Román Reyes (Dir): Diccionario Crítico de Ciencias Sociales |
Psicohistoria (Condiciones biológicas de la) |
Juan B. Fuentes Ortega
Universidad Complutense de Madrid
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La conducta biológica: ¿condición
material o fundamento formal del campo antropológico? |
En la presente entrada pretendemos hacernos cargo de un problema, el del papel de la conducta en la evolución biológica, de importancia ante todo en el contexto de la biología y de la psicología animal; pero si consideramos aquí este problema es no sólo por la importancia que desde luego él tiene en el mencionado contexto, sino sobre todo con la vista puesta en preparar la discusión (que desarrollaremos en la entrada: Coordenadas antropológicas de la Psicohistoria: El concepto de "conflicto de normas irresuelto personalmente") relativa al lugar que a su vez la conducta pueda tener en lo que denominaremos el "campo antropológico", habida cuenta de que ambos problemas - el del papel evolutivo de la conducta y el del lugar de la misma en el campo antropológico - no son a fin de cuentas mutuamente indiferentes, sino que se encuentran entrecruzados de un modo que es el que justamente nos interesa dilucidar.
1. Ante todo, cabría comenzar por consignar que la consideración de la conducta de los animales como un hecho biológico y, por consiguiente, la apreciación del problema del posible papel de la misma en la evolución, no dejaron de ser nunca una preocupación común a los primeros naturalistas interesados en promover alguna concepción evolucionista de la naturaleza de los seres vivos. Así fue el caso, desde luego, de Lamarck, y en general de todos los evolucionistas predarwinistas; pero también ciertamente del propio Darwin.
1.1. En el caso de Lamarck - y en general, como digo, de muchos evolucionistas pre-darwinistas , de cuyas nociones sobre el papel evolutivo de la conducta acaso podríamos considerar a la lamarkista como la más representativa -, es evidente que toda su explicación de la evolución gira en torno al papel determinante de la conducta en la misma. Una vez constatado que el uso y el desuso de los órganos durante la vida individual se lleva a cabo mediante la conducta, la idea lamarkista de la transmisión hereditaria de las modificaciones orgánicas adquiridas por dichos uso o desuso conductuales no hace, en efecto, sino asignar formalmente a la conducta el rango de factor central responsable de la dirección de la (trans)formación evolutiva de las morfologías orgánicas de los animales.
A partir de la formulación de la teoría de la selección natural por Darwin, el problema de la conducta va a tomar, sin embargo, una dirección y complejidad diferentes, porque, por un lado, Darwin, como el resto de los naturalistas de su época, no dejará en ningún momento de seguir interesado por dicho problema, pero, por otro lado, su teoría de la selección natural hacía primero innecesaria, y, como luego se comprobó, inviable, la explicación lamarkista de la evolución que precisamente estaba toda ella organizada en torno al papel central director de la conducta en la misma.
Lo que caracteriza, en efecto, a la concepción lamarkista de la evolución es, a partir de la constatación empírica del uso conductual de los órganos en la adaptación del organismo al medio, conjeturar una explicación de la evolución organizada en torno al papel central directivo de la conducta en la misma mediante el supuesto de la herencia de las modificaciones orgánicas resultantes de dicha mediación conductual en la adaptación. Se trata de una explicación que contiene dos componentes en principio lógicamente independientes: el primero consiste, como decíamos, en la constatación de una evidencia empírica - la del uso conductual de los órganos en la adaptación - que difícilmente podía escapar a la observación de los naturalistas; el segundo introduce sin embargo una conjetura o suposición - la de la transmisión hereditaria de las modificaciones adquiridas por el uso conductual -, destinada a asignar a la conducta el papel de instancia directiva de la evolución, que es la que precisamente podemos reconocer, pero no ya antes, sino después de la formulación de la teoría de la selección natural por parte de Darwin, como meramente especulativa o imaginaria.
Ahora bien, si podemos considerar, según decimos, como una construcción imaginaria al mencionado supuesto precisamente después, no antes, de la teoría de Darwin, esto es así en la medida en que a su vez no entendamos que esta teoría se propuso como una mera crítica ad hoc de semejante supuesto, sino según cursos de (efectiva) construcción en principio independientes de sus ulteriores efectos críticos sobre las explicaciones anteriores.
El carácter efectivamente constructivo, y no ya imaginario, de la teoría darwinista de la selección natural, lo debemos cifrar, ante todo, en la escala de tiempo geológica en la que dicha teoría sitúa el proceso evolutivo, escala que resulta del vasto trabajo clasificatorio y comparativo que Darwin pudo llevar a cabo a partir de su célebre viaje a bordo del Beaggle. Pues suponemos, en efecto, que la estructura gnoseológica (lógico-material) del trabajo clasificatorio y comparativo llevado a cabo por Darwin consistió, básicamente, en esto: en la operación (en el sistema de operaciones) consistente en intercalar sistemáticamente los restos fósiles entre las formas vivas, y recíprocamente, hasta el punto en el que el sistema evolutivo que de este modo se depliega pide incorporar precisamente la idea de "variación al azar" conjugada con la de "presión selectiva". La idea de "variación al azar", esto es, la idea de que debe haber una fuente hereditaria de variantes morfológicas en principio independientes de la ulterior suerte adaptativa de dichas variantes, no constituye, en efecto, ninguna conjetura imaginaria, sino que se introduce constructivamente a partir de la disposición evolutiva misma alcanzada por el trabajo comparativo-clasificatorio realizado a la escala geológica; y es así como puede conjugarse con las idea de "presión selectiva" y ulterior "reproducción hereditaria", esto es, con la idea de criba selectiva de las variantes morfológicas que hayan demostrado su capacidad adaptativa y ulterior transmisión heritaria no ya propiamente de estas variantes morfológicas, sino de la propia fuente hereditaria responsable de las mismas.
Importa, pues, destacar que aunque Darwin no dispusiera en su momento de ningún conocimiento empírico de los mecanismos genéticos de la variación ni de la combinación o reproducción hereditarias, su concepto de variación hereditaria azarosa no es ya imaginario, o meramente "hipotético", sino que es un postulado constructivo interno de la propia organización evolutiva alcanzada por el mencionado trabajo clasificatorio y comparativo realizado a escala geológica, y que es precisamente así como, según decíamos, puede ser conjugado con el concepto de presión selectiva y de reproducción hereditaria en el sentido apuntado.
Es por ello por lo que sólo después, como decíamos, de la efectiva construcción darwinista de la teoría de la selección natural puede reconocerse como meramente imaginaria o "hipotética" la concepción lamarkista de la herencia en el sentido de que desde aquella construcción resulta lógicamente innecesaria toda apelación a la transmisión hereditaria de los rasgos modificados en las generaciones anteriores.
Ahora bien, no cabe olvidar que, como decíamos, lo que estaba detrás de la idea lamarkista de herencia era la pretensión de asignar a la conducta el papel directivo de la evolución. La cuestión entonces es si, a partir de Darwin, esto es, una vez que podía desestimarse ya como innecesario cualquier efecto lamarkista, habría también que desestimar como irrelevante el problema mismo al que el lamarkismo pretendía dar una respuesta mediante su particular concepción de la herencia, esto es, el problema del posible papel de la conducta en la evolución.
1.2. Y lo cierto es que al menos en el caso de Darwin, el problema siguió estando presente en todo momento. En toda su obra, en efecto, no dejaron nunca de estar presentes, no sólo la constatación de que la conducta media en la relación adaptativa del organismo con el medio - la propia expresión "lucha por la vida" tiene unas características connotaciones conductuales -, sino también una acusada conciencia del problema del posible papel de la conducta en la evolución. Y la cuestión es que, cuando Darwin se hace cargo de este tipo problemas, lejos de intentar plantearlos y resolverlos (como cabría acaso haber esperado) en unos nuevos términos ya no lamarkistas, sino acordes con su propia teoría de la selección natural, nuestro autor acude a posiciones de nuevo lamarkistas que se limita a yuxtaponer a su propia teoría de la selección natural.
Pues Darwin, en efecto, aceptó efectos lamarkistas al asumir la posibilidad de que ciertos "hábitos" pudieran transmitirse hereditariamente bajo la forma de "instintos" (1). Mediante el concepto de "hábito" Darwin había dibujado la idea de conducta, de un modo en principio muy certero, que básicamente anticipa el trabajo que toda la psicología experimental del aprendizaje animal desarrollaría ulteriormente. Para Darwin, como se sabe, en efecto, los hábitos, a diferencia de los reflejos (a los que concibe como reacciones "simples" y "hereditarias", y por tanto comunes para todos los individuos de la especie) consisten en actividades "complejas" que dependen para su adquisición y mantenimiento del concurso de la experiencia individual de cada organismo según principios asociativos. Ahora bien, cuando Darwin intenta resolver la cuestión del engranaje de los hábitos con el proceso evolutivo, lo hace apelando, como decíamos, a un efecto lamarkista mediante el concepto de instinto. En general, Darwin caracteriza a los instintos como actividades que serían "complejas" como los hábitos, a la vez que "hereditarias" como los reflejos, pero utiliza dos versiones o concepciones diferentes del instinto. Una de ellas, coherente con su idea de selección natural, concibe al instinto como cualquier otro rasgo órganico hereditario, es decir, como cualquiera otra variante hereditaria azarosa suceptible de ser sometida a presión ambiental y posible reproducción hereditaria según su valor adaptativo; la otra lo concibe sin embargo de un modo bien distinto: determinados hábitos, una vez adquiridos y generalizados entre un grupo de individuos por su valor adaptativo, irían automatizándose progresivamente, hasta el punto de ser hereditariamente transmitidos a las generaciones posteriores bajo la forma de instintos.
Repárese en esta significativa característica de la doble (ambivalente) versión de los instintos en la que Darwin se ha movido: mientras que la primera, en la medida en que es coherente con la teoría de la selección natural, es irrelevante respecto del problema del posible papel evolutivo de la conducta, puesto que aquí la fuente originaria del instinto no tendría nada que ver con la actividad inteligente o aprendida (con la conducta), la segunda, que precisamente sí se hace cargo del mencionado problema en la medida en que ahora se parte de la conducta (del hábito), sólo puede hacerse cargo sin embargo del mismo a costa de asumir un efecto lamarkista, como es el de la transmisión hereditaria de dichos hábitos.
Semejante ambivalencia es sin duda muy significativa. Se puede comprender, en principio, que Darwin juxtapusiera un efecto lamarkista a su teoría de la selección natural en la medida en que dicha teoría, tal y como él la había formulado, sólo hacía innecesarios, como decíamos, pero no aún imposibles o inviables, los efectos lamarkistas. En la medida, en efecto, en que la teoría de la selección natural, tal y como se encontraba por él formulada, carecía todavía de alguna demostración experimental independiente de la inviabilidad de los efectos lamarkistas, se comprende, como decíamos, que Darwin pudiera recurrir a dichos efectos, en principio sin merma de la mera coherencia lógica. Ahora bien, comprendido esto, lo significativo es que Darwin tuviera que recurrir precisamente a efectos lamakistas para hacerse cargo de la cuestión del papel evolutivo de la conducta, es decir, y ésta es la cuestión, que su propia teoría de la selección natural no dispusiera de contenidos específicos para reconstruir o explicar en sus propios términos el papel de la conducta en la evolución. Lo significativo, pues, de la doble y ambivalente versión de los instintos propuesta por Darwin reside en esto: en que pone de manifiesto, en ambas direcciones de la propuesta, la carencia de la teoría de la selección natural de Darwin de cualquier principio específico que, formulado en sus propios términos, fuera capaz de reconstruir el problema del posible papel evolutivo de la conducta: "en ambas direcciones", en efecto, en cuanto que, como decíamos, la noción de instinto que sí era coherente con la teoría de la selección natural resultaba irrelevante respecto de dicho problema, y porque, por otro lado, la idea que sí resultaba relevante sólo lo era a costa de asumir un principio lamarkista yuxpapuesto con la teoría de la seleción natural. Si el primer concepto de instinto no era, en definitiva, más que un "añadido tautológico" conceptualmente (constructivamente) "inerte" respecto del problema en cuestión (una mera extensión nominal de la teoría de la selección natural irrelevante respecto del problema del papel de la conducta en la evolución), el segundo concepto, sólo podía en principio presentarse (al menos hasta el punto en que la teoría de la selección natural dejaba a los efectos lamarkistas como innecesarios, pero aún no como imposibles) como una posible explicación relevante del mencionado problema a costa de introducir un principio que, por lamarkista, era diferente y yuxtapuesto a la teoría de la selección natural.
Pero esta posibilidad explicativa (lamarkista) se vino abajo cuando, todavía en vida de Darwin - el último año de su vida -, aparece la traducción inglesa de los escritos de Weismann (2), en donde se recogían sus estudios experimentales que demuestran que las modificaciones orgánicas adquiridas durante la vida individual no se transmiten a las generaciones posteriores, y que por tanto ofrecían las primeras demostraciones experimentales independientes que hacían inviable la concepción lamarkista de la herencia. Como se sabe, Darwin prologó la edición inglesa de los trabajos de Weismman, y en dicho prólogo aceptó explícitamente las conclusiones de su autor. Mas con ello Darwin estaba derrumbando lógicamente todos sus intentos de explicación (lamarkista) del papel evolutivo de la conducta y dejando el problema, por tanto, diríamos, enteramente a la intemperie, a expensas de lo que ulteriormente se pudiera hacer con él: si las modificaciones morfológicas acontecidas durante la vida individual no se transmitían hereditariamente, díficilmente cabía esperar entonces una transmisión hereditaria de los propios hábitos o conductas.
Una vez cerrado por Weismann el pasillo lamarkista, la teoría de la selección natural tenía por delante, en relación con el problema del posible papel evolutivo de la conducta, o bien la alternativa de ignorarlo o desestimarlo, o bien la de intentar reconstruirlo en sus propios términos, pero bien entendido que esto último requería incorporar algún nuevo principio específico, constructivamente engranable con ella, del que desde luego en principio, tal y como había sido formulada por Darwin, lo cierto es que carecía.
2. Pues bien, puede decirse que a partir de la obra de Darwin emergen, en relación con las cuestiones conductuales, dos tradiciones de trabajo diferentes: una de ellas, la etológica, conceptualmente ligada a la formulación de lo que pronto se conoció como "teoría sintética de la evolución" - fraguada, como se sabe, a partir de los años treinta, en torno a las figuras de biólogos como Huxley, Simpson, Mainard Smith, Mayr o Dobzhansky -, y otra, la de la psicología del aprendizaje animal, que, a partir de LLoyd Morgan, y pasando por el funcionalismo psicológico norteamericano de principios de siglo, acabó sobre todo cristalizando en la tradición del análisis funcional de la conducta skinneriano. Y la cuestión es que, como ahora veremos, mientras que en el marco de la teoría sintética los problemas de la conducta y de su posible papel evolutivo acabaron por ser prácticamente obviados (ignorados o a lo sumo trivializados), en la tradición psicológica a la que nos referimos, si bien fueron tratados, sobre todo en el seno del análisis funcional de la conducta, de un modo genuinamente psicológico, no por ello dicho tratamiento se ha hecho cargo del problema del papel evolutivo de la conducta, sino que se ha desarrollado con entera indiferencia del mismo.
2.1. Por lo que respecta al tratamiento de la conducta desde el marco de la teoría sintética, la cuestión es que, si ya la teoría darwinista de la selección natural carecía, como decíamos, de principios específicos para hacerse cargo del problema del posible papel evolutivo de la conducta, la teoría sintética acabó por endurecer o solidificar dicha carencia, haciendo a la postre inviable desde sus coordenadas cualquier tratamiento de la conducta que no se limitase a ignorarla o a lo sumo a trivializarla. Se comprende lo que decimos si deparamos en la tendencia de la "síntesis" (o al menos de sus versiones estandar más reduccionistas) a resolver formalmente la idea de evolución en términos moleculares o genéticos (como fue característico, por ejemplo, de Fischer y su escuela), esto es, a reducir formalmente la evolución a "evolución de las frecuencias o distribuciones genéticas" (de las poblaciones) resultantes de la presión ambiental selectiva. Semejante perspectiva incluye la tendencia a obviar, y a la postre a vaciar de todo posible contenido específico, a los procesos de desarrollo, o de ontogénesis, y por tanto a la propia idea de adaptación. En semejante contexto, la idea de adaptación pierde, en efecto, su posible contenido específico, reduciéndose a ser entendida como la mera ocasión, identificable a lo sumo en términos de eficacia reproductora, para que las variaciones genéticas azarosas, una vez cumplido el trámite adaptativo, prosigan su curso evolutivo. La ontogenia (o el desarrollo), y con ella la adaptación, en efecto, son formalmente reducidas en este contexto a la condición de mera ocasión material - pero formalmente inespecífica - de la evolución (en cuanto que entendida como evolución de frecuencias genéticas).
Si la ontogenia y la adaptación son formalmente evacuadas de este modo, se comprende entonces que la conducta (esto es, el uso conductual de los rasgos fenotítipos en la adaptación) siga correlativamente un camino semejante. Y es éste el contexto en el que nos parece que se deben reconocer los límites (muy acusados) de lo que podríamos denominar el "proyecto etológico clásico", esto es, de la etología, al menos y precisamente en cuanto que conceptualmente asociada a la hegemonía de la teoría sintética en biología (3).
Pues desde el momento, en efecto, en que se tiende a reducir la adaptación (la ontogenia) a mera ocasión material formalmente inespecífica de la evolución (la filogenia), deberá imponerse la tendencia, al afrontar la conducta (que tiene lugar en el seno de la adaptación), a tratarla según un esquema semejante a aquel desde el que se trata a la adaptación, esto es, ahora, a considerarla como mera ocasión material formalmente inespecífica de la propia adaptación. Y el único modo de hacer esto, una vez asumida (cuando se asume) la "barrera de Weismann", será, (i) o bien entender la conducta directamente como "conducta hereditaria" (a la manera como Darwin concibiera a los instintos en términos de la selección natural, o sea, como una rasgo morfológico hereditario más), o bien (ii), cuando se reconoce, siempre de algún modo a contracorriente, el inexorable carácter aprendido de la conducta, tratar dicho aprendizaje como mero relleno intercalado (o inespecífico) entre la morfología y el medio, esto es, como destinado a no cumplir otra función, en la adaptación, más que la de la reiteración de la adaptación presupuesta entre la morfología hereditaria y el medio.
Pero ello significa que se abstraen o evacuan formalmente las posibles distintas alternativas conductuales susceptibles de ser tomadas por una conducta aprendida, y no ya tanto porque se niegue la presencia material de estas alternativas, sino porque se las considera formalmente neutralizables o desdibujables mutuamente a efectos de lograse la adaptación presupuesta entre la morfología hereditaria y el medio. Mas lo que con ello se está abstrayendo son los posibles cambios o modificaciones que una conducta aprendida, y precisamente en cuanto que aprendida, puede introducir en las condiciones del medio respecto de las que la morfología ha de adaptarse a través de la conducta. De este modo (repárese) se está vaciando o abstrayendo no ya sólo el posible papel de la conducta en la adaptación, sino también de la propia adaptación morfológica que se presupone, justamente por entender a ésta como desligada por adelantado del posible papel de la conducta en la misma.
La crítica, en resolución, que creemos que debe hacerse al proyecto etológico, en cuanto que precisamente asociado al marco de la teoría sintética, es ésta: Que dicho proyecto no ha dejado de moverse en el seno de una indefinida (y característica) tautología que a la postre nada resolvía (nada construía), a saber: en la tautología consistente en dar por supuesto el carácter adaptativo de las conductas apelando a la filogenia (bien a su carácter presuntamente hereditario; bien a la mera reiteración, por medio de la conducta, de la adaptación morfologica hereditaria presupuesta), pero sin que dicha apelación ("regresiva") a la filogenia engrane constructivamente ("progresivamente") con la resolución del problema ontogenético que justamente se da por supuesto, a saber, el problema del posible papel específico de la conducta (genuina: aprendida) en la propia adaptación.
Y es menester subrayar, frente a todo posible dogmatismo darwinista (y/o neodarwinista), que semejante tautología es la consecuencia inevitable y directa de la carencia de la teoría de la selección natural, tanto en su versión darwinista como neodarwinista, de cualquier principio específico capaz de incorporar a su construcción precisamente la cuestión del posible papel evolutivo de las transformaciones, al menos en parte conductualmente inducidas, de las relaciones adaptativas mismas entre la morfología orgánica y el medio que tienen lugar en la ontogenia. Se trata, en definitiva, del dilema al que la teoría de la selección natural, darwnista y neodarwinista, nunca ha podido dejar a la postre de sustraerse (al menos después de que Weismann barriera el "pasillo lamarkista"): el dilema de tener que ofrecer, al margen de los efectos lamarkistas, alguna reconstrucción de las propias transformaciones de las adpataciones morfológicas que ocurren durante la ontogenia o el desarrollo, al menos parte de las cuales están conductuamente inducidas o mediadas, y carecer sin embargo de principios específicos para llevar a cabo semejante explicación o construcción. Lo que sostenemos, en relación con la conducta, es que la indefinida tautología en la que a fin de cuentas se ha visto envuelto todo el proyecto etológico es expresión inevitable y directa de dicha carencia explicativa.
2.2. Pues bien, paralelamente al desarrollo del neodarwinismo en biología, se fue generando, como decíamos, también a partir de la obra de Darwin (y en particular, a partir de su concepto de "hábito") otra tradición de trabajo, la de la psicología experimental del aprendizaje, en la cual sí se abrió paso un tratamiento de la conducta en cuanto que actividad aprendida. Se debe poner como momento crítico del comienzo de esta tradición a Lloyd Morgan, y en particular a su obra ""Habit and instint" (4). En la medida en que en dicha obra Morgan asume claramente la "barrera de Weismann", puede comenzar a enfocar el estudio de los hábitos ya no como actividades suceptibles de heredarse bajo la forma de instintos, ni tampoco como actividades analogables sin más con las morfologías hereditarias (a la manera en que todavía Romanes aspiraba, por ejemplo, a tratarlos desde su proyecto de una "psicología comparada" basada en el modelo de la anatomía comparada), sino como actividades plenamente aprendibles, es decir, como movimientos que se adquieren, mantienen y extinguen en base a la experiencia individual, por ensayo y error, en función de las transformaciones que ellas mismos introducen en el medio entorno. Es esta concepción de la adquisición de los hábitos propuesta por Morgan la que pasó a ser tratada experimentalmente por primera vez de manera sistemática en las cajas-problema de Thorndike, ya dentro del ámbito del funcionalismo psicológico norteamericano de principios de siglo, y la que más adelante sería depurada y sistemáticamente explotada por el análisis funcional de la conducta skinneriano.
En esta tradición puede decirse que la conducta ha sido tratada en su propio terreno, o, como dijera Skinner, "por derecho propio", precisamente en la medida en que se han reconstruido experimentalmente las condiciones específicas de su aprendizaje, esto es, esas condiciones que hemos visto que quedaban obviadas (evacuadas) por el enfoque etológico clásico. El enfoque conductual del aprendizaje, en efecto, lejos de abstraer las distintas alternativas conductuales susceptibles de ser adoptadas por una conducta aprendida, lo que hace justamente es perseguir el control de las condiciones concretas de las que depende funcionalmente cada alternativa conductual aprendida, hasta el punto de que su metodología viene a plegarse al control experimental de las condiciones concretas de implantación de dichas alternativas conductuales (y en este sentido, desde luego, el análisis funcional de la conducta skinneriano vendría a constituir como la cristalización y el canon de las posibilidades mismas de dicho tratamiento de la conducta (5) ).
Ahora bien, lo cierto es que semejante tratamiento de la conducta se ha abierto paso (ya a partir de Thorndike, pero de un modo nítido y característico en el análisis funcional de la conducta) con entera indiferencia respecto de la cuestión del posible papel evolutivo de la conducta, es decir, precisamente la cuestión que en nuestra crítica del enfoque etológico hemos sugerido que podría comenzar a ser tratada en la medida en que se tuvieran en cuenta específicamente las conductas aprendidas. Algún significado debe tener entonces el hecho de que la tradición que precisamente se ha instalado en el tratamiento específico de las conductas aprendidas lo haya hecho sin embargo con entera indiferencia, como decimos, del posible papel de la conducta aprendida en la adaptación orgánica, y por tanto del posible papel de la adaptación (conductualmente mediada) en la evolución.
Y nos parece que semejante situación se explica, ante todo, porque ella es posible. Porque es técnicamente (experimentalmente) posible, en efecto, desprender el tramiento (psicológico) de la conducta aprendida del contexto (biológico) en el que sin embargo tiene sentido la cuestión del posible papel adaptativo y evolutivo de la misma - como es posible, por ejemplo, asimismo, desprender experimentalmente el control psicológico de la conducta del contexto fisiológico en el que sin embargo debe incluirse dicho control para reconstruir el funcionamiento neurofisiológico involucrado en la misma -. Lo que sugerimos, en efecto, es que con independencia del hecho (gnoseológico) de que en el contexto disciplinar biológico la conducta deba ser formalmente incorporada, como hecho biológico que es, como condición específica de la propia organización del campo disciplinar biológico (o de subcampos suyos, como el fisiológico), el control experimental de la conducta puede no obstante ser de hecho desprendido de aquellos contextos disciplinares biológicos en los que por lo demás ha de ocupar un algún lugar específico. Y es semejante posibilidad la que sistemáticamente ha explotado la psicología experimental del aprendizaje (lo que Skinner ha considerado el tratamiento de la conducta "por derecho propio").
Pero semejante tratamiento de la conducta, si es técnicamente factible, lo es a condición de funcionar tan sólo como una mera técnica de control experimental-fenomenológico de la misma, es decir, como un mero seguimiento concreto de las vicisitudes concretas (de las "contingencias de reforzamiento", según la terminología del análisis funcional de la conducta) de las que en cada caso la conducta (cada alternativa conductual) es función, de suerte que dicho control, por elaborados que puedan llegar a ser sus protocolos experimentales, no podrá a la postre dejar de ser contínuo con las relaciones conductuales ordinarias entre los organismos (los cuales, en efecto, y por cierto, controlan mutuamente sus conductas, sin necesidad de "saber" la biología - o la fisiología - correspondiente en la que sin embargo sus conductas siguen funcionando insertas).
En este sentido, cuando se levanta la objeción, como con frecuencia se ha hecho, relativa a la falta de validez ecológica de los diseños experimentales de la psicología del aprendizaje (de la "caja de Skinner", como ejemplar por antonomasia), deberemos decir que semejante objeción acaso no esté bien enfocada, y no ya porque la caja de Skinner posea por sí misma validez ecológica, que no la posee, sino porque está diseñada precisamente con entera indiferencia de todo posible alcance o validez ecológica, esto es, porque está diseñada para explotar sistemáticamente la posibilidad de desprendemiento del trato de la conducta aprendida respecto de los contextos biológicos en los que sin embargo dicha conducta puede a su vez jugar algún papel. Pero semejante indiferencia de diseño no quiere decir, por otro lado, que la caja de Skinner suponga ningún bloqueo de la tarea, propiamente biológica, de investigar la posible función adaptativa-orgánica y evolutiva de la conducta.
Y la segunda razón que creemos que debe aducirse para entender el desarrollo de la tradición de la psicología del aprendizaje, como una tradición por su diseño indiferente respecto de los problemas del papel biológico de la conducta, estriba en las funciones sociales de la posibilidad técnica que ella explota. Unas funciones éstas que tienen que ver con los intereses sociales prácticos por el control de la conducta, no ya animal, sino humana, generados en aquellos contextos histórico-culturales (antropológicos) en donde - como analizamos en la entrada Psicología académica y Psicologías mundanas - cobra especial relevancia una textura conductual humana susceptible de ser tratada en cierto modo de manera semejante a como la conducta animal es tratada en los laboratorios, esto es, con indiferencia de sus funciones biológicas adaptativas y evolutivas.
3. Se comprende, entonces, que los problemas propiamente biológicos relativos al posible papel adaptativo y evolutivo de la conducta debieran ser tratados, antes o después, en el contexto disciplinar biológico, como precisamente está empezando a ocurrir en los últimos años a raíz de la generalización de la crisis gnoseológica que la biología neodarwinista viene experimentando. El panorama de esta crisis es ciertamente complejo, prolijo y aun confuso, mas lo que en los límites e intereses del presente texto sí podemos es destacar que el problema del papel adaptativo y evolutivo de la conducta vuelve a emerger en su seno como una cuestión central en relación con la posible resolución de las anomalías que han generado la crisis.
Como se sabe, la raíz fundamental de la crisis reside en determinados hallazgos paleontológicos discontínuos que parecen poner en cuestión el gradualismo exigido por la teoría sintética y que obligarían a considerar más de cerca precisamente el momento del desarrollo en la evolución. El patrón predominante de dichos hallazgos fósiles es, como se sabe, el caracterizado como "equilibrio puntuado o intermitente" (6), según el cual se presentan largos períodos de "calma evolutiva", con apenas transformaciones estructurales importantes, interrumpidos por breves períodos de profundas transformaciones, en donde tienen lugar amplias especiaciones, en principio no reductibles a los factores de aislamiento geográfico, en las que se producirían casi todas las divergencias morfológicas y que se darían de modo paralelo en diversos grupos, poniendo así en cuestión la hipótesis tradicional (neodarwinista) de centros de dispersión de taxones ancestrales.
Semejante situación parece que obliga, en efecto, a mirar más de cerca el desarrollo, o la ontogenia, prácticamente obviado, como hemos visto, por la versión estándar de la teoría sintética, y que ahora comienza a considerarse como el lugar donde deben ocurrir procesos específicos determinantes de la filogenia. Y es en este contexto precisamente donde vuelve a dirigirse la atención a la conducta, y a su papel mediador en la adaptación, como posible factor determinante de la filogenia.
En este sentido, comienza a generalizarse el punto de vista que vuelve a ver en la conducta, y precisamente en cuanto que aprendida, un factor específico de adaptación, lo cual plantea inevitablemente la posibilidad, y la vez el problema, del modo como pudiera influir dicho factor adaptativo en la evolución. Al menos por lo que toca, en efecto, al papel específico de la conducta en la adaptación comienza a haber un significativo acuerdo, que justamente consiste en destacar que la conducta, en cuanto que aprendible, y por tanto en cuanto que no reductible a sus (por lo demás imprescindibles) condiciones fenotípicas hereditarias que la posibilitan o canalizan, puede introducir un factor clave de innovación en la adaptación que consiste básicamente en la modificación de las propias condiciones ambientales respecto de las cuales los rasgos fenotípicos se adaptan (7). Mediante la conducta, y en cuanto que aprendible, el organismo puede introducir una modificación en el rango de las propias presiones selectivas a las que el fenotipo se expone, una modificación que puede alcanzar a la transformación de ciertas condiciones básicas del propio hábitat, y que por tanto da pie a muchos biólogos a contemplar a la conducta como pudiendo llegar a tener un significado crítico precisamente respecto de los cambios de ritmo evolutivo descubiertos por los registros fósiles discontínuos que constituyen la principal anomalía para la teoría sintética.
Ahora bien, si comienza a haber, como decimos, algún acuerdo significativo en torno al papel específico de la conducta en la adaptación, el panorama se torna notablemente prolijo y confuso respecto de la manera de entender aquello que por lo demás viene precisamente apuntado por la apreciación de semejante papel adaptativo de la conducta, esto es, la posibilidad misma de que dicha mediación conductual en la adaptación pueda jugar a su vez como un factor evolutivo. El panorama es, en efecto, tan confuso y prolijo, en la mismísima actualidad, que abarca muy diversas y a veces no muy claras alternativas: Desde aquellos que - como, por ejemplo, E. Mayr (8) -, si bien perciben que la conducta pueda desempeñar un papel clave en la evolución (como "maracapasos de la evolución", según sus propias palabras), sin embargo disuelven las condiciones mismas del problema cuya solución atisban al reducir, todavía presos de la perspectiva etológica clásica (neodarwinista), el aprendizaje a "programas somáticos" (9) en último término innatos, hasta aquellos otros que - como, por ejemplo, Ho y Saunders (10) - en el extremo opuesto, parecen decididos a resucitar una vez más los efectos lamarkistas para dar cuenta de la conexión entre las modificaciones adaptativas conductualmente mediadas y la evolución, quedando entre medias una amplia gama de (neo)darwinistas sometidos a la inevitable perplejidad que resulta del hecho de que, como ya hemos señalado, ni el darwinismo de Darwin ni el neodarwinismo ofrecen un sólo principio específico para entender, de modo no lamarkista, la cuestión que sin embargo se presenta ahora, en la actualidad, como inexcusable, esto es, la de la conexión entre los cambios adaptativos inducidos conductualmente y el proceso evolutivo.
Por decirlo a la manera como lo ha formulado Plotkin, en su reciente monográfico dedicado centralmente a este problema (11), lo que parece necesario es una teoría "compleja" de la conexión "indirecta" entre la conducta y la herencia, es decir, una teoría que no resuelva, a la manera lamarkista, dicha conexión postulando alguna forma de registro genético directo de los efectos adaptativos conductuales, sino que, respetando la ausencia de relación causal entre conducta y herencia que exige la teoría de la selección natural, pueda sin embargo ofrecer algun modo ("complejo" e "indirecto") de conexión entre ambos planos que nos permita afrontar el problema. Ahora bien, semejante demanda no deja de ser una forma, acaso dramática, precisamente de acusar la ausencia en la propia tradición (darwinista) de algún principio explicativo capaz de hacerse cargo de semejante forma indirecta y compleja de conexión.
3.1. Pues bien, nos parece que en semejante contexto no deja de ser significativa la manera, característicamente impregnada de recelo y ambiguedad, como está siendo revisada en la actualidad la teoría de la selección orgánica, esto es, la teoría que, propuesta a finales del pasado siglo por J. M. Baldwin, Ll. Morgan Y F. Osborn, buscaba ofrecer - sobre todo en su versión más definida y coherente, que es la de Baldwin -, un postulado explicativo, en principio no lamarkista, sino coherente con la teoría de la selección natural, relativo precisamente a esa demanda actual de conexión compleja e indirecta entre conducta y herencia (12). Acaso un análisis crítico de la propia teoría, así como de la ambiguedad y recelo que en la actualidad ella suscita, pudiera deparar un camino para enfocar adecuadamente el problema que nos ocupa.
La teoría de la selección orgánica de Baldwin parte por considerar a la conducta, en cuanto que aprendida, como no reductible o derivable de la morfología hereditaria (aun cuando sin duda posibilitada y canalizada por ella), y subraya que mediante la conducta se introducen modificaciones en las condiciones mismas ambientales selectivas a las que se expone la morfología hereditaria. Para Baldwin, en efecto, mediante la conducta los organismos producen "acomodaciones", es decir, no meras adaptaciones entre la morfología hereditaria y el medio, sino modificaciones conductuales de las propias adaptaciones . Hasta aquí, pues, la teoría de Baldwin recoge lo que hemos visto que precisamente viene en los últimos años reconociéndose ya como una evidencia insoslayable. Ahora bien, dicha teoría ofrecía también un postulado explicativo, en principio no lamarkista, sino coherente con la teoría de la selección natural, y con voluntad de engranar constructivamente con ella, relativo precisamente a la conexión entre las acomodaciones y la variaciones hereditarias azarosas (darwinistas): se trataba del principio de las variaciones hereditarias convergentes respecto de las acomodaciones conductuales. La idea es que respecto de aquellas acomodaciones (o cambios en las condiciones ambientales selectivas conductualmente generados) que se mantengan o generalicen entre varios individuos a la vez que entre sucesivas generaciones, nuevas variaciones hereditarias azarosas pueden resultar convergentes, de suerte que sería dicha convergencia el factor determinante de la propia (trans)formación evolutiva de las formas (o "composiciones") orgánicas de los organismos.
Debe señalarse que semejante postulado no es, como decíamos, en principio al menos, lamarkista, puesto que las acomodaciones no se entienden como causa directa de las variaciones, sino sólo como el contexto respecto del cual pueden converger nuevas variaciones, las cuales se entienden respetando el principio darwinista de la variación al azar. Al menos formalmente, pues, dicho principio es coherente con la teoría de la selección natural, y, desde luego, Balwin lo propuso con la voluntad de engranar constructivamente con ella.
Ahora bien, nos parece que este principio, para poseer alguna eficacia constructiva engranable con la teoría de la selección natural, que fuera más allá de la mera coherencia formal con ella, debería ser sometido a ciertas precisiones. Y es éste el sentido en el que se comprende el recelo y la ambiguedad con los que, como decíamos, dicho principio está siendo recogido por el estado actual de la polémica. Un recelo y ambiguedad éstos que, en efecto, se manifiestan tanto entre aquellos que - como, por ejemplo, Ho y Saunders -, habiendo decidido dar el paso (lamarkista) consistente en asumir la asimilación genetica de las acomodaciones, rechazan la selección orgánica por considerarla, diríamos, "insuficientemente lamarkista" (en particular, porque, al respetar la variación azarosa, no resulta experimentalmente predictora, a diferencia, según ellos, de los efectos de la asimilación genética que sí serían experimentalmente predecibles (13), como en aquellos otros que - como por ejemplo, el propio Plotkin -, precisamente por querer manterse fieles a la teoría de la selección natural, rechazan asimismo la teoría de la selección orgánica, pero esta vez por interpretarla como un principio a la postre lamarkista (14).
Significativamente, pues, la teoría de la selección orgánica viene a ser percibida, como se ve, como una teoría ambigua, entre medias del lamarkismo y el darwinismo, lo que suscita unos característicos recelos tanto entre los (neolamarkistas) que la rechazan por insuficientemente lamarkista como por los (darwinistas) que la rechazan por ser a la postre lamarkista. Se hace preciso, por ello, como apuntábamos, una crítica de esta ambiguedad, que acaso nos indique la manera de poder engranarla constructivamente con la teoría de la selección natural.
Sugerimos, a este respecto, que el punto crítico (débil) de la propuesta de Baldwin reside en el supuesto de que las acomodaciones (innovaciones) conductuales deben ser mantenidas o estabilizadas temporalmente, no sólo entre diversos individuos de una generación, sino también entre sucesivas generaciones. Mediante semejante supuesto se asegura el que nos parece que constitye a la postre el objetivo último que la teoría de la selección orgánica aspiraba a salvaguardar en Baldwin, que no es otro que el de entender a la conducta como factor central por el que debiera pasar necesariamente toda la dirección del cambio o la evolución orgánica. Pues sólo si suponemos, en efecto, que las nuevas acomodaciones conductuales se mantienen estables trans-individual y trans-generacionalmente el tiempo (evolutivo) suficiente, podemos tomar estas innovaciones como el contexto respecto del cual necesariamente (nomotéticamente) acabarán por cribarse cualesquiera nuevas variaciones orgánicas, no importa lo azarosas que en principio ellas fueran. Pero de este modo, repárese, se desactiva a fin de cuentas el principio (darwinista) de "azar" aparentemente - sólo formalmente - contenido en la idea de "variación convergente", puesto que se desactiva el componente de "concurrencia por coincidencia" que creemos que debiera contender la idea de variación convergente si es que ésta quiere respetar el principio darwinista de variación azarosa.
Lo que entendemos, pues, es que el supuesto de la estabilidad temporal (evolutiva) de las innovaciones conductuales es un supuesto ad hoc para asegurar el desideratum último que regula toda la idea de selección orgánica en Baldwin, que no es a la postre otro que el de suponer la conducta como el factor central necesariamente responsable de la totalidad de la dirección de la evolución orgánica, esto es, el mismo desideratum, como se ve, que inspiraba al lamarkismo clásico, solo que formulado ahora a través de otro mecanismo - sólo formalmente - diferente, el de la variación convergente. Acaso esto sea suficiente para entender los recelos que la idea de "selección orgánica" ha suscitado desde siempre, y sigue suscitando ahora, en la tradición darwinista.
Si antes criticábamos, en resolución, a la concepción etológica clásica (neodarwinista) de la adaptación por vaciar el papel adaptativo de la conducta al "emparedar" ésta entre medias de una morfología hereditaria "pasiva" y un medio "inerte", deberemos criticar ahora a la formulación clásica (de Baldwin) de idea de "selección orgánica" por asumir ad hoc un sujeto conductual interpuesto entre las variantes morfologicas azarosas y el medio capaz de estabilizar mediante su conducta las modificaciones del medio el tiempo (evolutivo) necesario como para que dicha conducta se constituya a la postre en factor central de la dirección del cambio orgánico. Repárese que lo que está en juego en todos los casos es una determinada idea de conducta, de la que depende a la postre la manera como se acabe entendiendo la evolución misma - el engranaje entre la adaptación y la evolución -.
Nos parece por ello ciertamente decisivo disponer de una idea de conducta capaz de criticar tanto el vaciado que ella ha sufrido en el neodarwinismo, como su hipostatización en las tradiciones lamarkistas (incluida a estos efectos aquí, por las razones que hemos visto, la idea clásica de selección orgánica): una idea de conducta, como hecho biológico, capaz de engranar constructivamente, desde luego, con la idea de la selección natural, y de desarrollar por tanto esta idea hasta el punto de liberarla de sus carencias clásicas y de las actuales perplejidades a las que hoy se ve sometida como consecuencia de dichas carencias.
3.2. Pues bien, a este respecto sugerimos que la clave para entender la presencia y el significado de la conducta como un hecho biológico, exige retrotraerse a la diferencia entre organismos autótrofos y heterótrofos, es decir, a la diferencia entre los organismos capaces de sintetizar sus sustancias nutritivas a partir del contacto espacial contiguo con ciertos elementos del medio (humedad y calor, básicamente) y aquellos otros que dependen para su nutrición de substancias vivas que se encuentran en su medio entorno a distancia física de sus propios cuerpos. Esta "distancia" o "lejanía física", en relación con las fuentes de la alimentación, y en particular cuando ella implique una cierta complejidad estructural ambiental (geográfica), nos parece en efecto decisiva para entender la presencia y el significado biológico de la conducta. Pues dicha lejanía exige, para satisfacer la función nutritiva, de una morfología y una función motoras capaces de recorrerla mediante los movimientos oportunos, de modo que el organismo pueda apoderarse de las substancias que se encuentran a distancia suya. Dada, a su vez, como decíamos, una determinada complejidad estructural ambiental (o geográfica) de la distancia que debe ser recorrida, estos organismos deberán coordinar sus movimientos de apoderamiento de las sustancias nutritivas. Ahora bien, "co-ordinar" significa co-ordenar, u ordenar conjuntamente, sus movimientos en el medio distante, o sea, com-poner unas partes físicas con otras de dicho medio distante, de suerte que semejante función, repárese, podrá cumplirse ventajosamente en virtud de la co-presencia a distancia de estas partes com-puestas o co-ordenadas. Y no otra cosa, sino, dichas "co-presencias a distancia" entre las partes com-puestas por los movimientos es en lo que consiste el componente de conocimiento (de experiencia o de percepción del medio) que es inherente a toda conducta.
"Conocimiento" y "conducta" son, pues, términos estrictamente coextensivos e indisociables, puesto que comportase es componer, mediante movimientos, aquellas partes del medio físicamente distantes entre sí y respecto del propio cuerpo del organismo (pudiendo incluir diversas partes del propio cuerpo del organismo) cuando dichas partes se encuentran respectivamente co-presentes a distancia.
Pero ello significa, repárese, que comportase es operar siempre (en algún grado) de un modo abstracto con el medio, puesto que supone, en efecto, tratar el medio, mediante las composiciones motoras, agrupándole en diversos grados de semejanza (o de "generalización"), los que justamente se corresponden con los diversos estratos de distancia física co-presente entre los que, según decimos, la conducta se desenvuelve. A su vez, cada grado de semejanza (de generalización) implica siempre algún grado correlativo de diferencia (o de "discriminación") y la recíproca: Cada agrupamiento por semejanza (generalización), en efecto, lo será siempre por relación a una posible diversidad de ingredientes suyos diferentes (discriminativos), a la vez que siempre podrá figurar como un ingrediente discriminado (diferente), junto a otros, de alguna otra semejanza de mayor grado de generalización; por su parte, cada discriminación, no importa lo ajustada (lo discriminada) que ella sea, se comportará siempre, no sólo como un ingrediente discriminativo, junto a otros, de alguna semejanza (o generalización), sino también como una posible semejanza (o generalización), por mínima que sea, respecto de posibles ingredientes discriminativos suyos (15).
Semejantes gradientes de generalización/discriminación no son posibles, desde luego, al margen del medio físico, así como tampoco al margen de los movimientos físicos del organismo, puesto que ellos no consisten sino en las segmentaciones o agrupamientos por semejanza (y/o diferencia), compuestas por los movimientos, de estratos físicos distantes en cuanto que co-presentes a los movimientos; pero a la vez ellos no se reducen a los nexos de contiguidad espacial en los que, en otro respecto, sin embargo, pueden resolverse (en un sentido fisicalista) dichos estratos o distancias físicas, puesto que son dichos nexos los que, en efecto, podemos considerar evacuados a efectos conductuales, esto es, a efectos de la segmentación abstracta del medio geográfico introducida por la conducta.
Se comprende, entonces, que la ventaja adaptativa básica que la conducta supone residirá en esta posibilidad de tratamiento abstracto del medio (geográfico), en cuanto que lo que dicho tratamiento hace posible es, diríamos, salvar o sortear conjuntamente (esto es, según los diversos "conjuntos" o "agrupamientos" de semejanzas/diferencias) en cada caso las diversas distancias físicas a las que el organismo por lo demás debe exponerse por contacto contigüo.
Ahora bien, es dicha ventaja adaptativa básica la que a su vez conlleva, inxorablemente asociada (como asociados van, diríamos, los lados convexo y cóncavo de una superfice) una segunda característica no menos decisiva, a saber, la de contingencialización del propio medio geográfico que la conducta inevitablemente introduce. Pues el trato conductual del medio geográfico implica, en efecto, una contingencialización de dicho medio en el sentido de que los conjuntos en los que la conducta segmenta o agrupa dicho medio se comportan como co-variaciones meramente probables en el juego de las interdependencias funcionales entre los mismos que la conducta mediante su ejercicio va estableciendo. Semejantes interdependencias funcionales se muestran, en efecto, como contingentes, no ya porque ellas sean caóticas, o aleatorias, puesto que siempre están asentadas en experiencias conductuales pretéritas que resultaron útiles, pero sí en el sentido de que siempre se ven expuestas, en el curso de la conducta, a una posible y contínua re-segmentación de los conjuntos (de generalización/dsicriminación) que la conducta enlaza, habida cuenta del caráter meramente probable de las co-variaciones interdependientes entre los mismos (16).
Diríamos, pues, que comportase supone siempre de algún modo "arriesgarse": no ya en un medio "insólito" (aleatorio, caótico), pero sí en un medio siempre en algún grado incierto en correspondencia con cierto grado de certidumbre. Y es en esto precisamente en lo que nos parece que consiste el aprendizaje, que es inherente a la conducta, y en particular el factor de innovación o de transformación del medio que tantas veces se dice que el aprendizaje supone.
A su vez, en estrecha relación con el carácter contingente de la conducta se encuentra la cuestión, que nos parece decisiva, del significado biológico del placer y del dolor. El caso es que cada ciclo conductual debe cancelarse mediante alguna situación de placer o de dolor - situación ésta que se presenta en la psicología experimental del aprendizaje (y en particular en el análisis funcional de la conducta) mediante el uso de los denominados "reforzadores incondicionados" para hacer aprender a un organismo una pauta de conducta -. Y lo que sugerimos, respecto del significado biológico de esta situación, es lo siguiente: que lo que el placer y el dolor ponen de manifiesto es que a la conducta, en su ejercicio, no le es dado conocer la propia función adaptativa orgánica que sin embargo a través suyo - de su ejercicio - se está cumpliendo relativa a ciertos tramos de su curso: justamente sus tramos conductuales terminales, que son los que se corresponden con los ajustes espaciales contiguos decisivos para la supervivencia del organismo. Para aclarar lo que queremos decir, podríamos recordar el ejemplo clásico al que acudiera Descartes en su en su Tratado del hombre: Un organismo no retira su miembro del fuego porque tenga conocimiento del proceso de combustión al que queda sometido dicho miembro en contacto con el fuego, sino simplemente porque le duele. Sugerimos, a este respecto, el siguiente argumento: Precisamente si dispusiera de semejante conocimiento, el dolor le sería innecesario; ahora bien, el hecho es que de lo que sí dispone es del dolor, lo que significa la imposibilidad de dicho conocimiento. Nuestra interpretación, en efecto, es ésta: que el dolor y el placer son necesarios porque aquel conocimiento es imposible.
Repárese, de entrada, en que el placer o el dolor tienen lugar, como apuntábamos, no ya en cualesquiera tramos de la distancia física recorrida, mediante co-presencias cognoscitivas, por una conducta, sino en aquéllos donde determinados contactos espaciales contiguos entre el organismo y el medio (o entre partes de la morfología orgánica) tienen un significado biológico adaptativo crítico, es decir, donde lo que está en juego es, a fin de cuentas, el mantenimiento o la persistencia física de una morfología orgánica adaptándose (en el caso del placer) o su destrucción en su (des)adaptación (en el caso del dolor). Pues bien, si (por hipótesis) a la conducta del organismo le fuera dado conocer, en su ejercicio, la estructura (objetiva) de estos ajustes espaciales-contiguos críticos, ello supondría que la conducta instauraría en el medio (geográfico) efectivas estructuras estables o consistentes, cuya estabilidad incluiría todos los tramos adaptativos físicos - y en particular aquellos ajustes bio-físicos biológicamente decisivos -, de suerte que el factor de cancelación de cada pauta o ciclo conductual residiría en el cierre mismo estructural de dichas estructuras estables. En tal caso, desde luego, el organismo llevaría a cabo, mediante su conducta, una suerte de completa objetivación o (auto) racionalización del proceso biológico adaptativo mismo en su integridad. Y precisamente entonces el placer y el dolor serían enteramente innecesarios.
Ahora bien, es el caso que el placer y el dolor ocurren, y que ocurren precisamente como factores de cancelación de cada ciclo conductual en ejercicio adaptativamente significativo. Ello quiere decir que a la conducta no le es dado, en su ejercicio, el conocimiento de aquellos ajustes bio-físicos críticos; de hecho, el placer y el dolor se presentan como unas experiencias cognoscitivas límites, en el sentido de que, siendo sin duda datos de experiencia, son sin embargo opacos a las adaptaciones orgánicas que a través suyo necesariamente se cumplen. Un indicador crítico de semejante opacidad lo constituye el hecho de que siendo el placer y el dolor experiencias cognoscitivas, la co-presencia a distancia que a éstas en principio carateriza queda sin embargo en ellos reducida hasta su práctica desaparición - lo cual tiene precisamente que ver con el hecho de que lo aquí está en juego no son cualesquiera nexos espaciales contiguos del medio geográfico sino aquéllos que implican contactos biológicamente decisivos con (o en) el cuerpo del organismo -. Ello tiene que ver con el hecho de que el "sujeto" (de conducta, y/o de conocimiento), no es , en modo alguno, una suerte de "sujeto mental" o "representacional" (digamos, "cartesiano") que pudiera "auto-representarse (objetivarse) a sí mismo", sino un sujeto orgánico (somático) conductual (operatorio), es decir, una operatoriedad somática en ejercicio, siempre entre medias de co-presencias a distancia ambientales, entre las cuales siempre figura, como referencia constante de orientación operatoria, las propias operaciones somáticas como co-presencias, y cuyo límite cognoscitivo irrebasable precisamente lo constituye el propio "sujeto" en cuanto que no es más que la subjetividad corpórea-operatoria: de aquí la presencia inexorable del placer y el dolor, como expresión-límite de semejante imposibilidad cognoscitiva reflexiva, y por tanto como necesarios factores de cancelación y eventual recurrencia de los ciclos conductuales u operatorios en ejercicio.
Y esto tiene que ver (repárese) con el carácter inexorablemente contingente de la conducta, esto es, con el hecho de que ella no instaura sobre el medio geográfico estructuras que fueran estables, o sea, estructuras que, de ser estables, objetivarían los propios ajustes biofísicos críticos entre el organismo y medio, sino sólo modificaciones contingentes de dichas estructuras. Es por ello por lo que el placer y el dolor resultan imprescindibles, e imprescindibles, como decíamos, como factor de cancelación, y de eventual recurrencia, de cada ciclo de modificaciones conductuales del medio (geográfico) que resultan suficientes , aun cuando contingentes, para el cumplimiento de las adaptaciones orgánicas biológicamente decisivas. En su asuencia, la conducta se encontraría en último término desorientada, esto es, por así decirlo, a la deriva de unos enlaces entre situaciones del medio que, por su carácter contingente, carecerían por sí mismos de cancelación y eventual recurrencia. El placer y el dolor son, por asi decirlo, un necesario factor de conservación, exigido por el carácter inexorablemente "precario" (contingente) del alcance cognoscitivo que tiene el tratamiento conductual animal del medio.
Pues bien, nos parece, en resolución, que cuando
se entiende el "riesgo" que, por su carácter contingente, toda conducta
acarrea como algo a su vez inherente a la propia ventaja adaptativa que la
conducta supone, y por tanto la necesidad biológica del dolor y el
placer como factores de conservación exigidos por aquel carácter
contingente (o arriesgado) de la conducta, estamos entonces en condiciones
de adoptar un enfoque adecuado del papel específico de la conducta
en la adaptación, y, con ello, en el propio proceso evolutivo.
Frente
a la perspectiva etológica clásica, no podremos, sin duda,
obviar el hecho de que la conducta puede introducir en el medio (geográfico)
modificaciones críticas, esto es, modificaciones de las propias condiciones
de presión selectiva que puedan alterar decisivamente las propias
relaciones adaptativas entre el organismo el medio, y de modo que, en virtud
del principio de la variación convergente contenido en la teoría
de la slección orgánica, puedan tener asimismo consecuencias
evolutivas efectivas. Mas, por otro lado, debemos asimismo reconocer los
límites de semejantes efectos adaptativos y evolutivos de las transformaciones
conductuales, límites que podremos apreciar en la medida en que
sepamos desestimar como puramente ad hoc la pretensión, contenida
en la formulación clásica de la teoría de la selección
orgánica, de que dichas trasformaciones puedan estabilizarse el
tiempo (evolutivo) suficiente como para que la conducta pueda alzarse como
factor absorbente en su integridad de la dirección de la (trans)formación
evolutiva de las formas orgánicas; y podemos realizar esta crítica
a partir de la comprensión del carácter contingente de las
transformaciones ambientales inducidas conductualmente, esto es, justamente
sobre esa característica que a la par que resulta inherente a la ventaja
adaptativa básica que la conducta supone, conlleva a su vez la presencia
inexorable del placer y del dolor como factores de conservación exigidos
por el carácter precario o contingente que la modificación
inteligente (conductual) del medio conlleva.
Pero esta doble crítica acarrea ciertamente una imagen muy determinada del campo disciplinar biológico, en cuanto disciplina que debe incorporar desde luego formalmente a la conducta en su construción. Una imagen según la cual el engranaje entre los tramos adaptativos (conductualmente mediados) y el curso evolutivo se ve sometido indefectiblemente a una doble y conjugada incertidumbre: la que proviene no sólo del hecho de que las variaciones morfológicas deberán ser (como pide la teoría de la selección natural) azarosas, es decir, en principio independientes de su eventual suerte adaptativa, sino también la que deriva del carácter contingente de los cambios ambientales conductuales respecto de los cuales pueden resultar convergentes nuevas variaciones morfológicas. Sólo de este modo creemos que puede efectivamente respetarse la idea de "variación convergente" - respecto de las innovaciones conductuales - contenida en principio en la idea de selección orgánica, y no quedar desactivada como veíamos que a la postre ocurría cuando se supone (ad hoc) el tiempo evolutivo necesario para que las variaciones acaben todas cribadas por el tamiz de la innovación conductual estabilizada.
La idea de selección orgánica, ajustada este modo, puede entonces recuperarse, no ya sólo por su mera coherencia formal con la teoría de la selección natural, sino por su posiblidad de engranar constructivamente con ella, a la hora de hacerse cargo del papel adpativo y evolutivo de la conducta. Pero ello supone ciertamente rectificar la idea de la biología como una disciplina estrictamente nomotética: no ya, desde luego, porque neguemos los cursos causales deterministas que deben darse tanto en el plano de la causación genética de las variantes morfológicas - y en el de la reproducción (combinación) hereditaria de las fuentes genéticas de las variaciones que resultaron adaptativas -, como en el plano de las adaptaciones, asimismo causales, entre las morfologías y el medio; sino porque tampoco podemos obviar que la convergencia, asimismo causal, entre ambos planos, que debe reiterarse a la escala de cada tramo adaptativo (de la ontogenia), no deja de estar sometida a la doble y conjugada incertidumbre que conlleva, como decimos, tanto el caracter azaroso de las variantes morfológicas como el carácter contingente (por efecto de la conducta) de las propias adaptaciones morfológicas. Por así decirlo: es el propio proceso de transformación evolutiva de las formas orgánicas el que, sin perjuicio de su legalidad genética (bio-molecular) "microevolutiva", se ve inexorablemente contingencializado, a la escala de sus necesarios tramos recursivos ontogenéticos, por efecto de la conducta, esto es, por efecto de lo que a su vez constituye la condición adaptativa diferencial o básica de los organismos (hererótrofos) que viven en medios geográficos distantes y complejos.
Y ello supone, por cierto, arrumbar definitivamente todo vestigio de armonismo, o de teleología, en la idea de evolución (como a la postre requería la idea darwinista de selección natural, a diferencia de la perspectiva lamarkista), y no ya a costa de prescindir de la conducta (como parece haber sido el espíritu del neodarwinismo), sino precisamente en cuanto que se la considera como factor de contingencialización de la propia evolución inherente a sus ventajas adaptativas. Pues según la idea de conducta que proponemos, en efecto, la conducta puede, según los casos, tanto actuar como factor de (rápida) especiación o transformación morfológica, como también como factor de ralentización, o sencillamente de extinción de formas orgánicas (que acaso no se hubieran extinguido de no haber medidado determinadas innovaciones conductuales). La presencia de la conducta (y/o del conocimiento) en el mundo orgánico (heterótrofo) no supone, por tanto, ningún factor de necesaria ordenación armónica de dicho mundo, sino, más bien al contrario, un factor de multiplicación de las divergencias evolutivas de todo orden, como condición misma, por lo demás, para que aquellos organismos que de hecho (sobre)vivan, puedan hacerlo en un medio estructualmente complejo y distante.
4. Pues bien: Como señalábamos al principio de esta entrada, la discusión precedente sobre la conducta biológica tiene, además del posible interés que suyo pueda convenirle en el contexto de las disciplinas bio-psicológicas, un alcance crítico muy significativo en relación con la idea del "campo antropológico" que nos interesa construir. En la discusión precedente hemos intentado en efecto mostrar que los organismos animales no instauran, mediante su conducta, estructuras estables en el medio que objetivasen sus propias adaptaciones orgánicas críticas, sino sólo modificaciones contingentes del medio al que que sus formas orgánicas se adaptan, y en este sentido hemos apuntado al efecto de contingecialización de la propia evolución debido a dichas modificaciones conductuales del medio . Pero puede, por otro lado, que, no ya en el ámbito zoológico en general, pero sí en el campo antropológico específico, nos sea dado reconocer la presencia de unos organismos que sí instauran, en determinados respectos, mediante sus operaciones, estructuras genuinamente "objetivas": precisamente los "objetos" de la "técnica productiva" humana; unos objetos que acaso actuén, por su carácter objetivo, como principio de cancelación y recurrencia de las operaciones que los contruyen, y que por tanto permitan la estabilización y la transmisión, transindividual y transgeneracional, de las operaciones de su construcción, no ya ahora a través de ninguna vía orgánica (hereditaria), ni siquiera a través de la convergencia entre nuevas variaciones y adaptaciones que contempla la teoría de la selección orgánica, sino precisamente a través de la vía que ellos mismos instauran, que es la via de la cultura objetiva - la cultura, en efecto, de los propios objetos -. De ser esto así, puede que dichas estructuras objetivas tengan efectos muy precisos sobre las "relaciones sociales" contraídas por estos organismos (antropológicos), en el sentido de que éstas pasen de ser meras relaciones (conductuales) inter-individuales a ser relaciones supra-individuales conformadas a la (nueva) escala de dichos objetos, y que esto tenga también tenga efectos sobre la contingencialización del cambio evolutivo que hemos visto que suponía la conducta zoológica, en el sentido de que dicha contingencialización pueda quedar en cierto respecto refrenada y refundida a la escala de las nuevas relaciones sociales supraindividuales asociadas a la cultura objetiva.
Pero entonces también será el "problema de
la conducta (psicológica)" el que cobrará ahora una
nueva (y acaso sorprendente) dimensión precisamente en el contexto
del campo antropológico: pues supuesta la apuntada objetivación
y supra-individualización de las operaciones antropológicas,
será ahora una cuestión cualquier cosa menos obvia la relativa
a la modalidad que en semejante contexto puedan adoptar las "contingencias"
(esto es, el propio psiquismo) que hemos visto que caracterizan a la conducta
zoológica.
Sin la discusión precedente, no era posible desde luego afrontar
en condiciones la construcción de la idea de "campo antropológico"
y discutir la modalidad que en este contexto pueda adoptar el psiquismo;
pero a su vez sólo en el curso de dicha construcción y discusión
podrá comprenderse cabalmente el alcance que respecto de ellas puedan
tener las consideraciones precedentes. (Ver a este respecto la entrada
Coordenadas
antropológicas de la Psicohistoria: El concepto de "conflicto
de normas irresuelto personalmente".)
(1). La obra de Darwin es muy heterogénea y desigual: si
bien su aportación más importante y consistente a la biología
científica es, sin duda, su teoría de la selección
natural - expuesta sobre todo en su obra fundamental El origen de las
especies (Darwin, 1859; ed. esp., 1983, Madrid: Sarpe) -, en otros trabajos,
más dedicados expresamente a tratar cuestiones conductuales - así,
por ejemplo, La expresión de las emociones en los animales y en
el hombre (Darwin, 1872; ed. esp., 1984, Madrid: Alianza) -, Darwin utiliza
principios explicativos lamarkistas, como el de la transisión hereditaria
de los hábitos bajo la forma de instintos.
(2). Studies in the Theories of Descent , Londres, 1882.
(3). Sin duda, el apunte crítico que hacemos aquí
del proyecto etológico supone una imagen demasiado apretada del mismo,
que se ve obligada (por razones de espacio) a abstraer las diversas modulaciones
y aportaciones particulares de dicho proyecto; con todo, nos parece que
la crítica goblal que aquí esbozamos puede mantenerse, sobre
todo en la medida en que, como decimos, quepa considerar al mencionado proyecto
como asociado al marco conceptual de la teoría sintética en
biología.
(4). Morgan, C. Ll. (1896), Habit and instinct . Londres:
Arnold.
(5). A este respecto, puede consultarse en: Fuentes Ortega, J.
B. (1992) "Algunas observaciones sobre el carácter fenoménico-práctico
del análisis funcional de la conducta", Revista de Historia de
la Psicología, 14 (3-4), 23-37.
(6). La teoría de los "equilibrios puntuados o intermitentes"
ha sido elaborada por Eldredge y Gould sobre la base de la ausencia de registros
fósiles graduales.
(7). Es este actual "estado de opinión" desde el que creemos
que puede hacerse la crítica - por tanto, retrospectiva - a los límites
del proyecto etológico que anteriormente hemos apuntado.
(8). Ver en: Mayr, E. (1979), "La Evolución". En Evolución,
Barcelona: Labor, 3-12.
(9). Ver en: Mayr, E. (1991) One long Argument. Charles Darwin
and the Genesis of Modern Evolutionary Thought. Cambridge, Mass.: Harvard
Univ. Press. (Ed. esp.: E. Mayr (1992), Una larga controversia. Darwin
y el darwinismo. Barcelona: Crítica).
(10). Ver en: Ho, M. W. y Saunders, P. T. Eds. (1984), Beyond
neo-darwinism. An introduction to rhe new evolutionary paradigm. Orlando:
Academic Press.
(11). Plotkin, H. C. (Ed.) (1988) The Role of Behavior in Evolution,
Cambridge, Mass.: MIT Press.
(12). La idea de "selección orgánica" fue desarrollada,
en efecto, a partir de 1896, por James M. Baldwin, Lloyd Morgan y Henry
F. Osborn, en principio de forma independiente, si bien la formulación
de Baldwin, que en buena medida constituye el núcleo de toda su obra,
supone la aportación más elaborada y sistemática al
problema que aquí estamos considerando. A este respecto, debemos consignar
aquí la presencia de una Tesis de Doctorado recientemente elaborada
en nuestra Universidad (titulada El "efecto Baldwin". La propuesta funcionalista
para una síntesis psicobiológica, presentada en 1994 por el
profesor José Carlos Sánchez González, y dirigida por
Tomás R. Fernández, ambos de la Universidad de Oviedo) que
constituye a nuestro juicio una sistemática y valiosísima exploración
del sentido de la propuesta de Baldwin y de su alcance en el debate actual
sobre el papel evolutivo de la conducta. Nuestra interpretación de
dichos sentido y alcance no coincide ciertamente con la propuesta en dicha
Tesis, puesto que, como se verá en las páginas que siguen,
nosotros proponemos una rectificación crítica de la teoría
de Baldwin asociada a una concepción del análisis funcional
de la conducta skinneriano como canon del saber psicológico, mientras
que en la Tesis de referencia se mantiene la formulación de Baldwin
en principio en sus mismos términos en conexión con el proyecto
de una psicobiología genética. Mas, en cualquier caso, nos
parece que el planteamiento histórico-gnoseológico puesto en
juego por la mencionada investigación constituye una referencia polémica
imprescindible en las actuales cuestiones que aquí estamos considerando.
(13). Ver, por ejemplo, en En Ho, M. W. y Saunders, P. T. (1979)
Beyond neo-Darwinism: an epigenetic approach to evolution. J. Theor.
Biol. 78, 573-591.
(14). En Plotkin H. C., opus cit.
(15). Este tratamiento abstracto del medio (por agrupamientos
de generalización/discriminación) que la conducta supone es
lo que de hecho fue reconocido por Skinner en su trabajo pionero y clásico
sobre la "naturaleza genérica de los conceptos de estímulo y
de respuesta" (ver en: Skinner, B. F. (1935) "The generic nature of the concepts
of stimulus and response", Journal of General Psychology, 12, 40-65)
y lo que, asimismo, ha sido siempre de hecho usado en ejercicio en toda la
psicología experimental del aprendizaje, con independencia de las
autoconcepciones (ingenuas) que tantas veces han creído poder entender
a los estímulos y respuestas psicológicas en términos
de unidades atómicas (o "moleculares") - cuando, como decimos, de
hecho han sido siempre tratados como situaciones "molares", o "genéricas"
o "abstractas" -.
(16). Las "contingencias" de las que hablamos son, sin duda, las
mismas que trata el análisis funcional de la conducta en cuanto que
análisis de las "relaciones contingenciales de control" entre las
situaciones psicológicas.
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