NOMADAS.1 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

Dinero, capital ficticio, tabajo improductivo y sistema financiero
[Diego Guerrero]

RESPUESTA AL "MEMORÁNDUM" DE LOS ECONOMISTAS EUROPEOS POR UNA POLÍTICA ECONÓMICA ALTERNATIVA (EEPEA):
¿ES POSIBLE UNA POLÍTICA ECONÓMICA ALTERNATIVA DENTRO DEL CAPITALISMO?
 VII JORNADAS DE ECONOMIA CRITICA, ALBACETE, FEBRERO 2000

RESUMEN | INTRODUCCION | DE MEMORANDUMS Y ANTIMEMORANDUMS
LOS GOBIERNOS CONSERVADORES Y LA POLITICA ECONOMICA ALTERNATIVA INMEDIATA
REFLEXION SOBRE LAS CRISIS FINANCIERAS | LOS OBJETIVOS A LARGO PLAZO DEL MEMORANDUM | CONCLUSION | BIBLIOGRAFIA
APENDICE: EL NEOLIBERALISMO DE KEYNES Y DE LOS NEOCLASICOS


Resumen: El presente trabajo pretende ser una contribución al diálogo que propugna el Memorándum de los Economistas Europeos por una política económica alternativa, suscrito en noviembre de 1998. Puesto que el autor no firmó ese Memorándum, por considerarlo demasiado keynesiano, es decir, liberal y conservador, aunque sí firmó el anterior (mayo de 1997), no porque el primero fuera más radical, sino porque él no veía tan claramente la postura que debía adoptar, el objetivo de este escrito es aclarar un poco más los argumentos y razones que lo condujeron a esa decisión, abogando, no obstante, por un debate intenso sobre las posibilidades y limitaciones de construcción de una auténtica política económica alternativa. En particular, se critican las propuestas que el Memorándum hace como medidas de adopción inmediata, señalando que se inspiran en los mismos planteamientos que subyacen a la socialdemocracia, la Tercera Vía y los economistas prácticos y reformistas como el financiero George Soros. Y se critican también los objetivos a más largo plazo, como el pleno empleo, el reforzamiento del Estado del Bienestar y la cohesión social, señalando la imposibilidad o incompatibilidad de dichos objetivos con la reproducción del sistema capitalista en cuanto tal. Por último, se recoge en un apéndice una reflexión complementaria sobre el distinto uso que el término neoliberalismo tenía hace un siglo, indicando que entonces los neoliberales eran los que defendían posiciones como las de Keynes, reclamadas ahora por los autores del Memorándum.


1. Introducción

Tengo la impresión de que uno de los grandes problemas a los que nos enfrentamos en estos últimos tiempos es el predominio de las formas idealistas de análisis de los fenómenos sociales en general, y económicos en particular. En vez de pensar que es la realidad social la que determina la conciencia social, muchos economistas críticos siguen la senda transitada por Keynes, que conduce a la conclusión de que las ideas son más importantes que los conflictos y contradicciones objetivos. O siguen el voluntarismo kautskiano-leninista, adaptado a los tiempos actuales, y creen que el Estado es una herramienta que se puede utilizar por un sujeto colectivo (pero reducido) con conciencia suficiente para imponer, o sugerir, a las masas el camino que hay que seguir en la construcción de una sociedad alternativa, por muy plural que sea la gama de movimientos que en la actualidad se consideren llamados a participar, de una u otra forma, en esta labor de guía espiritual colectivo.

En mi opinión, las ideas de los teóricos de la Economía y de la ciencia social, lo mismo que los comportamientos de quienes participan en la política económica y social del Estado, vienen condicionadas preferentemente por lo que sucede en el tejido de relaciones sociales que se urde en torno a las actividades de producción y reproducción de la sociedad capitalista. Por esa razón, no se puede perder de vista lo que acontece en la dinámica de la acumulación del capital --sobre todo, lo que sucede en sus tendencias a más largo plazo y en las ondas largas que la misma genera--, y sus repercusiones sobre los acontecimientos que tienen lugar en el terreno de la superestructura política e ideológica.

La fase depresiva de la onda larga que se inició con la crisis que acabó con la expansión de la II posguerra mundial (años 70) modificó muchas cosas en el terreno de la propia teoría económica y en el campo de las políticas estatales, pero dichos cambios, al igual que el incremento del desempleo que se generó como consecuencia de la misma, son sólo un subproducto del movimiento cíclico característico de la evolución capitalista. A veces, da la impresión de que los colegas de la Economía crítica olvidan lo rápido que se producen ciertos cambios en la realidad económica y en la conciencia social, y dan por definitivamente asentados ciertos rasgos presentes que, observados desde una perspectiva más amplia, dejan entrever la inminencia de su caducidad.

Hay una asunción acrítica de muchos de los eslóganes que, aunque creados de forma más o menos espontánea, y hasta legítima en origen, son poco a poco manipulados interesadamente por quienes hacen de la capacidad de influir en las conciencias receptoras de mensajes mediáticos el objeto más productivo de ciertas inversiones de dinero improductivo. Uno de estos estribillos es la creencia de que la guerra fría se terminó hace tiempo, allá por 1989 en opinión de la mayoría. Pero la guerra fría, como la caliente, quizás no haya hecho más que empezar. Porque no se trataba de un conflicto de bloques ni de superpotencias, sino de algo mucho más profundo y mucho más antiguo: un conflicto de clases, una lucha de clases que viene reproduciéndose en términos esencialmente idénticos desde hace prácticamente dos siglos. La auténtica guerra fría comprende todas las manifestaciones de ese conflicto en el terreno de las superestructuras, y lo único que cambió en 1989 es una de las formas en que se manifestaba la batalla ideológica central de esta época postmoderna --lo postmoderno no es, en el fondo, sino el ingenuo intento de enterrar definitivamente al marxismo--, componente esencial del citado conflicto superestructural.

No se trata de reivindicar el supuesto socialismo de los países del llamado socialismo real. Hace tiempo que caí en la cuenta de lo equivocado que estaba en mi época leninista, al creer que ésa era la única forma de socialismo posible. Pero cada uno reacciona ante los acontecimientos del mundo real como puede o quiere, y a mí el análisis de los acontecimientos me fue dejando cada vez más claro que lo que se había hundido no era el comunismo ni el socialismo, sino la forma especial de capitalismo que se había desarrollado, bajo el estandarte pseudoideológico del marxismo --una ideología que casi nada tiene que ver con las ideas de Marx--, en una importante porción del mundo y, en especial, de Eurasia (véase, al respecto, el excelente libro de Chattopadhyay, 1994). Ya sé que se puede pensar que esta adaptación ideológica es una pirueta destinada a salvar, en el filo de lo imposible, una pretendida coherencia que para muchos no puede existir. Pero eso equivale a un juicio de intenciones similar al que se puede hacer desde la posición contraria, atribuyendo a los que han evolucionado en dirección opuesta la simple voluntad de acomodamiento a, e integración en, el sistema que finalmente a todos nos engulle. No es éste el tono que pretendo dar a mi argumentación, y pido perdón por adelantado si en algún momento me olvido, por apasionamiento, de mi propósito inicial.

Sólo pretendo contribuir a la reflexión colectiva y ayudar a impulsar la discusión en la medida de mis limitadas fuerzas. No es la primera vez que lo intento, ni pienso que mi forma de hacerlo sea la única posible, pero me gustaría explicar el origen de este escrito ante mis compañeros de las Jornadas de Economía Crítica, aprovechando que, en esta ocasión, en el plenario final de Albacete, está prevista la intervención de algún representante del grupo de EEPEA. En otras JEC, muchos de los asistentes participamos en la última sesión con la impresión compartida de que no hemos avanzado gran cosa respecto a la vez anterior, pero aun así seguimos considerando necesario intentarlo una vez más. Los que hacen los balances y reflexiones finales suelen preguntarse en voz alta si hemos dado algún paso en qué queremos decir por Economía crítica, y en cómo desarrollar el alcance de esa crítica para hacerla llegar más allá de las pobres fronteras que hemos conseguido establecer hasta ahora.

Mi opinión, siempre que se ha invocado este asunto, ha girado en torno a una impresión repetida. Lo que ocurre es que prácticamente nos limitamos a hacer la crítica de tal o cual aspecto de la política económica, a denunciar cómo el gobierno, o las multinacionales, o las instituciones de la economía mundial..., intentan poner bajo su bota la capacidad de actuación y la voluntad de decisión de la amplia mayoría de la población mundial y nacional. Pero a mí esto me parece insuficiente. Yo no creo que la crítica de las políticas económicas pueda herir a nuestros enemigos si no se transforma en una crítica a fondo de la propia Economía teórica y en un combate real, en el interior y en el exterior de las empresas, de las relaciones que perpetúan el actual estado de cosas, uno de cuyos productos colaterales es la hegemonía del pensamiento único que se enseñorea cada vez más de la teoría económica convencional y ortodoxa. No pretendo decir que haya descubierto la fórmula para acertar con la clave del éxito en ninguno de esos dos frentes, pero creo que ha llegado el momento de poner en primer plano, por parte de todos, la necesidad de tomar conciencia de que el problema radica en eso.

Yo admito, por adelantado, el tipo de críticas que suelo recibir: falta de realismo, maximalismo, utopismo, no tener los pies sobre la tierra, encerramiento en torres de cristal, y cosas por el estilo. Porque a lo mejor mis críticos tienen razón. Pero me gustaría ejercer el derecho a dar mi punto de vista, por si pudiera haber alguien que creyera más en mi manera de ver las cosas, o por si yo mismo, al participar en un diálogo auténtico, empezara a entender mejor las cosas que ahora no logro comprender. Creo que en el fondo de las discrepancias subyace la intuición profunda, casi irracional, que uno tiene acerca de lo que va a ocurrir en el futuro. A mí me sorprende ver el grado de ligereza con que algunos críticos valoran los problemas de la sociedad actual. Quizás la mente humana sea incapaz de actuar de otra manera, y se vea fisiológicamente impulsada a responder a ciertos estímulos de la forma en que lo hace. Pero no creo que esos estímulos vayan a durar toda la vida. Yo miro a mi alrededor y lo que veo no me gusta nada. No creo que tenga fallos sino que es el fallo en persona. Siento los problemas de la gente como problemas mucho más graves y profundos en la verdadera realidad que en la realidad virtual que nos presenta la televisión. Los medios de comunicación y de ocio nos repiten infinitamente los aparentemente contradictorios mensajes de violencia y amor, para recordarnos de continuo la razón oculta de nuestro sometimiento, y la vía de salida más fácil que se abre ante nosotros (nuestra droga más dulce: la felicidad del hogar, el retiro a lo privado...). Ante el íntimo sentimiento de esclavitud y falta de libertad del que no podemos escapar cuando nos encontramos a solas con nosotros mismos, sólo nos queda el recurso de autoconvencernos que no podemos hacer otra cosa que adaptarnos a lo que hay, porque el mundo está cambiando tan vertiginosamente...

La despreocupación por los análisis teóricos por parte de muchos de nuestros colegas de la Economía crítica los lleva a sustituir la falta de un análisis propio por el análisis que flota como sustitutivo en la creencia colectiva de nuestra profesión (lo que en la terminología informática al uso, llamaríamos, en perfecto espanglish, "las ideas por defecto"). Lo mismo ocurre con nuestros hijos, en una sociedad en la que el trabajo nos tiene tan esclavizados que no tenemos tiempo ni para educar ni para pensar: si no lo hacemos nosotros, será la televisión la que los educará con su dictadura de marcas, violencias y demás, ejercitada bajo el consenso de tecnócratas sociales y miembros del Opus Dei. No me cabe duda de que nuestros enemigos nos han comido el coco y nos hacen creer en, y/o contemporizar con, la idea de que no se vive tan mal como algunos dogmáticos nos empeñamos en hacer creer. Al menos, si tenemos la fortuna de vivir en un país privilegiado como, al fin y al cabo es el nuestro (ya dice el refrán que "en el país de los ciegos el tuerto es el rey"). Pero es que eso no sólo supone falta de fortaleza teórica sino desconocimiento de la historia real. La experiencia enseña, y lo hace de forma repetida e insistentemente, cuán lejos de preverse han estado siempre --siempre-- los grandes virajes que a la postre termina la Historia reconociendo como hitos fundamentales de nuestro devenir como especie.

Si nosotros, colegas de la Economía crítica, no estudiamos, no nos proponemos entender la realidad por debajo de las apariencias, no convertimos la búsqueda de la verdad en un esfuerzo colectivo a brazo partido, será la mano y el cerebro invisible del mercado el que se encargue de llenar nuestras mentes con las fórmulas que nos inyectan ese mortífero SIDA intelectual (o su oportuno recambio, cuando la vigencia de dicha enfermedad se agote finalmente). Ya sabemos --o al menos sabíamos-- que la mano invisible del mercado y la mano visible del Estado (capitalista) son las dos manos que nos atenazan al unísono por el cuello, siempre amenazantes de estrangulamiento físico o mental. La metáfora de las tijeras de Marshall debemos sustituirla por esta metáfora de las tenazas: si, en la primera, ambas hojas cortan simultáneamente la tela del "equilibrio parcial a corto plazo del mercado", nosotros deberíamos repetir lo que la realidad nos muestra: que son las dos hojas de la tenaza mercantil-estatal las que aprietan al mismo tiempo, e igual de fuertes, los grilletes que nos atan de pies y manos al dichoso capital, y que ya hacían exclamar al clásico aquello de que "el hombre se cree libre porque no se apercibe de sus cadenas".


2. De memorándums y antimemorándums

En noviembre de 1998, pasé una pequeña crisis personal cuando me vi ante la necesidad de tomar una postura sobre la firma del Memorándum de los EEPEA que Miren Etxezarreta había tenido la gentileza de hacerme llegar. Mi primera reacción fue una carta de respuesta explicando las razones de mi negativa a firmar, que envié a Miren, quien me respondió amablemente, también por escrito, en cuanto tuvo oportunidad. Ante la precipitación con que había elaborado esa primera respuesta, tuve una segunda oportunidad en abril de 1999, con ocasión de mi participación en un Seminario organizado en Sevilla por la OIT y el Instituto de Estudios Regionales de Andalucía (véase Guerrero y Guerrero, 1999). En ese artículo, que ahora presentamos en una versión distinta como una ponencia al área de Laboral de estas Jornadas (véase Guerrero y Guerrero, 2000a), se pretende contribuir a la crítica de las ideas del Memorándum que tienen una relación más directa con la cuestión del desempleo, que, para nosotros, no tiene solución definitiva dentro del marco de la economía capitalista.

Por otra parte, aunque no pude asistir a las Jornadas de Málaga, allí presentamos otro trabajo sobre el mito del Estado del bienestar en España (véase Guerrero y Díaz Calleja, 1998) que me hace pensar que es un buen punto de partida de algunas de las ideas que se dan demasiado alegremente por supuestas cuando se discute sobre el Estado del Bienestar. Es evidente que en el debate virtual entre partidarios y críticos del Estado del bienestar, tenemos que tomar partido por la defensa y la extensión del mismo, en contra de los ataques que recibe desde el flanco neoliberal. Pero lo que hacíamos allí, y ahora pretendo extender en este trabajo, es dar toques de atención sobre la falta de realismo del debate virtual en relación con el auténtico debate que subyace al primero y que está en la raíz del problema real. Sólo si uno cae en la cuenta de que las pautas distributivas espontáneas de la economía capitalista hacen posible compatibilizar, en el largo plazo, el aumento de los salarios reales con el descenso del salario relativo global (es decir, el aumento de la tasa de plusvalor, o grado de explotación en los términos de Marx), y, además, se pone a estudiar empíricamente los efectos globales (es decir, teniendo en cuenta tanto la totalidad de los gastos públicos como de los ingresos públicos, así como su procedencia de clase) de la redistribución estatal, y comprueba que no se produce de hecho la tan cacareada redistribución desde el capital al trabajo; sólo entonces, se puede empezar a hacer una crítica desde la izquierda de la retórica del Estado del bienestar.

No se trata, como alguno podría pensar, de hacerle el juego a la derecha neoliberal al poner en entredicho lo que algunos consideran el último bastión de la izquierda. Se trata de intentar ser científicamente honrado, cada uno a su manera, y de estudiar las cosas tal y como son, o como uno las ve. En mi opinión, las cosas hay que analizarlas desde este punto de vista. Está claro que la economía y la sociedad capitalistas han cambiado continuamente desde el primer momento hasta hoy, pero las continuas transformaciones de algo que continúa existiendo no anula la continuidad de sus elementos sustantivos, que es precisamente lo que hace posible que se pueda hablar de "la historia de ese objeto", en vez de exigirnos considerarlo como un simple elemento de una entidad superior que lo engloba, y que nos llevaría a tomar como objeto la historia de ese ente más amplio. Mientras la Economía crítica siga pensando que la economía actual sigue siendo una economía capitalista, no me parece lógico dejar de pensar que el Estado actual ha dejado de ser un Estado capitalista.

Esto no significa que el Estado sea un instrumento de nadie. No hay ninguna mano visible que maneje dicho instrumento, ni el gobierno político (el ejecutivo y la Administración) ni el gobierno fáctico de los poderes económicos mundiales o nacionales (cualquier teoría de la conspiración parece estructuralmente endeble). Pero la sociedad capitalista, que marcha sobre dos pies --el primero da el primer paso, consistente en extraer la máxima cantidad posible de plustrabajo de la masa de productores expropiados; y el segundo hace lo propio con el otro pie, de forma que trata de acumular la máxima cantidad de plustrabajo en forma de capital adicional dispuesto a absorber más plustrabajo en el ciclo siguiente--, sufre una suerte de patología psicológica que amenaza con ahogar, con la tenaza mortífera de su par de manos en cooperación suicida (mercado y Estado), el canal por el que fluye la sangre desde el corazón de sus fuerzas productivas hacia el cerebro de su cuerpo mortal. Este esquizofrénico estrangulador, no de Boston, sino universal, debe ser llevado a prisión en una medida democrática de fuerza que nos haga recuperar la salud de nuestro cuerpo social enfermo, y ese "debe" es un instinto de supervivencia que por naturaleza ejercerá el organismo vivo que es la sociedad humana, y no una consigna o receta que vendrá dictada desde fuera por ninguna mente superior.

Aunque los miembros del aparato o aparatos del Estado, los funcionarios y empleados públicos, puedan ser en su mayor parte asalariados sin ningún tipo de voluntad específica ni intenciones ideológicas diferenciadas del resto de la población, las relaciones sociales que generan la necesidad (transitoria) del Estado no requieren que eso sea diferente de lo que se ha dicho. De lo que se trata es de comprender la jerarquía que se establece entre las diferentes relaciones sociales que se entrecruzan en el seno de nuestra sociedad. Y las que forman el tejido estatal están bajo la dependencia de las que, a un nivel más básico, condicionan el comportamiento más elemental y animal de nuestra especie, como son las actividades más directamente conectadas con la reproducción de los bienes de consumo y de producción de la sociedad, y con la propia reproducción de las diferencias de clase que colocan a cada miembro de la sociedad en el sitio que le corresponde dentro del engranaje social. En términos de F. Block (1977), el Estado está estructuralmente determinado en su comportamiento por las relaciones de producción capitalistas, y en tanto se mantengan éstas no se puede pretender llevar a cabo una política social y económica que sea incompatible con las normas básicas de funcionamiento de dichas relaciones sociales.

Si se me permite el símil, el vano esfuerzo de algunos que creen en fáciles fórmulas de elaboración de políticas económicas alternativas me recuerda el ejemplo del iluso propietario de un gato que quería que su animal no maullase sino que ladrara. Por mucho que lo intentó, no consiguió que el bicho dejara de maullar, por muy sofisticados que fueron los inventos que intentó aplicarle a su aparato vocal. Está claro que, si lo que quería realmente el propietario era escuchar ladridos, lo primero que tenía que hacer es hacerse con un perro, o al menos lo más sencillo. Pues bien, si queremos igualdad, ¿por qué usar un sistema que genera desigualdad y esforzarnos en pergeñar un ingenio de alquimista que nos sirva para transformar la desigualdad en igualdad? ¿No sería más razonable sustituir el sistema desigual por otro que genere, y se base incluso, en la igualdad?

Nuestra sociedad capitalista, como descubrieron tantos estudiosos burgueses de la realidad social que querían entender el funcionamiento de la nueva máquina social para mejor usarla en su lucha contra la clase dominante del Antiguo Régimen, es una sociedad de clases en lucha, donde la lucha principal se produce, de manera objetiva, y sin necesidad de que los protagonistas tengan que ser conscientes de esa lucha, entre los asalariados libres (y liberados de toda propiedad sustancial capaz de convertirlos en otra cosa) y los propietarios libres (y liberados de auténtica necesidad de trabajar). Esa lucha de clases adopta formas muy diversas en el tiempo, al igual que ocurría en la época egipcia, griega, romana o feudal; pero sus fundamentos se mantienen. Se nos reirían en la cara si pretendiéramos por un momento defender que los cambios del Estado romano (república, Imperio, etc.) significaron el acceso de la clase productora al poder (los esclavos), y lo mismo ocurriría si pretendiéramos algo semejante respecto a cualquier otra sociedad de clases. Entonces, ¿por qué tanto escándalo si se defiende que, por mucho que haya miembros de la clase dominada en los puestos de trabajo creados por el Estado --como había esclavos en muchos puestos cruciales del Estado romano o griego--, éste seguirá siendo un Estado de clase que forma parte de la reproducción del conjunto de relaciones sociales capitalistas, y que ningún partido ni grupo social que no pretenda sustituir esas relaciones por relaciones de otro tipo podrá aspirar a cambiar nada esencial del comportamiento del Estado?

La reflexión anterior no es sino un prólogo de presentación del argumento que voy a desarrollar, según el cual, sin negar por un momento la buena voluntad de los firmantes del Memorándum que voy a criticar en este trabajo, es posible lograr cambios que merezcan la pena sin atentar contra las bases del sistema capitalista, y que es preferible conseguir algo, por pequeño que sea, antes que renunciar a cualquier cosa por el afán de lograrlo todo. Pero no es ése el auténtico dilema. En mi opinión, la historia la hacen todos los humanos, aunque en la Historia sólo se registren unos pocos nombres. La historia la hacemos entre todos a todas horas, en nuestros trabajos cotidianos, en nuestros momentos de ocio, de estudio, etc. La interacción de todos los miembros de la sociedad es el factor decisivo de cambio. Pero en esa interacción, son más activos para conseguir avances decisivos los que miran más lejos y pretenden cambiar cosas aparentemente imposibles de cambiar. La negación de la utopía es el principio de la integración y del conformismo. Pidiendo el todo, se consigue el poco a poco. Pidiendo el quedarnos como estamos, con tal de no empeorar, o la pequeña mejora gradual que nos permita avanzar, lo que conseguiremos será probablemente retroceder o, como mucho, marearnos en el círculo vicioso del movimiento por el movimiento (sin fin ni objeto, ciegos en nuestro sonambulismo de autómatas sumisos).

Las reflexiones anteriores se pueden desarrollar en múltiples direcciones, en un debate tan extenso como estemos dispuestos a llevar a cabo. Pero, en lo que sigue, pretendo centrarme sólo en ciertas reflexiones sobre lo que considero los puntos centrales del Memorándum: el tipo de medidas a tomar en el corto plazo y los objetivos inspiradores de las pretensiones a largo plazo. No me cabe duda de que los autores de este documento van mucho más allá en su fuero interno de lo que realmente han conseguido plasmar por escrito, pero lo que cuentan al final no son las intenciones sino los resultados efectivos. Hay que atenerse, por tanto, a lo que en el documento se dice, y no imaginar lo que se quiere decir, o lo que se podría querer decir si la correlación de fuerzas en el grupo de redactores fuera otra, etc. Lo escrito escrito está.


3. Los "gobiernos conservadores" y la política económica alternativa inmediata

El Memorándum comienza con una "Introducción" titulada "Peligrosa fragilidad financiera pero mejores perspectivas para una Nueva Política Económica". Las mejores perspectivas se basan en dos acontecimientos del momento: las crisis financieras recientes (se citan las de Asia y Rusia, en concreto) y en los cambios de gobierno en varios países europeos, con un desplazamiento progresivo de las tendencias más ultraliberales --en particular, se señala que "la derrota del gobierno conservador en Alemania remueve un obstáculo principal al cambio" (EEPEA, 1998, p. 195)--. Pero se advierte seguidamente que ambas cosas no son suficientes para garantizar "cambios de política profundos y sostenibles, sino que éstos requerirán gran fuerza política y apoyo continuo de los movimientos sociales" (p. 196). "De todos modos", se dice, "se pueden tomar inmediatamente algunas medidas importantes" y, además, conseguir "una reorientación completa y de largo plazo de la política económica y social dirigida a lograr el pleno empleo, la cohesión social, la sostenibilidad y la equidad en Europa", lo cual es completamente lógico con la autodefinición del grupo como "economistas europeos que, sobre la base de la paz y la libertad, perseguimos los objetivos de pleno empleo y de desarrollo del estado del bienestar en el contexto de una firme y sólida constitución social europea, así como relaciones económicas internacionales cooperativas y equitativas" (ibíd.).

Es evidente que ya desde la introducción empiezan mis discrepancias. Veamos:

El gobierno conservador en Alemania. Los firmantes llaman gobierno conservador al gobierno de Köhl, dando a entender que el nuevo gobierno de coalición --socialdemócrata-verde-- no lo es. Es evidente que cualquier periodista, cualquier hombre de la calle, estarían de acuerdo en considerar más de derecha al gobierno de la CDU que al gobierno SPD/Verdes. Pero insisto en la necesidad de pasar del discurso virtual o mediático al discurso de la realidad. Veamos qué es lo que dice de hecho el "Acuerdo de coalición entre el Partido Socialdemócrata de Alemania y Alianza 90/Los Verdes: Apertura y Renovación; la entrada de Alemania en el s. XXI (Bonn, 20 de octubre de 1998)", publicado en el nº 3 de Ágora, pp. 187 y ss. (que citaremos a partir de ahora como SPD/Verdes, 1999).

Entre los "objetivos y principios de la política económica y financiera" está en primer lugar la "reducción de la tasa de desempleo". No conozco ningún gobierno del mundo que no diga lo mismo, entre otras cosas porque las encuestas repiten insistentemente que los encuestados consideran al desempleo como el problema más grave. Pero. ¿por qué medios pretenden conseguirlo? Pues mediante "una economía fuerte, competitiva y orientada a la duración" y mediante "una renovación de la economía de mercado, social y ecológica" (SPD/Verdes, 1999, p. 189). El cambio consiste, al parecer, en que la economía capitalista ya no se califica sólo de "social y de mercado", como venía siendo tradicional desde mucho antes de Köhl, sino de "social, ecológica y de mercado". El Acuerdo promete, por otra parte, "una gran reforma fiscal" y declara que "el nuevo Gobierno quiere ahorrar de forma socialmente justa" (ibíd., p. 190); pero también, que sindicatos y empresarios se deben poner de acuerdo en "la necesidad de flexibilidad de las empresas y el deseo de más libertad horaria de los implicados" (p. 191). La "nueva política económica para la creación de empleo" se llevará a cabo "mediante una combinación adecuada de la política de oferta y demanda" (p. 192), lo que implica, entre otras cosas, "una reforma de la imposición sobre los beneficios de las empresas que (...) mejore la fuerza inversora de las mismas", una "reforma fiscal ecológica que disminuya los costes adicionales de los salarios", más "una disminución de los costes legales adicionales de los salarios" (p. 192), ya que "la reducción de los costes legales adicionales del salario son una piedra angular de nuestra política de creación de empleo (...) reduciremos las contribuciones al seguro social del actual 42.3% del salario bruto a un 40%" (p. 199).

La política social del nuevo Gobierno se observa también claramente en el tratamiento que desde el principio se propone dar a las diferentes clases sociales. En cuanto a la pequeña burguesía, "el nuevo Gobierno mejorará las condiciones económico-políticas para la pequeña y mediana empresa, para la artesanía, para las profesiones liberales y para los trabajadores por cuenta propia" (p. 193). Sin embargo, por lo que respecta a los asalariados, simplemente se buscarán "condiciones justas en el mercado de trabajo" (p. 193) y una "política de mercado de trabajo activa" junto al "fortalecimiento [ya existente, por tanto, según ellos] de la cogestión" (p. 194). Está claro que, frente a la seguridad con que se esperan obtener las mejoras pequeño-burguesas, contrasta la falta de confianza con que se esperan las mejoras en el terreno de los asalariados, ya que no parecen creer que desaparecerá la pobreza de amplias capas de éstos. Así lo reconoce el Acuerdo al declarar que la política del nuevo Gobierno "prevendrá la pobreza", pero, eso sí, "en la medida de lo posible" (p. 209), y "contrarrestará una división de la sociedad en ricos y pobres mediante un reparto justo y solidario de beneficios y tributos" (p. 209). Aun así, y a pesar de mantener (activamente) las causas de la pobreza --el mercado de trabajo, así como los beneficios, por mucho que quieran repartirlos--, o quizás a causa de ello, no tienen mucha confianza en la desaparición de la pobreza, pues no sólo declaran que "se debe reducir especialmente la pobreza de los niños" (reducir no es erradicar, por cierto), sino que el Gobierno se compromete a "presentar regularmente un informe sobre pobreza y riqueza" (o sea, no cabe duda que irán contabilizando y mejorando las técnicas estadísticas para cuantificar a los pobres del futuro).

Por otra parte, debe recordarse que el Acuerdo en cuestión iba firmado (por parte del SPD) por Gerhard Schröder, Oskar Lafontaine, Christine Bergmann y Heidemarie Wieczorek-Zeul, y (por parte de Alianza 90/Los Verdes) por Joschka Fischer, Jürgen Trittin, Gunda Röstel y Kerstin Müller. Algunos de los que, tras la dimisión de Lafontaine, tachaban de "traidores" a los otros miembros del gobierno alemán, deberían recordar que Lafontaine también firmaba el documento anterior, así como otras cosas que merece la pena recordar


4. Reflexión sobre las crisis financieras

Por su parte, en el libro de Oskar Lafontaine y Christa Müller (1998) se puede leer que "los mercados financieros internacionales no necesitan una desregulación, sino una nueva regulación" (p. 20), o sea lo mismo que todos los capitalistas actuales dicen ahora, como los propios autores reconocen: "George Soros, el internacionalmente conocido especulador de divisas, no se cansa de exigir regulaciones internacionales en los mercados financieros para contener la especulación" (ibíd.; véase también Estefanía, en El País de 24-1-99, donde recoge advertencias similares de Alan Greenspan). Los autores reclaman expresamente el "Estado fuerte" propugnado por Ludwig Erhard y Walter Eucken, el fundador de la Escuela de Friburgo (p. 25), y dedican un apartado al tema con el título de "Más mercado y un Estado fuerte" (pp. 260 y ss.): "Cuando un problema puede regularse mejor en términos de economía de mercado que políticamente, las intervenciones del Estado están fuera de lugar. Cuando el ámbito de actuación del Estado es demasiado grande y su toma de influencia restringe las posibilidades de acción de los ciudadanos, el Estado sacrifica su autoridad y pierde credibilidad" (p. 261).

Pues bien, según los críticos socialdemócratas de la Tercera Vía --que parecen más numerosos desde que Clinton y, sobre todo, Aznar se adscriben a ella, y hasta a Felipe González le despierta ciertos recelos--, la socialdemocracia clásica es más convincente. Pero Schröder y Blair no dicen nada esencialmente distinto de Lafontaine (véase Schröder y Blair, 1999). Escriben, por ejemplo: "Apoyamos una economía de mercado, no una sociedad de mercado" (p. 238), que es exactamente lo mismo que dice Jospin en su intento de parecer diferente tras la reunión de los terciarios en Florencia. Es posible que algunos matices sean distintos, pero el grueso de las declaraciones no desentona demasiado:

"La importancia del individuo y de las empresas de negocios en la creación de riqueza fue infravalorada. Las debilidades de los mercados fueron exageradas y sus fuerzas subestimadas" (Schröder y Blair, 1999, p. 239). "El gasto público entendido como una proporción de ingresos nacionales ya ha llegado más o menos a sus límites de aceptabilidad" (p. 240). "Para que la nueva política tenga éxito, debe fomentar una mentalidad emprendedora (...) queremos una sociedad que festeje a los empresarios triunfadores, al igual que ya hace con los artistas y futbolistas (...) los conflictos tradicionales en el lugar de trabajo deben ser superados. Esto supone principalmente reavivar un nuevo espíritu de comunidad y solidaridad, reforzar el compañerismo y el diálogo entre todos los grupos de la sociedad, y desarrollar un nuevo consenso" (pp. 241-242). Piden "un nuevo orden del día para la izquierda, basado en la oferta", quizás porque "ya se han acabado las dos últimas décadas de liberalismo económico" (p. 242). "Los mercados flexibles son uno de los objetivos de los socialdemócratas modernos (...) [a] las compañías no se las debe atar mediante leyes y reglamentaciones. Los mercados de productos, de capital y de trabajo deben ser flexibles", pero "los mercados flexibles se deben combinar con un nuevo papel activo del Estado" (pp. 245-246). La política "activa de cara al mercado laboral para la izquierda" debe "reformar el sistema de bienestar que limita la capacidad del individuo de encontrar trabajo (...) El trabajo a tiempo parcial y el trabajo mal pagado siempre es mejor que no tener trabajo (...) [hay que] asegurarse que a la gente le interese trabajar (...) animar a los empresarios a ofrecer trabajos 'de ingreso' en el mercado laboral, bajando las cargas de impuestos y las contribuciones a la seguridad social en trabajo poco remunerados. Debemos sondear la libertad de reducir los costes laborales añadidos (...) El orden del día basado en la oferta de la izquierda (...)" (pp. 248-250).

De hecho, el financiero Soros también tiene su tercera vía particular: "Como actor del mercado, intento maximizar mis beneficios. Como ciudadano, me preocupan los valores sociales: la paz, la justicia, la libertad, o lo que sea" (1998, p. 27). Y se muestra tan crítico con el "laissez faire o liberalismo" --o, como él prefiere llamarlo, el "fundamentalismo de mercado"-- como los críticos del liberalismo de los siglos XIX y XX que se llamaban entonces neoliberales o nuevos liberales: "El fundamentalismo del mercado es el responsable de que el sistema capitalista global carezca de solidez y sea insostenible (...) ha entregado las riendas al capital financiero (...) La afirmación primordial de este libro es que el fundamentalismo del mercado es hoy una amenaza mayor para la sociedad abierta que cualquier ideología totalitaria"; y ello se debe probablemente a que "los fundamentalistas del mercado tienen una concepción radicalmente viciada del funcionamiento de los mercados financieros" y "creen que los mercados financieros tienden al equilibrio" (pp. 22-24). La única diferencia es que Soros, a diferencia de los terciarios modernos, reconoce las deudas (como buen caballero): "No es éste, desde luego, la primera vez que vivimos en un sistema capitalista global. Sus principales características fueron identificadas por vez primera de manera ciertamente profética por Karl Marx y Friedrich Engels en el Manifiesto comunista, publicado en 1848" (ibíd., p. 22).

Reclama la Internacional Socialista, en su última reunión de París "la supremacía de la política sobre el mercado" (El País, 9-xi-99, p. 6) para poder llevar a cabo el mismo tipo de reformas que propugna Soros: "acabar con los flujos incontrolados de los capitales", "promover cambios sustanciales en el FMI, el BM o la OMC", etc., debido a que "la deriva de los capitales financieros constituyen una amenaza en toda regla a la seguridad de las naciones" (ibíd.). En efecto, esto lo han aprendido de Soros, que demanda la misma receta neoliberal-keynesiana anticipada por la Escuela de Friburgo y los socialistas cristianos del siglo XIX (y los cristianos no socialistas, como el Papa León XIII, pero preocupados por la "cuestión social"): "Este curso de los acontecimientos sólo podrá evitarse mediante la intervención de las autoridades financieras internacionales (...) El replanteamiento debe empezar reconociendo que los mercados financieros son intrínsecamente inestables. El sistema capitalista global se basa en la creencia de que los mercados financieros, si se los abandona a sus propios recursos, tienden al equilibrio. Se supone que se mueven como un péndulo (...) Esta creencia es falsa. Los mercados financieros son dados a excesos, y si una secuencia expansión/depresión avanza hasta más allá de cierto punto nunca volverá a su lugar de origen. En vez de actuar como un péndulo, los mercados financieros han actuado recientemente como una bola de demolición, golpeando sobre una economía tras otra" (Soros, 1998, pp. 17-18).

Socialistas y financieros tienen una preocupación común: cómo arreglar las deficiencias y fallos del mercado. Dice Soros: "se habla mucho de imponer disciplina de mercado, pero (...) la disciplina de mercado debe ser complementada por otra disciplina: el mantenimiento de la estabilidad en los mercados financieros debería ser el objetivo de la política pública. Éste es el principio general que me gustaría proponer". Al igual que el Memorándum de los EEPEA, en el capítulo que dedica en su libro a "cómo impedir el desplome", Soros distingue entre "medidas de emergencia" (pp. 208 y ss.) y "reformas a más largo plazo" (pp. 211 y ss.), donde da repaso a las mismas instituciones que atraen la atención de la Internacional Socialista y reclama "controles sobre el capital" (p. 224) ya que, "por sí solos, los movimientos de capital a corto plazo producen probablemente más daños que beneficios" (p. 225). Asimismo, Soros se une a los economistas con preocupación social al proponer combinar "valores de mercado y valores sociales" (p. 227) ya que "los valores sociales pueden ser más nebulosos que los valores del mercado, pero la sociedad no puede existir sin ellos" (p. 235). "El comportamiento tendente a la maximización de beneficios sigue los dictados de la conveniencia y pasa por alto las demandas de la moralidad (...) En cambio, la toma de decisiones colectivas no puede funcionar adecuadamente sin trazar una distinción entre lo correcto y lo incorrecto" (p. 240).

No se dice expresamente en el Memorándum si se comparten todas las conclusiones de los maestros (Soros, Schröder, Blair, Clinton...) --maestros de sus palabras, sin duda, aunque quizás no lo sean de las ideas ocultas de los firmantes--, pero conviene aclarar, no sea que algún policía excesivamente celoso se vaya en busca de Soros con intención de detenerlo, que éste advierte finalmente: "Con todo, me opongo a los cambios revolucionarios, debido a los peligros de las consecuencias no buscadas. Debemos comenzar por lo que tenemos y tratar de mejorarlo?" (p. 257). ¿Estoy equivocado si me parece que los autores del Memorándum escriben los mismos planteamientos? ¿No defienden ellos otra forma de pragmatismo, matizadamente distinta pero sustancialmente similar a la que Soros reivindica de su maestro Popper (la "ingeniería social no sistemática")? Al fin y al cabo también Popper critica al ultraliberal Kant, cuyo primera regla es "la libertad en cuanto hombre, cuyo principio expreso de la manera siguiente en vistas a la constitución de una comunidad: nadie puede obligarme a ser feliz de una manera determinada, sino que cada uno tiene derecho a buscar su felicidad de la manera que mejor le parezca (...) Un gobierno constituido según el principio de la vigilancia (bienveillance) del pueblo (...), dicho de otra manera un gobierno paternalista (imperium paternale) (...) sería el peor de los despotismos imaginables" (1793, citado en Popper 1992, pp. 112-113).Y el propio Popper contesta: "La tarea fundamental que incumbe al Estado --lo que exigimos de él antes que nada-- es reconocer nuestro derecho a la libertad y a la vida y, en caso necesario, ayudarnos a defender nuestra libertad y nuestra vida (y todo lo que se desprende de ello) como un derecho. ¡Pero esta tarea ya es, en sí, paternalista!" (p. 115).


5. Los objetivos a largo plazo del Memorándum

a) el pleno empleo

Ya hemos visto que el Memorándum ataca las políticas neoliberales que se presentan como una "ilimitada globalización, la búsqueda de la privatización como un objetivo en sí mismo y el incontrolado dominio del mercado", reconociendo que estos objetivos "han sido así mismo incorporados hasta cierto punto en los conceptos socialdemócratas" (EEPEA, 1998, p. 196). Dejando a un lado la ambigua utilización de adjetivos y adverbios, me parece a mí que lo que en el documento se considera como simplemente "incorporado hasta cierto punto a la socialdemocracia" es la esencia misma de ésta. Por otra parte, el Memorándum dice perseguir el objetivo del pleno empleo pero sin renunciar en ningún momento a la economía capitalista. Es evidente que yo no puedo estar de acuerdo con estos planteamientos, después de haber escrito (Guerrero y Guerrero, 2000a, p. 26):

"Tras el diagnóstico, la receta. A diferencia de sus oponentes neoclásicos y keynesianos, los heterodoxos no tienen estas recetas. Para ser exactos, saben que no existen tales recetas contra el desempleo dentro del sistema capitalista. Fuera de ese sistema, claro que hay solución al desempleo. Simplemente, se trata de instaurar una auténtica democracia, poner en práctica la voluntad popular de trabajar colectivamente y ganarse la vida dignamente. Pero para eso hacen falta muchas cosas y superar muchas dificultades, remover muchos obstáculos (no sólo económicos) en cuyo análisis no podemos entrar ahora. Pero me voy a centrar en una sola, una que tiene que ver con nuestro campo de actividad. "El hombre se cree libre porque no se apercibe de sus cadenas", reza una frase célebre. Y nosotros añadimos que una de sus cadenas que no perciben muchos críticos es que, al creerse críticos del pensamiento único, lo único que están haciendo es contribuir al pensamiento único, darle color a ese pensamiento hasta formar un arco iris aparentemente fantástico y maravilloso. El pensamiento único es en realidad un multicolor arco iris de pensamientos únicos diversos que sólo tienen una cosa en común: la creencia de que capitalismo y democracia son compatibles. La receta para cocinar esa compatibilidad queda al gusto del cocinero de turno: a algunos les gusta la tortilla de patatas sólo con patatas (el mercado); a otros les gusta además con cebolla (el Estado). El menú está bueno para los comensales, eso hay que reconocerlo, aunque no dejen de ser dos variantes de un mismo plato único. Lamentablemente, lo peor no es eso. El fallo más grave del sistema de mercado es que a los que ponen el trabajo para la elaboración de las dos clases de tortilla los obligan a quedarse fuera del restaurante a la hora de la comida, alienados de las exquisiteces de cualquiera de ambas modalidades culinarias. Aun más: sólo les dejan participar, una vez acabada la comida, a la hora de lavar los platos. Y, eso sí, como premio extra para los ciudadanos de los países democráticos (así llamados), se les deja opinar, cada cuatro o cinco años, si sus preferencias van por la tortilla con o sin cebolla.

b) los avances en el Estado del bienestar

Al mismo tiempo, el Memorándum parece compartir los planteamientos socialistas y socialdemócratas sobre el Estado del bienestar. Tampoco puedo estar de acuerdo con la carga ideológica que tiene este concepto --para mí retórico, y que tiene como objetivo contraponer a la ideología conservadora de la Economía del Bienestar, fundamental liberal- no social, la no menos conservadora del Estado del bienestar, como contrapunto activo y políticamente más avanzado para lograr el bienestar-- cuando ya me he pronunciado claramente al respecto en las últimas JEC (de Málaga), en un trabajo compartido, después publicado:

"Como conclusión de todo lo anterior, digamos que la evidencia empírica disponible, tanto para el caso de España como para otros países desarrollados de la OCDE, apoya fuertemente la tesis aquí defendida de que gran parte de los beneficios atribuidos al llamado "Estado del Bienestar" son un puro mito que sólo puede ser consumido en el circuito político-mediático, pero de escasa relevancia en términos del análisis científico. Sin embargo, ello no quiere decir que despreciemos la lucha de los sectores sociales que se oponen a lo que hoy se llama "la necesaria reforma del Estado del Bienestar, con vistas a su salvaguardia" (Rojo 1996, pero también Gómez Castañeda 1995 y tantos otros). Simplemente, proponemos que se llame a las cosas por su nombre, que el aumento del peso del Estado en el PIB no significa por sí mismo bienestar para todos, ni el Estado capitalista parece muy apto para ser calificado de benefactor por aquéllos que lo sufren. Si nos oponemos a lo que muchos llaman el "desmantelamiento" del Estado del Bienestar es porque somos contrarios al contenido de lo que se ha hecho y se pretende seguir haciendo tras esa inadecuada denominación. Nos oponemos a la retórica del Estado del Bienestar como a la retórica de la competitividad y del europeísmo, pero sospechamos que lo que muchos quieren desmantelar es el conjunto de los derechos de los trabajadores, uno por uno, así como su nivel de vida y sus condiciones de trabajo. Sin embargo, lo esencial es recordar que a una economía de mercado y, por tanto, del malestar sólo le puede corresponder un "Estado del malestar" (Guerrero y Díaz Calleja, 1998, p. ?).


Figura 1: Los coeficientes de salarios y beneficios, antes y después de la intervención estatal

A esa conclusión no se llegaba arbitrariamente, sino que se basaba en un estudio que no puede reproducirse aquí íntegramente, por razones obvias, pero sí resumirse diciendo que lo que se hizo fue imputar la totalidad de los gastos e ingresos públicos, o bien a las rentas de trabajo o bien a las de capital, de forma que, al desaparecer (en el modelo) el Estado como intermediario de todos esos flujos monetarios, el resultado neto sólo puede ser una distribución a favor o en contra de unos de los dos sectores sociales señalados (aunque en la práctica, los déficits públicos permiten durante un periodo de tiempo más o menos largo adelantar una mayor capacidad de gasto, que se pide prestada al futuro; lógicamente, eso tiene consecuencias posteriores sobre la senda de crecimiento potencial de la economía, pero ése es otro tema). Esto puede ilustrarse mediante la representación gráfica de los coeficientes que aparecen en la figura 1. Así, el "coeficiente salarial" (CA) se define simplemente como el cociente que existe entre la proporción que representan los salarios en la renta nacional y la proporción que representan los trabajadores asalariados (ocupados y parados) en la población activa; mientras que el "coeficiente de beneficios" (CK) se mide por el cociente entre la parte de la plusvalía (o rentas no salariales) en la renta nacional y la parte de los no asalariados (capitalistas y autónomos) en la población activa. Los coeficientes CA1 y CK1 son los que se obtienen en un primer momento, a partir del reparto espontáneo que generan las fuerzas de mercado en el interior de las empresas, mientras que los coeficientes CA2 y CK2 son los que recogen también el resultado neto de la intervención estatal en términos de sus efectos redistributivos totales sobre capital y trabajo.

Puede observarse cómo los valores que toman los dos coeficientes iniciales (CA1 y CK1) no hacen sino dispersarse entre 1970 y 1982, y especialmente entre 1982 y 1992, lo que significa una tendencia al aumento de la desigualdad generada por la distribución espontánea de la renta que responde directamente a las fuerzas de mercado. Pero igualmente claro es que el efecto neto del famoso Estado del bienestar es, a este respecto al menos, aparentemente nulo, ya que idéntica conclusión puede obtenerse a partir de la comparación de CA2 y CK2 , como lo demuestra visualmente el casi perfecto paralelismo que siguen ambos pares de líneas en la figura 1.

c) La cohesión social

Otro de los objetivos declarados del Memorándum es la "cohesión social". ¿Quieren decir con esto sus firmantes que (ya) no creen en la lucha de clases en el interior del capitalismo? Para empezar, hay que aclarar que ni el reconocimiento de la existencia de clases ni de la lucha de clases es algo típico del pensamiento de Marx, ya que, como él mismo dejara bien claro, eso estaba ya sólidamente asentado en el pensamiento europeo antes incluso de que él naciera, y era una idea completamente admitida por los autores más relevantes de la economía, la historia y la ciencia social burguesa en general. Sólo cuando las condiciones capitalistas evolucionaron en el sentido de dejar a la vista de todos, cada vez más claramente, la contradicción básica entre propietarios y asalariados, sólo entonces, los burgueses empezaron a desinteresarse por distinguirse de la nobleza precapitalista, a la que habían combatido hasta entonces, y comenzaron a dirigir sus armas contra las nuevas clases obreras y las nuevas ideas que iban surgiendo en ella (y que se reflejaban, aunque desfiguradamente, en el pensamiento de las capas intelectuales y profesionales, entremezclada con ideas procedentes del campo burgués), al calor del desarrollo del movimiento proletario.
Al hacerse la burguesía cada vez menos realista y más tendente a edulcorar la imagen de su propia sociedad, a falsear la interpretación teórica de la misma con idealizaciones de todo tipo, fue presionando progresivamente y consiguiendo poco a poco que los oponentes socialistas --que antes habían combatido con la misma arma del realismo, que ella misma utilizara en sus orígenes-- se pasaran también al campo del idealismo y la mistificación. Cada vez más socialistas y críticos empezaron a asumir la retórica burguesa de la armonía de clases y la conciliación de intereses dentro del sistema capitalista, hasta llegar a la vergonzante retórica actual, de origen "fordista-rooseveltiano-beveridgiano-keynesiana", en torno al consenso y el pacto social originarios del así llamado "Estado del bienestar". De ahí a la "cohesión social" que reclama el Memorándum no hay, pues, más que un paso. Ahora, muchos de los críticos del neoliberalismo reciente asumen que dos décadas de esta amarga medicina han roto ese consenso y la cohesión social que tanto parecen añorar algunos, al asociarla con el discurso de la "edad dorada del capitalismo" (los 50 y 60), olvidando muchos de ellos las cosas que se escribían en esa época sobre (= contra) el capitalismo (al menos, cuando se partía de una matriz intelectual marxista que, dadas las tendencias y modas de la época, eran la matriz casi unánime de los profesionales y estudiantes de entonces), sin que haya ahora menos razones subjetivas para seguir haciéndolo, a menos que se esté dispuesto a sucumbir al mito del realismo, del pragmatismo y de la realpolitik.



Conclusión

Puesto que se trata de seguir contribuyendo al diálogo que, al menos en mi opinión, el citado Memorándum puede y debe generar, voy a acabar con unas reflexiones rápidas sobre reformas en el capitalismo que yo propongo como alternativas a las que se sugieren en el documento criticado, dejando para el apéndice unos comentarios sobre la evidente y bien conocida posición ideológica de autores como Keynes. Ya sé que los postkeynesianos actuales y otros críticos del capitalismo y del liberalismo van mucho más allá de Keynes, pero en mi opinión el eclecticismo les impide avanzar y los arrastra hacia atrás, reclamando a la postre medidas reformistas que tienen más que ver con las que pergeñaron la Iglesia católica (y protestante) y los socialistas antimarxistas que con el marxismo que algunos de ellos tienen en el origen de su evolución ideológica.

No es lugar éste para exponer mis concepciones sobre el socialismo del futuro (el que yo veo engendrarse, de forma espontánea, sin necesidad de que los intelectuales acierten o se equivoquen en la propuesta de recetas y panaceas, en el seno de la propia sociedad capitalista). Pero sí caben dos palabras sobre las reformas que se pueden hacer en el capitalismo si se pierde cierta timidez cuasi-universalmente compartida. Luchemos para hacer que todos tengan obligación de trabajar, que todos tengan derecho a trabajar la mitad de lo que se trabaja en la actualidad, que se practique la igualdad a escala internacional, asignando los recursos hacia los países que democráticamente lo necesiten (según el principio de un hombre, un voto, a escala del globo), que se pruebe con un método que tenga como objetivo básico el auténtico reparto del trabajo y del tiempo libre (la auténtica riqueza de la sociedad), y como objetivo a corto plazo la eliminación del desempleo. Para conseguir esto último, se tiene que articular toda la política de este Estado capitalista reformado alrededor de, y en función de, dicho objetivo, para lo cual se puede probar con distintas variantes (proporciones) entre la fracción centralizada y la fracción descentralizada en el consumo del producto social. Como ya existen medios técnicos para llevarlo a cabo, dotemos a cada persona del planeta de un derecho burgués igual a la misma capacidad de adquisición de bienes (un chip asociado al DNI o una especie de Visa social (por seguir usando el famoso adjetivo); con ello, la democracia irá descendiendo desde la superestructura política del voto cuatrianual, a la estructura social y económica del voto cotidiano contra el hambre y la desigualdad. Usemos el Estado burgués para corregir las imperfecciones de esa asignación, y, puesto que nuestro camino será en dirección al socialismo, dejemos que las masas participen en la toma de decisiones sobre el modo de corregir los problemas.

No se trata de establecer el cielo en la tierra. Se trata de perderle el miedo a San Pedro y sus compinches, que nos tienen encerrados en este infierno con gran habilidad (con maña y con fuerza). Lo que no saben es que la presión de esta caldera de Pedro Botero está subiendo tanto que, el día que estalle, los encerrados saldremos de esta prisión y nos dirigiremos, asociados y libres, al purgatorio. Y la caldera estallará.



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APÉNDICE: EL "NEOLIBERALISMO" DE KEYNES Y DE LOS NEOCLÁSICOS

Un conocido biógrafo de Keynes nos ha contado cómo, a finales de 1917, pensaba que la continuación de la guerra significaría "la desaparición del orden social que hemos conocido hasta hoy" (Skidelsky, 1996, p. 43). Keynes era partidario de la desigualdad de fortunas, pero "lo que me asusta es la perspectiva de un empobrecimiento generalizado" (ibíd.), quizás porque era consciente de que podría terminar afectándole a él mismo y a los que él consideraba "su clase". En efecto, el propio Skidelsky nos dice: "Keynes rechazó explícitamente la base clasista de la política socialista. Una frase suya muy citada es: '[El Partido Laborista] es un partido de clase, y esa clase no es la mía. Si yo voy a defender intereses sectoriales, defenderé los míos... Puedo recibir la influencia de lo que parece ser la justicia y buen sentido, pero la lucha de clases me encontrará en el bando de la burguesía educada' (CW ix.297). Era un igualitario que aspiraba a igualar hacia arriba, no hacia abajo" (ibíd., p. 83). Y la razón de esas posiciones estriba en que "objetó la vena revolucionaria del socialismo" debido a que pensaba que, aunque "el grueso del Partido Laborista no estaba formado por 'jacobinos, comunistas, bolcheviques'", sin embargo "la malignidad y el resentimiento de estos grupos contagiaba al partido en su conjunto" (ibíd., p. 82).

Su filosofía política es bien conocida, ya desde sus años de estudiante (1904), cuando se sintió atraído por las ideas del conservador Edmund Burke en un trabajo con el que ganó el "Premio para Ensayos de la Universidad". Skidelsky comenta que "las ideas expresadas en este ensayo estudiantil afloran una y otra vez en sus escritos ulteriores" (p. 73). Y, además de conservador, era plenamente pragmático: "Para un Estado capitalista es fatal tener principios. Debe ser oportunista en el mejor sentido de la palabra, vivir acomodándose y con buen sentido. Si un gobierno monárquico, plutocrático o de cualquier estilo parecido tiene principios, caerá" (Keynes Papers, PS/6, 1925/26; citado en Skidelsky, 1996, p. 74). Por otra parte, compartía también la idea burkiana de que "'el pueblo' es incompetente para gobernarse a sí mismo y que el Parlamento debía estar siempre preparado para resistir los prejuicios populares en nombre de la equidad entre individuos y clases", por lo que la conclusión de Skidelsky, aunque él no utilice estos términos, es que venía a ser una especie de antecesor de la Tercera Vía de Blair y Clinton y del Nuevo Centro de Schröder y Aznar, pues "rechazó tanto el conservadurismo irreflexivo como el socialismo radical: éste era el tono de la Vía Intermedia que respaldó durante las dos guerras" (p. 78).

Lo que Keynes pretendía, escribe Skidelsky, "como escribió después de la Teoría general, era rellenar los vacíos del 'sistema manchesteriano'", pues consideraba que "el desarrollo industrial espontáneo prefiguraba así, y hacía posible, la 'socialización consciente de la inversión' que Keynes va a propugnar en la Teoría general" (p. 80). Por tanto, "rechazó enfáticamente al socialismo en tanto que remedio económico de los males del capitalismo" y añadió que "el hecho mismo de que el capitalismo se estuviese 'socializando' hacía que la propiedad pública fuese innecesaria" (p. 82). Por último, "se opuso al anti-elitismo de los laboristas" porque creía que lo mejor era "el gobierno de una clase guardiana platónica, restringida por la democracia pero no gobernada por ella" (p. 83). Lo único que veía con buenos ojos del socialismo era "su pasión por la justicia, el ideal fabiano del servicio público, y su utopía, basada en la eliminación de la motivación del beneficio", pero apostillaba cínicamente que "mientras tanto (...) 'debemos seguir fingiendo que lo bueno es malo y lo malo bueno, porque lo malo es útil y lo malo no'" (pp. 83-84).

Son bien conocidas el tipo de reformas que postulaba, y el tipo de críticas que hacía, muy parecidos a los que ahora vemos en G. Soros. Por ejemplo, la oposición que establecía Keynes entre especulación y espíritu de empresa. Ya en 1936 escribió que "el riesgo del predominio de la especulación aumenta", y, refiriéndose en particular a Wall Street, decía que allí la especulación "es enorme". Como estaba convencido de que "los especuladores pueden no hacer daño cuando sólo son burbujas en una corriente firme de espíritu de empresa; pero la situación es seria cuando la empresa se convierte en burbuja dentro de una vorágine de especulación", Keynes se enfadaba mucho con la economía de casino (el término es suyo, por mucho que sorprenda a los abundantes especialistas actuales carentes de olfato histórico) que corresponde al segundo caso. Y no sólo eso, sino que proponía --él, el liberal que escribió "el contenido básico del programa del Partido Liberal para las elecciones generales de 1929" (véase Rojo, 1984)-- lo mismo que esa izquierda europea que tanto grita hoy contra el neoliberalismo: "Generalmente se admite que, en interés público, los casinos deben ser inaccesibles y costosos, y tal vez esto mismo sea cierto en el caso de las bolsas de valores (...) La implantación de un impuesto fuerte sobre todas las operaciones de compraventa podría ser la mejor reforma disponible".

Por su parte, Rojo ha señalado lo importante que para él eran "su patriotismo, su aceptación del Imperio como un hecho de la Historia (...) y su tendencia a pensar que lo mejor para el mundo era que los asuntos importantes estuvieran en manos británicas", pues "Keynes tuvo siempre plena conciencia de pertenecer, por nacimiento y por formación, al núcleo intelectual de esa minoría en cuyas manos estaban, en buena medida, el gobierno y las decisiones importantes del Imperio" (Rojo, 1984, pp. 13 y 17). En relación a su etapa de Bloomsbury, Rojo describe que los miembros de ese grupo "no sentían el deber de la acción social, y si se interesaban por la condición de las clases inferiores, era por razones de conciencia, no de solidaridad; aspiraban a cambiar la sociedad transformando la clase dominante desde la libertad, la razón, la tolerancia y la estética" (p. 27). Recordando ese ambiente, escribía aun en 1938: "Soy y continuaré siendo siempre un inmoral" (p. 34), que conecta con la caracterización de Skidelsky: "Fue un liberal [en el sentido anglosajón] hasta su muerte. La tarea que se planteó fue reconstruir el orden social capitalista sobre la base de una mejor administración técnica" (Skidelsky, 1996, p. 45).

En cuanto a su liberalismo, Rojo nos aclara que "Keynes nunca se dejó absorber en la lucha de los partidos. Los tres partidos políticos intentaron incorporarle a sus filas en un momento u otro, pero Keynes siempre rehusó tales ofrecimientos. Sus padres votaban al Partido Liberal y éste fue el partido del que Keynes se sintió siempre más cercano hasta el punto de participar en sus plataformas para hablar a favor de sus candidatos y de apoyar vigorosamente a Lloyd George en las elecciones de 1929 (...) Y cuando se le confirió el título de Barón Keynes de Tilton, en 1942, pidió que se dejara sentarse en los escaños liberales de la Cámara de los Lores, pero que se le considerase como un independiente" (1984, pp. 40-41). Sin embargo, es importante precisar que "el Partido Liberal de tiempos de Keynes ya no se inspiraba en los principios gladstonianos de hostilidad a la intervención del Gobierno en la vida social (...) Desde los primeros años del siglo, el Partido Liberal (...) había hecho suyas una parte de las ideas socialdemócratas (...) había buscado un apaciguamiento de los conflictos laborales (...) iniciado una política de reformas sociales (...) introducido una reforma fiscal [con] impuesto personal progresivo (...)" (p. 41). En definitiva, se trataba de un partido liberal neoliberal --en la acepción que se le daba a esa palabra a principios del siglo XX, es decir, partidario de la intervención estatal-- en el que "un grupo de 'nuevos liberales' capturaron temporalmente la dirección interna del partido y esbozaron un programa que buscaba una vía media entre el individualismo y el colectivismo y proponía una política expansiva, no ortodoxa, para combatir el paro" (p. 45).

En realidad, Keynes no estaba sólo en sus posiciones neoliberales. Su maestro Marshall anticipó muchos de sus planteamientos, e incluso más agudamente, pues "participaba de la preocupación sentida por un amplio sector de las clases medias británicas del fin de siglo por lo que se denominaba 'la cuestión social'" y favorecía ciertas "políticas redistributivas" al igual que muchos "liberales reformistas de la época", confiando en que "las reformas ahuyentarían las amenazas revolucionarias y moderarían el movimiento sindical" (p. 53). Igualmente, su discípulo Pigou, escribió su famosa Economía del Bienestar en 1920, donde "estudió los métodos que permitirían mejorar, a través de intervenciones, el bienestar de la sociedad" (p. 54). Rojo nos recuerda cómo ya en 1886 H. S. Foxwell, que influyó bastante sobre Keynes, "había defendido políticas económicas que, interfiriendo con los principios de libertad y competencia, redujeran la irregularidad del empleo" (p. 55); y es que el "capitalismo individualista y competitivo del pasado" había dado paso a una "nueva fase que Keynes denominaba", siguiendo al institucionalista Commons, "de 'estabilización'", es decir, "una fase organizativa en la que no cabía encontrar tendencias automáticas al equilibrio, sino tensiones conflictivas entre grupos", por lo que "se necesitaba una dirección consciente de la economía que mantuviese el sistema en funcionamiento como un 'capitalismo reformado' o un 'capitalismo razonable' y buscase la estabilidad social" (pp. 56-57).

¿Eran "socialistas" los liberales clásicos y neoclásicos?

Uno de los autores clásicos de lo que hoy se conoce como neoliberalismo, F. Von Hayek, dedicaba en 1944 su libro más famoso, Camino de servidumbre, "a los socialistas de todos los partidos", pues, enfrentado a toda forma de intervencionismo económico, encontraba socialistas no sólo en su sede clásica --los partidos de origen socialdemócrata, incluidos los comunistas-- sino por doquier. En un prólogo a una edición del libro en 1976, y tras reconocer que hizo entonces "varias concesiones que ahora no creo justificadas", debido a "no haberme liberado aún por completo de todas las supersticiones intervencionistas entonces corrientes" (1944, p. 25), matiza sin embargo sus conclusiones sobre el Estado del bienestar, seguramente porque es consciente de que los socialistas que tanto detestaba le parecen ahora más democráticos. Así, escribe que en 1944 "socialismo significaba sin ninguna duda la nacionalización de los medios de producción y la planificación económica centralizada"; mientras que ahora, en 1976, "socialismo ha llegado a significar fundamentalmente una profunda redistribución de las rentas a través de los impuestos y del instituciones del Estado benéfico"; por tanto, aunque Hayek sigue creyendo "que el resultado final tiende a ser casi exactamente el mismo" --la "servidumbre", se supone--, matiza que "el proceso a través del cual se llega a este resultado no es igual al que se describe en este libro" (ibid., p. 25).

La tesis del libro de Hayek es que "la planificación conduce a la dictadura" (p. 102), y al mismo tiempo que "sólo dentro de este sistema [el 'capitalismo'] es posible la democracia", de forma que "cuando a llegue a ser dominada por un credo colectivista, la democracia se destruirá inevitablemente" (p. 101). Sin embargo, Hayek no se olvida de hacer una distinción clave: "La planificación y la competencia sólo pueden combinarse para planificar la competencia, pero no para planificar contra la competencia. Es de la mayor importancia para la comprensión de este libro que el lector no olvide que toda nuestra crítica ataca solamente a la planificación contra la competencia; a la planificación encaminada a sustituir a la competencia", mientras que no se discute "la indispensable planificación que la competencia requiere para hacerse todo lo efectiva y beneficiosa que puede llegar a ser" (p. 71).

E insiste: "Es importante no confundir la oposición contra la planificación de esta clase con una dogmática actitud de laissez faire. La argumentación liberal defiende el mejor uso posible de las fuerzas de la competencia como medio para coordinar los esfuerzos humanos, pero no es una argumentación a favor de dejar las cosas como están (...) No niega, antes bien, afirma que, si la competencia ha de actuar con ventaja, requiere una estructura legal cuidadosamente pensada (...) El uso eficaz de la competencia como principio de organización social excluye ciertos tipos de interferencia coercitiva en la vida económica, pero admite otros que a veces pueden ayudar muy considerablemente a su operación e incluso requiere ciertas formas de intervención oficial" (pp. 64-65). Un poco más abajo, aclara que "la única cuestión está en saber si en cada ocasión particular" de intervención, "las ventajas logradas son mayores que los costes sociales que imponen"; y llega a declarar con toda claridad que "tampoco son incompatibles el mantenimiento de la competencia y un extenso sistema de servicios sociales" (p. 66). Ahora bien, también es cierto que "un resultado necesario, y sólo aparentemente paradójico, de lo dicho es que la igualdad formal ante la ley está en pugna y de hecho es incompatible con toda actividad del Estado dirigida deliberadamente a la igualación material o sustantiva de los individuos, y que toda política directamente dirigida a un ideal sustantivo de justicia distributiva tiene que conducir a la destrucción del Estado de Derecho" (p. 111).

Por tanto, Hayek reconoce que "los argumentos para que el Estado ayude a organizar un amplio sistema de seguros sociales son muy fuertes", ya que "es indudable que un mínimo de alimento, albergue y vestido, suficiente para preservar la salud y la capacidad de trabajo, puede asegurarse a todos" (p. 157). Tampoco hay ninguna razón "para que el Estado no asista a los individuos", ni hay "incompatibilidad de principio entre una mayor seguridad, proporcionada de esta manera por el Estado, y el mantenimiento de la libertad individual" (p. 158). Además, para "combatir las fluctuaciones generales de la actividad económica" será necesaria "mucha planificación en el buen sentido" --por ejemplo, mucha "política monetaria, que no envolvería nada incompatible incluso con el liberalismo del siglo XIX"--; sólo le parece nociva "la planificación destinada a proteger a individuos o grupos contra unas disminuciones de sus ingresos (...) Esta clase de seguridad o justicia parece irreconciliable con la libertad de elegir el propio empleo" (pp. 158-159).

La tradición de Hayek, tan admirado por la neoliberal Margaret Thatcher, no es por tanto ajena a la tradición de los liberales utilitaristas e intervencionistas opuestos a un laissez faire absoluto. Pedro Schwartz, que en 1968 escribió La nueva Economía política de Stuart Mill, nos vuelve a recordar en su último libro que Mill "propuso reformas de la propiedad agraria y urbana, la modificación del sistema hereditario, defendió la libre sindicación y, sobre todo, defendió el cooperativismo" (1999, p. 199). Esto lo ratifica Ryan, que escribe que "Mill disociaba su defensa de la libertad individual del laissez faire. Mill no pensó nunca que los derechos de propiedad y la libertad de contrato tuvieran mucho que ver con la libertad; Sobre la Libertad [su libro más famoso, de 1859] es perfectamente compatible con su defensa de las cooperativas de trabajadores en los Principios [1848] y con su discusión de la actividad del Estado en ese trabajo" (Ryan, 1987).

W. J. Ashley nos recuerda que, aparte de su padre, las personas que más influyeron en Stuart Mill fueron Coleridge (y los coleridgianos, como F. D. Maurice), Comte y su mujer, Mrs. Taylor (Ashley, 1909, p. 10). Cole dice de Coleridge que, como Southey, era un "anticapitalista romántico", y que "este romanticismo anti-capitalista les condujo no hacia el socialismo, sino hacia un paternalismo que tenía mucho de común con el movimiento social cristiano del continente europeo" (1953, vol. I, p. 124). Por su parte, Comte, una vez alejado de Saint-Simon, "en sus fases posteriores, llegó a una opinión que tenía mucho de la doctrina del 'nuevo Cristianismo' de Saint-Simon" (ibíd., p. 55) y que reclamaba "una religión de la humanidad basada sobre la doctrina positivista de la evolución social" (p. 215). En cuanto a su mujer el propio Stuart Mill, en su Autobiografía, dice que le debe el "tono" con que están escritos sus Principios, que "consistía principalmente en hacer la debida distinción entre las leyes de la producción de la riqueza --que son en realidad leyes de la naturaleza y dependen de las propiedades de los objetos-- y las formas de su distribución, las cuales, sujetas a determinadas concepciones, dependen de la voluntad humana. Casi todos los economistas políticos las confunden (...)" (en Ashley, 1909, p. 19).

En el capítulo de sus Principios que dedica al "futuro probable de las clases trabajadoras" (1871, pp. 644 y ss.), Mill dice no reconocer "como justo ni saludable un estado de la sociedad en la que exista una 'clase' que no sea trabajadora, ni seres humanos exceptuados de soportar su parte en los trabajos inherentes a la vida humana" (p. 644). Añade que "en la etapa actual del progreso humano, cuando las ideas de igualdad se extienden más cada día entre las clases más pobres (...) no es de esperar que pueda mantenerse para siempre la división de la raza humana en dos clases hereditarias: patronos y obreros" y propone "para libertar por lo menos a los trabajadores del campo del trabajo asalariado" la medida de "la más amplia difusión de la propiedad de la tierra" (pp. 651-2). Ahora bien, su propuesta favorita es la "asociación", bajo "una de estas dos formas": bien "la asociación de los trabajadores con el capitalista", bien "la asociación entre los mismos trabajadores".

De la primera dice --y tomen buena nota quienes critican oportunistamente el sistema de las stock options-- que "es ya práctica corriente remunerar con un porcentaje de las ganancias a aquellos en los cuales se deposita una confianza especial, y hay casos en que este principio se lleva, con excelente resultado, hasta incluir a los simples trabajadores manuales" (p. 654). Pero prefiere la segunda, es decir, la cooperativa de producción, inspirada en las ideas de Owen y Louis Blanc, en la que "después de pagar a cada asociado un mínimo fijo, suficiente para mantenerse, el resto de la remuneración se reparte conforme al trabajo realizado" (p. 667), pero teniendo en cuenta que el "trabajo a destajo es el contrato más perfecto", aunque sea "el menos favorable para el holgazán que desea le paguen sin trabajar" (p. 668). Es "de esperar que el adelanto progresivo del movimiento cooperativista se traduzca en un aumento considerable de la producción" (p. 675).

De lo anterior concluye que "estoy, pues, de acuerdo con los escritores socialistas (...) pero (...) disiento por completo de ellos en lo que se refiere a la parte más visible y vehemente de sus enseñanzas: sus ataques contra la competencia" (p. 677). En el capítulo que dedica a "los fundamentos y límites del principio del laisser-faire o no intervención", comienza afirmando que "ningún asunto ha sido objeto de más vivas discusiones en la época actual" (p. 804), para hacer luego una diferencia entre "la intervención autoritaria del gobierno", a la que se opone, de "las intervenciones gubernamentales que no restringen la libertad de acción del individuo" (pp. 805-7), y, tras hacer una larga lista de las segundas, toparse con la cuestión de la "caridad pública" y "las leyes de pobres". Al respecto distingue entre "dos clases de consecuencias": las de "la asistencia en sí", que juzga beneficiosas, y "las que derivan del hecho de confiar en ésta", que "en muchos casos contrarrestan con creces el valor del beneficio"; de forma que "el problema a resolver es (...) cómo prestar la mayor cantidad de ayuda necesitada, con el menor estímulo a confiarse en ella" (pp. 826-7). Mill piensa que "si se hace que la situación de una persona que recibe el socorro sea tan aceptable como la del trabajador que se sostiene con sus propios esfuerzos, el sistema hiere a la raíz de toda actividad individual", por lo defiende como solución la emigración, o, como él la llama, la "colonización" (pp. 827, 829).

Todo lo anterior es, pues, perfectamente coherente con su socialismo pequeño burgués y procapitalista: "Lo que debe procurarse no es la subversión del sistema de la propiedad individual, sino su mejora" (p. 842). No sólo pues el trabajo a destajo es el sistema perfecto, sino que la justificación del beneficio va de soi, ya que "el excedente es casi siempre un equivalente por el riesgo de perder todo o parte del capital" (p. 843). Por tanto, "la constitución económica de la sociedad sobre bases enteramente nuevas, distintas de la propiedad privada y la competencia, por muy valiosa que sea como un ideal (...) no es un recurso del que pueda disponerse ahora (...)" (p. 846).

Respecto a otros autores de la tradición liberal, Schwartz insiste en que "los ejemplos podrían multiplicarse. Jevons y Marshall estudiaron economía impulsados por su desea de contribuir a la solución del problema social. El carácter razonable y equilibrado de la escuela 'fabiana' Se debe sin duda en parte a que el economista Wicksteed convenció a George Bernard Shaw de que la teoría 'trabajo' del valor era insostenible. Von Wieser, el marginalista austriaco; Léon Walras, el formulador del equilibrio general; Wicksell, gran monetarista sueco: fueron todos radicales en su actitud ante el capitalismo, más no utópicos" (Schwartz,. 1999, p.). Schwartz tiene razón sólo si por radicales se entiende reformistas procapitalistas, como Keynes, nada que tenga que ver con el socialismo revolucionario.

Por ejemplo, Jevons, aparte de ser destacado por Keynes y otros como un buen analista de las causas del ciclo económico --y no en relación con sus teorías de las manchas solares, sino con respecto a lo que llamaba "la proporción variable en que se hallan el capital destinado a la inversión permanente y a largo plazo y el que se invierte a corto plazo tan sólo para reproducirse rápidamente" (Jevons, 1863, pp. 27-28)-- escribió en 1882 un libro sobre El Estado en relación con el Trabajo, y otro en 1883 sobre Los métodos de reforma social, en los que exponía "numerosas excepciones" (Collison Black, 1987) al principio del laissez faire como lo entendía Stuart Mill. Black precisa que Mill "aprobaba los sindicatos que actuaban como sociedades amistosas y presionaban por mejorar las condiciones de jornada y laborales de sus miembros, aunque siempre se opuso a cualquier esfuerzo para fijar los salarios mediante negociación colectiva" (ibid.). Sin embargo, y aunque lo anterior no es ajeno a los modernos socialistas, Jevons también proponía medidas más modernas que casan mejor con el socialismo liberal contemporáneo: "favorecía un sistema de 'colaboración industrial' y criticaba a los capitalistas que no querían participar en los esquemas de participación en los beneficios por parte de los empleados", e incluso abogaba por "el desarrollo de cooperativas de trabajadores para la producción" (ibid.). Anticipándose a Hayek, "aceptaba la provisión estatal de muchos bienes públicos como la seguridad exterior e interna y el cumplimiento de la ley", pero también "un gasto público generoso en educación, museos y diversiones populares, aunque deploraba la provisión pública de hospitales y ambulatorios"; en definitiva, concluye Black, aunque "su posición general era similar a la de John Stuart Mill, estaba menos dispuesto a aceptar los argumentos socialistas que Mill (...) Sus valores no eran los de un radical, ya fuera de izquierda o derecha, sino los de un liberal" (ibíd.).

En cuanto a Marshall, este autor escribe en sus Principios, refiriéndose a los pobres, que "sería preferible para ellos, y mucho más para la nación, que se los colocara bajo una disciplina paternal semejante a la que prevalece en Alemania" (1890, 4ª ed., p. 586). Y Marshall es bien explícito al respecto: "Podría empezarse por una administración más amplia, más educativa y más generosa de la ayuda pública a los desvalidos (...) Podría ayudarse a las personas de edad avanzada (...) Pero el caso de los que tienen niños a su cargo exigiría un gasto mayor de fondos públicos y una subordinación más estricta de la libertad personal a la necesidad pública" (ibid, nota). Y, tras insistir en la necesidad de que los niños vayan a la escuela, concluye que "el gasto sería grande, pero no existe necesidad más urgente. Haría desaparecer ese cáncer que corroe todo el cuerpo de la nación (...)" (ibid.). Respecto al salario mínimo, escribe que "si pudiera implantarse, sus beneficios serían tan grandes que podría aceptarse gustosamente" (ibid., pp. 586-587). Así pues, concluye, "el Estado parece estar obligado a contribuir generosamente, y hasta con profusión, a aquella parte del bienestar de las clases trabajadoras más pobres, que éstas no pueden fácilmente conseguir (...) Entre tanto, la beneficencia pública y los directores de los servicios médicos y sanitarios trabajarán en otro sentido para mejorar las condiciones de los niños de las clases más pobres. Los hijos de los trabajadores no especializados necesitan ser educados", pues "la existencia de nuestra clase más baja actual constituye casi un mal en sí mismo" (pp. 589-590). Además, sería "ventajoso que la mayoría de las personas trabajasen menos" (p. 591). Por último, anticipándose a su discípulo Keynes, Marshall critica la actividad especulativa: "Es cierto que muchas de las grandes fortunas se han hecho por medio de la especulación más bien que por un trabajo verdaderamente constructivo, y que gran parte de esa especulación va unida a una estrategia antisocial (...)" (p. 590).

Por lo que se refiere a Wicksteed, Steedman nos cuenta algo sobre su correspondencia con el reformista agrario americano Henry George, que lo llevó a participar en la fundación de la Unión para la Reforma Agraria --"siguió apoyando cierto tipo de nacionalización de la tierra durante mucho tiempo después", escribe Steedman (1987)--; quizás también a escribir "su crítica de El Capital, publicada en la revista socialista To-Day en 1884" --que "con toda seguridad convirtió a George Bernard Shaw [y a partir de él, a todos los fabianos y, luego, a muchos socialistas revisionistas y ortodoxos] de partidario de la teoría del valor de Marx a la de Jevons" (ibid., p. 916)-- y a defender al excomunista Steedman la idea de que la obra de Wicksteed constituye "una brillante demostración de que un autor que tenía una concepción fuertemente 'social' del agente individual, que simpatizaba con los movimientos socialista y laborista de su época, y que era a veces un agudo crítico del sistema de mercado, podía ser, a pesar de todo, un purista de la teoría marginal" (ibid., p. 919).

Por su parte, Wieser, maestro directo de Mises, a su vez maestro de Hayek, "afirmaba repetidamente que incluso una economía socialista tendría que usar el mismo patrón de medida y básicamente los mismos principios de 'planificación' que una capitalista", lo cual ni le impidió ser ministro austriaco de Comercio en 1917-1918, ni comulgar al mismo tiempo con ese híbrido socialismo conservador de raíz alemana que, en contraste con el liberalismo de sus colegas austriacos (Menger y Böhm-Bawerk), "tendía, a pesar de su perspectiva básica católica y conservadora, a coquetear con cualquier movimiento social que fuera nuevo y pareciera 'grande', y a hacer elogiosas referencias al socialismo en su juventud y al nacionalismo alemán y al fascismo en su vejez" (Streissler, 1987).

Del sueco Wicksell, nada menos que Samuelson dice de él que era "el más humanitario y menos conservador" de todos los neoclásicos, y que defendió "la redistribución de los ricos a los pobres sin importarle el daño que hacía a su propia carrera": "Ningún autor de la época eduardiana se acercó tanto a la ideología del New Deal de 1933-1965 y a la de la socialdemocracia moderna como Wicksell", aunque, evidentemente, "rechazó explícitamente el marxismo como paradigma de diagnóstico y comprensión de las leyes de movimiento del capitalismo" (Samuelson, 1987). Algo parecido afirma Uhr, refiriéndose a su folleto sobre El Estado socialista y la sociedad contemporánea (1905), recopilación de una serie de conferencias sobre el socialismo que dictó unos 15 años antes, y donde aboga por un socialismo "limitado", no "completo". Pensaba que gracias al sufragio universal, los trabajadores se convertirían en la mayoría política y, por consiguiente, "ya no tolerarían por más tiempo grandes desigualdades de renta y riqueza ni la inestabilidad económica (...) del capitalismo del laissez faire sin perseguir y adoptar medidas correctoras"; advirtió "contra las medidas radicales de redistribución de la renta", y pensaba que "una economía socialista se construye mejor por medios pacíficos y bajo un gobierno democrático", y que la "nacionalización inicial de los monopolios naturales y de los cártels podría ser suficiente"; en suma, parece que su posición consistía en una defensa "de cierta forma de socialismo de mercado con un Estado del Bienestar bien desarrollado" (Uhr, 1987).

Y, por fin, Walras. Según Walker, "Walras estaba muy interesado en los problemas económicos de su tiempo y en la reforma socioeconómica. Sus convicciones normativas, que derivaban de la filosofía de la ciencia y de la justicia que tenía su padre, eran una mezcla del liberalismo convencional decimonónico y de la doctrina del intervencionismo estatal (...) Las recomendaciones políticas de Walras iban desde los monopolios naturales, que creía debían nacionalizarse; a los precios (...); el bimetalismo (...); la Bolsa, de la que pensaba que debía ser regulada por el Estado (...); a los impuestos (...); y la tierra, que debería comprar el Estado y arrendarse a usuarios privados a cambio de una renta (...)" (Walker, 1987). Como concluye Walker, "dado que su defensa de la nacionalización de la tierra y de los monopolios naturales se basaba en el análisis científico, Walras se llamaba a sí mismo 'socialista científico'" (ibíd.).

Por su parte, Julio Segura, en su estudio introductorio a los Elementos de Walras (1900), comienza prácticamente diciendo que fue "un corrosivo de las instituciones económicas y sociales de su época y un reformador social que clamó en el desierto, lo que le costó, entre otras cosas, frecuentes acusaciones de socialismo y la imposibilidad de enseñar e investigar en su propio país" (Segura, 1987, p. 20). Dice Segura que su objetivo era "proporcionar una solución al problema de la distribución de la riqueza", por lo que "su "objetivo final sigue siendo la economía social" (p. 22), lo que le lleva a denunciar la "visión reduccionista de la obra de Léon Walras" como la de "un economista liberal y matemático" (p. 23). En realidad, era "librepensador, republicano, radical y pacifista" (p. 31), aunque no considerara nunca "que la intervención del Estado tuviera que ser muy amplia" (p. 32). Aunque Schumpeter lo llamó "semisocialista", Segura afirma que "mantuvo siempre una posición que calificó con optimismo de síntesis entre el socialismo y el liberalismo, lo que en su época implicaba en términos relativos una sensible proclividad socialista" (p. 35).


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