NOMADAS.5 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

Estado, Edudación de la Sociedad Civil y Nación
[Carlos J. Blanco Martín]

La vertiente laida de la Filosofía | Presupuestos de Pedagogía Revolucionaria
El Estado y al Educación
Nuevas Élites
Necesidades y Superestruturas
El Estado y su criatura: La Sociedad Civil
El marco nacional: ¿Qué hacemos con España?

Una formación social es un proceso vivo de producción de formas de existencia. Ese proceso incluye, a cierto nivel de desarrollo, la reflexión consciente acerca de esas mismas formas de existencia, que al momento presente le son entregadas y llegan a envolver una conciencia individual bajo la forma de tradición. Una tradición deviene tiranía de ideas y yugo de pasiones si no se ve sometida al implacable ejercicio de la crítica histórica, que en sí misma ya es filosofía. La historia es ciencia ideológica. La médula misma del proceso educativo de un pueblo es la que consigue alzar en éste la frente ante las tiranías de la Tradición. Un pueblo, en su trance de aprender y, luego rebelarse, abandona para siempre la antigua condición de súbdito. La conciencia histórica es la remoción y enseñanza crítica de los procesos históricos que ponen en tela de juicio ese caudal de Tradición. La destrucción consciente de las representaciones tradicionales convierte a todo Pueblo en filósofo. El es su propio soberano en el trámite ideológico de airear sus autorrepresentaciones acerca del pasado y en el acto de someter a análisis los elementos de diverso orden cohesivo que le llegan hasta el día hoy.

Por causa de muy diversas vicisitudes históricas, deparándonos al final baños oceánicos de sangre, los procesos emancipatorios de un pueblo soberano que pudiéramos reconocer como antepasado nuestro, en el ámbito del Estado español, siempre han conocido frenos imponentes y considerables movimientos de reacción. La falta de una efectiva comunidad popular, comoquiera que las uniones en su día fueron hechas por vía de conquista militar y casorios de reyes, hacen explicable en parte el hispánico grito de "Vivan la Cadenas" que delata al esclavo como lo que es, e indican en la dialéctica del amo y del siervo que este mismo, ora ciñendo corona ora portando un sable, no siempre puede alzarse de su inicial bajeza. La aspiración de un pueblo a su emancipación es la única medida de su nobleza. El deseo de permanencia y el sometimiento no dialogado a la Tradición es por su parte el canon de la bajeza.

Este ensayo no presentará una perspectiva histórica para tan vasto análisis. No viajaremos a los tiempos de Don Pelayo o el Cid, ni entraremos en el resquicio anímico que pudiera quedar de la Reconquista, ni en las huellas de las tres Castas (goda, morisca y hebrea). No importan ahora directamente las nostalgias de Imperio, o la falta manifiesta de Modernización tras su declive. Iremos al más radical ahora. Al confuso y globalizado presente.

Una sociología crítica del presente utiliza categorías y métodos interpretativos. Amplía cuanto puede sus campos de visión partiendo de los radios más personales de alcance. Como ya se vio en La Totalidad Social, las superestructuras ideológicas están en nosotros, pidiendo su tematización y análisis. Constituyen el mundo práctico y cotidiano, que requiere muy diversa microscopía y bisturí, hermenéutica y comparación. Una de las categorías de lectura sintomática que emplearé será la ausencia de laicismo como signo de ausencia comunitaria y falta de estructuración sociopolítica de lo hispano.

LA VERTIENTE LAICA DE LA FILOSOFIA. PRESUPUESTOS DE PEDAGOGIA REVOLUCIONARIA

Todo el mundo es un filósofo. No todo el mundo lo es desde el aspecto de la Academia, naturalmente. Hace falta allí una disciplina, un régimen de lecturas y de trabajos que no se dan habitualmente en la vida ordinaria. Es cosa averiguada en muchas ocasiones que hay más --y mejores-- filósofos "mundanos" entre el pueblo, entre las diversas profesiones, artes, oficios y ciencias, que en muchas cátedras de filosofía. Además, el gradual empequeñecimiento de esa "materia" filosófica, tanto en la educación formal como en muchas otras facetas de la vida científica, política y cultural, ha hecho que este asunto de la eliminación de la filosofía se parezca --crecientemente-- a una discusión banal, una antigualla. No se puede defender al fósil cuando este, siendo tal, ha perdido hasta el último pulso de vida. El fósil se puede conservar, esto es casi un deber moral. Pero a la especie extinta ya no se la puede defender. La defensa mejor de la filosofía es convertirla una vez más en arma de ataque, en punta de lanza del pensamiento, en aguijón de la parte más avanzada de la sociedad. Por supuesto, para que tal sea, la filosofía ha de encontrarse a la altura alcanzada por las tecnologías y las ciencias. Debe comprenderlas, abarcarlas, y saber tender todos los puentes que, en un mundo repleto de ideas y conceptos, sean menester. Así pues, que nadie me hable de "defender la filosofía". A lo sumo, habrá que preservarla de usurpadores e ideólogos. Pero dentro del enfoque ideológico del socialismo la filosofía como arma de combate pasa por ser obligatoriamente un instrumento al alcance de todos. El socialismo aspira a que todo el mundo sea, hasta sus últimas consecuencias, filósofo.

Un filósofo no es necesariamente un profesor de filosofía. Ni tampoco un estudiante de las fórmulas, manuales y recetas elaboradas desde las cátedras. Hay mucho que estudiar y aprender, ciertamente. Es bueno que en estas materias, como en otras, haya "profesionales", y muchos, y muy buenos. Pero la realización de la filosofía consiste en que el sujeto que realmente interesa en la visión materialista del mundo, verbigracia, la totalidad social, practique y lleve a cabo su filosofía, esto es, aquella que está a la altura de sus condiciones históricas y político-económicas y al nivel de sus condiciones científico-técnicas. Paro tal tarea la sabiduría filosófica ha de estar entrenada en la crítica implacable y constante de aquellos conglomerados ideológicos que ya no se corresponden con las condiciones vigentes.

Es cuestión bastante banal –en contraste con la gravedad de los problemas de una civilización cada vez más antifilosófica-- discutir a favor o en contra de un determinado plan de estudios, a favor o en contra de ésta o aquella reforma legislativa en materia de educación, tanto básica como superior. Esta misma es la sospecha del antiformalista, la intuición de quien no cree demasiado en la potencia autónoma del derecho como sistema transformador de las cosas. Es la sospecha y la intuición de quienes vemos el reformismo como la más palpable de las patrañas, como el más repetido de los engaños que, en el mejor caso, viene alentado por mentes bienintencionadas. No cambia la educación y, por ende, no se "perfecciona" el hombre a golpe de decretos, a fuerza de cambios y redistribuciones en las materias intelectuales a impartir, ni en la modificación del peso distinto que se les ha de dar. Menos aún hemos de fiarnos de los reformistas educativos cuando estos implantan sus "mejoras" sin el más leve criterio gnoseológico, o con algunos criterios prestados de segundas o terceras manos. Criterios foráneos muy malos, por endebles, y de pésimo transplante a las condiciones hispánicas.

Ese árbol se muere, a buen seguro. Porque cíclicamente empezarán los boicots y las malas adaptaciones de todo sistema formal de educación, considerado como plantilla y como vademecum de reglas. Este es el verdadero problema de los demócratas ingenuos y de toda la especie de los reformistas. Esta gente cree en la autonomía relativa de los subsistemas sociales. Es el problema de la omnipresente --y tediosa-- teoría de los sistemas. Funcionalmente cada subsistema es autónomo aunque en última instancia --causal, ontológica-- haya de interactuar con todos los demás subsistemas. Esta doctrina le hace sentirse importante a todo el mundo. El legislador reformista es como un ingeniero: cambia esta pieza, desarrolla esta otra, toca aquí, mete un refuerzo allá. Es la misma cantinela de los reformistas cuando proclaman, en política, "desarrollar profundamente la Constitución". O tal ley, o determinado decreto. Como si esa mágica constitución de 1978, al igual que las tablas de Moisés, contuviera casi todo lo que pueden contener, en espíritu y en letra, para el buen gobierno y el bienestar. Realmente aquellos famosos "padres de la Constitución" fueron providentes. ¡La letra y el espíritu!. Necesariamente, quien es abogado ha de creer en semejante dicotomía. Las leyes están bien --dirán-- pero hemos de velar por su aplicación correcta. O también defenderán justamente lo contrario: hay que cambiar la letra, para que el espíritu progresista circule a raudales en la sociedad, y hacer que las normas no sean un obstáculo.

Modificar la educación no sólo significa hacer nuevas leyes sobre ella. Si pretendemos tocar estas cuerdas, tensar estas cruciales fibras, lo que ha de hacerse es tomar vigorosamente las más concretas medidas. Por ejemplo ¿cómo seguir defendiendo, impúdicamente, los centros privados de enseñanza, fundamentalmente los colegios religiosos? Maestros y pedagogos suelen ser, ideológicamente, igualitarios. Igualdad para niñas y para niños, para ricos y pobres. Pero, ¿cómo permitir que los niños y niñas sean separados en aulas distintas, ricos y pobres reciban calidades y "estilos" de enseñanza diversas? Y lo peor de todo: ¿quién se cree que es un padre, una madre, una familia toda, para inocular unas determinadas creencias religiosas a tan temprana edad? ¿Es esto libertad? ¿Huele peor, despide un aroma más nauseabundo alguna otra expresión que ésta de "libertad de enseñanza"? Vd. coge a su hijo de la mano y lo introduce en un caserón bajo la tutela de los curas o monjas, casi siempre bajo la creencia tan común de que ese pequeño ser forma parte suya, algo así como una propiedad privada. Con un afable empujón le encierra en un colegio gobernado por esta o aquella orden religiosa y, a cambio del pago de una cantidad, u otros criterios de selección social más sutiles, le iniciarán en el camino de la fe. La fe a veces se pierde. En un elevado tanto por ciento de los casos la fe no es otra cosa que un conjunto de vagas declaraciones de los adultos en torno a "lo que está allá arriba", en la existencia de vida en el más allá, o sobre la posibilidad de un "ser superior". Estas declaraciones, en realidad, no nos interesan ahora. No revisten especial interés, salvo para estudiar la "teología folk", es decir, la imaginería mental que desarrolla la gente una vez que ha estudiado el catecismo y ha escuchado a los curas en sus pláticas. Lo esencial a ser destacado es el conjunto de prácticas que van asociadas a esa "fe". La fe se plasma en ceremonias cruciales en la vida de un hombre o mujer "adaptados" a lo que debe ser un adulto a lo largo de su ciclo vital. Tener fe se plasma en casarse por la iglesia, y en llevar a cabo noviazgos preparatorios con personas dispuestas a caminar algún día hasta al altar. La iglesia reúne la familia y exalta los vínculos de sangre. Se muere cristianamente de un determinado modo y no de otros, puesto que los entierros y las funerarias, con sus ritos e iconografías, son --en el más estricto sentido-- la Teología Aplicada, esto es, la vertiente más práctica de una ciencia especulativa sobre lo humano y lo divino. Los niños y jóvenes van siendo "civilizados" por la mano tenue de un cura, que antaño pegaba y aplicaba otros castigos, pero que hoy también guía, orienta, reconforta, y perdona. Un cura es el que te entierra y ofrece su despido, un cura te une al compañero o compañera, un cura trae a tus hijos al mundo de la fe, pues que no basta el acto de alumbrar de la madre (esto es demasiado fisiológico, muy carnal) y la cabecita del bebé debe recibir ese agua y esos ensalmos.

EL ESTADO Y LA EDUCACION

Que la educación es ante todo política, o más exactamente, una faceta consustancial a toda política, queda claramente trenzado desde Platón en La República. El gobernante, el príncipe, debe tener en sus manos la educación. Siempre ha sido así en la historia de Occidente. La iglesia en el medievo, con escuelas y universidades. El estado moderno, con las universidades laicas y las escuelas politécnicas. Para Gramsci, el estado era un aparato y una expresión de la dominación de las clases poderosas. Siempre hay, en una sociedad dividida en clases asimétricamente vinculadas entre sí, una clase o (modernamente) una coalición de clases que controlan la ideología, la "cultura", y pugnan porque esa ideología o esa cultura suyas prevalezcan sobre otras alternativas. Ese predominio, esa extensión creciente de una ideología frente a otras, se llama hegemonía. Y un sistema capitalista es más homogéneo, más difícilmente combatible si se dan estrechas interpenetraciones entre el dominio ideológico y el control económico. Creemos que no es ese el caso del capitalismo actual y, especialmente, en los capitalismos "degenerados" (el ejemplo español), por razones que señalaremos más adelante. Precisamente en las fisuras de una estructura tambaleante, "pegada con cola", sujetada a duras penas con un cemento de tipo propagandístico y jurídico, es posible preparar una sucesión de acciones que podemos llamar --con todo vigor, con toda legitimidad-- revolucionarias. La crítica de las ideologías imperantes, legal en la Academia, y tolerada en un régimen formalmente democrático, es un norte que nunca se debiera perder de vista. Allí, en la Universidad, pero también en los institutos y escuelas, habita una población numerosa de "intelectuales" (en el amplio sentido que Gramsci da a este término), más o menos "proletarizados" y zarandeados por una cicatera administración y una no menos roma comunidad. Los educadores viven más o menos "subvalorados", más o menos conformes con el papel incómodo que el sistema les asigna. Un papel que ellos, a cambio de su sueldo, deben asimilar. Por encima de los "especialismos" tecnocráticos --haciendo del profesor una especie de ingeniero, un aplicador de reglas--por encima de los humanismos trasnochados -- el profesor sigue representándose como un "perfeccionador" de potencialidades humanas; pero para cambiar las cosas más allá de toda la ideología recibida desde cátedras de Teoría de la Educación o Ciencia Pedagógica, más allá de todo eso, el profesor ha de sentirse, un revolucionario. No hacerlo implicará la ruina definitiva de la sociedad tal y como la conocemos. El fracaso de las técnicas humanísticas de dominación, que tan certeramente destaca P. Sloterdijk , se hace patente al generalizar a todos, por vía de ley, unas posibilidades de instrucción y desarrollo personal que estaban pensadas para apenas una porción social cada día más exigua. El iluminismo "por decreto", la ilustración obligatoria y garantizada ha venido a España (y a otros países occidentales) demasiado tarde. Hoy por hoy el humanismo de nuestros legisladores y pedagogos sólo está creando violencia creciente en las aulas y alienación profesoral. Una muchedumbre de adolescentes incultos e indisciplinados es el primer paso seguro para nuevas oleadas de barbarie. La emancipaciónforzada se revela, ahora más que nunca, como la contradicción patente de nuestra sociedad, reproducida hoy en escala contenida dentro de las aulas, y a la espera de generalizarse a la sociedad toda.

Desde siempre se ha señalado el poder que el educador en sus manos tenía: la materia (más o menos virginal) modelada por los maestros es la que va a constituir en sustancia a las nuevas generaciones. El maestro puede, en condiciones apropiadas, constituir la principal fuerza oponente, compensadora, de cualesquiera ideologías transmitidas por vía familiar, a menudo la más infecciosa y sofocante de todas las vías. Debe tenerse siempre presente que es la institución familiar la principal unidad de consumo, producción y subvención de todas las necesidades humanas, incluidas las necesidades en el orden ideológico. El capitalismo se apoya en tal unidad y le da un sentido histórico determinado, un sentido al que debemos hacer pasar por tamices geográficos, religiosos y otras determinaciones que le dan a la familia una concreción. La escuela, el instituto, la universidad, a veces, se alzan como la principal ayuda, la principal neutralización de tendencias biológicas, escandalosamente privadas o íntimas. La vida en los centros de enseñanza es, a menudo (y desde ahí derivamos todo deber ser) una muestra y una preparación para la vida pública, para la política. La apertura psicológica a otras realidades que contrarrestan a las primarias, al tiempo que se montan sobre estas realidades intimas, o familiares, es ya un momento en donde las personas empezamos a situarnos en un orden social. La elección de amistades, la asistencia a clubes de deporte o cultura, la afición por este o aquel otro espectáculo, el gusto por cierta literatura, etc. van dando al joven la apremiante sensación (si es que llega a este estado, lo que no siempre ocurre) de preferencia de unas cosas frente a otras, esboza gustos y opciones, alianzas y oposiciones. Un buen maestro, a diferencia de un "guía espiritual", no le vacía al alumno su cerebro para sustituir unos contenidos por otros distintos. El educador utiliza su sabiduría, y las estrategias que mejor conoce, con el fin de que la persona joven sepa conocer las instancias que le controlan, las fuerzas que le guían. La mejor orientación es que, a través de unos conocimientos sacados de la lectura y del previo incentivo de la misma, el joven domine el origen y los mecanismos que realmente orientan, guían, determinan al hombre en el seno de una totalidad social. Aprender los contenidos de la ciencia, de la historia, del lenguaje, etc. debe cobrar su pleno sentido en cuanto que se han producido y empleado contenidos tales en el seno de unas relaciones sociales que en el joven, por así decir, van ampliando su radio, a partir de un centro familiar. Padres y hermanos ya no son suficiente "realidad" para el niño y adolescente, y la permanencia en estado de sujeción a sus dictados (estéticos, ceremoniales, ideológicos) normalmente se ven como pruebas de inmadurez o falta de ardor combativo. Curiosamente, en la sociología española el retraso de los jóvenes en el abandono del hogar familiar es explicado frecuentemente en términos emic, como una "falta de coraje", un "aburguesamiento", una "infantilización". Pero estos diagnósticos deben entenderse como efectos de un mercado laboral nacional en grado sumo delirante y degradado, constituido por uno de los ejércitos laborales de reserva más gigantescos de toda la Unión Europea, y de toda la órbita de países "privilegiados". La Seguridad Social, la escolarización masiva y la universidad española hipertrofiada, sólo son aspectos que explican que, pese al paro y a otros males de la "cruda economía", el estado español aspira a ser considerado un "estado de bienestar". En realidad, el estado no está llevando sobre sus espaldas otra cosa que una parte vistosa e institucional de ese ejército (en gran proporción, una tropa juvenil) de reserva. Los hombros de Atlas están en las unidades familiares. Se puede ver que es así, en realidad, especialmente parándonos a reflexionar en los términos económicos urgentes, en términos de subvención inmediata a los jóvenes parados (y a los estudiantes mediocres que, a la postre son parados opacos a las estadísticas). La familia subvenciona vivienda, alimento e incluso ciertos lujos (viajes, ocio, etc.) a sus miembros desempleados más inmediatos, con una gestión impenitente basada en los vínculos de sangre. Al estado se le reclama, por ejemplo, la posibilidad de ofrecer acreditaciones por estudios cursados, subvenciones para actividades lúdicas (música, cine, asociaciones culturales, etc.), y ofertas de empleo público extensas para poder concurrir con cierto ánimo a una oposición.

El deterioro alarmante de las condiciones de vida de los educadores a lo largo de todo los tramos educativos no es más que la palpable orientación elitista del sistema neoliberal mundial, empeñado en hacer decaer el nivel cultural de las masas juveniles. Nunca se hizo tan ostensible que el fracaso escolar es el naufragio deliberado de la escuela. Más bien que hablar de un ocaso del humanismo basado en la letra escrita, como señala Sloterdijk, cabe hablar de una traición de las fuerzas hegemónicas (empezando por los capitales que controlan los mass media) a todo el cuerpo de transmisores del humanismo burgués, ciertamente basado en una literatura escrita. De manera virulenta son graves en nuestros centros los deterioros no ya en el nivel de alfabetización, lectura y comprensión abstracta, sino que también se han fulminado los mínimos exigibles a una recta convivencia, basada en el respeto elemental al adulto, y dentro de ésta categoría de edad, a las personas formadas. Las agresiones e insultos que los docentes reciben a diario en la red pública de centros españoles de enseñanza delatan a las claras la intencionalidad embrutecedora de una sociedad altamente globalizada y tecnologizada. En ese futuro prediseñado, una masa culta con exceso en titulaciones superiores no constituye más que un obstáculo para los proyectos de reproletarización que el gran capital reserva para nuestro estado y para otros de la cuenca mediterránea, bajo amenaza (igualmente originada por los procesos acumuladores y centralizadores de capital) de una abertura masiva de fronteras a inmigrantes "ilegales" y, en primera hora, sumisos a la superexplotación. Las amenazas contra los excesos de salario y reivindicación que las nuevas generaciones de trabajadores, todavía algo formados en cuanto a sus derechos y medios de alcanzarlos, se verá amortiguada por nuevas capas de "infrajuventud" (si se nos permite el término), rigurosamente adocenada e iletrada, fácilmente asimilable a la única autoridad que en su vida aún infantil, violenta y caprichosa les aguarda reconocer: la implacable disciplina del capital. Sin oficios ni beneficios, irán entrando en los canales del consumo pasivo, a costa del trabajo de los no europeos. Participarán mezquinamente del reparto de plusvalía; o bien habrán de ir pasando por el aro de una efectiva neoproletarización, a la que de seguro hubieran escapado de lograr para sí una educación no tan deficiente. El deterioro o rudimentación de una superestructura, pues, constituye toda un arma cargada de futuro. Ya está prevista la formación de nuevas masas alienadas bajo la coacción racista de que, de no hacerse así (tirando por la borda la tradición cultural y la supervivencia de los valores occidentales) serán los otros --venidos de fuera- quienes realizarán el trabajo sucio.

El marxismo fue erróneamente caracterizado como escuela de pensamiento que analizaba más bien las bases sobre las que tal "apariencia" cultural y pedagógica se montaba, o incluso "emanaba". Aquí evitaremos la tendencia abstracta de tantos y tantos académicos marxistas, a quienes la mera mención de una superestructura les sonaba demasiado a idealismo. Aquí evitaremos la presuposición de tantos y tantos economistas (en su mayor parte, antimarxistas), para quienes sólo imperaban las cifras. Esas cifras, son las que ante un ejercito de técnicos despiertan la vieja fe de que "los números les cantan", y "hablan por si solos". En el fondo, ellos sí que son los materialistas vulgares, los economicistas, para quienes lo superestructural es un subproducto, un epifenómeno. Para que lo superestructural sea más que apariencia, y sobre todo, para que no se convierta en abstracción, debe procederse a su análisis en realidades muy concretas. Concretas en el espacio y en el tiempo. En regiones geográficas que conozcamos bien, por existencia, por visita, por consulta de archivos, quizá por todo eso a la vez. Realidades concretas en el tiempo, porque no vale una misma "teoría de la superestructura" en el medioevo que otra teoría de la superestructura en el año 2000.

El pésimo estado de la educación en el seno de la superestructura española, es síntoma de una degeneración económica y cultural, sobre la que seguiremos haciendo exploraciones.

NUEVAS ELITES

El mendigo voluntario le dice al Zarathustra nietzscheano:

"Pues en la actualidad todo se ha vuelo rebelde, intratable y arrogante a su modo; es decir, al modo de la plebe. Tú sabes muy bien que ha llegado la hora de la grande, perversa, larga y lenta rebelión de la plebe y los esclavos: ¡una rebelión que aumenta cada día! Ahora, todo acto de beneficencia y todo pequeño regalo indignan a los de abajo; ¡y que se guarden los muy ricos! ¡Pobre de aquel que, como una botella panzuda, se vierte gota a gota por un cuello demasiado estrecho; pues ésa es la clase de botellas a las que la gente de hoy le encanta romperles el cuello"

Esto está muy claro: "¡plebe arriba, plebe abajo!". La vulgaridad insoportable campea entre ricos y poderosos, pues ellos no son necesariamente elite. En cuanto a la exclamación "¡plebe arriba!", Platón ya se había expresado, con su voz atronadora entre milenios: "porque el mayor castigo para el hombre de bien, cuando rehusa gobernar a los demás, es el verse gobernado por otro menos digno."

Elite es aquella que ejerce una cierta influencia sobre círculos más o menos amplios, y la influencia es a un tiempo intelectual y moral, no un mero exhibicionismo de lujos, gastos y propiedades. El burgués y el mediano de clase, hoy en día, suele perseguir su diferenciación, alcanzar pequeños honores, despertar admiraciones y elogios, todo ello por vía de idénticos mecanismos que otros miles y cientos de miles iguales a ellos --igualados precisamente en su intento por marcar diferencias. Es el incansable deseo de la diferencia como fin, pero con la contradictoria "identidad de masa" en cuanto a los medios utilizados. Las masas se rebelan, en el simple sentido orteguiano de no querer ser masas, vulgo indiferenciado, pero fracasado estrepitosamente en sus intentos por lograrlo, incluso sepultándose económicamente, y condenándose a cada paso más y más en su "enfermedad", empeorada por remedios de corte consumista.

Educar (al vulgo) siempre es en potencia un verbo revolucionario. Es acción. Y es creación de elites. La Iglesia Católica lleva haciéndolo durante siglos. Esa institución pudo dar enseñanza de primeras letras a muchos, pero interesan sobremanera sus semilleros de "intelectuales". No ya los teólogos en sentido estricto, sino sucesores directos que se encargan de conjurar y alimentar al dios, o fantasma social: científicos sociales, periodistas y Cía. Ahora, los curas ya no repiten tanto una determinada frase escapista, de trágicas consecuencias,, ni son consecuentes con el significado de la patochada evangélica implicada en ella: "mi reino no es de este mundo". En los cursos de postgrado y en las universidades más caras se suele respirar un ambiente divino, celestial. En España, miles de hombres de negocios, líderes de las finanzas, ejecutivos feroces, se han formado en un ambiente de rezos y de catecismos. Elites poderosas y adaptacionismo extremo: esa dualidad conjugada es la clave del éxito de los jesuitas y del Opus Dei. La revolución, bien lo sabía Gramsci, también depende de esta impresionante capacidad regenerativa de las élites. Los capitanes reaparecen, con otros cuerpos, con distintas individualidades. Así nunca se puede asestar un golpe de suerte a la cúpula como tal. La cúpula siempre brotará aunque se la decapitara una y otra vez. Y para eso, para formar futuros miembros principales, amén de cuadros medios, es crucial la enseñanza. Los teólogos de hoy son los economistas y los ejecutivos.

El campesino medieval araba su tierra y de cuando en cuando alzaba la cabeza al cielo. El monje llenaba ese cielo con palabras y silogismos. Hoy en día, unas pocas de matemáticas y de dogmas brutales sobre la utilidad, el valor y los precios, bastan para formar al "intelectual" que practica el capitalismo, precisamente conjurándolo. El cielo descrito hoy como un bienestar "para el mayor número posible" se ha convertido en un paraíso muy lejano, aunque proclamado a los cuatro vientos. Es un cielo que no conocerán nuestros propios hijos, ni los nietos de éstos. Es un cielo que sólo se puede realizar en la tierra, por vía de microcambios en la política económica y de la tecnología, variaciones gradualmente orientadas –nos dicen- en un sentido ascendente. Y el "bienestar" ya no es la contemplación divina, sino el dogma absurdamente histórico, y por ende relativo, que afirmará que el trabajador no estará explotado toda vez que éste se siente satisfecho y goza de una "calidad de vida".

Parece como si para educadores y tecnócratas de hoy en día ya no hiciera falta una vuelta al humanismo. Los ordenadores y demás aparatos útiles deben ser dominados, conocidos, y explorados a fondo, según dicen. Horroriza no poco escuchar a esos "científicos de la educación" a quienes se les humedecen las comisuras solamente hablando de Nuevas Tecnologías, MassMedia, Sociedad Postindustrial, y demás palabras llenas de resonancia. En verdad, no se puede quedar uno en la nostalgia reaccionaria de un pasado artesanal, ni tampoco en el culto a lo escrito de imprenta, según nos dicen. Pero es patético que a los niños se les intente inculcar (al menos como utopía) determinadas actitudes cívicas en torno a lo tecnológico. Se admite que en la mayoría de los hogares occidentales hay una pila de electrodomésticos. Estos funcionan o se estropean. Los aparatos son más o menos útiles, sobre todo teniendo en cuenta el aspecto relativo de que es útil para quien. Pero el secreto de la tecnología, la cara oculta que realmente debería mostrarse es que, a medida que las personas son desplazadas por el aparato técnico, el ser humano se convierte, cada vez en un mayor número, y con intensidad creciente, en un instrumento para su uso-- en un simple aparato. Muchos niños "privilegiados" ven la televisión, o manejan los ordenadores "con los ojos cerrados". Pero esto es simultáneo con el hecho de que millones de niños, especialmente del tercer mundo, sean importados y exportados, en el contexto de un mercado de esclavos mal contabilizado y muy consentido por los poderes legítimos. Las redes de prostitución infantil y el negocio de la adopción, más su explotación laboral pueden ser una fuente de financiación para negocios industriales --"honrados", "progresistas"-- negocios que eliminan mano de obra laboral en occidente, para aprovecharse de los avances de la ciencia, que a su vez son progresos en la humanidad. A los niños occidentales se les prohibe trabajar con sus manos --para eso habrá muchos robots el día de mañana-- pero a millones de otros se les fuerza, en cambio, a exponer y forzar (laboral o sexualmente) otras partes de su cuerpo, reducidos sus cuerpos a cosa maquinal. Este es el feliz futuro tecnológico. Se retira una parte de la población de una industria que no puede absorber. A cambio, estos desplazados (niños, y también adolescentes, y mujeres) son organizados en forma de industria del cuerpo, de la compraventa y del trabajo, de la manera más cruel y descarnada.

El saber instrumental es hoy nuestra verdadera religión ¡Hay que ver cómo han proliferado las pseudotécnicas, las técnicas "sociales" blandas!. Deberíamos meditar a fondo acerca de la renacida obsesión por las "ciencias camerales": administrativas, ("manageriales"). Nuestro país jamás contó con estas cifras inmensas de licenciados en derecho, ciencias empresariales y económicas. Nunca en la historia hubo tal oferta, privada y estatal, de enseñanza de técnicas y "ciencias" gerenciales. Pero, en cambio, la desconexión de estas enseñanzas con los procesos productivos reales, tan múltiples, tan variados, es una realidad desconcertante. Estas recetillas pasan por "científicas". Estas prácticas abundan en la idea de "racionalización" pero tal cosa no es sino un cortinaje fraseológico, y un abecé de la contabilidad, con el cual los hijos de la pequeña burguesía y otros sectores ascendentes (o reacios a las caídas en un margen social) suelen diferenciarse de obreros manuales, evitando así mancharse sus manos de grasa. Por otra parte, muchos de los cachorros tecnoburócratas rápidamente se proletarizan fundidos de la masa de los llamados "white collars".

Realmente hay mucho que aprender en cuanto a los procesos de organización del trabajo, la planificación de la producción en general, en sus más variadas ramas. Nada puede ser más estéril que el engorde de la masa aglutinada por aquellos románticos izquierdistas, "hombres de letras", que se refugian en utopías exclusivamente literarias, en estilos "revolucionarios" de hacer... estética. El marxismo debe declinar esta línea nostálgica, meramente artístico-literaria, esa revolución forjada en el café, y guerrillas con el alcance limitado a la puerta de salida de una cervezería, propia del joven pequeño-burgués o universitario que, por edad y, en ocasiones, por causa de la más cruda holgazanería, nada quiere saber del trabajo, del modo de vida laboral y de las formas concretas de producción de la vida social. El análisis marxista de una formación social exige el análisis más concienzudo de la transformación de las formas de producción, incluyendo en ese mismo proceso la obsolescencia planificada de los sistemas educativos y la proliferación de no-saberes, o pseudotécnicas gerenciales y burocráticas, como trámite inseparable de la propia degeneración económica y cultural de una sociedad.

Hay que evitar que el marxismo quede en simple literatura, o en pura filología. Este no es (no debe ser) un "ismo" al lado de otros, bajo riesgo de formar raras mixturas: con el psicoanálisis, el budismo, el cristianismo, el hare-krishna. Esta es la peor venganza del mundo alienado y pequeño-burgués contra los logros y aspiraciones científicas de Engels y de Marx. Sabemos que hay y hubo muchos marxistas entre las filas de poetas, artistas plásticos, gentes del cine y del periodismo. En todos esos campos siempre han florecido individualidades muy valiosas, gente rebelde e inconformista, auténticos genios en sus respectivos campos que, además recibieron con el corazón abierto la literatura y la conciencia revolucionaria. Pero su trabajo contrario al orden establecido siempre puede extraviarse y aparecerse en la conciencia publica como patología marginal, una desviación por parte de pocos. En ocasiones falta una integración de esas individualidades, así como un poco de disciplina intelectual, de formación científica, de estudio de la filosofía racional, para que, al final, esa visión se apodere de los aparatos de persuasión y propaganda (radio, cine, TV, mundo editorial). Concordados con arreglo a un plan, tienen la imperiosa misión de acostumbrar a la población a la visión del mundo que ellos, como vanguardia, ya habían asimilado. No hay manera de soliviantar (al inicio, moralmente) de un solo golpe a millones de hombres y de mujeres. Deberíamos contar, antes que cualquier otra cosa, con esas células de investigación, creación, divulgación y enseñanza. Deberíamos empezar por formar colectivos, pequeños al principio, luego grandes, autoorganizados y coordinados a todos los niveles: geográficos, culturales, técnicos, etc.

Pero una práctica debe quedar clara desde el principio. Hay que separar el grano de la paja. El marxismo no sólo es el estudio y la crítica de la economía política. Eso ha quedado claro incluso para las mentes que más ha contribuido a la creación de esta filosofía, y para quienes la han desarrollado. El arte, la ciencia natural, la literatura, el cine, etc., son fenómenos de extraordinaria importancia en la vida civilizada de todas las naciones. Además, ninguna de estas facetas está desconectada de procesos económicos, políticos e ideológicos, y es difícil separar en estas cuestiones políticas la "base" de las "superestructuras". La distinción clásica es, ante todo, abstracta y relativa con respecto a los conglomerados sociales que caen bajo nuestros análisis.

Ocurre en nuestros días, contra esta "visión global", bajo una forma extraordinariamente acentuada, que en las universidades y escuelas de negocios se ha formado una nueva tropa de bárbaros con quienes habrá que mediar los más duros combates. Son esos cachorros, hoy imberbes, los que mañana exhibirán sus M.B.A. (Master of Bussiness Administration) y similares credenciales. Algunos han ido al extranjero a obtenerlo, para luego dirigir nuestras cuasiafricanas empresas al más puro estilo americano. Su inferioridad científica e intelectual debe quedar siempre puesta de manifiesto, pese a sus cortinajes fraseológicos y estadísticos.

No es fácil hacer "proselitismo" de crítica y movilización social entre quienes están bien vacunados para ello. La causa crítica que, luego, deviene revolucionaria, solo puede penetrar en círculos pequeños que van expandiendo su diámetro, aunque no hasta el infinito sino, hasta una determinada frontera en la que se solapan y se integran con otros círculos que también han conocido expansión.

NECESIDADES Y SUPERESTRUCTURAS

Leemos en el Marx de los Manuscritos tratando el proceso de producción de necesidades en términos de una metáfora sexual, de una relación carnal intrínsecamente prostituida. La creación de necesidades requiere de un recorte de las que parecían primarias, más elementales, como la comida o el aire libre. El obrero regresa a la caverna, ya ni siquiera sabe lo que es un aire libre de pestilencia. El irlandés de la época apenas si gana para patatas. Los Manuscritos van en esta estremecedora muestra de la trastienda, impúdica para el burgués, quien "satisface sus necesidades" primero, viéndolas en el escaparate y luego, pagando por ellas, sin entrar en detalles acerca de la miseria incorporada a los bienes. La teoría ricardiana del producto como "trabajo acumulado" debía completarse con la teoría revolucionaria que ve el producto y el servicio como "miseria y muerte acumuladas". Esta visión es escandalosa hoy en día incluso para el obrero endulzado por la propaganda y la satisfacción consumista. El capitalismo contenía en sí la semilla para que el consumo conociera expansión y arborización en el campo del "consumo de trabajadores", de enorme extensión en el primer mundo. Los reyes magos de la historia le han traído al proletario unas subidas salariales que, en realidad, permiten el gasto necesariamente inyectable al sistema para que el mercado funcione, para que los ciclos se renueven. Los reyes magos de Occidente han dejado muchos, superabundantes regalos. Cachivaches creados por otros productores como éste, uno cualquiera, convertido en consumidor, facilitando de esta manera que él y otros análogos suyos, sigan dando vueltas y más vueltas a una noria de consumo-producción, creando cachivaches cuya única utilidad objetiva es la de atrapar a estas masas enormes de personas en un trabajo que carece del más mínimo sentido salvo condenarse a sí mismas y a sus vástagos.

No sirve ninguna teoría abstracta de la superestructura, en el contexto de estas ruedas destructoras de humanidad, que han suplido la producción de comodidades. Esta superestructura no es más que una configuración de fuerzas sociales, de grupos constituidos a muy diverso nivel. La estructura también cambia en el tiempo, y ese cambio des-ajustado es el materialismo histórico: el estudio de una "evolución" de las sociedades, tomando como firme asidero el estudio de los cambios estructurales. Pero ¿y el estado? El gobierno y el aparato que de él depende es el principal agente productor de mercancía ideológica desde los inicios del siglo XX. Antaño, para los liberales, el estado podía ser considerado el guardián nocturno (más bien imaginariamente, ya que siempre fue más que esto). Hoy, el estado ejerce funciones positivas, no sólo las meramente negativas del estilo de la represión policial y militar, los tribunales, etc. La funciones positivas lasentendemosno en un sentido moral sino, digamos, en la acepción de "actividad creadora", y son, de día en día, las más relevantes. El estado crea, produce sus modas, fomenta creencias, dirige la masa, incluso la agita para que salga de su sopor (¿qué son las campañas electorales salvo agitación institucional?). Para Gramsci, la escuela cumplía esa principal función "positiva" dentro de la vida del estado. En un sentido especial, el estado moderno crea las clases de hombres --incluyendo las desigualdades entre ellos --que en cada momento histórico se precisan. Hoy, cuando los pedagogos como clase funcionarial reclaman --metafísicamente-- que la vida social entera sea un intercambio de procesos educativos a múltiples niveles --asociaciones, sindicatos, clubes, ayuntamientos, etc.-- están expresando a su manera un deseo que desborda el interés meramente gremial: están solicitando más ayuda del estado para poder emprender esas tareas con más eficacia, con mayor esfuerzo totalizador -- lo cual representa salirse fuera de los muros de la escuela. Esa es la tarea que la instancia estatal encomienda a sus funcionarios: ejercer la hegemonía. Hegemonía, en el sentido gramsciano, la hubo siempre. Los burgueses (emic), pretendieron absorber a las otras clases sociales incluyendo aquí el sentido progresista de "subir el nivel de vida", de todos, o de la mayoría. Su horizonte era convertir a todos en burgueses.

No obstante, el "nivel de vida" es el concepto más relativo que jamás se haya inventado, lo que nos permite discutir seriamente si en realidad se trata de un concepto. Escribe Marx, en Trabajo asalariado y capital

"...aunque los goces del obrero hayan aumentado, la satisfacción que producen ahora es menor, comparada con los goces mayores del capitalista, inasequibles para el obrero, y con el nivel de desarrollo de la sociedad en general. Nuestras necesidades y nuestros goces tienen su fuente en la sociedad y los medimos, consiguientemente, por ella, y no por los objetos con que los satisfacemos. Y como tienen carácter social, siempre son relativos".

Frente a ese relativismo de goces y necesidades, tenemos el falso biologicismo. Es admirable que los obreros tengan coche, que gasten gran parte de su sueldo en artículos de consumo, inunden con su presencia los grandes almacenes; es maravilloso que puedan pedir créditos para un piso con luz, agua corriente; un milagro que perciban un subsidio cuando el patrón les echa a la calle. Todo esto es fantástico. Fantástico ¿respecto a qué? ¿Respecto a los obreros de los tiempos de Marx y Engels? Si así es, debemos creer en el progreso, al menos en un puñado de países tomados como referencia más o menos arbitraria. Pero ¿está menos explotado el obrero que engorda y se deja atrapar por los créditos para la casa y el coche, con respecto del patrón o de los accionistas que compran su fuerza de trabajo, esto es que usurpan esa parte de su persona? Esta sigue siendo la cuestión esencial, el "respecto de", o sea, la cuestión relativa o relacional, la que concierne a capitalistas y obreros como clases entre las que median vinculaciones asimétricas en cada fase histórica concreta del capitalismo. Pero, a parte de la cuestión relativa (que en auténtica dialéctica conlleva la cuestión absoluta), está la cuestión esencial. ¿Sigue siendo racional, y por tanto legítimo en su sentido más radical, que ese tiempo de trabajo, que esas fuerzas de trabajo vivan usurpadas por el capital? ¿Cómo sepultar el marxismo, cuando el problema que lo ha engendrado aún no ha prescrito?. El problema de la vida social, de la historia toda, sigue siendo la explotación de esas masas de hombres entregadas al trabajo, sea éste manual o sea trabajo de "cuello blanco", esté o no regulado por convenios. No se pueden abandonar las terapias cuando la enfermedad más grave persiste, y se realimenta en cada nueva fase por unos canales insospechados, imprevisibles --en buena medida-- en las fases precedentes.

Por otro lado, cabe advertir la separación entre el mundo de la producción, por un lado, y el mundo opaco --sobre todo para los economistas-- de enormes masas de jóvenes y de otros marginados, por el otro haz. Una separación tal hace que la categoría "proletariado" se muestre excesivamente estrecha en los análisis actuales. Este proletariado podrá ser explotado en tal grado o en tal otro, según el precio de su mercancía, el trabajo, en esta o aquella rama de la producción, dadas unas determinadas capacitaciones técnicas. En este sentido, las "aristocracias obreras" han proliferado. Muchos trabajadores se han aburguesado notablemente en cuanto a sus conformaciones ideológicas y en cuanto a su actitud refractaria a cualquier género de revolución. Los obreros "autónomos" (fontaneros, p.e.), ya se autoconciben como empresarios o "profesionales liberales", que imitan punto por punto las prácticas de la clase inmediatamente superior, que les sirve de causa ejemplar pues la imitan y hacia ella gravitan: fraude del I.V.A., subcontratación --"por libre"-- de peones de partir de un mercado negro de trabajo, etc.

Se puede decir que el proletariado clásico, si goza de empleo estable, salarios ajustados por convenio, sindicación, seguridad social, etc., apenas tendría nada que envidiar de la "clase media" igualmente clásica, por ejemplo, la pequeña burguesía de la España bajo el franquismo (y casi, hasta hoy): abogados, médicos, profesionales en general, además de pequeños rentistas, gente "bien", etc. De hecho, ahora los obreros "aburguesados" tienen acceso a lujos inconcebibles hace sólo 20 años. Este proletariado clásico ahora es en realidad la clase media baja (con respecto de la cual ya no se diferencia, teniendo en cuenta, para empezar, su disolución como clase concienciada). Si no actúa como clase para sí, ello se debe en parte a una falta de preparación, como causa general. La superexplotación sólo puede darse en un ambiente que es de lo más refractario a ideas novedosas --en especial si estas son de naturaleza revolucionaria. Incluso, la conducta ideológica en los tiempos del neoliberalismo tiende a ser más reaccionaria que la conducta de capas más altas, cuando a estas les conviene un apelativo del tipo "clase ilustrada". Pero se ha dado un dato más grave aún: precisamente por su sindicación, por su lenguaje "izquierdista" mamado de sus padres y abuelos igualmente proletarios, y en consonancia con su cercanía al reformismo del tipo "súbeme el sueldo y no iré a la huelga", por todas esas razones muy complejas y que, al menos en España, conforman una ideología socialista (o socialdemócrata) de lo más deplorable, por todo ello sumado es por lo que no cabe esperar nada a corto plazo de todo un sector de estos obreros, que antes que nada, antes que trabajadores con la más mínima conciencia real de su clase son: padres de familia, ciudadanos, españoles, etc.. Lo que hemos dicho rige, especialmente, para todos aquellos que se avergüenzan de sus orígenes y ya no conservan ningún vestigio ideológico de lo que fue la lucha sindical "clásica" y una conciencia de clase auténtica. Se tarta de la desintegración de la clase trabajadora como cuerpo solidario dentro de la sociedad civil, y la implantación de un populismo y un sindicalismo vergonzantes. Sólo una persuasión muy activa, y una política muy prudente, pueden impulsar a estos asalariados a gravitar hacia el combate de clases.

Cabeza de puente muy problemática, quizás en las modernas revoluciones del provenir, serán estos nuevos sin-pantalones de hoy en día. Hay que referirse a los auténticos marginados de la producción (por elevadas que sean, a veces, sus condiciones materiales de vida gracias al sustento familiar, con lo que no se les relega del consumo). La cifra de parados juveniles, y entre ellos, universitarios, en España es inmensa. Todos son jóvenes. La cifra se amplía a los subempleados, que es una forma especial de "alienación", sobre todo cuando la padecen hombres y mujeres cultivados. La cifra se engrosa cuando la ampliamos a todos esos adultos o preadultos que el sistema infantiliza, por medio de guarderías de enseñanza secundaria, que literalmente, les "guardan". Centros que previenen a las ciudades de una sobrepresencia de jóvenes ociosos en las calles, plazoletas, bares, salas de juegos, etc. La educación obligatoria cumple así funciones importantes de orden público, amén de aplazamiento estadístico de un excesivo grosor del ejército laboral de reserva. Las edades en las que un hombre o una mujer no toma ningún contacto estable con el trabajo se aproximan ya a los treinta años. Un adulto, en plenitud física y con una vasta formación acreditada (que a veces es vasta en virtud, simplemente, del tiempo que ha tenido para aprovechar --o rellenar-- su desocupación por medio de cursillos y complementos acreditados de su saber y de su competencia), no tiene trabajo. Un adulto al que el régimen económico no acepta, no puede "aprovechar". La explotación psicológicamente más retorcida, y menos heroica, que sufren estos marginados "crónicos", que sospechan que nunca les va a llegar la ocasión de ser explotados. Esa espantosa experiencia de tantos españoles jóvenes no puede dejar de tener concomitancias dramáticas en múltiples facetas: (a) relación retardada con unos padres que, a veces, ya son bastante viejos, y el consiguiente declive de la unidad familiar en el terreno moral y en el de la convivencia. (b) Deterioro de las relaciones afectivas y sexuales entre los jóvenes, privados como suelen estar de la posibilidad de convivir y contactar dignamente, ¡en unas edades biológicas de plena adultez!. (c) Frustraciones, así como fenómenos de alcoholismo y drogadicción, y cualesquiera lacras que los sociólogos estudiarán con algún detalle.

Una juventud intelectualmente preparada, con dosis de frustración palpables por donde quiera que se mire, y desplazados selectivamente del proceso productivo (algunos, a la postre, incluso del proceso consumista, si algún día les llega a faltar el soporte familiar), no es simplemente una "generación desencantada": es dinamita. Ahora bien, cualquier explosivo necesita su detonante, su chispa, la llama que prenda una mecha.

La "alienación" de esa masa se expresa no obstante por la tendencia al conformismo. Cada día más. Mayor y más profundo conformismo. Para Gramsci la estandarización del modo de pensar y de actuar. Las ropas y modales calcados de algún molde, la vulgaridad producida en masa para que el individuo amoldado a ella pase desapercibido, la obsesión por sumergirse en un océano de iguales. Estas masas, estos rebaños de incontables ovejas, reses que apenas se pueden distinguir unas de otras, descorazonan a cualquier revolucionario. La verdadera revolución tiene que tener en cuenta, frente a sí, a la rebelión de las masas. Pero hasta aquí, casi hemos hablado con el lenguaje de la psicología social, de las mentes colectivas, de los estados de ánimo de la masa. Estos no son más que efectos, o resultantes, de fuerzas muy poderosas que intervienen sobre el consumo. La semejanza reproductiva entre los modelos de anuncio (TV, revistas, carteles, música rock), y los seguidores de la moda, es un proceso de interés extremadamente filosófico, intercategorial. Por supuesto, el consumo es parte imprescindible de las madejas de la economía, tanto como la producción. Ahora bien, en él se encuentran muchas más pistas, indicios, adherencias de tipo ideológico, comportamental, actitudinal. La llamada "filosofía de la vida" de tantos y tantos jóvenes está compuesta, en realidad, de retazos estéticos extraídos de las películas de vaqueros, de imágenes y desenvolturas de los líderes del rock, así como de otros elementos diseñados por los grandes almacenes y las compañías de refrescos. La estética es consecuencia de un impulso, materialmente conformado, a consumir. Palabra omnipresente por parte de las multinacionales que hallan en los jóvenes los seres más improductivos, pero lo más consumistas: "libertad". "Se libre", "desconecta". Pero parece que estos eslóganes, siempre, incitan a una liberación puramente interior, aunque con manifestaciones gestuales (desenvoltura de maneras, informalidad en el vestir, transgresión parcial o "controlada" de las normas). La moda engendra el señuelo de la libertad. Pero ¿libertad para qué? En realidad libertad de llevar pantalones rotos, cuando el código de la moda ha establecido que deben llevarse rotos --si quiere someterse a sus dictados. La libertad compulsiva que se manifiesta en el microcosmos juvenil no es otra cosa que sucesión de necesidades añadidas: gastar más dinero en ropa, en ocio, aumentar la asignación monetaria para hacer vida nocturna.

Cuestión importantísma para emprender investigaciones: Se ha operado una distinción real de consumidores, "real" en el sentido sociológico, aunque en verdad los mercados operan crecientemente como un todo. En todo caso la distinción de "jóvenes" y "mayores" es importante, se expresa en conductas, en hábitos de compra y gasto. "Jóvenes": gastan mucho en artículos fungibles (alcohol, ropa, discos). "Mayores": más orientados hacia el ahorro, la inversión (inmobiliaria, p.e.) el comfort. Esta simplificación dual tiene que reflejarse en la economía según ramas productivas diferenciadas. Incluso (a verificar) se puede pensar en una mayor presencia de las compañías y de los mercados multinacionales en las categorías de consumo de los "jóvenes", que las categorías consumistas de los "mayores". Así, el epíteto "conservador" que tantas veces se adjudica a los viejos, a los adultos casados y con su plan de vida "trazado", no es más que una transposición al terreno moral de lo que en realidad no son más que tendencias o hábitos de consumo: previsión de infortunios (contratar seguros, invertir en inmuebles, ahorrar en todos los sentidos), austeridad dentro de los límites de sus niveles de renta, pensar en el mañana, labrarse un futuro, etc. Las multinacionales de bebidas, pantalones tejanos, y discos musicales, por el contrario, lanzan las consignas de "¡vive al día!,Toda vez que ese estilo de vida, esa utopía, es la utopía del fabricante y vendedor de artículos discretos, de gasto mediano, fungibles --que se destruyen apenas comprados en un rato de ocio (un refresco), o que, si bien perduran materialmente (unos pantalones), también pueden perder en cierto tiempo su vigencia social, estética. La moda retira del mercado, y aun del uso, lo que materialmente resiste y no se ha podido destruir --o inutilizar-- con su uso, con el paso del tiempo. La rápida destrucción, o incluso la moderada destrucción de artículos, es eso que las multinacionales reflejan con su ideología vociferante: ¡se joven! ¡Disfruta! Todo el extraordinario desarrollo de la publicidad y del marketing, a su vez, no debe considerarse de otro modo salvo en calidad de aspectos de un proceso más general de creación, control y diseño de la demanda.

El escepticismo, el pasotismo, la indiferencia. También son atributos del hombre-jóven-masa que queremos analizar. En tiempos críticos, esas actitudes siempre han aflorado a lo largo de la historia. Gramsci decía que la actitud irónica, como actitud pública, de crítica política, era básicamente una actitud retrógrada. Por contra, el sarcasmo, expresado por los críticos, se mantiene en una esfera de lo político y siempre es progresista. El sarcasmo es polémica, y mueve a legión de personajes involucrados en un conflicto, que siempre es real en sentido sociológico, aunque no sea más que un síntoma de causas reales que sólo indirectamente conectan con el conflicto. Las actitudes de cenáculo, de conventículo de conspiradores (a los académicos les gusta, a menudo entrar en esos juegos), son más favorecedoras de la ironía. Se podría decir, si no interpretamos mal las exploraciones de Gramsci (pues sólo son eso, excelentes exploraciones de terrenos virginales), que la ironía no crea nada, carece de función positiva, expresada políticamente. El conflicto, por contra, puede ser la expresión de una contradicción real, objetiva. Y a veces, en contra del pacifismo y del ecumenismo tan extendidos hoy, el conflicto hace que un estado de cosas no se quede estancado, que cambien las composiciones de fuerzas y la situación salga adelante, destruyendo --si cabe-- lo viejo y engendrando lo nuevo. Hombres pequeños sólo pueden hacer conspiraciones pequeñas, en sus cenáculos: cuchicheos, difamaciones. Eso queda para reyezuelos de pasillo, tiralevitas, cabezas huecas halagadas por la vanidad. La universidad, por ejemplo, está eximida por gracia de sus cuatro gruesas paredes, de toda una marejada externa de la que, sin embargo, que no puede permanecer absolutamente inmune ¿Y qué hacen, o suelen hacer los académicos? Alimentar pasiones ruines. Yo subo, tú bajas, Hoy te ayudo a tí, mañana me apoyas a mí. Colocamos este peón, movemos un alfil, etc. etc. Un pequeño mundo de vanidosos. La universidad --en su estado actual-- hay que destruirla-- expurgando de su seno todas esas vanidades alienadas del exterior, un exterior que, mayoritariamente sigue su curso cuando ocurre que entre las cuatro paredes académicas no hay nada de valor para recoger. Tecnócratas, leguleyos, obreros de la ciencia, especialistas en trivialidades, dilettantes, ideólogos de tres al cuarto, "meros" expositores del pensamiento de otros, incapaces de pensar por sí mismos... Toda esa basura está haciendo daño al joven, neutralizando su sublevación, apagando su ardor, limitando su campo de acción intelectual, extinguiendo todo rastro de curiosidad.

La pasividad de las masas engendra el "institucionalismo". Existen "grandes cosas" por encima de una masa humana inerte. Esa entidad fantasmagórica fue en su día la noción del Cuerpo Místico, en la teología católica). Hoy, esto mismo viene representado por la "teoría de las organizaciones", las "organizaciones no gubernamentales", el asociacionismo, etc. Crear monstruos que estén en un nivel de realidad a mitad de camino entre el individuo y la norma jurídica y estatuida de un grupo de individuos. ¿Teme el estado, incluso, a los grupos informales de discusión? ¿No nos educamos, en cierto sentido, los unos a los otros en la charla de café, en el conciliábulo de una tasca? ¿Por qué esa obsesión de asociacionismo con fines concretos, que, cuando no existen, o son fines simplemente ideológicos--hegemónicos-- se rotulan genéricamente como culturales? Si el estado fomenta el asociacionismo, razón de más para no asociarse. No, para fines concretos: ayuda al tercer mundo, lucha contra la droga, amigos de la ópera, hijos de la poesía, esposos de la cultura en cualesquiera de sus manifestaciones... ¿No se trata, a la postre, de otorgar un carnet de identidad, una ficha de identificación (ideológica o política, por supuesto, en el más amplio sentido), a un grupo, y no ya a un individuo? El fenómeno es de lo más interesante, desde muchos ángulos de visión. La ficha de identificación del grupo sirve para hacer carrera o para sepultar, para bien y para mal, a los individuos líderes que ese grupo, en definitiva, debe contener. El fenómeno de intervención activa del estado para que la gente se asocie (especialmente para las llamadas "nobles causas") coincide con un estancamiento de la afiliación en términos de masas, de la vinculación adscrita tradicionalmente a sindicatos y partidos, curiosamente en una democracia "joven" (?) como la española, en la tales entidades podrían tener mucho más vigor que el que actualmente exhiben en lo que hace a su implantación popular. La intervención estatal de "fomento del asociacionismo", verificable en subvenciones, es vista como control "estatalista", pero contradictoriamente, lo que el estado dice fortalecer es nada menos que la "sociedad civil", una especie en extinción, que parece necesario conservar, débil y malparada, tal como la formación misma se encuentra. Con su fomento, el estado quiere protegernos de sí mismo. Y esta situación nos parece insoportable.

La familia y la asociación para el tiempo libre y cultural son figuras de la "sociedad civil". Básicamente, en su esencia, son una madeja de relaciones de los hombres con los hombres, en las que sólo oblicuamente entra la Naturaleza. Esa madeja de relaciones de hombres con hombres, interviene causalmente en asegurar unas determinadas condiciones de reproducción, que a su vez deben poder ser inteligibles a la luz de la producción de las cosas. No tiene mucho sentido preguntarse si fue primero el huevo o la gallina en este orden de asuntos. Realmente, la distinción entre producción y reproducción es abstracta, pero no por ello imprecisa, falta de rigor. La distinción debe entenderse en el marco, en sí mismo abstracto, no positivizado, de una ontología --o de unas relaciones sociales de producción. La vida sexual y su ribete procreador, la crianza de los hijos de esta y no de aquella otra manera, los modos y perfiles de la vida familiar y los caminos para re-crearla y transformarla en cada generación, en cada formación social, en cada clase, etc... son cuestiones que orbitan en trono a unas condiciones de reproducción de carne humana, de fuerza de trabajo, de transmisión de saber y de valores que dan permanencia a la vez que cambio al otro plano de la existencia social, la producción de bienes, de cosas, la organización de una morfología social adecuada al grado y tipo de desarrollo de fuerzas productivas. La familia no es el huevo, ni el estado la gallina. No hay antes ni después casualmente relevante, a no ser que el rastreo historiográfico nos lleve a épocas lo suficientemente antiguas (¿quizá el imperio romano? ¿Aún antes?) cuando la continuidad --frente a las rupturas y transformaciones-- sea una apariencia. Hoy debemos entender la familia solamente en cuanto determinada por el estado en el que se organizan las sociedades de familias, las alianzas y conflictos de intereses, la reproducción de estatus y propiedades. El estado sanciona, pero también interfiere en el curso, en el devenir de las familias, de sus pugnas, de sus domésticas economías. Desde hace bastante tiempo, desde que podemos hablar rigurosamente de "estados", la familia no es separable absolutamente del estado que la determina y le impone ciertas morfologías; y la recíproca también es válida. El estado no se tiene en pie sino es por la conformación determinada de la sociedad civil, sociedad y familias a las que está influyendo y dirigiendo, pero de las que también depende, puesto que evoluciona con esas morfologías, y comparte sus destinos.

EL ESTADO Y SU CRIATURA: LA SOCIEDAD CIVIL

El estado les parece a muchos, por causa de la deformación liberal, un Leviathán terrible, feroz. Para algunos marxistas retrasados, el estado sigue siendo un comité ejecutivo del capital, destinado a velar por los intereses de este. Las dos posturas cada vez se exageran más, deliberadamente, con vistas a rechazar el Estado de forma categórica, rechazo que une (como en una casa de locos) al anarquismo con los liberales y, a éstos, con los marxistas. "Refinar" el problema de esta guisa el problema del estado haciéndose cargo de los nacionalismos de fin de siglo (y de milenio), es una tarea de con-fusión que muchos se han propuesto. Y es que el nacionalismo en el año 2001 es una auténtica distorsión para una herencia que nos llega de fuentes clásicas en lo que a teoría del estado se refiere. Durante el siglo pasado algunas de las naciones pequeñas se agruparon en grandes estados supranacionales. Hoy, la resaca de la historia nos trae el sangrante problema "separatista". El estado aparece como una "ficción jurídica", un formalismo. La esencia de la "comunidad" vendría a ser la (pequeña) nación. Difícilmente la historia política podría haberse vuelto, ella misma y no sólo en teoría, más nebulosa, terriblemente metafísica. No sólo los propios politólogos hacen metafísica... Es la realidad política (y bélica) la que parece moverse por "ideas". El idealismo, podría decirse, es el que ha triunfado.

¿Qué es la nación? Las gentes parecen encontrar en la nación la materia, mientras que el estado (ahora, casi cualquier estado) potencialmente es un artificio formal, algo así como un rígido corsé que aprieta a todos. Los españoles pueden olvidarse de sus herencias coloniales en Sudamérica, y los ingleses de las suyas en Africa y la India, por ejemplo. La propia metrópoli es una cárcel para las pequeñas naciones, sojuzgadas, al parecer, desde tiempos megalíticos.

Nación y comunidad lingüística van unidos en la tesis romántica, en la tesis de Weber. La doctrina marxista del estado alude fundamentalmente al conflicto --interno-- entre clases, de cuya lucha brotará la agencia estatal, por supuesto, al servicio de la clase explotadora. La expansión de un estado colonial en orden a aumentar --o al menos preservar-- la tasa de ganancia del capital es aquello que dará cuenta del imperialismo. La guerra entre potencias se explica por la lucha y reparto del pastel a escala planetaria. Las pequeñas naciones quedarán comprendidas dentro de grandes imperios (v.gr. estados) y, a lo sumo, podrán aspirar a una guerra "interna" más o menos sorda, por vía del terrorismo y la guerrilla urbana.

Desde un punto de vista genético, el estado resulta de un proceso según el cual la sociedad "se ha enredado en una irremediable contradicción consigo misma y está dividida por antagonismos irreconciliables, que es impotente para conjurarlos" La lucha según la cual el hombre era el lobo para el hombre, se convierte, partiendo Hobbes hasta llegar a Engels, en la pugna de clases enfrentadas. El estado se divorcia más y más de la sociedad que lo ha engendrado, y llega por fin a sojuzgarla. Primero, el estado fue algo así como un hijo débil de la sociedad que le dio luz, débil mientras estaba poco desarrollado y se preformaba en una fase infantil. Con su menguado tamaño, no obstante, aparece como esencial o cualitativamente conciliador. El estado apacigua a una sociedad en permanente guerra civil (guerra de clases, y no de individuos). La guerra podía ser larvada, latente, como en tiempos prefeudales, tiempos en que los amos explotaban a los esclavos, y éstos, con escasa conciencia de unidad como clase explotada, sólo hacían detonar insurrecciones discontinuas, ineficaces. Tratábanse de luchas desprovistas de aparato ideológico y político, exceptuando un natural sentimiento de desesperación.

De aquella función genética que habría cumplido el estado, como conciliador, nacerían las funciones legitimadoras de la supervivencia de éste. Una vez apaciguada la sociedad --salvo breves estallidos-- el estado moderno aparece con un claro afán de mostrarse el enfermero que cuida de las heridas sociales y lucha en orden a que cicatricen. ¿Qué no hay de ritual, y algo más que ritual, en la posición aparentemente central del estado, cuando media en las negociaciones entre patronos y sindicatos? Este supuesto arbitraje, esta auto-legitimación como órgano conciliador es, primero que otra cosa, una impostura. Desde luego que hay, en ocasiones, cierta autonomía en la conducta de este Leviathán. Por supuesto, el estado es algo más que un comité que vela por los intereses del capital. Cuando el capital nacional es menguado -caso de España- por relación al control ejercido por capital multinacional, el gobierno podrá apoyarse en el gremialismo sindical, disfrazarse de "izquierdista", y velar mejor por el gran capital extranjero del que España habrá de ser, a la postre, una sucursal. Las apelaciones al "patriotismo" por parte del pequeño capital local, tomarán la forma de derechismo "troglodítico", deseoso de desmantelar el estado. Así se genera una iniciativa privada que siempre resultó insignificante, y que seguirá siéndolo durante décadas. En el estado español un liberalismo "teórico" quiere preservar los pequeños capitales locales en armonía con los grandes monopolios estatales (que a veces compiten como verdaderas multinacionales en el extranjero) y con las multinacionales extranjeras que han metido parte de su capital en nuestro país. Pero esa armonía entre diferentes naturalezas de capitalismo nunca se puede restablecer del todo, y tampoco vive exenta de contradicciones. Nuestro liberal feroz, el "desmantelador de Leviathanes" comulga de palabra con los intereses del mundo desarrollado (E.E.U.U., Alemania, Francia). Nuestro liberal es capaz --incluso—de aprenderse de memoria toda la fraseología de Chicago. Pero al aplicar esos catecismos desmanteladores, liberales, no puede en su medio hispánico por menos de pugnar por todos aquellos privilegios arcaizantes de su oligarquía local, provincial, o terrateniente, de la que suele proceder, incardinada como está en los chanchullos de municipio y de aldea. El estado es aquí el terreno de la concesión de prebendas y diezmos. El municipio y la autonomía --por ejemplo-- es ya el verdadero mercado de las influencias, con toda esa madeja que se da entre la clase política, funcionarial y empresaria, que de sobra conocemos. De ahí todo ese rosario de corruptelas, sobornos, enchufes y, digámoslo de una vez, de ahí ese incumplimiento sistemático de la famosa "libertad de competencia" por parte de la clase pudiente que es, en realidad, la clase que menos respeta esa especie de libertad en la práctica, por más que la defienda de palabra. "Desmantelamos aquellas partes del Leviathán que menos sirven para nuestros negocios, pero aprovechemos mejor el aparato que reste con el fin de continuar sirviéndonos de él y sacarle una buena tajada". Esto es lo que debería decir, a las claras, el liberal hispánico si por un día, por un solo minuto de debilidad, pecase en el vicio de la sinceridad.

El estado no es un animal parasitario. Con esto negamos la tesis en la que, en el fondo, se han aproximado liberales y anarquistas. Leviathán no sólo destruye, aniquila, corrompe, y reprime. Este monstruo adopta funciones positivas o al menos está en disposición de cumplirlas. Nos referimos a la educación. Hablamos de una especie de --¿cómo decirlo?-- "perfeccionamiento" de la mayoría de la población administrada. Mediante la conquista del estado se conquista un poderoso instrumento, una especie de arma que puede ser cargada con nuevos contenidos partiendo de sus formas iniciales. Con la conquista del estado ya se puede hablar de la persuasión y educación de amplísimos sectores sociales que, de hecho, ya habían comenzado a recibir tal influencia para que la conquista previamente hubiera tenido lugar. Persuasión y preparación tienen que figurar entre las condiciones sin las cuales no habría tenido lugar dicha conquista. La clase encargada de dirigir la conquista del aparato estatal es la misma que debe encargarse de destruirlo. Con el estado se controla el derecho y la represión que están asociadas a él. Una represión necesaria y que puede ser felizmente reorientada. Una legislación nueva que deberá, ante todo, remover y apartar a los peores enemigos de un estado en trámite de autocrítica y, en su limite, de extinción. Esto es especialmente importante si hablamos de un país de Europa meridional, como el nuestro: los curas y obispos. Para que la persuasión creciente del pueblo no se vea contrarrestada, hay que imponer medidas que prohiban los cultos religiosos de carácter oficial y estatal en público, así como la enseñanza privada y en especial la enseñanza a cargo de los centros educativos en manos de órdenes religiosas. Para nacionalizar el capital, y ponerlo en manos de un estado del pueblo, hay que clausurar los púlpitos y cátedras que lo defienden y lo embellecen.

Además de los curas, Lenin, en su imprescindible libro El Estado y la Revolución hacía referencia a un necesario control y cómputo de los haraganes, de los señoritos, de los granujas y demás 'depositarios de las tradiciones del capitalismo'. En estas categorías podrían contabilizarse residuos de lo que en tiempos fueron los rentistas, los dandys, vividores desligados por completo de la producción, aunque engendrados por el modo de realizarse ésta. También hay un nuevo subproletariado formado por gente muy joven, que apenas posee para sí nada salvo la comida, el techo familiar y una propina para el tiempo de su ocio, que por cierto es muy abundante. Este nuevo subproletariado, que nunca ha trabajado en nada y que se cronifica en su desvinculación con el trabajo, alberga al final dos posibilidades desesperadas: una, o bien se hace "más consciente", se convierte en revolucionario si hay formación previa para ello o, más bien, en su ignorancia, en su embrutecimiento, puede fácilmente ser sobornado por quien tiene poder para hacerlo. Hay que prever la formación de cuadrillas de fascistas cuya ideología se reduce a una propina a cambio de armar jaleo en las calles y estadios, ejerciendo el terror. En periodos de degradación del sistema, la burguesía aplaude y abraza el fascismo. No lo olvidemos. Y la formación de una fuerza pretoriana para el terror callejero es una de sus reacciones. Puede ser un síntoma de esa especie de degradación ante el que se debe estar avisado: la llegada de esa "milicia" reaccionaria que siempre aparece --como de la noche a la mañana-- cuando se acerca el enfrentamiento y el antagonismo se hace evidente.

Desde el estado, dicen, se quiere "fortalecer" una sociedad civil. ¿No debería suscitar esta conducta todo género de recelos? A la postre: ¿puede una organización tan poderosa, la condensación misma de toda política llevada al plano de la estructura, tomar medidas contra su propia existencia? ¿Toma medidas la burocracia estatal con el fin último de llegar a autoliquidarse, volviéndose en un futuro límite innecesaria? Mucho se ha escrito en las décadas pasadas sobre la difícil transición desde la dictadura del proletariado hasta la asociación de libres e igualitarios productores. Pero hablar de eso es hoy como hablar del sexo de los ángeles. Otro tanto se diga de la utopía neoliberal de una organización mundial (nacional) de organizaciones no gubernamentales. Nunca se han dado en el mundo las condiciones de tal especie de liquidación, al menos hasta la fecha. Lo que realmente interesa ahora no es la utopía, sino la crítica del hecho mismo: el estado que subvenciona a una sociedad civil desvalida, que debería crecer y hacerse fuerte para que a Leviathán no le agobien tantas y tan pesadas cargas. Pero quien te da de mamar, es quien te mata. Se subvencionan clubes y asociaciones juveniles, círculos culturales e incluso movimientos reivindicativos. De un modo u otro, parece como si el estado le hiciera la competencia complementaria (si se nos permite expresar así una situación dialéctica) a la Iglesia en funciones tales que, en general, comparecen ante la opinión ora lúdicas ora caritativas. Una verdadera substitución de la sacristía o la parroquia por la "conciencia social" es la que nos toca vivir en nuestros lares. La solidaridad organizada es hoy un tanto más laica y más disgregada en grupúsculos locales y en una diversidad de fines (desde la filatelia hasta la sociedad colombófila, pasando por la cooperación con el tercer mundo). Tal substitución de funciones, es una especie de emanación del Uno, de un estado monista que al presentarse como vertebrador de la vida civil, no hace sino prodigar su propia dominación política dirigista y consolidar de esta manera el poder. Además una emanación de estas características no es real, y en esto centraremos la tesis. Para empezar, en vez de competencia con los curas, las organizaciones no gubernamentales (ONG's) siguen teniendo un alto porcentaje de militancia y dirección católicas, aunque ahora disimulen sus credos y los fines últimos. Es posible que no todos los grupos obedezcan verticalmente a las jerarquías, pero el fenómeno que comentamos habla de una auténtica "mutación" de los tradicionales grupos de acción católica y de militancia confesional, especialmente la juvenil. El estado paga tributos indirectos a una Iglesia que se fortalece y que, por su polimórfica "independencia" frente al aparato estatal, puede --en ocasiones-- volverse adversaria de sus intereses. Rara vez el enfrentamiento pasa de los eslóganes y de las palabras, aun de las palabras altisonantes. Todos esos angelotes que hablan de "paz", "justicia", "cero-coma-siete" y demás sin sentidos, por lo general no cuestionan de manera el orden social y económico. Simplemente distribuyen lazos o preservativos, pasquines y cánticos, se cogen de la mano y hacen todas esa clase de ridiculeces. Lo suyo es la "denuncia", no la revolución. Hablan de "derechos", pero rara vez piensan que para alcanzar tales derechos lo que ha de hacerse es, precisamente, conculcar y destruir los "derechos" de unos cuantos. Ganarán el cielo, a qué dudarlo, pero lo importante en el ámbito mundano es que al estado le siguen viniendo muy bien estos maridajes camuflados con la Iglesia, ONG's, clubes caritativos, etc. No le son peligrosos y proporcionan buenos colchones protectores de cuño ideológico. La propia expresión "organización no gubernamental", habla de liberalización de funciones que, en principio, una vez habían sobrecargado al estado. Se trata de una especie de re-privatización de unas sospechosas empresas sin ánimo de lucro. Sería ideal echar a la calle a unos cuantos funcionarios de educación y servicios sociales, y substituirlos por voluntarios, objetores de conciencia, idealistas y, puede ser, que parados forzosos (y forzados a hacer lo que sea con tal de cobrar su prestación y no perder antigüedad como demandantes).

¿No es rara esta explosión de altruismo?. Es la demostración propagandística de que la sociedad civil consiste en otra cosa distinta de una manada de lobos egoístas. Sigue siéndolo, en efecto, desde el punto de vista de los ministerios económicos, los que "hacen números". Pero al decir de los ministerios meramente receptores, a saber, los órganos "caritativos", la sociedad se compone de ejércitos de jóvenes con mucho tiempo y energía, dispuestos a sacar de paseo a las ancianas, entretener a los enfermos mentales, asistir a pobres e inmigrantes y a cuidar de los bosques. Se alienta a una sociedad civil para que cobre fuerzas ésta sociedad, entendida siempre como abstracción. Pero así jamás se alentará a la masa social para que llegue a ser el agente encargado de su propia emancipación. Esta caridad organizada es ideal para la preservación del orden vigente de las cosas. Empezando por el dato que nos hacen llegar según el cual los fines de cada grupúsculo y la cuantía sean imposibles de contar, y además todos ellos son radicalmente diferentes en finalidad y naturaleza, incluso contradictorios entre sí. A esto lo llaman ahora "esencia de la democracia". No andaba muy lejos Gramsci cuando incluía la propia sociedad civil dentro del aparato del estado, entendiendo éste en un sentido muy amplio. Hay actividades que le sientan mejor a grupos y organizaciones que sirven como colchón ideológico y difusores de "ruido" --en el sentido de la teoría de la información-- y esta labor es realizada con bastante más eficacia por grupitos y asociaciones que por parte de las oficinas gubernamentales oficiales. La sociedad civil, cuando es retrógrada (cuando no estamos en épocas revolucionarias) posee además un poder coactivo en el terreno moral, un poder que es implacable. Baste pensar en todas aquellas funciones "normales" que debe realizar un ciudadano, aun cuando ni el estado ni la ley se lo imponga. Baste pensar, simplemente, en lo que es normal y lo que no. El mayor crédito es el que se obtiene de la imagen, de la reputación. La sociedad "abierta", la democracia, no predetermina una sola vía de coacción moral. Se limita a ofrecer varias que no suponen fuerte transgresión. Además, hay transgresiones toleradas si éstas las realizan unos pocos. La democracia lo entiende todo a un nivel porcentual. Ya no hay una raya estricta entre la bondad y el pecado. Incluso en ciertas escuelas se les enseña a los niños a "tolerar" a los gays y a las lesbianas, a las personas de otras razas y con diversos credos religiosos. Pero, nótese, la tolerancia es real sólo hasta el momento en que estas gentes que para una masa son tan poco "normales" empiecen a llenar las calles y espacios públicos. Siempre y cuando no invadan masivamente nuestro pueblo, nuestro barrio. El umbral de tolerancia nunca se marca. Eso es de mal gusto. Pero toda esta nueva religión del "respeto" y de la "tolerancia" es, como siempre, un opio y una cataplasma para el pueblo. A la gente habría que enseñarle también cómo y cuándo soliviantarse, cuándo arder en justa y santa cólera, cuando prender fuego a la basura que le estorba. Resulta patético ver cómo algunos ciudadanos se autoconciben como una especie de héroes después de rellenar un impreso de denuncia en la oficina del consumidor, después de escribir una carta de protesta al diario local, después de estampar su firma en un manifiesto. La sangre no llega nunca al río, y eso es precisamente lo más patético de todo. El estado te facilita sus propios canales, ingenierilmente trazados por alguna oficina burocrática, y esos canales son --en realidad-- verdaderos divertículos que sirven para que la gente se sienta importante y para que, además, se retiren de sus manos la verdadera fuerza, la justa cólera que en momentos tensos pueden hacer tambalear las estructuras.

Es un síntoma de sociedad civil de signo retrógrado: el "engorde" del ciudadano. Un ciudadano está revestido de derechos. Eso le otorga un grado ya en comparación con los apátridas, los inmigrantes ilegales, los foráneos. El sujeto colectivo que otrora se llamaba el proletariado, el agente de toda revolución, se ha dividido. En esencia el estado capitalista es el que ha operado dicha escisión. Por un lado, soborna y da prebendas a una elite obrera y a una casta de ciudadanos. Por otro lado, relega a la indigencia a otra inmensa porción.

EL MARCO NACIONAL: ¿QUÉ HACEMOS CON ESPAÑA?

¿Qué es el pueblo? Se pueden entresacar dos grandes nociones: la francesa, laica y eminentemente política (en origen y en potencia, revolucionaria): un pueblo en armas se convierte en ciudadanía pues toma el poder y se "gana" así la autoridad. La otra idea-tipo es de factura alemana. Filosóficamente hablando es romántica, nacionalista, germánica (Herder): es la noción de comunidad ancestral, pre-política. El pueblo es naturaleza. Lengua, paisaje o territorio, etnia y tradición es lo natural y superviviente.

¿Hay pueblo en España? Esto es casi como decir que si hay España. La respuesta es concretamente morfológica, idiográfica (no sólo geográfica): en unos sitios sí y en otros no. Los nacionalismos regionales "virulentos" son el resultado de un verdadero reflujo. Suelen ser el efecto de rebote originado desde iniciativas de una burguesía ya urbana (civitas, polis) deseosa de hacer ciudadanos de entre los que ya, ruralmente, eran comunidad. Dialécticamente hablamos: afrancesar (politizar) una comunidad rural (natural) en el sentido germánico.

Creo que esa es parte de la dialéctica en Euskadi, Cataluña y Galicia (con matices y principios tan divergentes a su vez en esos tres lugares) y que no se da en la España Interior. Las estructuras políticas de la parte no centrífuga de este nación-estado han venido de fuera a lo largo de la historia, y de lejos, allende los Pirineos. No obstante lo dicho, en general se ganaron los derechos y las libertades desde cerca, aunque ello fuera desde una capital urbana que los castellanos pudieran decir (¡craso error colectivo!) durante mucho tiempo "nuestra", que fue Madrid. Así se explica la irritación, por ejemplo, de un Américo Castro cuando se buscaba –incluso en la universidad- una españolidad en Viriato, Séneca o el Cid. La comunidad orgánica integradora de lo "hispanico" (por comunidad entendemos aquí el sentido germanico, romántico) anterior al siglo XVIII sólo parcialmente había existido. Siempre ha sido un mero asentamiento "político" resultado de colonizaciones y expansiones militares, tras una casi milenaria reconquista y después, resultado endeble de las luchas civiles crónicas, la refeudalización de la tierra y de las desamortizaciones de bienes eclesiásticos, orquestadas desde y para Madrid, en detrimento del campo. Y dentro de la olla, en la pepita más interna (más antigua, más minoritaria) hay, sencillamente porque se ha dejado estar- una esencia de barbarie cada vez más profunda, pero más densa cuantas más capas –a su vez más vistosas- y nuevas cáscaras de modernidad se segreguen a lo largo del tiempo. Esa pepita profunda es una historia de siervos y esclavos que habitaron siempre en el profundo campo, en el olvidado interior, y sus hijos lo hacen hoy en pueblos todavía (un siglo más, en un milenio ya nuevo) olvidados que han ido cambiando de amos y que sólo por una lenta y natural capilaridad acceden a cortezas más vistosas y presentables. Sin embargo, no se puede espontáneamente pasar del Pueblo (que a veces, en efecto es bárbaro, por cuanto que se le ha desatendido) a la Ciudadanía, en el sentido político y jurídico. Por eso, entre la tesis oficial bien pensante (i) según la cual España es una unidad de pluralidades, una unidad de tipo histórico-político por encima de las divergencias "étnicas" e intrahistóricas, posición afrancesada que reivindica la igualdad formal de derechos garantizada por un centro administrador, y por otro lado, (ii) la postura comunal centrífuga y asimétrica en cuanto a fueros y "especiales derechos" históricos y étnicos, esta vez de inspiración germanicista (nacionalista, romántica), se puede decir que la situación es la siguiente: hay una dialéctica entre la convergencia política de las comunidades locales visibles ya desde la protohistoria en esas unidades llamadas Estado-nación, y la aportación muy desigual a esa unidad, que puede perder vigencia a lo largo del tiempo en aras precisamente de una cierta "superioridad" comunitaria o mejora de vida. Los que en su día más "energías" aportaron, quedándose luego arrinconados, no obstante, pueden sentirse "superiores" una vez desplazado su limes, por ejemplo si nos remontamos a la Reconquista. Una muerte de éxito que trae luego sus secuelas. En el fondo sentirse "superiores", se entiende como un momento y un requisito para serlo en efecto y por esencia. Esta tesis, sin lugar a dudas, es voluntarista y teleológica, pues el historicismo en política tiende a pensar que lo superior lo es un sentido moral o perfectivo. Pero en el sentido más neutro, superior puede significar simplemente aquello que posee capacidad de mover a lo inferior. Y lo cierto es que en unos sitios, la comunidad se mueve políticamente en un grado mayor mientras que en otros, la sumisión y la parálisis tradicional es similar que la que se encuentra en un despotismo de Oriente.

En lenguaje teológico, podríamos expresar la situación "pandórica" que se despertó en 1978 al abrirse una caja constitucional de truenos: si Dios existiera no permitiría que estuviera por encima de mí ¿Por qué no voy a ser yo un Dios? Pues bien: ¿Por qué renunciar a un análisis dialéctico de estas diferencias, que si algunos las creen exacerbadas no es sino por que una vez, en su grado, fueron exactamente las que en la letra se reconocieron, por apelación a una "historicidad" de derechos que nada tiene que ver con la isonomía en el tratamiento formal, ilustrado y afrancesado de los distintos pueblos de España. Si en lugar de analizar relaciones entre pueblos mirásemos la cosa como si de vínculos entre individuos se tratara, ¿cómo soportaría el vulgo menos indigno a un noble liberado de sus impuestos (entre otros privilegios) si a ese pueblo llano se le ha dicho un día que puede ser –formalmente- asimilable al noble en condición, en derecho y en deberes? La única forma que tiene un pueblo de dignificarse consiste en luchar contra las asimetrías o faltas de reciprocidad en los reconocimientos. Y esto se logra no por medio de un arrebatar (semejante al saqueo y al bandolerismo) sino por obra y gracia de un conquistar. El aumento de la conciencia comunitaria en las regiones aún no centrifugadas en un sentido nacionalista es el mejor antídoto contra las facetas no solidarias del nacionalismo, o la mera desigualdad de desarrollo e inarticulación de las provincias.

El marco nacional-estatal, llamado España es un resultado de la Lucha de Clases, de acuerdo con un marxismo ortodoxo. Pero la tesis que vincula una dialéctica de clases con una dialéctica de estados debe ser una tesis "positiva", es decir, una tesis que hay que construir con los métodos propios de la Historiografía científica. El debate sobre una construcción nacional de lo hispánico tiene ya una larga tradición académica, "científica". Es bien cierto que resulta difícil deslindarlo de algunas sandeces que en torno a 1898 se destilaron acerca de los campos yermos de Castilla, el añoro del Imperio, y de su misión mística, pues las grandes figuras intelectuales de ese tiempo, eran prolíficos escritores y publicistas. Pero hay un aspecto clave, y que no por ello resta legitimidad epistemológica a la ciencia de la historia, antes bien, le insufla vida: toda construcción nacional siempre es un proyecto voluntarista. El nacionalismo es una delicada hebra que se tiende entre la ciencia y la imaginación. Historia e historicismo son cosas muy distintas, y todo proyecto que enfáticamente hable de restaurar una "comunidad", o de crearla ex novo, cae dentro de la segunda, y se aparta peligrosamente de la primera. El historicismo siempre mira al futuro seleccionando del material suministrado por el pasado: tiene mucho de escatológico y utópico. El proyecto "hispanista" es historicismo puro, nacionalismo español, de igual manara que el vasquismo, el catalanismo o el galleguismo. Los lazos "de sangre", "lengua" o "raza" no sirven para nada ante la falta de documentación autoconsciente en la comunidad, y ausencia de integración social o laboral entre elementos civiles locales y comarcales vivida como resistencia y fraternidad. En la España llamada "Madre Patria" se maltrata al emigrante sudamericano y el racismo hacia nuestros "hermanos" va en aumento. La actitud estatal, en cuanto a visados, deuda externa, solidaridad, etc. sigue siendo deplorable, y no se observa un avance o reconquista de la supuesta fraternidad. La idea de un historicismo español, ante los fastos del V Centenario y la inútil meta de una reconquista de la Hispanidad, ésta siempre lánguida, no parecen conocer la más mínima realidad práctica. A nivel gubernamental estamos proyectados hacia una unión mercantil europea, encuadrada a su vez como subproyecto dentro del proceso de una gran unificación planetaria de los capitales. Es un acto de mala fe (sólo cabe este diagnóstico contra un buen conocedor del marxismo actualizado) propagar una propuesta de "humanismo" hispánico, que sólo tiene como elemento aglutinador la Lengua, o uno de sus diccionarios, por encima de razas, continentes o clases sociales. En el fondo ese uso de la lengua hispana como "aglutinante" de proyectos nacional-comunitarios es historicista, utópico y de la misma factura que el proyecto romántico vasco, gallego o catalán. Las naciones-estado nacen y mueren, o se empequeñecen o agrandan, a tenor de conciencias historicistas que colaboran en esos proyectos de bautismo, cambio o fenecimiento. Siempre es preferible el ocaso de una nación-estado en la que pocos creen, que el derrame de sangre humana. No es posible creer en una nación condenada a una invertebración crónica, despóticamente centralizada en una capital en buena medida nacida ex profeso como corte, vale decir, como centro parasitario administrativo y burocrático. La subida al escenario de media docena de ciudades pujantes "periféricas" –conectadas por trenes de alta Velocidad- puede suponer en parte el síntoma manifiesto de una centrifugación, y por ende, de un cambio. O tan solo significa un repartoentre centros. Si se ha hablado alguna vez de la "redención de las provincias", el proceso llevado límite de una desorganización de la nación-estado ha de encontrarse en una verdadera vida autónoma de las provincias, donde nadie ni nada sufran el tachado de "provinciano" y, sí, al contrario, estimado como representante de lo digno y lo natural. Pues nadie debería estar encaramado a la corte y a la administración para injuriar. Se puede decir que, históricamente, es en Madrid y en la red de capitales administrativas, donde una camarilla de propietarios absentistas y funcionarios corruptos han contribuido a desvertebrar una comunidad hispánica durante siglos, con una eficacia tan mezquina como ningún "exaltado separatista" lo hubiera hecho desde las periferias.

El marco nacional y estatal de lo hispánico se consolida fuertemente con las reformas borbónicas, no antes, y la centralización de un poder gubernamental a la francesa (ejército, fisco, provincias). En la época de los Austrias había resquicios de feudalismo localista y separatista en todas las partes de la península. Habría que estudiar la interdependencia entre la progresiva centralización administrativa, abarcando en aquellos tiempos a las Indias, y la independencia de los países americanos. ¿Qué ocurriría si se defendiese que la "conciencia" de lo Español sólo brotara (como comunidad) en la sociedad civil peninsular del XIX como resultado de las invasiones napoleónicas (con gran xenofobia expresada por nuestro pueblo y un tradicionalismo ideológico, incluidos), en coincidencia con una elevación de el sentimiento nacional de irredentismo por toda Europa, así como con la descolonización de América en la misma época? Todavía en el siglo XVIII había restos de ese hispanismo universalista, que no tendría de positivo nada, salvo el constituirse en sociedad desmembrada a nivel burgués y no apta para el comercio ni para la reforma política liberal. Habiendo corona y autoridad administrativa (burocracia más o menos eficaz) no obstante la sociedad civil fue "pastoreada" por la iglesia y por los hidalguillos parásitos, y círculos parapetados en la administración local, judicial, militar... he aquí la sociedad civil mediterránea, "a la italiana", en la cual la iglesia siempre tuvo intereses "feudalizantes", o por lo menos locales, que hoy han derivado aquí hacia el nacionalismo regional. El estado se "afrancesó" en lo que pudo: armada, fisco, ejército, división en provincias, capitalidad burocrática madrileña. Pero la capa más honda, la ciudad interior de provincias, el campo, la periferia, cayó en otras manos que no eran precisamente las de la burguesía capitalista. Esta, a diferencia de otros países, hubo de ser creada artificialmente por el gobierno, por vía de las desamortizaciones, y la creación de redes de apoyos en las capitales (una clase media colaboradora con la Corte y parasitaria, funcionariado) y no sucedió el fenómeno inverso, típico de la Europa transpirenaica: una burguesía incipiente que apoyase a reyes centralistas y buenos guardianes de sus rentas. Y la consecuencia clara está: una burguesía débil genera un proletariado débil. Como resultado, la larga sucesión de luchas carlistas, de la cual la guerra civil de 1936-39 es, en parte, un epílogo desmesurado.

Si de la historia vamos al presente, lo hispánico no es hoy comunidad, ni tiene la más remota posibilidad de serlo. Es cierto que en los últimos tiempos ha resurgido un "nacionalismo español" que va a la contra del nacionalismo periférico, especialmente el vasco y catalán. Pero en buena porción está alimentado artificialmente por los massmedia y por elementos poco activos de la ultraderecha. La opinión pública no existe, salvo en focos resistentes de tradición liberal, izquierdista y hasta "ilustrada" que persisten en algunas ciudades grandes, en pequeños sectores estudiantiles, en cierta periferia regional. Esa minoría ilustrada haría bien en unirse en favor de unos cuantos valores a la baja, pero sus contingentes hunden sus raíces en el humanismo democrático, y en el izquierdismo internacional de los años 60 y 70 así como de la movilización sindical y universitaria de la transición. El pueblo recalcitrante, el pobre de derechas, puede ser peligroso no por su actividad intrínseca, de escasa efectividad, sino por la manipulación fascistizante de los media, y es aquí donde un olvido de la historia reciente puede ser fatal. Un Franquismo resucitado, un Constitucionalismo vigilado, un Hispanismo policial.

En cuanto al qué hacer, sólo hay espacio para una contramanipulación ideológica, una "reivindicación de la provincia", bien combinada con un internacionalismo solidario. Buscar sitio para una creación de medios alternativos de opinión y debate, al margen de las grandes cadenas de la información. Una recuperación de la vida rural, un campo "movido", único garante contra la globalización que no hace más que dualizar en dos orillas: sociedad de ocio y servicios en la urbe y en determinadas zonas de playa-montaña, por una lado, más, en otra orilla oculta, campos de cultivo explotados con espíritu comercial y especulativo, y repletos de esclavos ilegales.

Hay regiones enteras de la península ibérica que sólo pueden aspirar a ser subsidiarias del poder central, a la espera de que se le concedan diversas mercedes y regalías (trenes de AVE, transferencias diversas, una autovía, el agua...), sin articularse a nivel de sociedad civil, y cuya sociedad política reproduce -mecánicamente- los modos de capitalismo corrupto a la latina. No todo el Estado corresponde a estos modos que se localizan muy bien en ámbitos mesetarios y mediterráneos, y algunas comunidades en este ámbito desbordan en aparente contradicción riqueza, pero en todas esas costas y más al sur se está regresando a la explotación cuasi-esclavista, características permanentes y de nuevo agravadas de una secular especulación mediterránea del campo.

No hay futuro "hispánico", no existen posibilidades de articulación de lazos con Sudamérica, no se observa siquiera una comunidad peninsular con identidad definida. Más bien una mezcla inercial de elementos que ya existían tradicionalmente con el añadido de capas de nuevos "ricos". Ultimamente, no hay partos sin dolor. Desde luego, las "esencias" comunitarias se descubren observando la realidad más local e inmediata, esto es, aquella que existiría en caso de que la circulación masiva y globalizadora de los capitales dejara a sus integrantes en paz. El centralismo burocrático del estado a la francesa ha sido parcial y relativamente eficaz en España, creando una red administrativa sobrepuesta a la familia y a la parroquia. Allí donde queda algo de "comunitarismo" a lo germánico, la estructura afrancesada puramente formal parece un impedimento corrupto y atrasado de unas esencias "primordiales", que los nacionalistas quisieran extirpar. El problema de España debe formularse considerando muchas luchas de opuestos, no sólo una. La lucha centro-periferia, campo-ciudad, norte-sur... Y atravesando a éstas, una que quizás no está muy reflexionada: se trata de una "modulación" de la oposición "sociedad civil"/"sociedad política", y que me parece que en el norte se puede entender un poco mejor: comunidad (a la germánica), frente a sociedad administrada (a la francesa). Desde una óptica ilustrada y marxista, se podría defender que a España le falta Comunidad y que habría que pro-moverla, pero ya en un sentido laico, universalista, "creador" de nuevas fórmulas administrativas federales, reordenando activamente territorios y grupos sociales. En una palabra, crear Comunidad, sí, para revolucionar la administración económico-política. Imaginemos que sería algo así como convertir al nacionalista en un laico, o hacer del extremeño, del leonés, del murciano o del manchego un nacionalista orgulloso, ¿por qué no?. Convertir el invento de España en una federación de Pueblos orgullosos de sus nuevas "esencias", las cuales a su vez producen otras formas de autogestión local que predominen sobre el control central o capitalino.


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