NOMADAS.2 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

Crítica de la idea de "España" de Gustavo Bueno
[Juan B. Fuentes Ortega] (*)

PRESENTACION
LA CONSTRUCCION ARGUMENTAL DE GUSTAVO BUENO EN TORNO A LA IDEA DE ESPAÑA
La idea filosófica de "Historia Universal"
La idea filosófica de "Imperio"
La constitución del Imperio español católico
"El problema de España" y "los problemas de España"
La solución del "problema de España" y sus consecuencias prácticas (políticas)
CRITICA DE LA IDEA DE "ESPAÑA" DE GUSTAVO BUENO
La fª de la historia del materialismo histórico (marxista) frente a la fª de la historia del "materialismo filosófico" de GB
El Imperio español visto desde la filosofía materialista de la historia (marxista)
La nación española vista desde la filosofía materialista de la historia (marxista)
EPILOGO: EL CATOLICISMO, EL CAPITALISMO Y EL MARXISMO, AL DIA DE HOY

"Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque, o ya fuese de la melancolía que le causaba el saberse vencido, o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le arraigó una calentura, que le tuvo seis día en la cama, en los cuales fue visitado muchas veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la cabecera Sancho Panza, su buen escudero" (subrayado mío).

Don Quijote de la Mancha, Miguel de Cervantes, Capítulo LXXIV, Segunda Parte.
 
 

0: Presentación

A finales del año pasado Gustavo Bueno publicaba un libro (España frente a Europa, Barcelona, 1999) en el que sistematiza y desarrolla una muy determinada idea de España cuyo núcleo ya había esbozado previamente en un artículo del año anterior ("España", El Basilisco, 2ª Época, nº 24, pp. 27-50). El artículo constituye, en efecto, una introducción, a la vez que una guía o una clave muy adecuadas para la comprensión del libro, el cual supone un desarrollo sistemático muy elaborado del núcleo conceptual ofrecido por primera vez en dicho artículo.

A mí al menos me llama la atención que la idea de España ofrecida en ambos trabajos -con grados de desarrollo diferentes, como digo- no haya recibido, que yo sepa, en el tiempo transcurrido desde su aparición, una réplica en forma como estimo que merece. Una "réplica", en primer lugar, en el sentido de hacerse críticamente cargo de dicha idea, siquiera sea por la importancia política de la cuestión que plantea, así como por la envergadura de la construcción teórica mediante la cual Bueno la afronta; y una "réplica" asimismo en el sentido de oponerse al sentido y el contenido de sus planteamientos. Pues la construcción argumental de Bueno es, si quiera en sus aspectos formales, ciertamente formidable, y no menos acusada y determinada resulta, por su materia, la toma de partido por la que dicha argumentación se decanta en torno a una cuestión de indudable importancia práctica, de modo que resulta inexcusable afrontar críticamente su construcción, y hacerlo además, como digo, en una dirección resueltamente opuesta o contraria.

Pretendo, pues, con este comentario crítico, ofrecer un contraargumento de principio -un verdadero contraprincipio- a la construcción de Gustavo Bueno, lo cual requiere naturalmente atenerse, con la mayor fidelidad posible, a la trama argumental que se pretende criticar. Mi propósito, en efecto, es el siguiente: en primer lugar, intentaré exponer, del modo más fiel posible, la trama argumental general de Bueno. Para ello, y dada la considerable complejidad (y aun prolijidad) argumental de su construcción, deberé elegir una determinada escala que, aun cuando deba dejar por fuerza de lado contenidos y argumentos importantes, no sólo de detalle -presentes, sobre todo, en el libro, más que en el artículo-, sea no obstante suficientemente representativa de la intención nuclear y general de la construcción del autor. Mientras me mueva en esta fase expositiva, procuraré suspender, en lo posible, toda alusión crítica, al objeto de poner de manifiesto, de la manera más fiel y neutral posible, la propia construcción argumental buenista; de este modo, mi resumen expositivo podrá tener también la función de orientar y facilitar la lectura del artículo y del libro, y esto con independencia de cualquiera que pueda ser mi propia posición crítica al respecto. Hecho esto, intentaré, en segundo lugar, someter a crítica, desde sus fundamentos, la construcción argumental previamente expuesta, lo cual requerirá ofrecer unas coordenadas de principio alternativas y opuestas desde las cuales, como se verá, no sólo pueda quedar replicada (negada) desde su raíz la construcción argumental buenista, sino asimismo comprendido, desde sus condiciones históricas socio-políticas de generación, el hecho mismo de que un planteamiento como el que criticamos sea posible.

Confío en que, de este modo, el lector pueda quedar en condiciones de tomar su propio partido al respecto.
 

I: La construcción argumental de Gustavo Bueno en torno a la idea de España.
1.- La idea filosófica de "Historia Universal"

Comenzaré por exponer el que considero el punto más nuclear de la construcción buenista, esto es, su idea de la "Historia Universal" en cuanto que necesariamente vinculada a la idea de "Imperio".

De entrada, Bueno sostiene que la idea de "Historia Universal" no es sólo una idea historiográfica, esto es, un contenido de la ciencia positiva de la historia, sino también, una idea filosófica, y además una idea filosófica eminentemente práctica (política). Y ello por la razón de que dicha idea, si bien nos remite a contenidos pretéritos, y a unos contenidos que de algún modo comprenden la totalidad de la humanidad ("universal"), lo hace siempre desde las exigencias prácticas del presente, y en cuanto que éste implica por tanto proyectos de futuro. Si necesitamos, en efecto, conocer el pasado (y de aquí la necesidad misma de la ciencia positiva historiográfica), lo necesitamos a raíz de las exigencias prácticas que el presente mismo nos impone respecto de nuestros proyectos de futuro, y ello precisamente debido (como en otras ocasiones Bueno ha señalado) a que el presente, ningún presente, es armónico, homogéneo, sino internamente conflictivo y desajustado, de suerte que son estos desajustes estructurales de todo presente los que obligan a conocer y revisar el pasado como marco de acción inexcusable de nuestros proyectos presentes de futuro, los cuales, según se vayan haciendo presentes, irán confirmando o desmintiendo nuestras propias interpretaciones (siempre prácticas) del pasado. Así pues, lo que Bueno pretende, al ofrecer una idea filosófica de Historia Universal es interpretar el pasado -un pasado, que, como digo, debe de algún modo comprender a la totalidad de la humanidad- desde las exigencias prácticas de un presente comprometido con el curso de dicha totalidad, y por tanto como una toma de partido, inexcusable, entre otras posibles asimismo presentes, alternativa y crítica de las mismas.

Ahora bien, esta idea de "Historia Universal" puede desarrollarse, como Bueno señala, de diversos modos, según se entienda precisamente esa "totalidad de la humanidad" siempre de algún modo comprendida y comprometida por la idea de Historia Universal. Estaremos en presencia de una idea metafísica (o teológica, contando con que las ideas metafísicas suelen resultar de una "secularización" de ideas teológicas previas) cuando se entienda a esa totalidad como de algún modo previa o exterior ("metamérica", en su términos) a las partes efectivas y positivas de las que de hecho se compone la Humanidad real, y estaremos, por el contrario, adoptando una idea dialéctica (o filosófico-crítica) cuando nos situemos precisamente entre medias ("diaméricamente", en sus términos) de estas partes sociales a través de cuyas relaciones vaya efectivamente fraguándose esa totalización histórica real. En el primer caso estamos operando una sustantivación de la idea de Humanidad (de ahí su carácter metafísico), de modo que nos vemos llevados a pensar la Historia Universal -de esa Humanidad sustantivada- como si fuese de algún modo un despliegue de una suerte de destino teleológico previo, y por ello transcendente a su propio curso, bien se entienda dicha teleología trascendente de un modo no necesariamente providencialista (sólo metafísico) o abiertamente providencialista (claramente teológico). En el segundo caso, sin embargo, de lo que se trata es de rectificar críticamente, dialécticamente, dicha idea metafísica (o teológica), "extirpando", como dice Bueno, la sustantivación que ella implica, y "reajustando sobre sus propios quicios", como también lo expresa, la idea misma de esa "humanidad histórica universal". No se trata, pues, para Bueno, de suprimir, sin más, la idea misma de Historia Universal, sino de sustituir sus posibles versiones metafísicas (o teológicas) por la crítica dialéctica de las mismas.

2.- La idea filosófica de "Imperio"

La cuestión es, entonces, precisamente, la de cual es la escala a la que Bueno sitúa esos "quicios", esto es, cuales son esas partes humanas sociales entre medias de cuyas relaciones comienza a fraguarse efectiva y positivamente la Historia Universal. Justamente aquí será donde la idea de Imperio quedará esencialmente vinculada por Bueno con la idea de Historia Universal. Pues, en efecto, no será, para Bueno, en el contexto de cualesquiera sociedades humanas, ni de cualesquiera relaciones entre ellas, allí donde comience a fraguar la realidad de la Historia Universal, sino sólo y precisamente allí donde determinadas sociedades políticas ("por motivos muy precisos" se nos asegura) puedan disponer de proyectos de acción capaces de incorporar, en función de sus "fines" (de sus proyectos por respecto al grupo o la sociedad de referencia), como "planes" suyos (estos mismos proyectos con respecto a los demás grupos o sociedades a quienes afecta o sobre quienes se proyecta), a los "fines" de esas otras sociedades, y de tal suerte, además, que puedan formar parte de ese proyecto suyo el abarcar o incorporar a todas las demás partes o sociedades humanas. Se comprende, entonces, que la Historia Universal, como proceso real, efectivo, positivo, de totalización ("diamérica") de las diversas partes sociales que la van componiendo, sólo pueda comenzar a tener lugar a partir de esas determinadas sociedades capaces de efectuar semejante congregación efectiva de todas las demás partes o sociedades humanas, y no de cualesquiera de ellas (y/o de éstas).

Así pues, la nota esencial más distintiva de estas sociedades capaces de incorporar a su proyecto a la totalidad de las demás sociedades humanas sería, según Bueno, su unicidad en el contexto de las demás sociedades políticas, lo cual les conferiría una diferencia irreductible respecto de estas otras sociedades, y precisamente por lo que respecta al curso de la historia universal. Según lo entiendo, pues, estas sociedades estarían dotadas esencialmente de "una suerte de unicidad" (como el propio Bueno en alguna ocasión lo expresa), en el sentido de que, de llevarse efectivamente a cabo su proyecto universalizador o totalizador del resto de las sociedades, no habría lugar en semejante contexto universal resultante (tanto en un sentido espacial-geográfico como temporal-histórico) para la existencia de ninguna otra sociedad semejante (análoga), habida cuenta de la totalización presuntamente resultante. Ahora bien, la cuestión es que, como asimismo Bueno señala, el que estas sociedades estén (esencialmente) dotadas de semejante unicidad universal, no quiere decir que de hecho resulten (existencialmente) únicas, y no ya sólo porque pueden sucederse unas a otras en el tiempo histórico (la translatio imperii), sino incluso porque pueden llegar, a veces, a coexistir. Ahora bien, si dicha unicidad universal no debe entenderse, desde luego, como algo puramente subjetivo o mental, ni tampoco como una mera ideología (en el sentido de falsa conciencia), sino, según Bueno quiere, como "realmente existente según su proyecto", es decir, como proyectos efectivos, realmente existentes, de acuerdo con su nota esencial de unicidad universal, y, por otro lado, no cabe excluir la posibilidad de que lleguen a coexistir realmente más de un proyecto de acción semejante, deberemos decir que dicha efectividad (existencial) según su proyecto (esencial) no es en todo caso definitiva, pero sí que se encuentra en curso, o "en marcha" (como dice Bueno), de suerte que cuando se encuentren coexistiendo dos proyectos de este tipo no lo harán, desde luego, de manera pacífica. Bueno suele expresar esta idea recordando la frase: "Así como no caben dos soles en el cielo, tampoco en la Tierra caben dos reyes como Alejandro y Darío". La "batalla de la historia" se diría, según esta concepción buenista, es la batalla llevada a cabo por cada uno de estos Imperios, ya realmente existentes según su concepto o proyecto, por imponer existencialmente dicho proyecto esencial de unicidad universal.

Y es esta nota de esencial unicidad universal siempre existencialmente en curso lo que caracteriza a los Imperios que Bueno quiere reconocer, asimismo, como "generadores" o "civilizadores", a diferencia de los Imperios que considera "depredadores" o meramente "colonizadores". Pues se diría, en efecto, que estos últimos, no importa el radio de acción (geográfico o temporal) que puedan llegar a alcanzar, incluso cuando, por su intención, pretendan extenderse universalmente, no son Imperios esencialmente universales, sino sólo accidental o contingentemente universales; esto es, no serían Imperios que en su existencia real estén cumpliendo o realizando un proyecto esencial de unicidad universal, sino sólo Imperios que, mientras existen, se limitan a mantener, y si pueden a ampliar, dicho radio de acción, al margen de cualquier proyecto de este tipo.

¿Y en qué podrá residir, entonces, dicha nota de esencial unicidad universal, constitutiva ("por motivos muy precisos", como se nos ha dicho) de la realidad en curso de algunos Imperios, a diferencia de esos otros que se limitan, diríamos, a mantener, o a ampliar, su mera existencia empírica? La respuesta de Bueno a esta cuestión consiste en lo siguiente: Los Imperios esencialmente universales se caracterizan porque reproducen, recurrentemente, allí donde se extienden, las formas políticas (administrativas y jurídico-políticas) del núcleo imperial de partida, y ello sin perjuicio de que semejante forma de reproducción política pueda alimentarse de los intereses rapaces de grupos o individuos particulares, intereses en todo caso subordinados a la empresa política -civilizadora- que se mantiene no obstante a través suyo. Los Imperios meramente coloniales o depredadores serían aquellos, sin embargo, que, movidos únicamente por los intereses relativos a sus propios "fines" cuando proyectan sus "planes" sobre otras sociedades, no son capaces de reproducir su propia estructura y funcionamiento políticos sobre estas otras sociedades que incorporan, limitándose a "explotarlas" y tratarlas a su vez con indiferencia respecto de sus propias formas políticas de organización. (De aquí, por ejemplo, como Bueno suele señalar, las formas características de "gobierno indirecto" del imperio colonialista y depredador británico moderno).

Otra manera de incidir en los mismo -que Bueno desarrolla en los capítulos tercero y cuarto de su libro con una complejidad constructiva que aquí no podemos sino muy esquemáticamente reflejar- sería esta: todo Imperio realmente existente funciona siempre, de hecho, diapolíticamente, esto es, como un sistema engranado de sociedades políticas subordinadas a la sociedad política hegemónica o núcleo imperial. Ahora bien, sólo algunos de estos Imperios necesitan justificar su propia expansión imperial mediante una idea, sin duda metafísica (cuando no abiertamente teológica: alguna idea de Dios), una idea que, por su formato universal -en cuanto que quiere abarcar a todos los hombres-, pretende recoger o hacerse cargo de los intereses de esas otras sociedades subordinadas a la sociedad hegemónica. Se trata, según Bueno, de la idea "metapolítica" o "transpolítica" de Imperio. Bueno no deja ciertamente de reconocer que se trata de una idea metafísica, o metafísico-teológica, pero tampoco cree que se pueda ver en ella una mera legitimación ideológica (en el sentido de falsa conciencia) de los solos intereses del núcleo imperial; a través de dicha idea estaría dándose curso, aun de forma metafísica, a la capacidad real del Imperio de referencia para incorporar a su proyecto la propia reacción de estas sociedades cuando caen bajo efecto del mismo, codeterminando de este modo dicha reacción desde sus propios proyectos. Por ello, Bueno sostiene que del contraste o la crítica entre el imperio diapolítico realmente existente y semejante idea metapolítica de Imperio surge una idea filosófica de Imperio, una idea por tanto ya no metafísica, que viene a coincidir precisamente con la idea de Imperio (esencialmente) universal de la que estábamos hablando. Bueno no deja de reconocer que dicha idea de Imperio, en cuanto que idea filosófica, no tiene, en realidad, correlato "realmente existente" en las sociedades políticas históricas; no obstante lo cual, dicha idea sería en todo caso imprescindible, y no sólo para interpretar o valorar (por nuestra parte, de un modo filosófico-práctico) dichas sociedades empíricamente dadas, sino también como marco de acción (asimismo filosófico-práctico) de aquellas misma sociedades en cuanto que comprometidas realmente con un proyecto universal.

Hay, por lo demás, otra distinción que Bueno maneja que nos resulta necesaria para acabar de entender cabalmente su planteamiento. Se trata de la distinción entre Imperios universales "negativos" e Imperios Universales "positivos", distinción que, por lo que se me alcanza -porque nuestro autor no es suficientemente explícito al respecto-, Bueno entendería que se puede aplicar tanto a los Imperios esencialmente universales como a los meramente contingentes -aun cuando con significados bien distintos en cada caso. Un Imperio tendría una universalidad sólo negativa (tanto cuando su proyecto fuese esencialmente universal, como cuando fuese sólo contingente) cuando sólo busca extenderse in-definidamente, o i-limitadamente, más allá de sus posición territorial actual, debido a que su proyecto desconoce la efectiva totalización (geográfica) planetaria dentro de la cual (se ha llegado a saber que) ocurre la historia universal; tal sería, por ejemplo, el caso del Imperio Romano, o según quiere Bueno y luego veremos, el caso del Imperio español en su fase medieval de la "Reconquista". Pero un imperio será universal positivamente cuando su proyecto (bien según un concepto esencial o sólo contingente) se basa en el mencionado conocimiento positivo de la totalización (geográfica) planetaria, la cual aspira -y especialmente, claro está, si su proyecto es esencialmente universal- a realizar.

Así pues, repárese, un Imperio, realmente existente, que, según su proyecto, estuviese esencialmente dotado de unicidad universal y positiva, no podría sino pujar por incorporar a su propia maquinaria de reproducción política la totalidad (geográfica) de las sociedades humanas del planeta, y de hacerlo además con pretensión de duración histórica interminable -"para toda la eternidad".

Y éste será, precisamente, según Bueno, el caso del Imperio español en cuanto que fragüe como Imperio católico, esto es, como Imperio realmente existente, según un proyecto esencialmente universal, y además universal positivamente.

Veamos, pues, de qué modo construye Bueno la idea (filosófica) de semejante "Imperio español católico", como una idea estructuralmente vinculada a las ideas hasta ahora vistas de "Historia Universal" y de "Imperio (esencialmente) Universal".

3.- La constitución del Imperio español católico

La idea de Bueno, en efecto, es que España, como realidad política, sin haber dejado de constituirse en su momento, a partir del siglo XIX, como una nación, como una "nación política canónica" (idea ésta de la que poco más adelante hablaremos), se constituyó, con anterioridad a dicha configuración como nación, como un Imperio: como un Imperio, cuya "preparación" hubiera tenido lugar durante la fase medieval de la "Reconquista", bajo la forma de un Imperio universal negativo, "incluso depredador" (en palabras de Bueno), y que, cuando las condiciones del medio le fueron propicias, en el siglo XVI, se "consumó" bajo la forma de un genuino Imperio católico, esto es, esencialmente universal y positivo. Según Bueno, esta insoslayable realidad de la constitución de España como Imperio universal y positivo, en cuanto que católico, con anterioridad a su constitución como nación política, resultará crítica, a la hora de valorar o interpretar históricamente la realidad de España, y por ello -porque, como venimos diciendo, no estamos sólo en el terreno de la mera historiografía, sino en el de la filosofía práctica (política) de la historia- a la hora de tomar partido por los más actuales problemas españoles y mundiales del presente.

Intento reproducir ahora un esquema mínimo, pero también fiel, del desarrollo histórico-filosófico que Bueno nos ofrece de esta constitución Imperial de España no sólo en su artículo, sino también, y con notable prolijidad, sobre todo en el Preludio y en el capítulo IV de su libro.

Comienza Bueno recordando que la primera "unidad ( de complejidad)" de España hubiera tenido lugar, en tiempos prehistóricos, y por motivos básicamente geoecológicos, a raíz de los encuentros -no siempre pacíficos- entre las bandas, tribus o pueblos que vivieron durante milenios en el recinto peninsular antes de las invasiones cartaginesas o romanas. Pero la primera "totalización de esa unidad" habría sido determinada desde el exterior precisamente a partir de estas invasiones, y muy especialmente de la romana. A su vez, dicha totalización sólo pudo comenzar a ser "interna" cuando la realidad social totalizada comenzó a asumir la "identidad" que es propia de una parte diferenciada dentro una totalidad envolvente más amplia, o sea, cuando comenzó a ser identificada, por el propio Imperio romano, como una parte suya, como una provincia o diócesis de Roma. Así pues, la primera unidad de España, ya internamente totalizada, adoptó la forma de la identidad que le correspondía como diócesis o provincia del Imperio romano. Y a este respecto Bueno precisa que de ningún modo podemos reconocer aquí todavía nada que se parezca a la constitución del ulterior Imperio español -y por tanto de lo que, sólo a partir de dicha constitución, hemos ya de reconocer como España-, desde el momento en que aquella Hispania era, en vez de un Imperio, sólo una parte de otro Imperio, el de Roma.

Y tampoco podremos, según Bueno, reconocer los orígenes del Imperio español cuya constitución buscamos en la España visigoda. Una vez "recubierto", a lo largo del siglo IV, el Imperio romano por las iglesias cristianas y sustituido por tanto por la Iglesia Católica (universal), y una vez desmembrado dicho Imperio ya católico, en el siglo V, a raíz del empuje de las invasiones bárbaras, la morfología histórico-geográfica que empieza a adoptar la Europa occidental -la parte occidental del Imperio- es, como se sabe, la los "reinos sucesores", y en el recinto peninsular, en particular, la del reino visigodo (convertido al catolicismo, en el siglo siguiente, con Recaredo, en el tercer concilio de Toledo), que viene a ocupar esa provincia del Imperio romano que los romanos había denominado Hispania. Y a este respecto Bueno subraya que constituye un "test" muy importante de la filosofía de la historia (de España) que se pueda adoptar (también por parte de los historiadores profesionales) el hecho de considerar o no a la España visigoda como origen formal de lo que actualmente reconocemos como España. Precisamente porque Bueno va a entender, y esto es decisivo en su planteamiento, que lo que pueda ser la España que actualmente conocemos deriva formalmente de su constitución imperial, es por lo que asume que en la España visigoda no podemos todavía en modo alguno reconocer esa España, habida cuenta de que ni el reino visigodo, ni ninguno de los reinos sucesores, hubieran constituido un Imperio. La función (histórica) que tanto el reino visigodo como el resto de los principales reinos sucesores hubiera desempeñado sería sobre todo ésta: la de introducir un nuevo tipo de diferenciación en "el continuo de las partes del Imperio (romano)" (que ya estaban diferenciadas también, en dicho Imperio, si bien de otro modo), novedad ésta que ante todo consistiría en haber trazado las líneas fronterizas que prefiguraban lo que ulteriormente llegarían a ser las naciones políticas modernas ("canónicas", según Bueno) actualmente existentes. Pero como, según decíamos, la constitución de España como Imperio será, para Bueno, anterior (y con una anterioridad no sólo temporal, sino también en importancia histórico-ontológica) a su constitución como nación política, sin perjuicio de que también llegue a ser esto, Bueno no reconocerá en el reino sucesor visigodo el origen formal de esa España (imperial) anterior en el tiempo y en importancia ontológico-histórica a su constitución nacional, sino que le concederá, a lo sumo, el papel de prefiguradora de las fronteras de la ulterior nación política española; y ello porque, para Bueno, como también apuntábamos, ninguno de aquellos reinos sucesores fue realmente capaz de generar Imperio alguno.

Este punto también es importante: Bueno entiende que ninguno de los reinos medievales europeo-occidentales sucesores (ni los visigodos, ni los francos, ni luego los demás reinos germánicos) tuvo efectiva capacidad para constituir Imperio alguno; a lo sumo, según Bueno, podremos percibir en ellos "signos" o "gestos" de "imitación" imperial -como la constitución de Toledo a imitación de Constantinopla-, pero no la constitución de Imperios realmente existentes. Y esto incluiría, naturalmente, al (presunto) "Imperio Carolingio", así como, más adelante, al (no menos presunto) "Sacro Imperio Romano Germánico", los cuales, en cuanto que no fueron realmente existentes como Imperios, no hubieran pasado de ser, según Bueno, meros "Imperios fantasmas" (diríamos, que su carácter imperial no pasaría de haber sido una mera legitimación ideológica).

El único Imperio realmente existente, entonces, según Bueno, que se va a "preparar" en la Europa medieval va a tener lugar, no al norte de los Pirineos, sino en el recinto peninsular subpirenaico -puesto que, como ahora veremos, no deviene formalmente a partir del reino visigodo, sino a raíz de un acontecimiento histórico distinto y nuevo, la invasión musulmana-, un Imperio que, más adelante, cuando las condiciones le sean propicias, justo a partir del siglo XVI, se "consumará" como un Imperio, no ya sólo realmente existente, sino realmente existente según su proyecto universal positivo, y éste no será otro que el Imperio español católico (universal).

Pues para Bueno, en efecto, el hecho histórico crítico, nuevo y distinto, a raíz del cual podrá comenzar a formarse, desde sus fundamentos, como una realidad política formalmente nueva, el Imperio español -como una realidad cuya nueva unidad (existencial) se basará en una nueva identidad (esencial) de tipo imperial- no será sino la invasión y expansión fulgurante musulmana de la península, que liquidó en muy poco tiempo (en siete años, como se sabe) al reino visigodo. La tesis de Bueno al respecto es ésta: que hubiera sido, esencialmente, como reacción al Islam, esto es, movidos inicialmente por la necesidad imperiosa de recuperar el territorio perdido -aunque sólo fuese, según sus palabras, "porque no podían no hacerlo, teniendo enfrente un Imperio, el musulmán, que intentaba borrarlos de la faz de la tierra"-, como aquellos "restos del Reino visigodo, refugiados en los montes cantábricos y mezclados con gentes astúricas más o menos gotizadas" se hubieran dotado, muy "desde el principio", de una suerte de regla de acción inflexible, o de "ortograma recurrente", a saber, la regla de "recubrir interminablemente al Islam". El análisis que, a partir de este momento, hace Bueno - sobre todo en el capítulo cuarto de su libro- del despliegue del Imperio español durante del proceso conocido comúnmente como "Reconquista" posee una riqueza de detalle que no podemos reflejar aquí. Pero apuntando al núcleo de su intención argumental, podríamos decir lo siguiente: que hubiera sido, en efecto, a partir del ejercicio sostenido de semejante ortograma como el inicial reino astur hubiera ido reproduciendo ampliadamente su estructura y funcionamiento políticos bajo una forma ya imperial, primero en el reino astur-leonés, luego en el astur-leonés-castellano, desplazando sucesivamente el centro (la capital) imperial, hasta formar una suerte de bloque central que, en confluencia con los demás reinos hispánicos cristianos, asimismo empeñados por su parte en la lucha contra el Islam, hubiera dado lugar a una nueva reampliación de la estructura encadenada imperial característica del Imperio hispánico cristiano medieval. Bueno no deja de reconocer los diversos episodios de enfrentamiento, fractura o desajuste (empíricos, se diría) habidos entre los Reinos cristianos durante semejante proceso, y aun el momento en que (como señalara Menéndez Pidal) la "idea imperial" parece desvanecerse, tras la muerte de Alfonso VII "el Emperador" en 1157 ("acaso por el bloqueo ejercido por los « Imperios fantasmas» europeos", se nos dice); pero nos propone, en todo caso (como ensayo de reconstrucción filosófica de este proceso empírico), percibir la "línea punteada" que, no obstante estos episodios, no hubiera dejado de mantenerse inflexible, sobre todo a la luz del "horizonte común" que no hubiera dejado de sostener la actividad coordinada, frente al Islam, de los "cinco reinos cristianos" -realizada sobre todo a través de la política de emparentamiento matrimonial entre sus reyes y herederos.

Ahora bien, Bueno señala que este Imperio hubiera sido un imperio universal sólo negativo, en cuanto que su programa se hubiera limitado a exigir el recubrimiento in-terminable, in-cesante, del Islam. Acaso por ello, en alguna ocasión (en su artículo, por ejemplo) lo caracteriza como un "imperialismo (sólo) _metodológico_", o (sólo) "ejercido", aunque en el libro nos hable de un "imperialismo genuino", del que en todo caso no deja de apuntar que pudo ser "incluso depredador".

En todo caso, semejante Imperio, todavía universal negativo (y puede "incluso, que depredador") acabaría "conduciendo" o "consumándose" -según Bueno lo expresa-, "cuando las condiciones del medio le fueron propicias" -también según su expresión- en un genuino Imperio esencialmente Universal ya positivo. Y ¿cuales pudieron ser semejantes condiciones? Según Bueno, estas condiciones se hubieran dado cuando el Imperio español pudo disponer de la teoría de la esfericidad de la tierra, la cual teoría, para decirlo con las palabras de Bueno "« rodando» desde Erastótenes hasta Toscanelli, había llegado a Colón y a la Junta de Salamanca". De este modo, la voluntad o el programa, todavía universal negativo, de "recubrir interminablemente al Islam", pudo, merced al conocimiento de la esfericidad de la tierra, de sus límites esféricos positivos y efectivos, adoptar una forma ya universal positiva, esto es, pudo haber adoptado como proyecto la totalización efectiva y positiva del recubrimiento del Islam de acuerdo con la totalización geográfica de la Tierra. De aquí que, según Bueno, sea el año de 1492, cuando el Islam ha sido arrojado de España, el mismo año en el que se organiza la expedición hacia las Indias, al objeto, precisamente, según Bueno lo expresa, de "coger a los musulmanes por la espalda", es decir, de consumar de una manera ahora ya definitiva o positiva, gracias al conocimiento de la esfericidad de la tierra, ese recubrimiento del Islam que hasta entonces sólo se había sostenido de una manera negativa, interminable.

Así pues, "el recubrimiento del imperialismo islámico y su transformación en imperio católico (universal) -nos dirá Bueno- puede considerarse ya maduro a partir del descubrimiento de América". Un Imperio católico, esto es: Un Imperio, realmente existente y (esencialmente) universal positivo según su proyecto.

Un Imperio éste que, según Bueno, hubiera cristalizado ya plenamente con Carlos I, una vez que el rey originariamente germánico -Carlos V-, se torna no sólo rey, sino emperador ("rey de reyes") del Imperio español, y por tanto asume ya plenamente el proyecto del Imperio español católico. Un proyecto éste que se propone, nos dice Bueno, "organizar el mundo, sin limitación alguna, desde la ley de Dios".

Importa, en efecto, hacernos una idea de la caracterización que Bueno hará de semejante proyecto: "Organizar el mundo, sin limitación alguna, desde la ley de Dios". No se trataría, subraya Bueno, de un proyecto de corte cesaropapista o islámico que estuviese orientado a subordinar la realidad del Imperio bien a la idea una deidad transcendente, o bien a los intereses de una Iglesia concebida como institución sobrenatural -lo que se reflejaría en la fórmula "por el Imperio hacia Dios"-; sino, más bien al contrario, se trataría de tomar esa idea de Dios, y "desde ella", organizar y poner en marcha el Imperio (lo que se recoge mejor en la fórmula alternativa que Bueno propone: "Por Dios hacia el Imperio). Esta hubiera sido, en efecto, según Bueno, la política de Carlos I, y de una manera sobresaliente de Felipe II, también al organizar el Concilio de Trento: no ya tanto "aplicar" la doctrina católica, sino más bien usarla al servicio de su propia política imperial. Este "Dios" del que aquí hablamos sería, como dice Bueno, la idea de Dios "de la teología natural que fue el objeto de la teología de Salamanca y de la escolástica española en general". Bueno no busca identificarse con una posición teológico-metafísica, puesto que quiere moverse dentro de una filosofía materialista, lo que no quiere decir que dicho materialismo haya de dejar de apreciar y comprender el importante papel que, en la política del Imperio español católico, hubiera jugado precisamente esa metafísica que fue la teología natural de la escolástica española. Dicha teología construía una idea de Dios que Bueno no deja de reconocer como una idea metafísica (se trata, en efecto, de la idea "trans-política" o "meta-política" de Imperio de la que antes hablamos), pero que, no por ser metafísica, Bueno verá como una mera legitimación ideológica (en el sentido de falsa conciencia), puesto que será precisamente del contraste o la crítica entre dicha idea metafísica y metapolítica y el Imperio "diapolítico" realmente existente del que brotará esa idea filosófica (ya no metafísica) de Imperio, que Bueno supone ya plenamente actuante en Carlos I (la "idea Imperial" de Carlos I, de la que hablara Menéndez Pidal), como definición filosófica (esencial) del proyecto de un Imperio realmente existente, definición que, lejos de constituir ninguna falsa conciencia ideológica, sería el marco (esencial) de acción, objetivo y efectivo, que sostendría la realidad existente del Imperio español católico.

4.- "El problema de España" y "los problemas de España"

Pues bien: la cuestión es que, una vez construida de este modo la idea filosófica de Imperio español católico y su vinculación esencial con las ideas filosóficas de Imperio y de Historia Universal, Bueno no puede dejar de afrontar el hecho -el hecho, siquiera, empírico historiográfico- de la "decadencia" del Imperio español: de la paulatina e inexorable pérdida, siquiera, de la realidad existencial sobre la que se basaba un Imperio que, según su proyecto, estaba esencialmente concebido para "organizar toda la humanidad" sin limitación alguna existencial -tanto geográfica (planetaria) como histórico-temporal. Se trata, en efecto, justamente, de lo que Bueno va a concebir como "el problema de España".

Y a este respecto es imprescindible considerar la distinción que Bueno establece, y que quiere ser fundamental, entre "los problemas de España" y "el problema de España". Como hemos dicho, Bueno no niega que España, como el resto de las que denomina "naciones canónicas" de su entorno (europeo) -Francia, Alemania, Italia, etc.-, llegara a constituirse asimismo en una "nación política" (moderna), en un "estado nacional", desde comienzos del siglo XIX en adelante. Una nación política que, como tal, no debe confundirse con las "naciones étnicas", según Bueno nos explica, con detalle, en el capítulo segundo de su libro, destinado precisamente a establecer una clasificación de los diversas acepciones del término "nación", y de la cual clasificación aquí nos vamos a limitar a extraer sólo esta idea: que mientras que las naciones, en su sentido étnico, serían los lugares o territorios donde un grupo humano ha nacido, de donde provienen por nacimiento -como, en efecto, lo indica la etimología del término mismo "nación", que viene del latín "nascere"-, las naciones políticas, o los Estados nacionales modernos, son ya otra cosa bien distinta, pues suponen la reunión de gentes de procedencias nacionales étnicas distintas bajo el impulso de las "revoluciones nacionales" (modernas), esto es, de aquellas revoluciones en las que lo que se jugaba era la formación de la nación (política) sobre la base de la soberanía política de ese pueblo -procedente de estirpes o gentes distintas- congregado por semejante soberanía política.

Pues bien, en este sentido, España, con los problemas particulares que fuese, no hubiera dejado de constituirse también, a partir del siglo XIX, en una nación política, en adquirir por tanto una nueva unidad sobre la base de esta nueva identidad (la nación política). Ahora bien, la cuestión es, según Bueno, que cualesquiera que hayan venido siendo estos problemas particulares o especiales de la nación política española -demográficos, económicos, sociológicos, etc.-, estos no pueden confundirse en modo alguno con "el problema de España" precisamente en la medida en que éste no puede reducirse a, o agotarse en, aquellos. Mientras que "los problemas" -particulares, especiales- de España, que sin duda Bueno no niega, serían aquellos problemas empíricos, positivos, que forman parte de hecho del contenido de la historiografía científica, y en este sentido susceptibles de ser "homologados" al resto de los problemas particulares de las naciones políticas canónicas de nuestro entorno (europeo), "el problema de España" ("el problema", en singular; y "de España", en general, o "a secas", como en alguna ocasión expresivamente dice Bueno) consistiría, precisamente, en la cesación existencial de un proyecto político (imperial) esencialmente destinado a organizar la totalidad del mundo humano sin limitaciones geográficas ni temporales; un problema éste, pues, que de ningún modo se plantea en relación con el resto de las naciones políticas canónicas, las cuales, en cuanto que meras naciones políticas, no han poseído nada parecido a semejante proyecto esencial universal realmente existente (y que ni siquiera se plantearía a propósito de España si considerásemos a ésta sólo como mera nación política). "El problema de España" se plantea, pues, como el problema de la cesación en la existencia de una esencia que, por su concepto, precisamente implicaba su existencia sin limitación. O, si quiere, como el problema de la inviabilidad existencial de una esencia que incluye su viabilidad existencial ilimitada. Esto es, como Bueno nos dice, como la "contrarrecíproca de un argumento ontológico práctico".

El problema de España es, por tanto, para Bueno, un problema genuina y estrictamente filosófico (de Filosofía de la Historia Universal), en cuanto que inextricablemente conectado con las ideas filosóficas de Historia Universal y de Imperio que hemos visto, puesto que consiste, en efecto, en el problema (de explicarnos) la cesación en la existencia de una sociedad política en cuya misma existencia comenzó a realizarse el proyecto esencial imperial de organizar la Historia Universal sin limitación alguna. Como tal problema filosófico, es, pues, transcendental a los problemas particulares positivos de los que antes hablábamos -los que son susceptibles de homologarse a los problemas particulares de cualesquiera de las naciones políticas en cuanto tales-, es decir, que debiéndose plantear no al margen o de espaldas a ellos, sino a través suyo, no queda en cualquier caso reducido o agotado por ellos, puesto que los desborda o transciende a todos.

Se comprende, entonces, que Bueno pueda interpretar, retrospectivamente, que semejante problema hubo de comenzar ya a plantearse precisamente desde los primeros momentos en los que la existencia del Imperio comenzaba a mostrar sus límites: ya, para empezar, en el mismo siglo XVI, en los debates académicos teológicos orientados a justificar doctrinalmente las razones del Imperio; con más intensidad, a su vez, y ya en un terreno cada vez más puramente histórico-inmanente y adoptando formas literarias más mundanas, como sería el ensayo escrito en español en vez del tratado escrito en latín, o bien bajo la forma de diversos formatos literarios, durante los siglos XVII y XVIII; y sería ciertamente este problema el origen de la abundante literatura ensayística sobre España generada precisamente a raíz de la desintegración definitiva del Imperio en los confines de los siglos XIX y XX, esto es, la literatura del 98 y toda la literatura posterior hasta el presente. Y Gustavo Bueno percibe, sin duda, estos dos trabajos suyos que estamos aquí considerando, como una prolongación de semejante literatura característica sobre el problema de España, pretendiendo asimismo con ellos la aclaración filosófica, y por tanto la sistematización y la crítica, del sentido de semejante tradición.

Veamos, pues, de qué modo Bueno realiza esta crítica sistemática del problema de España y de su posible salida o resolución.

5.- La solución del "problema de España" y sus consecuencias prácticas (políticas)

A la hora de buscarle una salida o resolución al problema de España, Bueno comienza por sistematizar tres posibles salidas diferentes, que no serían meramente posibilidades lógicas, puesto que pretenden recoger alternativas efectivas ya ofrecidas por la tradición, de suerte que, entre medias de ellas, y como crítica de las mismas, nuestro autor acaba dibujando una cuarta salida que es aquella por la que nos insta a tomar partido.

La primera de ellas sería aquella según la cual no habría habido, en realidad, decadencia, no siendo ésta nada más que una apariencia -un "efecto óptico", acaso producido por la "leyenda negra". En esta línea estarían autores como Forner o Menéndez Pelayo. La segunda alternativa no dejaría de reconocer la decadencia, pero la atribuiría a causas accidentales, de modo que, en el fondo, no sería irreversible, sino susceptible de reactualizarse -se supone que remontando o superando aquellas causas accidentales. Como partidarios de esta alternativa, Bueno reconoce, según su propias palabras, a los "representantes del llamado « pensamiento reaccionario» ", entre los que menciona "además de a algunos conspicuos representantes de la ideología carlista... las opiniones de Donoso Cortés y aun de Vázquez de Mella", y añade: "durante las primeras décadas del franquismo, el ideal de España como « unidad de destino en lo universal» permitía incorporar... el contenido central de la divisa « por el Imperio hacia Dios» ". Un tercer tipo de respuestas sería aquel que se determina por renunciar de una vez por todas a semejante modo de plantear el problema. No existiría, en realidad, el problema de España en este sentido, siendo dicho problema más bien el resultado de una especie de "delirio anacrónico". Es preciso, pues, dar la espalda o dejar de lado semejante forma de plantear las cosas y dedicarnos a resolver los problemas positivos, efectivos y actuales de España como una nación más (entre otras).

Pero también cabría todavía considerar, nos dirá Bueno, una cuarta alternativa, justamente aquella por la que él va a optar y que busca promover: aquella que, sin dejar de reconocer la efectiva caída del Imperio español católico, y aun aceptando la imposibilidad de recuperarlo, se resiste, en todo caso, a renunciar, o a disolver -como si fuera un fantasma, un delirio, una mera ideología (falsa conciencia)- el problema de España, tal y como precisamente aquí se ha planteado.

Ahora bien, no hemos de olvidar que si el problema de España no deja de tener sentido, ello quiere decir, para Bueno, que tiene sentido práctico, y sentido práctico en el presente, lo que quiere decir que no deja en la mismísima actualidad de comprometer nuestra acción. El esfuerzo de Bueno a partir de aquí va a concentrarse en hacernos manifiesto, en efecto, en qué sentido, todavía hoy, el problema de España, y la posible resolución que podamos darle, sigue afectándonos, sigue comprometiendo nuestra acción política actual. Todo el sentido último de su reciente libro se cifra, en efecto, en extraer -y en promover- los consecuencias políticas prácticas, en el contexto actual, de la manera como se pueda encontrar una salida al problema de España.

Bueno va a plantearse, en efecto, no obstante haber aceptado la caída y aun la irrecuperabilidad del Imperio español católico, qué es lo que, aún hoy, pueda quedar de dicho pasado, y lo que pueda quedar no ya como una mera reliquia inerte, sino como algo que afecta de hecho a nuestro presente, y que lo afecta, además, de modo no accidental, sino estructural o constitutivo.

Y dos son, en efecto, las claves, continuamente presentes en el pensamiento de Bueno, que es preciso tener en cuenta a la hora de comprender la manera como Bueno va a responder a esta cuestión así planteada. La primera es ésta: que para Bueno, cuando hablamos del presente, tanto español como mundial, dicho presente y sus problemas no podrán ser nunca percibidos de una manera neutral, sino siempre desde alguna perspectiva dada, la perspectiva de alguna de sus partes (sociales, históricas) actuantes en dicho presente universal, de tal modo que cada una de estas partes podrá tener una visión muy distinta de dicho presente, visiones éstas mutuamente alternativas y opuestas, en pugna tanto teórica como práctica. Así pues, cuando Bueno se plantee, como ahora veremos, de qué modo afecta la caída del Imperio español a "los problemas que conciernen a la (actual) Humanidad", al "género humano (actual)", o la "Historia universal" (en el momento presente), la percepción que Bueno pueda tener de semejante estado actual de la humanidad no será, desde luego, neutral, porque en todo momento seguirá percibiendo y entendiendo dicha situación actual desde su muy particular y determinado punto de vista, que sigue siendo, precisamente, el del Imperio español católico, en cuanto que punto de vista en pugna -teórica y práctica- con otros posibles en el contexto de la "batalla por la historia" en su estado actual ("las espadas siguen an alto", nos dirá en algún momento de su libro).

¿Y qué puede ser, entonces, eso que queda de nuestro pretérito imperial comprometiendo constitutivamente nuestro punto de vista presente, cuando en todo caso se ha reconocido la caída y aun la irrecuperabilidad de dicho Imperio? La respuesta a esta pregunta nos sitúa frente a la segunda clave de las que antes hablábamos, y aquí es donde Bueno va a movilizar ciertamente toda su sutileza escolástica. Bueno va apoyarse, en efecto, en la distinción entre "esencia" y "existencia" para poder entender que si bien el Imperio español cayó como Imperio -esto es, existencialmente: como Imperio "realmente existente"-, no por ello se sigue que cayera, o al menos que cayera del mismo modo, en cuanto que católico -esto es, en su esencia: según su proyecto esencial de universalidad. Bueno buscará entonces salvar de algún modo la esencia católica (universal) de España, incluso más allá de la cesación de su realización existencial como Imperio, al objeto de poder afrontar, desde ella, los problemas del presente. Ahora bien: ha sido el propio Bueno (que sabe sin duda que, al menos para Suárez, no hay "distinción real" entre "esencia" y "existencia) quien, al plantear el problema de España como la "contrarrecíproca de una argumento ontológico práctico", ha reconocido que su esencia, en cuanto que Imperio católico, implicaba su viabilidad existencial sin límites -de ahí precisamente el problema que plantea su cesación existencial. Bueno lo sabe, y por ello, extremando su acuidad escolástica, habrá de encontrar algún soporte existencial, aun mínimo, de dicha esencia católica (universal), desde el cual seguir hacer valiendo las virtualidades universales de la misma. Soporte que, en efecto, no podrá ser otro que la actual nación política española, si bien -repárese- no ya tomada en cuanto que mera nación política, o como una nación política más, porque de este modo no respondería a la vocación universal que corresponde al Imperio, sino necesariamente entendida como una suerte de "recipiente existencial" (lo único realmente existente de que por ahora disponemos) en donde estuviera se diría que comprimida, mas nunca del todo aniquilada, esa su vocación esencial universal (que tuvo como Imperio): en estado, pues, de disposición permanente a la realización de dicha esencia: como "un modo de estar", nos dirá, efectivamente, Bueno, y de estar "a la espera de que se presente una ocasión cualquiera de intervenir en el mundo de un modo digno de ser inscrito en la historia universal" -se nos acabará por decir.

Y es sólo percibida, en efecto, la nación española de este modo, como Bueno podrá comenzar a dirigirse, desde ella, a los problemas actuales que "conciernen a la humanidad". De aquí la tensión dialéctica -teórica y práctica- que palpita en el texto entero de Bueno, más aun en su libro, que es donde sobre todo Bueno busca sustanciar las alternativas políticas más determinadas que desde España cabe plantear en el contexto de la actualidad mundial. Pues Bueno sabe que no está hablando desde ninguna plataforma sólida, consistente, sino sólo desde esa disposición inminente, pero comprimida, a la realización universal que, precisamente, como ahora veremos, en unos casos se verá amenazada (reprimida) por ciertos contextos de la situación actual general, y en otros casos favorecida por otros contextos diferentes.

Ahora bien, ¿cuales pueden ser los contenidos característicos de esa esencia católica (universal), comprimida por el momento en el recinto existencial de la nación española, a la par que presta en todo momento a expandirse, y cuáles son, por su parte, las características de esos otros contextos mundiales entre medias de los cuales es preciso, de diferentes maneras, tomar partido?

Por lo que toca a la primera cuestión, Bueno habrá de percibir ciertamente dichos contenidos católicos como siendo capaces, por su sustancia, de esa proyección universal que se les atribuye para organizar políticamente el mundo humano sin limitaciones geográficas ni temporales, esto es, de esa potencia para reproducir sin limitaciones sociedades políticas a partir de su propia sustancia y dinamismo político. Pues bien, semejante capacidad de proyección universal se contiene, para Bueno, en una muy determinada "morfología moral", esto es, según lo interpreto, en una cierta forma de cultura socio-política y moral, cuya sustancia consiste, según Bueno, en una cierta "moral de grupo". Una "moral de grupo", en efecto, que, para empezar, se opone, como una alternativa, a aquellas otras que pusieran el énfasis en las "grandes colectividades" o en los "individuos" más que en el "grupo". Y una "moral de grupo" cuya clave última vendría a cifrarse en la "generosidad"; la cual, a su vez, se entiende como siendo capaz de promover una cierta doctrina (y una práctica) sociopolítica: aquella, en efecto, según la cual, para decirlo en palabras de Bueno, "puede comenzar a borrarse la distinción entre lo que es tuyo y lo que es mío, no porque no siga siéndolo, sino sobre todo, porque habría de llamarse nuestro". Se trata, pues, de una concepción que sostiene el derecho a la propiedad privada, como un derecho positivo, si bien subordinado siempre al "interés común", o incluso a la "propiedad común" entendida ésta como un derecho negativo según el cual, aun cuando se mantengan las propiedades privadas, "nadie puede considerar definitivamente suyo lo que cualquier otro pueda necesitar". O bien para decirlo en los términos de la teología moral y política escolástica española a la que Bueno sigue en esto tan fielmente (desde un Luis Vives a un Suárez, por ejemplo): la propiedad privada sería un "derecho positivo", no un "derecho natural", lo que no quiere decir que sea contrario al derecho natural, desde el cual se vería, en todo caso, a la propiedad común como un "derecho natural" negativo, suficiente para promover en cada momento en que así se viera necesario el reparto de los bienes privados según lo exija el interés general. Y Bueno se permite equiparar, en este contexto, semejante doctrina social a la concepción marxista del socialismo -en particular, a aquella divisa que Marx escribiera en su Crítica del programa de Gotta: "Dé cada cual según su capacidad, a cada cual según sus necesidades". (Y como me he propuesto mantener en esta fase de mi trabajo una perspectiva máximamente descriptiva, de momento no diré nada respecto de semejante equiparación).

Y no debiera extrañar, por lo demás, que desde la perspectiva de semejante "moral de grupo", y no desde la perspectiva de la moral de las "grandes colectividades", Bueno vea posible la organización de una colectividad por su extensión tan amplia como la totalidad de la humanidad; pues aquí la cuestión radica en la posibilidad de percibir a esa totalidad como organizada sobre los quicios de semejantes grupos, a través de los que se mantendría y alzaría la coordinación política capaz precisamente de reproducir universalmente semejantes formas grupales de organización. Esta es ciertamente la idea de Organización Universal de la Humanidad desde la que Bueno de hecho está operando, suponiendo necesariamente por tanto que en semejante moral de grupo radicaría la potencia para la organización política universal de la humanidad.

Pues bien: va a ser desde la perspectiva de semejante "morfología moral", como Bueno discriminará las alternativas entre medias de las cuales aquella debiera moverse y a las que, a su vez, ha de oponerse -por su supuesta potencia para desempeñar su función de esencial unicidad universal. Y a este respecto tampoco debe extrañarnos, de nuevo, el hecho de que antes de considerar los referentes más puntuales y actuales a los que en último término su libro va dirigido (que son, como ahora veremos, las cuestiones actuales que, desde España, conciernen a "Europa", a sus propios "nacionalismos fragmentarios" y a la "Comunidad Hispanoamericana"), Bueno comience por considerar, desde la morfología moral hispana, y como alternativas opuestas a ella, las morfologías morales del Islam y del protestantismo. Pues la escala a la que semejantes alternativas se nos dibujan sería, precisamente, para Bueno la escala históricamente más profunda, persistente y determinante, también y precisamente respecto del presente, desde la cual deben plantearse adecuadamente los problemas "que conciernen a la humanidad". Más profunda y determinante, en efecto, que aquella en donde se dibujan los actuales grandes mapas geopolíticos planetarios, y mucho más profunda y determinante, según Bueno, que aquella en donde se nos ofrecen lo que nuestro autor considera sólo "alternativas abstractas" (abstractas, se supone, por respecto de aquella profundidad histórica), tales como, según su propios ejemplos, las alternativas "izquierda/derecha", "socialismo/capitalismo", o "dictaduras/democracias".

Respecto de la alternativa "protestante", Bueno cifra el núcleo de su "morfología moral", ante todo, en un tipo de moral social basada en el individualismo subjetivo, que por tanto la hubiera hecho enteramente adecuada para el desarrollo del capitalismo (moderno); una morfología, por tanto, cuyos efectos presentes se estarían dejando ver en el actual capitalismo salvaje del bloque del euro-dólar, el que se corresponde geopolíticamente con la OTAN. Por lo que toca a la alternativa "musulmana" -frente a la cual, recordemos, hubiera comenzado a vivir la nueva unidad hispana basada en su identidad imperial-, y apuntando asimismo al núcleo de lo que para Bueno constituye su morfología moral, éste debería cifrarse, ante todo, en esa tendencia a organizar la humanidad según la perspectiva, precisamente, de las "grandes colectividades", y por ello con absoluto predominio del colectivo sobre los cuerpos individuales humanos, a los cuales se trataría con entera indiferencia o falta de consideración. Un indicador relevante de semejante tendencia sería, según Bueno, la concepción averroísta del entendimiento agente aristotélico como un entendimiento universal, desprendido de los cuerpos individuales, a diferencia de la concepción de la escolástica católica que siempre puso la racionalidad a la escala de los cuerpos individuales. Semejante concepción general sería, según Bueno, la responsable del fanatismo y el fundamentalismo que podemos apreciar, también hoy, en las sociedades musulmanas. Por lo demás, semejante morfología moral histórica estaría asimismo teniendo efectos constitutivos actuales en el "tercer mundo" controlado por el Islam.

Frente a ambas morfologías morales se hubiera alzado, en su momento, la morfología moral hispana, desde esa su capacidad de organizar el mundo desde el tipo de moral (grupal) que aquí hemos visto, y lo hubiera hecho precisamente en aquellos momentos históricos en el que todas ellas comenzaron a constituirse como morfologías capaces de tener efectos constitutivos sobre el presente. De aquí que, asimismo en el presente, la moral hispana, no obstante lo existencialmente reducido (a la actual nación española) y comprimido que actualmente pueda encontrarse su proyecto, pueda, y deba, se diría, "no bajar la guardia", seguir manteniendo -como Bueno dice- "las espadas en alto", y muy especialmente respecto de aquel bloque socio-político y económico que, en la actualidad, más intensamente obra en la dirección de reprimir ese proyecto ya de suyo comprimido y reducido, esto es, Europa.

Y éste es, por fin, en efecto, el contexto puntual y actual, a cuya crítica (teórica y práctica) va dirigido en último término todo el libro de Bueno, un contexto al que Bueno puede llegar ("progresar") sólo desde la remontada teórica (el "regreso") que previamente ha practicado hacia aquellas morfologías morales históricas más profundas y determinantes en pugna -y, en último término, desde todo el aparato teórico que ha construido. Esa Europa, en efecto, cuyas actuales naciones políticas hubieran visto prefigurar sus territorios a partir de los "reinos sucesores" bárbaros, más o menos cristianizados, a raíz del desmembramiento del Imperio Romano, pero ninguno de cuyos "reinos" hubiera constituido jamás, según Bueno, otra cosa más que "Imperios fantasmas" (ni siquiera realmente existentes) -mientras que España, sin dejar de ser, desde el comienzo, en cuanto que España visigoda, un "reino sucesor" más, hubiera sin embargo comenzado a formar, en esa misma Edad Media, y frente al Islam, un Imperio, de entrada, realmente existente según una universalidad negativa, y luego, a partir del "Descubrimiento de América", realmente existente según su proyecto universal positivo. Esa Europa, asimismo, que, a partir de lo que la historiografía conoce como Edad Moderna, hubiera desarrollado (al menos, y por cierto, en la franja territorial que se corresponde con la ocupada en su momento por los pueblos bárbaros que presionaban sobre el Imperio Romano, dato éste que creo que Bueno no menciona y que podría serle de interés a favor de su argumento) la morfología moral protestante, esencialmente asociada al desarrollo del capitalismo moderno -mientras España, por su parte, pujaba por levantar y sostener su Imperio católico (universal positivo), no sólo frente al Islam, sino también frente a dicha Europa protestante y capitalista. Y esa misma Europa, por fin, que en la actualidad, y como efecto de su formación histórica capitalista, ha llegado a organizarse, según Bueno la caracteriza, como una suerte de "biocenosis" (socio-política y económica), esto es, como un "club" (según su expresión) de naciones cuya unidad (actualmente en formación) reside en su empeño por sacar las unas de las otras el máximo provecho (económico) posible, de suerte que el equilibrio que pueda resultar de ello no depende sino de esa "lucha a muerte" entre ellas. El carácter depredador del capitalismo (histórico) europeo estaría actualmente manifestándose, pues, en su forma más intensa y descarnada ("salvaje") en esta suerte de depredación mutua en la que según Bueno viene a resolverse la actual Europa.

Ahora bien, Bueno no niega, como ya sabemos, que España, en cuanto que nación política semejante a las de su entorno, pueda tener problemas especiales -tecnológicos, sociológicos, demográficos, etc.- susceptibles de homologarse con los problemas de las naciones europeas, y en este sentido, Bueno no propone, sin más, la supresión de toda relación -comercial, tecnológica, cultural, etc.- con Europa. Pero ya sabemos que para Bueno la nación española no es sólo, o meramente, una nación más, sino también el recinto existencial al que de momento se vería reducido y comprimido su proyecto político universal. De aquí, por tanto, que el peligro objetivo que Bueno verá en el actual proyecto de una "incorporación sin residuo" de España a semejante "biocenosis", no será sino el de que dicha incorporación no dejase a salvo la propia morfología moral española; una morfología que, por su parte, pugna por extenderse universalmente desde un proyecto de vida precisamente opuesto a semejante forma (depredadora) de vivir europea.

De aquí, a su vez, el segundo peligro objetivo que Bueno ve en la situación actual, esto es, el relativo a los actuales "nacionalismos fragmentarios" españoles: pues diversas partes de aquella biocenosis europea pueden estar objetivamente interesadas en promover la fragmentación de la nación española, para debilitar así sus recursos nacionales (demográficos, tecnológicos, culturales) como se corresponde con un régimen político de "biocenosis" en donde todas sus partes (todas las naciones) están interesadas en debilitarse mutuamente unas a otras. Pero en el caso de España, dicho debilitamiento supondría precisamente minar aún más el recinto existencial en el que estamos suponiendo que vive esencialmente comprimido ese proyecto universal necesariamente opuesto al modo de vida de las naciones debilitadoras.

De aquí, a su vez, la manera como Bueno afronta el posible "proyecto problemático" de una España federal -en el último epígrafe del "Final" de su libro-, que sin duda ronda desde diversos sectores de la actual política española. De entrada, Bueno considera que semejante proyecto encierra una contradicción material, como es la de tener que suponer una soberanía previa a los hipotéticos Estados que debieran federarse, que sin embargo de hecho no existe, como para poder llevar a cabo, desde semejante soberanía fingida, el acto de federación; contradicción ésta que sólo podría solventarse mediante una "ficción jurídica", la de suponer, acaso en el mismo acto, como existente semejante soberanía (realmente no existente) y a la vez su presunto ejercicio en su determinación por la federación. No obstante lo cual, y esto es muy importante, Bueno no deja de reconocer la viabilidad real, efectiva, aun si fuera a través de semejante ficción jurídica, de dicho proceso de federación. ¿Cual es, entonces, la objeción que Bueno sigue poniendo a semejante proceso que no deja, como digo, de reconocer como realmente posible? El riesgo, o el peligro, de nuevo, de que antes o después, este resultado siguiera sin satisfacer a las fuerzas políticas "soberanistas" de los nacionalismos fragmentarios; esto es, una vez más, la posibilidad misma de fragmentación de la actual unidad nacional española. Y ésta es, sencillamente, la posibilidad que Bueno se niega a aceptar, en cualquier caso, en la medida en que supondría una restricción, aun mayor, del "recinto existencial" actual de aquel proyecto esencial universal.

Asimismo, y por último, Bueno percibirá en la posibilidad de activar una Comunidad Hispanoamericana una salida positiva, y no meramente defensiva, capaz de reactualizar el comienzo de semejante proyecto universal comprimido pero siempre presto a activarse. Este sería, en efecto, el camino positivo actual de salida de la voluntad universal hispánica más apropiado por razones históricas. Bueno ha aceptado que el Imperio como tal dejó de existir; pero ve factible apoyarse en la compleja red de "líneas de relación" sociales y culturales que la historia misma, gracias al Imperio, ha tejido entre Hispanoamérica y la nación española para organizar una Comunidad Hispanoamericana (o aun Iberoamericana), que podría comenzar a reactualizar aquella voluntad universal, y por ello, a actuar como una plataforma desde la que oponer una morfología o modo (moral) de vida, la hispanoamericana, al modo de vida de los bloques capitalistas -europeo y norteamericano- de cuya presión absorbente comenzaríamos de este modo todos, españoles e hispanoamericanos, a poder liberarnos.

Pues Bueno calcula, asimismo, que de entre las salidas objetivas que en la actualidad tiene el continente hispano o ibero-americano, ésta es precisamente la que responde a sus intereses reales, descontando ya todo imperialismo español o toda pretensión "panhispánica" de "reespañolizar América" -aunque sin ocultar que si esos intereses existen, su fundamento no puede ser históricamente desvinculado del "Imperialismo español (Universal) pretérito". Al Continente iberoamericano, en efecto, sólo le estarían abiertas según Bueno en la actualidad objetivamente estas tres alternativas: o bien convertirse en un "reverso" de la América anglosajona, como mano de obra barata del capitalismo del dólar; o bien buscar la emancipación del capitalismo anglosajón, pero también del europeo, incluyendo aquí a España; o bien, promover la liberación respecto del capitalismo norteamericano, pero precisamente en convergencia con los intereses de España (y aun de Portugal) de librarse asimismo del capitalismo europeo y del norteamericano. Se trataría, pues, de promover, no ya ningún Imperialismo, cesado en su existencia, sino una convergencia mutua de intereses objetivos -entre "naciones política y culturalmente soberanas", reconoce Bueno-, aquellos que consisten justamente en la liberación del bloque capitalista europeo y americano. Y para que semejante "Comunidad Iberoamericana de Naciones" comience a ser efectiva, es preciso ir más allá de las meras "Conferencias" (o "Cumbres") de Jefes de Estado o de Gobierno, las cuales se limitan a promover una cooperación en aspectos parciales -culturales, tecnológicos, etc.-, pero que no llegan, nos dirá Bueno, a afrontar la "cuestión de fondo", que no es otra sino la de la "identidad cultural" del proyecto global, una identidad que, según Bueno, debe entenderse "desde la perspectiva hispana o iberoamericana". Dicho proyecto, por ello, sólo comenzaría a tener contenido efectivo, para Bueno, desde el momento en que se crease un "Mercado Común" de países hispano o iberoamericanos, con un "Banco Central" y una "moneda única", lo cual supondría, nos dirá Bueno, "ya por el mero hecho de mantenerse, la voluntad de una convivencia comunitaria que podría ser capaz de reabsorber muchas divergencias irreversibles que se mantienen en el terreno de los principios".

Me he esforzado hasta aquí en exponer, del modo más fiel y neutral que me ha sido posible, la construcción argumental de la idea de España de Gustavo Bueno, incluyendo las consecuencias políticas que de dicha idea se derivan; me propongo, a partir de ahora, ensayar la crítica que considero que puede, y debe, ser hecha de semejante construcción.
 

II: Crítica de la idea de "España" de Gustavo Bueno.
6.- La filosofía de la historia del materialismo histórico (marxista) frente a la filosofía de la historia del "materialismo filosófico" de Gustavo Bueno.

En el momento de disponerme a realizar una crítica de la idea de España de Gustavo Bueno, necesito comenzar por aclarar una cuestión de principio, a saber: Gustavo Bueno quiere moverse dentro de una filosofía materialista de la historia que dice recurrir al materialismo histórico marxista, aun cuando tampoco quiera reducirse a él. En más de una ocasión, como es sabido, Gustavo Bueno se ha declarado "marxista", aun cuando no sólo marxista -también platónico, escolástico, etc. Pues bien: me parece que aquí hay un equívoco de primera importancia, que debe ser, como cuestión de principio, desmontado con toda claridad. Pues voy a comenzar por demostrar, en efecto, que la filosofía de la historia desde la que está hecha su construcción, podrá, acaso, ser (formalmente) materialista, pero en todo caso no es (materialmente) marxista, sino opuesta e irreconciliable con el marxismo.

Una puntualización previa: Es cierto que la historia ha arrojado, sin duda, muchas y diversas versiones o modulaciones del marxismo, de las que no hay lugar para hacernos cargo aquí. Me limitaré a decir que mi propia interpretación del marxismo aspira a recoger la filosofía de la historia ejercitada en muchos textos que, muchas veces, por su intención, no son abiertamente filosóficos (sino sociológicos, económicos, políticos, etc.), tanto o más que la filosofía expuesta en otros textos que quieren ser abiertamente filosóficos -y que suelen ser, por cierto, los más escolásticos y romos-. Y que aspiro a recoger esa filosofía en cuanto que está (sobre todo) ejercitada, sin duda, en Marx, pero también en otros muchos autores (como Lenin y Trotsky, entre otros) que de diversos modos han estado involucrados en el movimiento teórico y práctico marxista, aun cuando, desde luego, lo apretado del texto no me permita explicitar oportunamente las referencias que puedan estar usándose en cada caso.

En cualquier caso, ello supone aceptar, y esto sólo lo podremos demostrar aquí por su ejercicio, que también el marxismo se mueve en el terreno de la filosofía de la historia, y de la filosofía de la historia práctica, en el mismo sentido, en principio, en el que hemos visto que quiere moverse la construcción de Bueno. Supuesto este terreno filosófico común (de estirpe, por cierto, marxista), hay todavía ciertamente otros dos lugares comunes entre el materialismo de la historia de Bueno y el materialismo de la historia marxista. El primero es entender que el materialismo implica objetivismo, esto es, la realidad de unos procesos históricos que ocurren "por encima de la voluntad" de los individuos, constituyéndolos y envolviéndolos objetivamente. Y el segundo es el de la dialéctica, esto es, reconocer la necesidad de percibir la historia como fraguándose entre medias, y no al margen, de las partes sociales positivas a través de cuyos conflictos y posibles resoluciones va tomando efectivamente curso la historia.

Hasta aquí podremos decir que ambas filosofías son formalmente equiparables, en cuanto que materialistas y dialécticas. Ahora bien: la filosofía de la historia de Bueno y la marxista empiezan a divergir y a oponerse, irreductiblemente, al compás mismo en que consideramos sus determinaciones materiales. La primera y principal de estas determinaciones tiene que ver con los "quicios" materiales (para decirlo con la expresiva fórmula de Bueno) sobre los cuales sitúan formalmente cada una de ellas precisamente la dialéctica de dicho proceso histórico objetivo.

Para Bueno, como hemos visto, la Historia Universal comienza a fraguarse a través del contacto que las sociedades humanas pueden tener a partir de la expansión imperial de algunas de ellas sobre otras. De este modo, la "dialéctica de la historia (Universal)" va a tener lugar para Bueno a partir de los enfrentamientos entre estas sociedades imperiales entre sí. Mas, como quiera que Bueno ha distinguido, a su vez, y como una distinción clave de todo su planteamiento, entre aquellos Imperios que estarían dotados de un proyecto esencial de universalidad (de "unicidad universal"), y otros que se expandirían carentes de todo proyecto semejante, de ello resulta que el sentido de la dialéctica de la historia acabará siendo percibida desde la perspectiva bien de la sucesión de los Imperios esencialmente universales, o bien desde el conflicto entre tales Imperios cuando ellos coexistan en el tiempo y del modo de resolución de dicho conflicto, y no porque los otros Imperios (los "contingentes") dejen de estar presentes, sino porque se supone que aquellos tienen, por su proyecto esencial universal, la capacidad de la que estos otros carecen para incorporar la totalidad de la humanidad.

No cabe velar la diferencia entre semejante concepción de la historia universal y la marxista. Y no ya porque desde el marxismo pueda dejar de reconocerse que la historia universal va fraguándose cuando, en efecto, unas sociedades se ponen en contacto con otras, y ello a través de su expansión imperial; sino porque el marxismo tiene una concepción (formalmente) muy distinta de los mecanismos (materiales) a partir de los cuales se produce dicha expansión y contacto. Concepción ésta que pone (formalmente) los "quicios" (materiales) de dicho "mecanismo" en las relaciones de enfrentamiento entre las clases sociales de cada sociedad determinada, y en unas relaciones siempre mediadas, a su vez, por el tipo y grado de desarrollo de las fuerzas productivas en cada sociedad de referencia. Se trata, en efecto, de la "doble dialéctica" de las "relaciones sociales de producción", esto es, de la dialéctica -lucha o enfrentamiento- entre las clases sociales, en cuanto que dialécticamente mediada, a su vez, siempre, por las fuerzas productivas. La "unidad", histórica, en transformación, y a la vez siempre concreta, formada en cada caso por dicha "doble dialéctica" es lo que determina la "morfología total" de cada sociedad humana determinada. Una morfología históricamente concreta, esto es, cuya estructura y transformación tiene lugar siempre dadas determinadas clases y determinadas relaciones sociales entre ellas, así como determinado tipo y desarrollo de las fuerzas productivas a cuyo través tienen lugar aquellas relaciones entre clases. No cabe pensar, pues, las relaciones entre clases, así como su resoluciones efectivas, al margen del tipo y grado de desarrollo de determinadas fuerzas productivas, así como no cabe pensar ningún desarrollo o transformación de éstas al margen de las relaciones sociales concretas entre clases que puedan dar curso a dicho desarrollo. Así pues, cualquier extrapolación de cualesquiera de estas facetas o aspectos de esta doble dialéctica históricamente concreta incurriría en lo que, desde el marxismo, es preciso tipificar como una "abstracción metafísica (sustantivadora)", y no digamos cualquier perspectiva que intentase "sobrevolar" las morfologías históricas concretas de dichas "unidades" dialécticas en curso.

Para el marxismo, entonces, será en función del "mecanismo" (o mejor, "dinamismo") de esta doble dialéctica históricamente concreta como podremos explicar la expansión imperial de las sociedades, así como la morfología total concreta resultante del contacto entre estas sociedades en expansión y las sociedades sobre las que se expanden, y del contacto entre diversas sociedades en expansión imperial (que estuvieran incorporando, cada una, a las sociedades sobre las que se están expandiendo). Desde el marxismo, el "dinamismo de expansión" imperial de una sociedad (concreta) será visto siempre en función del estado (concreto) de las relaciones entre clases en cada contexto productivo, de suerte que dicha expansión sea vista como teniendo algún efecto sobre dichas relaciones de clases y su contexto productivo en función de semejante expansión. Una expansión que funciona, siempre, como un modo coercitivo de apropiación de mano de obra y de materias primas, o incluso de recursos técnico-productivos, por parte de la sociedad que se expande, apropiación efectuada sobre otras sociedades del entorno geográfico -más o menos próximo o lejano-, y en función de la cual expansión han de verse afectadas las relaciones sociales y productivas de la sociedad que se expande de un modo que, al margen de semejante expansión,hubiera debido seguir necesariamente otro curso.

Ahora bien, los efectos que pueda tener dicha expansión sobre la sociedad que se expande pueden ser de muy distinto alcance, precisamente en función de los parámetros históricos concretos de la sociedad que se expande y de sus entornos (geográficos e histórico-sociales) -unos entornos que incluyen, pero no se reducen, a las sociedades sobre las que se expanden, puesto que también pueden incluir otras sociedades que a su vez pueden estar o no en expansión. Y aquí es, precisamente, como luego veremos, donde el caso del Imperio español (a partir del siglo XVI) debe ser analizado en toda su singularidad histórica concreta. Pues la posibilidad más general de semejante transformación social y productiva de las sociedades en expansión imperial es utilizar los recursos apropiados a "terceros" (mano de obra, materias primas, medios productivos) en la dirección de promover la resolución de las relaciones sociales de la sociedad que se expande a favor del desarrollo de las "clases ascendentes" -cuando son éstas las que impulsan la expansión-, y a la vez incorporando al proyecto expansivo a clases dominadas "interiores", desarrolladas por el propio desarrollo de las clases ascendentes que, sin dejar de seguir dominadas, pueden asimismo comenzar a beneficiarse, siquiera parcialmente, de dicha expansión promovida por las clases dominantes, precisamente a expensas de las nuevas clases explotadas "exteriores". Pero esta es, como digo, la posibilidad más general. En el caso del Imperio español, por razones precisas que sólo luego explicaré, dadas las condiciones sociales y productivas a partir de las que dicho Imperio comenzó a fraguarse, y dado asimismo el (complejo) entorno geohistórico entre medias del cual se desarrolló y al cual de hecho colaboró decisivamente a impulsar, la expansión imperial acarreó, en vez del desarrollo de las incipientes clases ascendentes y la transformación productiva que estas clases impulsaban, más bien su freno o contención, y ello en un entorno geográfico-social, al que el propio Imperio colaboró (objetivamente, que no intencionalmente) a desarrollar, en el que el desarrollo social y productivo de dichas clases ascendentes operaba en la dirección de estrangular el propio imperio que estaba colaborado (no intencionalmente) a desarrollarlas. De aquí, en efecto, como veremos, la notable singularidad histórica del Imperio español que, lejos de resultar impermeable a un análisis marxista, agradece y exige por el contrario precisamente la mayor acuidad en el "análisis concreto (marxista) de la situación concreta".

Pues lo decisivo, en efecto, para la perspectiva marxista, es entender que la "morfología total concreta" que en cada caso pueda adoptar el conjunto formado por cada sociedad imperial (incluidas sus sociedades incorporadas) junto con sus entornos concretos (que pueden incluir los enfrentamientos con otras sociedades imperiales, y las consiguientes resoluciones de estos enfrentamientos) se cursará siempre según parámetros históricos concretos, formalmente constituidos en cada caso por el (complejo) estado de la dialéctica entre las transformaciones de las relaciones entre clases y las transformaciones en las fuerzas productivas que constituyen la morfología total concreta de dicho conjunto. De aquí, sin duda, la importancia decisiva del carácter geográficamente finito de la esfera planetaria, y, en relación con ello, del desarrollo de la fuerzas productivas por parte de algunas sociedades capaces de hacer posible una expansión geográfica tal que obligue al contacto mutuo planetario de todas las sociedades en expansión, y, a través suyo, de todos los pueblos incorporados por dichas sociedades. La historia universal, sin duda, sólo pudo comenzar a tener lugar de un modo efectivo a raíz de semejante interconexión geográfico-social planetaria.

Y en dicha interconexión, precisamente, el Imperio español tuvo, sin duda, como en su momento Marx percibió con toda claridad, un cometido (objetivo) esencial. Ahora bien, el desarrollo de esas fuerzas productivas capaces de lograr la interconexión planetaria de la que hablamos no iba, de ningún modo, desligada del ascenso general (mundial en su conjunto) de determinadas clases sociales que precisamente comenzaron a imprimir una muy determinada dirección a la historia universal. Y en este contexto, el Imperio español, que, como digo, colaboró decisiva y objetivamente (de la manera que luego precisaremos) a establecer el puente para el desarrollo de dichas clases ascendentes, lo hizo, sin embargo, debido a las condiciones de su morfología histórica socio-productiva concreta (que también luego precisaremos) de tal modo que el entramado mundial mismo que estaba colaborando a desarrollar iba destruyendo el Imperio por cuya mediación dicho entramado se levantaba, y ello de tal modo que sobre la base de semejante destrucción podían liberarse las fuerzas sociales y productivas ascendentes mundiales que imprimieron una determinada dirección ya irreversible al conjunto o la totalidad de la historia universal.

La cuestión es, pues, que por su modo de escoger los quicios en torno a los cuales situar la dialéctica de la historia (universal), Bueno debe considerar a las sociedades globalmente tomadas, esto es, concebir su unidad de totalidad, y sus posibles proyectos de expansión, bien haciendo abstracción de la "lucha de clases" en sus contextos productivos, o bien, a lo sumo, constatando dicha lucha de clases en torno a la producción, pero en todo caso subordinándola a dicha perspectiva global. El marxismo parte, por el contrario, de la fractura estructural interna de toda sociedad política, de la "lucha de clases en su contexto productivo", como dinamismo interno en función del cual entender la morfología de dicha sociedad y la de su posible dinamismo expansivo. Ello no quiere decir, naturalmente, que el marxismo no perciba cada sociedad, cada morfología total concreta, como una "unidad de totalidad", como una totalidad unificada o estructurada; quiere decir que percibe dicha unidad estructural como internamente contradictoria (dialéctica), según aquella "doble dialéctica" concreta precisamente dotada de dinamismo histórico.

A este respecto, es preciso considerar una (nueva) determinación (material) que de nuevo opone el punto de vista marxista y el buenista. Me refiero a sus distintas concepciones del Estado. El marxismo percibe al Estado como formándose a partir de la sociedad internamente fracturada en partes, grupos o clases que pugnan unas por el dominio de otras, siempre en torno a la propiedad (de los medios de producción, circulación y distribución). Semejante dominio no podrá ser nunca considerado absoluto por parte de algún sector respecto de otros, como si las partes dominadas carecieran de todo poder de reacción o presión, puesto que deberá ajustarse con la reacción de dichas partes, y de algún modo co-determinar dicha reacción, a la vez que tampoco podrá considerase definitivamente igualado o equilibrado (estable) -si Marx pudo pensar la posibilidad de un equilibrio estable resultante de la lucha de clases fue sólo a raíz del desarrollo industrial de las fuerzas productivas, por cuya virtualidad objetiva universal se hacía inteligible siquiera la posibilidad de una reapropiación social universal de las mismas. Por el contrario, el equilibrio, siempre inestable, resultante de la lucha de clases, tendrá siempre la forma de alguna conjugación desigual (concreta) entre el poder (relativo mutuo) de las clases, de modo que ni dejará de haber alguna clase o bloque de clases dominante respecto de otras clases, ni dicho dominio dejará ya de incluir algún grado de codeterminación de la reacción de estas clases dominadas.

De aquí que semejante pugna entre las partes sociales de una sociedad internamente fracturada sólo pueda ser canalizada a través del Estado, esto es, a través de una estructura o formación social, capaz de totalizar o abarcar el conjunto de las relaciones entre las partes enfrentadas, sin dejar de hacerlo desde los intereses de las partes o bloques de partes dominantes (hegemónicas). He aquí, pues, la dialéctica del Estado: por un lado debe abarcar o totalizar al conjunto de las partes enfrentadas, lo cual sólo podrá hacerlo como una institución de "segundo grado" por respecto de dichas partes sociales en pugna, esto es, como una suerte de meta-estabilizador de la totalidad social concreta en cada caso (de aquí la idea de "poder separado", de la tradición marxista -y anarquista-), a la vez que dicha metaestibilización, lejos de "sobrevolar" la totalidad social "armonizándola" desde fuera, sólo puede obrar a partir, o en función, de los intereses parciales de los bloques dominantes o hegemónicos (de aquí la idea del "carácter de clase" del Estado, asimismo en la tradición marxista -o anarquista-). Se comprende entonces que semejante metaestabilización totalizadora, en la medida en que siempre es "partidista", no podrá ser nunca perfecta, acabada, definitiva, sino que estará siempre sujeta a la dialéctica de las clases y a su correspondiente dinámica de transformación.

Bueno, por su parte, sin embargo, debe ver la función de totalización del Estado haciendo abstracción, de nuevo, de "la lucha de clases", o al menos subordinando dicha lucha a aquella función. Y ello en la medida en que percibe al Estado como formándose en función del enfrentamiento de unas sociedades con otras que, por su parte, y por la misma razón, deberán asimismo constituir un Estado. De aquí, en efecto, por ejemplo, su concepción de la formación del Estado, no en el momento de lo que él tipifica como "ciudad absoluta", sino en el de la "ciudad enclasada", es decir, allí donde la co-presencia mutua de varias ciudades las lleve a formar Estados en función de su enfrentamiento mutuo.

Una vez más, el marxismo y Bueno sitúan los "quicios" (materiales) del enfrentamiento, de la dialéctica, en lugares formalmente diferentes. Bueno tiene una visión globalmente territorial, geo-política, de la estructura y la función de la sociedad política y del Estado (pugna entre "territorios sociales" por los medios de producción), lo que le obliga a abstraer, o bien a subordinar, los posibles enfrentamientos sociales internos al mantenimiento, y en su caso expansión, de esa su morfología político-territorial; el marxismo tiene una concepción de la estructura y la función de la sociedad política y del Estado de tipo dialéctico-social, (lucha de clases a través de los medios de producción). A partir de dicha concepción, podrá entender las morfologías socio-políticas resultantes de la expansión de dichas sociedades, de sus enfrentamientos mutuos, y de las posibles resoluciones de dichos enfrentamientos, como una reproducción a una nueva y (más) compleja escala ampliada de la morfología total (o general) concreta de la totalidad de las relaciones entre las clases a través de la producción.

Pero si son tan distintos los lugares (materiales) a través de los cuales quiere abrirse paso (formalmente) la dialéctica en cada una de ambas perspectivas, deberá serlo también la manera como se piensa en cada caso la resolución de dicha dialéctica. En Bueno la resolución de una dialéctica pensada en términos del enfrentamiento entre sociedades globales político-territoriales en expansión (con subordinación de sus luchas internas de clase en sus contextos productivos) sólo podrá entenderse en la dirección de la imposición geográfica en el curso del tiempo histórico de unas sociedades en expansión sobre otras: de aquí, en efecto, su concepción imperial de la dialéctica de la historia universal. Ahora bien, precisamente por ello Bueno necesitará recurrir a la distinción entre unos imperios que se expanden territorialmente en el tiempo histórico según un (presunto) proyecto esencial universal y aquellos otros que simplemente se expandirían de manera accidental o contingente, carentes de semejante (presunto) proyecto esencial universal; pues de otro modo, en efecto, carecería de criterio que justificase o diese razón de la dirección universal de una dialéctica de la historia que, tal y como ha sido concebida, no puede ciertamente seguir otro curso más que el de la imposición geográfica en el tiempo histórico de alguna de estas sociedades en expansión sobre las demás, y, en el límite, como una imposición geográfica definitiva, en un tiempo histórico interminable -que es, exactamente, a fin de cuentas, a donde apunta toda la argumentación buenista.

Pero entonces la objeción crítica, inexcusable, que desde el punto de vista marxista no puede dejar de hacerse a semejante criterio es precisamente la del cual pueda ser su fundamento material, objetivo, real. ¿En qué puede basarse, en efecto, esa (presunta) mayor capacidad de alguna sociedad en expansión frente a otras asimismo expansivas para incorporar sin límites geohistóricos a aquellas otras sobre las que se expande y por ello para imponerse en el límite definitivamente sobre el resto de las posibles sociedades expansivas?. ¿Sobre qué argumentos o principios, precisamente dialécticos y materiales, puede formalmente sostenerse la realidad de semejante (presunta) esencia de existencia geohistórica perdurable -frente al resto de las sociedades que al parecer carecerían de tamaño atributo-?

Vista desde el marxismo, debe ciertamente decirse que semejante (presunta) capacidad carece sencillamente de todo fundamento. Desde el marxismo, en efecto, semejante presunta capacidad de expansión geohistórica sin límites, y precisamente frente a otra sociedades que sin dejar de ser expansivas carecerían de dicha capacidad, no puede dejar de ser vista sino como una suposición estrictamente metafísica que "sobrevuela" abstractamente la dialéctica objetiva y concreta de la historia, es decir, las morfologías totales históricamente concretas que puedan adoptar en cada caso la totalidad de las relaciones entre clases y las fuerzas productivas entre medias de las cuales aquellas se dan. En su pretensión de atravesar (transcendentalmente) dicha dialéctica histórica concreta y objetiva, aquella otra dialéctica no puede dejar de ser vista sino como una suerte de (voluntarista) petición de principio, que sólo podrá funcionar como una (pseudo)dialéctica metafísica, cuyo "despliegue" deberá ser a la postre "aparente" (no importa la sutileza y la complejidad de los recursos constructivos formales movilizados en semejante despliegue; mas aún, dichos recursos deberán aumentar su complejidad constructiva formal en proporción al carácter aparente del despliegue dialéctico que mediante ellos se quiere hacer valer). Y entiéndase que el carácter abstracto-metafísico de semejante idea no debe cifrarse (desde el marxismo como filosofía) en su sola pretensión de transcendentalidad, sino en su pretensión de funcionar transcendentalmente a través de un tipo de "quicios" o contenidos materiales que son los que deben quedar reconocidos como irreales -y con ellos la dialéctica que a través suyo quiere hacerse valer- desde la dialéctica marxista, en cuanto que ésta quiere funcionar, asimismo de forma transcendental, pero a través de otro tipo de contenidos materiales muy distintos.

Ahora bien, desde el marxismo, las ideas metafísicas no resultan ser nunca gratuitas, sino necesarias, como formaciones ideológicas (en el sentido de "falsa conciencia") que responden a condiciones socio-políticas históricamente determinadas. De modo que, también la idea de España de Bueno, en cuanto que -vista desde el marxismo como- formada a partir de semejante concepción metafísica (pseudodialéctica) de la historia, deberá responder, como una formación ideológica (en el sentido de falsa conciencia) a condiciones socio-políticas históricamente concretas de la propia historia de España. De aquí que nos sea preciso determinar mínimamente, desde el marxismo, la idea de ideología.

Acabamos de caracterizar al Estado en términos de su cometido de totalización meta-estabilizadora del conjunto de las relaciones sociales de una sociedad (política, quebrada), en función de los intereses de alguna parte social (o bloque de partes) dominante en dicha sociedad. Y hemos derivado tanto el nivel meta-estabilizador (o de "segundo grado"), como su función de representante de las partes sociales dominantes a partir de la fractura estructural de la sociedad de referencia. Ello quiere decir que las diversas partes o clases sociales, en su enfrentamiento mutuo, en su pugna por determinar mediante sus proyectos de acción a las otras, han de dotarse de marcos o proyectos de acción a través de los cuales pugnan por totalizar el conjunto de sus relaciones con las demás partes sociales, de modo que el resultado de dicha pugna mutua sólo pueda cristalizar bajo la forma del Estado, esto es, bajo la forma de semejante totalización metaestabilizadora practicada siempre en función de una relación conjugada y desigual de dominio social determinado. Ahora bien: precisamente estos marcos o proyectos de acción de cada una de las partes sociales en pugna son, de entrada, lo que podemos considerar como las ideologías: Pues una ideología, en efecto, es mucho más que un mera representación mental (del mundo), e incluso más que las solas representaciones proposicionales, ellas mismas objetivas y operatorias, que expresan y promueven proyectos o programas de acción (mediante textos escritos, por ejemplo): una ideología es, en su estrato más hondo, un marco o programa de acción de alguna parte social en pugna por determinar al resto de las partes sociales, que sin duda incluye necesariamente intercaladasrepresentaciones proposicionales (textuales, escritas), que expresan y promueven dichos proyectos; unos proyectos que, en la medida en que pugnan por determinarse mutuamente deben pugnar por totalizar sus relaciones con el resto de las otras partes. Se comprende, entonces, que consideradas solamente en sus estratos representacionales proposicionales, como representaciones que expresan y promueven dichos proyectos totalizadores, cada ideología aparezca ciertamente como una "cosmovisión", o sea, como una "representación totalizadora del mundo (del mundo social y natural y de sus relaciones, del "lugar de la vida humana social en el mundo"), y además siempre como una representación práctica en el sentido de promover cursos de acción. Ahora bien, como quiera que no son una, sino varias, las partes sociales en pugna en una sociedad internamente fracturada (política), y son por tanto varios y en pugna sus proyectos (y representaciones) totalizadores de acción, dichos proyectos deberán cribarse o criticarse mutuamente, tanto en sus estratos operatorios no representaciones como en sus estratos (asimismo operatorios) representacionales (proposicionales, textuales). Y es precisamente a partir de esta criba o crítica mutua como podemos construir la distinción, y la dialéctica, entre la "ideología" en sentido "sustantivo" (en el sentido en el que en el lenguaje ordinario dicha expresión suele aparecer en formas gramaticales "sustantivas") y la ideología en su sentido "adjetivo" (en el sentido en el que en dicho lenguaje la palabra ideología suele aparecer en forma gramatical "adjetiva"), sentido éste que es el que connota, como ahora veremos, la nota de "falsa conciencia". En su lucha mutua, en efecto, estos proyectos (y representaciones) totalizadores de acción deberán construir, por lo que toca a sus estratos representacionales, representaciones de algún modo formalmente monistas del mundo, esto es, representaciones que cierren o clausuren definitivamente el mundo (en particular en mundo de la lucha social en curso) precisamente en función y a favor de los intereses siempre parciales que representan. Debido a semejante forma monista de clausurar el mundo, dichas representaciones tenderán siempre, pues, a percibir los intereses (y las representaciones) opuestos como aparentes en cuanto que opuestos a los propios, y por tanto como reductibles y armonizables con éstos (de acuerdo con el principio de clausura definitiva que incorporen). De aquí, sin duda, el sentido de las ideologías representacionales como "ideas fuerza", puesto que, intercaladas necesariamente en los marcos (no representacionales) de acción, promueven y movilizan el curso de dicha acción. En este sentido, toda ideología, en su estrato representacional, consiste en alguna representación totalizadora, monista y práctica del mundo en los sentidos indicados. Y es en este sentido en el solemos usarla cuando ejercitamos su concepto en el lenguaje ordinario bajo formas gramaticales "sustantivas". Ahora bien, la cuestión es que de la crítica o criba mutua entre los proyectos (y representaciones) de acción surgirán necesariamente rectificaciones mutuas, las cuales precisamente obligarán a ir determinando lo que de falso hubiera en aquella forma monista de cerrar el mundo según principios universales (presuntamente) definitivos que muestran sin embargo quebrarse en la acción -en su acción enfrentada con otros proyectos de acción. La connotación de "falsa conciencia", que solemos ejercitar cuando usamos en sentido gramatical "adjetivo" el término de "ideología", responde precisamente a esta situación. La "falsa conciencia" es, pues, la apreciación crítica que puede hacerse de una representación ideológica desde la conciencia o el criterio de alguna otra representación que surge de la rectificación del marco de acción que expresaba la primera en su choque con algún otro (u otros) marco (s) de acción. Ahora bien, un marco de acción respecto de cuya representación ideológica haya criterios, desde alguna otra representación, para apreciarla como falsa conciencia, puede siempre reservarse un margen (en la práctica indefinido), en su estrato siquiera representacional, para seguir pujando por hacer valer y promover sus principios -lo cual sin duda le forzará a extremar sus recursos polémico-dialécticos para seguir intentando reducir a "apariencia" los argumentos contrarios-; de aquí que las ideologías en cuanto que formas de "falsa conciencia" operen siempre de un modo reactivo, defensivo, a la contra, en la medida en que suponemos que sus marcos no proposionales de acción están siendo, o han sido, quebrados -por su choque con otros-, y en esta medida aquellas representaciones comienzan a quedar desfasadas, queriendo obrar a la contra de aquellos marcos de acción que han destruido los marcos que todavía ellas se afanan en representar y promover. De aquí, por cierto, la connotación de "legitimación" (ideológica), que solemos asociar a las ideologías en cuanto que "falsas conciencias".

Dos puntualizaciones más sobre la idea de ideología. La primera: Que eso que llamamos filosofía no puede sino brotar a raíz de la criba mutua entre las representaciones ideológicas, como su propia inter-crítica dialéctica, como la rectificación crítica incesante de las pretensiones de clausura monista del mundo que aquellas siempre promueven. La filosofía es, pues, en principio, lo mismo que la crítica dialéctica, lo que quiere decir que sus representaciones (crítico-dialécticas) obraran siempre intercaladas entre marcos o proyectos de acción que de algún modo suponen un contra-poder en acción que está deshaciendo algún poder hasta el momento vigente. La prueba (práctica) de la verdad de una filosofía estará siempre en su capacidad de colaborar a remover algún bloque de dominio y promover su transformación efectiva. Ahora bien, esto no quiere decir que la dialéctica, una vez puesta en juego de semejante modo -como crítica inter-ideológica-, no pueda volver a quedar una y otra vez reabsorbida o reapropiada por nuevas ideologías que ejercitarán la dialéctica, debido a su enfrentamiento polémico, argumental, con otras ideologías, en beneficio de la formación de nuevas clausuras definitivas del mundo: estaremos en presencia entonces de formaciones metafísicas, es decir, de sistemas, enteramente filosóficos por su consumada factura (dialéctica), a la vez que ideológicos (en sentido "sustantivo" y "adjetivo") por su modo de clausurar definitivamente el mundo en representación de alguna fuerza social (que en la práctica, sin embargo, no logra clausurarlo). De hecho, no hay sistema filosófico que, por su enfrentamiento polémico con otros sistemas, no ejercite siquiera la dialéctica, y hay sistemas que suponen un uso sistemático y consumado de la misma que sin embargo clausuran, al final, su visión del mundo de un modo completamente metafísico (como el sistema hegeliano, por antonomasia). Hay, pues, intercalado en el proceso sociopolítico e histórico, una dialéctica incesante entre la crítica dialéctica (entre las metafísicas) y la reapropiación metafísica de la dialéctica.

La segunda puntualización: obsérvese que, por su factura -de "segundo grado", respecto de las prácticas (o saberes) positivas, sociales y técnico-productivas-, y por su función -de totalización del conjunto de estas prácticas y sus relaciones, si bien hecha a su vez desde alguna parte social en cuanto que enfrentada a otras- tanto las ideologías, como su intercrítica dialéctica, como la dialéctica incesante entre dicha crítica y sus reapropiaciones metafísicas, resultan ser enteramente isomorfas con la estructura y la función del Estado (tal y como aquí le hemos caracterizado). Se comprende sin duda semejante isomorfismo desde el momento en que, como decíamos, el Estado debe cristalizar a raíz de la pugna mutua entre la partes sociales de una sociedad fracturada por determinarse mutuamente y totalizar el conjunto de sus relaciones, como el único modo de metaestabilizar, nunca de manera definitiva, dicha totalización en cada caso resultante. Ello quiere decir que será, antes todo, el Estado el lugar donde deben operar las ideologías, su crítica dialéctica y la incesante dialéctica entre dicha crítica y sus reapropiaciones metafísicas, en la medida misma en que el Estado sólo puede actuar mediante proyectos de acción que deben incorporar intercalado semejante "juego" de representaciones como verdaderas "ideas fuerza". Pero también que dicho juego deberá estar obrando, de un modo más disperso y menos reglado pero efectivo, envolviendo y constituyendo las conciencias de los individuos de la sociedad ciudadana, al menos en la medida en que éstos formen parte de grupos sociales de algún modo involucrados en la lucha política, y por tanto en la ocupación (y permanente transformación) del Estado.

Las anteriores observaciones sobre las ideas de ideología, filosofía y metafísica, nos serán imprescindibles a la hora de llevar a cabo la crítica de la idea de España, y de la construcción argumental entera que la arropa, que Bueno ha propuesto. Pues, como ahora veremos, en efecto, la idea de España de Bueno, y en especial el criterio básico a partir del que dicha idea puede construirse, a saber, la distinción entre una sociedades que estarían esencialmente dotadas de un proyecto de universalidad geohistórica y aquellas otras que carecerían de él, no son sino ideas metafísicas; una ideas metafísicas que, en su mismo origen, comenzaron a funcionar como una legitimación ideológica (en el sentido de "falsa conciencia") ya defensiva,arropada sin duda por la formidable maquinaria metafísica de la teología moral y política española de los siglos XVI y XVII. Como una legitimación ideológica defensiva, en efecto, de una maquinaria imperial realmente existente (pero en modo alguno dotada del proyecto esencial que sus ideólogos querían hacer valer) que precisamente se iba resquebrajando al compás mismo de su despliegue entre medias de un mundo que, desarrollándose (también, y decisivamente) por la mediación del propio Imperio español, lo hacía sin embargo, como era inexorable, en una dirección que destruía al Imperio mismo por cuya mediación (también) se desarrollaba.

Podemos, en resolución, recapitular lo dicho sobre la oposición entre las perspectivas marxista y buenista como filosofías de la historia como sigue. La filosofía de Bueno ha absorbido, sin duda, lo que podríamos caracterizar como la metodología de la filosofía marxista de la historia, pero sólo en sus aspectos formal y abstracto, y lo ha hecho para engranar dicha metodología con unos contenidos que, por su materia, no sólo son distintos, sino opuestos e irreconciliables con aquellos mediante los que de hecho se construye la metodología de la filosofía de la historia en el marxismo. Bueno ha absorbido el principio de la objetividad: de la constitución de la conciencia de los individuos según procesos históricos objetivos ("por encima de la voluntad"); ha absorbido asimismo el principio de la dialéctica: el que pide situar entre medias de las partes sociales en pugna la formación y el curso del proceso histórico real, lo que implica asimismo que no cabe hablar (salvo metafísicamente) desde fuera de alguna o algunas de dichas partes, de su pugna y de sus posibles resoluciones. Pero ha engranado, como digo, dichos principios sobre unos quicios materiales enteramente distintos y opuestos a los marxistas.

Y como quiera que, ni desde el buenismo ni desde el marxismo, por su común filiación dialéctica, cabe hablar "desde la quinta dimensión", ni cabe por ello desquiciar la dialéctica entre la materia y la forma, es preciso decir, y decirlo desde el marxismo, que aquella materia sobre la que Bueno ha engranado la dialéctica es la que le hace pensar a las sociedades de un modo global metafísico, esto es, haciendo abstracción (metafísica) (o meramente subordinando, de un modo no menos metafísico) de la lucha de clases en sus contextos productivos, razón por la cual no tiene otra opción, en el momento de pensar la expansión de dichas sociedades y la posible resolución de dichas expansiones, que acudir a una distinción, la que se daría entre las sociedades dotadas esencialmente de proyectos universales y las que carecerían de semejante proyecto, que no puede asimismo dejar de ser vista, desde el marxismo, sino como una mera petición de principio ad hoc inevitablemente obligada por aquella abstracción metafísica de partida.

Se diría que Bueno ha absorbido la metodología (formal) marxista para revolverse (materialmente) contra el marxismo en su propio terreno; razón por la cual, el marxismo sólo puede revolverse (materialmente) contra la filosofía de Bueno, sin dejar de apropiarse, naturalmente, de cuanta maquinaria constructiva formal buenista sea materialmente asimilable por su propio "organismo" (y quien sepa leer, y conozca la tradición marxista y la filosofía de Bueno, podrá apreciar que esto es precisamente lo yo aquí estoy haciendo).

Como cuestión de principio, y de principio, justamente, dialéctico: la filosofía de la historia de Bueno podrá ser materialmente verdadera, pero sólo a costa de que fuese materialmente falsa la filosofía de la historia marxista; y la recíproca: la marxista sólo puede ser materialmente verdadera a costa de que la de Bueno sea materialmente falsa. No cabe materialmente término medio; salvo uno, puramente negativo (que completa el cuadro de las posibilidades lógicas): que las dos fuesen falsas.

En lo que queda de este trabajo voy a esforzarme en demostrar de qué modo la filosofía de la historia de España de Bueno es (vista desde la filosofía de la historia marxista) necesaria y materialmente falsa.

7.- El Imperio español visto desde la filosofía materialista de la historia (marxista)

Hemos visto que Bueno ha distinguido dos grandes fases en la gestación y evolución del Imperio español -anteriores al comienzo de su decadencia-, la fase de "preparación", que hubiera tenido lugar durante el proceso medieval de la "Reconquista", y la de "consumación" en un Imperio católico universal, que estaría ya "madura" a partir del descubrimiento de América. Por mi parte, considero que éstos dos son, en efecto, los "hitos" a los que es preciso dirigir la atención, si bien creo que una perspectiva marxista exige interpretar su sentido y su realidad histórica de un modo diferente a la de Bueno.

Para empezar por la primera fase. Parece necesario, en efecto, cifrar en la fulgurante expansión islámica por el reino visigodo las nuevas condiciones a partir de las cuales se irá produciendo una "reconstrucción, desde los fundamentos" de esa nueva entidad socio-política que desde el presente podemos reconocer como "España". Hubieran sido, desde luego, las condiciones bajo las cuales, dada la presión islámica, hubo que comenzar la "reconquista", las responsables de la nueva morfología "socio-política" e histórica que fue adoptando aquella sociedad en permanente lucha contra el Islam. Y me parece asimismo que semejante proceso fue de hecho algo distinto de una "reconquista" -y ello, aun cuando los reinos cristianos nacientes (el León de los siglos IX a XI, Castilla hasta mediados del XII), no dejaran de reconocerse herederos de los soberanos visigodos; pero no ya porque su proyecto se configurase, "muy desde el principio", y como respuesta a la presión islámica, como el "ortograma recurrente" que pedía "recubrir interminablemente al Islam", sino más bien por la particular morfología socio-política que, dada efectivamente la presión islámica, fue adoptando, desde el principio sin duda, la mera lucha de ocupación de los territorios conquistados al Islam (y en parte expulsión de sus habitantes). Pues se hubiera tratado, en efecto, desde el principio -y un principio, cuya recurrencia determinó efectivamente la morfología de la sociedad resultante-, básicamente de esto: de una permanente lucha militar por ocupar, repoblar (y en parte expulsar) territorios previamente ocupados por el Islam. Un proceso de expansión cuyos orígenes (la necesidad de expansión de los restos visigodos confinados en los montes cantábricos) habría que entender en términos prácticamente demográfico-ecológicos, y cuya morfología vino marcada, desde esos mismos orígenes, por el sólo proyecto de ocupar, repoblar y en parte expulsar. Una ocupación y repoblación que, lejos de mantener -y no digamos incrementar- el nivel de productividad (agrícola) de la sociedad islámica, tendía sistemáticamente a hacerlo decrecer debido a las necesidades de nuevos combates militares por la ocupación y expulsión; la dinámica (recurrente) de ocupación y expulsión operaba, pues, no tanto sobre la base del mantenimiento de la productividad de los territorios ocupados, sino más bien sobre el pillaje, o el expolio económico, de los bienes producidos por la sociedad ocupada, lo cual realimentaba los consiguientes momentos de ocupación y expulsión militares. Ya en su trabajo clásico sobre El sentimiento de la riqueza en Castilla, Corominas señaló que los cristianos, en sus combates contra los moros, se referían siempre a una "riqueza móvil", es decir, al botín, mientras que el campo cultivado, verdadera y única fuente de riqueza en su momento, no les merecía importancia. Se trataba, pues, de una sociedad que fue configurándose sobre la base de una verdadera piratería terrestre (a caballo), y por tanto profunda y marcadamente depredadora, en el sentido de limitarse a obtener, pero no reponer y menos multiplicar, la riqueza conquistada -de ir viviendo, por tanto, a expensas del trabajo agrícola que la sociedad islámica había previamente realizado y los que quedaban seguían realizando en las vegas de los ríos peninsulares.

Es esta característica la que nos permite entender las diferencias adoptadas por el feudalismo en España en comparación con las formas feudales propias del resto de la Europa (occidental) medieval, es decir, calibrar el sentido del que fuera llamado el "problema del feudalismo hispánico". Como se sabe, la sociedad feudal que conociera la Europa medieval desde (aproximadamente) finales del siglo IX hasta el XII a raíz de las particiones del reconocido comúnmente como "imperio carolingio" -en Francia, Alemania, el reino de Borgoña-Provenza, Italia, y las zonas que experimentaron la influencia de dicho régimen feudal, como Inglaterra y los estados latinos del próximo oriente- se caracteriza por un muy determinada organización sociopolítica que incorporaba intercalada una muy determinada forma jurídica de cimentar dicha organización. Básicamente (y dejando ahora de lado una notable pluralidad de variaciones de las que es imposible hacernos cargo aquí), aquella organización socio-política consistía en una cadena jerárquica de relaciones vasalláticas (de "señor a vasallo"), en cada uno de cuyos eslabones se reproducía básicamente la misma relación: una relación de dependencia mutua de prestaciones (desiguales), según la cual el vasallo ofrecía al señor (básicamente) el trabajo (de la tierra que el señor le enfeudaba) y la prestación del servicio militar (que el señor podía requerirle), mientras que, por su parte, el señor donaba al vasallo el feudo (como se sabe, inicialmente denominado "beneficio" -beneficium-, y luego ya "feudo" -"feodum"-), esto es, el territorio sobre cuya base productiva (agrícola) el vasallo y la población incorporada al feudo podrían mantenerse, así como protección (básicamente militar) frente a posibles entornos enemigos. Junto con el feudo, el vasallo recibía el encargo de una función jurídica pública, orientada a la gobernación del propio feudo encomendado. Por lo que toca a la forma jurídica intercalada en dicha morfología socio-política destinada a garantizar su estructura y funcionamiento, se trataba, como es sabido, de una compleja y ritualizada ceremonia (el "homenaje", que incluía los actos de la "fe" y el "osculum", y que era seguido de la "investidura") mediante la cual se formalizaba el contrato sinalagmático (bilateral) que comprometía básicamente a la fidelidad mutua en semejante prestación de servicios desiguales.

Semejante morfología sociopolítica se comprende, sin duda, ante todo sobre la base de la producción agrícola como fuente de toda riqueza y de todo poder, pero también sobre la base de la fragmentación del tejido civilizatorio europeo en unas "unidades productivas" dadas a una escala (de tamaño) proporcionada al grado de riqueza excedentaria de la que podía ser capaz una sociedad que sólo a finales del siglo IX puede comenzar a liberarse de la presión que también el Islam ha ejercido sobre ella durante los siglos VIII y IX en todo el Mediterráneo.

Ahora bien, la morfología sociopolítica que por su parte va adquiriendo la sociedad hispanocristiana, a raíz de la dinámica retroalimentada de ocupación/expulsión militar y de expolio económico en la que progresivamente se va viendo envuelta, tiene sus propias características (diferenciales respecto de la sociedad feudal transpirenaica -incluyendo aquí a los condados catalanes que, en cuanto "marca hispánica" del reino franco mantuvieron rasgos feudales más próximos al feudalismo característico-), unas características que básicamente podemos cifrar en lo siguiente: sin duda, también aquí se reproduce la forma jurídica del vasallaje, si bien intercalada o aplicada sobre una materia diferente; pues propiamente en la sociedad hispano-cristiana no hubo, o no llegó a haber (con el mismo ritmo y grado de desarrollo) enfeudamiento, es decir, encargo de una tierra -que trabajar y cultivar-, ni tampoco encargo de la función pública de administración (que en otras partes iba ligada al feudo), en la medida en que los soberanos se reservaban, como prerrogativa, ambas funciones (que sólo muy lentamente -sobre todo a partir del siglo XIII- fueron otorgando a la gran nobleza), y ello en la medida en que en lugar de semejante enfeudamiento, la materia sobre la que determinantemente se ejercía la relación de vasallaje era la función militar, esto es, el encargo de esa función de permanente ocupación/expulsión que pivotaba (o se realimentaba) sobre una economía más expoliadora que productiva. Las relaciones vasalláticas no enraizaron, pues, tanto en la tierra que trabajar y en la administración pública, como en la tarea militar de ocupación alimentada sobre la piratería económica. La sociedad hispano-cristiana de la denominada "Reconquista" fue, pues, más que un régimen feudal-vasallático, un régimen señorial(militar)-vasallático.

Semejante morfología determinó dos rasgos esenciales que nos importa destacar, uno respecto de la forma política del Imperio hispánico que fue cuajando a lo largo de semejante proceso, y otro respecto del tipo de relaciones sociales gestadas en la sociedad de referencia. Por lo que toca a la primera cuestión: cabe reconocer, ligada al desarrollo de semejante sociedad en expansión militar-expoliadora, la formación de una suerte de Imperio realmente existente que no encontraría ciertamente parangón en su momento más allá de los Pirineos: un Imperio, sin duda, cuya morfología política sería la de una cadena jerárquica de jefaturas militares, en cada uno de cuyos eslabones se reproduciría la relación vasallática aplicada al encargo de un dominio y ocupación militar territorial (de "castillos", más que de "feudos"), cadena siempre controlada, co-determinada, desde su núcleo central expansivo (desde el soberano en cuanto que emperador) -sin perjuicio de los desplazamientos sucesivos de este núcleo central, según se incrementaba el radio de su dominio. Esta hubiera sido, en efecto, la morfología característica de lo que podríamos llamar el "bloque (geopolítico) central" en expansión, esto es, el constituido por el reino astur-leonés inicialmente, y castellano-leonés ulteriormente. Es decir, por ese bloque que acabó imponiendo su dinámica de expansión militar-expoliadora al resto de los reinos cristianos peninsulares, los cuales, asimismo ante la presión del Islam, debieron ceder, y someterse e incorporarse, a aquella dinámica encadenada expansiva del bloque central (a la postre, castellano). Semejante sociedad tiene de Imperio, en efecto, lo que tiene de cadena de jefaturas militar-territoriales, cuyos eslabones no dejan nunca de estar co-determinados desde el núcleo central, desde el soberano como emperador. Ahora bien, se trata precisamente, como decíamos, de un Imperio profunda y constitutivamente depredador, en la medida que, lejos de reponer o incrementar la productividad (agraria) de los territorios ocupados, se limita a expoliarlos, de suerte que no tiene otra salida o dirección más que la de seguir re-ocupando militarmente. Esta es, pues, y sólo ésta, la clave real del proyecto de in-terminable ocupación militar del Imperio hispano-cristiano medieval.

No es posible, pues, caracterizar semejante dinámica en términos de un (presunto) "ortograma recurrente" de "recubrir interminablemente al Islam", y ver en dicho Imperio un Imperio "Universal negativo" en base al carácter "in-finito" de semejante (presunto) recubrimiento. "Recubrir" al Islam connota mucho más de lo que sólo fue una permanente conquista militar de territorios; y concebir el Imperio resultante como "universal negativo" es asumir un formato que dice demasiado para caracterizar una conquista militar que si resultaba interminable era en la medida en que, como decía, pivotaba sobre un régimen económico básicamente expoliador. Pues de un proyecto de expansión puede, en rigor, decirse que es "universal negativo" si, aun desconociendo los posibles límites geográficos positivos de su expansión, está en todo caso dotado de la determinación de agotarlos, sean éstos cuales fueren (sólo de este modo tiene sentido el concepto de "universal", aun determinado negativamente; pero difícilmente puede atribuirse semejante universalidad a un proyecto cuyo carácter interminable -en realidad, sólo prácticamente "permanente"- pivota, como digo, sobre la base de una expoliación que obliga, una y otra vez, a seguir conquistando y expoliando para repoblar y mantener a la población. En rigor, no sólo no se trató de ningún "recubrimiento" del Islam, ni tan siquiera de ninguna "Re-conquista", sino de un mera conquista militar permanente, realimentada por la expoliación -no obstante la ideología de la "reconquista" mediante la que proseguía su curso dicha conquista, ideología según la cual, en efecto, los reyes-emperadores del "bloque central" no dejaban de reconocerse herederos de los soberanos visigodos. En realidad, las ideas de "ortograma recurrente" (de "recubrimiento infinito del Islam") y de "universalidad (siquiera negativa)" no dejan de ser, por parte de Bueno, ideas ad hoc, destinadas a reinterpretar retrospectivamente dicho proceso desde una idea de Imperio (la de Bueno) heredera de la idea de Imperio gestada más adelante (en el siglo XVI, como ahora veremos), y gestada a su vez, como también veremos, de una manera ideológico-defensiva, como una legitimación ideológica de un (nuevo) Imperio que irá resquebrajándose según vaya construyéndose.

El segundo rasgo que quería destacar es el del tipo de relaciones sociales que fueron fraguándose según este imperio conquistador-depredador se desarrollaba. En general, las relaciones sociales feudo-vasalláticas implican una fuerte interdependencia personal basada en la mutua fidelidad (o fe recíproca), además de que se supone que las dos partes del contrato bilateral disponen de libertad propia desde la que establecerlo y sostenerlo. En el caso hispánico, la fuerza de dichas relaciones personales de mutua fidelidad se vio aun incrementada al estar éstas montadas sobre una interdependencia prioritariamente militar (territorial-militar, más que territorial-productiva), además de que la libertad o fuero de cada parte puede tomar, debido a su carácter militar, una más acusada connotación de honor. Se trata, pues, de una sociedad en donde la mutua lealtad se conjugaba con la libertad y el honor de cada una de las partes que se son leales. A esto es preciso añadir un rasgo socioeconómico de notable importancia, a saber: desde sus orígenes, la sociedad astur-leonesa de los siglos IX y X quedó organizada sobre la base de la pequeña propiedad rústica, de una población en la que abundaban más los hombres libres que los siervos y en la que había pocos latifundios señoriales, y, poco después, por la forma de realizarse la repoblación del valle del Duero, aumentaron los pequeños propietarios territoriales: esta masa humana que podía disponer de los recursos mínimos como para costearse un caballo en el que combatir como "caballeros" dio origen a una nutrida "baja nobleza" militar, capaz de ponerse al servicio de los planes de conquista y repoblación militar dirigidos por la "gran nobleza" militar (sólo a partir del siglo XIII también terrateniente de un modo generalizado) y a la vez capaz de exigir y obtener de la gran nobleza concesiones (como las "behetrías" o las "cartas pueblas") que acabaron creando una compleja red de fueros (de libertades vasalláticas en el contrato bilateral con los señores) aplicables tanto a las personas individuales, como a las poblaciones, territorios y villas, y basados siempre en la libertad y el honor de las partes que se prestaban lealtad mutua; pero que también acabaron generando la institución de las Cortes. Las Cortes, que, como se sabe, provienen, en general (en el régimen general feudo-vasallático europeo) de la inicial función de "consejo" y "ayuda" (consilium et auxilium) que el vasallo debía prestar al señor, adquirieron en la España de la Conquista, desde muy pronto (desde fines del siglo XII en León) un singular peso y regularidad (están extendidas en todos los reinos cristianos desde mediados del siglo XIII), como no podía ser de otro modo en una sociedad donde el "elemento popular", o sea, la pequeña nobleza militar, tenía un peso social imprescindible en las tareas de la defensa y la conquista militares. Si a esto añadimos que la forma inicial de la pequeña propiedad rústica favoreció un acusado comunalismo agrario (comunidad de bosques, montes, ejidos; repartos periódicos de campos y cosechas; comunidades de regadío), el resultado es sin duda una singular y notable cohesión social que va desplegándose al compás de la conquista y ocupación del Islam.

Ésta es, pues, la morfología sociopolítica de la sociedad hispano-cristiana en expansión: se trata de una sociedad dotada de una singular cohesión social, de tipo señorial(militar)-vasallático, basada en la libertad y el honor en la prestación de la lealtad mutua, que funciona más bien a la escala de las "unidades locales", es decir, de una unidades territoriales que están comprometidas con otras en la conquista y defensa frente al Islam; semejante cohesión, a su vez, y por ello, se encuentra enteramente sostenida en una conquista militar que va adoptando la forma política de una cadena (imperial) de jefaturas militar-territoriales (de los "reinos", a su escala más global), una cadena en todo momento sostenida y controlada (codeterminada) por el que hemos llamado bloque (geopolítico) central (Castilla), y una conquista que debe proseguirse, a toda costa, en la medida en que pivota más sobre el pillaje económico que sobre la reproducción del nivel de productividad de los territorios conquistados.

Ahora bien: durante el siglo XIV comienza ya a manifestarse un primer principio de tensión, de divergencia, o de orientación centrífuga (respecto del bloque geopolítico central) que tiene que ver ante todo con la presencia de clases sociales burguesas tanto en Portugal como en el reino de Aragón. Por lo que respecta a Portugal, en efecto, en 1383 una revolución ha situado a la dinastía de Aviz en el poder, dinastía que comienza a apoyarse en la naciente burguesía comercial de los puertos que será precisamente el motor de las "grandes navegaciones" portuguesas africanas y americanas. No olvidemos, a este respecto, que ya en 1385 la batalla de Aljubarrota ha descartado la intervención castellana en los asuntos de la revolución dinástica portuguesa. Por lo que respecta al llamado Reino de Aragón, que ya desde el siglo XIII ha tomado en realidad una forma federativa, y que comprende, junto con el paupérrimo reino interior (de Aragón), los reinos mediterráneos de Cataluña, Valencia y Mallorca, son estos reinos bañados por el mar los que asisten al desarrollo de verdaderos núcleos burgueses, del estilo de las repúblicas mercantiles italianas, y los que crean una gran potencia comercial marítima mediterránea. Mientras tanto, es ya sólo Castilla (el bloque central) la que prosigue su lucha de conquista frente al Islam, en Andalucía, no obstante verse envuelta en continuas crisis dinásticas y revueltas de nobles, y es en este contexto, de conquista proseguida y de crisis políticas, donde los soberanos debe comenzar a conceder a la gran nobleza formas de propiedad del suelo característicamente feudales, ya no sólo señorial-militares. Es aquí donde se fraguan las grandes formas de propiedad terrateniente (castellanas y andaluzas) que, como veremos, acabarían por ser una de las losas reaccionarias más pertinaces de toda la evolución social y política posterior de España hasta prácticamente la actualidad.

Con todo, es esta Castilla paupérrima, ya enfeudada, pero que no ha perdido su capacidad militar de actuar -de imponer militarmente su dominio imperial, ahora ya aliado a la gran propiedad feudal terrateniente-, la que acabará por imponer su morfología sociopolítica, durante el siglo XV, no ya entera y simultáneamente en toda la Península, sino -y esto es muy importante- selectiva y secuencialmente, primero sobre Cataluña, aprovechando la retracción económica que ésta padece desde finales del siglo XIV y durante el siglo XV, y luego sobre Portugal, con Felipe II, durante el siglo XVI -sólo que Portugal ya ha adquirido mientras tanto el desarrollo burgués suficiente como para poder acabar por romper con la corsé militar-feudal castellano. Por lo que respecta a Cataluña: aprovechando, en efecto, la decadencia económica que esta padece desde finales del siglo XIV y durante el siglo XV (retracción de su poder comercial marítimo, crisis demográfica, revueltas de campesinos generada por la crisis económica), así como la situación de ausencia de herederos en la que había dejado el trono, a su muerte en 1410, Martín el Humano, Castilla infiltra en el trono de Aragón al príncipe castellano Fernando de Antequera y comienza a asegurarse así el control sobre Aragón que acabará consumándose cuando la hermana del rey castellano Enrique IV, Isabel, contraiga matrimonio con el nieto de Fernando de Antequera -de linaje castellano, como hemos visto-, Fernando. Y aquí es esencial comprender el significado histórico-político de la opción matrimonial de Castilla. Pues, como se sabe, la hija del rey castellano Enrique IV, Juana la Beltraneja, podía haber contraído matrimonio con el rey de Portugal, lo cual hubiera soldado este reino con el de Castilla; ahora bien, la opción tomada es la del matrimonio de la hermana del rey castellano, Isabel, con el rey aragonés -de linaje castellano- Fernando: se diría que Castilla, ante la retracción en su desarrollo burgués de Cataluña, y frente al mayor desarrollo burgués de la sociedad y la monarquía portuguesas, prefiere la alianza con una sociedad menos burguesa, y por ello más susceptible de someterse a un tipo de control de factura más medieval (y feudal), como el que representa el reino castellano. Castilla, desde luego, no ha olvidado, desde esta su primera opción, a Portugal, de modo que, más adelante, Felipe II, como consecuencia del matrimonio de Carlos I con una infanta portuguesa, podrá anexionarse Portugal, en 1580; pero, como decíamos, la sociedad portuguesa ha experimentado mientras tanto un desarrollo burgués (que implica una forma capitalista-comercial de comenzar a administrar su Imperio africano y americano) ya crítico, que hará que pueda romper, en 1640 como se sabe, definitivamente la unidad española peninsular.

Sin duda que, durante el siglo XV, y mientras la economía catalana decae, la economía castellana experimenta un auge notable: junto al aumento demográfico, el desarrollo del comercio interior (las ferias) y exterior, a través de la fachada marítima cantábrica, con las principales plazas europeas (Brujas, Nantes, Londres, La Rochele..); por otro lado, la fachada marítima andaluza le permite prolongar sus operaciones de conquista en territorio africano -a veces de acuerdo, a veces en conflicto con Portugal- en busca de ese oro africano tan apreciado ya a partir de la segunda mitad del siglo XV en toda Europa. Ahora bien: semejante desarrollo comercial y prolongación imperial (africana) de la conquista no debe hacernos olvidar el hecho fundamental, a saber: que tanto dicho desarrollo como dicha conquista van a quedar en todo momento ya sometidos, sujetos, subordinados a la morfología socio-política de estirpe castellana, esto es, a esa forma medieval (progresivamente retro-medieval según se despliega entre medias de fuerzas burguesas opuestas),asociada ya a la gran propiedad terrateniente feudal, que en ningún momento ha abandonado su capacidad de expansión militar basada en el freno del desarrollo de las fuerzas productivas y por tanto del ascenso de las nuevas clases y relaciones sociales que dicho desarrollo acarrea.

No es posible, en efecto, hacerse una idea adecuada de la nueva morfología que el Imperio español va a adoptar a partir del siglo XVI sin comprender la plataforma socio-política desde la cual dicho Imperio va a desplegarse, y en particular el modo que tuvo dicha plataforma de tratar la presencia -para empezar en el interior peninsular- de las nuevas fuerzas productivas y clases sociales mientras se estaba desplegando. Si bien, en un comienzo, tanto Isabel como Fernando, pudieron asegurar su poder apoyándose en los incipientes elementos burgueses (urbanos), sobre todo frente a las continuas crisis y revueltas de la gran nobleza (ya terrateniente), fue a la postre esta clase social, fraguada sobre todo durante las operaciones de conquista -frente al Islam -en el siglo XIV, la que muy pronto inclinaría la balanza a su favor de las relaciones de clase que el nuevo Estado unificado acabó representando. De este modo, tanto con los Reyes Católicos primero, como luego más aún con Carlos I y con Felipe II, y mientras el nuevo Imperio se desplegaba, el bloque político formado por la Monarquía y la gran nobleza terrateniente (feudal) siguió una sistemática y creciente política de laminación de cuanto representara los intereses de las nuevas clases sociales burguesas incipientes peninsulares. Los moros que permanecían en la península, bajo el dominio cristiano, seguían trabajando las vegas de sus ríos y generando los excedentes de producción imprescindibles para formar una burguesía agraria capaz a su vez del desarrollo del comercio y con ello del auge de la vida urbana burguesa: fueron sistemáticamente expulsados, en oleadas consecutivas de intensidad creciente. Los judíos que manejaban el capital prestamista capaz de hacer fluir el comercio fueron igualmente expulsados. Los núcleos burgueses cristianos urbanos que habían comenzado inevitablemente a desarrollarse, en la misma Castilla, a partir del siglo XV, pujaron por hacer valer su fuerza: fueron aplastados en la guerra de las Comunidades. Dados esta expulsión y aplastamiento sistemático de las fuerzas burguesas emergentes, la tercera salida que le quedaba a los elementos más aventureros la vino a proporcionar el Imperio americano, que funcionó, a este respecto, como una válvula de escape para todos aquellos que buscaban huir de la miseria creciente y aplastante en la que el bloque formado por la Monarquía y la gran nobleza terrateniente sumía a la vida en España.

Ni siquiera puede hablarse, pues, de clases burguesas "en ascenso" en la España peninsular, puesto que su incipiente presencia fue laminada por un Estado que mostraba su carácter progresivamente retrofeudal según practicaba semejante laminación. De este modo, el "estado llano" no trabajador que fue quedando en la península vino a quedar reducido a una suerte de singular "lumpen-burguesía" que acabó por constituir el paisaje social característico peninsular de la España del Imperio: se trata, en efecto, de los "hidalgos" y los "pícaros", envueltos en una singular dialéctica que supo reflejar con ironía magistral la "novela picaresca" de la época ( "El Lazarillo", "El Buscón"; "Guzmán de Alfarache"). El hidalgo: ese personaje con los recursos mínimos como para no tener que trabajar, y a la vez de ningún modo implicado en empresa productiva alguna, que retiene el sentido del honor y la voluntad de lealtad de la relación medieval señorial-vasallática, pero que precisamente va a carecer, ahora, de vasallos que puedan devolverle en reciprocidad dichos honor y lealtad, y ello porque éstos se han tornado ahora en hampones, pícaros, es decir, individuos que, por la miseria ambiente, se ven indefectiblemente sometidos a la muy cruda alternativa de tener que vivir cada cual a costa de los demás, porque para todos juntos no hay supervivencia posible; el pícaro deberá desplazar, mediante continuos trucos, mañas y malas artes, la fatalidad de la miseria sobre los demás para poder él librarse de ella, porque la miseria se ha hecho general e inexorable. De este modo, el hidalgo encontrará frustrada su expectativa de honor y lealtad recíprocas, al sólo encontrar, en correspondencia a su voluntad, el deshonor y la deslealtad (la traición), y no ya por la voluntad del pícaro, sino porque a éste le obliga la miseria. Difícilmente podía haberse realizado una crítica social más sagaz, como la realizada por la novela picaresca de la época, de la situación en la que el bloque retrofeudal dominante estaba dejando al país, poblado de semejantes "lumpemburgueses" (y es muy significativo, en este sentido, por cierto, que los elementos conservadores y reaccionarios españoles nunca hayan acabado de digerir la novela picaresca: véase, por ejemplo, al respecto, el prólogo que le escribiera Marañón al "Lazarillo", desde su exilio durante la guerra civil española en su condición de distinguido miembro de la "tercera España").

Fue este bloque de poder, en efecto, el que a finales del siglo XV encontró la ocasión para poder prolongar su modo militar-feudal de vivir a raíz de la posibilidad de extenderse hacia las "Indias". Ahora bien, antes de ofrecer mi interpretación sobre este proceso, convendrá recordar el modo como lo interpreta Bueno.

Como hemos visto, Gustavo Bueno encuentra un significado especial en el hecho de que fuera en el año de 1492 en el que se acabó de expulsar a los musulmanes de la península y a la vez en el que se organizara la expedición hacia las "Indias". Según su interpretación, el conocimiento de la esfera terrestre hubiera hecho posible que lo que ya era un imperio universal, si bien sólo negativo (por ausencia justamente de semejante conocimiento) pudiera convertirse en un Imperio, ya no sólo esencialmente universal, sino asimismo positivo (que la voluntad de "recubrir interminablemente al Islam" pudiera encontrar al fin un término positivo): es decir, en un Imperio católico. Pues "católico", en efecto, quiere decir, tal y como Bueno de hecho ejercita el concepto, "esencialmente universal según su proyecto", un proyecto éste que ahora al fin podría encontrar un término positivo y efectivo. Ahora bien: es precisamente en este punto donde el texto de Bueno se ve sometido a una muy significativa oscilación terminológica y conceptual que es esencial saber detectar y desvelar. En ciertos momentos de su texto, en efecto, Bueno nos habla de un Imperio que se "preparó" durante la Edad Media y que se "consumó", o que "condujo", "cuando las condiciones del medio le fueron propicias", a un Imperio católico (o universal), como si, ciertamente, el proyecto esencial universal (católico) ya estuviera presente (durante la "reconquista") y sólo le faltara esas "condiciones del medio" ofrecidas por el conocimiento de la esfera planetaria para consumarse en un Imperio universal (católico) al fin positivo; pero al menos en otro momento de su texto, Bueno no usa las expresiones "consumación" o "conducir a" -que implican mayor continuidad con el momento ulterior resultante-, sino la expresión "transformación" -que ya supone otra cosa-: Así, en efecto, cuando nos dice que "el recubrimiento del imperialismo islámico y su transformación en imperio católico (universal) puede considerarse como un proceso ya maduro a partir del descubrimiento de América" (subrayado mío). Semejante oscilación terminológica no es ni mucho menos baladí, puesto que responde a una insuficiencia conceptual constructiva objetiva del planteamiento de Bueno, una insuficiencia que sume su construcción inexorablemente en un dilema, a saber: Por un lado, si el imperio español medieval era ya católico, o sea, esencialmente universal (aun de forma negativa) ¿como puede entonces el propio Bueno reconocer, como de hecho hace, que era "incluso depredador"?, pues no puede ser depredador si es que es católico (esencialmente universal) por su proyecto, aun de forma negativa; y si, por otro lado, lo que ocurre es que se transformó en católico (esencialmente universal) a raíz del descubrimiento de América, ¿de donde pudo venirle semejante rasgo de catolicidad (de esencial universalidad), puesto que dicho rasgo no puede en todo caso provenir sólo del conocimiento positivo de la esfericidad de la tierra? Bueno carece, sencillamente, de criterios constructivos para hacer valer esa idea de catolicidad (de esencial universalidad) en el seno del imperio español realmente existente: ni en su fase medieval -pues es contradictoria con el reconocimiento de su carácter depredador-, ni a raíz del descubrimiento de América -pues no se dice de donde puede venir dicha esencia, supuesto que no puede provenir desde luego del solo conocimiento de la esfericidad de la tierra. Y ello es así por que se trata de una mera petición de principio, ideada ad hoc, como ahora veremos, como una legitimación ideológica de un Imperio cuya existencia comenzó a destruirse según avanzaba -debido precisamente a su esencia retro-feudal en un entorno esencialmente burgués (capitalista mercantil).

Para comprender, desde el punto de vista que aquí proponemos, el despliegue de esa sociedad (retro)feudal-militar en la dirección de las "Indias" es preciso, sin duda, contar, como una condición necesaria, con el conocimiento de la esfericidad de la tierra que llevó Colón a la Junta de Salamanca. Ahora bien, dicha condición sólo pudo dar de sí el descubrimiento de América si la situamos en su muy preciso contexto sociopolítico, un contexto que resulta (tal es mi tesis) del entrecruzamiento de dos proyectos radicalmente distintos y aun inconmensurables por su contenido y sentido: el proyecto, por un lado, de la burguesía mercantil italiana (genovesa, más en particular), la cual sí que estaba en condiciones de interesarse, no ya ciertamente por el desarrollo de ninguna suerte de presunto proyecto católico, pero sí por el desarrollo universal (mundial) del comercio burgués, y muy en particular por la exploración y apertura de las rutas occidentales que la esfericidad de la tierra permitían a dicho comercio -lo que precisamente podía hacerse desde las costas hispánicas-, una vez exploradas las orientales, y, por otro lado, el proyecto que podía estar al alcance de una sociedad retrofeudal-militar como la española, o sea, el de seguir prolongando su modo de vida conquistador (militar) y expoliador, un modo de vida que, como hemos visto, necesitaba permanentemente de la expoliación debido a su incapacidad productiva. Una sociedad como la española del momento (a la que hemos retirado, por supuesto, todo presunto proyecto de esencial universalidad, aun negativa) no estaba, de ningún modo, en condiciones de beneficiarse del conocimiento de la esfericidad de la tierra para supuestamente poder poner término positivo a dicho presunto proyecto de universalidad (todavía negativa); quien sí estaba en condiciones de beneficiarse de dicho conocimiento era la burguesía mercantil italiana, y precisamente para poner término positivo (mundial) al desarrollo del comercio burgués; por su parte, la sociedad española bastante tenía con seguir reproduciendo su modo de vida conquistador(militar) e improductivo, un modo de vida asociado ya (desde el s. XIV) a los intereses, asimismo improductivos, de la gran nobleza terrateniente del "bloque central" (ahora ya castellano-andaluz). De hecho, no fue el Estado español recién unificado, los Reyes católicos, quien diseño, proyectó o generó -porque no estaba en condiciones sociohistóricas de hacerlo- la apertura hacia las "Indias", sino sólo quien lo apoyó -y se apoyó en él- según intereses muy distintos y cruzados con quienes sí estaban en condiciones de proyectarlo -la burguesía genovesa.

Por su raíz, del entrecruzamiento de estos dos proyectos de acción, inicialmente tan diferentes por su alcance y contenido, hemos de derivar no sólo el hecho del Descubrimiento y ocupación de América, sino también la estructura internamente contradictoria de un nuevo Imperio, el español, que acabaría por hacer estallar sus costuras al compás mismo de su crecimiento. Un crecimiento, en efecto, que según fue integrando nuevos entornos geopolíticos, fue intensificando y haciendo crecer esa estructura internamente contradictoria que lo acabaría por destruir.

El proceso de semejante crecimiento internamente contradictorio puede muy esquemáticamente cifrarse en los siguientes hitos: una vez ocupada la corona española por Carlos V de Gante, y asumido sin duda, por éste, ya como Carlos I, desde el proyecto expansionista militar-improductivo español, el propio Imperio centroeuropeo del que también era heredero, esa Europa, sacudida ya por la luchas sociales de la burguesía comercial ascendente contra las clases feudales y la propia Monarquía, quedaría momentáneamente bajo el control del Imperio español regido por Carlos I. Más adelante, cuando Felipe II, debido al matrimonio de Carlos I con una princesa portuguesa, puede asumir bajo su cetro toda la península, y con ello los territorios americanos españoles y portugueses, junto con el sector centroeuropeo del Imperio, puede decirse, en efecto, que se ha alcanzado, en la fecha de 1580, el punto culminante de esta formidable (por su extensión) máquina imperial, que ha culminado el "imperio solar", en cuyos dominios se dice que "no se pone el sol". Pues mientras tanto, en efecto, tanto con Carlos I como con Felipe II, el proceso de descubrimiento, conquista y ocupación del continente americano ha seguido su curso y a un ritmo imparable: sólo en los primeros cincuenta años, en efecto, se han recorrido las costas del Nuevo Mundo (este y oeste) en 80 grados de latitud, las cordilleras y las tres grandes mesetas han sido atravesadas, las cuatro grandes cuencas fluviales reconocidas y el Pacífico explorado. Con Felipe II, se desarrolla la ocupación de los territorios del Sur, Chile y los territorios del Plata, y, sobre todo, a raíz de la unión hispano-portuguesa en 1680, se unen todos los dominios del extremo oriente a los de América.

Ahora bien, la estructura internamente contradictoria de semejante máquina imperial ha ido ahondándose al mismo tiempo que el de su gigantesco crecimiento. La clave está en esto: la maquinaria retrofeudal-militar (pre-burguesa) desde la cual se ha operado el inmenso crecimiento no está materialmente en condiciones de explotar, de una manera burguesa (capitalista-mercantil), los sectores geográficos del nuevo mundo que domina: la afluencia de metales preciosos y materias primas que vienen de América apenas son usados para otra cosa que para costear los inmensos gastos requeridos para sostener la burocracia central del Imperio y las soldadas de un ejército fabuloso empeñado en mantener el dominio en Europa (en los Países Bajos). Mientras tanto, en esa Europa incorporada se desarrolla imparable una burguesía comercial y financiera que sí está en condiciones de beneficiarse, de una manera capitalista-mercantil, de las materias primas y metales preciosos que afluyen de América, y que por tanto no puede dejar de pugnar por la ruptura y separación del Imperio español, y que acabará consiguiéndolo, liberando así las fuerzas burguesas que acabarán por controlar financieramente el circuito europeo-africano-americano de esclavos (de África a América), de materias primas (de América a Europa) y de elaboración europea de manufacturas capaces de encontrar un mercado dentro de Europa. Asimismo, y por el costado americano, la política Imperial española acabará por no conseguir evitar, aunque puje por ello, la formación de verdaderos empresarios, tanto en las minas (las "mitas") como en las grandes posesiones agrarias, ávidos de mano de obra india y mestiza y embarcados por ello en una verdadera caza del hombre (indio, negro y mestizo). Las "leyes de Indias", de 1500, y luego las "Nuevas Leyes, de 1542, buscan controlar y frenar semejante modo de explotación ya burguesa, pero no llegaron a frenar el desarrollo de una forma burguesa autónoma de explotación cuyos representantes, como se sabe, se permitían arrojar a los predicadores desde lo alto de sus púlpitos y adoptar la curiosa consigna según la cual "la voluntad del rey se obedece, pero no se cumple". Con el tiempo, el Imperio no pudo naturalmente evitar la formación de una burguesía criolla autónoma que, cuando las condiciones de su desarrollo le fueron propicias, acabó asimismo rompiendo y liberándose del Imperio español.

En resolución: La formidable máquina del Imperio español cumplió (históricamente) la función, ciertamente no de propósito, sino objetivamente, de establecer el puente, la interconexión, que haría posible el desarrollo del capitalismo mundial -comercial, financiero y manufacturero; y con ello, a la postre, del capitalismo industrial contemporáneo-, y lo hizo desde una morfología socio-política básicamente preburguesa (feudal y militar), y a la vez entre medias de un entorno complejo y no homogéneo: por un lado en medio de un ámbito (europeo) ya en ascenso burgués, cuyo carácter capitalista colaboró decisivamente a desarrollar, y por otro en medio de un mundo (el americano) no burgués de entrada, pero cuyo desarrollo burgués asimismo ocasionó y en todo caso no pudo evitar. Mientras tanto, en el interior hispánico, la hegemonía de la gran nobleza terrateniente feudal, a la vez que no dejó de laminar todo conato de desarrollo burgués (expulsión de moriscos y judíos, aplastamiento de las comunidades, vía de salida hacia América de los elementos aventureros), mantenía al "estallo llano" en la más acentuada miseria (la "dialéctica entre el hidalgo y el pícaro" de la que antes hablamos). Dadas estas condiciones, se comprende que el entorno, complejo y heterogéneo, entre medias del cual el Imperio mismo se fue levantando, no dejara en ningún momento de ir estrangulando ese mismo despliegue suyo. La dialéctica del Imperio español consistió, pues, en esto: en su progresiva e inexorable destrucción al compás mismo en que se fue desplegando,

debido justamente a la función objetiva que cumplió, que no fue sino dar paso al desarrollo de las fuerzas sociales y productivas ascendentes mundiales que sólo pudieron definitivamente desplegarse deshaciendo dicho Imperio. Recordemos a este respecto sólo estos dos datos significativos: en el momento mismo en que Carlos I está empeñando su esfuerzo militar en controlar la revuelta de los Países Bajos, por tanto en mantener el Imperio político sobre estas latitudes, está sin embargo completamente endeudado, a cargo de eventuales ingresos de las Indias, y precisamente también para costear el gasto militar de dicha empresa, con los financieros judíos centroeuropeos de las mismas latitudes sobre las que pugna por mantener su Imperio político (habiendo expulsado de la península a los financieros judíos); es decir, el Imperio político está ya financieramente colonizado por la burguesía financiera de los territorios sobre los que pugna por mantenerse. El día mismo de la batalla de San Quintín, el adusto monarca que todo el mundo juzga cubierto de oro, está aún más acuciado por dicha dependencia financiera que lo estuviera anteriormente su padre, el Emperador Carlos I.

Se comprende, entonces, que la destrucción inexorable de aquel Imperio que iba deshaciéndose según iba levantándose estuviese necesariamente marcada por la ruptura, segregación, separación de las partes sobre las que se levantaba: El desmembramiento era el destino objetivo de semejante maquinaria. La rebelión de los Países Bajos, a pesar de la violencia de la represión, es ya un hecho consumado en 1597: ello supone la ruptura de la solidaridad económica entre Castilla y Flandes, la sustitución, como almacén mundial, de Sevilla y Lisboa por Amsterdam, y preludia la conquista por los holandeses de las colonias portuguesas. Si a ello añadimos la presión inglesa sobre el dominio marítimo del Impero español, que acabaría por imponerse inexorablemente, tenemos consumada la victoria del capitalismo moderno europeo sobre el Imperio retrofeudal y militar español. Por lo que toca al costado americano, el desmembramiento sería igualmente inexorable, aun con otro ritmo, naturalmente, cuando la burguesía criolla autónoma creara las condiciones socio-económicas para la emancipación; una emancipación que empezaría a ocurrir, en su primera fase, a comienzos del siglo XIX, bajo el impulso de las revoluciones nacionales democrático-burguesas norteamericana y francesa, y que culminaría, en los confines de los siglos XIX y XX, con la pérdida de las últimas "provincias" (que no "colonias", en efecto, como señala Bueno; puesto que, ciertamente, el Estado retrofeudal militar español no tuvo nunca capacidad para llevar a cabo verdaderas colonizaciones burguesas). Por lo que respecta a la unidad hispana peninsular, ya hemos visto que Portugal había ido adquiriendo el suficiente desarrollo burgués, durante el siglo XV, como para que la unión con el Imperio español, en 1580, resultase tan frágil como lo indica su definitiva emancipación en 1640. También Cataluña lo intentaría, pero su debilidad burguesa durante el siglo XV no le permitiría liberarse de la máquina imperial.

El desmembramiento significa, pues, en la historia de España la inexorable rebelión contra El Estado imperial retrofeudal y militar de todas aquellas partes suyas que adquieren un suficiente grado de desarrollo capitalista moderno. Y este hecho tendrá tal calado que afectará, como luego veremos, indefectiblemente a la propia historia de España como nación. Pero antes de abordar esta inevitable y crucial cuestión, debemos todavía considerar otra no menos importante en relación con la crítica que es preciso hacer de la manera como Bueno interpreta al Imperio español.

La idea que propongo consiste efectivamente en esto: en apreciar que un Imperio sometido a semejante dialéctica debía necesariamente generar una ideología legitimadora, defensiva o reactiva desde sus raíces mismas, que hiciera valer, frente a los marcos de acción que, desarrollados por la mediación del Imperio, estaban deshaciendo al propio Imperio que colaboraba no intencionalmente a desarrollarlos (los marcos de acción del capitalismo moderno en ascenso), los marcos de acción de ese mismo Imperio que de hecho iban quedando desfasados, y a la postre triturados, por el choque con aquellos otros marcos (capitalistas) de acción triunfantes.

Una ideología que, como toda ideología, debe sin duda apoyarse en, o alimentarse de, procesos reales, a los que sin embargo debe a su vez "idealizar", esto es, extraerlos o entresacarlos de otras realidades entre medias de las cuales aquellos se dan, y absolutizarlos (sustancializarlos) (pues en semejante "abstracción metafísica" consiste justamente eso que llamamos "idealizar"). Repárese ahora en esto: la realidad en la que básicamente se apoyará semejante maniobra ideológica será precisamente esa forma de cohesión social de la que sin duda disfrutó la sociedad medieval hispanocristiana, un cohesión que hemos visto que se basaba en la mutua lealtad, y que por tanto implicaba un apoyo mutuo; un apoyo mutuo que, no obstante implicar relaciones desiguales, no dejaba a nadie desasistido, fuera de lugar, puesto que todo el mundo -también los menos favorecidos- tendrían algún lugar social desde el que cumplir tareas que encontrasen su reciprocidad, aun desigual, en otras tareas. Y será dicha realidad, en efecto, la que se pugnará por hacer valer, entre medias de un mundo que está de hecho deshaciéndola irremisiblemente (para empezar, en el seno mismo del recinto hispánico interior; recordemos al respecto la ironía corrosiva de la novela picaresca), para lo cual deberá extraerse o abstraerse de dicho mundo, y absolutizarse como pretendida respuesta o réplica (en este punto ya enteramente ideológica) a dicho mundo. El resultado de semejante absolutización (o sustantivación) será justamente la idea Dios que la teología natural de la escolástica española (y salmanticense en particular) desarrollará con todo cuidado: ese Dios, sin duda, que conoce a todos los hombres, y que se preocupa y ocupa de todos ellos sea cual fuere su condición (de que todos ellos, todas su condiciones, tengan asegurado un lugar sin que nadie quede desasistido); ese Dios desde el cual, por tanto, se querrá justificar (dar razón de) la expansión imperial (y en particular la americana), y más en general, toda posible expansión, como un proyecto que se preocupa y ocupa de todos los hombres que incorpora, es decir, precisamente, como un proyecto dotado esencialmente de capacidad universal: Una estricta maniobra ideológica defensiva de amplio alcance (intencionalmente universal), tan amplio, en efecto, como la magnitud de ese mundo que se está formando gracias a la mediación del Imperio, y dentro del cual el Imperio se resquebraja según colabora a formar dicho mundo. Una maniobra que desde luego sólo puede ser desvelada y criticada desde el materialismo histórico marxista.

. Y es esta idea de Dios, exactamente, en la que se apoya directísima y formalmente toda la construcción buenista a la hora de proponer su distinción fundamental (sin la cual toda su construcción carecería de sentido) entre unos Imperios cuya existencia real realizaría el proyecto de una esencial universalidad y otros que carecerían de dicho proyecto. Naturalmente, Bueno no quiere ser metafísico, sino materialista, y por tanto pretende "recubrir" y traducir en términos inmanentes a la realidad histórica aquella idea de Dios, de modo que de lo que se tratase es de apreciar el significado práctico, inmanente, real que de hecho hubiera tenido dicha idea como motor o marco de acción del Imperio: de aquí su pretensión de sustraer a partir de aquella idea metafísica (teológica) una idea filosófica, ya no metafísica, de Imperio, que pudiéramos reconocer como teniendo capacidad para actuar como marco de acción real del Imperio español, la idea precisamente de "un proyecto esencial de universalidad capaz de realizarse existencialmente": "Por Dios (el Dios de la teología natural) hacia el Imperio", el Imperio cuya existencia realizaría un proyecto efectivo de esencial universalidad. Pero es en este punto, justamente, donde la operación buenista no puede dejar de reproducir la misma factura metafísica e ideológica de la idea de cuya estirpe proviene: pues semejante (presunta) capacidad para realizar en la existencia un proyecto de esencial universalidad sigue siendo, ni más ni menos, el resultado de extraer o entresacar un modo de vida social (apoyo desigual mutuo que a nadie deja desasistido) del contexto en el que dicho modo de vida es ya realmente imposible, está destruido, para intentar oponerlo, como una réplica, a semejante modo de vida.

La cuestión, sencillamente, es la de la capacidad, potencia o solvencia reales de semejante réplica: la cuestión es la de si el modo de vida (concreta y realmente medieval) del "apoyo desigual mutuo que a nadie deja desasistido" tiene capacidad real para oponerse, destruir y superar al capitalismo, una vez que éste ya está funcionando, por tanto con posterioridad a él, o si es simplemente una manera intencional de responderle, o sea, de intentar responderle haciendo abstracción de su modo real determinado de existencia que precisamente ha barrido la realidad previa desde la que se le intenta responder. Y en este punto es preciso insistir en que, desde el marxismo precisamente, de ningún modo se trata de ignorar la universal carnicería humana -en tantos respectos que trajo consigo el capitalismo moderno (tanto en su fase inicialmente mercantil y manufacturera como luego en su fase industrial y financiera). Quien conozca la magistral descripción que Marx hiciera (en el capítulo XXIV del Volumen Primero de El capital) de la "acumulación originaria del capital" como fase previa necesaria para la formación del capitalismo industrial contemporáneo, no puede ignorar la singular capacidad del capital moderno para triturar, del modo más implacable posible, todo resquicio de relación social de un mundo previo, más por ello mismo también de toda capacidad para intentar oponernos al capital desde semejante mundo pasado ya deshecho por él. La capacidad de la ideología católica (que dio el máximo de sí, sin duda, en la re-acción que la teología moral y política españolas del Imperio quiso oponer al mundo capitalista moderno) para oponerse realmente al capital se parece a la capacidad que tuviera una persona provista de un jofaina de agua para apagar un incendio forestal inmenso.

Ahora bien: si la idea de España de Bueno, en cuanto que directamente construida a partir de la idea de la presunta capacidad esencial universal de su Imperio es, como decimos, enteramente metafísica e ideológica, asimismo metafísico e ideológico deberá ser el "problema de España", tal y como Bueno lo ha planteado, y todo el juego (sólo aparentemente dialéctico) de sus posibles salidas o resoluciones. Bueno ha planteado el problema de España, en efecto, como sabemos, como el problema que se le plantea a aquella (presunta) capacidad esencialmente universal de perdurar indefinidamente en la existencia cuando se constata precisamente su cesación existencial. Pero si descartamos, por metafísica, aquella presunta capacidad esencialmente universal, su cesación existencial, lejos de plantearnos ningún problema, no significará sino la constatación de la necesaria destrucción de una maquinaria política realmente imposible en su contexto.

Y a este respecto, no deja de ser interesante la comparación que Bueno establece entre el Imperio español y la figura de Don Quijote. La esencia de Don Quijote (por semejanza a la del Imperio) no sería sino su continua existencia como caballero andante (en esencia: el ejercicio sin límites de la generosidad -en ayudar a todo menesteroso posible-). Por ello, desde el momento en que la realidad existente le convenciera a Don Quijote de que esa condición esencial suya (su generosidad sin límites) no encuentra los cauces existenciales ilimitados que su esencia requiere, Don Quijote no podrá sino fallecer. La comparación entre la situación de Don Quijote y la del problema de España según Bueno la ha formulado es sin duda penetrante. Pero parece que Bueno olvida extraer las consecuencias del final de la propia novela cervantina, esto es, que Don Quijote, de hecho, muere; y que muere, como en tres ocasiones (¡en tres¡) nos repite Cervantes en el capítulo último de su novela, "de melancolía por saberse vencido". Tal parece, pues, como si Cervantes tuviera plena conciencia, y quisiera transmitírnosla, de que la generosidad sin límites de Don Quijote ya había encontrado, en la España del momento, sus más groseros límites, acaso debido, precisamente, a la miseria inexorable ambiental. En este sentido, el capítulo solo de los galeotes condensa y envuelve, de un modo sublime, el sentido todo de la novela picaresca española de la época: la generosidad de Don Quijote al liberarlos encuentra como respuesta la grosera escapada, sin agradecimiento, y aun con desprecio, sorna y robo incluidos, de los liberados, a la manera como, según decíamos, el hidalgo de la novela picaresca no encuentra ya la reciprocidad del fiel vasallo, sino las artimañas del pícaro. Seguramente, la dialéctica más profunda ejercitada a lo largo de todo el Quijote sea precisamente la misma que la recogida en la novela picaresca, es decir, la que se da entre la generosidad del hidalgo y su imposibilidad existencial en un mundo miserable (necesariamente plagado) de pícaros. Una dialéctica ésta más profunda que la que recoge Bueno, esto es, la que se daría entre la generosidad de Don Quijote (del Imperio) y la rapacidad de Sancho (de cualesquiera empresas particulares en las que el Imperio pueda apoyarse), una rapacidad que no dejaría en todo caso de subordinarse siempre a aquella generosidad imparable en marcha; y más profunda porque en todo caso es esta dialéctica recogida por Bueno la que quedaría estallada en el contexto de aquella otra. Se diría, en resolución, que Cervantes nos ha mostrado en la sobrecogedora figura de Don Quijote el ejercicio puro (o sea, ingenuo) de la generosidad -y es esta ingenua generosidad la que sin duda nos sobrecoge-; pero que también Cervantes tiene un segundo grado de conciencia, necesariamente ya no ingenua, sobre esa ingenua generosidad de Don Quijote, una conciencia crítica que nos habla de la imposibilidad de semejante generosidad en un mundo ya cambiado. (De modo que, me atrevería a añadir por mi parte, la única posibilidad de resucitar a Don Quijote, después del capitalismo, es el socialismo).

Ahora bien, si el problema de España según Bueno lo ha formulado es, como decimos, metafísico, entonces el juego de alternativas que Bueno construye para buscarle alguna salida o resolución se verá indefectiblemente marcado por la factura metafísica del mismo, deviniendo dicho juego, como decía, en una dialéctica sólo aparente (metafísica). Si hemos descartado, en efecto, la realidad de semejante problema, ninguna de las dos primeras alternativas recogidas por Bueno pude merecernos ciertamente crédito dialéctico efectivo: ni la que supone, obviamente, que la decadencia, o cesación existencial, del Imperio es sólo aparente, ni tampoco la que aun reconociendo dicha decadencia, la considera accidental y recuperable. Pero tampoco, y esta es la cuestión, podrá parecernos una alternativa dialéctica efectiva la que Bueno urde con toda sutileza, es decir, aquella que, reconociendo la cesación existencial del Imperio, quiere retener todavía su esencia católica (esencialmente universal), aun recluida en recintos existenciales de magnitud no imperial (en la actual nación española), puesto que, ciertamente, no podemos reconocer ningún recinto existencial a una presunta esencia que reconocemos como imposible. De aquí, por ello, que todos los análisis que Bueno hará, desde la perspectiva de ese presunto recinto existencial comprimido de una esencia universal perdurable, de cara los problemas actuales del mundo -a la postre, de la potencia de España, en cuanto que identificada con la catolicidad, para poder estar todavía a la espera de volver a organizar el mundo desde esa potencia suya-, no puedan dejar de parecernos radicalmente afectados, y por tanto invalidados, por el supuesto metafísico último del que parten -esa presunta potencia organizadora universal, después del capitalismo moderno y contemporáneo.

Ahora bien, y esto es fundamental, el hecho de que reconozcamos como metafísica la construcción entera de Bueno, no quiere decir, ni mucho menos, que hayamos de dar la espalda a la real historia de España (y en cuanto que incluye precisamente su Imperio) a la hora de valorar, y de valorar prácticamente, los problemas de España en el presente, y muy en particular el que consideramos como el principal problema (real) al menos de la España contemporánea, a saber: el problema de España como nación política (moderna), el problema de su constitución nacional, puesto que, precisamente, el efecto histórico constitutivo más decisivo de la morfología sociopolítica desde la que España levantara su Imperio, y de lo que de España quedó una vez que dicho Imperio fue desmembrándose, y tan decisivo que sigue actuando sobre el mismísimo presente, ha sido precisamente el del bloqueo sistemático que aquella morfología y sus restos han ejercido desde entonces y hasta al presente sobre la posibilidad de que España se constituyera como una efectiva nación política. De aquí que no podamos terminar este trabajo sin ofrecer nuestro punto de vista sobre el problema nacional de España.

8.- La nación española vista desde la filosofía materialista de la historia (marxista).

En efecto, la tesis que ahora quiero sostener es ésta: que la morfología socio-política desde la cual España levantó su Imperio, y lo que de dicha morfología fue quedando una vez que dicho Imperio fue deshaciéndose (por desmembramiento) ha obrado, hasta la actualidad, como un bloqueo pertinaz de la posibilidad misma de que España se constituyera como una genuina nación política moderna.

Partimos, en general, por concebir la realidad de las naciones políticas (modernas) como resultado de la convergencia de pueblos (que pueden ser de estirpes étnico-nacionales muy distintas) y de clases sociales que tiene lugar en torno a la soberanía política alcanzada por oposición y destrucción de la hegemonía del bloque formado por las clases feudales terratenientes y la Monarquía absoluta. Y es dicha soberanía política aquella en torno a la cual pueden precisamente congregarse y comenzar a reconocerse como pertenecientes a la misma nación todos los pueblos y clases sociales capaces de hacerse dueños de la misma. En general -en la Europa moderna y contemporánea- estas clases se han constituido, como se sabe, por el desarrollo de lo que inicialmente funcionaba en las cortes medievales como "tercer estado", un desarrollo impulsado siempre por tanto por las clases burguesas ascendentes, las cuales, en su desarrollo, no dejaron de generar asimismo nuevas clases a su vez opuestas a ellas -clases artesanas, campesinas, y, a partir de la revolución industrial, el proletariado. En general, la historia moderna y contemporánea europea ha conocido el muy complejo desarrollo, desigual y combinado, de las distintas correlaciones de fuerza entre estas nuevas clases ascendentes (burguesas y populares) en su pugna por destruir la hegemonía del bloque formado por las clases feudales terratenientes y, a la postre, el Estado monárquico que, al menos allí donde no acabó poniéndose decididamente de parte de las nuevas clases ascendentes, acabó siendo barrido por ellas. La nación política (moderna) no es, pues, una unidad homogénea, regular, compacta, sino dialéctica, internamente contradictoria (y por ello, desde luego, no necesariamente inextinguible), mas no por ello dejó de cristalizar, en su lucha y derrocamiento del "Antiguo Régimen", y de cristalizar, por lo general, en efecto, como nación republicana.

Pues bien: la nación española nos muestra, por comparación con las restantes naciones "canónicas" europeas (comparación que es preciso hacer, puesto que comparar significa discernir las semejanzas y las diferencias) una notable singularidad, que resulta ser un efecto constitutivo de la morfología sociopolítica desde la que se levantó su Imperio y de lo quedó de dicha morfología según este fue desmoronándose. Hemos de cifrar dicha morfología, en sus orígenes, en el bloque sociopolítico formado por la gran nobleza terrateniente (sobre todo, castellano-andaluza, heredera de lo que hemos denominado el "bloque central") y el Estado monárquico representante suyo. Pues bien: la manera como dicho bloque ha administrado su hegemonía en el interior de España (incluyendo la administración de los efectos sobre España del Imperio americano que le quedó, una vez desgajada la parte centroeuropea más burguesa, hasta que acabó por perder dicho Imperio -primero a comienzos del siglo XIX y por último a finales de este siglo-) ha consistido básicamente en bloquear de un modo doble y conjugado, todas las posibilidades de cristalización de la nación política (moderna) española. De un modo doble: por un lado, en efecto, frenando cuanto le fue posible el ascenso y desarrollo de las fuerzas sociales burguesas (y, según su dialéctica, correlativamente populares;) y por otro, manteniendo una administración política territorial que reproducía, a escala nacional, la forma misma del Imperio a partir del cual pudo comenzar a fraguar el Imperio americano, es decir, del imperio medieval de la conquista: la forma de una cadena aditiva y fragmentaria de territorios, aproximadamente correspondientes con los grandes reinos medievales, cada uno de los cuales podía mantenerse ligado al conjunto desde el ejercicio de su propia soberanía de tipo "foral", de estirpe medieval. Ambos factores se combinaban y reforzaban mutuamente (como supo percibir con toda penetración el propio Marx en sus escritos de 1854 sobre España) : las dificultades para lograr una mínima administración centralizada del interior hispánico (con las que ya toparon los Borbones durante el siglo XVIII) derivaban del mínimo desarrollo de las fuerzas sociales burguesas capaces de crear (para decirlo con las palabras de Marx) la "división nacional del trabajo" y la "circulación industrial múltiple" que esta hubiera generado, es decir, el tejido socioeconómico (burgués) que podía haber ido favoreciendo la unificación nacional (moderna) de España. A su vez, este desarrollo mínimo de las fuerzas sociales burguesas dependía, además de las dificultades que de suyo ya imponía una organización territorial aditiva y fragmentaria de estirpe medieval, del freno que las clases hegemónicas terratenientes ponían a dicho desarrollo. Unas clases éstas cuya hegemonía pudo seguirse alimentando del Imperio americano aun restante, durante los siglos XVII y XVIII, y no precisamente en la dirección de utilizar de una manera capitalista la riqueza que seguía afluyendo de América, sino precisamente para mantener su sistema agrario improductivo y el armatoste del estado monárquico solidario suyo. De poco valieron los tímidos intentos de algunos ministros liberales más o menos ilustrados del siglo XVIII para imprimir una dirección capitalista a la economía española, en el sentido de fomentar un mínimo tejido manufacturero pre-industrial nacional y de explotar de un modo capitalista la riqueza americana. La propiedad terrateniente mantuvo a la postre su poder incólume. De aquí que bien podría decirse que la desgracia para las fuerzas sociales españolas mínimamente ascendentes fue que todavía se mantuviesen abiertos los "grifos" de Cuba y Filipinas durante todo el siglo XIX, una vez que a principios de aquel siglo, y bajo el impulso nacional-revolucionario, se perdió el resto del Imperio americano, pues dichas posiciones residuales todavía pudieron seguir alimentando durante todo el siglo XIX la losa improductiva de la gran propiedad terrateniente y el Estado monárquico a ella asociada.

Ahora bien: Esto no quiere decir que España, cual si fuese una substancia exenta del resto del mundo, se mantuviese pura, virgen, incólume, al desarrollo capitalista (aun cuando la efectiva resistencia que le opuso el bloque retrofeudal-monárquico haya podido alimentar ideologías en este sentido). España acabó entrando, naturalmente, en el tren capitalista, aproximadamente a partir el siglo XIX, sólo que lo hizo como lo hizo, o sea, de un modo tardío y subdesarrollado, prácticamente privada del proceso previo de "acumulación originaria" que (con diversos ritmos) había preparado la cristalización del capitalismo industrial contemporáneo en los países de su entorno europeo; un tardocapitalismo subdesarrollado que no dejó nunca de estar marcado, absorbido, vampirizado, durante los siglos XIX y XX, por la fuerza del bloque retrofeudal-monárquico, de suerte que la morfología sociopolítica resultante de semejante mixtura o engendro ha sido la responsable de que España, durante estos dos siglos, y hasta el día de hoy, no haya conseguido cristalizar plenamente como nación política. Una vez más hemos de ver reproducirse el doble bloqueo combinado del desarrollo social y nacional de España.

Por lo que toca al desarrollo social: la industria española creció lentamente y con poca intensidad, más bien dispersa (sobre todo en Cataluña y en el País Vasco), y en cada de uno de estos sitios con poca concentración orgánica; asimismo carecía del capital suficiente (originariamente no acumulado) para costear la infraestructura general que necesita tanto su soporte productivo como la circulación interior de mercancías (transportes, ferrocarril); y no dejó nunca además de estar en permanente contradicción con los intereses de exportación de la por lo demás siempre baja producción agrícola terrateniente (de trigo, aceite, vid): pues la exportación de tales productos sólo podía hacerse contra infraestructura y productos industriales extranjeros que dejaban en precario, por su costo comparativamente mucho más bajo, una producción industrial nacional que carecía de recursos sobre los que auparse para ser competitiva con la industria extranjera. Por su parte, la agricultura en manos de la hegemónica clase terrateniente permanecía en su estado prácticamente feudal: la España seca no practicó nunca más que el cultivo extensivo; el cultivo intensivo y especializado del levante no pudo aplicarse a Aragón, el sudeste y Andalucía por ausencia de capitales, ni públicos ni privados, capaces de promover dicha forma de cultivo; las desamortizaciones intentadas en el siglo XVIII, fueron tímidas, no continuadas y además los nuevos especuladores añadieron nuevos latifundios no productivos a los latifundios improductivos de la nobleza. Todavía a comienzos del siglo XX, 10.000 familias poseían el 50 por 100 del catastro y el 1 por 100 de propietarios el 42 por 100 de la propiedad territorial.

De aquí que, por un lado, España fuera quedando semicolonizada por el capital financiero e industrial europeo (las minas francesas, inglesas, belgas en territorio nacional), y a la vez la burguesía nacional (vasca y catalana) debiera ser acusadamente proteccionista. De este modo se comprende que durante los más de cincuenta años que abarca la "Restauración" (el último cuarto del siglo XIX y los primeros treinta años del XX), todavía el poder agrario terrateniente tuviera prácticamente controlado el Estado, con total predominancia sobre la débil burguesía nacional, jugando al turno del poder entre los "liberales" (la gran propiedad castellana del trigo) y los "conservadores (la gran propiedad andaluza del aceite); y que la primera vez (en toda su historia) que la burguesía nacional ocupa con alguna consistencia, siquiera parcialmente, el aparato del Estado, no sea en un parlamento nacional representativo democrático, sino a través de la Dictadura de Primo de Rivera, llevado al poder, en efecto, por la burguesía catalana; un poder que, a su vez, en ningún momento pudo dejar de compartir con la gran propiedad terrateniente, debido a que, dada su debilidad, y ante la presión proletaria, debía aliarse con ella a pesar de la permanente contradicción antes señalada. Esta burguesía nacional, una vez estallada la Dictadura de Primo por las huelgas campesinas y proletarias, tardó en demostrar su incapacidad para desprenderse de la tutela de la propiedad terrateniente lo que tardó el primer gobierno provisional republicano en demostrar su impotencia para imprimir una dirección determinada a la nación. La Segunda República Española conoció el más completo fracaso de la burguesía nacional en hacer cristalizar una nación republicana puesto que, una vez más, encogida, por su debilidad orgánica, entre la presión obrera y campesina y el poder de la gran propiedad terrateniente, se disolvió como un azucarillo en manos del golpe militar reaccionario del 39 que repuso la hegemonía de la propiedad terrateniente y acabó por desarrollar, desde la dictadura, una clase burguesa que por sí misma había sido incapaz de impulsar su propio desarrollo (un golpe que si se transformó en una guerra de tres años fue sólo debido a la resistencia obrera y campesina que encontró). Durante los primeros decretos del Gobierno de Burgos del general Franco, éste no se atrevió un rozar un ápice los intereses de dicha propiedad terrateniente. Esta ha sido la capacidad histórica de la burguesía nacional española para sacar adelante la nación.

Por lo que respecta al movimiento obrero y campesino, el ansia secular de tierra de los campesinos españoles y su lucha por el reparto de la tierra (la reforma agraria), jamás fue mínimamente satisfecho por esa burguesía nacional cuya debilidad la llevaba, ante la presión campesina y obrera, a ceder siempre ante los intereses terratenientes. Por su parte el movimiento obrero no fue nunca definitivamente capaz de hacer cuajar el "bloque obrero y campesino" que, ante la incapacidad de la burguesía para realizar las tareas democráticas y nacionales, se hubiera opuesto al "bloque agrario e industrial" y hubiera comenzado a realizar dichas tareas democráticas y nacionales imprimiéndoles ya una dirección socialista. Acaso pueda decirse que "por un momento" España vio la posibilidad siquiera de su cristalización como nación (política) bajo la dirección del movimiento obrero: el "momento" en el que cayó la Dictadura de Primo y comenzó la República, y, ya cada vez menos, durante el transcurso de la misma: para ello el movimiento obrero hubiera debido hacerse con el poder y ser capaz de concatenar el reparto de las tierras (primero) con la nacionalización de la banca y la gran industria (después), y desde esta plataforma, haber ido procediendo, al ritmo que fuera necesario, a la colectivización agraria y a la planificación socialista de la industria, los transportes y los servicios; en tal caso la nación republicana española hubiera podido comenzar a ser también una República socialista. Pero una vez que el golpe militar reaccionario del 36 sorprendió a la contra, y no en un momento ofensivo, al movimiento obrero, prácticamente puede decirse que la suerte ya había sido echada (la guerra civil fue más bien una desgarradora lucha de mera resistencia popular frente a la ofensiva reaccionaria a la postre triunfante). Tampoco, pues, el movimiento obrero español tuvo potencia para dirigir la cristalización de la nación española. Y tampoco ello es casual, pues compartía a la postre con la burguesía nacional la misma debilidad estructural de la nación para cristalizar debido a la singular mixtura entre las fuerzas retrofeudales-monárquicas y el tardocapitalismo subdesarrollado que la atenazaba. Seguramente la principal incapacidad del movimiento obrero español residió en esto: en no poder conjugar la energía revolucionaria (ante todo anarcosindicalista) con el formato político capaz de canalizarla (el Partido Socialista Obrero Español). Mas semejante incapacidad no dejaba de expresar el carácter poco desarrollado, disperso y no orgánicamente concentrado de la industria española, esto es, de nuevo, las lacras de la morfología sociopolítica española característica.

Y esta incapacidad social de la España retrofeudal y tardocapitalista subdesarrollada para hacer cristalizar la nación (política) no pudo dejar de combinarse con aquella peculiar organización político-territorial heredera en último término de la forma política del Imperio medieval. Pues en la medida, en efecto, en que la nación no acababa socialmente de cristalizar, su organización político-territorial fragmentaria y aditiva comenzaba a dar nuevas muestras acusadas de divergencia, de tensión centrífuga. Es como si, de algún modo, comenzase a reproducirse, en el momento mismo de la entrada de España en el capitalismo (y debido a su factura tardía y subdesarrollada, vampirizada por las fuerzas retrofeudales), a una escala nacional, la misma "ley del desmembramiento" del Imperio que ya conocemos de todos sus sectores burgueses. Esta es, en efecto, la única manera de entender el sentido y el alcance de la "cuestión nacional" que a partir de finales del siglo XIX viene planteándose en España sobre todo a propósito del País Vasco y de Cataluña.

Pues, en efecto, tanto el nacionalismo vasco como el catalán (sin perjuicio de sus diferencias, que también ahora comentaré) surgen, de hecho, básicamente de la diferencia de desarrollo socioeconómico de ambas regiones en relación con el resto de España. A lo largo del siglo XIX, en Cataluña va formándose una burguesía industrial (textil) y comercial activa, así como un conjunto de capas medias pequeñoburguesas que cultivan el trabajo, el esfuerzo y el ahorro, una burguesía que necesita, por tanto, un mercado interior que el bajo nivel de vida y de consumo españoles no puede satisfacer, y que también exige del Estado medidas proteccionistas que amparen el mercado interior de unos productos cuyo nivel de productividad, y por tanto de competitividad en los precios, no soporta la competencia con otros productos extranjeros del mismo ramo (por ejemplo, ingleses); un Estado, por su parte, afincado en "la Corte" (madrileña), infectado de burócratas representantes de la oligarquía terrateniente y caciquil sumamente insensible a dichas reivindicaciones y de hecho opuesto, por sus intereses, a ellos. Así pues, al margen de las representaciones ideológicas mediante las cuales se abre paso el movimiento regionalista o nacionalista catalán -que por lo demás nos remiten a una historia que de hecho nunca dejó de conocer una efectiva divergencia geosocial y económica-, la clave objetiva de dicho regionalismo o nacionalismo estaba en esta nueva forma de desajuste y de divergencia que el nuevo tardocapitalismo subdesarrollado estaba generando. Por lo demás, el movimiento catalanista nunca llegó a ser, de hecho, en general, realmente separatista; su táctica se limitaba a la advertencia de posible segregación en tanto no se satisficieran sus demandas; pero esto es lo que la clase caciquil terrateniente retrofeudal afincada en "la Corte" ni estaba dispuesta, ni era capaz de hacer. He aquí, pues, la dialéctica del proceso (que el centralismo burocrático-reaccionario español jamás pudo entender) : el movimiento catalanista formaba parte de hecho del movimiento democrático español general que precisamente pujaba de un modo objetivo por hacer cristalizar una nación, la española, que, de haber cristalizado, hubiera integrado en ella a Cataluña.

El nacionalismo vasco tiene orígenes más complejos. En uno de sus componentes es muy semejante al catalán: también aquí se trata del requerimiento de proteccionismo de la burguesía vasca (vizcaína) del acero en competencia con la siderurgia inglesa en el contexto del mercado interior español. Pero hay otro componente singular, que constituyó su arranque primitivo, de factura sabiniana, y que tuvo que ver con la reacción de la pequeña y mediana propiedad agraria, de hábitos feudales, ante la inevitable destrucción de sus intereses que acarreaba el desarrollo de la industria siderúrgica vizcaína; la reacción en esta caso consiste en una suerte de reactivación modificada del espíritu foral (carlista), que se resiste al desarrollo moderno ahora ya no sólo liberal, sino sobre todo industrial, y quiere ir más allá del carlismo en cuanto que pretende afincarse en la reivindicación de una Euzkadi supuestamente pura y no contaminada por la modernidad industrial, la cual comienza a identificarse con España (los "maquetos", que vienen de fuera a desarrollar, con su mano de obra, la industria vizcaína). Y obsérvese, por cierto, que se trata de una respuesta típicamente reactiva, defensiva, reaccionaria, de corte característicamente retromedieval, y por ello profunda y radicalmente española. Difícilmente, en efecto, cabría encontrar, entre los personajes de la actual política española, a un tipo de características más profundamente españolas (en su sentido, precisamente, reaccionario, reactivo, retro-foral) que al señor Arzalluz (que sin duda representa, con notable pureza, la estirpe de este costado del nacionalismo vasco). De la mixtura siempre inestable entre ambos ingredientes viene alimentándose hasta hoy el nacionalismo vasco: el componente "moderado" proviene de la estirpe de la burguesía proteccionista, y el más "radical" de la estirpe reaccionaria foral modificada (más reaccionario-español mientras más radical). Tales son las lacras de la España retrofeudal y tardocapitalista subdesarrollada que cada uno de estos dos aspectos se ha reproducido en los dos ingredientes del nacionalismo vasco. Pero ninguno de los dos componentes tiene en realidad capacidad objetiva secesionista: el "moderado" porque, a la manera catalana, ha seguido la táctica de advertir de la posibilidad de separación en tanto no se satisficieran sus demandas, y el "radical" porque su perspectiva se hacía objetivamente impracticable dado el desarrollo efectivo del capitalismo.

Así pues, lo que debe colegirse de los movimientos catalán y vasco es que ambos son efecto de la morfología retrofeudal y tardocapitalista subdesarrollada de la nación española contemporánea, y que sólo una verdadera refundición anamórfica (por usar un concepto del propio Bueno) o reconstrucción dialécticade la nación política española pudiera haber logrado su incorporación a la misma. Esa refundición que, como hemos visto, ni la débil burguesía nacional española, ni tampoco el más tenaz movimiento obrero y popular, llegaron nunca a conseguir.

Una vez en marcha el Alzamiento militar del 36, la burguesía nacional, como hemos dicho, se disolvió como fuerza política y acabó entregándose como fuerza social al poder franquista, y las clases trabajadoras, tras una desgarradora resistencia de tres años, acabaron aplastadas como fuerza política y encadenadas como fuerza social al desarrollo del capitalismo que supuso la dictadura franquista. Así pues, el alzamiento o movimiento autodenominado "nacional", y su dictadura subsiguiente, supusieron, precisamente, la más completa laminación de las únicas fuerzas históricas que en su momento hubieran podido llevar a cabo la cristalización de la nación política española. Dos precisiones al respecto. La primera es que el movimiento y la dictadura franquistas en modo alguno fueron un fascismo, pues aquí no se daban las condiciones que generaron los verdaderos fascismos europeos (el italiano y el alemán), a saber: un fuerte desarrollo de la industria y la burguesía, y por tanto del movimiento proletario, una lucha de clases enconada y en el ápice de su resolución a favor del proletariado, y por tanto la consiguiente reacción de la gran burguesía financiera e industrial que, apoyada en las clases medias que padecían en su descenso de nivel de vida las consecuencias de la lucha proletaria contra la gran burguesía, son utilizadas por ésta como fuerza masiva de choque para aplastar al proletariado. En España, la dictadura de Franco fue una simple, pura y dura, dictadura militar reaccionaria iniciada por un "golpe militar" del más clásico estilo de los "pronunciamientos" decimonónicos que si se convirtió en una guerra civil fue por la resistencia popular que se le opuso; una dictadura, en efecto, aupada por la gran propiedad retrofeudal terrateniente y destinada, por un lado, a disolver la vacilante y débil política de la burguesía nacional y a sustituirla por una dirección férrea que precisamente la desarrollara como clase bajo la forma (inicial) de un capitalismo de Estado, y por otro lado, y por supuesto, a aplastar al movimiento obrero al objeto de encadenarlo como mano de obra sometida a dicho desarrollo del capitalismo. Los componentes fascistas estrictamente mínimos del movimiento franquista (la Falange) quedaron reducidos, objetivamente, a las tareas de represión en la retaguardia de una población ya ocupada e indefensa (la tarea más sucia, fácil y cobarde, no comparable con los choques contra un proletariado activo y no cautivo de las verdaderas milicias fascistas "pardas" o "negras"), y a suministrar la ideología, más que nada a título simbólico-folclórico, durante el tiempo mínimo imprescindible que, dado el contexto internacional -la segunda guerra mundial-, la dictadura de Franco pudo necesitar; a partir del año 45, en efecto, ni siquiera la parafernalia folclórica falangista le es ya necesaria al Régimen. La Dictadura de Franco consiguió de este modo incorporar a España al tren del desarrollo capitalista, primero bajo la forma de un férreo capitalismo de Estado y después, a partir de los años 60, suavizando progresivamente el control, bajo la forma de un creciente capitalismo de libre empresa. Mediante el aplastamiento político y la consiguiente esclavización social de la clase trabajadora pudo el franquismo conseguir el desarrollo de una genuina acumulación de capital que la burguesía española nunca antes había sido capaz de conseguir en su historia. Sólo de este modo, la burguesía española pudo llegar a estar en condiciones, por primera vez en su historia, de hacerse con el poder del Estado bajo la forma ya de una democracia parlamentaria a partir de la Constitución del 78.

Se diría entonces que fue gracias al levantamiento, la victoria militar y la dictadura franquista como, de hecho, objetivamente, España generó las fuerzas burguesas capaces de hacer cristalizar la nación española (en cuyo caso, el movimiento franquista hubiera sido, objetivamente, un movimiento efectivamente "nacional"). Sin embargo, las lacras históricas al parecer inextinguibles de esta cuasi-nación nunca definitivamente cristalizada siguieron operando durante el franquismo y teniendo efectos constitutivos en la España constitucional del 78 -la nuestra-, pues tampoco ahora la burguesía ya desarrollada (por la Dictadura) fue capaz de solventar la cuestión nacional. El resultado fue, como se sabe, la organización político-territorial española bajo la forma de un Estado de las "Comunidades Autónomas", una fórmula, como se ha visto por su desarrollo, y se ve cada vez más, constitutivamente intermedia, precaria, inestable y siempre presta a estallar. Para comprender este su carácter precario e inestable es preciso retrotraernos, por un momento, a la penúltima ocasión (supuesta que la Constitución del 78 ha sido, de momento, la última) en la que España pudo haber solventado su cuestión nacional, es decir, a la Segunda República. En este contexto, bien la burguesía, o bien alternativamente las clases trabajadoras ante la incapacidad de aquella, sólo podrían haber resuelto la cuestión nacional aplicando una estrategia muy semejante a la que Lenin supo hacer valer en la revolución bolchevique, la que se expresa en la siguiente fórmula: "derecho a la autodeterminación, incluida la separación, al objeto de la reunificación". Esta fórmula condensa, en efecto, de una manera impecable, el necesario proceso dialéctico de reconstrucción o refundición nacional de una nación política como la española. Pues dada, en efecto, la forma histórica aditiva y fragmentaria de organización político-territorial tanto de la España de la Monarquía de los Austrias en los siglos XVI y XVII como la de los Borbones durante el XVIII, herederas a la postre como sabemos de la organización territorial medieval de la conquista, y dadas las fuerzas divergentes que al menos alguno de estos segmentos experimentaron durante la incorporación tardía y subdesarrollada al capitalismo, la única forma de lograr su efectiva refundición dialéctica es precisamente ésta: apoyarse en dichos territorios fragmentarios y poder hacerlos converger en un resultado nuevo que los pueda mantener, sobre la base de una genuina soberanía nacional común, efectivamente unidos; y esto solo puede hacerse reconociéndolos el carácter de Estados soberanos, capaces de ejercer, desde ésta su soberanía, su voluntad de unificación en una nación soberana; es decir, exactamente la solución federal.

A este respecto, ya hemos visto que el propio Bueno reconoce la viabilidad efectiva de la solución federal, a pesar de la contradicción jurídica que sin duda implica (:¿de dónde provendría la soberanía de esos territorios que de hecho no son soberanos en cuanto que forman parte de la actual soberanía indivisible de España?). Ahora bien, la cuestión es que semejante contradicción, sin duda efectiva, es, por respecto a la materia histórica de España, sólo formal (jurídico-formal), y no material, como Bueno quiere, precisamente en el mismo sentido en el que Bueno ha distinguido entre "constitución" ( "systasis") en un sentido histórico-ontológico y "constitución" en un sentido jurídico. Y es la contradicción material que late en la historia de España entre la nación política que pugna por cristalizar y las lacras históricas que la frenan la que exige afrontar, para su resolución, la mencionada contradicción jurídica (el aspecto formal de aquella contradicción material), una contradicción ésta que si hasta ahora no se ha resuelto no ha sido precisamente por razones jurídicas, (unas razones que ya incluyen, en su doctrina y en su práctica, el concepto de "ficción jurídica" como solución de sus contradicciones), sino por el estado material de las relaciones entre las fuerzas sociales y políticas. Por lo demás, la seguridad de la refundición federal en una soberanía nacional indivisible sólo podría garantizarse precisamente a través del derecho permanente a la autodeterminación (incluida la separación), formalmente reconocida para cada Estado federado que así lo requiriese como condición de su federación. La nación española, en resolución, sólo puede llegar a serlo si es republicana, y ello por la razón de que sólo puede ser nación si es federal (pues aunque no toda república deba ser federal, toda federación debe ser republicana). Una República Federal de los Estados Unidos de España hubiera sido, pues, la única alternativa que España tenía como nación.

Se comprenden entonces los límites con los que se topó la Constitución del 78 a la hora de afrontar el problema nacional de España: estos límites no fueron otros que la Monarquía, en la cual todavía la burguesía española desarrollada por Franco creyó necesario escudarse, debido a la vinculación de la Monarquía con el ejército, al objeto de poder asentarse de este modo en esta doble seguridad: por una lado, la seguridad de que el ejército no intervendría dejando curso libre a la formación de la democracia parlamentaria que la burguesía ya necesitaba, y de otro la seguridad de que el ejército precisamente sí intervendría si el movimiento popular desestabilizaba más allá de lo permisible la nueva hegemonía burguesa. Pues el movimiento popular, en efecto, gestado por el desarrollo económico capitalista español a partir de la década de los 60, tuvo la fuerza suficiente para apoyar a la burguesía en su tarea de liquidar la dictadura de Franco, pero no tuvo la fuerza suficiente para impedir esta nueva alianza de la burguesía con la Monarquía y el ejército. De este modo, la constitución del 78 (nuestra actual constitución) tutelada y sancionada bajo la supervisión de la alianza entre la Monarquía y el ejército bajo la cual alianza pudo comenzar la nueva hegemonía burguesa, dejó de nuevo a España privada, por su carácter monárquico, de la resolución de su problema nacional.

El actual Estado de las Autonomías es, pues, el corsé monárquico que sigue bloqueando la resolución de España como nación republicana y federal. Un Estado que, significativamente, vuelve a reproducir, una vez más, a escala nacional, la configuración político-territorial del Imperio, incluso americano, bajo la forma de un "Rey" que asegura las políticas de los "virreyes" autónomos (los presidentes de gobierno autonómico), y ello precisamente debido a la ausencia de una verdadera refundición nacional. El mayor escándalo de esta forma retroimperial-autonómica de gobernar a España que actualmente padecemos radica precisamente en esa desigualdad fiscal y en las prestaciones sociales públicas de la que se beneficia, cuanto puede, cada virreinato autonómico, una desigualdad que de ningún modo hubiera consentido una verdadera nación republicana (y federal), precisamente por la imprescindible solidaridad social interterritorial que exige e impone una verdadera nación política. Hasta este punto han llegado los indudables efectos constitutivos sobre el presente del Imperio español: hasta el punto de que España sigue sin ser una verdadera nación.

Pero lo cierto es que desde el 78 hasta el presente España ha entrado ya definitivamente en el (nuevo) tren del capitalismo mundial, el constituido por capitalismo salvaje ultradesarrollado del bloque del euro-dólar (pues si con Franco España conoció la primera fase de esta incorporación, ha sido sobre todo con Felipe González como ha experimentado la segunda y definitiva), y con ello parece que, al menos de momento, las luchas sociales han quedado diluidas hasta un punto en el que, a este respecto, no se ve qué impedimentos puede tener la burguesía nacional para desembarazarse, al día de hoy, de la protección monárquica a la que en su momento recurrió, y poder mantener en el presente integradas a las clases trabajadoras del mismo modo como lo hace el resto de la burguesía europea. A no ser que, precisamente, sea este nuevo capitalismo salvaje ultradesarrollado (de tipo financiero-telemático) en el que ya estamos plenamente integrados -aún más si cabe, con los gobiernos posteriores a los del partido socialista- el que precisamente esté ya disolviendo toda posible fuerza social que fuera en la dirección de la cristalización de la nación, tanto en las (nuevas) clases dirigentes como de las populares. Pues dicho capitalismo se caracteriza, en efecto, por lo que respecta a la población, por someter a ésta a un consumo desenfrenado individual de masas que por el momento es capaz de absorber y reintegrar al sistema todo posible conflicto social y de anegar toda posible voluntad política, y, por lo que respecta a las (nuevas) clases dirigentes, por instalarlas en el ámbito de los intereses de una circulación no ya internacional, sino cada vez más transnacional de mercancías y, aun más, de capitales (a velocidad telemático-financiera, en efecto) que comienza a hacer indiferente, de hecho, a dichas clases dirigentes la preservación de cualquier morfología política nacional.

En tal caso, el problema de la constitución de España como nación estaría diluyéndose en el torbellino de un nuevo capitalismo transnacional dentro del cual, tanto los dirigentes nacionales como autonómicos chapotean como pueden para hacer valer los intereses, cada vez más transnacionales, de los sectores, nacionales o sectoriales ("autonómicos"), que aún puedan representar; y en este contexto, los "virreyes" autonómicos se apoyarán, o no, alternativa e interesadamente, en el Estado, en la medida en que todavía necesiten, o no, la cobertura de éste para moverse dentro de este torbellino transnacional. En este contexto, las representaciones y reivindicaciones ideológicas de los nacionalismos "fragmentarios" estarían viniendo a cumplir, cada vez más, por respecto de los intereses transnacionales que puedan representar los dirigentes autonómicos, el papel de cobertura ideológico-folclórica (de un modo semejante a como le tocó hacerlo a la Falange en los primeros años del "Régimen") de dichos intereses.

Ahora bien, allí donde todavía pudiera volver a cobrar intensidad objetivamente el problema (social y nacional) de la nación española, dicho problema no podrá dejar de resolverse, por sus raíces históricas, sino mediante la solución federal, que implica la inexorable superación republicana de la Monarquía. En este sentido, toda alusión a la conveniencia de imprimir una "dirección en un sentido federal" del actual Estado de las Autonomías no deja de ser una forma vergonzante de apuntar a la solución, callando sin embargo el impedimento que la hace imposible. Se diría que la tradicionalmente acobardada burguesía española (incluyendo, aquí y ahora, a la vasca y a la catalana), incluso cuando ha introducido a la sociedad española en un nivel de desarrollo capitalista muy próximo al de la sociedad europea más desarrollada -que hace, al día de hoy, impensable toda contestación popular profunda- sintiera todavía la necesidad de la cobertura monárquica, y ello por encima de cualquier otro posible interés suyo, como sería el de resolver la actual tensión "autonómica" dándole una salida estable al problema nacional de España.

En resolución: las actuales clases dirigentes españolas se mueven, en la mismísima actualidad, entre medias de estas dos tendencias diversas y divergentes: por un lado, la que obra relativizando el interés por solventar la cuestión nacional, dado el carácter progresivamente transnacional del capitalismo en el que ya estamos integrados; y, por otro, la que empuja todavía (no obstante dicha relativización) a solucionar dicho problema nacional, solución que sigue viéndose frenada por la incapacidad de dichas clases para liquidar el Estado monárquico, y darle así la única solución posible, republicana y federal, a dicho problema.

Bajo el cruce de ambas tendencias, todo lo que puede, y debe, decirse es que España tenderá inevitablemente a disolverse si es que sigue sin ser capaz de solventar, a causa de su losa histórica imperial, de manera adecuada su problema nacional.

Éste sí que es, al día de hoy, el verdadero problema que tiene -que sigue teniendo- España.

Epílogo: El catolicismo, el capitalismo y el marxismo, al día de hoy.

Si consideramos, por fin, el estado actual del capitalismo ultradesarrollado, al que España se encuentra ya plenamente integrada, desde la perspectiva (marxista) que aquí hemos asumido, la percepción que puede tenerse del mismo sería la siguiente: el capitalismo actual funciona como una implacable maquinaria que aniquila todo tipo de relación social (y socio-política) que pueda ir encontrando a su paso, en la medida en que la va sustituyendo por el consumo desenfrenado individual de masas, por la producción imparable y descontrolada de toda cosa que pueda alimentar semejante consumo, y por la circulación transnacional (mundial) a velocidad telemática de capitales que puedan financiar semejante desparrame productivo y consumista. Bajo semejantes condiciones, todo tipo de relaciones sociales se van destejiendo, los individuos van quedando encapsulados en la más completa indiferencia mutua (una indiferencia que adquiere su más grosera legitimación ideológica bajo la divisa del "respeto y la tolerancia mutuas"), y, a la postre, la más feroz competencia o liberalismo consumista se abre paso entre ellos en lugar de cualquier otra forma posible de relación. Y en este punto debe señalarse que la izquierda realmente existente, crecientemente absorbida por este contexto, al haber ido reduciendo prácticamente todas sus demandas a la reclamación de "las libertades individuales" (como si todas las libertades imaginables fueran com-posibles de un modo infinito), ha servido precisamente de canalización objetiva y necesaria del desarrollo de ese consumismo desenfrenado y de la competencia individual atroz que conlleva: puesto que, en efecto, la única forma posible de libertades individuales sin limitación mutua es la de las libertades consumistas. Las propias conquistas democráticas clásicas, políticas y sociales, han ido quedando transmutadas en su contenido, por la mediación del consumo, hasta el punto en que las actuales sociedades de las democracias realmente existentes de los países del capitalismo ultradesarrollado han llegado a convertirse en prácticamente nada más que un inmenso semillero de resentimiento mutuo, esto es, de una laminadora aspiración a una igualación abstracta y vacía -puesto que su único fundamento estriba en la igualdad del derecho a consumir-, con desprecio y aun represión de todo posible valor que se oponga desigualmente a dicha igualación consumista. (El socialismo no implica -o implicaría-, por cierto, mecánicamente ninguna igualación abstracta entre la personas, sino la apropiación y el control social de los medios productivos, razón por la cual sólo en el socialismo podría aflorar una verdadera aristocracia).

También este capitalismo, por su carácter crecientemente transnacional, obra en la dirección del rebajamiento creciente del papel político internacional de las naciones políticas, de los Estados nacionales, sin que pueda decirse, por otro lado, que existan centros mundiales de control preciso de la imparable circulación de mercancías y de capitales a velocidad telemática que todo lo absorbe.

Pues bien: dado este contexto, cabe pensar que la actual propuesta de Bueno esté operando como una reacción ante semejante estado de cosas. Un estado de cosas ante el cual cabría, en efecto, comprender la reacción de alguien que, como Bueno, pueda estar persuadido de que España, por su historia (imperial) guarda, aun comprimida en su actual recinto nacional, una capacidad para organizar el mundo, y para hacerlo, como sabemos, de modo que se asegure el apoyo mutuo (aun desigual,) y en donde nadie quedase desasistido, carente de relaciones de reciprocidad con los demás.

Ahora bien, precisamente la respuesta que desde la perspectiva marxista debe darse ante semejante reacción es que ella supone la más extrema "idealización" metafísica (en el sentido antes apuntado) que quepa imaginar. Pues la idea de una "sociedad universal" organizada como una "co-determinación entre grupos" en cada uno de los cuales pueda funcionar el "apoyo mutuo entre tareas recíprocas" (que es, a la postre, el contenido de la propuesta de Bueno), pensada como una respuesta a la concreta situación actual, se limita, en realidad, a realizar una negación puramente lógico-formal del estado que han tomado las relaciones sociales bajo el actual capitalismo salvaje: todo lo que hace, en efecto, es abstraer negativamente el contenido de dichas relaciones sociales mediante la operación de su mera reversión o negación abstracta, formal, sin ofrecer una sola posible mediación (inteligible) a partir de la cual dicha negación pudiese efectivamente actuar. Semejante negación por ello no tiene la menor potencia o capacidad material para revolverse, destruir y transformar la situación actual.

El único modo, siquiera inteligible, dialécticamente inteligible, de pensar la reversión de la situación actual sigue siendo el socialismo: es decir, sigue siendo contar con el estado mundial industrial de las fuerzas productivas -como única posible mediación siquiera inteligible-, no ya desde luego para seguir alimentando la producción y distribución imparables del capitalismo actual, sino para reconducir dicha producción y distribución, en cuanto que ellas fuesen susceptibles de una reapropiación, y por tanto control sociales -que en el límite deberían ser universales. Ahora bien, como quiera que yo no estoy, por mi parte, dispuesto a fomentar el más mínimo fantasma ideológico (entre quienes puede que estén ávidos de ellos), declaro sin ambages que al menos al día de hoy yo no vislumbro, en el panorama mundial, el único desde el cual pudiera obrar la re-vuelta socialista (incluyendo a España, naturalmente), al menos con una mínima claridad, desde qué fuerzas sociales, desde qué "eslabones débiles" de la cadena capitalista, pudieran comenzar a obrar las fuerzas sociales capaces de comenzar a conducir a semejante posibilidad hoy por hoy meramente inteligible. Al marxismo, hoy, sin necesidad de hundirse en los abismos crítico-escépticos de la "teoría crítica" (frankfurtiana clásica), o sea, sin necesidad de recaer a la postre en una metafísica negativista, pero también sin reconciliarse positivamente con el mundo actualmente existente, le será suficiente con intentar seguir comprendiendo los procesos por los que transita la actual sociedad capitalista -por ejemplo, y precisamente: comprender en qué consiste el problema que ha tenido y hoy sigue teniendo España-, de suerte que semejante comprensión (obligada por el doble postulado de la dialéctica entre la teoría y la práctica, y por el de dialéctica entre los momentos positivos y negativos de todo proceso social) no descarte, sino que incluya, el "estar a la espera" de que estos procesos que analiza puedan en algún momento comenzar a revertir en una dirección socialista, y por ello hacerse visibles a la teoría y por tanto promovibles desde ésta.

Es, pues, el marxismo (por la factura de su dialéctica concreta, materialista) y no el catolicismo -español o no- (por su carácter metafísico), el que puede, y debe, "estar a la espera" -de una posible reversión del mundo actual en una dirección socialista.

Pero acaso alguien pudiera pensar (no ya Bueno, desde luego) que si bien el proyecto católico no tiene alcance socio-político universal, pudiera ser en todo caso un modo eficaz de defenderse frente al capitalismo triunfante, manteniendo las formas de vida católica en el ámbito de los grupos de tamaño y alcance comunitario, en ámbitos tales como la familia, la amistad, las "sociedades de conocidos", en donde, en efecto, parece que puede seguir obrando, con algún contenido material efectivo, ese "apoyo mutuo (aun desigual) sin desasistencia recíproca". Semejante modo de defensa pudiera incluso, se diría, mantener viva o incrementar la actitud de rechazo del capitalismo y de este modo favorecer la espera de su rechazo sociopolítico efectivo. Pero tampoco a este respecto yo quiero alimentar ningún fantasma. No negaré, desde luego, que formas de vida comunitaria católicas (que perviven todavía, hasta cierto grado, en los países de ámbito católico -y entre ellos España- ) pueden actuar, hasta cierto punto, en la dirección de absorber las transformaciones que impone el actual capitalismo de un modo algo más acolchado, más cooperativo, menos salvaje. Pero sería ingenuo suponer que estas formas católicas comunitarias de vida funcionan exentas del continuo capitalista que todo lo atraviesa y devora; funcionan por el contrario entretejidas con ese continuo capitalista y por tanto progresivamente destejidas por él: como si la familia, por ejemplo, por muy católica que aún pueda ser, hubiese de quedar libre de esa forma de competencia consumista que es el feroz liberalismo sexual que atropella todas las relaciones humanas en la sociedad actual; o como si la amistad, por muy católicos que sean los lazos en los que se cimiente, pudiera quedar libre de esa otra forma de competencia atroz que es la competencia profesional capitalista por el prestigio o la posición social. O como si lo que pueda quedar de las "sociedades de conocidos" (barrios, pueblos, villas,) fuese una hipotética sociedad aldeana virgen donde las más crudas formas de competencia consumista no estuvieran ya obrando. Fuerza contra fuerza, y sin negar que las formas de vida comunitarias católicas tienen aún, en algunos lugares, cierta capacidad de resistencia, el resultado inexorable ha de ser éste: que el capitalismo destruye al catolicismo hasta la raíz sin remisión. Pensar de otro modo equivale a suministrarse una dosis de "opio" ideológico que puede sin duda consolar, pero nada cambiar objetivamente las cosas.

Pero deberemos preguntarnos, por último, por las razones por las cuales, un filósofo que quiere ser materialista, desde luego no confesional ni creyente, pueda haber reaccionado ante el capitalismo actual precisamente desde semejante ideología, no ya católica en general, sino católico-imperial española: desde España, en cuanto que identificada con la universalidad católica desde su realidad histórica imperial. Desde luego que, desde su propio punto de vista, no debe haber razón especial alguna para formular semejante pregunta, puesto que dicho punto de vista ya incluye el que un español, por el hecho de serlo, pueda estar dispuesto a hacer valer en todo momento, y más aún ante la presente situación mundial, el proyecto católico universal que se supone que constituye a España (desde el comienzo de su Imperio). Pero es precisamente cuando no aceptamos la verdad material de dicho punto de vista, cuando sí es preciso hacernos la pregunta que nos formulamos. Cuando tiene sentido, en efecto, preguntarnos por las razones por las cuales, no ya en los siglos XVI y XVII, sino en el momento presente, Gustavo Bueno haya podido determinarse a hacer valer una idea directamente heredera de aquella que, según creo haber demostrado, funcionó ya en su momento como una legitimación ideológico-metafísica defensiva del Imperio español.

Pues bien: al objeto de hacerme inteligible, desde mis posiciones, y de poder hacerle inteligible, a quien pueda no compartir las de Bueno, dichas razones, debo proceder a establecer aquí varias suposiciones -que sin duda Bueno, si le fuera preciso, podrá desmentir-: Debo comenzar por suponer que Gustavo Bueno, por su instalación biográfica, debió quedar fuertemente moldeado por la cultura política del franquismo, si bien no de cualquier modo, sino más bien del lado en el que debieron estar aquellos que muy pronto -al término de la segunda guerra mundial- se hubieron de sentir decepcionados, o traicionados, por la pronta alianza del Régimen con los Estados Unidos, y a través de esta alianza, con el sector capitalista occidental vencedor la guerra mundial. Del lado, por tanto, de los que pudieran mantenerse más fieles al ideario falangista, pero no, a su vez, de dicho ideario en general, sino dentro de él, de los sectores más puros y primitivos, aquellos que nos remiten a la prehistoria de Falange, esto es, a la fundación de las JONS y a su líder, Ramiro Ledesma Ramos. Pues en este autor, en efecto, podemos encontrar, prefigurados, si no me equivoco, muchos de los motivos políticos de fondo que actúan en la filosofía política y de la historia de Gustavo Bueno. Fue Ledesma quien ya desde el primer número de su primera Revista, La Conquista del Estado, saludaba alborozado no sólo a las que consideraba como las "revoluciones" de Mussolini y de Hitler, sino también, y a la par, a la revolución soviética, pues Ledesma consideraba que ésta era objetivamente una "revolución nacional" (que su dirigentes creían subjetivamente estar liderando desde el marxismo) capaz de alzarse, como las otras, frente al capitalismo liberal y democrático decadente; pero fue Ledesma también quien creía que, en todo caso, estas revoluciones (la rusa, alemana e italiana) eran sólo "inicios", "nada concluyentes", por su carácter meramente "nacional" y por ello "restringido", sin "envergadura mundial", en comparación con la revolución nacional española por venir, la cual sí "podría clavarse genialmente en las páginas de la Historia Universal" precisamente debido al Imperio histórico que la respaldaba (todas las expresiones entrecomilladas son del propio Ledesma). Una revolución y un Imperio éstos respecto de los cuales Ledesma siempre percibió a la Iglesia católica española como instrumento político, de un modo enteramente laico, y prácticamente ateo; es decir que fue Ledesma quien ya ejercitó la idea de "Por Dios hacia el Imperio", frente a la ulterior divisa de José Antonio de "Por el Imperio hacia Dios", que a Ledesma y a los suyos podía parecerles confesional, idealista, ilusa. Y fue Ledesma quien siempre creyó en el carácter "social" de la revolución "nacional", hasta el punto que en su últimos textos, ya separado de Falange, llega a hablar de "socialismo", pero un socialismo jamás marxista, puesto que al marxismo, según Ledesma, había que darle la batalla, y ganarle, en su propio terreno, en el terreno de la revolución. En resolución, fue Ledesma quien pensó que el capitalismo liberal de la época sólo podía ser efectivamente dominado mediante "revoluciones" totalitarias nacionales (y sociales) -es decir, fascistas-, entre las cuales sin embargo, sólo la española tendría verdadera capacidad de implantación universal, y ello debido al Imperio universal que la respaldaba, un Imperio y una implantación en los que la Iglesia católica, como institución consustancial a la historia española, debía ser vista siempre como un factor político objetivo determinante.

Si suponemos, pues, que Bueno debió quedar influido por el ambiente en el que circulaba la herencia del pensamiento de Ledesma, se nos hace entonces razonable suponer que percibiera la alianza del Régimen de Franco con los Estados Unidos y el capitalismo occidental como una traición al propio Imperio español desde el cual algunos (él entre ellos) pudieron haber creído que se había hecho la "revolución nacional" española, y que por ello mismo pudiera dirigir la mirada a la Unión Soviética estalinista, que acaba de incorporar a su zona geoestratégica de influencia a las "democracias populares" del "Este" como consecuencia asimismo de su victoria en la guerra mundial, como una alternativa universal al capitalismo occidental, desde una concepción imperial-universal de la historia que según esto Bueno no hubiera nunca dejado de ejercer. Pues repárese en que Bueno no ha hecho nunca una defensa propiamente marxista de la Unión Soviética, sino una defensa de su posición expansiva geoestratégica en pugna con el capitalismo occidental, esto es, que Bueno siempre defendió la URSS desde el ejercicio de principios teóricos imperiales. Después de todo, Moscú era, no se olvide, la "tercera Roma", y Rusia la civilización heredera del tronco oriental del Imperio Romano que ahora, con Stalin, comenzaba a ganarle terreno a ese capitalismo occidental con el que el Régimen de Franco había establecido un pacto traidor. Puede comprenderse entonces el sentido de ese "socialismo indeterminado" del que Bueno tantas veces ha hablado, pues no se trataba, en general, sino de la idea de cualquier bloque posible cuya expansión imperial fuese capaz de frenar al capitalismo mundial. Una vez caído el muro de Berlín, y por tanto desplomado, no ya el socialismo, sino el imperio soviético realmente existente (que era lo que de hecho Bueno defendía), y como quiera que su concepción imperial de la historia requiere siempre de algún recinto existencial positivo desde el que poder hacerse valer, se hace inteligible que Bueno haya vuelto los ojos al recinto existencial nacional del Imperio español para, desde él, seguir pugnando por algún Imperio que sea capaz de organizar el mundo en su totalidad dominando al capitalismo.

De este modo, en definitiva, creo que se nos puede hacer inteligible la continuidad de fondo que el pensamiento político de Bueno siempre hubiera tenido, así como las "variaciones sobre el mismo tema" (imperial) por las que dicho pensamiento habría transitado.

Y no creo que por mi parte tenga ya nada más que decir que lo que he dicho en este trabajo sobre el juicio que me merece dicha concepción imperial de la historia.


(*) Réplica de Gustavo Bueno
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