NOMADAS.9 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

La fatal emancipación
Sobre la "crisis de las diferencias" en la sociedad capitalista
[Pedro Fernández Liria]


Resumen.- La sociedad contemporánea se caracteriza por la eliminación o disolución de las diferencias culturales, y lo que llamamos "lo moderno" se presenta como una generalizada y profunda "crisis cultural". La sociedad moderna es una sociedad insólitamente desestructurada, sumida en un "estado de indiferenciación relativa" nunca antes conocido y poseedora del mínimo cultural imprescindible para poder seguir existiendo como tal. Varios autores han puesto en relación la mencionada disolución de las diferencias culturales propia de la sociedad moderna con el desencadenamiento de comportamientos violentos destinados a restaurar el orden cultural disuelto. Por nuestra parte, creemos que la conexión entre esos dos órdenes de acontecimientos es una de las principales claves para comprender la mayor parte de los violentos conflictos étnicos, nacionales o religiosos que proliferan en nuestros días.
El fracaso del proyecto revolucionario ilustrado de fundar una sociedad de meros hombres o La impotencia de la Razón para constituir (una) sociedad
La expansión del capitalismo y el fatal "cumplimiento" contra la razón del proyecto ilustrado. La modernidad como estafa a las expectativas revolucionarias y como fracaso del ideal de la Ilustración
Modernidad y "crisis de las diferencias"
La resistencia a la homogenización y a la indiferenciación modernas. Los "arcaísmos posmodernos" o la respuesta desesperada a la globalización
El racismo contemporáneo
La frustración de los que, pese a todo, seguimos siendo "ilustrados"
BIBLIOGRAFIA
NOTAS

El fracaso del proyecto revolucionario ilustrado de fundar una sociedad de meros hombres o La impotencia de la Razón para constituir (una) sociedad

Como ha señalado Jean Starobinski, lo que más esencialmente define la Revolución de 1789 es su voluntad fundacional, su empeño en proporcionar un principio absoluto a lo que parece ya empezado desde siempre. Los propios revolucionarios conciben la Revolución como "un acto rápido y decisivo de destrucción a partir del cual resplandecerá un día continuo" (1). La Revolución de 1789 constituye el intento de re-fundamentar las relaciones sociales a partir del principio de una autoridad única y universal independiente de las espontaneidades y particularidades de los hombres; de re-constituir la sociedad desde esa nada cultural o espacio de cualquier otro despejado hace veinticinco siglos por Grecia en el bosque de la historia de los hombres; un espacio al que los propios revolucionarios llamaron Razón.

Entre los revolucionarios del siglo XVIII existe la convicción ilustrada de que -por decirlo con Joseph de Maistre- es posible constituir una sociedad mediante "deliberación" o a partir de los principios de una "ley escrita". Se pretende que el lógos sea -como apunta Starobisnki- la palabra del comienzo, el enunciado fundador que contenga y fije en sí la autoridad radiante del origen: "la nada a la cual conduce la voluptuosidad disuelta debe dar nacimiento a la virtud resuelta" (2). Se pretende, pues, un nuevo comienzo, un verdadero comienzo que constituya moralmente la sociedad.(3)

Pero, como observa Santiago Alba -con cuyos preclaros análisis de la modernidad (4) se halla en deuda nuestra exposición- la constitución moral de la sociedad sólo puede hacerse a través de una Ley basada en una instancia de legitimidad universal, la "Razón" (5), abocada a desterrar la "ignorancia" y la "superstición" (la terca multiplicidad de lo cultural) y a re-establecer en su lugar la "Naturaleza Humana" y sus "derechos inalienables" (6). La Revolución es la operación insólita mediante la que se espera fundir el cuerpo político y el cuerpo social, constituir el segundo a partir del primero, hacer que los principios sean inmediatamente relaciones; convertir, en fin, la ley en costumbre y la sociedad en una "religión civil" (7).

Los pensadores reaccionarios -como Joseph de Maistre, Louis-Ambroise de Bonald o Edmund Burke- comprendieron incluso mejor que lo propios revolucionarios la naturaleza de la empresa en la que éstos se hallaban comprometidos, pero, sobre todo, advirtieron mejor que nadie por qué no podía tener éxito. Contra lo que reivindicaban los instigadores de la Revolución, los reaccionarios negaban la necesidad de una Constitución. La sociedad no necesita constitución porque se halla ya constituida desde siempre, y precisamente sobre todo aquello que la Ilustración creyó tan urgente combatir para dar cumplimiento a su proyecto emancipatorio: "la fuerza de la costumbre", "las ilusiones de la imaginación", "el ascendiente de la autoridad", la potencia organizadora e integradora de la "superstición", y "la obscuridad y la dicha" a ella asociadas (8). La pretensión ilustrada de establecer la sociedad sobre la nada social que los revolucionarios habían adoptado como punto de partida (la "Razón", la "Naturaleza Humana") acabaría por revelarse irrealizable y la determinación de, pese a todo, llevarla a efecto produciría los terribles efectos que conocemos (9).

"No es por el camino de la nada -escribe De Maistre- que llegaréis a la creación". "El hombre puede modificar todo en la esfera de su actividad, pero no crea nada" (10). "El hombre -sostiene análogamente De Bonald- no puede dar una constitución a la sociedad como no puede dar peso a los cuerpos y extensión a la materia y, lejos de poder constituir la sociedad, el hombre, por su intervención, no puede impedir que la sociedad se constituya o, para hablar con más exactitud, no puede sino retrasar el esfuerzo que ésta hace para llegar a su constitución natural" (11). Lo que hace falta no es, pues, generar una universalidad supra-empírica (supra-cultural, supra-étnica, supra-nacional...) a fuerza de leyes escritas, sino dejar que todo esa inagotable riqueza cultural que la Ilustración había denunciado como "ignorancia", "obscuridad" y superstición", actuara como venía actuando desde siempre en la producción de la "felicidad" que unos y otros necesitaban. "Una constitución -dice De Maistre- que está hecha para todas las Naciones no está hecha para ninguna, es una pura abstracción, una obra escolástica hecha para ejercitar el espíritu según una hipótesis ideal, y que es necesario dirigir al hombre en los espacios imaginarios en que éste habite" (12). La sociedad, venía a decir el pensamiento reaccionario, se constituye al margen de las leyes, de forma espontánea y sin necesidad de ninguna intervención política deliberada, y se halla entretejida por una multiplicidad irreductible de lazos infinitamente más fuertes y, desde luego, mucho más sagrados que cualquier legislación fundada en la "Razón".

Las tentativas revolucionarias de "convertir a las culturas en nexos de reglas deliberadas y a las sociedades en asilos de monda humanidad" (13) terminaron por fracasar, como De Maistre había anticipado que lo harían: "No solamente la razón humana no puede suplir a esas bases que se llaman supersticiosas -decía éste en sus célebres Consideraciones sobre Francia- sino que la razón es, al contrario, una potencia esencialmente desorganizadora" (14). La razón, ciertamente, puede proporcionarnos un conjunto coherente de leyes, una Constitución, como la de 1795. El problema es que dicha Constitución, al igual que las anteriores, "está hecha para el hombre", cuando resulta que "no hay hombres en el mundo". "Durante mi vida -escribe sarcásticamente De Maistre-, he visto franceses, italianos, rusos, etc.; sé incluso, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa: pero, en cuanto al hombre, declaro no haberlo encontrado en mi vida; si existe es en mi total ignorancia" (15).

El problema, pues, de la Constitución de 1795, como el de las que la precedieron y la sucedieron, así como el de la Solemne Declaración de los Derechos del Hombre, no reside en ellas mismas, sino en la inexistencia de su destinatario; o, más exactamente, en la resistencia de los integrantes de los diversos grupos sociales (familia, etnia, nación, iglesia, club, clase) a reconocerse, antes que en cualquier otra cosa y por encima de ésta, en la nuda humanidad a título de la cual son interpelados por dichas constituciones y declaraciones; esto es, en su oposición a concebirse a sí mismos como los átomos indiferenciados e intercambiables de pura humanidad a los que las mismas van dirigidos.

Como ha dicho Carlos Fernández Liria en una publicación reciente (16), los filósofos ilustrados denominaron "razón" a esa capacidad, descubierta por Grecia más de veinte siglos atrás, de tratarse a uno mismo, independientemente de su condición de "espartano, ateniense o persa", como el mero ahí del ser y del deber, e identificaron la adquisición de dicha capacidad con la "mayoría de edad". Ahora bien, puesto que aún no existía una sociedad de hombres "mayores de edad", capaces de decir y obrar con independencia de ser franceses o ingleses, católicos, protestantes o ateos, ricos o pobres, negros, indios o blancos, varones o mujeres..., los revolucionarios consagraron todas sus fuerzas a la empresa de producirla. Y, así, usurpando un derecho hasta ahora solo reservado a la Providencia (De Maistre), se reunieron en Asambleas legislativas con el subversivo propósito de constituir una sociedad. Pero el resultado, como apunta Carlos Fernández, fue un vasto conjunto de leyes... y nada más. "Se constituyó un cuerpo jurídico -probablemente irrenunciable- pero no una sociedad". Como ya había advertido el pensamiento reaccionario, "la sociedad siguió constituyéndose -según oscuros y enigmáticos dispositivos- en otra parte y por otros medios", mientras que el complejo aparato legal que los revolucionarios habían creado se mostraba incapaz de producir el mínimo de sociedad y de "superstición" necesario para proporcionar a los hombres un poco de felicidad (aunque lograra defender mejor que cualquier otro procedimiento anterior su dignidad).

La expansión del capitalismo y el fatal "cumplimiento" contra la razón del proyecto ilustrado. La modernidad como estafa a las expectativas revolucionarias y como fracaso del ideal de la Ilustración

Así pues, se puede decir que la Revolución había fracasado, como habían anticipado que lo haría pensadores como De Maistre, Burke o De Bonald. Pero lo que ninguno de éstos tuvo tiempo de advertir es que mientras la Revolución fracasaba en su intento de constituir una sociedad en la que las relaciones entre sus miembros se establecieran sobre su común humanidad, se venían gestando unas condiciones económicas, las de la moderna sociedad capitalista, por las que los hombres se verían obligados a renunciar de todas formas a todo aquello de lo que la Revolución, apelando a la Razón, había pretendido despojarles, es decir, a todo el elenco de "prejuicios", falsas creencias, servidumbres y atávicos mecanismos de reconocimiento y autoidentificación que diferenciaban y separaban a unos grupos humanos de otros y los hacían extraños entre sí. El capitalismo, en efecto, iba a lograr con infinitamente mayor eficacia que todas las fuerzas movilizadas en la Revolución de las Luces liberar a los hombres de toda "heteronomía" (Kant) arraigada en la religión, la costumbre, el parentesco, la nación o la tradición. Si, a ojos de los pensadores reaccionarios, el proyecto de "emancipación" puesto en marcha por la Revolución amenazaba con reducir a los hombres a un cero social, la expansión del capitalismo daba por primera vez cumplimiento a esa amenaza. "El Hombre", esa pura "abstracción" en la que, según De Maistre y Burke, los hombres de todas partes quedaban idealmente despojados de su identidad (nacional, religiosa, cultural, sentimental), había tomado cuerpo por primera vez (17), y lo había hecho, inesperadamente, en el proletariado. "Todo lo referido al proletariado -decía siguiendo a Marx nada menos que Carl Schmitt- sólo puede ser determinado de forma negativa. [...] De él, sólo puede afirmarse con certeza [...] que no participa de la plusvalía, que no posee y que no conoce ni familia ni patria, etc. El proletariado es una nada social. De él, sólo puede ser cierto que no es nada más que humano",(18) esto es, que los hombres que han pasado a engrosar sus filas han sido privados de todas aquellas determinaciones que les singularizaban y les diferenciaban de otros hombres y les permitían reconocerse e identificarse precisamente como otros frente a ellos.

Consumada la globalización de la economía capitalista, los hombres sólo son interpelados en cuanto "fuerza de trabajo" y "mercado", y a duras penas logran seguir siendo algo más que lo que son en las esferas de la producción y de la circulación de mercancías. Las relaciones que sostienen con quienes les rodean se confunden casi totalmente con las relaciones laborales y mercantiles, y la consistencia social por ellos adquirida a través de las mismas es tan sutil como la de esas cantidades virtuales de dinero que se apuntan y se borran en los grandes paneles de la Bolsa. A lo que se suma el hecho de que los antiguos mecanismos de reconocimiento y de producción de identidad se han visto desactivados o se han debilitado hasta el punto de haber podido ser desplazados y sustituidos por la televisión.

Ayudado por los grandes principios jurídicos de la ideología burguesa (19), el capitalismo ha suprimido materialmente una miríada de "costumbres y hábitos", de "pequeñas pertenencias" y "solidaridades menudas"(20) que, más allá de su función socio-económica, operaban como vehículos de estabilización y transmisión de diferencias y constituían psicológica y sentimentalmente la subjetividad. El capitalismo ha desprendido casi totalmente a los hombres de todos aquellos agregados de relaciones y sistemas de diferenciación, clasificación y jerarquización en los que encontraban, a un tiempo, ubicación socio-cultural y definición, y les ha convertido en átomos flotantes, "intercambiables y anónimos" (21), movilizados por las necesidades de la producción de plusvalor y comunicados entre sí por el mercado.

En este sentido, es verdad, el capitalismo ha hecho a todos los hombres iguales, cosa que no logró hacer, pese a todos sus esfuerzos, la Revolución; pero los ha hecho iguales en la insignificancia (social, política, cultural y antropológica); iguales a nada.

El capitalismo es ese "dinamismo" del que certeramente ha dicho René Girard que "ha arrastrado primero a Occidente, y luego a toda la humanidad, hacia un estado de indiferenciación relativa nunca antes conocido, hacia una extraña suerte de no-cultura o de anticultura que [es lo que] denominamos, precisamente, lo moderno"(22).

Modernidad y "crisis de las diferencias"

Las sociedades se constituyen por esos sorprendentes "mecanismos", más o menos ocultos e inconscientes, que desde hace más de un siglo viene estudiando con desigual éxito la etnología. El analizado minuciosamente por Girard en La violencia y lo sagrado, el "mecanismo de la víctima propiciatoria" (el sacrificio ritual de un chivo expiatorio humano como medio de exorcizar el peligro permanente de caída en la "violencia recíproca", "contagiosa", "mimética" y, por tanto, "interminable" y catastrófica), es sin duda uno de ellos, y de extraordinaria importancia en la formación de las llamadas "sociedades primitivas" (aunque, como demuestra brillantemente Girard, no se limite sólo a ellas).

Pero no nos interesa tanto este "mecanismo" como el tipo de "crisis" que está llamado a resolver, que es la crisis que sobreviene cuando la violencia "impura" destruye el sistema de "gradaciones" y diferencias integradas que constituyen cada cultura. En las sociedades tradicionales, "el orden, la paz y la fecundidad reposan en unas diferencias culturales. No son las diferencias sino su pérdida lo que provoca la insana rivalidad, la lucha a muerte entre los hombres de una misma familia o de una misma sociedad".(23) El hombre occidental contemporáneo, hijo de la revolución francesa y promotor de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, el abstracto "ciudadano del mundo" que aspira a la igualdad entre todos los seres humanos, "tiende instintivamente a ver las diferencias, aunque no tengan nada que ver con el estatuto económico o social de los individuos, como otros tantos obstáculos a la armonía entre los hombres".(24) Pero esta actitud, dice Girard, es resultado de un "prejuicio anti-diferencial" que aborta de antemano nuestras posibilidades de comprender el sentido y la naturaleza de lo cultural en general y de lo religioso en particular. "Degree, gradus, es el principio de todo orden natural y cultural. Es lo que permite situar a unos seres en relación con los otros, lo que ocasiona que las cosas tengan un sentido en el seno de un todo organizado y jerarquizado. Es lo que constituye los objetos y los valores que los hombres transforman, intercambian y manipulan. [...] Este orden se define como una estructura en el sentido moderno del término, un sistema de distancias diferenciales [que es] desordenado de golpe cuando la violencia recíproca se instala en la comunidad. La crisis es designada unas veces como conmoción y otras como escamoteo de la diferencia. [...] No es, pues, la diferencia, sino más bien su pérdida lo que ocasiona la confusión violenta. La crisis arroja a los hombres a un enfrentamiento perpetuo que les priva de cualquier carácter distintivo, de cualquier «identidad»." (25) Cuando esto ocurre, la lógica schmittiana amigo/enemigo que tan decisivamente ha conformado y condicionado la vida de los pueblos (26) queda fuera de juego, y sobreviene, no, desde luego, la paz, como cabría ingenuamente suponer, sino justamente aquella "violencia recíproca" cuya superación y prevención es el objetivo del orden cultural, una violencia ya ininteligible, inefable, que se alimenta a sí misma en un progreso imprevisible, incontrolado e interminable. Ya no hay "enemigos" por lo mismo que tampoco hay "amigos" ni nada "sagrado" que preservar o que proteger (27). "Todas las formas de asociación se disuelven o entran en convulsiones, todos los valores espirituales y materiales languidecen" y "ya no se puede hablar de adversarios en el sentido exacto de la palabra, sólo de «cosas» apenas enunciables que entrechocan con una testarudez estúpida, como objetos despegados de sus amarras sobre el puente de un navío batido por la tempestad" (28). "Si, como en la tragedia griega, el equilibrio es la violencia, es preciso que la no-violencia relativa asegurada por la justicia humana se defina como un desequilibrio, como una diferencia entre el «bien» y el «mal» paralela a la diferencia sacrificial de lo puro y lo impuro. Nada más extraño a este pensamiento, por consiguiente, que la idea de la justicia como balanza siempre equilibrada, imparcialidad jamás turbada. La justicia humana se arraiga en el orden diferencial y sucumbe con él" (29).

"La etnología no ignora que la impureza ritual va unidad a la disolución de las diferencias (30), pero no entiende la amenaza asociada a esta disolución. El pensamiento moderno no consigue concebir la indiferenciación como violenta y viceversa" (31). Pero "allí donde falta la diferencia, amenaza la violencia" (32)."En la conclusión de la crisis sacrificial, lo que está en juego es la posibilidad [misma] de las sociedades humanas. [...] Es verosimil que esta conclusión constituya para el mito y para el ritual un auténtico punto de partida".(33)

Pues bien, y esto es lo que aquí más nos interesa, "si el movimiento histórico de la sociedad moderna es la disolución de las diferencias, es muy análogo a todo lo que aquí se ha denominado crisis sacrificial. Y bajo muchos aspectos, en efecto, «moderno» aparece como sinónimo de crisis cultural. Hay que observar, sin embargo, que el mundo moderno consigue recuperar incesantemente unos niveles de equilibrio, precarios, probablemente, y a unos niveles de indiferenciación relativa que van acompañados de unas rivalidades cada vez más intensas, pero nunca suficientes para destruir este mismo mundo. Las sociedades primitivas no resistirían semejante situación: la violencia perdería toda medida y desencadenaría, por su propio paroxismo, el mecanismo de la violencia unánime fundadora (34), restaurando a la vez algún sistema fuertemente diferenciado. En el mundo occidental y moderno, nunca se produce nada parecido; la desaparición de las diferencias prosigue, de manera gradual y continuada, para llegar a ser más o menos absorbido y asimilado por una comunidad que se extiende poco a poco a todo el planeta".(35)

Así pues, como acabamos de ver, la sociedad moderna se caracterizaría, según Girard, por la "eliminación" o "disolución de las diferencias", y lo que llamamos "lo moderno" se presenta como una generalizada y profunda "crisis cultural". En este sentido, la sociedad moderna es una sociedad que casi no alcanza a serlo: una sociedad insólitamente "desestructurada", sumida en un "estado de indiferenciación relativa nunca antes conocido" (36) y poseedora del mínimo cultural imprescindible para poder seguir existiendo como tal.

Pero esta sociedad es la única que es capaz de producir el capitalismo; y, lo que es peor, la única que, a la larga, es capaz de soportar.

La resistencia a la homogenización y a la indiferenciación modernas. Los "arcaísmos posmodernos" o la respuesta desesperada a la globalización

Con independencia de cuál sea su verdadera intención, creemos que la investigación realizada por Girard arroja algo de luz sobre algunos de los más penosos acontecimientos que se vienen produciendo con frecuencia creciente durante los últimos años. Como hemos visto, Girard pone en relación -creemos que con acierto- la "disolución" o "eliminación de las diferencias" culturales propia de la "sociedad moderna" con el desencadenamiento de comportamientos violentos destinados a restaurar el "orden cultural" disuelto (37). Por nuestra parte, creemos que la conexión entre esos dos órdenes de acontecimientos es una de las principales claves para comprender la mayor parte de los violentos conflictos étnicos, nacionales o religiosos que proliferan en nuestros días.

Hemos visto cómo el nuevo orden económico que a punto está de convertirse en planetario sólo interpela a los hombres en tanto que sujetos independientes de su identidad cultural. Como recordaba recientemente Carlos Fernández, "la ideología liberal siempre ha considerado a las identidades culturales e incluso a la nación misma como derivadas de oscuros prejuicios tribales destinados a ser abolidos por la historia".(38) Toda reivindicación cultural, nacional o religiosa esgrimida contra las fuerzas homogenizadoras movilizadas por la economía capitalista ha sido puntualmente descalificada por dicha ideología como anacrónica. En una sociedad que no nos necesita ni nos reclama más que en tanto que "fuerza de trabajo" y "mercado", la religión, la nación e incluso la familia (si entendemos por ella algo más que su raquítica expresión occidental), no pueden aparecer más que como tozudas supervivencias del pasado llamadas a desaparecer.

Pero, como observa Carlos Fernández, el panorama que hoy presenciamos es muy distinto al esperado. Asistimos a la proliferación de los nacionalismos, de los conflictos étnicos y religiosos, de toda suerte de integrismos y fundamentalismos, de la xenofobia y del racismo. Asistimos al desconcertante espectáculo de unos pueblos que, en medio de una economía globalizada, transnacional y sin fronteras, se empeñan obstinadamente en ser vascos, kurdos, palestinos, chiítas, serbios, musulmanes, católicos, gitanos... Para perplejidad de los que se hallan comprometidos en la defensa de los Derechos del Hombre, "da la impresión de que ya nadie tiene ganas de ser simplemente hombre", de que ya nadie quiere ser tan solo un ser humano. "Precisamente en el momento en que el mundo se ha convertido en uno sólo, parece que nadie tiene la menor intención de ser su ciudadano, y cada uno opta por su barrio, su clan, su tribu, su pueblo o su nación". "Los pueblos claman hoy por todas las servidumbres feudales e incluso tribales y neolíticas de las que la mundialización de la economía capitalista les ha liberado". Lo que este fin de siglo esta poniendo de manifiesto es "la inmensa capacidad de anacronismo del ser humano".(39)

¿Cómo se ha llegado a esto? Como ya hemos visto, la globalización de la economía capitalista ha hecho real, contra todas las diferencias culturales y al margen de cualquier motivación moral o política, el sueño ilustrado de una ciudadanía simplemente humana. La globalización de la economía capitalista ha producido una "aldea global" a la que se pertenece con sólo ser hombre, pero que, a su vez, sólo nos reconoce y nos tiene en consideración en cuanto hombres. El problema es que los que han devenido sus habitantes nunca se habían sentido tan desprotegidos y vulnerables como lo han hecho en tanto que meros hombres. Desaparecidas las instancias culturales que antes respondían de ellos y en las que ellos encontraban cobijo y protección (su familia, su tribu, su gremio, su congregación religiosa, su nación), ahora no les queda más protección que la de las débiles instancias jurídicas que en la "aldea global" han venido a sustituir a las anteriores; esto es, que la de aquellos conjuntos de leyes, encabezados por la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, que han sido creadas para protegerles en tanto que meros hombres. Pero, como señala con toda razón Hannah Arendt, durante el último siglo, los hombres han tenido tiempo de comprobar lo extremadamente "peligroso" que resulta comparecer en la historia bajo "la abstracta desnudez de ser nada más que humano", y no disponer de más protección que la proporcionada por la Declaración Universal de los Derechos del Hombre recogida en las constituciones de sus respectivos países (una protección, como sabemos, que siempre llega demasiado tarde).(40) Ante semejante intemperie social, política y cultural, no es de extrañar que los hombres hallan huido a toda prisa en dirección a los viejos dispositivos culturales que antaño les protegían, y que hayan preferido las antiguas servidumbres bajo las que en el pasado transcurría su vida a la libertad consistente en carecer de toda entidad que poseen los habitantes de la "aldea global". En una palabra, no es de extrañar que la historia reciente se haya llenado, del modo en que lo viene haciendo, de anacronismos.

Como ha dicho no hace mucho Régis Debray, es "como si existiera una especie de termostato o regulador antropológico que viniese a corregir por el integrismo las heridas de la integridad cultural de los grupos humanos" infligidas por la globalización de la economía capitalista;(41) como si cada desequilibrio cultural suscitado por ésta última pusiese en marcha procedimientos cada más desesperados y violentos de reequilibrio étnico, religioso o nacional; como si cada "dispositivo de desarraigo" y apertura, liberase un "mecanismo de contra-arraigo" o de cierre.(42) Así, pues, "la producción de localismos" y particularismos de toda índole "no [sólo no] niega la mundialización, [sino que] es su producto".(43)

De modo casi idéntico, había defendido Lévi-Strauss con anterioridad que "cuanto más homogénea se torna una sociedad, tanto más visibles serán las líneas internas de separación, y lo que se ganó en un nivel se perderá, inmediatamente, en el otro [...] La humanidad no podría vivir sin algún tipo de diversidad interna".(44).

Parece, en efecto, como si la proliferación de nacionalismos, separatismos, irredentismos, integrismos religiosos y tribalismos que vivimos en estos días constituyesen "una reacción a la nivelación del terreno económico", y una resistencia a la "uniformización" técnica. "La identidad perdida aquí se recupera allá. El universalismo sufrido suscita un particularismo deliberado, como antídoto de lo homogéneo. Los macroespacios de la desposesión provocan un déficit de pertenencia que vienen a llenar los microespacios de soberanía".(45) Y "la creciente fluidez de los flujos de mercancías e informaciones es contestada por una neurosis territorial obsesiva".(46) La sobre-comunicación y la proliferación de los "no-lugares" (47) ligada a la progresiva mercantilización de todo es contestada por una exacerbación de la xenofobia, del patriotismo y del sentido de la tierra.

Es un hecho incuestionable que la comunicación y el contacto entre las culturas han enriquecido a las mismas. Pero, como ha advertido Lévi-Strauss, es la diferencia de las culturas la que ha hecho fecundo su encuentro. "Los beneficios que las culturas sacan de esos contactos provienen ampliamente de sus desvíos cualitativos; pero en el transcurso de estos intercambios, esos desvíos disminuyen hasta abolirse. [...] En su evolución las culturas tienden hacia una entropía creciente que resulta de su mezcla".(48) La comunicación entre las culturas produce una uniformización creciente que termina por congelar su dinamismo original y por anular su creatividad. Para preservar éstos, se hace necesaria "una cierta sordera",(49) una situación de subcomunicación relativa. Tanto la ausencia como el exceso de comunicación pueden ser inconvenientes. "Para que una cultura sea realmente ella misma y esté en condiciones de producir algo original, la propia cultura y sus miembros deben estar convencidos de su originalidad y, en cierta medida, también de su superioridad sobre los otros: sólo en condiciones de subcomunicación ella puede producir algo". En el intercambio con otras culturas, es necesario que cada una presente "cierta resistencia", que se haga en cierto grado opaca y reservada, pues, de lo contrario, "pronto se quedaría sin nada que le perteneciera propiamente para intercambiar",(50) que es lo que, en la mayor parte del mundo, ocurre en la actualidad. Hoy, la "supercomunicación" está a punto de convertirnos en meros consumidores estériles, "individuos capaces de consumir lo que sea, sin importarles de qué parte del mundo y de qué cultura proviene, pero desprovistos de todo grado de originalidad".(51)

Debray se ha referido a ello a su manera: "el famoso diálogo de las culturas en que consiste finalmente la universalidad contemporánea supone asegurado el artículo determinado plural; la universalidad exige, por lo tanto, cierto mantenimiento de los cierres. La posibilidad ofrecida a un individuo de ingresar en otra cultura le sería quitada si ya no hubiera un lugar definido donde entrar, o del cual salir".(52)

Parece, pues, deseable que las culturas se mantengan diversas. "Solo que -como advierte Lévi-Strauss- hay que consentir en pagar un precio, a saber, que culturas apegadas, cada una de ellas, a un estilo de vida, a un sistema de valores, velen por sus particularismos".(53)

Ahora bien, sabemos que no es este un precio que nuestro sistema económico pueda permitirse el lujo de pagar. Al contrario, el capitalismo se comporta con las culturas como una especie de licuadora de la diversidad y heterogeneidad culturales. La única forma de supervivencia que le reserva a las culturas la sociedad globalizada es la del exotismo, la de objetos de consumo turístico. Por lo que, si uno, pese a todo, se empeña en "velar por su particularismo", habrá de hacerlo contra la vorágine que lo amenaza: el capitalismo.

El racismo contemporáneo

El caso del racismo contemporáneo es prototípico de cuanto venimos diciendo. Como sostiene Santiago Alba, "el racismo es, ante todo, una resistencia. Culmine o no en la dominación y el exterminio, su comienzo es mucho más modesto, mucho más desesperado, mucho más honrado: su voluntad no es la de condenar la diferencia, sino, al contrario, la de reivindicarla allí donde toda diferencia aparece amenazada". El racismo es en realidad "una espontánea resistencia a la homogenización"(54).

Frente a la extinción de las diferencias culturales a la que hacía referencia Girard, "frente a la erradicación de las potentes instancias de socialización y psicologización de épocas anteriores (familia, iniciación, religión), el capitalismo -sostenía hace unos años Santiago Alba en un artículo que merece ser recordado- sólo ha podido oponer débiles instancias jurídicas; instancias universales, abstractas, remotas que malamente permiten la organización sentimental y psicológica de sus sujetos. En estas condiciones, el racismo no necesita para manifestarse más que la ocasión". Y, como la historia ha demostrado, donde más abunda esta ocasión es entre las clases más desfavorecidas y entre los sectores más segregados de la población, pues son éstos los que más apartados se encuentran de las ya de por sí débiles instancias de socialización y reconocimiento de la sociedad contemporánea. "Desprovistos de hábitos y costumbres, cuanto más alejados local y sentimentalmente se encuentren los hombres del Estado y de las leyes, cuanto menos se reconozcan a través de ellas, más verán peligrar su diferencia. El desocupado, el desclasado, el apátrida buscará denodadamente en otra parte el signo de su diferencia. Despojado de todo, se aferrará a un signo natural y visible del que nadie pueda despojarle: convertirá el color de su piel en el último refugio de su singularidad". El racismo es, pues, una última, desesperada y aberrante resistencia contra la homogenización, contra la "eliminación de los hábitos y costumbres económicamente inútiles" consumada por el capitalismo en la sociedad moderna.(55) Los hombres, como ha defendido Lévi-Strauss, se amparan en diferencias raciales cuando ya no hay diferencias culturales.(56) En una hipotética cultura única, al racismo le valdría cualquier pretexto para extenderse.(57).

La frustración de los que, pese a todo, seguimos siendo "ilustrados"

Como ha dicho inmejorablemente Santiago Alba, "la sociedad occidental moderna es la primera de la historia que se produce fuera de los «hábitos» y las «costumbres»",(58) aunque no por ello es más "racional", como a veces se ha pretendido, pues no ha sido producida contra las "costumbres" en menor medida que contra la "razón". Puede decirse que el capitalismo "ha excogitado la peor forma posible de producir sociedad: producirla al mismo tiempo, contra las «supersticiones» y contra la «razón»".(59)

Desde hace tiempo, la sociedad se viene produciendo en otro sitio, por otros medios y a instancia de otras necesidades (que no son necesidades humanas sino las de un sistema económico cuyo dinamismo, como decía Marx, no depende de la voluntad ni de los requerimientos de los hombres); se viene produciendo, por tanto, lejos de los procedimientos de asociación, subordinación e integración tradicionales (objeto de estudio permanente de la antropología), pero también lejos de la Razón y de la Ley, del Derecho (que hoy cumple una función completamente distinta de la que la Ilustración le había asignado) y de lo político; lejos de ese espacio autónomo y puramente racional al que la Ilustración llamó, con toda propiedad, "libertad".

La modernidad ha liberado de lo político y lo cultural un espacio, el de la producción, reproducción y circulación del capital, que ha pasado a ser el único desde el que, de modo decisivo, hoy se hace o se genera sociedad.(60) La posibilidad de cualquier tipo de intervención política en ese espacio se halla excluida de antemano. El régimen democrático contemporáneo, como para nadie es ya un secreto, tiene justamente la función casi exclusiva de impedir la intrusión de lo político en el espacio "libre" de lo económico. De hecho, lo político ya sólo puede ser reintroducido en dicho espacio terroristamente. Castro, el subcomandante Marcos, Milosevic, Chávez, Lula son terroristas -o no tardarán en serlo- justamente por haber tratado, cada uno a su manera, de intervenir políticamente en un territorio totalmente independizado ya de lo político, en un ámbito autónomo del que lo político ha sido desalojado con anterioridad y en el que sólo puede volver a entrar bajo el signo de la violencia ilegítima. En las actuales condiciones, "terrorismo" es, de hecho, la única categoría asignable a todo intento de intervención política en el funcionamiento del sistema económico mundial (Bush, Blair y Aznar lo han entendido perfectamente).

Así pues, parece que sólo nos quedan dos odiosas alternativas: el "terrorismo" o la supervivencia en una sociedad que a duras penas alcanza a serlo y en la que sólo somos interpelados en tanto que fuerza de trabajo y mercado. Y si optamos por esta segunda alternativa, tal vez necesitemos refugiarnos en alguno de esos "anacronismos" que más arriba hemos contemplado y a los que media población mundial parece haberse replegado.

Hemos visto cómo, en las condiciones que se venían gestando de manera generalizada en Occidente durante los dos últimos siglos, el programa político ilustrado, pese a ser ciertamente irrenunciable, acababa convirtiéndose en una "dictadura educativa" y desembocaba inevitablemente en alguna forma de "terror". Y sabemos también que, en las citadas condiciones, el comunismo, pese a ser moralmente inexcusable, no podía sobrevivir sin producir, a su vez, gulag y "totalitarismo". Y, sin embargo, no podemos dejar de ser ni comunistas ni "ilustrados", por lo que tenemos motivos de sobra para estar profundamente frustrados. Y, mientras tanto, hasta la simple expresión de esta frustración es inmediatamente criminalizada y terroristizada. Bush lo ha expresado recientemente con la máxima precisión: o estamos con él, esto es, con la "civilización", la "libertad", la "democracia", etc. o estamos con el "terrorismo" (engrosando las líneas del "Mal"). El mundo es ya uno sólo y otra opción no es posible.



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NOTAS

(1) Jean Starobinski, 1789 los emblemas de la Razón, Taurus, Madrid, 1988, p. 30.
(2) Jean Starobinski, op. cit., p. 33
(3) Robespierre: "¿Cuál es el principio fundamental del gobierno democrático o popular, es decir, el resorte esencial que lo sostiene y que le hace moverse? Es la virtud". "En el sistema de la revolución francesa, lo que es inmoral es impolítico, lo que es corruptor es contrarrevolucionario". (Discurso ante la Convención del 7 de febrero de 1974). Saint-Just: "No puede ser legítimo lo que carece de la sanción de la moral y de la naturaleza". "La moral y la utilidad deberían ser la única regla de las leyes". (Discurso sobre el juicio a Luis XIV del 13 de noviembre de 1792). "Yo no sé si hace falta menos audacia para ser legislador que para ser conquistador; éste no combate más que hombres, y aquél combate el error, el vicio y el prejuicio". (Discurso sobre la reorganización del ejército del 12 de febrero de 1793). Ver AA.VV.: La revolución en sus textos, Tecnos, Madrid, 1989.
(4) Véanse, sobre todo, sus libros Las reglas del caos. Apuntes para una antropología del mercado, Anagrama, Barcelona, 1995, y La ciudad intangible. Ensayo sobre el fin del neolítico, Hiru, Hondarribia, 2001; y, si es posible, su breve texto inédito "Islamismo y modernidad" (parcialmente publicado en la revista Sediciones).
(5) La Razón es la fuente de toda legitimidad, la intemporal autoridad moral y política a la que toda otra autoridad histórica debe estar subordinada. No hay, pues, sitio para un relativismo como el profesado por Montesquieu en El espíritu de las leyes o las Cartas persas. Los revolucionarios franceses propugnan una legislación universal, puramente racional y enteramente independiente de las costumbres. En palabras de Condorcet: "Una buena ley debe ser buena para todos los hombres, como una proposición verdadera lo es igualmente para todos". "La uniformidad de pesos y medidas solamente puede desagradar a los curiales, que temen que se minore el número de pleitos; y a los mercaderes, que temen todo lo que hace fáciles y sencillas las operaciones de comercio". (Observaciones sobre el Libro XXIX del Espíritu de las Leyes). Así, pues, la gran innovación de la Revolución francesa estriba en el descubrimiento de una legitimidad universal, y no en el de la tolerancia y el pluralismo, como a veces se ha dicho. Hasta un moderado como Alexis de Tocqueville se muestra convencido de ello cuando, en 1858, se refiere en los siguientes términos a la ruptura con el Antiguo Régimen: "Mientras el espíritu humano duda todavía y, detenido en las antiguas vías, se esfuerza ya por abandonarlas, el pueblo francés, rompiendo de un tirón el lazo de sus recuerdos, pisoteando sus viejos usos, repudiando sus antiguas costumbres, escapando violentamente a las tradiciones de familia, a las opiniones de clase, al espíritu de provincia, a los prejuicios de la nación, al imperio de las creencias, proclama que la verdad es sólo una, que no puede ser alterada por el tiempo o por el lugar, que no es relativa sino absoluta, que hay que buscarla en el fondo de las cosas sin preocuparse de la forma y que todo hombre puede descubrirla y debe someterse a ella" (Alexis de Tocqueville, El antiguo régimen y la Revolución, Alianza Editorial, Madrid 1.982, p. 10).
(6) Los revolucionarios franceses siguen en esto a Rousseau: lo que la caída del Antiguo Régimen debe traer consigo es el re-establecimiento de la Naturaleza Humana. El Derecho y la Ley han de perder su artificiosidad y arbitrariedad históricas y ser devueltas a su fuente originaria: la Naturaleza. Principio, éste, por cierto, capaz de dar cabida tanto al rigorismo moral de un Diderot como al libertinismo sadiano. De hecho, el Marqués de Sade se halla convencido de estar llevando hasta sus últimas consecuencias este principio; ver, por ejemplo, su delirante discurso "Franceses, un esfuerzo más si queréis ser republicanos" puesto en boca de uno de los protagonistas de su obra La philosophie dans le Boudoir (Marqués de Sade: Instruir deleitando o Escuela de amor. La philosophie dans le Boudoir, Lucina, Madrid, 1988, 2ª edic., pp. 169-225).
(7) Un pasaje del Discurso de Robespierre del 7 de mayo de 1794 resume ejemplarmente este proyecto: "La obra maestra de la sociedad sería generar en el hombre, respecto a los objetos morales, un instinto inmediato que sin la ayuda, más lenta, de la razón le impulsase a buscar el bien y evitar el mal, pues la razón de los particulares, engañados por las pasiones, es con frecuencia la de un sofista que aboga por su causa". Como quiera que esta "obra maestra", con la que Kant apenas sí se atreve a especular (hacer del "imperativo categórico" un instinto, una nueva naturaleza), no parece de fácil consecución, es necesario algo que "sustituya ese instinto sublime" y supla "los fallos de la autoridad humana". Tal instrumento sólo puede ser la religión. De ahí, que "ningún legislador haya pensado en nacionalizar el ateismo". En el mismo sentido, había dicho Rousseau en El contrato social que ha de haber una "religión" o "profesión de fe puramente civil, cuyos artículos corresponde fijar al soberano como normas de sociabilidad" a las que debe ajustarse el comportamiento del "buen ciudadano" y del "súbdito fiel", pues "al Estado le importa que cada ciudadano tenga una religión que le haga amar sus deberes" (Jean-Jacques Rousseau, El Contrato social, lib. IV, cap. 8).
(8) La moral y la felicidad son esferas enteramente independientes y su más bien rara concurrencia es siempre puramente contingente. "La virtud –decía Voltaire- no es un bien, es un deber. Ella no tiene nada que ver con las sensaciones dolorosas o agradables" (Voltaire, Diccionario filosófico, Barcelona, 1936). Está tesis, que encontrará su más perfecta fundamentación en la obra de Kant, halló expresión política en multitud de textos ilustrados: "La Ilustración no tiene como objetivo hacer a un pueblo feliz, sino hacerlo justo" (Johann Benjamin Erhard, "Sobre el derecho del pueblo a una revolución", en AA.VV.: ¿Qué es Ilustración?, Tecnos, Madrid, 1989, 2ª. edic., pp. 99). "El ilustrado considera como último fin del Estado conseguir el más alto grado posible de moralidad y ennoblecimiento de la nación. Es un error casi generalizado y con fuerte influencia sobre los corazones el poner siempre la pura felicidad como el objeto supremo de los esfuerzos...". (Johann Baptist Geich, "Acerca de la influencia de la Ilustración sobre las revoluciones", en AA.VV.: ?Qué es Ilustración?, op. cit., pp. 86-87). La dificultad con la que inevitablemente tropiezan los revolucionarios franceses reside en cómo llevar a cabo la constitución moral de la sociedad con el necesario apoyo de unas masas que lo que reclaman es felicidad. "La Revolución -dice a este respecto Starobisnki- debe su éxito, su ritmo, su aceleración catastrófica, a la coalición imprevista de las luces con el oscuro empuje de las masas irritadas". Por eso, "el lenguaje teórico, el lenguaje de los principios, deberá aliarse y comprometerse con una región de sombra y de pasión, de miedo y de furor, con la violencia de la necesidad elemental que agita a las masas brutales" (Jean Starobinski, op. cit. pag. 36 y 37).
(9) Joseph de Maistre habla a este respecto del carácter "satánico" de la revolución, de su "radical maldad", de su "pura impureza" (Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Francia, Tecnos, Madrid 1.990). Mientras que De Bonald dice que en su intento de derrumbar la sociedad tradicional la Revolución acaba conformando una sociedad que "tiene un religión pública: es el culto de Marat; tiene un poder único y general: es la muerte; hace distinciones sociales: son los jacobinos, ministros de este culto y agentes de este poder. Este poder tiene un representante, es el instrumento de los suplicios; este monarca tiene ministros, son los verdugos; hay sujetos, son sus víctimas. Nada semejante había aparecido todavía sobre la tierra". (Louis-Ambroise de Bonald, Teoría del poder político y religioso, Tecnos, Madrid, 1988, p. 74).
(10) Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Francia, op. cit., pp. 110 y 61.
(11) Louis-Ambroise de Bonald, Teoría del poder político y religioso, op.cit., p. 3
(12) Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Francia, op. cit., p. 67.
(13) Santiago Alba, Las reglas del caos, op. cit., p. 240.
(14) Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Francia, op. cit., p. 52
(15) Joseph de Maistre, Consideraciones sobre Francia, op. cit., p. 66.
(16) Carlos Fernández Liria, Geometría y tragedia. El uso público de la palabra en la sociedad moderna, Hiru, Hondarribia (Gipuzkoa), 2001.
(17) "La Humanidad –escribe Hannah Arendt-, que en el siglo XVIII, en la terminología kantiana, no era más que una idea ordenadora, se ha convertido hoy en un hecho ineludible" (H. Arendt: Los orígenes del totalitarismo. 2. Imperialismo, Alianza Editorial, Madrid, 1982, p. 377).
(18) Carl Schmitt, Sobre el parlamentarismo, Tecnos, Madrid, 1996, 2 edic., pp. 78-79
(19) Cf. Evgeni B. Pasukanis: Teoría general del derecho y marxismo, Labor, Barcelona 1976, 1ª edic.
(20) Expresiones tomadas de Cluade Lévi-Strauss, De cerca y de lejos, Alianza Editorial, Madrid, 1990, p. 161.
(21) Claude Levi Strauss, De cerca y de lejos, op. cit., p. 161.
(22) René Girard, La violencia y lo sagrado, Anagrama, Barcelona, 1995, 2ª edic., p. 195.
(23) Ibidem, p. 57.
(24) Ibidem, p. 57.
(25) Ibidem, p. 58
(26) Ver Carl Schmitt, El concepto de lo político, Alianza Editorial, Madrid, 1987.
(27) Como bien supo ver Carl Schmitt, este último aspecto es justamente lo que caracteriza a la sociedad contemporánea. Cuando se abandona la lógica amigo/enemigo y el mundo entero es constreñido a reconocerse en la Humanidad, cualquier obstaculización, por accidental y pasiva que sea, del dinamismo (económico) de la sociedad globalizada contemporánea es inmediatamente concebido como un ataque a la Humanidad que debe ser contestado mediante una "guerra inevitablemente mundial"; una guerra que sólo podrá darse por concluida con el exterminio del oponente, pues no hay afuera de la Humanidad al que pudiera hacerse retroceder a éste. En tales condiciones, ningún conflicto puede ser ya reconocido como político: el insurgente es siempre un adversario de la Humanidad y, por tanto, tan sólo un subhumano, un "moro", un terrorista, al que se puede encerrar, torturar o aniquilar "en nombre de la humanidad" y sin menoscabo del más decidido compromiso con los Derechos Humanos. "La humanidad no puede hacer una guerra" contra enemigo alguno, "pues carece de enemigos, al menos en este planeta". Por eso, cuando, pese a todo, se hace la guerra "en nombre de la humanidad", lo que se pretende es "negar al enemigo la calidad de hombre, declararlo hors-la-loi y hors l’humanité, y poder llevar así la guerra a la extrema inhumanidad" (p. 84). "Cualquier guerra iniciada para la conservación o ampliación de una posición de poder económico irá precedida de una oferta propagandística capaz de convertirla en «cruzada» y en «última guerra de la Humanidad»" (p. 106). La llamada "guerra preventiva" de la actual "coalición internacional contra el terrorismo" auspiciada por la administración Bush constituye un ejemplo incontestable de este tipo de guerra de exterminio.
(28) René Girard, La violencia y lo sagrado, op. cit., pp. 59 y 58.
(29) Ibidem, p. 59; aspecto éste último sobre el que, como vimos, había llamado insistentemente la atención Joseph de Maistre en sus Consideraciones sobre la revolución francesa.
(30) Piénsese, por ejemplo, en el importante trabajo de Mary Douglas: Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú, Siglo XXI, Madrid, 1991, 2ª edic., al que Girard sigue de forma explícita en varias ocasiones.
(31) René Girard, La violencia y lo sagrado, op. cit., p. 63.
(32) Ibidem, p. 64. Incluso cuando las diferencias que faltan, donde se esperaban que estuvieran, son naturales (y no culturales), dicha falta se vive como un peligro, como una amenaza directa de consecuencias imprevisibles. Como advierte René Girard, esto es lo que ocurre en numerosas "sociedades primitivas" con los gemelos (Véase René Girard, La violencia y lo sagrado, op. cit., p. 64).
(33) Ibidem, pp. 74-75.
(34) Sobre este concepto, en el que ahora no podemos detenernos, véase especialmente el Capítulo III de La violencia y lo sagrado.
(35) Ibidem, p. 194.
(36) Ibidem, p. 195.
(37) Ver, sobre todo, René Girard, La violencia y lo sagrado, op. cit., pp. 57-74, ya citadas más arriba. Resulta enriquecedor, comparar esta tesis con ciertas ideas muy semejantes vertidas por Louis Dumont en sus Ensayos sobre el individualismo y en Homo Aequalis (ver, más adelante, nuestra nota núm. 55).
(38) Carlos Fernández Liria, El materialismo, Síntesis, Madrid, 1998, p. 322.
(39) Carlos Fernández Liria, El materialismo, op. cit., p. 323.
(40) H. Arendt: Los orígenes del totalitarismo. 2. Imperialismo, op. cit., p. 379. Según Hannah Arendt, las millones de personas que durante la primera mitad del siglo XX vagaban por Europa lejos de su patria y de su hogar, sin la protección política de sus respectivos gobiernos y de derecho nacional alguno, percibieron rápidamente lo tremendamente "peligroso" que resultaba disponer de la sóla protección del Derecho Natural "inalienable" que les asistía en cuanto miembros de la "raza humana" (Robespierre, Discurso del 24 de abril de 1793). Aunque se pretendía que la legislación de los estados nacionales se establecía sobre la base "natural" -y, por tanto, previamente existente- de los Derechos del Hombre, los apátridas, los "fuera de la ley", las minorías segregadas y los refugiados políticos "estaban tan convencidos de que la pérdida de los derechos nacionales se identificaba [en realidad] con la pérdida de los derechos humanos como de que aquellos garantizaban a éstos. Cuanto más eran excluidos del Derecho en cualquier forma, más tendían a buscar una integración en lo nacional, en su propia comunidad nacional. Los refugiados fueron sólo los primeros en insistir en su nacionalidad y en defenderse contra los intentos de unirles con otros apátridas. Desde entonces, ni un sólo grupo de refugiados ni de personas desplazadas ha dejado jamás de desarrollar una violenta y furiosa conciencia de grupo y de clamar por sus derechos como -y sólo como- polacos, o judíos, o alemanes, etc." (p. 370). El drama de estos grupos que por uno u otro motivo se vieron empujados fuera del redil de la ley, "no estriba en que se hallen privados de la vida, de la libertad y de la prosecución de la felicidad, o de la igualdad ante la ley y de la libertad de opinión -fórmulas que fueron concebidas para resolver problemas dentro de comunidades dadas- sino que ya no pertenecen a comunidad alguna. Su condición no es la de no ser iguales ante la ley, sino la de que no existe ley alguna para ellos" (p. 374). "La concepción de los derechos humanos, basada en la supuesta existencia de un ser humano como tal, se quebró en el momento en que quienes afirmaban creer en ella se enfrentaron por primera vez con personas que habían perdido todas las demás cualidades y relaciones específicas -excepto las que seguían siendo humanas". Como la historia del siglo XX ha demostrado, lo cierto es que "el mundo no halló nada sagrado en la abstracta desnudez del ser humano" (p. 378). "Llegamos a ser conscientes de la existencia de un derecho a tener derechos (y esto significa vivir dentro de un marco donde uno es juzgado por las acciones propias) y de un derecho a pertenecer a algún tipo de comunidad organizada, sólo cuando aparecieron millones de personas que habían perdido y que no podían recobrar estos derechos por obra de la nueva situación política global. Lo malo es que esta calamidad surgió no de ninguna falta de civilización, del atraso o de la simple tiranía, sino, al contrario, de que no pudo ser reparada porque ya no existía ningún lugar «incivilizado» en la Tierra, porque, tanto si nos gustaba como si no nos gustaba, empezamos a vivir realmente en Un Mundo. Sólo en una Humanidad completamente organizada podía llegar a identificarse la pérdida del hogar y del status político con la expulsión de la Humanidad" (p. 375). "La calamidad que ha sobrevenido a un creciente numero de personas no ha consistido entonces en la pérdida de derechos específicos, sino en la pérdida de una comunidad que quiera y pueda garantizar cualesquiera derechos. El hombre, así, puede perder todos los llamados Derechos del Hombre sin perder su cualidad esencial como hombre, su dignidad humana. Sólo la pérdida de la comunidad misma le arroja de la Humanidad" (p. 376). No ha de extrañar, pues, que estas personas "insistieran en su nacionalidad, el último signo de su antigua ciudadanía, como el único vestigio de su relación con la Humanidad. Su desconfianza hacia los derechos naturales, su preferencia por los derechos nacionales [políticos], proceden precisamente de su comprensión de que los derechos naturales son concedidos incluso a los salvajes", es decir, a los que no formaban parte del "mundo civilizado" (p. 379). Al ser privados de toda protección jurídica concreta y perder el amparo de toda institución política, los hombres se ven privados también de los beneficios de esa "tremenda igualación de diferencias que surge del hecho de ser ciudadanos de alguna comunidad y, como ya no se les permite tomar parte en el artificio humano, comienzan a pertenecer a la raza humana de la misma manera que los animales pertenecen a una determinada especie animal. La paradoja implicada en la pérdida de los derechos humanos es que semejante pérdida coincide con el instante en que una persona se convierte en un ser humano en general -sin una profesión, sin una nacionalidad, sin una opinión, sin un hecho por el que identificarse y especificarse" (p. 381). "El peligro estriba en que una civilización global e interrelacionada universalmente pueda producir bárbaros en su propio medio" (p. 382). Lo cual equivaldría a hacer efectiva, para los así barbarizados, su "expulsión de la Humanidad". Y las consecuencias que puede acarrear esta expulsión no necesitan ser recordadas.
(41) Régis Debray, "Oscurantismo y economismo", El País, 20 de febrero de 1994, p. 13.
(42) Régis Debray, El arcaísmo posmoderno. Lo religioso en la aldea global, Manantial, Buenos Aires, 1996, p. 65.
(43) Régis Debray, "Oscurantismo y economismo", op. cit., p. 13.
(44) Conferencia pronunciada en la Universidad de Toronto en 1977, recogida en Claude Lévi-Strauss, Mito y significado, Alianza Editorial, Madrid, 1990, p. 42. En una entrevista concedida en 1973, había dicho de modo análogo: "Si una civilización mundial, perfectamente homogénea, se estableciera y abarcara todo el planeta -lo que es muy difícil- tendría una vida breve. Los seres humanos necesitan de cierta diversidad. En el futuro, aparecerán otros cambios y existirán diferencias que ni siquiera sospechamos. Veremos persistir o surgir coeficientes de diferenciación" (José Ramón Llobera, Las sociedades primitivas, Salvat Editores, Barcelona, 1973).
(45) Régis Debray, El arcaísmo posmoderno. Lo religioso en la aldea global, op. cit., p. 65.
(46) Régis Debray, "Oscurantismo y economismo", op. cit., p. 13.
(47) "Los no-lugares -dice el sociólogo Marc Augé- son la medida de la época, medida cuantificable y que se podría tomar adicionando, después de hacer algunas conversiones entre superficie, volumen y distancia, las vías aéreas, ferroviarias, las autopistas, los habitáculos móviles llamados 'medios de transporte' (aviones, trenes, automóviles), los aeropuertos y las estaciones ferroviarias, las estaciones aeroespaciales, las grandes cadenas hoteleras, los parques de recreo, los supermercados, la madeja compleja, en fin, de las redes de cables o sin hilos que movilizan en el espacio extraterrestre los fines de una comunicación tan extraña que a menudo no pone en contacto al individuo más que con otra imagen de sí mismo" (Marc Augé, Los no lugares. Espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, Gedisa, Barcelona, 1994, pp. 84-85).
(48) Claude Lévi-Strauss, De cerca y de lejos, Alianza Editorial, Madrid, 1990, p. 204. En otro lugar, señala análogamente Lévi-Strauss: "Las diferencias son extremadamente fecundas. El progreso [cultural] sólo ha sido posible a partir de ellas" (Claude Lévi-Strauss, Mito y significado, op. cit., p. 41)
(49) Claude Lévi-Strauss, Raza y cultura, Cátedra, Madrid, 1996, p. 141.
(50) Claude Lévi-Strauss, De cerca y de lejos, op. cit., p. 205.
(51) Claude Lévi-Strauss, Mito y significado, op. cit., p. 41. En "Raza y cultura" había escrito en el mismo sentido Lévi-Strauss: "Plenamente lograda, la comunicación integral con el otro condena a un plazo más o menos breve la originalidad de su creación y de la mía. Las grandes épocas creadoras fueron aquellas en que la comunicación llegó a ser suficiente como para que interlocutores alejados se estimulasen, sin ser, sin embargo, tan frecuente y rápida como para que los obstáculos, tan indispensables entre los individuos como entre los grupos, disminuyeran hasta el punto de que los intercambios demasiado fáciles igualaran y confundieran su diversidad (Claude Lévi-Strauss, Raza y Cultura, p. 141).
(52) Régis Debray, El arcaísmo posmoderno. Lo religioso en la aldea global, op. cit., p. 66. Sobre este punto en concreto recomendamos así mismo la lectura del artículo de Santiago Alba "En defensa de las fronteras", Egin, 26 de noviembre de 1988.
(53) Claude Lévi-Strauss, De cerca y de lejos, op. cit., p. 205.
(54) Santiago Alba, Las reglas del caos, op. cit., pp. 111 y 112. El racismo, como sostiene Roger Bastide en su conocido análisis de los prejuicios, se desarrolla fundamentalmente en la modernidad. Paradójicamente, el aumento geométricamente progresivo de la movilidad social bajo el capitalismo industrial y el igualitarismo democrático han exacerbado el prejuicio y el odio raciales (Roger Bastide, El prójimo y el extraño, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1970).
(55) Santiago Alba, "Racismo y aculturación", Egin, agosto de 1990 (las tesis de este artículo fueron revisadas y, en alguna medida, rectificadas por el autor en su libro Las reglas del caos, op. cit., pp. 110-116 y 129-132). Mediante argumentos que estimamos sensiblemente menos convincentes que los aportados por Lévi-Strauss o Santiago Alba, Louis Dumont ha llegado a conclusiones muy parecidas a las expuestas en este trabajo, y no queremos terminar sin hacer, a modo de apéndice, una breve mención de las mismas. En sus Ensayos sobre el individualismo, sostiene Dumont que la ideología moderna se caracteriza por desintegrar el "holismo" propio de las sociedades tradicionales, las cuales comprenden los intercambios y valores en función del todo social. Además, la ideología, marcadamente individualista, de los modernos experimenta una profunda y radical aversión por toda suerte de "jerarquía", o sea, por toda forma de "englobamiento" y "subordinación" de grados diferenciados y reconocidos. Sin duda, esta marginación de toda subordinación y toda trascendencia, al desintegrar la relación de valor entre elemento y todo, constituye la raíz de la tendencia atomizadora propia de la "configuración ideológica moderna". Al no existir un entramado de referentes y valores humanamente significativos, se desvalorizan las relaciones interhumanas y adquieren prioridad las relaciones subhumanas con un mundo contrapuesto de cosas (mercancías) sobre las que el hombre alienado cree imponer su voluntad. De este modo, al tiempo que las relaciones humanas se alienan y se determinan por referencia a relaciones cosificadas, la "configuración ideológica moderna" valoriza al individuo y su libertad de elección. Pues bien, según Dumont, en la medida en que el individualismo igualitario de la ideología moderna, al destruir toda jerarquía de valores y fines humanos, confunde jerarquía y poder, subordinación y dominación, termina consagrando la lucha de todos contra todos por el poder y la dominación. Y, como la historia ha venido a mostrarnos, los hombres huyen de esta masiva violencia interindividual tratando de restaurar de modo más o menos desesperado el "orden" cultural y social disuelto, la antigua jerarquía o subordinación holística que les ligaba (L. Dumont, Ensayos sobre el individualismo. Una perspectiva antropológica sobre la ideología moderna, Alianza Editorial, Madrid, 1987). En Homo Aequalis, un ensayo anterior a los arriba citados, Dumont llega a la misma conclusión desde otro punto de partida: la tesis defendida por Karl Polanyi de que la singularidad, el carácter absolutamente excepcional de la sociedad moderna reside en el divorcio entre lo político y lo económico, en la "separación radical de los aspectos económicos del tejido social y su construcción en un dominio autónomo" (Karl Polanyi, La gran transformación, Ediciones de la Piqueta, Madrid, 1989). Según Dumont, tres aspectos interdependientes marcan el desarrollo de nuestra sociedad: 1) El nacimiento de lo económico-mercantil como ámbito autónomo, separado de lo político y lo social. 2) La transición de una sociedad levantada sobre las relaciones entre los hombres a una sociedad levantada sobre las relaciones de los hombres con las cosas. 3) El surgimiento del individuo moderno como efecto ineludible de la citada independización de lo económico respecto de lo social y de la construcción de lo social. Ahora bien, contra esta usurpación del papel constituyente de la sociedad por lo económico-mercantil que disgrega y desintegra la sociedad en átomos flotantes formalmente idénticos e intercambiables, se subleva el "holismo" primigenio de la sociedad de forma más o menos compulsiva, según los casos. Así, por ejemplo, el nazismo debe ser considerado como la respuesta histérica y excesiva de un holismo político latente en el corazón de la sociedad contra la sociedad individualista. "El totalitarismo -dice Dumont- resulta de la tentativa, en una sociedad en la que el individualismo se halla profundamente enraizado, y es predominante, de subordinarlo a la primacía de la sociedad como totalidad". Ya que no es posible la subordinación (el "orden" y la "diferenciación" culturales) se recurre a la sumisión para salvar lo social de las amenazas del individualismo y del formalismo (que suprimen el "orden" y disuelven las "diferencias"). Cuando el individuo predomina sobre lo social, el holismo primigenio tiene que ser reconstruido políticamente (L. Dumont, Homo Aequalis. Génesis y apogeo de la ideología económica, Taurus, Madrid, 1982).
(56) Ver "Raza y Cultura", incluido en Raza y cultura, op. cit., pp. 105-142.
(57) En este sentido, la ideología racista viene a ser algo así como la "mitología" de la aldea global capitalista. Se podría decir que el racismo es la "superstición" del capitalismo; un "prejuicio" -en el sentido ilustrado del término- con el que los hombres tratan de restaurar imaginariamente las diferencias abolidas por la homogenización cultural contemporánea.
(58) Santiago Alba Rico, "Racismo y aculturación", op. cit.
(59) Santiago Alba Rico, Las reglas del caos, op. cit., p. 240.
(60) Entre los muchos que han llamado la atención sobre este aspecto, hay que destacar a Karl Polanyi y Maurice Godelier (del primero, véase, sobre todo, La gran transformación, Ediciones de La Piqueta, Madrid, 1989; del segundo, pueden verse: Lo ideal y lo material, Taurus, Madrid, 1989 y Sur les sociétés précapitalistes, Editions Sociales, París, 1970; en castellano: Teoría marxista de las sociedades precapitalistas, Laia, Barcelona, 1971, 1ª edic.).


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