NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS
13-2006/1 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
La función social de las ciencias
Notas sobre las cuatro modulaciones básicas del concepto de ciencia de
Gustavo Bueno y su despliegue histórico

Pablo Huerga Melcón
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Introducción 

En 1939 John Desmond Bernal [Bernal, 1967] publicaba un libro en Gran Bretaña con el título: la función social de la ciencia. En aquellos momentos todavía era una novedad, para el público en general, la presencia efectiva de los conocimientos científicos en la vida cotidiana. Sin duda, entonces ya se había detectado la presencia de múltiples conocimientos científicos jugando un papel importante en momentos históricos decisivos como la Primera Guerra Mundial, o en acontecimientos técnicos, como la aparición del automóvil, el aeroplano, etc. La revolución bolchevique de 1917 se había llevado a cabo bajo las expectativas que las ciencias prometían. La propia revolución industrial hacía ya evidente la presencia de la ciencia. Pero sólo con la bomba atómica se universaliza la evidente presencia cada vez más importante de los conocimientos científicos en la vida cotidiana. Lo que a principios del siglo XXI es una realidad universal (como dice Bueno, la ciencia ha pasado a ser prácticamente el “esqueleto disperso del mundo”), fue en un principio un sueño o una quimera para muchos, y para otros un verdadero estigma que acabaría con nuestro mundo. 

Diagnosticar la función social de las ciencias depende en gran medida de la concepción de la ciencia de la que partimos. En principio porque las distintas concepciones de las ciencias atribuyen también distintos orígenes a las ciencias, explican su desarrollo histórico en virtud de diferentes motivos, aunque haya ciertas coincidencias, y por lo tanto también, las causas y los fines determinan una visión diferente de qué función cumple determinado descubrimiento, determinado invento, y qué alcance social, político, ideológico, productivo o histórico han tenido. 

De hecho, a pesar de que sólo en el siglo XX podemos decir que las ciencias se han  encarnado en la sociedad de manera prácticamente universal (aunque esta universalidad no significa que esta encarnación haya sido justa, igualitaria, proporcionada, etc., sino, tal vez, todo lo contrario) encontramos a lo largo de la historia distintas teorías acerca del valor social que debería cumplir la ciencia, distintas teorías acerca de su función social, pronósticos y utopías, programas políticos inspirados por la ciencia, o contra la ciencia, que la han utilizado como plan de acción, o que la han rechazado como algo inútil. Dichas valoraciones no han tenido como referencia una misma visión de la ciencia, por supuesto, sino que han variado históricamente de modo paralelo a las propias transformaciones históricas asociadas al concepto de ciencia. De esta manera, una primera clasificación general de las teorías acerca del valor social de las ciencias vamos a realizarla tomando en cuenta las cuatro modulaciones básicas que el concepto de Ciencia ha tenido a lo largo de la historia, según la clasificación ofrecida por Gustavo Bueno en su ¿Qué es la ciencia? [Bueno, 1995; págs. 10 y ss.]

Las cuatro modulaciones del concepto de ciencia que propone Bueno son: 1. la ciencia como “saber hacer”, “muy próxima a lo que entendemos por “arte”, en su sentido técnico”. Su escenario genuino es el taller. 2. La ciencia “como sistema ordenado de proposiciones derivadas de principios”. Su escenario será la escuela. 3. La ciencia en su tercera acepción denotará a las llamadas “ciencias positivas”, o ciencias en sentido estricto. El escenario genuino de esta nueva acepción será el laboratorio. Esta acepción de ciencia es su sentido moderno y más fuerte y estricto. 4. Por último, la cuarta acepción se refiere a la “extensión a otros campos tradicionalmente reservados a los informes de los anticuarios, de los cronistas, a los relatos de viajes, a las descripciones geográficas o históricas”. En definitiva, al campo de lo que hoy llamamos “ciencias humanas”. 

Estas cuatro modulaciones van desplegándose a lo largo de la historia en función precisamente de las transformaciones culturales objetivas que la producción humana imprime en su entorno material. Concretamente, las tres últimas siguen un proceso histórico más o menos determinado que se refiere, en el primer caso, a la idea de ciencia aristotélica, una idea que se extiende hasta el renacimiento incluido. La acepción tercera comienza a abrirse paso en el proceso histórico denominado la “revolución científica” y se extiende a lo largo de los siglos dieciocho y diecinueve, a través de la revolución industrial, primera, segunda, y obviamente en lo que llaman ahora la “revolución postindustrial”. De la misma forma, la cuarta acepción comienza a tomar cuerpo a lo largo del siglo XIX y durante todo el siglo XX, como extensión de la anterior acepción a las “ciencias humanas”.

El despliegue histórico de la acepción primera

Por lo que se refiere a la primera acepción, la que entiende la ciencia como “saber hacer”, como “arte” en su sentido técnico, consideramos que no puede encajarse en el modelo histórico que despliegan las otras tres acepciones. La razón estriba en que dicha acepción se refiere precisamente al campo de las técnicas, y las técnicas deben ser consideradas como un sustrato cultural que se extiende a lo largo de los siglos y que perdura hasta la actualidad, si bien en el presente la tecnología ha venido a sustituir gran parte de los procesos productivos tradicionalmente técnicos. Volveremos sobre la distinción entre técnica y tecnología más adelante. En cualquier caso, deberíamos considerar de manera independiente la cuestión de la función social de la técnica, lo que no ocurre, suponemos, con las demás acepciones. 

En cualquier caso, los estudios que determinados historiadores marxistas han realizado sobre la ciencia en la antigüedad, tales como Benjamin Farrington, o el propio Bernal, o los trabajos de Gordon Childe, utilizan un concepto de ciencia de gran arraigo en la tradición marxista, que la entiende ligada a los procesos productivos tal como Engels la estableció en obras como Del socialismo utópico al socialismo científico, o en su Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana. Según esta acepción, la verdad se entiende en el sentido clásico de Vico como Verum factum. Precisamente por esto, los autores referidos pudieron hablar de ciencia en la antigüedad, con una exagerada ampliación del término. Pero esto les ha permitido desentrañar un número importante de procedimientos productivos de carácter técnico. De hecho, tal vez hasta la explícita formulación de la ciencia en Platón y Aristóteles, como conocimiento discursivo desligado de la acción práctica y productiva, de la téchne, la ciencia se pudo entender en esta primera acepción como conocimiento práctico, realización de destrezas técnicas ligadas a la producción. Autores como Vernant han seguido esta senda identificando la tradición de los Sofós, entre los que suele considerarse a Tales de Mileto, e incluso al propio Pitágoras, además de Solón, etc., como sabios en sentido técnico. Es decir, personajes que supieron organizar la vida de las colonias en un sentido eficaz y práctico. El sabio no solamente daría las consignas productivas de las nuevas póleis, sino la constitución y administración pública de las ciudades, sus leyes, etc. Farrington ha señalado cómo esta concepción de la técnica está asociada esencialmente a la actividad práctica manual, quirúrgica, que se concretará con el tiempo en el saber médico práctico. Un saber que, por cierto, conservó su valor positivo en la sociedad griega más allá de la ideología de las artes liberales instaurada en la época clásica, como se puede leer en su Mano y cerebro en la Grecia antigua [Farrington, 1984]. Según estas tesis, podríamos entonces situar la primera acepción de ciencia como saber hacer a la época anterior a la Grecia clásica, pero teniendo en cuenta que ello depende precisamente de esa concepción hermenéutica de la ciencia propia de estos historiadores marxistas. 

En cualquier caso, la función social de esta acepción de ciencia como saber hacer, necesariamente debe dar cuenta del proceso mismo de configuración de lo que Gustavo Bueno ha llamado el espacio antropológico. El origen del hombre estaría ligado a la aparición de procedimientos especiales de producción, talleres de diverso tipo en donde aparecen maestros y aprendices del oficio, exigidos por la misma complejidad de la producción. La diversificación de las actividades productivas está ligada a la presencia de diversas trayectorias posibles para los hombres, ampliando así el horizonte de la libertad y la vida propiamente humana. En este sentido debemos decir que la primera acepción de ciencia como saber hacer es esencial para la configuración del espacio antropológico como espacio diferenciado en el contexto natural, favoreciendo la aparición de sociedades altamente complejas, como la egipcia o la griega, etc. 

El despliegue histórico de la acepción segunda 

Son obvias las limitaciones que la acepción dos imprime a la posible función social de la ciencia entendida de ese modo discursivo. En cualquier caso, Platón interpretó el conocimiento como el medio a través del cual alcanzar un gobierno justo, al menos en la visión más rudimentaria de Platón. El filósofo rey es quien ha pasado más de cincuenta años ejercitándose en los conocimientos, deleitándose en ellos hasta el punto de no desear en absoluto aplicarse a la vida pública y dirigir el estado, precisamente ese momento de desinterés es el que marca la madurez del gobernante. Decimos que esta interpretación es la más rudimentaria, aunque otras interpretaciones, como por ejemplo, considerar al filósofo rey no exactamente como la figura a la que aspira la filosofía platónica, sino como un modelo publicitario, reflejo del propio Sócrates y garantía de una buena organización del estado, un modelo que trata de resultar atractivo para quienes leen a Platón, que quiere servir de guía para iluminar el camino que todos debemos de seguir, no deja de encontrar en el conocimiento un camino de perfección. Sin embargo, en esta segunda versión, la identificación del bien y de la sabiduría no se alcanzaría a escala pública, en el estado, sino en cada individuo, algo que se acerca mucho más a la visión que el propio Aristóteles proporcionaba. Para Aristóteles la sabiduría es sinónima de felicidad, y lo que con ella se alcanza precisamente es ese desarraigo de las presiones mundanas, de las pasiones que caracteriza también al filósofo rey platónico. No obstante, la identificación entre conocimiento y felicidad es recurrente y la encontramos también establecida en Espinosa, en su Tratado sobre la reforma del entendimiento. Allí, discute si la felicidad la dará el dinero, la honra, o el placer, concluyendo que sólo la proporciona genuinamente el conocimiento, y el cultivo de la filosofía. Es necesario advertir que hasta la aparición de Kant prácticamente sólo podemos hablar de filosofía como ciencia, o de ciencias en tanto que incluyen también la filosofía. Bueno habla de “complejo científico-filosófico” y a ello nos plegamos. Espinosa está aun en este ámbito con su teoría. 

Durante la época medieval, el conocimiento se considera como un correcto procedimiento para alcanzar la comprensión del misterio de Dios y de la fe. Encontramos ejercicios de filosofía aristotélica, o platónica tratando de desentrañar racionalmente la esencia y la existencia de Dios, con mejor o peor fortuna. En todo caso, aquí también el conocimiento, perfectamente matizado por el poder político sirve para legitimar y eternizar en la medida de lo posible el orden político terrenal establecido. De lo que se habla es de Dios. El Itinerario de la mente a Dios de San Buenaventura, o las Summas de Santo Tomás, todos los argumentos acerca de la existencia de Dios, como los de San Anselmo, San Agustín, etc., manifiestan esta situación. Ya desde sus orígenes el conocimiento se entendió asociado a la verdad revelada de la fe. Cuando San Pablo pedía a los fieles librarse de las falsas filosofías que habían abundado hasta entonces, estaba señalando que el único camino fiable para el conocimiento precisamente residía en la perpetua ordenación teológica de nuestro objeto. De hecho, en los casos en los que la Iglesia llegó a condenar y quemar libros e infieles, no encontró en ellos precisamente unos fines distintos a los que el modelo general perseguía, pues esos autores querían proporcionar también, aunque de manera equivocada, argumentos a favor de Dios y de la fe. Miguel Servet, quemado por Calvino en Ginebra, no dejó de hablar de Dios, pero heréticamente, y lo mismo podemos decir de Giordano Bruno, quemado en 1600 por la Iglesia en Roma. Un caso distinto es ya Galileo, sin embargo. Porque aquí lo que encontramos es ya el enfrentamiento entre dos de las acepciones generales de ciencia que hemos establecido al principio. Galileo apunta a la revolución científica e industrial, la Iglesia apunta a la acepción de la ciencia como conocimiento discursivo, o como la visión aristotélica del mundo. El paradigma organicista aristotélico se enfrenta al paradigma mecanicista galileano, cuyos fines ya no son precisamente teológicos, sino materiales, productivos, mucho más cercanos al taller que  a la escuela, los talleres y arsenales que él mismo visitó y en donde trabajó. 

Es cierto que en la época medieval, lo que hoy consideramos ciencias en la tercera acepción solían llamarse artes, “artes liberales” que eran siete: la gramática, la retórica, la lógica, la aritmética, la geometría, la astronomía y la música; y se enseñaban en las facultades de artes. En gran medida, puede decirse que la clasificación tiene una inspiración en el libro VII de la República, de Platón, en donde gran parte de estas disciplinas se consideran necesarias para la formación del filósofo rey. Y de hecho, parece que ya Galeno desarrolló esta misma clasificación entre artes liberales y artes mecánicas. Sin embargo, estas artes más elevadas se consideraban como propedéutica para el conocimiento más excelso, la teología. Mientras que la acepción de ciencia como “saber hacer” quedaría circunscrita más concretamente a las llamadas “artes mecánicas” que nunca tuvieron una clasificación precisa, si bien muchos autores pretendieron reducirlas a siete siguiendo el parámetro ofrecido por las siete artes liberales. Hugo de San Victor, o Radulf de Campo Lungo hicieron clasificaciones en el siglo XII. La lista de Radulf de Campo Lungo incluye por ejemplo: ars victuaria para alimentar, lanificaria, para vestir, architectura, para dar cobijo, suffragatoria, para el transporte, medicinaria, para curar enfermedades, negotiatoria, para intercambiar mercancías, y militaria, para defenderse del enemigo [Tatarkiewicz, 1987; p. 42] Las artes liberales son llamadas también artes “teóricas” por Quintiliano, por ejemplo, que las distingue de las artes prácticas, y de las poéticas, es decir, las productivas. Cicerón las llamó artes mediocres, o intermedias entre las maximae, que él consideraba la política y la guerra, y las minores. Plotino las llamaría artes intelectuales. En general, podemos observar que esta apreciación de las ciencias como artes liberales, teóricas, o intelectuales se caracteriza porque considera que estas disciplinas no tienen efectos prácticos en la sociedad, se consideran ajenas al campo de la producción técnica o artesana. Plutarco añade una nota muy interesante a esta interpretación cuando distingue entre artes útiles y agradables, según la tradición sofística, y distingue además otras artes, aquellas que se cultivan por amor a la perfección, entre las que estaban precisamente ciencias como las matemáticas y la astronomía. Es necesario recordar aquí que si Plutarco interpretó las ciencias como guiadas por este amor a la perfección, todavía en el siglo XX una importante cantidad de filósofos de la ciencia e historiadores siguen considerando que el fin que persiguen los científicos no es otro que el “amor a la verdad”, o la “búsqueda desinteresada de la verdad”. Lo que, en cierto modo, subraya el hecho de que el fin más apropiado de la ciencia en la acepción dos sigue perviviendo ideológicamente en la era en que las ciencias en su acepción tres y cuatro han alcanzado pleno desarrollo. 

La encrucijada histórica entre la acepción segunda y tercera: el caso de Don Quijote 

Estas consideraciones históricas acerca de la época griega y medieval las hacemos sin perjuicio de que ciertamente, en estas épocas se dieron importantes avances técnicos y científicos que reorganizaron en gran medida muchos procesos sociales, productivos, bélicos, políticos, etc. Piénsese en el desarrollo técnico del Imperio Romano, y su organización administrativa, el desarrollo de muchos procedimientos que mejoraron las artes de la guerra, etc. Sin embargo de lo cual, las concepciones acerca del valor social de la ciencia fueron generalmente poco lúcidas. Puede que ello responda ciertamente a los principios ideológicos de las sociedades que desarrollaron el modo de producción esclavista y feudal, en donde el trabajo técnico y productivo se suele considerar de carácter inferior, etc. Las artes liberales deberían su apelativo “liberal” al hecho de que son precisamente practicadas por los hombres libres, frente a las artes mecánicas, ejercidas por esclavos. Los hombres libres cultivan la ciencia porque no tiene ningún efecto práctico, porque se mantiene prudentemente alejada de la grosera práctica. De hecho, los caballeros medievales representarían una estilización de este fenómeno ideológico de rechazo de las artes mecánicas. Y por esta razón, una lectura desde la filosofía de la técnica de Don Quijote de la Mancha adquiere un profundísimo significado, como Carlos París ha puesto recientemente de manifiesto [Carlos París, 2000]. De hecho, Don Quijote es la figura de un caballero andante, acompañado de un escudero que responde a la antítesis misma del hidalgo caballero, una antítesis determinada entre otras cosas por su raíz social productiva, lo cual desemboca en una incontable serie de detalles sobre su figura, todos ellos en torno a su “sentido común”. Los enemigos de Don Quijote son principalmente artefactos técnicos, ingenios a los que se enfrenta precisamente el “ingenioso” hidalgo, apelativo irónico que marca aun más este contraste y que se repite hasta la saciedad. En este sentido, toda la ironía de Don Quijote recae precisamente en la manifiesta contradicción en la que el desarrollo de la sociedad ha situado a esta figura caballeresca y cabalmente anclada en un pasado utópico y ucrónico. Él marca el fin de esa época en la que la visión de la ciencia como “theoría” era un aspecto más de la ideología del hombre libre ajeno a las actividades técnicas y productivas que sin embargo, vertebran necesariamente su mundo. Podemos pensar, tanto en los pertrechos militares de Don Quijote y su constante ridículo ante cualquier mínimo artilugio; los artefactos con los que es abatido, el molino, los batanes, aquel mítico caballo volador en donde ingeniosísimas estrategias básicas de psicología de la percepción ofuscan a Don Quijote, etc. Tal vez la filosofía sea el único y caballeresco resquicio de semejante visión teorética del mundo. Tal vez a eso se refería Marx cuando en la once tesis sobre Feuerbach advertía de la necesidad de que la filosofía deje de ser solamente comprensión, para convertirse en acción. Acaso ese fue el momento, y acaso fracasó. 

Este contexto nuevo que se abre ante Don Quijote, en donde la realidad de la técnica no es que aparezca de pronto, sino que se hace, por así decir, ya de una vez, inexcusable. Lo que viene a decirnos el Quijote por tanto es que esa realidad práctica, ese “saber hacer” tantas veces inadvertido, está tenazmente determinando de manera irreversible el mundo, hasta el punto de que en ese mundo ya comienza a no haber lugar para empresas caballerescas. Necesariamente (según el código del honor caballeresco y los fines que persigue), el último caballero habrá de luchar contra él, necesariamente (según el poderío de la técnica y de la ciencia, frente al hombre y frente a la naturaleza –ya se dice “saber es poder”-) el último caballero habrá de ser derrotado por él. Muchos lugares de esta maravillosa obra rebosan de sugerencias referidas a esta idea, entre ellas, hemos escogido esta: Don Quijote habla, según Cervantes, de tal manera que “ninguno de los que escuchándole estaban le tuviese por loco”, y dice en el discurso sobre la diferencia entre las letras y las armas: 

“Bien hayan aquellos benditos siglos que carecieron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería, a cuyo inventor tengo para mí que en el infierno se le está dando el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa que un infame y cobarde brazo quite la vida a un valeroso caballero, y que, sin saber cómo o por dónde, en la mitad del coraje y brío que enciende y anima a los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada de quien quizá huyó y se espantó del resplandor  que hizo el fuego al disparar de la maldita máquina), y corta y acaba en un instante los pensamientos y vida de quien merecía gozar luengos siglos. Y así, considerando esto, estoy por decir que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable como es esta en que ahora vivimos; porque aunque a mí ningún peligro me pone miedo, todavía me pone recelo pensar si la pólvora y el estaño me han de quitar la ocasión de hacerme famoso y conocido por el valor de mi brazo y filos de mi espada, por todo lo descubierto en la tierra” [Don Quijote de la Mancha, t. I; XXXVIII] 

Muchas sugerencias contiene este inapreciable texto de Cervantes. Con él, desde luego, corroboramos la importante transformación histórica que está, digamos, notificando esta obra, una transformación que en Inglaterra procurará formularse en obras como el Novum Organum de Francis Bacon, si bien muy importante históricamente, nunca tan sugerente, rica, interesante y enjundiosa como la perla de la lengua española. No son sólo maneras diferentes de referirse  a la misma idea, sino modulaciones distintas, porque en el Quijote no encontramos entusiasmo por la nueva época, sino también cierta amargura y rencor, cierta resignación, y por supuesto, mucha ironía. Todo ello, frente al estusiasta grito de “a las ciencias por el Imperio”, que animó la ciencia inglesa del XVII. Pero, este párrafo subraya la frontera histórica por la que deambula un Caballero sin esperanza, sólo temeroso de que esas artes despreciables y viles se interpongan entre él y sus proyectos, entre su valor y sus hazañas, que impidan la justeza de la fama que su valor le ha de propiciar, en un mundo verdaderamente justo, porque el mundo que la técnica ha propiciado es un mundo vil que hace perecer a los buenos, y sobrevivir a los malos; o en fin, que no distingue méritos, y no favorece sino a quien astutamente se pertrecha de artilugios. 

Por otra parte, Cervantes procura subrayar al inicio del discurso que Don Quijote habla exactamente como si no estuviera loco, por lo que todos los que le acompañan atienden a su discurso y se maravillan de que pueda estarlo. Y en ese discurso de cordura habla la  víctima del mundo contra el que lucha y advierte de cómo, en todo tiempo y lugar, las armas y su carácter técnico y práctico han sido más beneficiosas a la sociedad que las letras, entendidas estas precisamente como actividad teórica e intelectual, en el sentido de la segunda acepción que hemos considerado. Así, por ejemplo, leemos: “dicen las letras que sin ellas no se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas, y que las leyes caen debajo de lo que son letras y letrados. A esto responden las armas que las leyes no se podrán sustentar sin ellas, porque con las armas se defienden las repúblicas, se conservan los reinos, se guardas las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de corsarios, y, finalmente, si por ellas no fuese, las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al rigor y a la confusión que trae consigo la guerra el tiempo que dura y tiene licencia de usar de sus privilegios y de sus fuerzas”. Ciertamente, recuerda la clasificación en la que Cicerón sitúa a la guerra entre las artes máximas, junto con la política, como veíamos. 

Escolio sobre la guerra 

Pero hay otro aspecto importante que debemos subrayar de las consideraciones de Don Quijote con relación a la guerra. Me refiero a un debate abierto precisamente en el contexto de la Primera Guerra Mundial, con motivo de la incorporación masiva de armas químicas en las batallas. El uso de este tipo de armas, apoyado principalmente en el desarrollo científico e industrial de Alemania, en primer lugar, aunque luego fue incorporado por todos los ejércitos, dio lugar a un debate que en el fondo abunda en estas mismas consideraciones quijotescas. J. B. S. Haldane nos lo recuerda. En la conferencia de Washington (12 nov. 1921 a 6 de febrero de 1922) se convino, entre otras cosas, en renunciar al uso del gas mostaza en sucesivas guerras. Haldane considera esta resolución como expresión de un sentimentalismo ignorante y absurdo. Un sentimentalismo como el que Don Quijote representa en su discurso, cuando advierte que el uso de la pólvora y otros artilugios no permite recompensar en las lides el verdadero valor que corresponde a cada soldado. Lo que interesa, principalmente, es la victoria, aunque el precio sea la honra. Haldane llama a este sentimentalismo, “bayardismo”, en referencia al Caballero Bayardo, a quien sus soldados llamaban “sans peur et sans reproche”. Dice Haldane que cuando capturaba caballeros o arqueros, se portaba con ellos con cortesía, sin embargo, “si caían en sus manos mosqueteros u otros soldados de los que empleaban la pólvora, invariablemente, los mandaba matar” [Haldane, 1926; p. 42] El valor de la honra que domina la figura del caballero, contra la implacable eficiencia del desarrollo técnico, aunque vil, marca precisamente la linde que separa la acepción dos de la ciencia, de la acepción tres, tal y como lo hemos señalado. Marca el tránsito de una época histórica a otra radicalmente diferente, un tránsito que hemos visto personificado en la tragedia de Don Quijote.

Esta consecuencia de la acepción dos de la ciencia, el desprecio por las artes mecánicas, aunque estas estén de hecho fraguando el desarrollo productivo, propio del mundo de Don Quijote, donde se señala ese cambio, sin embargo pervive más allá de ese momento histórico, pues como vemos perdura en los valores asociados a la guerra tal como se percibe en la irónica valoración de Haldane de la Conferencia de Washington. Desgraciadamente, este absurdo persiste en la actualidad, a pesar de la historia, a pesar de que el gas mostaza ha sido utilizado con gran eficacia, producido, vendido o regalado, almacenado y perfeccionado durante todo el siglo XX. En los últimos meses hemos asistido a otro ejemplo de Bayardismo con el asunto del síndrome de los Balcanes, o del síndrome de la Guerra del Golfo Pérsico. Como se sabe, se han producido muchos casos de leucemias y otras enfermedades letales entre los soldados de los ejércitos aliados tanto en la Guerra del Golfo (1991- ), como en la Guerra de Yugoslavia (1999-2000). En los dos casos, se ha atribuido el fenómeno al uso de uranio empobrecido en muchos de los proyectiles que se utilizan. El uranio empobrecido, que no es más que uno de los residuos de las centrales nucleares, es utilizado en los proyectiles porque tiene un importante efecto calorífico que permite penetrar los blindajes tradicionales de carros de combate, búnkers, etc. Este asunto fue denunciado ya en la Guerra del Golfo, pero en Europa pasó prácticamente inadvertido, porque el escándalo se produjo principalmente en EEUU. Pero con la Guerra de Yugoslavia, se produjeron casos de jóvenes soldados enfermos entre belgas, ingleses, españoles, italianos, etc. Parece que las víctimas yugoslavas no tienen tanta importancia, porque prácticamente no se ha estudiado el caso, y por supuesto, los datos que los médicos servios aportan, no se tienen en cuenta por su claro partidismo antiamericano y antialiado, resentidos como están de haber sufrido una guerra “humanitaria”. El caso es que, en claro ejercicio de “bayardismo”, encontramos al  Presidente de la Comisión Europea Romano Prodi exigir que se apruebe una resolución para prohibir en lo sucesivo el uso del uranio empobrecido en el armamento.

En estos últimos casos, todos del siglo XX, y aun del siglo XXI, nos encontramos de nuevo con la misma contradicción. En el caso de Don Quijote, la contradicción entre las artes liberales, la honra caballeresca, y la irrenunciable eficacia de la técnica; de la misma manera, a principios del siglo XX, cuando la ciencia se realiza efectivamente como factor determinante de la producción industrial, tiene lugar la misma reacción bayardista. Se trata, además, de tres momentos históricos esenciales en el fenómeno de la guerra, al que habría que añadir el de la transición desde el héroe legendario homérico, al democrático hoplita ateniense, que rememora en cierto modo la transición del caballero al soldado renacentista. Aquí, sin embargo, la verdadera transformación se produce por la introducción de nuevas técnicas de armamento, como la pólvora en los cañones y arcabuces, lo que propició el descubrimiento de América. Hernán Cortés no hubiera podido en modo alguno vencer a los mexicanos de no haber mediado el importante avance técnico de la pólvora. Las batallas que tuvieron lugar contra los Tlascaltecas, principalmente, y posteriormente con los Mexicanos siendo, realmente, un grupo tan reducido que no superaba, al parecer, los cuatrocientos hombres (a pesar de que en la guerra contra los Mexicanos ya contaban con la colaboración de los Tlascaltecas), no hubieran podido ganarse de otro modo, si creemos a Bernal Díaz del Castillo, en su Historia verdadera de la conquista de Nueva España. Del mismo modo, la situación a la que apunta ese bayardismo criticado por Haldane, corresponde precisamente con la masiva y sistemática incorporación de los avances científicos a la guerra, que tiene lugar con la Primera Guerra Mundial y que la Segunda universalizó definitivamente. Quizá, el bayardismo asociado al caso del uranio empobrecido corresponda también con otra transformación esencial de la guerra, como realidad histórica: me refiero al fenómeno, verdaderamente inaudito, de la guerra sin víctimas en el grupo vencedor. Aunque el fenómeno se extiende cínicamente también al vencido, por cuanto las víctimas van a ser consideradas dentro del cálculo de los daños colaterales e indeseados. Desde luego, mucho ha cambiado el mundo desde aquellas representaciones homéricas dedicadas a la muerte de un héroe, que se extendían por páginas y páginas, piénsese en la muerte de Patroclo a manos de Héctor, o del mismo Héctor, a pesar de ser un enemigo. Frente a esa hipérbole que no sólo cumplía con el expediente de la morbosa curiosidad del público, pues subrayaba la honra y la trascendencia de la muerte de un sólo hombre, la guerra ha llegado a disolver las víctimas bajo el eufemismo de daños colaterales. Y es que ya se sabe: la muerte de un hombre es una tragedia, la de miles de hombres, pura estadística. 

El despliegue histórico de la acepción tercera 

Efectivamente, con los cambios producidos a partir del Renacimiento empieza a abrirse paso la nueva acepción de ciencia en sentido estricto que hemos considerado. Una acepción que se manifiesta explícitamente por ejemplo en Descartes con la realización de lo que Bueno ha llamado la “inversión teológica” [Bueno, 1972]. Dios no es aquello de lo que se habla, sino aquello desde donde se habla. El hombre habla ya por boca de Dios y con la fuerza que le dan los nuevos conocimientos matemáticos y físicos transforma el mundo y lo construye de nuevo. El modelo se ha ido fraguando poco a poco desde las mismas entrañas de la época medieval, pero cuando Descartes afirma al final del Discurso del método: “solamente diré que he decidido emplear el tiempo que me queda de vida exclusivamente en tratar de adquirir algún conocimiento de la naturaleza, que sea tal que puedan deducirse de él normas aplicables en la medicina, más seguras que las que ha habido hasta el presente, y que mi inclinación me aleja hasta tal punto de todo otro tipo de proyectos, principalmente de aquellos que no podrían ser útiles a unos sino perjudicando a otros, que, si determinadas circunstancias me forzaran a dedicarme a ellos, creo que no sería capaz de llevarlos a buen término”; las cosas han cambiado definitivamente. Efectivamente, durante estos siglos de revolución científica la ciencia comienza a ser vista de una manera completamente diferente. 

Ciertamente, desde la misma aparición de la ciencia moderna se ha ido consolidando un discurso ideológico que tiene su principal representante en la tesis de Bacon según la cual «saber es poder» (tantum possumus quantum scimus). Este lema de Bacon, aunque impreciso en lo que se refiere al contexto del siglo XVII -como demostró A.R. Hall en su Ballistic in Seventhenth Century-, reflejaba el ideal de la propia Royal Society de Londres: La aplicación práctica de la ciencia encarnada en el nuevo puritanismo (como señaló Merton en 1938). La ciencia comienza a intepretarse entonces en el sentido nuevo correspondiente a lo que hemos considerado la acepción tercera de ciencia: la ciencia en el sentido moderno de la revolución científica que tiene como escenario principal el laboratorio. Precisamente en este sentido, la valoración que recibe la ciencia entonces incorpora en cierto modo los dos aspectos que hasta ahora hemos considerado, por un lado la ciencia sirve precisamente para proporcionar una buena organización política, y al mismo tiempo, permite transformar y mejorar las condiciones de vida de los hombres. Recuérdese aquellas palabras de John Edwards en donde queda programado uno de los fines que ya en los inicios de la Royal Society de Londres se atribuían sin duda a las virtudes de la ciencia: «esas Eras Felices abundan todavía en aquellas cosas que conducen al Bienestar y felicidad del Cuerpo además del Alma, y consecuentemente la longevidad debería ser una de las Felicidades de aquellas épocas, y no dudo que se logre por medio de un perfecto conocimiento de las verdaderas causas y fuentes de la vida prolongada, y de las Fuentes más inmediatas de las Enfermedades. Pues entonces la Filosofía natural será mejorada hasta su grado máximo, y un virtuoso no será una rareza, habrá mayor Número de personas sobre la tierra en ese reinado sabático que las que hay ahora. Esto se deduce de lo que se ha dicho sobre la paz universal, esa extraordinaria medida de la Salud y Fuerzas Físicas, aquella Duración de la vida infinita de los hombres que será la bendición de esos días”.

El propio John Evelyn, un protegido de John Beale (uno de los platónicos de Cambridge) consideraba a la Royal Society como el instrumento para el bien universal de la Humanidad. De hecho, Beale, a partir de la restauración de 1660 quería que Boyle retomara el papel que Bacon había jugado y recuperara su ideal sobre la ciencia. Boyle, Newton y en general todos los que durante el siglo XVII participaron en el desarrollo de la ciencia física en Inglaterra compartían una concepción muy optimista sobre la función social de la ciencia, y esperaban de ella los mejores resultados prácticos. Newton pertenecía, como se sabe, al grupo de los latitudinarios, un movimiento político y religioso que contribuyó al éxito de la revolución “gloriosa” de 1688. Para los latitudinarios, el mundo natural debe servir de ejemplo para la organización de la sociedad. Las leyes de la naturaleza deben ser el modelo de las leyes sociales. En su ideología, patente sobre todo a través de las famosas Boyle´s Lectures, era armonizar la nueva ciencia y la fe religiosa de tal modo que esta misma armonía, debería servir para establecer un gobierno justo. El movimiento latitudinario al que pertenecía Newton pretendía implantar la restauración de la religión anglicana en la vida política conforme a un “número mínimo de dogmas “aceptables” para la mayor parte con suficiente amplitud –latitude-“, y garantizar así el orden y la libertad de conciencia, evitando el peligro papista [Eloy Rada, 1980; p. 26].  Para la consecución de este programa político y religioso encontraban precisamente en la ciencia un valioso aliado. En efecto, la ciencia nos proporciona –en la medida en que estudia la naturaleza-  la imagen del poder de la providencia y la verdad de la creación: “Los eclesiásticos de la Restauración manifestaban ciertas convicciones básicas que eran los dogmas (principios) de su religión natural: la argumentación racional y no la fe es el árbitro final de la creencia cristiana y del dogma; el conocimiento científico y la moderación política y eclesiástica eran los únicos medios realistas por los que la Reforma podía ser alcanzada” [Margareth C. Jacob, 1976; p. 34] El orden y la regularidad de la naturaleza proporcionados por la nueva ciencia aportaban además los principios morales de la religión natural [Jacob, 1976; p. 61] De hecho, para la mayor parte de los latitudinarios (a excepción de Evelyn y algunos otros), la providencia operaba en la naturaleza no mediante dramas y portentos tales como terremotos o choques de cometas, sino a través de la imposición del orden y la armonía. Es necesario advertir, sin embargo, que a esta creencia unían un tipo de “milenarismo” que manifestaba la fe en el establecimiento de un nuevo orden implantado desde la Iglesia anglicana, contra el papado que se considera el reino del anticristo, y sus representantes políticos, como el imperio español. De ello se desprende que su programa político es militante y expansivo. Evelyn, por ejemplo, consideraba a Roma la nueva Babilonia. El propio William Whinston, sucesor de Newton en la cátedra lucasiana y newtoniano él mismo, leyó en 1707 una conferencia en el seno de las Boyle´s Lectures, en donde abogaba por una victoria contra Luis XIV, como paso previo para la realización del milenio y el establecimiento definitivo de la Reforma. A pesar de todo, las propuestas latitudinarias se hacían desde la moderación proporcionada por la creencia de que el orden social era un reflejo del orden natural mostrado por la ciencia. Un mundo tan perfectamente ejecutado, tan regularmente establecido permitía pensar también en un modelo de sociedad estable, aunque, como el reloj para el relojero, Dios puede y debe poner en hora de vez en cuando restaurando las condiciones iniciales del mundo, algo para lo que habían sido llamados los latitudinarios. Cuando se lee por ejemplo en una obra como El templo de Salomón, de Newton, los detalles extraordinarios con los que está descrito este edificio de la sabiduría, no puede dejar de pensar en la esperanza que quizá embargaba a estos hombres, en la posibilidad de hacer real ese mundo nuevo, fiel reflejo del orden natural manifestado por la ciencia, y reflejo de la voluntad del creador.

Es necesario hacer dos acotaciones a estos argumentos históricos. La cuestión es que la obra de Newton, así como la de los latitudinarios que estamos considerando, no solamente respondía a un ideal genérico sobre el valor de la ciencia como manifestación del creador. En gran medida, la presencia de argumentos materialistas y ateos derivados del mecanicismo principalmente, Descartes, Hobbes, Bruno, y también contra la proliferación de argumentos materialistas surgidos en el seno del radicalismo de las sectas puritanas que procedían de la revolución de 1649. Recordemos el materialismo radical de John  Toland o de Overton [Hessen, 1999] La crítica del cartesianismo, así como la posterior polémica de Newton con Leibniz a través de Clarke, muestran cómo Newton atribuía a estos autores un ateismo intolerable. Curiosamente, estos autores estaban dentro del ámbito del catolicismo, que era el enemigo tanto en el plano político, como en el religioso, pues el catolicismo papal era irreligioso, impío, el papa era el anticristo, etc. Por lo tanto, observamos que la ciencia se convierte en un argumento ideológico mediante el que se busca la legitimación de determinados principios religiosos y políticos.

La idea principal acerca de la ciencia que se pone de manifiesto en este período, y principalmente en Inglaterra, es la de la ciencia como experimentación. Ese es precisamente el espíritu baconiano. Como advierte Alberto Elena, el experimentalismo empírico baconiano que operó ideológicamente en todos los autores de la época fue más una ideología que una realidad práctica entre los que cultivaban la ciencia entonces [Elena, 1989]. Pero ciertamente, de lo que estamos hablando es de las concepciones acerca de la ciencia, no de cómo se manifestaba realmente. En este sentido, podemos decir que si bien en el período anterior la ciencia se entiende como algo contemplativo, menospreciando su valor práctico, ahora se sobrevalora este carácter práctico contra toda evidencia y a pesar de la larga tradición que lo avala. En este sentido hay que decir que por ejemplo encontramos aún autores como Boris Hessen, filósofo soviético marxista, que defendía el carácter práctico de la ciencia newtoniana hasta el punto de considerar que los Principia respondían principalmente a las demandas técnicas producidas por el desarrollo de la producción en el ámbito minero, en los transportes, etc. Sin embargo, Arnold Rupert Hall mostró en 1952 que en cuestiones como la balística los estudios realizados en la época de la revolución científica en el campo de la física teórica no tuvieron aplicación práctica y que ésta fue la tónica general hasta el siglo XIX. El argumento es que la industria artesanal de aqeul entonces no requería un trabajo perfecto y preciso. De hecho, el propio John Desmond Bernal en 1953, asumió las tesis de Hall dentro de su propia interpretación marxista de la historia de la ciencia, en un libro dedicado al siglo XIX [Bernal, 1973]. De modo que cabe decir que en el ámbito de la interpretación de la función social de la ciencia el siglo XVII adoleció de un optimismo desmesurado que se vio contrarrestado por una reacción principalmente irónica contra él. Así, desde la primera advocación de la ciencia como instrumento «para el beneficio y protección del estado y la sociedad» que pregonara Bacon en Novum Organum y en New Atlantis, y más tarde Sprat en su History of the Royal Society (1667) y J. Glanvil en Plus Ultra (1670) -que creían en el progreso infinito de la ciencia-, tuvo ya en aquel momento su respuesta en Stubbes The Plus Ultra reduced to a Non plus (1670) y en la obra de Swift, Los viajes de Gulliver (1726) [Bernal, 1953; p. 25].

La excepción de Rousseau

Aquel ideal transmitido desde la ilustración inglesa a la ilustración francesa del siglo XVIII, tal como ha mostrado M. C. Jacob y Ch. Hill, fue contestado oportunamente, a su vez, por Rousseau en la obra que respondía al concurso propuesto por la Academia Dijon en 1750. Se trataba de responder a la pregunta de «si las ciencias y las artes han contribuido a la depuración de las costumbres». Rousseau contestaba a esta cuestión advirtiendo que la ciencia había contribuido, precisamente, a la degeneración del hombre, de ese hombre ideal que él deseaba. Como puede observarse en el número especial que la revista Ábaco ha dedicado al 250 aniversario de la publicación del discurso de Rousseau, las respuestas unánimes que recibió el ensayo de Rousseau desde muy diversos sitios muestran hasta qué punto era un lugar común entonces ya la consideración de la ciencia como algo intrínsecamente beneficioso para toda la sociedad. Curiosamente, en el desarrollo de esta polémica sin embargo se plantean cuestiones interesantes como la de si algún estado o imperio ha podido progresar prescindiendo de las ciencias, a lo que responden evidentemente que no, frente a la propia interpretación roussoniana, que además recurre a muchos ejemplos históricos para justificar su tesis. Es el caso de Feijoo, etc. Sin embargo, otra de las cuestiones abiertas a raíz del trabajo de Rousseau, aunque no directamente relacionado con él, porque se trata de una especie de plagio publicado en El mercurio de Francia que se editaba en España por aquellos años. En él se abre un interesante debate sobre si el Imperio español necesitó o no necesitó la ciencia para realizarse. Que no la necesitó es el argumento del roussoniano, mientras que la respuesta pretende defender que efectivamente España cultivó y desarrolló las artes y las ciencias en la medida necesaria para hacer posibles sus empresas civilizatorias. Las tesis de Rousseau no eran nuevas, y responden a una larga tradición de argumentaciones naturalistas, incluso pastoriles, que recuerdan a Don Quijote. De hecho, parece que la mayoría de los discursos presentados a concurso abundaban en la misma idea, tal vez se tratara de una moda. Pero a Rousseau le inspiró prácticamente la totalidad de su obra. Lo cierto es que su  teoría se convirtió en el paradigma de oposición a las ciencias y las artes, al lado de su teoría del buen salvaje.

La interpretación de Marx y Engels, y el marxismo soviético

Entre tanto, las ciencias y las técnicas siguen su extraordinario avance. Incluso algunos fechan el inicio de la revolución industrial en 1760, diez años después de la publicación del texto de Rousseau, lo que prueba lo lejos que a veces marcha la filosofía de la realidad histórica. Lo cierto es que la revolución industrial se pone en marcha y, con ella, el desarrollo inusitado de la investigación científica. Un siglo después ya encontramos una formulación precisa del nuevo significado que ha adquirido la ciencia en ese momento histórico. Carlos Marx defiende la tesis de que la ciencia se ha convertido ya en una fuerza productiva, es decir, junto con los instrumentos, y los propios hombres, la ciencia está situada en la base de la producción. Primero, es cierto, de manera un tanto esporádica, a consecuencia del talante aun personal y amateur en el que se mantiene la ciencia, por supuesto, muy distinto del carácter organizado actual, en donde la ciencia está estrechamente vinculada con la industria y el estado. Marx había recibido esta idea no de la tradición hegeliana, sino de Ferguson y de los socialistas ricardianos, como advierte Manuel Sacristán. Se diría que precisamente con esta tesis de Marx comienza a producirse una confluencia entre las concepciones de la función social de la ciencia y su verdadera y efectiva influencia. Los ideales que regían en el XVII ahora comienzan a hacerse realidad. De hecho, Manuel Sacristán, por ejemplo, ha atribuido a Marx la inauguración de la sociología de la ciencia, al decir “la economía política es una infamia” [Sacristán, 1983; p. 365] Pero, curiosamente, Marx en El Capital considera aún que la ciencia sólo lo es si es desinteresada, y que así es lo normal incluso dentro de la economía política, siempre que la lucha de clases se mantenga latente [Marx, 1990; p. 13]. Es en estos períodos donde se puede hablar de ciencia. Yo creo que en el fondo esta visión de la ciencia neutral y desinteresada que permite salvar la cuestión de la objetividad, es una supervivencia de la acepción dos de la ciencia como conocimiento teórico y discursivo. En realidad Marx no hace más que exponer una idea repetida incesantemente, la idea de que los científicos, principalmente, siguen en su trabajo la búsqueda desinteresada de la verdad. Sin perjuicio de lo cual, reconoce un papel importante en la configuración de ideologías a la ciencia, como en el caso de su interpretación de Darwin, de quien dice en su famosa carta a Engels de 18 de junio de 1862 que, aun reconociendo su valor gnoseológico, Darwin reconoce en los animales y en las plantas su propia sociedad inglesa, con su división del trabajo, su competencias, sus descubrimientos y su malthusiana “lucha por la vida”. Es el bellum onmiun contra omnes, de Hobbes, etc. [Marx y Engels, 1973; p. 21] En cualquier caso, Marx no solamente reconoce la presencia de la ciencia en los procesos productivos, sino que denuncia ya de manera indiscutible las consecuencias que ella tiene, en cuanto dinamizadora de la producción, en la explotación y miseria de los hombres: “Nos hallamos, dice Marx, en presencia de un gran hecho característico del siglo XIX, que ningún partido se atreverá a negar. Por un lado, han despertado a la vida unas fuerzas industriales y científicas de cuya existencia no hubiese podido sospechar siquiera ninguna de las épocas históricas precedentes”; y más adelante, dice: “el domino del hombre sobre la naturaleza es cada vez mayor, pero al mismo tiempo el hombre se hace esclavo de otros hombres o de su propia infamia” dice en el “Discurso en el aniversario del People´s Paper“ [Marx y Engels, 1980, t. II; p. 514] El propio Engels, en su discurso ante la tumba de Marx pronunciado en el cementerio Highgate el 17 de marzo de 1883, decía: “Para Marx la ciencia era una fuerza histórica motriz, una fuerza revolucionaria. Por puro que fuese el goce que pudiera depararle un nuevo descubrimiento hecho en cualquier ciencia teórica y cuya aplicación práctica tal vez no podía preverse aún en modo alguno, era muy otro el goce que experimentaba cuando se trataba de un descubrimietno que ejercía inmediatamente una influencia revolucionadora en la industria y en el desarrollo histórico en general” [Marx y Engels, 1980, t. III; p.172].

Federico Engels compartía también estos argumentos de Marx, de hecho en algunos de sus escritos encontramos afirmaciones que reflejan la propia distinción que estamos estableciendo entre la acepción dos y tres de ciencia en cuanto a la visión de su función social. Así por ejemplo, en carta a Borgius de 25 de enero de 1894, dice: “Si es cierto que la técnica [...] depende en parte considerable del estado de la ciencia, aun más depende ésta del estado, y las necesidades de la técnica. El hecho de que la sociedad sienta una necesidad técnica estimula más a la ciencia que diez universidades [...] Pero por desgracia, en Alemania la gente se ha acostumbrado a escribir la historia de las ciencias como si éstas hubiesen caído del cielo”. En este párrafo encontramos un reconocimiento explícito del papel productivo de la ciencia, en cuanto estímulo al desarrollo de la técnica, al mismo tiempo que se considera que el principal estímulo para el desarrollo de la ciencia viene de las necesidades productivas materiales, y no de la especulación teórica. Ciertamente, la concepción de la ciencia en su acepción dos encuentra aquí asiento, por cuanto, como decíamos, para aquella acepción el escenario principal sería precisamente la escuela, y específicamente la universidad, como heredera de la universidad medieval “escolástica”. Engels, en diversos párrafos de la Dialéctica de la naturaleza alude al contraste establecido entre la escuela y la ciencia burguesa práctica y productiva, con relación al caso de Galileo, por ejemplo, que ya comentamos como caso modelo histórico del cambio de acepción de la ciencia, al igual que Don Quijote.

Una de las ideas más importantes desarrolladas en el seno del marxismo, aparte de la extraordinaria exactitud de su análisis sobre la función social y productiva de las ciencias naturales en el contexto de la Revolución Industrial en el siglo XIX, consiste en el reconocimiento  de que en este proceso de incorporación de la ciencia al proceso productivo ésta se convierte por así decir en un antagonista del obrero enfrentándose a él como aliado del capital. Marx corrobora esta idea con una cita de la obra de W. Thompson, An Inquiry into the Principles of the Distribution of Wealth (Londres1824; p. 274): “El hombre de ciencia y el obrero productivo están entre sí muy separados, y la ciencia, en vez de incrementar en manos del obrero sus propias fuerzas productivas, se le contrapone casi en todas partes [...] el conocimiento se convierte en un instrumento capaz de ser separado y enfrentado al obrero”. Marx añade: “Este proceso de escisión comienza en la cooperación simple, en donde el capitalista representa frente a los obreros individuales la unidad y la voluntad del cuerpo social del trabajo. Se desarrolla en la manufactura mutilando al trabajador y convirtiéndolo en un obrero parcial. Y culmina en la gran industria, separando del trabajo a la ciencia, como potencia de producción autónoma y haciéndola servir al capital” [Marx, 1990; p 336]. En este sentido, el germen de la revolución socialista ya tiene presente la necesidad de dominar la ciencia y darle una orientación adecuada a los intereses de la clase trabajadora. De manera que la ciencia autónoma ya es una forma de decir, la ciencia al servicio del capital. Como se sabe, esta cuestión, que es fundamental en la posterior Revolución bolchevique, dio lugar a la profunda discusión entre si cabe hablar de una ciencia burguesa y una ciencia proletaria, etc.

En definitiva, el ideal puritano se articula entonces en el contexto de la Revolución Industrial, en el mismo momento en que comenzaban a producirse los primeros fenómenos de los «destructores de máquinas», la primera reacción “infantil” ante la contradicción denunciada ya por Marx y antes por W. Thompson. Ya en los años setenta del siglo XVII había tenido lugar en Londres la destrucción del primer aserradero mecánico. A principios del siglo XIX nos encontramos con el fenómeno de los Luditas (1811-1816) en Inglaterra. Los luditas destruían las máquinas porque provocaban el paro forzoso. En España también hemos tenido fenómenos de destrucción de máquinas, por ejemplo en Campodrón, Alcoy, en 1920, y en Cataluña se queman fábricas en 1835. La propia crítica de Nietzsche, que entendía la Razón como manifestación de la voluntad de poder, en el sentido «voluntarista» reeditada en el siglo XX por Foucault, expresa a su modo ese rechazo apocalíptico de la razón científica: «No existe relación de poder sin la correlativa constitución de un campo de conocimiento, ni existe una relación de conocimiento sin la correlativa relación de poder.» No podemos olvidar, en este contexto de rechazo a la ciencia, la afirmación de Tolstoi en la que recupera, sin duda, el sentir de Rousseau: «La ciencia no nos sirve porque no responde a la única cuestión importante para nosotros, cómo debemos vivir y qué debemos hacer.»

En este sentido, el inicio del siglo XX trae consigo un giro extraordinario acerca de la valoración de la ciencia, precisamente con el acontecimiento de la Revolución soviética. En gran medida, es la experiencia de la revolución industrial, las contradicciones sociales provocadas, la presencia, entre otras cosas, de ese fenómeno de los “destructores de máquinas”, la desorientación, en definitiva, de la clase obrera y la presión del proceso capitalista de producción que aumenta su poder exponencialmente gracias a la incorporación cada vez más consciente y masiva de los descubrimientos científicos lo que guía la visión que va a tener la URSS sobre la ciencia. Como hemos dicho, los fundamentos del marxismo ya introducen de manera decisiva la cuestión de la ciencia y su función en el proceso productivo, y por tanto en el proceso en virtud del cual se mantienen e incrementan las desigualdades sociales propias del modo de producción burgués. De hecho, ya encontramos en los preparativos de la revolución, la presencia de un pensamiento concentrado y explícito sobre el valor, alcance y función social que la ciencia debe desempeñar en Materialismo y empiriocriticismo de Lenin, obra publicada en 1908. Tanto para Lenin, como para Trotsky, los principales ideólogos de la revolución bolchevique, la ciencia es una fuerza productiva y hay que tratar de dominarla para que contribuya a los fines que persigue el socialismo. Desde el principio, la doctrina marxista da respuesta nítida  a la cuestión planteada por los destructores de máquinas, fiel reflejo de la desorientación de los obreros en la lucha por su dignidad. Las máquinas no traen el paro y la miseria de los trabajadores, ni aún su explotación, sino las relaciones sociales injustas en las que esas innovaciones técnicas se ponen en marcha. Al igual que Don Quijote, ellos quieren preservar un modo de vida anterior soñando que era mejor, cuando en realidad de lo que se trata es de aprovechar todo el camino andado posteriormente, aprovecharlo en beneficio de la clase obrera. No es extraño que la idea de Progreso infinito de la humanidad a través de la ciencia y la tecnología haya calado hasta los huesos en la filosofía marxista. Esa era su esperanza. En 1923, Trotski comentaba en este sentido, cómo entendía él la era que el comunismo traería invariablemente, por la fuerza misma de la lógica de la historia, contra la que inútilmente las fuerzas de la reacción, chocan una y otra vez:

“El hombre hará un nuevo inventario de montañas y ríos. Enmendará rigurosamente y en más de una ocasión a la Naturaleza. Remodelará en ocasiones la tierra a su gusto. No tenemos ningún motivo para temer que su gusto sea malo.

[...] El hombre socialista dominará la Naturaleza entera [...] por medio de la máquina. Designará los lugares en que las montañas deben ser abatidas, cambiará el curso de los ríos y abarcará los océanos. Los necios idealistas pueden decir que todo esto abarcará por no tener gracia ninguna, pero precisametne por ello son necios. ¿Piensan que todo el globo terrestre será parcelado, que los bosques serán transformados en parques y jardines? Seguirá habaiendo espesuras y bosques, faisanes y tigres allí donde el hombre decida que los haya. Y el hombre actuará de tal forma que el tigre no se dará cuenta incluso de la presencia de la máquina, y continuará viviendo como ha vivido. La máquina no se opondrá a la tierra. Es un instrumento del hombre moderno en todos los dominios de la vida. Si la ciudad es hoy “temporal” no se disolverá en la antigua aldea. Al contrario, la aldea se alzará hasta el nivel de la ciudad. Y ésa será nuestra tarea principal. La ciudad es “temporal”, pero indica el futuro y muestra la ruta. La aldea actual surge enteramente del pasado; su estética es arcaica, como si se la hubiese sacado de uun museo de arte popular.

[...] Dueño de su economía, el hombre alterará profundamente la estancada vida cotidiana. La necesidad fastidiosa de alimentar y educar a los niños será eliminada para la familia debido a la iniciativa social. La mujer saldrá por fin de su semiesclavitud. Al lado de la técnica, la pedagogía formará psicológicamente nuevas generaciones y regirá la opinión pública. En constante emulación de métodos, las experiencias de educación socia se desarrollarán a un ritmo hoy día inconcebible. El modo de vida comunista no crecerá ciegamente, como los arrecifes de coral en el mar. Será edificado de forma consciente. Será controlado por el pensamiento crítico. Será dirigido y corregido. El hombre, que sabrá desplazar los ríos y las montañas, que aprenderá a construir palacios del pueblo sobre las alturas del Mont Blanc o en el fondo del Atlántico, dará a su existencia la riqueza, el color, la tensión dramática, el dinamismo más alto.

[...] En resumen, el hombre comenzará a armonizar con todo rigor su propio ser. Tratará de obtener una precisión, un discernimiento, una economía mayores, y por ende belleza en los movimientos de su propio cuerpo, en el trabajo, en el andar, en el juego. Querrá dominar los procesos semiinconscientes e inconscientes de su propio organismo: la respiración, la circulación de la sangre, la digestión, la reproducción. Y dentro de ciertos límites insuperables, tratará de subordinarlos al control de la razón y de la voluntad. El homo sapiens, actualmente congelado, se tratará a sí mismo como objeto de los métodos más complejos de la selección artificial y los tratamientos psicofísicos [...]

El hombre libre tratará de alcanzar un equilibrio mejor en el funcionamiento de sus órganos y un desarrollo más armonioso de sus tejidos; con objeto de reducir el miedo a la muerte a los límites de una reacción racional del organismo ante el peligro. En efecto, no hay duda de que la falta de armonía anatómica y fisiológica, la extremada desproporción en el desarrollo de sus órganos o el empleo de sus tejidos dan a su institnto vital este temor mórbido, histérico, de la muerte, temor que a su vez alimenta las humillantes y estúpidas fantasías sobre el más allá. El hombre se esforzará por dirigir sus propios sentimientos, de elevar sus instintos a la altura del consciente y de hacerlos transparentes, de dirigir su voluntad en las mismas tinieblas del inconsciente. Por eso, se alzará al nivel más alto y creará un tipo biológico y social superior, un superhombre si queréis.

[...] El hombre se hará incomparablemente más fuerte, más sabio y más sutil. Su cuerpo será más armonioso, sus movimientos más rítmicos, su voz más melodiosa. Las formas de su existencia adquirirán una cualidad dinámicamente dramática. El hombre medio alcanzará la talla de un Aristóteles, de un Goethe, de un Marx. Y por encima de estas alturas, nuevas cimas se elevarán.” [Trotski, 1979; pp. 197-202]

Desde luego, sus previsiones no corresponden con lo que el mundo ha dado de sí en este siglo. No corresponden en cuanto a la perspectiva comunista y soviética que él pronosticaba. Hay que recordar que Trotski fue partidario, y defendió en diversas ocasiones la necesidad de establecer, mediante la extensión de la revolución bolchevique soviética a toda Europa, la creación de los Estados Soviéticos Unidos de Europa. En cualquier caso, sus previsiones no son despreciables, porque en gran medida el poderío de la tecnología ha hecho realidad de la manera más amarga imaginable, esas previsiones que establecía Trotski. Y lo que es necesario tener en cuenta, para alcanzar una comprensión cabal de esta diferencia, es que el resultado histórico al que hemos llegado, no es fruto de la fatalidad, sino, en gran medida, del enfrentamiento ideológico, político y militar entre distintos programas y planes, con los que han estado comprometidos millones de personas, de modo que no conviene considerar como inevitable y necesario el estado del mundo actual, si es que aún podemos mantener viva la aspiración de poder cambiarlo algún día, sin que ello signifique asumir esa especie  de irenismo ingenuo de Trotski y en general de todos los que han hecho ese tipo de previsiones futuristas, tan equivocadas, por lo demás, como las previsiones de quienes no han querido ver en el futuro más que fatalidad y oscuros horizontes.

Samuel Butler y Erewhon

En el contexto de la Gran Depresión de los años treinta, la revista Nature, heredera en cierto modo del espíritu de las Philosophical Transactions de la Royal Society, haciéndose eco particular de la crisis económica, social y política, que había generado paro masivo, y un empobrecimiento general de la población, proponía recoger la sabiduría de los pobladores de Erewhon[1]. La novela que Samuel Butler escribiera en 1872 -continuada posteriormente en 1901 con el título Regreso a Erewhon- construía un mundo utópico al que un joven inglés llega por circunstancias novelescas. El mundo con el que se encuentra nuestro protagonista, de quien no se conoce el nombre hasta la segunda parte, Erewhon (Nowhere, es decir, “ninguna parte”) es un mundo “sin máquinas”, salvo algunos dispositivos mecánicos legitimados por los Profesores de Inconsecuecia y Arte de la Evasiva. Este mundo es el resultado de una guerra civil producida quinientos años antes, entre los maquinistas y los antimaquinistas, que consiguieron finalmente la victoria. Para dar cuenta de este desenlace que da toda la peculiaridad a ese país utópico, Samuel Butler introduce una serie de capítulos dedicados al tema de las máquinas. Todos ellos recogen extractos de un famoso libro, desencadenante de aquella guerra civil, titulado “El libro de las máquinas”. En él se plantea la cuestión de si las máquinas pueden tener conciencia, si su “evolución” puede dar lugar a esta eventualidad, y si no convendría destruirlas antes de que ello ocurriera. Hay párrafos extraordinarios y de gran interés, sin embargo, como aquel en donde se dice: “La verdadera alma del hombre se debe a las máquinas; es una cosa hecha a máquina, piensa tal como piensa y siente por medio del trabajo que las máquinas grabaron sobre él, y su existencia  es casi una condición sine qua non, para él como la de él para ellas” [Butler, 1999; p. 192]. (Tomaremos al pie de la letra esta identificación del alma con la máquina). Uno de los principales peligros que contempla el Libro de las máquinas es precisamente la cuestión de la posibilidad de que las máquinas puedan reproducirse a sí mismas. Este tema, lejos de ser pura ciencia-ficción, fue planteado con toda precisión por John von Newman en el Instituto de estudios avanzados de Princeton en los años de la Segunda Guerra Mundial. Las máquinas, llamadas “máquinas tipo von Newman”, o también los “autómatas autorreproductores” eran máquinas ideales diseñadas de manera que debían ser capaces de reproducirse a sí mismas. Von Newman tuvo como modelo los procesos biológicos de reproducción de células y organismos superiores, y al mismo tiempo, sirvió como modelo para la interpretación de los procesos de reproducción que Watson y Crick establecieron cuando descubrieron la estructura del  ADN y del ARN [Regis, 1992; pp. 142 y ss.] Principalmente, para resolver el problema de la planificación y de la finalidad en virtud de la cual es posible que una máquina pueda decidir poner en marcha un proceso de construcción de un ser semejante, Newman propuso una especie de codificación basada en la teoría de la máquina de Turing, por medio de la cual es posible la organización lógica en 1 y 0 de cualquier algoritmo, que tiene una semejanza extraordinaria con la propia codificación de la estructura del ADN. El análisis abstracto de la reproducción de las máquinas fue establecido por Newman en diciembre de 1949, mientras que Francis Crick y James Watson explicaron el funcionamiento de la molécula del ADN cuatro años después. Pero, volvamos a Erewhon. Lo que plantea el autor del libro de las máquinas es algo más inquietante que lo que propone von Newman, pues, aquí se cuestiona si no será el hombre mismo el instrumento del que se vale la máquina para completar su proceso reproductivo. Hay algo en lo que coinciden tanto von Newman, como Butler: las máquimas son sistemas complejos compuestos de partes, cada una por así decir independiente por sí misma, que se componen con el fin de dar lugar a ese  todo. Por ello, dice Butler que la máquina es ciertamente una ciudad, es decir un conglomerado de piezas más pequeñas. Al igual que von Newman, supone la existencia de las piezas necesarias flotando a su alrededor, piezas de las que deberá disponer para dar lugar a una nueva máquina, y verdadero escollo de cualquier teoría “evolucionista” de las máquinas, que ciertamente, sólo puede entenderse de manera metafórica. La utopía de Erewhon ofrece una complejidad extraordinaria que en vano reduciríamos a la cuestión planteada en la revista Nature, y en la polémica suscitada posteriormente. De hecho, las opiniones que ofrece Butler en el libro de las máquinas plantean alternativas inevitables en cualquier filosofía de la técnica, desde ese horizonte utópico que sirve, entre otras cosas, para forzar los límites que la realidad impone haciendo imposible la percepción de los contrastes en su perfecta nitidez. Así, la tesis según la cual el hombre quedará dominado por las máquinas se asienta sobre la idea de que precisamente son las máquinas las que actúan sobre el hombre y “le hacen hombre” [Butler, 1999; p. 207] Pero, advierte el protagonista que hubo una contestación a este “Libro de las máquinas” en la que su autor ofrecía una versión completamente diferente del concepto de máquina, y en virtud de la cual, la versión del “Libro de las máquinas” aparecía como una teoría mecanicista en el sentido cartesiano del término. La respuesta organicista parte del principio de que las máquinas son “una parte de la propia naturaleza física del hombre, no siendo sino miembros extracorporales” [Op. cit., p. 209] Esta interpretación organicista, que sigue la estela de Protágoras, supone que las máquinas son la extensión de nuestras propias extremidades y facultades sensitivas, en el sentido de Borges, por ejemplo. “El hombre es un mamífero maquinizado[...] No usamos nuestros miembros sino como máquinas, y una pierna sólo es una pierna de palo mucho mejor que la que nadie pueda fabricar.” Las consecuencias de tal interpretación son un tanto escalofriantes, pero recuerdan extraordinariamente algunas de las ideas establecidas en los mejores anuncios publicitarios que podemos ver hoy en nuestros televisores, así dice nuestro protagonista que el autor de esta contestación organicista al “Libro de las máquinas”.

“Demostró que los hombres se tornaban más delicados y más superiormente organizados cuanto más se aproximaban a la cima de la opulencia, y que nadie, salvo los millonarios, poseían el complemento pleno de miembros con los cuales podía formar un cuerpo el género humano[...] Con  poderosos órganos, nuestros banqueros y nuestros grandes comerciantes hablan a sus congéneres a través de lo ancho y lo largo de la tierra en un segundo de tiempo, y sus almas ricas y sutiles pueden desafiar cualquier impedimento material, mientras que las almas del pobre están aplastadas y trabadas por la materia que se les adhiere firmemente como la cola a las alas de una mosca, o como si estuvieran debatiéndose en arenas movedizas. Sus oídos lerdos invertirán días y semanas en oír lo que otro les diga a la distancia, en lugar de oírlo en un segundo como sucede con las clases más superiormente organizadas. ¿Quién negará que quien pueda añadir a todo esto un tren especial a sus necesidades individuales, e ir a donde quiera y cuando quiera, dispone de una organización más perfecta que  aquel para quien desear el mismo poder sería tanto como desear tener las alas del pájaro, ya que iguales posibilidades tiene que conseguirlas, y cuyas piernas son sus únicos medios de locomoción? Esa vieja enemiga filosófica, la materia, el mal esencial e inherente, aun cuelga alrededor del cuello del pobre y lo estrangula; pero para el rico la materia es inmaterial; la organización elaborada de su aparato extracorporal ha liberado su alma.

“Este es el secreto del homenaje que vemos rendir a los ricos por quienes son más pobres que ellos, y sería un grave error suponer que esta diferencia procede de motivos que avergüencen; es el respeto natural que todas las criaturas vivientes profesan a aquellos a quienes reconocen como colocados a mayor altura en la escala de la vida animal, y es análoga a la veneración que el perro experimenta hacia el hombre.” [Op. cit., p. 212] 

Al margen de otras consideraciones, debemos recordar muchas de las cosas que actualmente se dicen acerca del Cyborg y cosas por el estilo, el nuevo hombre informatizado, en donde se apunta a una versión organicista de la máquina del estilo propuesto por Butler. Comparemos aquel texto con el siguiente de Ray Kurzweil, el periodista norteamericano laureado por sus ensayos futuristas, escrito en el año 1999. Curiosamente, su libro se titula La era de las máquinas espirituales:

“Año 2099: Hay una marcada tendencia a la unión del pensamiento humano con el mundo de la inteligencia de la máquina que la especie humana creara inicialmente. Ya no hay distinción clara entre seres humanos y ordenadores. Las entidades más conscientes carecen de presencia física permanente. Las inteligencias basadas en máquinas y derivadas de modelos extendidos de inteligencia humana se proclaman humanas. La mayor parte de estas inteligencias no están ligadas a una unidad específica de procesamiento informático. La cantidad de seres humanos con soporte de software supera con mucho la de los que siguen utilizando el cálculo neuronal natural a base de carbono [...] Los seres humanos que no recurren a esos implantes son incapaces de dialogar con los que se valen de ellos. La esperanza de vida ya no es un término válido en relación con los seres inteligentes”. 

Desde luego, la tesis del organicista de Erewhon no necesita una premonición tan futurista y ridícula, aunque ciertamente posible, sino simplemente un estudio comparado del estado del mundo actual y de las profundas y radicales diferencias que se mantienen entre el Tercer Mundo y el  Primer Mundo, diferencias que han ido en aumento a lo largo del siglo XX, y no por casualidad, sino precisamente por el incremento de la aplicación científica en los procesos productivos desarrollado en el Primer Mundo gracias a la explotación masiva y sistemática, aunque desorganizada y caótica, que se ha llevado a cabo en el Tercer Mundo. Cualquier anuncio publicitario sobre comunicaciones nos pone directamente ante esta contradicción. Sólo que en Erewhon aquel discurso servía para legitimar su estado de cosas, como si la máquina fuera consustancial al capitalismo. De modo que  el determinismo tecnológico asociado al organicismo viene acompañado de una teoría finalista de la historia esencialmente idéntica a la doctrina Fukuyama del “fin de la historia”.

Al margen de estas consideraciones, lo cierto es que los pobladores de Erewhon llegaron a la conclusión de que era necesario destruir todas las máquinas, aunque luego no destruyeron más que aquellas cuya invención se había producido 271 años atrás. Ellos representaban la sabiduría de los destructores de máquinas. Lo cierto es que con el tiempo permitieron muchos artefactos, pero todos ellos, para decirlo en términos de Mumford, pertenecientes a la etapa eotécnica.

Con el desarrollo del pensamiento marxista, así como con el despliegue de la plataforma socialista internacional protagonizada por la Unión Soviética se produce una inversión absoluta de los términos de la discusión tal y como se había desarrollado hasta entonces. Nunca más, a partir de este episodio, se podrá hablar simplemente de optimismo o pesimismo ante la ciencia, tal y como se había dado desde la revolución científica hasta Rousseau, incluyendo aquí el fenómeno de los luditas, entre otros. La cuestión de si es necesaria o no la ciencia para los pueblos ya no se discutirá, y en cambio, los términos de discusión pasarán ahora al plano de qué tipo de ciencia nos conviene más, si es que es posible hablar de distintas ciencias, y cómo puede ser esto posible.

Boris Hessen y el Congreso de Londres

Nature denunciaba que la ciencia articulada en el contexto de la producción industrial a gran escala destruye al hombre convirtiéndolo en un apéndice de la, máquina, incluso cita a Marx suponiéndolo un animador contra las máquinas. Sin embargo, estas tesis de Nature fueron contestadas, en 1931, por Boris Hessen en el contexto del II Congreso Internacional de Historia de la ciencia y de la tecnología que tuvo lugar en Londres[2]. Allí, tanto Hessen como Bujarin y los demás representantes de la delegación soviética enviada al efecto, defendían el valor emancipatorio de la ciencia[3] que la URSS se empeñaba en realizar, siendo este precisamente el programa trascendental que otorga sentido a la revolución soviética.

Según estos autores, no se trata de que los grandes avances científicos hayan traído consigo la depauperación de grandes masas de la población. La razón de esta situación proviene de la composición de la ciencia como fuerza productiva en el contexto de una organización social de clases en donde rige la propiedad privada de los medios de producción. La ciencia entendida como fuerza productiva ha alcanzado un desarrollo tal, dicen Bujarin y Hessen, que entra en conflicto con las relaciones de producción capitalistas en las que, sin embargo, ha nacido (estos autores siguen literalmente las tesis del materialismo histórico de Marx tal como lo expone por ejemplo en el «prefacio» a la Contribución a la crítica de la economía política)[4].

De esta manera, no se trata, como propone Nature, de volver a los buenos viejos tiempos del ayer, sino de cambiar las viejas estructuras sociales cuya contradicción con el desarrollo de la ciencia señala precisamente la insuficiencia histórica de estas relaciones sociales. Así, para los soviéticos, la ciencia tiene un papel esencial en el desarrollo de la humanidad, en una concepción de la verdad y del progreso, sin duda de carácter metafísico, que concibe a la ciencia como un proceso ininterrumpido hacia la verdad[5]. Sin embargo, su mensaje consiste en advertir que sólo en la sociedad socialista la ciencia puede convertirse en patrimonio de toda la humanidad, y sólo esta sociedad ofrece el contexto adecuado para no limitar su infinito desarrollo y sus infinitas posibilidades. Como dice Hessen, «sólo en la sociedad socialista, la ciencia se transformará en patrimonio de toda la humanidad. Ante ella se abren nuevas vías de desarrollo, y no hay límite para su avance victorioso ni en el espacio ilimitado ni en el tiempo infinito»[6]. El único límite a este infinito desarrollo como patrimonio de toda la humanidad es el que le podría imponer el modo de producción capitalista, evidentemente.

Para entender las consecuencias de aquellos trabajos en el II Congreso Internacional de Historia de la ciencia, hay que tener en cuenta tanto las consecuencias que la concepción soviética de la ciencia tuvo en el desarrollo dentro y fuera de la URSS,  mediante la planificación socialista a través de los planes quinquenales y el famoso ­Gossplan, como las consecuencias que esta obra tuvo en los científicos ingleses que figuraron entre los más eminentes de la Gran Bretaña entre los años treinta y cincuenta; lo que Paul Gary Werskey denominó como el colegio visible[7], cuyas propuestas marxistas acerca de la planificación y orientación política de la ciencia fueron notorias y cuya influencia sin duda se ha dejado sentir con fuerza en los movimientos sociales ingleses y americanos: nos referimos a los movimientos Science for the People y la British Society for the Social Responsability of Science, detrás de los cuales está precisamente el trabajo de Hilary y Steven Rose, quienes han rescatado explícitamente muchos de los contenidos ofrecidos entonces por Hessen y la delegación soviética[8]. Pero también hay que tener en cuenta la reacción radical que la obra de Hessen provocó en Occidente a través de toda una serie de autores entre los que encontramos a George Sarton, Robert Merton, A. Rupert Hall, George Basalla, etc., una reacción que simplificando el trabajo de Hessen bajo la acusación de “externalismo” grosero, pretendía hacer oídos sordos y mantenerse en la disposición ideológica anterior a aquel evento, basada en la dualidad Optimiso/Pesimismo, y en una visión “heredada” de la ciencia, que corresponde en realidad, a la acepción dos aquí establecida[9].

 

La actitud política ante la ciencia y a través de la ciencia estaba ya formulada en la paradoja que ofrecía John Desmond Bernal haciendo balance precisamente de la obra de la delegación soviética, Science at the Cross Roads. Se preguntaba Bernal como científico: «¿Qué es mejor, ser intelectualmente libres, pero socialmente ineficaces, o convertirnos en parte integrante de un sistema en el que el conocimiento y la acción marchen unidos hacia un propósito social común?» [10] Desde luego, aunque Bernal aquí da muestras de la inocencia positivista de la época, los científicos soviéticos tenían claro el compromiso político. No hay ciencia sin marxismo, ni marxismo sin ciencia (por supuesto, como dice el filósofo español Gustavo Bueno, esto ya había quedado establecido de hecho desde la edición en 1908 de Materialismo y empiriocriticismo, de Lenin). Por otra parte, el dilema de Bernal sin duda operó también en la decisión final que llevó a Einstein a escribir su famosa carta a Roosevelt, el 2 de agosto de 1939. 

La escuela de Francfort 

Pero ya desde los años veinte se estaba gestando lo que será la escuela de Francfort. Advertimos, no obstante que a esta escuela también llegó la influencia de Hessen a través de Heinrik Grossmann, por ejemplo. Max Horkheimer escribía en 1932 un artículo en el que exponía lo que puede considerarse como los principios básicos de la teoría crítica sobre la función social de la ciencia. De ellos, cabe desatacar, sin duda, en primer lugar la constatación de que la ciencia es una fuerza productiva, lo que sin embargo no la hace solamente reducible a su condición de resolución práctica de necesidades productivas: «la comprobación de la verdad de un juicio es algo diferente de la comprobación de su importancia vital». Ante este segundo punto es necesario hacer hincapié en el hecho de que la teoría marxista que establece definitivamente que la ciencia ha de entenderse como fuerza productiva, en el contexto del desarrollo de la producción industrial, ya se planteaba entonces la cuestión del relativismo gnoseológico, así como la cuestión del pragmatismo o la reducción gnoseológica de la verdad al criterio del verum est factum de Vico. 

Quiere decirse con ello, que en absoluto estamos en una etapa de «ingenua aceptación positivista de la ciencia», como los nuevos fundadores CTS han querido hacernos creer. El hecho de no haber caído en el relativismo no es una prueba de ingenuidad gnoseológica. Y no es ingenua esta crítica precisamente porque, sin embargo, se reconoce que «en la crisis económica general [recuérdese que estamos hablando de 1932], la ciencia aparece como uno de los numerosos elementos de la riqueza social  [s.n.], que no cumplen con aquello para lo cual estaban destinados». La ingenuidad, en aquellos tiempos, como había ya denunciado Hessen y la delegación soviética que se presentó en Londres en 1931, radica en hacer responsables de la crisis a las fuerzas productivas, a la propia ciencia, como hacían los editores de la revista británica Nature.

No es ingenuidad cuando denuncia que precisamente la «solidificación de las relaciones sociales» contribuye a la fetichización de ciertos principios como el concepto de conciencia en sí «como presunta -dice- productora de la ciencia», la ley natural, la relación invariable de sujeto a objeto, la rígida separación entre naturaleza y cultura (una separación que los representantes del CTS siguen defendiendo precisamente, a pesar de los años que los separan de esta obra y a pesar de su aparente sagacidad); en definitiva, según Horkheimer, la raíz de esta serie de prejuicios idealistas sobre la ciencia «no se encuentra -dice- en la ciencia misma, sino en las condiciones sociales que detienen su desarrollo y con las cuales entran en conflicto los elementos racionales inmanentes en la ciencia”.Añádese a ello el carácter ideológico de todas las formas de la conducta humana que ocultan la verdadera naturaleza de la sociedad, erigida realmente sobre antagonismos.

Conviene poner especial atención al siguiente párrafo de Horkheimer:

«En la actualidad, el cultivo de la ciencia ofrece un reflejo de la contradictoria situación económica. Esta se halla ampliamente dominada por tendencias monopolistas, y no obstante, en escala mundial, es desorganizada y caótica, más rica que nunca y sin embargo incapaz de subsanar la miseria. En la ciencia también aparece una doble contradicción. En primer lugar, vale como principio el que cada uno de sus pasos deba tener un fundamento, pero el paso más importante, a saber, la elección de sus tareas, carece de fundamentación teórica y pareciera abandonado a capricho.[11]»

Este párrafo es absolutamente esencial en la comprensión de la ciencia desde el punto de vista del marxismo y de la teoría crítica. Se dice que el desarrollo de la ciencia no es natural, ni caprichoso, ni caótico. Es decir, que el desarrollo de la ciencia no se produce ni por mecanismos darvinianos, como pretenderán los teóricos CTS en muchos aspectos de sus teorías, y como podremos ver más adelante, ni por mecanismos dirigidos por la naturaleza de las cosas mismas, lo que nos aleja nuevamente de cualquier ingenuidad positivista. Se dice efectivamente que la elección de las tareas de la ciencia es el paso más importante de toda ciencia. Ahora bien, ¿cómo se determinan las tareas de la ciencia? Veamos el siguiente párrafo:

«En segundo lugar -dice-, la ciencia ha de ocuparse de conocer las relaciones de mayor amplitud; pero ocurre que no es capaz de aprehender en su real vitalidad la más amplia de las relaciones, de la cual depende su propia existencia y la orientación de su trabajo, a saber, la sociedad […] pues también la ciencia está determinada, en cuanto a la extensión y a la dirección de sus tareas, no sólo por sus propias tendencias, sino, en última instancia, por las necesidades sociales. La dispersión y lapidación de energías intelectuales [sólo puede ser superada] por obra del cambio de sus condiciones reales, dentro de la praxis histórica».

Es decir, los objetivos, las tareas que la ciencia se propone, no proceden de una naturaleza abstracta sino de la propia sociedad, de la praxis histórica. ¿Hay algo aquí de «búsqueda desinteresada de la verdad» en el sentido positivista? No. La ciencia tiene determinadas sus tareas en el contexto de la praxis histórica, en el contexto de la sociedad que ella misma está contribuyendo a crear, es decir, la ciencia es un elemento constitutivo de la propia sociedad, lo que no implica necesariamente el relativismo gnoseológico. Pero su propuesta es entonces mucho más revolucionaria de la que nos ofrece CTS, por ejemplo, por más que quiera presentarse de forma transgresora e inspirada al parecer en los movimientos contraculturales americanos de los años sesenta e incluso de mayo del 68. Lo que quiere decirse con esta propuesta es que el desarrollo de la ciencia no se hace sobre un horizonte abstracto (el horizonte de los hechos o datos observacionales indubitables aunque infradeterminados), llámese la ausencia de verdad, el relativismo, o simplemente, un horizonte que hace imposible la puesta en duda de las condiciones sociales mismas que hacen posible un determinado tipo de ciencia. Lo más reaccionario del movimiento CTS radica precisamente en ocultar, mediante el abandono de la tradición marxista aquí recogida, la teoría principal que ella encarna. A saber: que es el sistema capitalista de producción el que determina la dispersión, desorientación, y contradicciones ante las que nos encontramos con la ciencia, porque «la ciencia -dice Horkheimer-, en cuanto función social, refleja las contradicciones de la sociedad».

En este sentido, como se ha dicho tantas veces, es obvio que puede existir una ciencia proletaria y una ciencia burguesa­. Es que de hecho existe una ciencia burguesa. Cuando Sarton reseñaba en la revista Isis la edición de Science at the Cross Roads, afirmaba con ironía que estos autores pretendían defender la separación entre una ciencia burguesa­ y una ciencia proletaria. Sarton se mofaba de esta idea precisamente ejercitando un positivismo ingenuo que empañaba de hecho toda su obra, pero la propuesta era tan radical entonces como lo había sido ya en la obra de Lukács de 1923, Historia y consciencia de clase, donde afirmaba:

«Pero el carácter histórico de los «hechos» que la ciencia parece captar en esa «pureza» se impone aún de otro modo mucho más cargado de consecuencias. Pues esos hechos, como productos del desarrollo histórico, no sólo se encuentran en constante transformación, sino que -precisamente en la estructura de su objetividad- son producto de una determinada época histórica: productos del capitalismo. Consiguientemente, la «ciencia» que reconoce como fundamento de la factualidad científicamente relevante el modo como esos hechos se dan inmediatamente, y su forma de objetividad como punto de partida de la conceptuación científica, se sitúa simple y dogmáticamente en el terreno de la sociedad capitalista, y acepta la esencia, la estructura objetiva y las leyes de ésta, de un modo acrítico, como fundamento inmutable de la «ciencia» .» [12]

Esta aportación de Lukács nos sirve también para llamar la atención sobre el hecho de que nuestros fundadores CTS pretenden atribuir a los datos observacionales un valor natural independiente de la propia práxis histórica del hombre, lo cual los convierte en positivistas ingenuos vergonzantes, por más que luego asuman la supuesta «infradeterminación» de los datos por las teorías, pero suponemos que el lector se da perfectamente cuenta de esta cuestión (véase el tópico «relativismo» más atrás).

 Lo curioso, principalmente, es que esta teoría de la ciencia proletaria no se decidía a partir del expediente previo de la aceptación del relativismo, como pudiera parecer, sino, nuevamente, por las tareas de las ciencias. Para decirlo con palabras del filósofo español Gustavo Bueno, que en cierto modo traduce el mismo sentido que aquí proponía Lukács: «En resolución, los procesos de génesis de las ciencias podrían ser disociados a partir de un determinado momento, de las estructuras a las cuales dieron lugar. Pero en la medida en que decimos que la génesis ha ido trazando de hecho la trayectoria que el curso histórico de las ciencias han seguido y que ha delimitado sus campos, en cuanto sus propios contenidos no tenemos también que sospechar que las huellas de los fines de dominación han de conservarse en las estructuras neutrales de las ciencias ya consolidadas y, sobre todo, en la selección del conjunto de sus contenidos?» [13]

En definitiva, si bien las ciencias tienen precisamente un alcance objetivo en la medida en que contribuyen a constituir el mismo mundo en marcha (los hechos de los que hablaba Lukács, si bien estos hechos son históricos), es cierto que el curso mismo de la ciencia, y por lo tanto, -y esto es lo verdaderamente importante-, el mismo mundo en marcha en el que se desenvuelven nuestras operaciones, están determinados por el proceso histórico también de selección de tareas y hechos pertinentes para la ciencia. Si, por otro lado, la ciencia se concibe como una fuerza productiva, en el contexto del capitalismo, queda claro cual es el objeto y la fuerza de la crítica marxista desde la teoría del materialismo histórico, para la interpretación de la función de la ciencia en la actualidad. Por supuesto, aquí encontramos también las huellas de un método de análisis filosófico y sociológico de la ciencia sin ningún tipo de actitud vergonzante que compararemos más adelante con lo que los fundadores de la nueva CTS consideran una de sus principales propuestas: la «evaluación de tecnologías».

La escuela de Francfort tiene un lugar culminante en la obra de Marcuse, El hombre unidimensional  (1964), y en El final de la utopía [1967], en donde encontramos los mismos argumentos propuestos por Horkheimer en 1932, aunque hubieran diferido en otros aspectos. Según Marcuse, la realización de la Utopía procede a partir de la ciencia: «hemos de considerar al menos la idea de un camino al socialismo que vaya de la ciencia  a la utopía».Y ello porque en la sociedad actual están presentes «las fuerzas materiales e intelectuales necesarias para realizar la transformación, aunque la organización existente de las fuerzas productivas impida su aplicación racional»[14].

A lo largo de los trabajos de esta escuela encontramos en Marcuse la formulación de la concepción de la ciencia sobre un horizonte no de carácter impersonal, sino histórico, y social, es decir, el marco de las relaciones de producción y sus contradicciones. Esta situación es, por supuesto, la que los fundadores de la nueva disciplina CTS pretenden precisamente disolver, y será la base de nuestra posterior crítica. Pero veamos cómo se extiende la influencia del marxismo.

El Colegio Visible

También es importante destacar la tradición abierta en Gran Bretaña por el impacto de la Revolución Soviética, así como por el desarrollo posterior de una concepción comprometida y antineutral de la ciencia, aunque no relativista. Como decía R. Young, «El colegio visible ilustra cómo la izquierda llegó a concebir la ciencia, la tecnología y la producción como el modelo para, y el motor de, el socialismo. Nosotros, dice, sabemos que estas opiniones llegaron a Inglaterra con la delegación encabezada por Bujarin, que vino al Congreso Internacional de Historia de la ciencia y la tecnología que tuvo lugar en Londres en 1931»[15]. Es importante señalar el cambio que significaban estos autores, científicos ellos mismos, con respecto a la actitud política de los científicos ante la sociedad. En esta cuestión, la generación que constituye ese colegio visible del que habla Werskey fue realmente pionera. Los científicos aparecían comprometidos con la política y consideraban su propio trabajo científico como una contribución real a la emancipación y la realización del socialismo. Algo inaudito aún, fuera, por supuesto, de la Unión Soviética[16].

Debemos mencionar, por ejemplo, la polémica entre Hyman Levy y Julian Huxley entre 1933 y 1934 sobre la función social de la ciencia. En aquel entonces, Hyman Levy dijo algo realmente interesante desde el punto de vista de la responsabilidad del científico: «puesto que los científicos, como otros trabajadores, tienen que ganarse la vida […] en gran medida las exigencias de quienes proporcionan los fondos determinarán, en líneas generales, la expansión del interés científico al campo de la ciencia aplicada […] No conozco ningún científico que sea tan libre como para poder estudiar absolutamente lo que le plazca o que no se vea refrenado de algún modo por limitaciones como el coste del equipo”.[17]

El propio Huxley, que hasta entonces había estado reflexionando seriamente sobre la pertinencia de la Eugenesia, y que había cambiado de opinión a través de la influencia de Lancelot Hogben, su amigo, comenzaba a defender la visión de la ciencia según la cual «su función estaba vinculada con la historia y el destino humano» apelando a la responsabilidad de los científicos»[18].  ¿Cómo olvidar la publicación en 1939 de The Social Function of Science de Bernal y las consecuencias que tuvo en la orientación ideológica del Colegio visible a lo largo de las siguientes décadas?

No podemos desarrollar en extenso los pasos que estos científicos de izquierdas fueron dando desde los años treinta hasta los sesenta, para eso remitimos al extraordinario y aun sin traducir al español, trabajo de Werskey, pero lo que sí es necesario señalar, contra las afirmaciones de los fundadores de la nueva disciplina CTS, es que una de las instituciones que hereda directamente los principios teóricos de esta corriente importante y muy influyente tanto en Europa como en EEUU, y aún en la Unión Soviética, fue precisamente la British Society for Social Responsability in Science establecida en abril de 1969. De hecho, entre sus miembros fundadores figuran precisamente los nombres de Bernal, de Hogben y de Needham, tres prominentes miembros de aquella generación de científicos británicos de izquierdas[19]. Por lo que es necesario afirmar que semejante institución fue el resultado de una coyuntura histórica de largo alcance, y no una circunstancial reacción social «frente a la ideología cientifista y tecnocrática»[20].

Aquella asociación era un jalón más en el desarrollo de instituciones como el sindicato nacional de trabajadores científicos, llamado más tarde, Asociación de trabajadores científicos (establecida en 1918 con una «explícita plataforma socialista»[21], el Movimiento Antiguerra de los Científicos de Cambridge (1932) la  Comisión para la ciencia y sus relaciones sociales (1937), la División de Relaciones Sociales e Internacionales de la Ciencia dentro de la Asociación Británica (1938), la Federación Mundial de Trabajadores Científicos (1948) presidido en primer lugar por el físico comunista francés Joliot-Curie, el movimiento de «Ciencias para la paz» (1950) o la Campaña por el Desarme Nuclear (1956) y la Nueva Izquierda, al margen de la influencia que tuvo efectivamente en el contexto de los partidos socialistas y comunistas europeos, etc.[22]

En cualquier caso, lo que nos ofrecen estos autores, en cuanto científicos, es la otra cara del mismo argumento en virtud del cual no es la ciencia, sino el horizonte político del capitalismo como modelo de relaciones sociales en el que se articula lo que hace imposible una eficacia social adecuada a sus potencialidades reales, y un control democrático verdaderamente efectivo de la investigación científica. Levy subraya la dependencia material del científico con respecto al contexto de las inversiones que suponen los nuevos métodos de investigación científica. Los fines promovidos a menudo por los intereses de quienes sufragan los gastos de investigación hacen imposible, en este contexto social, cualquier actitud neutral ante la ciencia.

La contrapartida en el contexto de esta contradicción constitutiva de nuestro presente fue, para el colegio visible de científicos inaugurado en los años treinta, el compromiso político. La renuncia a cualquier tipo de ingenuidad neutralista, la renuncia a cualquier concepción ingenua sobre la ciencia como búsqueda desinteresada de la verdad. Una renuncia formulada ya con toda claridad en 1931, en el contexto del debate sobre la ciencia y la sociedad, organizado dentro de los actos del II Congreso internacional de historia de la ciencia y la tecnología que tuvo lugar en Londres. En rigor, los científicos neutrales, dado el contexto material en el que se configura la propia ciencia moderna, han de ser considerados estrictamente mercenarios de sus mecenas. Sean estos el estado, o bien instituciones, laboratorios de carácter privado, etc.

La radicalización de la ciencia

El movimiento generado durante estas décadas, con todas las divergencias y contradicciones en las que aquí no podemos entrar, pero que, en todo caso, muestran el vigor de los problemas y la profundidad de los análisis, desembocaría más tarde en el fenómeno de la radicalización de la ciencia representado por autores como Hilary y Steven Rose, Richard Lewontin, Richard Levins, Jean-Marc Lévy-Leblond, André Gorz, Mike Cooley, Hans Magnus Enzensberger, etc., situados en el contexto de asociaciones como la sociedad británica para la responsabilidad social de la ciencia, o la americana Ciencia para el pueblo. Este movimiento dejaría una huella indeleble en obras como La radicalización de la ciencia, o Economía política de la ciencia (estos tomos incluyen la colaboración de Joseph Needham, otro de los componentes de aquel colegio visible estudiado por Werskey). Estos libros son recopilaciones de artículos publicados entre finales de los sesenta y los años setenta, y en donde se plantean nuevamente los viejos principios desde una postura radical y decidida, que incluye la crítica política, la crítica gnoseológica, además de la crítica a la neutralidad de la ciencia.

El punto de partida vuelve a ser la concepción de la ciencia como fuerza productiva en el contexto de la producción capitalista: «El modo de producción capitalista requiere de la innovación continua en todas las esferas de la vida, la creación de nuevas mercancías, nuevas tecnologías, nuevas ideas y nuevas formas sociales. El deber de la ciencia natural consiste en ayudar a este proceso de innovación. Así pues, bajo el capitalismo la ciencia natural actúa como una fuerza productiva directa, invadiendo y transformando ininterrumpidamente todas las áreas de la existencia humana.» [23]  Por lo tanto, sus funciones, sus contradicciones nuevamente se plantean como fruto del horizonte social y político en el que la ciencia se desenvuelve. Pero, mientras que los movimientos anteriores de origen anglosajón hacían hincapié en el aspecto de la responsabilidad del científico, este movimiento recupera la crítica gnoseológica que vimos plasmada en Lukács y en el propio Boris Hessen. Su programa consiste en profundizar en los componentes ideológicos de la ciencia capitalista, mostrando los factores sociales determinantes de la ciencia bajo el capitalismo, que dirigen la investigación en los intereses del lucro y el imperialismo, como el mecanismo por medio del cual el investigador internaliza dichos factores, determinando paradigmas, experimentos e interpretaciones[24] (principalmente, este procedimiento de internalización procede mediante el ejercicio de la falsa conciencia de la neutralidad de la ciencia, como de la propia neutralidad de los científicos[25]).

Su propuesta incluye, por lo tanto, considerar la cuestión ¿cómo es posible una ciencia socialista? Aunque esta pregunta podría resultar obsoleta por el contexto de la teoría marxista de la lucha de clases que hoy prácticamente aparece diluida como una quimera ideológica de marxistas trasnochados, la cuestión es, precisamente en el ámbito de la ciencia, más importante que nunca, por cuanto la política científica y los problemas sociales asociados al desarrollo de la ciencia ponen constantemente ante nosotros los dilemas propios de una sociedad organizada sobre ese antagonismo. Quizás hoy sea más difícil de percibir precisamente por la mundialización de la producción y la explotación, pero que sea menos visible no lo hace menos real.

De hecho, esta propuesta había sido formulada también por André Gorz en una crítica al tratamiento que Marcuse hacía de la tecnología en El hombre unidimensional. En este sentido se preguntaba: ¿es legítimo considerar la tecnología como una variable independiente?  Y contesta recuperando en cierto modo a Weber, porque no se trata de que el capitalismo norteamericano sea la expresión de una sociedad tecnológica, sino al contrario, la sociedad tecnológica es la forma de ser del capitalismo norteamericano: «La tecnología puede convertirse en el alma de una ideología sólo gracias a la mediación de un preexistente ámbito ideológico o de su completa ausencia. Me parece que este ámbito en el que puede puede florecer la ideología de la dominación totalitarista, puede ser rastreado en la mayor parte de las naciones protestantes o de las jóvenes naciones; mientras que la ideología católica […] ha preparado en la mayor parte de los países latinos el terreno para el desarrollo del humanismo marxista, de la concepción teleológica de la historia, que no han afectado a los países protestantes»[26].

Las tesis de la radicalización de la ciencia siguen vigentes y en permanente discusión con las propuestas de los fundadores de la disciplina CTS, en la misma medida en que esta disciplina trata de resolver bajo la apariencia de unidad histórica ordenada todos los procesos históricos que han incluido una crítica política contra la ciencia, como si todos ellos fueran coherentes con las mismas posiciones ideológicas que estos fundadores quieren representar, el relativismo, el neutralismo sociologista, y ante todo, como veremos a continuación, el esfuerzo por borrar de los análisis las explicaciones sociopolíticas causales de los fenómenos tecnológicos y científicos.

El movimiento de radicalización de la ciencia, que incluía la disyuntiva entre una ciencia capitalista y una ciencia para el pueblo, que retoma así la tradición marxista más radical, sin negar la especificidad gnoseológica de la verdad científica, sino confirmándola, pero no por ello ocultando las huellas de la dominación del finis operantis en el finis operis, incluye también nuevas orientaciones como la contraposición entre una ciencia feminista y una ciencia machista, lo que no hace sino indagar en aquellos supuestos. Sin embargo, los propios fundadores de la disciplina CTS hacen ostentación de este nuevo antagonismo gnoseológico obviando las raíces de las cuales procede, y ocultando deliberadamente toda la discusión marxista acerca de la contraposición entre ciencia burguesa y proletaria. Tal vez lo hacen porque la perspectiva bajo la cual recuperan esta contraposición vuelve a ser el intento de aseverar ese relativismo, buscando nuevamente una apariencia de radicalidad que luego se mitiga de manera vergonzante[27]. En el artículo de H. Longino se vuelve a ejercer ese tipo de filosofía de la ciencia que contrapone los «datos naturales observables» (horizonte natural a-histórico), ante la infradeterminación de las teorías, lo que permite incorporar la visión feminista de la ciencia sin ninguna dificultad (aparente).

De esta filosofía «empirista» cabe elogiar su capacidad para disolver todo análisis ontológico acerca de la constitución del mundo objetivo, y por lo tanto, cualquier consideración crítica acerca del mundo en el que esos hechos se constituyen. Lejos de dar pábulo al relativismo, el hecho de que no haya datos puros no significa que no podamos elaborar una visión objetiva y constructiva de la realidad, como hemos dicho. Pero para ello, hay que seguir la senda del materialismo histórico y su doctrina de la producción objetiva del mundo, entendido como un mundo en marcha, en constante modelación -tal como Marx la estableció en los Grundrisse- (según la interpretación del filósofo Gustavo Bueno).

Gustavo Bueno

En efecto, la labor de Gustavo Bueno ha sido reconsiderar el enfoque sociológico causal de la ciencia como un enfoque necesario en varios aspectos: Desde el punto de vista gnoseológico, la ciencia, en cuanto producto realizado a través del lenguaje, cumplirá al menos las mismas funciones que este: Función semántica, sintáctica y pragmática. Estos tres elementos constituyen los «ejes» que configuran el «espacio gnoseológico». La función pragmática incorpora por tanto todos los aspectos en donde la comunidad científica tiene un papel relevante y formal en la constitución de la ciencia: se trata del ámbito de las normas operatorias, de los procesos de formación y educación científica, subvenciones, presiones institucionales, en definitiva, todo lo que Kuhn incluía en su teoría de la comunidad científica, y de los procesos particulares que un científico ejerce en sus operaciones. Pero también la ciencia incluye entre su sintaxis las propias operaciones de los científicos, en cuanto mecanismos que incluyen manipulación de objetos de todo tipo, instrumentos, materiales, etc.

Bueno se anticipa en muchos años a la teoría que Javier Echeverría elogia con profusión, así como los fundadores CTS: Hacking[28]: «Por material, dice, entiendo los aparatos, los instrumentos, las sustancias u objetos investigados». Según este autor, la ciencia no es sólo conocer, sino hacer[29]. Resulta curioso que recuperen a este autor por proponer que para dilucidar si la práctica científica es real o no, se utilice como criterio «la capacidad de modificar y transformar los objetos, fenómenos, los instrumentos, las comunidades y las sociedades»[30], cuando esta teoría es una de las bases de la filosofía marxista, uno de los principios que han estado defendiendo desde su origen los teóricos del materialismo histórico, y desde los años sesenta, en España, tanto Manuel Sacristán, por ejemplo, como Gustavo Bueno, pero nada se dice al respecto. En cualquier caso, Hacking es un caso curioso y no se extraen las consecuencias gnoseológicas y ontológicas que se desprenden de sus teorías.

Sin embargo, el enfoque sociológico para Bueno actúa también en el contexto semántico de la ciencia, sin por ello negar su valor gnoseológico. Antes al contrario, es un hecho notorio y un proyecto de investigación analizar cuales son los mecanismos gnoseológicos que han permitido fijar en el cuerpo categorial de la ciencia, determinados aspectos sociales. Para ello, es necesario atribuir a ciertos procesos sociales una lógica susceptible de ser reconstruida bajo la perspectiva de procedimientos gnoseológicos en el cuerpo de alguna ciencia. Así, la operación de contar con los dedos ha quedado absorbida en el cuerpo de la aritmética, sin que podamos reducir la aritmética a aquellos procedimientos técnicos de cálculo. Así el concepto de 0 puede tener su origen en figuras rituales en donde la ausencia de un elemento social debía quedar reflejada en el espacio vacío correspondiente al lugar ocupado. Así por ejemplo, los juegos de azar han podido determinar contenidos de la probabilidad, o el juego de billar y la dinámica, etc. Por ello, muchos de los análisis que se ofrecen como audacias sociológicas resultan, bajo estos presupuestos, aproximaciones muy limitadas y curiosamente, excesivamente genéricas.

De manera que determinados procedimientos sociales han podido pasar a formar parte del cuerpo gnoseológico de la ciencia, absorbidos en él, bajo un aspecto distinto, etc. La lógica de este argumento exige suponer también mecanismos obstaculizadores de la propia ciencia, tal y como preveía el marxismo, etc. Ahora bien, la cuestión planteada obviamente es, y esa debe ser la principal cuestión desde el punto de vista de la gnoseología con relación a la sociología de la ciencia: ¿en virtud de qué mecanismos, contenidos propios del mundo entorno en marcha pasan a formar parte de la ciencia, y podemos considerarlos constitutivos de su propio cuerpo? ¿Cómo resolver la paradoja de aceptar la influencia social como determinante, al tiempo que se defiende la especificidad del contenido gnoseológico de la ciencia? Según Gustavo Bueno, esto sólo puede resolverse a posteriori, una vez establecido el cuerpo gnoseológico de la ciencia. (No podemos desarrollar más aquí estas cuestiones, véase su “enfoque sociológico” en La teoría del cierre categorial, tomo I, Op. cit.) 

La novedad del llamado Movimiento CTS 

Señalar que el movimiento cts ha pretendido retomar la acepción tres de la ciencia y la cuatro, siguiendo  sin embargo la tradición reaccionaria de la ciencia que criticó durante años al marxismo y que abogaba por la idea de que la ciencia se movía solamente por amor al saber. Esta tradición que en pleno siglo XX sigue anclada en la acepción dos de ciencia, ideológicamente, es la que ellos consideran la concepción heredada. A ella responden desde el relativismo gnoseológico, y prescindiendo de todo el bagaje de la tradición marxista, como si ella pudiera incluirse en la línea de la tradición heredada. Lo único que tienen en común es precisamente que consideran a la ciencia como capaz de construir verdades objetivas, pero se mueven ciertamente, con todo, en dos ámbitos conceptuales bien distintos. Por ello, la respuesta que pretende ofrecer el movimiento cts a la concepción heredada de la ciencia es una respuesta confusa, basada en el relativismo e incapaz de construir un discurso coherente y de distinguir el alcance de cada teoría.. Tal vez este relativismo esté ligado a la observación del funcionamiento propio de las ciencias sociales que aspiran ya a alcanzar un estatuto científico, en la llamada acepción cuatro. El movimiento cts tiene el mérito de responder a los críticos del marxismo que recurren a una concepción idealista de la ciencia, pero es incapaz de dar cuenta de su funcionamiento cuando la reduce a meros intereses partidistas, oscureciendo el estudio de su desenvolvimiento histórico. 


NOTAS:

[1] La novela de Samuel Butler, Erewhon, ha sido reeditada recientemente en dos ocasiones en español [Butler, 1999 y 2000]. La traducción de Círculo de Lectores es la que apareció en 1920. La circunstancia es curiosa, porque hacía más de cinco décadas en que esta obra no se publicaba, y permanecía hasta ahora bastante olvidada. Esta obra fue objeto de análisis en el famoso texto de Boris Hessen, “Las raíces socioeconómicas de la mecánica de Newton”, publicado en español por primera vez en Pablo Huerga Melcón, 1999.

[2] Hessen,  «Las raíces socioeconómicas de la mecánica de Newton»  ,en Pablo Huerga Melcón, La ciencia en la encrucijada, Pentalfa, Oviedo 1999; pp. 565-630.

[3] Todos los trabajos de los delegados soviéticos fueron publicados en los mismos días del congreso en Londres, en la obra conjunta  Bujarin et alii, Science at the Cross Roads, [Kniga Ltd, Londres 1931]; Frank Cass and Co. Ltd., Londres 1971.

[4] Marx, Contribución a la crítica de la economía política [1859], Alberto Corazón, Madrid 1970; pp. 35-41. En el apéndice 1 ofrecemos un texto inédito en español y leído en Londres en el congreso de 1931 por el profesor de economía M. Rubinstein, perteneciente a la delegación soviética en donde queda patente esta visión de la ciencia y su relación con el poder político y con los objetivos diversos atribuidos al capitalismo y al comunismo. 

[5] Es de notar que estos aspectos eran compartidos por toda la filosofía de la ciencia de entonces, y aun la encontramos ejercitada de modo explícito en artículos como el que aquí hemos citado de Weinberg, Op. cit. p. 76;  «yo mismo [pienso] que la tarea de la ciencia consiste en acercarnos a la verdad objetiva».

[6] Hessen, Op. cit., p. 630.

[7] Werskey, The Visible College. A Collective Biography of British Scientists and Socialists of the 1930´s, Free Association Books, Londres 1988

[8]  Véanse los estudios de Hilary y Steven Rose (comp.), Economía política de la ciencia. Radicalización de la ciencia [1976], Editorial Nueva Imagen, México 1979. Libro doble dedicado a  «los heroicos pueblos de Indochina, que demostraron al mundo cómo luchar con éxito contra la ciencia y la tecnología del lucro y la opresión»  .

[9] Véase nuestro trabajo, La ciencia en la encrucijada, Op. cit., cap. 3,en donde estudiamos a fondo estas cuestiones.

[10] Bernal,  «Ciencia y sociedad»  ,en The Spectator, julio de 1931; recopilado en Bernal, La libertad de la necesidad, Ayuso, Madrid 1975; p. 192

[11] Incluído en Horkheimer, Teoría crítica, Amorrortu, Buenos Aires 1990. Extracto en Para comprender ciencia, tecnología y sociedad, ediciones verbo divino, Estella 1996; p. 192.

[12] Lukács, Historia y consciencia de clase, Orbis, Barcelona 1985. Trad. Manuel Sacristán. T. I; p. 52. El movimiento Proletkult en el que figuraba Bogdánov llevaba ya planteando ampliamente estas cuestiones.

[13] Gustavo Bueno, La función actual de la ciencia, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, 1995; p. 47

[14] Marcuse, El final de la utopía, Ariel, Barcelona 1981. Trad. de Manuel Sacristán; p. 8

[15] Werskey, The visible colege,  «prefacio»  ,Free Association Books, Londres 1988.

[16] Werskey, Op. cit., cap. 1.

[17] Werskey,  «Los científicos británicos y la política de  «intrusos»  ,1931-1945»  [1971], en Barry Barnes (edit.), Estudios sobre sociología de la ciencia, Alianza, Madrid 1980; p. 233

[18] Werskey, Ibidem.

[19] Werskey, The Visible College, Op. cit.,, p. 325

[20] Marta González, & alii, Op. cit., p. 54

[21] Rose y Rose, La radicalización de la ciencia [1976], edit. Nueva imagen, México 1979; p. 37

[22] Para una historia del desarrollo del movimiento político de los científicos ante la ciencia, véase el excelente artículo de Hilary y Steven Rose,  «La radicalización de la ciencia»  ,en Op. cit., pp. 33-65

[23] Rose & Rose, Economía política de la ciencia., p. 49

[24] Rose & Rose, La radicalización de la ciencia, p. 63

[25] Rose & Rose, Op. cit., p. 35

[26] André Gorz,  «El hombre unidimensional de Marcuse»  ,en Marcuse, La sociedad industrial y el marxismo, edit. Quintaria, Buenos Aires 1969; pp. 79-97; p. 89

[27] Véase Helen E. Longino,  «Feminismo y filosofía de la ciencia»  ,en Marta González (comp.), Op. cit., pp. 71-83

[28] Hacking, Representing and Intervening: Introductiory Topics in the Philosophy of Natural Science, Cambridge, Cambridge University Press, 1983

[29] Véase, Marta González, & alii, Op. cit., p. 85. También, p. e., J. Echeverría, Op. cit., pp. 304 y ss.

[30] Echeverría, Ibidem.



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