Román Reyes (Dir): Diccionario Crítico de Ciencias Sociales |
Fuerza (Uso de la)
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Javier A. González
Vega
Universidad de Oviedo
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Sin embargo, la situación descrita se ha transformado cualitativamente a lo largo del presente siglo. Ciertamente, la trayectoria de la sociedad internacional puede hacer albergar dudas acerca de los cambios experimentados : dos conflictos mundiales y un rosario de guerras regionales o locales, internas e internacionales, coloniales, etc. sugieren una continuidad en los rasgos característicos de la sociedad internacional y en particular en la continua preminencia de la violencia en la conducción de las relaciones internacionales. Sin embargo, frente a esta continuidad conviene destacar una serie de factores que han alterado sustancialmente el fenómeno del empleo de la fuerza en la sociedad internacional. En primer término, la aparición del arma nuclear con la cual la confrontación directa entre las grandes potencias mundiales se revela prácticamente imposible en razón de los riesgos y costes que reportaría su empleo : el "equilibrio del terror" inherente a la posesión del armamento nuclear ha hecho pues impensable el desarrollo de conflictos armados entre las potencias detentadoras de esta tecnología (véase Guerra y Sociedad). En segundo lugar el desarrollo fulgurante de lazos de interdependencia económica que hacen factible hoy en día la obtención de objetivos semejantes a los perseguidos antaño merced a la fuerza militar con el sólo recurso a los medios de presión económica; en este orden, conviene destacar que el proceso de relativa pacificación de la sociedad internacional se ha visto acompañado de un sustancial incremento de la operatividad de los mecanismos de coerción económica (embargos, boycotts, etc). Como resultado de la conjunción de estos factores, el uso de la fuerza en las relaciones internacionales ha tendido a constituir un fenómeno "periférico", pues ha sido básicamente en el Tercer Mundo en donde se han concentrado los conflictos armados, en razón de la ausencia de los factores que como vemos hacen hoy desaconsejable el recurso a la fuerza militar. También en línea con esta evolución conviene destacar otros elementos que han contribuido a desdibujar el tradicional panorama en que se movía el fenómeno del uso de la fuerza en las relaciones internacionales : de un lado la emergencia de manifestaciones de terrorismo y contra-terrorismo que en el caso de ser promovidas por los Estados se presentan como sustitutivos de las técnicas de coerción tradicionales (véase Terrorismo internacional (origen y condicionamiento)); de otro el evidente fenómeno de "internalización" de los conflictos armados : al abandono de la violencia interestatal sucede un incremento notable de las guerras civiles en cuyo desarrollo -no sin grandes dosis de hipocresía- se solventan conflictos de naturaleza interestatal, tal y como pone de manifiesto el recurrente drama de la antigua Yugoslavia.
En consonancia con la evolución
advertida, el tratamiento jurídico internacional del fenómeno
bélico ha experimentado sensibles transformaciones en virtud de
las cuales el uso de la fuerza por los Estados ha dejado de ser contemplado
como ejercicio de una competencia natural para ser limitado e incluso proscrito.
En efecto, la consideración del fenómeno del uso de la fuerza
en la sociedad internacional se ha transformado radicalmente en el Derecho
internacional contemporáneo : desde comienzos de siglo ciertos Tratados
internacionales han tendido a limitar la tradicional potestad discrecional
de guerra de los Estados y la Carta de las Naciones Unidas (1945) ha confirmado,
acentuándola, esta evolución, al prohibir el recurso a la
fuerza en las relaciones internacionales. Este tratado y la práctica
internacional ulterior han introducido así modificaciones sustanciales
en la aproximación al fenómeno del uso de la fuerza desde
la perspectiva del Derecho Internacional Público.
1.- La prohibición del uso de la fuerza. La Carta de las Naciones Unidas establece la obligación de todo Estado de abstenerse de recurrir a la fuerza (art. 2.4) e impone la correlativa obligación de resolver las controversias por medios pacíficos (art. 2.3). En contraste con las disposiciones de tratados anteriores (Convenio nº 2 de La Haya, de 1907; Pacto de la Sociedad de Naciones, Pacto Briand-Kellogg, etc.), la prohibición contenida en la Carta de las Naciones Unidas posee un amplio alcance. En efecto, el art. 2.4 Carta de las NU prohibe a los Estados no solo el recurso a la fuerza, sino a la amenaza de su empleo. Por otra parte, la prohibición se sitúa en una perspectiva objetiva : al emplear el término fuerza proscribe con ello todo género de acciones armadas con independencia de que sean calificadas o no de Guerra por parte de los Estados; asimismo, al prohibir el recurso a la fuerza "contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los propósitos de las Naciones Unidas" confiere una amplitud evidente al ámbito de la prohibición pues resulta impensable un uso de fuerza que no atente contra los genéricos propósitos que pergeña el art. 1 Carta de las NU (véase Naciones Unidas, Organización de las). Por otra parte, pese a que la prohibición se dirige en exclusiva a los Estados miembros de la Organización de las Naciones Unidas, el precepto ha cobrado tal generalidad que se impone al conjunto de Estados de la Comunidad internacional, con independencia de su condición de miembros de las Naciones Unidas; en este orden, la Resolución 2625 (XXV) de la Asamblea General de las Naciones Unidas ha identificado a la prohibición del recurso a la fuerza con uno de los principios fundamentales que rigen las relaciones entre los Estados de conformidad con el Derecho internacional. La prohibición del recurso a la fuerza constituyen así algo más que una mera obligación convencional : es un principio estructural del ordenamiento internacional y una norma perentoria (jus cogens) de Derecho internacional.
No obstante, la laxitud de la prohibición
no es inconciliable con ciertas limitaciones en cuanto a su alcance. En
este orden, conviene significar que pese a la ausencia de calificativos,
tal y como se desprende de los trabajos preparatorios de la Carta, el uso
de la fuerza prohibido es la fuerza armada y no la fuerza económica,
resultando eventualmente legítimo el empleo de medios de presión
económica en las relaciones entre los Estados; por otra parte, la
prohibición afecta sólo a las relaciones internacionales
sin que se prohiban ni las acciones de fuerza armada que el Estado emprende
en su territorio contra personas o grupos en ejercicio de su poder coactivo,
ni el recurso a medidas de fuerza en el curso de un conflicto civil en
el interior de un Estado. Asimismo, la prohibición del recurso a
la fuerza no entraña que toda acción de fuerza constituya
en sí misma un hecho internacionalmente ilícito, pues la
propia Carta prevé excepciones en relación con la prohibición.
2. -Las excepciones a la prohibición : la legítima defensa. En efecto, la Carta adopta un modelo de centralización de la coerción armada atribuyendo a la propia Organización la competencia para ejercer tales acciones. En este sistema, pues, la primera excepción se establece en favor de la propia Organización y dentro de ella, del Consejo de Seguridad que puede recomendar o decidir medidas que supongan el recurso a la fuerza contra un Estado responsable de una amenaza a la paz, quebrantamiento de la paz o acto de agresión (arts. 39 y 42 Carta de las NU). Las acciones armadas emprendidas por la Organización en virtud de tales atribuciones constituyen un uso de fuerza legítimo y son expresión de la potestad sancionatoria que se atribuye a la Organización de las Naciones Unidas. Bien es verdad que esta hipótesis de monopolio de la fuerza en manos de la organización mundial no ha encontrado al día de hoy una realización efectiva : en consonancia con los intereses de los Estados miembros la ONU no ha llegado a convertirse en un gendarme internacional; sus acciones militares se han orientado ante todo a labores de mantenimiento de la paz a través del despliegue de contingentes militares suministrados por los Estados -los "cascos azules"- y sólo excepcionalmente y con evidentes particularidades la Organización ha actuado los poderes que le vienen atribuídos por el Capítulo VII de la Carta : el supuesto planteado por la invasión del Emirato de Kuwait por Irak en donde la ONU se limitó a autorizar el uso de la fuerza a la coalición multinacional liderada por los EEUU pone de relieve el desencuentro entre las previsiones de la Carta y las realidades de poder presentes en el medio internacional.
Pese a estas limitaciones planteadas en la práctica, la afirmación de límites al uso de la fuerza en la Carta de las NU queda de manifiesto en el elenco restringido de supuestos en los que se admite el uso de fuerza al margen de la acción de la organización. En este sentido, dejando de lado supuestos históricamente superados como los previstos en contra de las antiguas potencias del Eje (arts. 53.1 y 107), la Carta sólo contempla como manifestaciones legítimas de fuerza las acciones emprendidas por una organización regional con competencias en el plano del mantenimiento de la paz y seguridad internacionales (v.gra. Organización de Estados Americanos, Liga de Estados Arabes, Organización de la Unidad Africana) -si bien en este caso tales acciones deben haber sido objeto de previa autorización por el Consejo de Seguridad (art. 53 Carta de las NU)- y aquellas acciones armadas que constituyan ejercicio del derecho "inmanente" de todo Estado a la legítima defensa individual o colectiva frente a un ataque armado (art. 51 Carta de las NU). En virtud del cual, en el caso de una eventual carencia de la organización para poder hacer frente a una acción armada dirigida contra un Estado miembro, se confiere a éste -e incluso a otro Estados en las condiciones que se verán más adelante- un derecho a recurrir a la fuerza.
En este caso, la excepcionalidad de la situación hace que el derecho de legítima defensa así reconocido aparezca sujeto a una serie de límites. En primer término, sólo procede su ejercicio "en caso de ataque armado" ; únicamente las violaciones armadas de la integridad territorial del Estado o la independencia política del Estado son susceptibles de desencadenar una reacción defensiva legítima, aunque también se comprenden dentro del concepto aquellas acciones armadas dirigidas contra sus tropas, buques o aeronaves en espacios no sometidos a su jurisdicción (alta mar, fuerzas estacionadas en territorio extranjero, etc.); por otra parte, el concepto de ataque armado se ha entendido tradicionalmente como ataque en curso excluyendo la hipótesis del ataque inminente o del ya producido y concluído. A esta primera limitación acompañan otras condiciones que debe de cumplir la acción del Estado atacado para reputarse legítima. En este sentido, la acción armada debe de ser puesta en conocimiento del Consejo de Seguridad (deber de información) a efectos de que éste controle su regularidad y habrá de cesar una vez que este órgano adopte las "medidas necesarias para el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales", en razón del carácter subsidiario y provisional que se atribuye a la acción defensiva del Estado. Por otra parte, las acciones de fuerza eventualmente adoptadas deben de atenerse a ciertos criterios, necesidad y proporcionalidad, reconocidos tradicionalmente como rectores de la situación de legítima defensa. De acuerdo con los mismos, las acciones en legítima defensa deben de orientarse exclusivamente a rechazar el ataque armado y resultan ilícitas aquellas acciones que excedan de esta finalidad, de modo que no se consideran legítimas las acciones armadas adoptadas en presencia de otras alternativas, ni las que persiguen manifiestamente fines distintos del rechazo del ataque armado. En conexión con estos requisitos se plantea también la exigencia de inmediatez en la acción defensiva requiriendo cierta proximidad temporal entre el ataque armado y la adopción de las medidas defensivas, no resultando así legítima una reacción armada que se verifica una vez que el ataque como tal ha concluído.
Como ya anticipáramos, el
derecho de legítima defensa no se limita a la posibilidad de que
el Estado víctima reaccione frente al ataque armado, sino que se
admite su ejercicio colectivo facultando a otros Estados para que recurran
a la fuerza en auxilio del Estado atacado. En este orden, los Estados han
celebrado frecuentemente Tratados bilaterales en los que se garantizan
la asistencia recíproca en caso de ataque armado y también
ha resultado común tal compromiso en Tratados de carácter
multilateral (Tratado Interamericano de Asistencia Reciproca, Tratado del
Atlántico Norte, Tratado de Bruselas de 1948, Pacto de Varsovia,
etc.), fenómeno intimamente vinculado a la existencia de las Organizaciones
internacionales en materia de defensa (véase Alianza Atlántica,
O.T.A.N y Unión Europea Occidental). Al margen de esta posibilidad,
cabe también el ejercicio colectivo de la legítima defensa
cuando en ausencia de un previo compromiso convencional el Estado víctima
solicita a través de sus autoridades competentes la asistencia de
otro Estado para hacer frente al ataque armado. Obviamente, las acciones
emprendidas por el Estado o Estados que actúan en auxilio del Estado
atacado deben de conformarse a las condiciones de ejercicio del derecho
de legítima defensa advertidas al examinar la modalidad individual.
3.- La agresión. En congruencia con las restricciones antevistas, el recurso a la fuerza por parte de un Estado en contra de las previsiones establecidas por el Derecho internacional nos sitúa en presencia de actos de agresión. Su perpetración habilita a la Organización de las Naciones Unidas para adoptar medidas o emprender acciones en contra del Estado autor. Por otra parte, la agresión constituye uno de los supuestos de crímenes internacionales, engendrando su realización un particular supuesto de responsabilidad internacional. La Carta de las Naciones Unidas se refiere a la agresión cuando entre sus objetivos sitúa "el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales" y prevé la eventual adopción de medidas colectivas para "suprimir actos de agresión" (art. 1.1). A tal efecto, se atribuye al Consejo de Seguridad la competencia en orden a determinar la existencia de un "acto de agresión", así como para recomendar o decidir las medidas que resulten necesarias para hacerle frente (art. 39). Por otra parte, en el art. 53 en una disposición hoy obsoleta, se prevé la acción coercitiva frente a los antiguos Estados enemigos (las antiguas potencias del Eje) en caso de "renovación de una política de agresión de parte de dichos Estados". Tal cúmulo de referencias al término ha planteado la necesidad de abordar su precisa definición; en este orden, la Asamblea General de las Naciones Unidas emprendía a mediados de la década de los 50 tal labor : su resultado se plasma en la adopción por consenso de la Resolución 3314 (XXIX), de 14 de diciembre de 1974 en la que se contiene la "Definición de la Agresión" y a la que se conceptúa como "el uso de la fuerza armada por un Estado contra la soberanía, la integridad territorial o la independencia política de otro Estado, o en cualquier otra forma incompatible con la Carta de las Naciones Unidas". Como apreciaremos, esta fórmula general es objeto de precisiones ulteriores en el mismo cuerpo de la "Definición", aunque relativizadas por el hecho de que ésta constituye una recomendación al Consejo de Seguridad, a quien de acuerdo con la Carta (art. 39) compete en exclusiva determinar la existencia de un acto de tal naturaleza. Por otra parte, la fórmula adoptada identifica la agresión con la agresión armada, frente a planteamientos más amplios en los que se postula la existencia de agresiones económicas o ideológicas.
Conviene destacar, por último
que la determinación de la agresión plantea todo otro género
de cuestiones. En primer término, la concreción de la agresión
resulta excepcionalmente relevante en un sistema como el de la Carta en
el que el régimen del uso de la fuerza se instaura sobre la dicotomía
agresión-legítima defensa; desde esta perspectiva, determinados
los actos constitutivos de la agresión cabe predicar la legitimidad
de la reacción armada a título de legítima defensa.
Por otra parte, la agresión constituye una acción respecto
de la cual el C.S. puede adoptar medidas coercitivas en orden a su represión;
su excepcional gravedad se califica de crimen internacional desde
la perspectiva de la responsabilidad internacional y la "planificación,
preparación, inicio o participación en una guerra de agresión"
constituye un crimen contra la paz, susceptible de engendrar una responsabilidad
penal en el caso de los individuos incursos en tales actos. En este sentido,
cabe recordar que al término de la II Guerra Mundial los Tribunales
internacionales militares procesaron a los responsables nazis y japoneses
bajo esos cargos y la Comisión de Derecho Internacional de las Naciones
Unidas elabora en la actualidad un Proyecto de Código de Crímenes
contra la paz y la Humanidad en el que la "agresión" figura como
uno de los actos susceptibles de castigo. Pese a este cúmulo de
desarrollos conviene destacar que en la práctica internacional contemporánea
la tipificación de los actos de agresión constituye un cauce
inusual. ,Resulta ejemplificativo de ello el que el Consejo de Seguridad
se abstuviera de calificar como tal a la invasión de Kuwait por
Irak en 1990, pese a que las acciones armadas iraquíes constituyeran
un exponente inequívoco del uso lícito de la fuerza armada;
esta elusión consciente del concepto se reiterará a lo largo
de las sucesivas actuaciones del Consejo (imposición de sanciones,
autorización del empleo de la fuerza militar para repeler la acción
iraquí, etc.) poniendo de manifiesto el pragmatismo de este órgano.
4.- Problemas particulares
en relación con el uso de la fuerza.
Los aspectos expuestos no agotan el conjunto de cuestiones relacionadas
con el uso de la fuerza. En este orden, conviene advertir ciertos problemas
específicos vinculados con la vigencia de la prohibición
en presencia de determinadas situaciones. De un lado, doctrinalmente se
ha sostenido una interpretación tendente a restringir el sentido
de la prohibición contenida en el art. 2.4 Carta de las NU, de acuerdo
con la cual el recurso a la fuerza solo estaría prohibido en el
caso de pretender atentar contra "integridad territorial o la independencia
política", de modo que los fines que persiguiera el Estado con su
acción armada resultarían relevantes a efectos de determinar
la conformidad o disconformidad de una acción armada de un Estado
en relación con la prohibición. Pero fundamentalmente los
problemas más característicos en relación con el recurso
a la fuerza se han suscitado en el plano de la práctica internacional.
En este orden, se ha suscitado el problema de la legitimidad de las acciones
armadas desarrolladas por un Estado en contra de un pueblo en lucha por
su independencia (Guerras de liberación nacional); la solución
al problema ha discernido en función de las partes implicadas en
la situación. Por un lado, las acciones armadas que desarrolla un
pueblo al que se priva injustamente del derecho de libre determinación
son acciones armadas legítimas, tal y como reconoce la Resolución
2625 (XXV) de la A.G. (véase Descolonización) en tanto que
la potencia colonial que desarrolla acciones armadas con miras a mantener
su presencia en el territorio recurre a la fuerza en las relaciones internacionales
en violación de la prohibición contenida en el art. 2.4.
Pero al margen de este supuesto particular en que el recurso a la fuerza
se plantea entre un pueblo en lucha y un Estado, en presencia de ciertas
situaciones, algunos Estados han recurrido a la fuerza contra otros Estados
al margen de las excepciones reseñadas y han pretendido justificar
la licitud de su comportamiento, planteando la eventual operatividad de
excepciones allende las previstas en la Carta. Así, se ha defendido
la corrección de las acciones armadas adoptadas en reacción
a la violación de derechos (autotutela armada); Gran Bretaña
justificó así sus acciones en el estrecho de Corfú
en 1946; pretensión que, sin embargo, fue desautorizada por la Corte
Internacional de Justicia en su sentencia de 1949 sobre dicho asunto. También
ha resultado frecuente el que los Estados hayan planteado la legitimidad
de cierto género de represalias de carácter armado; fenómeno
particularmente reiterado en el conflicto árabe-israelí.
Por otra parte, se pretende la subsistencia de ciertas prácticas
con irregular proyección en el pasado; es el caso de la protección
de nacionales (no confundir con la protección diplomática),
en que se reclama la legitimidad de las acciones de fuerza emprendidas
por un Estado contra otro con el fin de proteger a sus nacionales residentes
en aquel territorio o a sus bienes frente a un peligro que puede provenir
del propio Estado de residencia o de personas o grupos. Estas situaciones
se han planteado con relativa frecuencia a partir de 1945 : Gran Bretaña
justificó así sus acciones armadas en Suez en 1956, Bélgica
recurrió a un planteamiento semejante en sus operaciones en el Congo
en 1964 e Israel invocaba la figura con ocasión de su operación
sobre el aeropuerto de Entebbe (Uganda) en 1977, entre otras. Junto a ella,
se reclama la vigencia de la intervención humanitaria a través
de la cual -se sostiene- cualquier Estado estaría facultado para
adoptar medidas de fuerza sobre otro Estado y orientadas a proteger a grupos
o personas, aún sin ser nacionales del Estado que actúa militarmente,
en atención a consideraciones de humanidad; resultarían así
legítimas v. gra. reacciones armadas por parte de cualquier
Estado frente a violaciones graves y masivas por parte de otro Estado de
derechos humanos susceptibles de ser caracterizadas como constitutivas
del crimen de genocidio, supuesto planteado con ocasión de la intervención
india en Pakistán Oriental en 1971. Aún cuando algunas de
estas situaciones parecen contrariar abiertamente el tenor de la prohibición
e incluso han sido expresamente proscritas en los desarrollos normativos
de la disposición (v.gra. la Resolución 2625 (XXV)
prohibe las represalias armadas), la ambigua actitud de la Comunidad internacional
en presencia de algunas de ellas ha movido a dudas fundadas acerca de su
ilicitud. En este sentido aunque enfrentadas al principio de no intervención
(véase Ingerencia/(No) Ingerencia), parece inequívoca la
tendencia a admitir manifestaciones de la intervención humanitaria,
supeditadas eso sí a la correspondiente autorización por
parte del Consejo de Seguridad, tal y como ponen de manifiesto las intervenciones
en Somalia (1992) y Ruanda (1994). Más discutibles en cambio se
presentan aquellas actuaciones en las que la presunta intervención
humanitaria se verifica manifiestamente al margen de de toda autorización
de la Organización de las Naciones Unidas; en tal sentido, la intervención
multinacional en el Kurdistán iraquí (1991) o la más
reciente acción de las fuerzas de algunos de los Estados miembros
de la Organización del Tratado del Atlántico Norte en Kosovo
(1999) constituyen exponentes de acciones faltas de justificación
desde una perspectiva jurídica. Este juicio negativo, no se ve enervado
en este último caso, pese a la adopción coetánea por
la organización atlántica de un documento titulado “El concepto
estratégico de la Alianza” (Washington, 24 de abril de 1999), en
el cual se justifican acciones de tales características al conceptuarlas
conformes “al Derecho internacional”. Lo cierto es que ni la intervención
de la organización atlántica en el conflicto yugoslavo, ni
otras manifestaciones contempladas en el documento de referencia tales
como la respuesta frente a actos de terrorismo, acciones en caso de “movimientos
incontrolados de grupos muy numerosos de población”, etc., constituyen
manifestaciones legítimas del uso de la fuerza en el Derecho internacional
contemporáneo.
5.- El Derecho de la Guerra y el Derecho internacional humanitario. La reglamentación jurídica internacional del uso de la fuerza no se detiene en el tratamiento de las situaciones en las que resulta admisible o inadmisible su empleo. También el desarrollo de las operaciones armadas, con independencia de su licitud es objeto de tratamiento jurídico a través de un conjunto de normas de heterogéneo carácter y naturaleza y conocidas como Derecho de la guerra y Derecho internacional humanitario, expresiones próximas aunque no sinónimas. El Derecho de la Guerra o Jus in Bello está integrado por aquellas reglas y principios jurídicos destinados a regular la conducta de la Guerra. A través de las mismas se trata de disciplinar que comportamientos resultan legítimos para los Estados en presencia de una situación bélica, imponiendo limitaciones en la libertad de acción de los beligerantes. No obstante, las transformaciones operadas en el medio internacional han dejado sentir sus efectos sobre su contenido y sobre la denominación misma de este sector normativo, promoviendose en la actualidad el empleo del término Derecho de los conflictos armados, denominación neutra a través de la que se soslayan eventuales problemas de calificación en presencia de una ruptura de las hostilidades. Su contenido abarca un extenso campo de materias entre las que cabe citar los efectos de la Guerra sobre las Relaciones diplomáticas y las Relaciones Consulares, sobre los Tratados, las reglas de la Neutralidad que disciplinan las relaciones entre los beligerantes y los Terceros Estados y sus nacionales, las formas y los métodos de combate, la distinción entre combatientes y civiles o la protección de ciertas categorías de personas u objetos. No obstante, algunas de estas cuestiones, en razón de los preeminentes móviles humanitarios que animan a su reglamentación jurídica se consideran habitualmente como objeto de un sector normativo específico : el Derecho internacional humanitario, integrado básicamente por las Convenciones de 1949 promovidas por el Comité Internacional de la Cruz Roja y destinadas a aliviar la suerte de los combatiente heridos en campaña, la situación de los prisioneros de guerra y el trato a la población civil en el curso de los conflictos armados. En cambio, otras cuestiones tradicionalmente objeto de regulación como las formalidades que habría de revestir el inicio de la Guerra -la declaración de Guerra- han caído en desuso, aunque aún mantienen cierta operatividad las reglas relativas a la suspensión y cese de las hostilidades.
Pese a constituir un nutrido conjunto
de normas, el Derecho de los conflictos armados se caracteriza por una
cierta incertidumbre en cuanto a su real operatividad. En este sentido,
conviene retener el hecho de que el Derecho de la Guerra contempla básicamente
los supuestos de guerras entre Estados, en tanto que los conflictos armados
que se desarrollan en la actualidad son preferentemente conflictos de carácter
interno (guerras civiles), por no citar las guerras de Descolonización,
registradas hasta tiempos recientes y que pese a su carácter internacional
no se acomodaban tampoco a la operatividad de la reglamentación
tradicional; tales deficiencias normativas han pretendido ser paliadas
por los Protocolos adicionales I y II, de Ginebra de 1977. Por otra parte,
los limitados desarrollos normativos verificados en este sector no han
abordado satisfactoriamente cuestiones de tan evidente relieve como el
empleo de las armas nucleares cuya utilización, dado su carácter
de armas de destrucción masiva, resultaría dudosamente legítima,
aunque en un reciente dictamen, el Tribunal Internacional de Justicia,
consultado sobre el particular, ha considerado que pese a que su empleo
“sería generalmente contrario a las normas del derecho internacional
aplicables a los conflictos armados”, ha eludido pronunciarse acerca de
si “sería lícito o ilícito en circunstancias extremas
de legítima defensa en las que corriera peligro la propia supervivencia
del Estado” (TIJ, asunto sobre la Legalidad de la amenaza o el empleo
de armas nucleares, opinión consultiva de 8 de julio de 1996).
También presentan indudables deficiencias cuestiones tales como
la definitiva proscripción de las armas químicas o la protección
internacional del medio ambiente frente a los estragos causados por las
acciones bélicas; aspectos estos últimos que han cobrado
una efectiva dimensión en recientes conflictos (Irán-Irak,
Guerra del Golfo). Por último, no han de soslayarse las dificultades
que suscita la aplicación de una normativa progresivamente más
compleja en los conflictos armados planteados, las acuciantes necesidades
de revisión de algunos de los sectores normativos como el Derecho
de la Guerra marítima o las evidentes dificultades a que se enfrenta
la eficaz represión de las infracciones a sus normas (crímenes
de guerra), si bien en este último caso ha de consignarse que
la creación por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas de
Tribunales Penales internacionales para el enjuiciamiento, respectivamente,
de los crímenes cometidos en la antigua Yugoslavia (Resolución
827 (1993), de 25 de mayo) y en Ruanda (Resolución 955 (1994), de
8 de noviembre), así como la adopción del Estatuto de la
Corte Penal Internacional, hecho en Roma el 19 de julio de 1998, suponen
signos de cambio esperanzadores en relación con esta cuestión.
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