NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA
DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS 11-2005/1 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730 |
Cuide su colon y cómprese
un coche El efecto masa y los libros Diálogos con el clon |
Marcos
Manuel Sánchez >>> CV |
CIUDE SU COLON Y CÓMPRESE UN COCHE
Nayaf y Bufa. Más de treinta iraquíes muertos una de estas madrugadas. Y casi cien heridos. Han sucumbido a la última noche de guerra y destrucción. El televisor muestra las escenas como si un demente estuviera detrás, componiéndolas, empleando mucha atención en hilvanarlas, cuidando que el mensaje de horror llegue bien a nuestro hipotálamo.
Soldados americanos y milicianos iraquíes abrasándose a tiros; escenas de gritos de un combatiente que golpea contra la mugre ensangrentada de una pared la camiseta rojo sangre de un compañero asesinado.
Otra noticia: desesperación-indignación de un millar de manifestantes frente a la entrada de la cárcel de Abu Ghraib en protesta por asuntos de torturas y malos tratos infligidos a prisioneros de guerra. Aún hay más: en Bagdad, cuatro personas han muerto al explotar un vehículo blindado en el centro de la ciudad, donde también ha habido seis muertos en un atentado suicida… De repente, todo cambia; se transforma en milésimas de segundo en un surtido de colores que anuncian que debemos adquirir el no va más de los productos lácteos. Uno que garantiza a nuestro colon que va a gozar lo suyo refrescándose, tonificándose y haciéndose más turgente y sano. La ráfaga no dura más de cinco segundos, pero ha dejado ante tus ojos una estela de incredulidad que te deja pasmado: ¿será cierto lo que acabo de ver hace seis segundos tan sólo? ¿No me encontraba contemplando imágenes de una guerra? Había cuerpos mutilados por ahí. Pero si resultaba espantoso…
Cuando mi mente empieza a resistirse al acto de abordaje del anuncio lácteo-intestinal, de inmediato se produce otro asalto. Un vehículo a motor de “última generación” refulge ante mis retinas bramando y describiendo curvas a velocidad inusitada, reñida con los esfuerzos de la dirección general de tráfico por atemperar los siniestros en carretera. Velocidad de vértigo, curvas de vértigo, chuleo total para el adquirente de semejante maravilla. Cómprelo, hombre. Es lo que hace todo el mundo: comprar coches y beber lácteos para cuidar su colon. No se preocupe por las noticias sobre la realidad más cruenta, porque los humanos se aniquilen. Mande a paseo su sensibilidad. Bájese de ese tren y súbase a este otro. Pero no por mucho tiempo. Poco más allá le espera otro vagón y otro más. Ha de ir subiendo y bajando cada dos por tres, muchacho. De lo contrario no estará en la onda, no será capaz de asimilar lo que le demanda la sociedad de la información.
No deja de causarme asombro la mezcolanza de imágenes e informaciones que llegan a los aturdidos ojos y oídos de los telespectadores de hoy en día. Lo mismo da una sesión de políticos increpándose desde sus púlpitos que una de pulpitos en salsa rosa. O las noticias de la prensa rosa llevadas a programas de la tele-corazón interrumpidos cada tres por dos por insultos y destemplanzas de toda índole, que nada tienen que ver con los principios de “lo rosa” si es que hay alguien capaz de definirlos.
Recuerdo que hace décadas (uno ha pasado ya algunas
barreras en la vida) podías indignarte ante las noticias televisadas
sobre la barbarie humana y reflexionar un poco. Al menos se trataba de una
sesión informativa continuada en el tiempo. El tele noticiario acababa
y la publicidad comenzaba su perorata con el aluvión característico
de imagen y sonido. Sin embargo, aguardaba su turno. Ahora no. Ahora estás
inmerso en las noticias más crudas y de repente surge como por ensalmo
un spot publicitario de la manera más incongruente posible con tu
estado de ánimo. Ataca tu sensibilidad de una forma que no te deja
reaccionar con lógica ante las imágenes que aún están
por digerir. Cualquier intento de recuperar el hilo conductor perece vanamente,
algo que con el tiempo uno aprende a resolver de forma fría (y esto
es escalofriante), asimilando por narices el torrente de lava informativa
que arrolla todo a su paso.
Tenemos que adaptarnos a este entorno, ciudadanos, claro que sí.
Hemos de colaborar todos y dejarnos llevar por las olas, mecernos en el
arrullo mediático, que penetre en nuestros sentidos, que nos ilumine
para consumir mucho, más y mejor. Aligeremos el bolsillo y descarguémonos
del incómodo libre albedrío, de la iniciativa motivada por
juicios de valor, librémonos del corsé carca y degenerado del
pensar antes de actuar (qué soso y de mal gusto); miremos el entorno
y comprémoslo todo, lo que más envidia dé al vecino,
lo más nuevo, rutilante y chulesco. ¡Qué ilusión
contemplar la cara de asombro del prójimo ante nuestras novedades
recién adquiridas! Qué halago a la vanidad. Y si encima le digo
que he reservado un viaje para mis hijos, mi mujer y yo a Cabo Norte… qué
vaharada de rabia le llenará las entrañas.
–De modo que el objetivo básico según lo anterior es alimentar
el ego y la vanidad hasta que quedemos desprovistos de sentimientos y capacidad
de razonar objetivamente ¿no? –inquiere mi conciencia en un alarde
de elocuencia–. Algo así ¿verdad?– remata.
Hombre pues… no sé que argumentar ante eso. Lo cierto es que…
anda, mira lo que están echando por la tele… Si es la última
trilogía en DVD de “El infierno de los clones”. La estaba esperando
desde hace meses. Voy a …
–Ojo con lo que haces, macho. Que la vida está muy cara y aún
estás pagando los plazos del home cinema– advierte mi conciencia
en un lejano susurro.
De súbito, me doy cuenta de lo cerca que ando del abismo. Miro
a través de la ventana y busco sosiego en otras imágenes.
Unos niños juegan a la pelota, saltan y brincan. Ríen y gritan.
Son gritos de paz, tranquilizan mi alma. Doy media vuelta y sacudo la cabeza.
No te puedes imaginar, conciencia mía, lo difícil
que es sustraerse a los medios.
EL “EFECTO MASA “ Y LOS LIBROS
Es curioso comprobar hasta qué punto en la moderna sociedad
de consumo se sigue el principio de que “el tamaño es lo que importa”.
Cuanto mayor es el número de metros cuadrados de un centro comercial,
más devastadora resulta la atracción ejercida sobre la psique
consumista del ciudadano. Sales del trabajo y antes de llegar a casa paras
ante la enormidad de un centro de esos, dispuesto a adquirir aquel paquete
de maquinillas de afeitar que te hacía falta. Bueno, pero como unos
pasos más allá está la sección de música
y cine, te llevas el último par de films que han sacado en DVD las
multinacionales abastecedoras de ocio. A continuación pillas un compact
del grupo que más le gusta a tus hijas, agarras el spray desodorante
del cercano estante de perfumería y por último (at last but
not least, que diría un sajón) recalas en la sección
de jardinería, ¿cómo no? Para llevarte un par de sacos
de mantillo. Ese es el coste real del maldito paquete de maquinillas para
el rasurado. Sin olvidar que hemos dedicado el triple del tiempo que estábamos
dispuestos a emplear.
Si cuando recoges el coche compruebas que delante de ti se adocenan en una fila interminable otros como tú que intentan escapar del vientre del gigante comercial, ello no supone obstáculo para que vuelvas por allí una y otra vez en penitencia voluntaria, animado por un instinto compulsivo digno de una atenta terapia psicoanalista.
Y yo me pregunto: ¿pasaría lo mismo si no existieran las grandes superficies?
¿Cuánto tiempo nos llevaría recorrer cuatro manzanas del barrio buscando la tienda de discos, el videoclub, la droguería y la tienda de… ¿dónde se vendía el mantillo antes?
En fin, si aplicamos lo anterior al mundo del libro podríamos establecer un simil:
Llega a mis manos el último best seller mundial. Una novela que ha arrasado entre las masas consumidoras quienes, como yo mismo, llevan en su carrito de la compra alimentos, películas ropas, calzado y … un libro. Ese libro que todos sabemos que hay que comprar gracias a la implacable maquinaria publicitaria que nos lo imbuye en el hipotálamo. El boca a boca subsiguiente ha contribuido a extender el éxito de la obra al igual que un vertido de petróleo se difunde en el amplio mar. Más que un boca a oreja es una letanía que surge de forma espontánea en cualquier conversación: “tienes que comprarlo, te va a encantar”.
Cualquier momento y lugar es bueno para hacer propaganda y contribuir a extender la notoriedad de autor y obra hasta el último confín.
Y sin cobrar por ello.
Nos convertimos en los mejores agentes de ventas altruistas. El libro famoso va implantándose y manifestándose con una presencia creciente en nuestras vidas. Se habla de él en iglesias y tabernas; vive en la palabra de letrados y menos ilustrados; convive, roza, engrana en nuestro entorno y llega el instante en que decides arrojarte a sus literarios brazos que te tientan como el torero a su bestia.
Y te pones a bufar, entras al trapo y la compras. Con un fervor difícil de explicar te dispones a leerlo. Has encontrado por fin ese hueco huidizo en tu tiempo para disfrutar de la lectura. Y lees.
Las primeras páginas encierran contenidos atractivos: un ambiente sugerente donde unos personajes atrayentes hacen cosas atractivas. Pero a medida que avanzas en la ¿trama? descubres que cae en aclaraciones tan reiterativas como el párrafo anterior del presente escrito. ¿Qué pasa? ¿Se trata de un truco del autor? Quizá sea un guiño al lector para que se ponga en guardia: “lo que venga después debe ser la mar de original; no pares, sigue, sigue”. Vas dejando que transcurra la historia y al cabo de muy poco compruebas que tus expectativas se ven defraudadas por algo que en tu mente comienza a cobrar forma de bodrio (cualquiera que esta sea). El contenido es tan insustancial que aquella lectura que imaginabas amena y reconfortante te produce el mismo efecto que si pasaras las páginas tan sólo mirando por encima, como las vacas que ven pasar el tren. Se transforma en un discurrir de palabras que resbalan en tu memoria como el viento entre los árboles; como un paisaje yermo y plano que contemplas somnoliento a través de la ventana de ese tren.
Así que esta es la gran obra literaria de hoy, la que todos ensalzan y venden con sus elogios de boca en boca…
Lo mismo sucede cuando adquieres aquel libro de autor desconocido que tiene a gala lucir en lugar destacado un par de frases rubricadas por un escritor exitoso que aboga maravillas a favor del novel. “Con este aval merece la pena comprarlo”, piensa el ingenuo que llevamos dentro. Pero… qué decepción. Al cabo de algunos párrafos te ves obligado a desistir por motivos parecidos a los que te llevaron a considerar un engendro el best seller.
“Al menos había que intentarlo. Llevaba un prólogo
del gran John Smith”.
Sin el “efecto masa” de los hipermercados, uno iría tan
campante por la vida, adquiriendo de poco en poco en los comercios del barrio
todo lo necesario para su subsistencia. Habría una sana labor de
propaganda de los libros de librero a cliente y entre los amigos aficionados
a leer, pero estoy convencido de que seríamos un poco más
selectivos con la literatura. Hoy en día todo nos viene impuesto
por la imagen y la publicidad desbocada, que además no contribuye
a que haya más adeptos a lo literario.
A pesar de todo uno se deja empapar por el chaparrón. Qué más da. Aunque abras el paraguas siempre te salpicará algo.
Y una vocecilla cansada aunque no exenta de una vaga ilusión se hace notar en el interior de tu mente:
<<Así que estas son las grandes obras literarias de hoy, la que todos ensalzan y venden… >>
¿Cuáles nos invadirán mañana?
DIÁLOGOS CON EL CLON
–Buena polvareda ha levantado el asunto de la clonación, querido
Pater.
–Algunos no están preparados para asimilar lo que ven como una
amenaza a su statu quo. Tradición, conservadurismo... llámalo
como quieras. Es lo que gobierna su criterio.
–Imagínate, Pater, lo que habría sido de la Humanidad
si todas las ideas que han impulsado a la especie humana en su camino evolutivo
se hubieran desterrado por miedo o aversión...
–Pero la razón no ha asistido siempre al innovador. El hombre
comete errores, querido Clon.
–Y levanta muros de incomprensión. Muchos se opusieron ciegamente
a Darwin al conocer su teoría sobre la evolución de las especies.
Algunos entendieron su contenido como la afirmación de que el ser
humano procede del mono y se cebaron en él ridiculizándole.
No fue sino a lo largo de los años que la comunidad científica
terminó por aceptar sus ideas.
–Los humanos no somos del todo obtusos, Clon.
–No lo estoy sugiriendo, Pater. De hecho, admiro el modo por el que
la ciencia genética me ha traído hasta aquí. Estoy
maravillado.
–¿Sólo te importa la tecnología que hay detrás?
–No te entiendo...
–Ignoras el aspecto ético de la cuestión.
–Pero... Pater. Yo no elegí ser clonado. Soy el resultado de
la duplicación del material genético de tus células,
y como tal constituyo tu copia. No puedo hurgar demasiado en un asunto que
cuestiona mi derecho a existir. Te estoy muy agradecido por haber hecho
posible mi nacimiento, pero si la gente rechaza la clonación humana
o no, eso es algo que ya no me afecta.
–Eres el producto de un experimento, Clon. Un ambicioso y arriesgado
intento de mejorar la calidad de vida. Sin embargo, algunos sectores sociales
tiemblan ante la visión de un mundo futuro poblado por réplicas
humanas, como quimeras diseñadas al antojo de los poderosos. No les
importa el hecho de que la clonación permita, por ejemplo, obtener
tejidos para recomponer aquellos dañados por enfermedades degenerativas.
–Como el Alzheimer o la esclerosis múltiple. Ya lo sé.
O la obtención de órganos para transplantes. Eso constituirá
una revolución en Medicina, Pater.
–Y sin embargo la sociedad tiembla.
–El desconocimiento es la principal causa de su recelo. No hay mejor
caldo de cultivo que una opinión pública confundida por voces
enfrentadas que no contribuyen más que a echar leña al fuego.
–Sí, Clon. Algunas de esas voces anuncian que es inadmisible
destruir embriones humanos para obtener de ellos células madre,
las que luego se especializarán en formar un tipo de tejido y no
otro.
–¿Y si el embrión se utiliza para ser implantado en un
útero y engendrar a otro ser humano? ¿No crees que debería
bastar para que la gente lo acepte? Habría cantidad de parejas estériles,
a las que la fecundación “in vitro” no puede ayudar, deseando tener
un hijo por clonación. O clones orientados a trabajar como asistentes
de personas mayores que ahora viven condenadas a morir en soledad. ¿No
te parece, Pater?
–Aún hay muchos que ven el peligro, Clon, no el avance. Si es
que en realidad se puede hablar de progreso y no de involución. Destrucción
de embriones..., obtener copias humanas que sirvan como cobayas en experimentos
de laboratorio... Nadie reclamará al infortunado clon que se malogre
en el proceso. Una idea inquietante ¿eh, Clon?
–No me mires a mí, Pater. Yo no voy a ser utilizado en ningún
experimento.
–No estés tan seguro. Depende de lo que la ciencia demande. Eres
el único clon sobre la Tierra. Al menos el único conocido...
–Mira, no intentes meter tu dedo en mi ojo.
–Venga, no pongas esa cara, sólo bromeaba. ¿Cómo
voy a desearte ningún mal? Yo, que soy tu padre biológico.
–A los científicos enseguida se os suben a la cabeza los grandes
descubrimientos y os volvéis megalómanos. ¿Qué
harías si un rico hombre de negocios te pidiera que le clonases
al precio que fuera? ¿Esgrimirías razones éticas?
–Cuando se haya autorizado la clonación reproductiva, las leyes
habrán de contemplar una razonada selección de las aplicaciones
para las que iría destinada. No podemos permitir la proliferación
de clones de idiotas caprichosos.
–Pues ahí tenemos otra espina clavada, Pater. La eugenesia. La
selección genética puede conducir a la total deshumanización
de la raza humana. Tanto más vales cuanto mayor es la calidad de
tu genoma.
–De acuerdo, amigo Clon. Pero hay que reconocer que es éticamente
loable descartar los genes que puedan originar enfermedades con la finalidad
de erradicarlas.
–Bien. Pero sucede que esa idea llevaría directamente a un reduccionismo
de la especie. Se desechan los menos buenos, pero cada vez irán quedando
menos de los otros.
–No saquemos las cosas de quicio, querido Clon. Para que el efecto de
la selección genética fuese palpable, la reproducción
humana habría de estar sometida a tal control para la observancia
de la norma, que acabaría con el libre albedrío de las personas.
Eso es totalitarismo puro.
–Personalmente, te aseguro que no me interesa que me miren con lupa
para acabar sirviendo de pasto a los lobos de la ciencia en un laboratorio
si mis genes no dan la talla. O que se me margine condenándome a
vivir en una especie de isla del doctor Mureau.
–Clon, ¿sabes cuanto tiempo llevaría obtener por manipulación
genética una mayoría de seres con un alto coeficiente intelectual?
Probablemente varios miles de años. Ni comparación con el
fulgurante desarrollo natural de la inteligencia en los primeros años
de vida del ser humano...
–... por efecto de su interacción con el medio que le rodea.
Lo entiendo, Pater. Así que, según tu opinión,
no debe preocuparnos el hecho de que en un proceso de fecundación
in vitro, mediante un diagnóstico anterior a la implantación
del embrión en el útero materno, pueda determinarse si un individuo
nacerá con genes de calidad “Normal”, “Especial “o si la cosecha
dará lugar a un “Gran Reserva”. Eso no condicionará el futuro
del inocente embrión...
–Bueno, ten en cuenta que siempre se puede suprimir a aquellos embriones
candidatos a ser niños con problemas hereditarios o en cuyo genoma
se haya detectado un gen causante de una terrible enfermedad.
–Vaya, así que se evitaría el aborto...
–Digamos que se reduciría ese factor de riesgo.
–Pater, ¿Sabes que estás contribuyendo a que tu gran descubrimiento
de clonar humanos me desanime?
–Pues tú eres el primer resultado palpable. De lo contrario no
estarías aquí.
–Lo sé, Pater... pero todo eso de destruir embriones no me gusta
en absoluto.
–Ajá... acabas de asomarte al aspecto ético. Pues bien,
te diré que hay un sistema para evitar la destrucción de
embriones.
–¿Cómo?
–Partiendo de otra cosa... Te lo diré en nuestro siguiente encuentro.
Ahora debo irme. Hasta la próxima.