Auerbach como la emergencia de una nueva visión, respecto de la fuertemente estamental y vertical de lo medieval. Ahora bien, por ello mismo, no parece lo más adecuado estudiar la narrativa gestual de Giotto, desde una perspectiva tipológica, como ha hecho Barasch, sino más bien en el sentido de una performatividad cuasi cinematográfica, como una invitación a agere, en el sentido dado por el nominalista Pierre d’Ally a los signos. Lo que hace Giotto es sacar a la luz, a través del juego recíproco de gestos, una estructura intencional secundaria que reorganiza la narrativa inicial de la temática de sus frescos, fundiendolos como en un cuadro o espectáculo único. Desde este punto de vista – y parecidamente a lo que constituye lo esencial del canón flamenco descrito por Van Mander – en Giotto la narrativa literaria queda totalmente subordinada a su transformación, conforme a los mecanismos que rigen la sintaxis visual. Lectura y visión se funden. El observador se ve catalizado en su mirada por el rosario de gestos que encadenan las figuras de los figurantes. La gestualidad y vectorialidad de brazos y manos, realzadas por las de las caras y ojos, configuran una superficie pictórica que pasa a constituirse en sí mismo en eje temático, como siguiendo las directrices de la estructura de rhematicidad, superponiendose a la tematicidad de partida. El color – como se ha dicho con frecuencia - define en él la unidad de las formas, y a este respecto, como reforzandolas, se ha eliminado todo tipo de estampado. En esta línea de cosas, el conjunto de la superficie se ve como recorrido por una estructura de líneas de fuerza que dan cohesión y sentido a las extensiones monocromáticas de los colores, tanto de las indumentarias de las figuras como de los objetos y cosas – que queriendo ser temáticamente locales, rhemáticamente se transforman en abstractos. Las indumentarias, como el resto de los objetos, estan planteadas con gran economía y sentido narrativo. Vestimentas largas y amplias, que conforme a la moda de la época ocultan el cuerpo - del que sólo destacan las cabezas y las manos – y que Giotto no se preocupa en realzar más allá de una cierta manifestación de la voluminosidad que le dan los ropajes – en la línea del naturalismo de la última escultura francesa. Vestimentas en las que Giotto sustituye los clásicos estampados - que un Duccio plasmaría con el lujo más desenfrenado – por un claroscuro que utiliza para trazar las líneas de los pliegues como continuando y reforzando la vectorialiedad gestual de caras y manos, en armonía con la que imprime en la naturaleza a los movimiento de los árboles y animales. Lo gestual en Giotto tiene una clara función narrativa en tanto se vale de la hipoiconicidad de las líneas para transformar lo visual de su estructura pictórica en intertextualidad literaria - en pronominalidad e indexicalidad. La mirada se hace lectura. Las líneas que como brotando del cuadro, a modo de raíces, recorren la indumentaria de las figuras, retuercen los árboles y electrifican los cuerpos de los animales, viniendo a plasmar al fin su fuerza en la vectorialiedad de los gestos de manos y caras, no hacen más que sacar como a la luz la fuerza sintáctica de una cierta temática. Son los canónes de la moral franciscana de la época cuyo carácter simbólico va destinado a reglar la gestualidad, repetible y reiterable, de la vida cotidiana. De ahí que la nueva narrativa de Giotto se venga a corresponder con la naturalidad expresiva propia de los acotecimientos de la vida cotidiana, que conlleva la integración de la vida entera en todas sus facetas. De ahí el carácter templado de sus colores. Siguiendo como el consejo plástico de Averroes - Bona autem visio non fit nisi in luce temperata – aplicado a la nueva moral. A este respecto su pintura se presenta como sin mostrar nada de asombroso. Aunque justamente – como siguiendo a Aristóteles - es justo lo previsible y reglado de la misma lo que causa novedad y asombro. Las composiciones iconexas y densas, de la pintura gótica y bizantina dan paso a una coherencia de desarrollo, a una narrativa, que sorprende por su claridad y transparencia, pero ante todo por su indisimulada expresividad didáctica.

Más adelante Piero della Francesca desarrollaría lo que los historiadores de la moda consideran como la aparición del realce de "la silueta voluntariamente sinuosa, la combadura de la columa vertebral en los riñones, la anchura de las caderas y del busto." De ahí aquellos retratos de perfil que desarrollan sin solución de continuidad la línea de los perfiles del traje y de las extremidades visibles del cuerpo, de la cabeza y las manos, cuya silueta los trasfondos geométricos o paisajístios no hacen más que realzar, a la vez que circunscribe nítidamente los cuerpos como superficies birllantemente coloreadas. Mientras Masaccio, a quien con tanta frecuencia se le sitúa en línea de continuidad con Giotto, invierte de hecho la técnica colorística de éste, sustituyendo lo contrastado de sus colores, que intentan responder a lo local del objeto o figura que recubren, por el agrupamiento o arrazimamiento en gamas, expresivo de la propia naturaleza pigmental del color, que es la plasmación cromática de la materialidad natural de las tierras y de la luminosidad, contrario en todo caso a la tradición heráldica de los colores, que Piero parece venir a potenciar. Hasta cierto punto Masacccio pinta moldeando, mientras Piero parece dibujar con el pincel. Mientras Giotto escribe con sus frescos, mediante una técnica de extendido, en que parece progresar palabra a palabra.

Ocurre como en la nueva narrativa literaria de Dante a Boccaccio, en que se rompe con lo estrictamente situacional de los personajes de los libros de caballerías, saltando como sin transición de un lugar a otro, fuera de cualquier coordenada de espacio y tiempo, afrontando sucesos, que como los mismos seres estrambóticos que suelen protagonizarlos parecen como surgidos de la nada, acumulando por lo demás con frecuencia una densidad de sucesos hasta lo inverosímil. Un escenario centrado en gestos como congelados, con un sentido más bien figural - como quiere Auerbach – y como ultraterreno, que deja paso a una conexión  horizontal, más propiamente literaria que fotográfica, en la que lo aparentemente espacial de aquella narrativa viene a ser sustituido por una estructura fuertemente temporal. Ocurre lo mismo que en el paso de la narrativa de caballerías a la de Dante. Frente a la escenografía caballeresca en que todo sucede como en un mundo encantado, donde todo surge "ante nosotros como brotado del suelo", a la vez que todo está como "creado y preparado ex profeso para la prueba de caballero", bajo un predominio aparente de la espacialidad, en Dante, contrastando con la espectacularidad de lo eterno e inmutable, se desliza a través de su narrativa, de su misma presencia como narrador, la estructura temporal de la vida.
 

7. Con todo, al pensamiento de la época no le era factible el pensar la plasmación del tiempo con independencia total del espacio. Ni viceversa. Ya que ambos se remitían al movimiento como elemento comun de medición, viniendo a compartir así una cierta misma naturaleza. Lo disimétrico residía en el cierto predomino con todo del espacio sobre la tiempo; entre otras cosas por las ventajas conceptuales derivadas de su más fácil representatividad e inmediatez visual. Sin embargo el tiempo resultaba esencial a la hora de dar cuenta de los procesos cognitivos de la percepción en general, y en especial de la visión. Algo que la obsesión por el perspectivismo geométrico venía a velar. Aun cuando la pulsión por parte de Brunelleschi – mentor por excelencia de esta corriente geometrizante – a provocar en el bruñido de los colores y de los materiales de sus geométricas obras el reflejo del paisaje y de lo efectos atmosférico, parece como responder en él a una íntima necesidad por dejar fluir entre tanta rigidez y planaridad de tanta geometría el cierto aire fresco de la temporalidad.

En las teorías ópticas de Alhazel y de Vittelio se insiste como en pocos lugares en el papel el tiempo en la percepción, en función del papel que tienen en la visión los conocimientos como previos que anidan en el alma. Lo que se ve en un cierto momento no es resultado sólo de lo que en aquel instante llega a los ojos, sino resultante de un proceso más complejo en el que intervienen de forma muy significativa los conocimientos derivados de visiones anteriores, que anidan con mayor o menor viveza en la memoria. Pero no es esto lo más relevante de los dos grandes teóricos de la percepción, cuyas teorías se impondrían durante varios siglos, hasta casi el XVII, sino el hecho, al que se refieren una y otra vez con machacona insistencia – aunque no con demasiada claridad – de que la percepción y la visión es un proceso que tiene intrínsecamente lugar in tempore. Intuitio, en tanto percepción instántanea, es una suerte de conocimiento superior, en cierta manera angélico. O, en todo caso, asimilado a la percepción natural, todo lo más sólo un momento de la misma. Ya que lo intrínseco a ésta es su íntimo desarrollo temporal, que no porque sus pasos sean difíciles de explicitar haya que reducirlo a lo instantáneo de la subjetividad, a que la filosofía acabará reduciendolo. Lo que harán Alhazen y Witelio es intentar explicar sus pasos en función de sus aspectos fenoménicos, que son los de la luz y el color, sino los cuales no hay visión. No es pues extraño que en Alhazen el tiempo emerga como entre los entresijos de las relaciones de estos elementos. De los tres momentos en que Alhazel articula el acto perceptivo, el directo, el cognitivo, y el deductivo, el momento de la temporalidad lo asocia fundamentalemente al segundo. Al márgen de una cierta afinidad de esta tríada con la tríada actual en que se articula la idea de representación - index, icono y símbolo – lo cierto es que para este filósofo árabe, el segundo momento – que califica de cognitivo – es aquel en que la visión procede per signa, es decir, por representaciones. La realidad figurativa - por valernos de la idea de figura en el sentido de la tensión profética, de que habla Auerbach – sería aquella que encarna esta suerte de tensión interna que es la temporalidad, preámbulo de la futura subjetividad, mientras que, en Benjamin, lo representativo que es lo alegórico - contrapuesto a símbolo que es lo inmediatamente fruitivo - se constituye como un proceso en el tiempo. Pero lo peculiar de lo dicho por Alhazen y Vitelio a este respecto es que la articulación temporal de lo cognitivo – que es la representación per signa - tiene que ver no con la representación de la luz y el color como objetos en sí mismos – en prima intentio - sino considerados en intentio secunda, en tanto formas de representación de toda representación. Quizás a este respecto sea oportuno traer a colación que una de las formas más habituales de explicar la relación existente entre intelecto agente e intelecto passible era precisamente acudiendo al ejemplo de la relación entre luz y color, ya que la luz no hace otra cosa que actualizar o iluminar el color que se encuentra en los objetos, que es lo que supuestamente hace el intelecto agente con los contenidos existentes en el intelecto passible.

En pintura lo inmediato es plasmar el tiempo a través de una cierta representación del movimiento de los objetos, reservando el juego de las relaciones entre la luz y el color para imprimir espacialidad, voluminosidad a los objetos. Una técnica a la que aluden ya Alhazen y Vittelio. Lo observamos en este comentario de Meiss al Camino del Calvario de Jesús, de Van der Weyden: "Aquí contemplamos el Gólgota hacia arriba, donde estan preparando la cruz, mientras nuestros ojos pasando por encima de la ciudad se dirigen hacia una cadena distante de montañas. Todo ello trasmite un sentido de movimiento en el espacio y de progresión en el tiempo, que viene resaltado por el curling de la composición del plano." Meis describe un tiempo representado, tal como se representa y capta a través del movimiento, poniendo plásticamente en contraste el espacio sobre el que se mueven las cosas y el movimiento de estas. Lo describe así Vitelio: ex comprehensione spaciarum super quae moventur visibilia mota, et cognitiones temporis in quo fiunt illi motus. Otra cosa muy distinta es que ello ponga de relieve o plasme la idea de temporalidad que recorre el hecho de la visión como tal, es decir, el hecho de la percepción como un proceso en el tiempo. Ya no es posible, por contradictorio, una percepción de la visión, como no hay un tiempo del tiempo o en el tiempo. La pintura en principio se las arregla captando simplemente una suerte de representación del tiempo aludiendo - por lo demás indirectamente, a través del engaño de los ojos - a la distancia entre dos posiciones distintas de unos mismos objetos. De lo que se trata es dar a entender su movimiento. Lo escribe así Alhazen: comprehendet situm eius respectu rebus visibilis, & comprehendet motum eius. Hills y Hall consideran como innovadora la luminosidad de Giotto. Ambos ven en el tratamiento de la luz, y en la separación entre ésta y el color, una de las claves fundamentales de la nueva narrativa de este pintor. La luz se presenta como una fuerza externa, con una muy determinada direccionalidad, que fluye sobre las figuras contribuyendo a darles volumen y forma, a la vez que pone de relieve el espacio en el que se encuentran. Aunque ninguno de ambos parece ver relación alguna entre un tal tratamiento de la luz y la plasmación del tiempo. Sólo Hall comenta en un momento determinado, aunque sin insistir especialmente en ello, que "al simular [Giotto] la luz natural saca el acontecimiento [el tema] de su intemporalidad medieval." Mientras que a Hills ni le pasa por la cabeza, a pesar de dedicar un capítulo de su importante libro al estudio de la influencia de Alhazen, Vittelio y Pecham en la pintura de Giotto, la cuestión de la relación de la luz y el color con el tiempo, aunque sí con el espacio. "Mientras anteriores tradiciones de modelar - escribe Hills - tendían a fundir causa y efecto, fuente [de luz] y objeto iluminado, en Giotto se planteaba que su separación, al permitir aquel corte transversal, resultaba clave para la ilusión del espacio." Aun cuando la separación plástica entre la luz y el color - conforme a lo que dicen Alhazen y Vitelio - sea un indicador más propio de la expresión del tiempo, que del espacio. Alhazen alude a ello en los términos estrictos de la diferenciación entre luz y color. En efecto – escribe - color & lux in eo, quod est lux, non comprehendetur a visu, nisi in tempore, scilicet, quod instans, apud quod erit comprehensio coloris in eo, quod est color, & comprehensio lucis in eo, quod est lux. La separación entre un fenómeno y otro supone temporalidad cognitiva, percepción en el tiempo, en tanto en cuanto ambas cualidades – luz y color – presentadas en su radical incomponibilidad - incompossibility es el término usado por Peirce - aparecen como un concreto – pace Goodman. El tiempo no es cronología, sucesión de momentos, sino – dice Peirce - "ajuntamiento (junction) de hechos incomponibles" – un acontecer real. Sólo en este sentido es instante – y no en el de subjetividad, en tanto momento de convergencia y tensión y entre el color ahí existente y la luminosidad que lo actualiza - a imágen de lo que ocurre con la armonía en el fenómeno musical, en contraposición a melodía. Ockham, desde su canon nominalista, daba una visión muy distinta del tiempo, aunque pueda parecer mostrar ciertas afinidades con la de Alhazen y Witelio. Para un nominalista de estricta observancia no puede llegar a diferenciarse realiter el movimiento respecto de lo que se mueve. El movimiento – dice - no es cosa alguna succesiva totaliter distincta a re permanente. El movimiento es la cosa permanente moviendose. Lo sucesivo es lo accidental. Lo cual no deja de ser paradójico, pues uno no sabe cómo y por qué lo permanente se mueve. Ockam parece suponer algo así como un sujeto sin predicados. Mucho me temo que bajo tales supuestos el lenguaje no habría llegado a cuajar. Ya que en un lenguaje se trata más bien de predicados a la búsqueda de sujeto o sujetos. La temporalidad supone que el sujeto nunca está demasiado sujeto. Goodman – cuya coincidencia con los planteamientos de Ockam es a veces soprendente dado los siglos transcurridos y los cambios en el lenguaje y planteamientos filosóficos - afirma con razón que por el hecho de que dos situaciones aparezcan distantes o cercanas en el espacio no puede suponerse que sean distantes o cercanas en el tiempo. Los nominalistas desactivan así la cotidiana metaforología que como instintivamente une el tiempo al espacio, en el sentido de ser aquél – el tiempo – una especie de derivado del segundo – el espacio. Aunque en Goodman tal desactivación le lleve a una especie de proclamación del tiempo como uniformidad, y su identificación con la eternidad. Los historiadores y críticos, en todo caso, no dejan de asociar indefectiblemente el color y la luminosidad a la expresión del espacio, y sólo derivadamente a un tiempo entendido como cronología. Lo que dice Meiss en relación al Camino del Gólgota de Van der Weyden viene a ser esto. Aunque de lo que él observa se podría deducir algo más. Adorno – en un giro antikantiano y con afinidades curiosamente cercanas a Peirce, quizás por el pragmatismo que en algunos momentos manifiesta – introduce un paralelo entre pintura y música bastante operativo. La música es un arte del tiempo en la media en que aborda su objetivación. La pintura, por su parte, es todo lo contrario, es arte del espacio, pero, como paradójicamente en tanto "modelado de la dinamización y negación de su espacialidad." De ahí que afirme que su objetivo – el de la pintura - sea a la postre el de la subrepticia prosecución de su desespacialización (Verraümlichung). De hecho afirma que la dispersión espacial de los objetos en la superficie del lienzo es simplemente un momento inicial, cuya dimensión pictórica viene definida por la tensión intrínseca a un diferencial temporal (Zeitdifferential). Diferencial que define como "el instante en el que se concentra lo temporalmente dispar." Un instante que no da entrada en absoluto a lo inmediato de la subjetividad, sino en el que se manifiesta la contemporaneidad intrínseca al tiempo. Contemporaneidad que Peirce define – como hemos visto– como "ajuntamiento de hechos incomponibles", es decir, de cualidades que se juntan pero no se mezclan, como es el caso de lo que ocurre en el tiempo real. La escenografía de Van der Weyden – pensemos en su Descendimiento – responde a una narrativa que obviamente no es la de Giotto y su escenario de la temporalidad ligado al corte que explaya entre el color y la luz. Van der Weyden, como pintor flamneco, lo que hace es plantear las cosas desde su constitución real, más que desde la perspectiva espacio-temporal del observador. De ahí que el tiempo en sus tablas se haga presente como un destino, el de las cosas singulares, de estructura como contingente, sacando a la luz como este doble drama de lo individual y contingente de su componibilidad, o mejor, en su incomponibilidad de atributos, que es la temporalidad vista desde la tremenda soledad de sus figuras. El movimiento es lo de menos. Tampoco hay espacio. No hay la más mínima concesión a la perspectiva. Todo lo resuelve Van der Weyden a través del amalgamiento de colores y luz. De una luz sin embargo que en lo fundamental – como es lo propio del canon flamenco - viene desde atrás, unida pero no fundida al color, que mantiene así su propia indescomponibilidad, su brillante color de piedra preciosa.
 

8. En la Divina Comedia Dante contrapone dos mundos, el de lo terrenal y el de lo eterno del más allá – pero que de hecho es el acá en que la almas se encuentran. Estas almas, separadas de los cuerpos como estan, las presenta Dante a manera de sombra corporal, en función precisamente del recuerdo que las liga a su vida anterior, terrenal. Dice Auerbach que lo que ocurre es que las almas "conservan totalmente su vida terrena en la memoria", que es el pasado, al igual que conservan todas sus "pasiones e inclinaciones", pero como sin sentido, incapaces de "encontrar alivio en la acción". Entre el pasado que es la memoria y la no reaccionabilidad de la realidad existencial, que son las pasiones sin sentido y sin respuesta, emerge la tensión de un impasse "que introduce en la inmutabilidad de su suerte eterna un instante de dramaticidad histórica." Una suerte de suspensión fenomenológica, que como en Giotto, caracteriza la poética de su narrativa, por la que el espectador - como el lector - se siente fascinado y atraído por lo que de temporalidad y naturalidad deja entrever su momentánea inespacialidad. Ahí reside la clave de la peculiar capacidad de identificación que promueven sus respectivas narrativas – la de Dante y la de Giotto - conectando al lector y al espectador, casi como sin solución de continuidad, con la temporalidad del propio proceso perceptivo, transformando la visión en mirada. Ghiberti – un glosador de la obra de Alhazel – es el que pone de relieve en Giotto una tal transformaciín, al referirse a la mirada (risguardamento) no como movimiento de la cosa vista, sino como il moto del viso. Que en Giotto no puede dejar de asociarse con un cierto acercamiento irónico, situado más en la línea de la narrativa de las novelle de un Sacchetti que de un Boccaccio. El proceso narrativo no está aquí en la manos demiúrgicas de un autor y narrador, a la vez que personaje, que es lo que es Dante, mediando entre los dos planos, el de la memoria terrenal y el de la realidad del más allá, traspuestos a la temporalidad de la escritura, sino subsumido en el estilo indirecto e irónico propio de la disimulatio, en el que es como un otro el que habla y siente, situandose en paralelo al desarrollo temporal, aunque como si no fuera con ella. Qu es una forma cotidiana de hacer frente a lo que te contingencia tiene la temporalidad. Con la ironía la historia baja como de su pedestal, poniendose al alcance del espectador y el normal y corriente, que puede pensar en hacer de ella como su propia historia. Como hace Sacchetti cuando sitúa la obra de Dante al mismo nivel que los trabajos de un herrero, de quien aquél se venga arrojando a la calle todas sus herramientas al oir un día lo mal que entonaba sus versos. O respecto de mismo Giotto, a quien se proclama maestro en todas las artes tras haber sido derribado al suelo por un puerco y haber reaccionado con humor, diciendo que comprende perfectamente que lo haya hecho, ya "che io ho gudagnato a mie' di con le setole loro migliaja di lire, e mai nom diedi loro una scodella di broda". Parecidamente a como Giotto centra la plástica de su narrativa pictórica en la gestualidad de la vida cotidiana, las novelle se apoyan en la cuasi-gestualidad lingüística de los refraneros, que es donde anida lo más sintético de su tensión sintáctica, entre lo que tienen de memoria del pasado y de reaccionabilidad hacia la realidad exterior, operativizado a través de lo visual y lo hablado, de lo emblemático y lo sonoro, de lo semático y lo femático en los dichos, por la intrínseca receptividad en lo popular a la hora de plasmar los modos de padecer y sentir lo real de lo objetual. Es pertinente a este repecto la observación de Marx relativa a la pulsión en el campesinado medieval a destruir sus útiles de trabajo que amenazan sobrevivirles. Una reacción que tiene que ver con la naturaleza dramática de lo real - de la temporalidad que le es intrínseca – con su dualidad - o multiaspectualidad - icomponible, que el campesino con tal acción quiere forzar, sacandola bruscamente a la luz antes de ser engullida por las mismas formas lingüísticas. La ironia es una forma de desactivación de lo heredado y determinado de la historia, que la cultura popular medieval utilizaba con procacidad y un creativo uso de la paradoja, haciendo del lenguaje un arma cara a desvelar lo meramente semático en función de lo femático del mismo, intentando desvelar compulsivamente lo temporal de su dramaticidad. Lo es en el sentido de situar el lenguaje en sus propios límites gramaticales y sintácticos, de lo tremendamente abreviado de su sintaxis, ya que estrictamente no se presenta como una oración o proposición completa, recurriendo por ello al impacto informativo de tipo fónico o visual. En este sentido hay que entender su mínima línea expositiva, articuladora de lo consonante y asonante, clave de sus relaciones intrínsecas de indexicalidad y pronominalidad. Se trata a este respecto de un lenguaje eminentemente sintético, que Dante, como parece explicar en su planteamiento del volgare illustre, intenta sintácticamente desarrollar, sacandolo como del extremo azar (à caso) en que procede. Y que al decir de sus contemporáneos tiene un mucho de pictórica. Bruni define su estilo versificado, como "coperto, ed adombrato da leggiadra, ed alte finzione." Lo que viene a confirmar las razones del paralelo generalizado en la época entre Giotto y Dante. Giotto, por su parte, deja entrever por debajo de su gramática gestual una sintaxis lingüística configuradora de grupos y volúmenes - en analogía en cierto modo a los nombres y atributos degramaticales - producto de la conjunción entre el momento aritmético del agrupamiento - al que nos referiremos más adelante – y el geométrico de la superficie y volúmenes; lo que viene a dar una estructura de superficie al lienzo, articulando y modelando la caída de la luz sobre la misma, reforzando y redistribuyendo las relaciones de pronominalidad e indexicalidad. Ello tiene importante repercusiones en el modo de lectura y visión, en la mirada en suma, en el desarrollo de la narrativa de sus frescos escena a escena, plano a plano. Ya que al desarrollo de la acción a través de los escenarios de cada uno de los planos como a cámara lenta viene a superponerse el movimiento de los grupos y la volumetría de sus colores impulsados como por un movimiento propio. Lo que contribuye a pesar de los extenso y espacialmente variado de las escenas del fresco el mantenimiento de la visión y tensión de conjunto, en el sentido de Leonardo de "armonia in un' solo sguardo".

El final de la etapa gótica y bizantina – que es lo que hemos abordado aquí suscintamente - no dejaba de producir con todo una cierta inquietud en relación a la pintura de temática religiosa, que ve como se desplaza el papel de la historia por el protagonismo de otros temas, tomados bien de la antigüedad clásica, bien de la nueva estética naturalista. Con todo el dramático vacío dejado por el largo período de la peste negra, unido a una reacción cultural y artística que le sigue caracterizada por un total exceso y dispendio, no deja de plantear grandes dudas en los espíritus religiosos y filosóficos de la época. La historia estrictamente no desaparece del horizonte de interés del arte, se hace incluso más cercana al exponerse de forma más natural e interrelacionada con otros aspectos de la vida, pero la comprensión de la visión y la naturaleza misma de la emocional quedan por completo trastocados, poniendose de relieve aspectos ocultos en la búsqueda de una espectacularidad que pasa a reconectar con lo más suntuario del arte medieval y bizantino. Lo episódico se hace temático. Los mecenas imponen condiciones en sus encargos en los que se detalla con gran pormenoricidad tanto los elementos a protagonizar el tema cuadro como los materiales plásticos – en general de alto valor como el oro y el lapisazuli – de que el artista ha de valerse. Lo que significa que lo estrictamente cualitativo se impone en lo rhemático. La mirada, que en su espontaneidad natural, se considera que observa sólo de pasada la objetualidad de lo cualitativo - como por ejemplo el color – viene ahora, al contrario, a considerar más bien como fugazmente las figuras - lo histórico propiamente tal - para centrarse cognitivamente más bien en lo cualitativo elevado como a sujeto. Es ello por lo que viene a identificarse y valorarse una obra pictórica. El sujeto de la proposición, el tema del cuadro, su historia, se diluye a favor de la actualidad de esta estructura predicamental, cuestionando en cierto modo la idea y naturaleza del sujeto o tema. La pintura pasa a operar aquí como catarsis de la visión – de su articulación sintáctica, tal como hemos venido exponiendo. El arte se muestra como procediendo siempre por el revés de la trama.

Una trama en buena medida expresión de la pragmática de la vida cotidiana. De hecho no vemos lo que vemos ordinariamente en la visión natural y directa sino más bien una suerte de reconstrucción del proceso real de la visión. En la contemplación de un cuadro nos encontramos como con la propia mirada - con el propio movimiento de la visión. Nuestra mirada es como el espejo en el que vemos y nos vemos. En este sentido puede entenderse la expresión de los escolásticos de que vemos per spæculum in ænigmate. En la visión cotidiana la mirada cree moverse de acuerdo al canón de la objetualidad de los objetos, conforme se nos imponen por lo que llamamos experiencia, bajo el principio de la constancia del objeto. Es esto - resultado de una experiencia en común – lo que domina nuestro comportamiento visual y gestual. Ante un cuadro sin embargo nos vemos arrastrados por la invisible sintaxis que rige el doble movimento de vinculación por un lado de lo representativo de las cualidades a lo representado por ellas, y de relación por otro de lo pertinente y efectivo de lo así supuestamente designdo a la representatividad de lo representado por las tales representaciones. Y ello precisamente por cuanto lo representacional de un cuadro es esencialmente un engaño. Como lo es un experimento químico respecto de lo fenoménico de la visión y pragmática natural que a través de él representamos o analizamos. Pues lo que experimentamos del mismo en la vida cotidiana no es más – por decirlo así – que uno de los aspectos que ha llegado a proyectar o a ser, mientras que lo que buscamos a través de su análisis es el esquema operativo mismo por el que puede llegar a ser otras cosas, o a proyectar otra fenomenología. Es el plano de lo sintáctico como tal lo que aquí interesa, en tanto textura de la fenomenología de la realidad, compuesta de una realidad exterior y de observadores aspectuales.

Lo que responde en lo esencial al esquema del mecanismo de cognitividad teorizado por la filosofía de la época, en el que la percepción de lo genérico es en cierto modo supuesto de la de lo individual y específico, o, lo que es lo mismo - como hemos visto dice Alhazel - por el que la captación del color como color es anterior a la de su quidditas, o singularidad esencial. Mecanismo afín en cierto modo a la relación que Peirce establece entre feeling  y sensation en relación a la percepción del color, es decir, entre la impresión (feeling) de un color entendido en su talidad cualitativa y su designación específica como este determinado color (sensation) - aspecto de una imágen que tenemos delante. Aunque con la diferencia, por lo demás ontológicamente esnecial, de que al reve´s de lo que plantea la escolástcia – y en buena medida también la filsofía moderna – el feeling de que habla Peirce es ya un juicio peceptivo, y no un puro sema, y que por tanto encierra ya un momento de respuesta, de fema, a la representado real que apunta representar. Pero lo que queremos a expresar aquí – al márgen de las diferencias que hay entre la comprensión de los procesos y mecanismos de cognición - es que en la tensión interna al proceso perceptivo, la percepción directa, lo cognitivamente acumulado y la pulsión exterior, son los vectores a los que responde la idea misma de representación y la constitución misma del signo – que es la species de entonces. Y que, en cierta manera, con frecuencia, tiende se corresponderse con una inversión del proceso con el que vivimos la mirada natural. Una imagen pictórica de la Flagelación, por ejemplo, tal como clásicamente sentó Panowsky – partiendo de la tríada de Peirce, icono, index y símbolo - se la reconoce como tal en virtud del conocimiento anterior que se tiene de ciertos elementos iconográficos, de la similitud entre sus figuraciones y los objetos del mundo cotidiano, y en fin, en función de la hipoiconicidad de conjunto del cuadro garante de su simbolismo y pedagogía. Que es lo que hace del cuadro un legising – símbolo en sentido de su posibilidad de garantizar una interpretación reiterada. Pero esto dista de ser lo fundamental de una tal tríada, que Panowsky – arrancando los hojas del rábano - no se ha preocupado de analizar en su fundamentos, es decir, en lo que cuestiona y reorganiza de los mecanismos de cognitividad, no superando el nivel de aquellos términos en que expresan relaciones de prima intentio. Cuando el hecho de la pintura – el acto de pintar - supone estar moviendose en el plano de la organizatoriedad de la imitación más bien como secunda intentio, cuestionandose sitemáticamente tanto la ontología del objeto, como el sentido del parecido. El cuadro, a este respecto, no es objeto, ni sujeto, sino un plano en el que se entrecruzan cuasi-objetos a la vez que cuasi-sujetos, predicados-de algo por lo mismo que son supuesto de-interpretantes, posibilitando así a la vez un horizonte objetual a la vez que observacional. Como el lenguaje es una estructura de asociaciones y reacciones - de verbos y nombres - articulados sintácticamente. Como dice con gran claridad Averroes, el color, por ejemplo, tal cual se da a la mirada natural, se presenta como predicado es decir, como perteneciendo a lo substantivo del sujeto, del que expresa su constancia. Pero, por otro lado, el color como tal constituído en objeto de la mirada, pasa a constituirse a su vez él mismo en sujeto – o cuasi-sujeto – en el contexto del grafo plástico que genera la pintura. Lo que indirectamente plantea elproblema fundamental de cómo y por qué el color del pigmento de que se vale el artista pasa a ser asimilado a lo coloreado y objetual de la visión natural, con la que ciertamente no tiene nada que ver. Una sutil o invisible sintaxis reorganiza toda esta relación posibilitando lo que hace de sujeto y lo que hace de predicado integrando la mirada natural en la trama misma de lo pictórico como a la vez objeto y sujeto de visión. La mirada exterior supone la interior – y la interior la exterior. Es el lado obsceno de a visión. Goodman dice que la construcción de un indivíduo – en la ontología nominalista - exige el esfuerzo imaginativo y teórico de ir en cierto modo contra la mirada natural, es decir, contra "el hábito profundamente enraizado de ver las cualidades como partes constituyentes de las cosas concretas". Por el hecho de no estar habitaudos "a mirar las cualidades (qualia) consistentemente y literalmente como indivíduos." De ahí que "de algun modo resulte psicológicamente más natural empezar con qualia y construir indivíduos concretos a partir de ellas que tomar indivíduos concretos como indivisibles e interpretar las cualidades en términos de estos." El problema es que un cambio tal de perspectiva requiere ir algo más lejos de lo que Goodman hace, intentando desvelar la sintaxis que permite observar la gestación misma de indivíduos y qualia – de sujetos y predicados. La genesis de un cuadro vista en su forma más radical es uno de los ejemplo visibles más cercanos al problema. En este sentido un cuadro encierra toda una pragmática que abarca tanto lo cognitivo como lo performativo. Es estética, en el sentido de sombrear y asombrar, de ocultar para ver, y de ver ocultando – actuando.


(1) El presente artículo forma parte de un capítulo del libro del autor El arte de asombrar. El claroscuro y la revolución protocopernicana de la pintura renacentista italiana, de próxima aparición.

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