Román Reyes (Dir): Diccionario Crítico de Ciencias Sociales

Relativismo 
 
Luis Vega
Universidad Nacional de Educación a Distancia

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De los llamados "espíritus animales" se decía antaño que son algo que se deja sentir con más facilidad que definir. Del relativismo se puede decir justamente lo mismo. «Un meridiano decide la verdad... Verdad a este lado de los Pirineos, error más allá»: estas palabras de Pascal (Pensées, I, iii 60) tienen un fuerte sabor relativista; pero el bueno de Pascal está lejos de ser precisamente un dechado de relativismo. El relativismo, en líneas muy generales, sostiene que aquello que la gente considera justificado creer o hacer, depende sustancialmente de su propia disposición o de sus condiciones particulares de vida (su peculiar constitución, su tiempo y lugar, su cultura, su medio social, su forma de vida). Hay, por cierto, muchos relativismos y esta vasta familia filosófica se resiste a una caracterización precisa.

 Esta resistencia quizás tenga que ver con la precaria suerte y la escandalosa prensa de los miembros de la familia: el relativismo antiguo nos ha llegado de la mano de sus críticos y los relativismos modernos se han seguido presentando bajo el signo de la contradicción o de la provocación, entre malentendidos y sugerencias, rara vez como un cuerpo de doctrina. Un motivo más radical es, piensan algunos, la imposibilidad de cifrar el relativismo en una tesis coherente. Un relativista puesto en el brete de tener que definirse se perderá en formulaciones suicidas autorrefutadoras o se difuminará entre vagas evasivas. Pero al margen de este —¿ominoso? ¿edificante?- destino de autodisolución al que se supone condenado el relativismo, algunos idearios ilustrados y liberales en Occidente parecen abrigar concepciones más o menos relativistas sobre la diversidad y variabilidad de ideas y creencias, usos y costumbres. Nuestra propia cultura, desde los tiempos de Campoamor, viene asumiendo el refrán: «Nada es verdad ni es mentira. Todo es según el color del cristal con que se mira», como una muestra urbana y descreída de sabiduría popular. Así pues, también son dispares y relativas nuestras imágenes del relativismo. Por un lado, una persistente tradición —que se remonta a la primera "Ilustración" griega en el s. V a.n.e.— sigue valorando ciertas actitudes relativistas como signo de una cultura ilustrada: el reconocimiento de diversas culturas y costumbres puede alumbrar virtudes como la capacidad de desapego y autocrítica, cierta lucidez en punto a normas y creencias, una saludable tolerancia. Pero por otro lado, entre los filósofos profesionales y otras gentes de orden, no es menos tenaz la tradición que mide el relativismo por el rasero de las tribus más cerriles (solipsismo, escepticismo) o más insanas (irracionalismo, nihilismo) que han poblado la historia de la filosofía.

 El procedimiento usual de habérselas con esa doble imagen consiste en distinguir entre la relatividad de primer orden y el relativismo de segundo orden. La primera no pasa de reconocer la diversidad social y cultural de las formas de vida y los modos de pensar, con que hoy estamos familiarizados por múltiples medios (experiencias propias; textos exóticos y libros de viajes; trabajos de antropólogos, lingüistas, historiadores, sociólogos). Esta relatividad podría resumirse en declaraciones un tanto imprecisas como
 R*: «Las ideas (actitudes, creencias, ideales...) que los seres humanos se forjan, difieren entre sí y son relativas a la cultura o sociedad concreta a la que pertenecen».

 Los filósofos suelen conceder de buen grado que esta visión del mundo cultural y social es, a estas alturas de los tiempos, tan plausible como trivial e inocua. Cualquier persona medianamente lúcida e informada convendría en R* o en aserciones análogas. Ahora bien, muy distinto es el caso de un relativismo de segundo orden, correspondiente a un plano reflexivo donde entran en juego consideraciones acerca del conocimiento o la verdad, sobre patrones de conceptualización, criterios de racionalidad, normas de corrección, etc. En este plano —valga la expresión— «metacognoscitivo», las tesis relativistas serían del tenor de

 R: «Lo que cuenta como conocimiento (verdad, justificación racional...) está determinado por —y puede variar en función de— cada cultura o sociedad particular»,

 R puede además verse representado por sus corolarios positivos, e.g. del tipo de «todo vale», es decir: cualquier criterio de reconocimiento adoptado por las diversas comunidades particulares resulta pareja y localmente correcto o válido; o por sus corolarios negativos, e.g. del tipo de «nada nos obliga », es decir: nuestras diversas maneras de tratar con las cosas no dependen de cómo las cosas hayan de ser o sean.

 Estos corolarios, sobre todo el más vacuo «todo vale», suelen funcionar como eslóganes publicitarios de envidiable éxito. Pero sospecho que ninguno de ellos hará las delicias de un buen relativista, aunque cualquiera de ellos haga feliz a un mediocre crítico. Sea como fuere, hoy es obligado intentar una aproximación más neutra y general al difuso ideario relativista, antes de discutir las cuestiones suscitadas por la relativización de la verdad o de la racionalidad o del conocimiento, dimensiones en las que más se ha dejado sentir el reto del relativismo. Esta discusión deberá ser aquí muy sucinta, meramente ilustrativa.


Relatividad, relativización y relativismos

Decir que «todo es relativo» no tiene sentido para un buen relativista —ni siquiera sería de recibo en buena lógica—. El común denominador de los relativismos responde como mínimo a una construcción diádica, donde algo relativizado, R(x), es relativo a algún relativizador, R(y). Si concretamos ambos extremos, R(x) y R(y), podemos pergeñar un catálogo inicial de variantes relativistas. Por ejemplo:
  R(x)   R(y)   Variantes
  seres o cosas  individuos humanos  solipsista-ontológica
     verdades    especie humana  antropo-semántica
  conocimientos    comunidades  socio-epistémica
 criterios de juicio      épocas   historicista

Los relativismos concretos no suelen limitarse a una sola variante. El epistémico, en particular, puede plantearse la relativización de la verdad o asumir proyecciones de otros géneros (e.g. ontológicas) y, desde luego, puede hacerlo con respecto a diversas categorías de relativizadores (los individuos, la especie, las comunidades humanas, etc.).

 Otro indicador es la significación de «... es relativo a ...». Una relativización genérica sólo indicaría que R(x) tiene que ver con, depende de algún modo de, R(y). Como las ideas no son seres extraterrestres (con funciones de comando operativo autónomo) ni las creencias llueven del cielo, hoy parece natural suponer que, por ejemplo, las actitudes epistémicas y los contenidos cognoscitivos envueltos en las convicciones de los miembros de una comunidad dada guardan relación con las condiciones históricas y sociales de su forma de vida. (Esta relativización equivaldría a un perspectivismo de primer orden como el latente en R*.)

   Una relativización más fuerte y específica afirma, en cambio, que lo que cuenta como R(x) está en función de R(y). Ello implica que:  [i] si R(y1) y R(y2) son relativizadores distintos, aun dentro de la misma categoría, e.g. dos individuos o dos comunidades distintas, lo que cuenta como R(x) puede presentar diferencias correlativas, e.g. puede que lo que R(y1) juzgue como una verdad o como una justificación racional de un presunto conocimiento no sea tal verdad o no constituya tal justificación a los ojos de R(y2);  [ii] la constitución característica de esos relativizadores determina decisivamente estas diferencias de juicio o de criterio sobre lo relativizado. Esta relativización ya se mueve en el plano de las consideraciones de segundo orden, el correspondiente a las tesis del tipo R: no se trata de mera relatividad o diversidad cultural sino de relativismo. Por cierto, de igual manera que una tesis como R no se sigue lógicamente de una aserción como R*, el relativismo epistémico tampoco es una consecuencia lógica de la relatividad y la diversidad socio-cultural de las ideas o creencias, ni puede justificarse simplemente por referencia a ellas.

 Con todo, el relativismo se alimenta de la posibilidad de diversas maneras de pensar y diversas formas de vida. De hecho, los relativismos conocidos presuponen de algún modo no sólo su posibilidad sino su existencia particular y concreta, tal como puede manifestarse a una conciencia ilustrada o como puede apreciarse a la luz del desarrollo ulterior de las ciencias humanas (historia, antropología, lingüística, sociología, etc.). Más aún, un rasgo peculiar del relativismo socio-epistémico en nuestros días es el de ser un «precipitado» —una proyección o extrapolación o excrecencia o exasperación, según se mire— del desarrollo contemporáneo de las ciencias humanas y de los enfoques humanísticos (filosófico-hermenéutico, histórico, sociológico) de la propia ciencia, en general. Otro rasgo no menos notable es su capacidad no sólo de cobertura sino de inspiración de programas de investigación en esas áreas, al sugerir bien modelos filosóficos —e.g. los conceptos de marco (categorial, conceptual) para sistemas de ideas y creencias—, o bien estrategias metodológicas concretas —e.g. en sociología o en etnometodología de la ciencia—. Y todo ello con aires de desafío a las concepciones tradicionales de la verdad, la racionalidad o el conocimiento.


El personaje «Protágoras»: ¿caricatura o paradigma?

Empezar por Protágoras es algo más que empezar por el principio. Protágoras es, al parecer, un personaje inevitable tanto para los críticos tradicionales del relativismo (desde Platón hasta Siegel 1987, digamos), como para algunos de sus defensores actuales (e.g., Margolis 1991). Lo que se juega en el nombre de Protágoras —incluso al margen de su identidad histórica— es la inconsistencia misma del relativismo. El partido se inició al principio en campo ajeno: en el contexto de las críticas de Platón (Crátilo 385e; Teeteto 152a, 161c-d, 166e-172b) y del realismo «clásico». Según este realismo: a/ hay un mundo estable de objetos independientes de nuestras ideas, creencias o conocimientos; b/ el mundo es accesible no sólo en sus aspectos fenoménicos, perceptibles y variables, sino en su estructura misma, inteligible y constante; c/ la conformación del mundo es susceptible de una descripción verdadera, cabal y única; d/ una aserción es verdadera si y sólo si se corresponde con la realidad, dice que son las cosas que son y que no son las cosas que no son. De c/ y d/ se desprende que toda aserción —al menos en principio— o es verdadera o es falsa.
 La famosa tesis del Homo mensura avanzada por Protágoras, «el hombre es medida de todas las cosas, de las que son en tanto que son y de las que no son en tanto que no son», es una contrafigura de este realismo clásico. Al margen de los problemas asociados a su interpretación, supongamos que se refiere a cada ser humano H, y que «medida» se toma en el sentido de patrón de medida o criterio de juicio. Según esta lectura, el relativismo pretendería, para todo H y cualquier aserción A de H, que:
 I. Si H juzga que A es verdadera, A es verdadera-para-H.
Pero esta tesis implica —al menos en el marco realista clásico de la versión de Platón— que:
 II. Una aserción A es verdadera-para-H si y sólo si la aserción «A es verdadera-para-    H» es verdadera (sin más).

De modo que, en definitiva, cualquier aserción es verdadera si alguien la juzga así.

 Pues bien, imaginemos una situación de conflicto en la que un ser humano H1 juzga que A es verdadera y otro ser humano H2 juzga que es falsa (juzga verdadera no-A). Sea A justamente la tesis I. En este caso, el relativista tiene que asumir que el relativismo resulta tan verdadero para una persona como falso para otra. Así pues, a la luz de II, el relativista se ve en la tesitura de reconocer que todo juicio puede ser verdadero y que, por ende, si la doctrina relativista misma es verdadera entonces en la misma medida es falsa; de donde se desprende que es falsa. Los argumentos de este tipo no muestran la inconsistencia interna del relativismo, sino su posible autorrefutación (si de A se deriva no-A, cabe concluir no-A). Digo «posible» debido a que el relativista también puede descartar algunas presunciones de la versión realista clásica de las ideas de Protágoras y puede, por esta vía, sortear el Escila de la indiscriminación entre la verdad y la falsedad —e.g. negando verse involucrado en el metalenguaje absolutista de II—, y el Caribdis de la propia falsación —negándose a asumir los supuestos de bivalencia o de tercero excluido—. Pero, tratándose de la verdad, ¿cabe admitir al relativista algún margen de maniobra? ¿Es viable alguna suerte de verdad relativa? ¿Cabe, por añadidura, alguna generalización al respecto? La caricatura «clásica» de Protágoras se ha convertido así en el paradigma de las desgracias de la verdad en el relativismo.


Verdad y relativismo

Precisemos, de entrada, lo que no está en discusión. No se discute que la atribución de verdad/falsedad es relativa a un lenguaje en el sentido de que sólo cabe hablar de régimen veritativo por relación a una clase de expresiones de un lenguaje interpretado. Tampoco se discute la existencia de múltiples casos en que las condiciones de verdad son relativas o sensibles a un determinado contexto de aserción; baste pensar en las condiciones de verdad de los enunciados con elementos deícticos (e.g. «aquél de la derecha es amigo mío»). Mayor interés tienen aquí las afirmaciones cuya verdad depende de un marco de referencia o puede variar según diversos marcos culturales o subculturales de uso: en el uso ordinario del español —según la autoridad del Diccionario de María Moliner— el día es el «espacio de tiempo que tarda el Sol en dar una vuelta completa en torno a la Tierra», y el oponerse a los afectos carnales es una virtud (la castidad) —según la autoridad del Diccionario de la Real Academia, en pasadas ediciones—; ambas aserciones le pueden sonar verdaderas a un hablante ordinario H1, y falsas a otro, H2, que no comparta esas mismas ideas «ordinarias» sobre el sistema Sol-Tierra y sobre la virtud. Pero también parece claro que esta relatividad sociolingüística no implica de suyo una relativización de la verdad como la que pretendería el relativismo.

 Para llegar a una tesis sustancialmente relativista, hay que asegurarse de que una discrepancia del tipo de «A es verdadera-para-H1 y falsa-para-H2» versa sobre un mismo aserto o una misma proposición, y de que este contenido significativo es el que cambia su valor de verdad de acuerdo con las diversas predisposiciones epistémicas de los distintos sujetos humanos. Sólo a partir de ahí se sigue que las condiciones de verdad se hallan efectivamente relativizadas. Pero, ¿cómo sabemos que cuando H1 juzga que A es verdadera y H2 juzga que A es falsa, los dos hablan de lo mismo o se refieren a una misma proposición? Bueno, —media el crítico tradicional—, las proposiciones se individualizan o se identifican sobre la base de sus condiciones de verdad: para que unas aserciones dadas tengan el mismo significado, aseveren una misma proposición, es necesario -aunque no suficiente- que tengan las mismas condiciones de verdad. Así que la pretensión relativista de que una misma proposición sea verdadera para alguien y falsa para algún otro, carece de sentido. Para colmo —puede terciar otro crítico—, la tesis relativista padece una confusión notable entre los planos epistémico y semántico al dar por sentado que el juicio o cualquier otra disposición de un sujeto epistémico es condición suficiente de la verdad o la falsedad de una proposición: adolece del fatal síndrome subjetivista de Hamlet: «nada hay que sea bueno o malo [digamos: verdadero o falso], sino que es el pensamiento el que lo hace así» (acto II, esc. ii, 259).

 Hoy un tratamiento relativista del síndrome de Hamlet podría discurrir en términos como los siguientes. Una cosa es decir que nada que sea verdadero, es verdadero, y nada que sea falso, es falso, sino que nuestro pensamiento hace que sea así. Si esto es lo que se entiende en la sentencia de Hamlet, se trata a todas luces de subjetivismo.  Otra cosa es decir que hay al menos algunos enunciados que no son, de entrada, verdaderos-o-falsos, sino que nuestros modos de pensar o ciertos «estilos de pensamiento» conforman su sentido y hacen que lleguen a tener un valor determinado de verdad en ese contexto. Y así entendida la máxima de Hamlet, deja ser arbitraria y subjetivista para convertirse en un lema posible del relativismo. Por ejemplo, ¿es verdadero o es falso el enunciado E: «no sólo hay varios infinitos sino que cabe un orden de magnitud entre ellos»? La atribución a E de un valor veritativo determinado apenas tiene sentido en contextos como la filosofía naturalista de Aristóteles (cf. Phys. III 6 206b34 ss.) o la piadosa Logique de Port Royal (cf. IV i), a diferencia de lo que ocurre en la teoría de Cantor, donde todo conjunto no vacío C (finito o infinito) cuenta con un conjunto potencia P(C) mayor que C. De ahí no se sigue que la verdad de E sea obra de Cantor, pero -puede argüir un relativista- sí se desprende que la determinación de su verdad o falsedad sólo es accesible desde ciertos supuestos epistémicos y que, por ende, no sólo la verificación de algunas proposiciones sino, en buena parte, su sentido vienen determinados por los elementos de juicio disponibles al respecto.

 Un crítico del relativismo podría replicar que esta conclusión no conduce de suyo a la relativización del concepto de verdad, sino a la relativización de nuestro acceso a ella. Otros críticos denunciarían la generalización inherente a la tesis relativista. No sólo implica (a): si yo, como ser humano, digo que A es verdad, quiero decir que A es verdad con arreglo a mis propios elementos de juicio. Implica además (b): si cualquier otro ser humano distinto de mí dice que algo es verdad, quiere decir que es verdad con arreglo a sus propios elementos de juicio. La generosidad de la implicación (b) parece librar al relativista del cargo de solipsismo que pudiera pesar sobre la implicación (a). Pero veamos qué significa este reconocimiento magnánimo de la opinión de los demás. Si soy relativista, para mí significa que si otra persona, H2, afirma por ejemplo «la nieve es blanca», esto quiere decir que, en efecto, la nieve es blanca con arreglo a los elementos de juicio de H2. Entonces, lo que yo mismo estoy queriendo decir es que, en efecto, con arreglo a mis propios elementos de juicio, la afirmación de H2 quiere decir que la nieve es blanca con arreglo a los elementos de juicio de H2. En suma, suponiendo que yo, como relativista, quiera salir bien parado de la clausura solipsista, donde cada cual es parejamente dueño único de sus elementos de juicio, ¿cómo podré evitar que las aseveraciones y elementos de juicio de los demás no vengan a ser atribuciones o construcciones hechas desde mis propios y fatalmente privilegiados elementos de juicio? Así pues, si el relativismo fuera verdadero, un postulado tan relativista como el de simetría («todos estamos igualmente próximos a Dios», cabría decir parafraseando a Ranke) se vería desmentido. Una vez más: si el relativismo es verdadero, es falso; luego, es falso.

 ¿Qué ocurre cuando se trata no ya de opiniones o creencias —privadas, quizás-, sino de conocimientos —públicos, en principio—, en cuyo caso no tiene sentido referirse a meras instancias individuales, sino a marcos intersubjetivos, culturales y sociales?


El mito del marco

En esta línea cabe sugerir que la verdad es relativa al mundo según se concibe éste dentro de un marco conceptual: si la aserción o descripción A corresponde a los hechos tal como están constituidos en un marco M, A es una verdad relativa al marco M o A es verdad-para la comunidad de los sujetos cognoscitivos usuarios del marco M. Hay un vasto repertorio de alusiones y de referencias a sistemas socioepistémicos por este estilo: «marcos categoriales», «esquemas conceptuales», «mundos (versiones de mundos)», «mentalidades», etc.

 Aquí entenderé por marcos los sistemas de este tipo cuya configuración se monta sobre estos supuestos: 1º/ Tienen alguna suerte de organización interna, por ejemplo: un núcleo de categorías básicas —como nuestras categorías de «individuo» y de «atributo»— y una red de conceptos —e.g. nuestra noción estándar de relación causal—. 2º/ Pueden ser dispares entre sí hasta el punto de resultar inconciliables, al menos a partir del nivel de las redes respectivas de conceptos —pensemos en el principio de causalidad que autorizaría un marco configurado «a la manera de Kant» y que otro marco «a la manera de Hume» desautorizaría o leería en el sentido antagónico de una mera sucesión regular—. 3º/ Vienen asociados a lenguajes de modo que los problemas de sus relaciones mutuas se plantean en términos de traducibilidad.

 La punta relativista de esta idea de marco asoma cuando la traducibilidad se toma en el sentido estricto de intertraducibilidad y se añaden otros dos rasgos destacados por D. Davidson. Uno consiste en el «dogma» de la distinción entre formas (esquemas, categorías) cognitivas y contenidos de conocimiento, que puede presentarse bien bajo la metáfora de la organización activa, donde las formas conceptuales sistematizan, clasifican o distribuyen contenidos, i.e. el material informe de la experiencia o, quizás, una realidad o un mundo pre-procesados; bien bajo la metáfora de la adecuación pasiva, donde las formas conceptuales más bien predicen, explican, se contrastan, etc. El otro rasgo consiste en la suposición de que no sólo pueden existir varios y diversos marcos, sino que además tales perspectivas sistemáticas son perfectamente identificables y diferenciables, hasta el punto de que lo que cuente como una referencia a la realidad dentro de un marco puede no hacerlo así en otro. Suele aducirse como botón de muestra el famoso —y ambiguo— principio de relatividad de B.L. Whorf:

«El lenguaje produce una organización de la experiencia... En otras palabras, el lenguaje hace de manera más cruda pero también más amplia y versátil lo mismo que la ciencia... Se nos presenta así un nuevo principio de relatividad que sostiene que no todos los observadores son llevados por las mismas pruebas materiales a una misma representación del universo, a menos que sus bagajes lingüísticos sean semejantes o puedan calibrarse de alguna manera» (Language Thought and Reality, edic. J.B. Carroll, Cambridge (MA): MIT Press, 1956, p. 55).

 ¿Es viable una relativización de la verdad en este sentido? La respuesta, según Davidson, ha de ser «No». Si a la luz de la lectura fuerte o más estricta del supuesto 3º/ de la noción general de marco, asumimos que la identificación de un marco estriba en su calidad de conjunto de lenguajes intertraducibles, habremos de suponer que la diferenciación entre marcos se funda en una relación de no traducibilidad total o parcial entre ellos. Pero si un marco ajeno resulta totalmente intraducible al nuestro, entonces carecemos de la posibilidad misma de identificarlo o entenderlo, pues no hay ni un repertorio común y estable de significados ni una realidad neutral que puedan proporcionarnos una base de comparación entre esquemas conceptuales tan diversos. Y si ese marco ajeno es parcialmente intraducible al nuestro, entonces la condición de caridad, necesaria para que sus proposiciones nos sean inteligibles, nos impondrá ampliar los fondos de significaciones y creencias compartidas; y por otro lado, donde medie un desacuerdo sustancial, quizás no podamos decidir si la diferencia reside en nuestros respectivos aparatos conceptuales o en una mera disparidad de opiniones, pero habremos de seguir con nuestras estrategias caritativas de aproximación: la mayor parte de lo que asegura nuestro interlocutor foráneo es verdad, es correcto. Así pues, en ningún caso estamos en condiciones de reconocer (distinguir e identificar) un marco conceptual sustancialmente no traducible al nuestro. Por lo demás, de aquí tampoco se sigue la existencia de un único marco posible, a saber, el propio: si no podemos identificar a los demás por contraste con el nuestro, ¿qué marca de contraste (de no traducibilidad) podremos emplear para identificar uno solo, el nuestro?

 En suma, las ilusiones de una relativización de la verdad con respecto a unos marcos de categorización y conceptualización de lo que resulta real en cada caso, se disiparían por principio. En este sentido, un crítico del relativismo podría hablar del «mito del marco».  Bueno, puede que no todos los relativistas se sientan impresionados por la agudeza crítica de Davidson. Un punto discutible es, por ejemplo, su versión de la traducibilidad en los términos de una intertraducibilidad estricta, simétrica y transitiva; no menos cuestionables son la reducción implícita de lo que podría ser una gama amplia y comprensiva de criterios de comparabilidad a esa relación de intertraducibilidad estricta, o el atenerse a la caridad sin considerar otras máximas más débiles de inteligibilidad —e.g. una que procure minimizar la incomprensión antes que maximizar la verdad-. Aunque también puede ocurrir que ni siquiera en su versión más laxa la relativización de la verdad se libre de cualquier objeción ni, en particular, de la dificultad de generalizar la perspectiva relativista con la paridad exigida por el supuesto de simetría. Lo cierto es que, por ese camino de debilitamiento, el relativismo corre el riesgo de perder el reino de las ideas claras y distintas en torno a la diversidad y la comparabilidad de los sistemas epistémicos; desciende del cielo filosófico de los marcos conceptuales a la tierra pantanosa de las culturas. Claro que, entonces, la penitencia del relativista ya no sería, necesariamente, diluirse en confesiones de impotencia sino afrontar la tarea de investigar unas señas de identificación y diferenciación efectivas que dieran cuenta de las disparidades sustanciales de juicio y nos ayudaran a explicarlas o comprenderlas. El mito del marco, esto es: el mito de la verdad en unos lenguajes conceptuales autónomos y estancos, pero condenados a comunicarse, es una indicación de cómo no hacerlo.

 De ahí, naturalmente, no se sigue que cortando esta cabeza, hayamos dado buena cuenta de la hidra del relativismo cultural y lingüístico, ni hayamos acabado tanto con sus problemas como con los nuestros: me refiero, en especial, a los problemas de transmisión, de traducción y de interpretación entre culturas —e incluso subculturas— distintas.


El programa fuerte.

Una variante de la relativización del conocimiento con cierta fortuna en la década de los 70 ha sido el llamado «programa fuerte» de la escuela sociológica de Edimburgo (cuyo portavoz más calificado es quizás David Bloor). Se dice «fuerte» en la medida en que extiende al conocimiento y al método científicos —incluidas la lógica y las matemáticas— unos supuestos y criterios sociológicos que la sociología tradicional —«débil»— del conocimiento sólo se atrevía a aplicar a las ideologías o las creencias ordinarias, respetando la autosuficiencia epistémica y la autonomía racional de la ciencia establecida.

 El programa parte de una directriz de imparcialidad: el sociólogo ha de estudiar todas las actitudes epistémicas y fenómenos cognitivos, incluida la ciencia, con la naturalidad del entomólogo y al margen de su ocasional estatuto de verdad o falsedad, de racionalidad o irracionalidad. Sobre este supuesto, levanta dos tesis. Una tesis de causalidad: toda producción de creencias o de conocimientos tiene una explicación causal en términos de condiciones locales que determinan tanto su aparición como su estatuto en un marco social y cultural dado. Otra tesis de simetría: los mismos tipos de causas y condiciones explican las creencias verdaderas o falsas, las disposiciones racionales o irracionales. Así pues, no es admisible el dualismo tradicional que atribuye a la verdad y la racionalidad una especie de autojustificación interna, epistemológica o metodológica, y ve lo falso y lo irracional como errores, anomalías o desviaciones debidas a causas externas, de orden social o cultural. Más bien, por el contrario, los conocimientos corroborados o probados, a la par que otras ideas y creencias, son productos culturales que responden a expectativas y convenciones sociales y obran guiados por intereses, ya sean de orden práctico o instrumental como los que orientan el rendimiento de las aplicaciones técnicas, ya sean de orden teórico e ideológico como los que sirven a efectos de legitimación. El «programa fuerte» quiere vindicar además un relativismo lúcido acerca de su propia constitución y, en esta línea, no duda en asumir un principio de reflexividad: el naturalismo, el causalismo local y el monismo sociológico que propone dicho programa de investigación también se aplican al programa mismo. Según esto, el programa ha de juzgarse por sus propios criterios y expectativas de explicación causal.

 Una ironía de la corta historia del «programa fuerte» es haber encontrado más eco entre los filósofos y sociólogos del conocimiento, que entre los historiadores e investigadores sociales de la ciencia: sus propuestas programáticas han despertado más atención e interés que sus aplicaciones explicativas y empíricas, analíticas o heurísticas. Su presunta proyección sobre las ciencias formales y demostrativas, en concreto, ha sido más provocadora que efectiva. Más aún: juzgado por sus propios criterios causales y locales, tampoco ha hecho mucho para que la calidad de ser un «producto académico edimburgués de los años 70-80» se haya convertido en una categoría relevante de la sociología de la ciencia o, cuando menos, de la sociología del conocimiento. El «programa fuerte» parece hoy diluirse en renovadas casuísticas mientras la sociología del conocimiento contemporánea explora nuevos caminos.

 De todos modos, conviene agradecer al «programa fuerte» la convicción actual de que las buenas razones no están reñidas con los fuertes motivos, ni las buenas justificaciones excluyen la complicidad de unas condiciones y convenciones sociales de reconocimiento. Esto hace que nuestra investigación de la producción y de la institucionalización del conocimiento haya de ser más fina y compleja, no menos —no deba reducirse ni a una normativa autónoma de justificación, ni a una casuística local y autocontenida de fenómenos unidimensionados.

 Las contadas muestras relativistas que hemos visto han sido quizás más llamativas que afortunadas. Pero, desde luego, no deberían inducirnos a condenar y desechar cualquier sombra de relativismo. El relativismo cuenta, de entrada, con el discreto encanto de una conciencia tolerante y descreída. Pero también posee la virtud y el coraje de sacar a la luz ciertas cuestiones casi imperceptibles en la óptica tradicional de la filosofía y la historia de las formas de pensamiento, o ignoradas por la ortodoxia doctrinal en filosofía de la ciencia. Son cuestiones, por ejemplo, del relieve de la siguiente: ¿Cómo se relacionan entre sí las condiciones, motivos, convenciones, razones y justificaciones que concurren en las tradiciones científicas o, en concreto, en la (sub)cultura actual de la ciencia y de la profesionalización del científico? Son también cuestiones de la importancia de la siguiente: ¿Cómo se relaciona nuestra percepción ordinaria de un fondo compartido y comunicable de experiencias, «un mundo» para todos, con la existencia de alternativas rivales —y hasta cierto punto no conmensurables—, en el curso histórico de desarrollo del conocimiento científico? Es muy posible que en estos y otros casos por el estilo, el relativismo no tenga la solución, pero sí merece nuestra atención al menos en la medida en que hoy sus puntos de vista han pasado a formar parte de nuestros problemas.



Referencias bibliográficas

Puede verse un panorama comprensivo de las discusiones en torno al relativismo en compilaciones como las de M. Hollis y S. Lukes (eds.) 1982, Rationality and Relativism, Oxford: Blackwell; J.W. Meiland y M. Krausz (eds.) 1989, Relativism, Interpretation and Confrontation, Notre Dame: Notre Dame University Press. Hay muestras de la crítica tradicional en H. Siegel 1987, Relativism Refuted, Dordrecht: Reidel, y 1992 "Relativism", en J. Dancy y E. Sosa (eds.) 1992, A Companion to Epistemology, Oxford: Blackwell, pp. 428-430; o en L. Laudan (1990), Ciencia y relativismo, Madrid: Alianza, 1994; cf. también D. Davidson 1984, Inquiries into Truth & Interpretation, Oxford: Clarendon Press. Hay, en cambio, una defensa refinada de ciertas posiciones relativistas en J. Margolis 1991, The Truth About Relativism, Oxford: Blackwell. Sobre sus repercusiones en sociología del conocimiento, vid. E. Lamo de Espinosa, M. González García y C. Torres Albero, 1994, La sociología del conocimiento y de la ciencia, Madrid: Alianza, pp. 127-142 y 515-537; y en historia de la ciencia, C. Solís 1994, Razones e intereses, Barcelona: Paidós. Sobre algunos otros aspectos complementarios, vid. L. Vega 1995, "Racionalidad y relativismo", en L. Olivé (ed.), Racionalidad, [Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía], Madrid: Trota/CSIC, en prensa. 


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