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La profesionalidad filosófica es cosa nada más y nada menos que de "estilo de vida" o, dicho de otro modo, de connaturalidad general con el viejo modelo griego de "vida teórica" como íntima unión de teoría y praxis o de filosofía y vida: la vida como testimonio de la verdad y la verdad como búsqueda perpetua de sí misma: una vida plenamente dedicada a la búsqueda de la verdad y una verdad sabida de antemano inexistente, inalcanzable porque se identifica con la vida misma. Una vida, como su verdad, completamente inmanente, encerrada en su propio proceso natural de verdad o consciencia. (Como es natural, hablamos de simple profesionalidad, no de santerías de ningún tipo.) Es cosa de decencia o veracidad intelectual, a la par que de genio. Porque de los enunciados filosóficos y de su verdad no responde otra realidad que la ético-estética de la propia conciencia, de la propia vida. Otra cosa es la ciencia y sus supuestos criterios objetivos, desde los que sí se puede probar, mal que bien, algo. En todas estas páginas, excusado es decirlo, hablamos sólo de "filosofía".
Hoy día si no es por respeto a esa probidad intelectual no hay modo de asentir a nada, de creer nada, escarmentados como estamos de todo, de tanto gran teatro y tanta historia, de tanto cuento autolegitimador. La validez de una obra filosófica reside en la personalidad de su autor, en el esfuerzo vital que le ha costado escribirla, más que en lo que dice. Aquí no hay otra referencia para lo dicho que el círculo del decir mismo. Además sabemos ya o podemos imaginar cualquier opción filosófica de mundo. Tras tres milenios de marcha la rueda de la razón rueda hace ya dos siglos al menos en el vacío, patinando en sí misma al plantearnos incesantemente posibilidades de un mundo admirable o no pero nunca real, posibilidades que en definitiva no son más que modos de sí misma: ideas, ilusiones, etc. (Nuestra imagen del universo es la de siempre: un Dios mente o palabra que en eterna persecución de sí mismo crea incesantemente seres y cosas sin poder identificarse jamás con ninguno de ellos, y por eso.) Hoy nadie puede tener la pretensión teórica de fundamentar nada en filosofía, en la que, en todo caso, se trataría de convencer, como en la mejor retórica... Y para eso hace falta consistencia personal y vital. ("¿Cómo voy a ser un filósofo si no soy todavía un hombre? Primero he de saber a qué atenerme conmigo mismo", escribía Wittgenstein con 24 años a Russell en 1913; y para hacerse un hombre, una persona de fiar, convencida ella misma de algo, se marchó voluntario al frente de los Balcanes en la Primera Guerra Mundial. Cualquier cosa menos la flojera de vida y conciencia.) Lo demás es lenguaje basura o razón muerta. Retórica o filología hueca. Razón pindonga o prostitución intelectual, diría sin tapujos el sapientísimo zapatero Böhme.
Porque hoy día sobre
todo, si no es por la probidad del intelectual, decimos, por su general
resistencia, no hay modo de creer en nada, de asentir a nada, escarmentados
como estamos de todo, de tanto texto, de tanta historia, relato o cuento,
desencantados como estamos de todos los desencantamientos modernos del
mundo, que se han revelado como otros nuevos, más pedestres y si
cabe más desvergonzados, encantorios de la natural naturaleza. La
figura del intelectual "comprometido" (con sus historias, en tal caso)
y "responsable" (de su inconsciencia o de su malicia, en tal caso) es cosa
ya de otros tiempos muy ilusos, muy pasados ya, que han llamado "modernos".
El asunto de compromiso y responsabilidad es hoy: arrojo para pensar dentro
del grave contexto natural de la vida, o de la vida y la muerte, propias
siempre, sin concesión alguna a ninguna escapatoria ideológica,
a ningún ideal religioso, político, moral, social, etc. con
que embaucar y aprovecharse de los débiles, a ningún pasatiempo
distractor, como la pretendida teoría filosófica, con que
ganarse el pan cómodamente a costa de necesidades sociales urgentes.
Si hay alguna ilusión real para la vida, que sepamos, está
en el círculo de la naturaleza. Cercanía, complicidad con
la vida y la muerte, que son nuestras dos únicas compañeras
incuestionables. El genio filosófico es también grandeza
de ánimo, coraje en el talento, y el coraje y la grandeza se demuestran
en eso: en la asumpción animosa e inteligente, inteligente y animosa,
de la obviedad. Para ello hay que triturar muchas conciencias, comenzando
por la propia. Lo demás en filosofía son vanalidades estériles,
los acostumbrados engolamientos retóricos, que no sirven absolutamente
para nada más que para recrearse a sí mismos, de los scholars
de todo tipo: la grotesca de la academia.
Comparada con la "vida teórica" la vida académica efectivamente desmerece mucho: el instituto o la universidad no representan para nada a la Academia, al Liceo o al Jardín, que además de todo, además de un lenguaje novísimo y creador, eran una forma de vida acompasada naturalmente a las ideas. ¿Tiene sentido ya una filosofía que nació en unas reglas de vida y pensar que ha olvidado? ¿Que ha retenido sólo una letra doblemente muerta? ¿Una filosofía de textos, incesante comentar o, en el mejor de los casos, interpretar interpretaciones de interpretaciones de interpretaciones, etc.? ¿O un eterno pensar la propia posibilidad de pensar, cuando mucho?
En el primer aspecto que sugieren estas preguntas hay que plantearse qué función o valor puedan tener, en general, los temas y publicaciones filosóficos que interesan y lee poquísima gente, que han perdido el contacto con la realidad, que no sirven en general sino para enturbiar mentes juveniles -de gimnasia intelectual en el mejor de los casos- y no tienen otra función entre los colegas sino la de perpetuar las propias disputas de la escuela en un bizantinismo exasperante, típico de culturas muertas. Esos motivos del pensar, totalmente metametalingüísticos ya, crean además una consciente o inconsciente insatisfacción de fondo en el profesional de la inteligencia -¡toda una vida dedicada a nada!- que se manifiesta en el malestar general de la vida académica, pequeñoburguesa y farisaica, de competencia y ambiciones ruines: resentimientos, zancadillas, murmureos, celos, venganzas, politiquismo generalizado, etc. Y todo ello sin virtud (areté, virtus) alguna, cargado de una mezquindad también exasperante: la del ruin mesotés que busca su sustento a costa de hociquear en los grandes de la historia, amodorrando con su vulgaridad lo heroico de la inteligencia, la tensión y gravedad del pensar y la conciencia clara de que el único camino a la verdad y a la belleza es la predisposición al mayor dolor anímico, si es preciso, en aras de ellas. Nada más lejos del ganapán de la inteligencia, más culpable si cabe que otros ganapanes porque éste sí debería saberlo.
El segundo aspecto es muestra del encierro que significa el llamado "círculo epistemológico" de la Modernidad, en que aún rodamos. ¿Cuántas ideologías de revolución ha habido, cuántas teorías éticas, cuántas vanguardias artísticas, etc.? ¿Quién ha hecho, sin embargo, la revolución, que parece que hoy no es planteable ya ni en concepto? ¿De qué han valido las teorías éticas en una sociedad que ha generado otros valores y otro alma? ¿Y la estética, hoy que ni siquiera sabemos si es arte lo que hacemos, si el arte es algo más que lo que se vende o lo que dictaminan los comisarios de las exposiciones de arte? Tanto pensar si es posible pensar y en qué condiciones, si es posible el mundo y en qué condiciones, que no hemos salido de ese agujero oscuro del pensar, sin pensar nada. ¿De qué vale el pensamiento que no ayuda a la vida del hombre? Ese pensar exangüe, ese enclaustramiento en una benévola e inverosímil autocrítica de la razón ha permitido cualquier desmán en la práctica en su nombre. Basta contemplar el mundo que nos han dejado las "luces".
Frente al academicismo vano
y grotesco, vaciado de vida por el escepticismo y la vanalidad-vanidad
subsecuentes a los dos aspectos vistos, la pedagogía académica
habría de ser ejemplar, modélica, porque además de
todo así es siempre cuando lo es: el propio intelectual, su ejemplo
y persona, su magisterio y pensar son los que muestran el camino, son el
modelo de una experiencia intelectual válida y viva que asume el
discípulo, convencido de su grandeza y honradez. Un ejemplo lejano,
respetable. Porque el camino del aprendizaje ha de andarlo uno solo. Porque
la aventura del pensar es siempre solitaria y su responsabilidad y dolor,
sin enfáticas psicológicas tragedias, como el placer que
provoca, intransferibles. Como en cualquier momento crucial de la vida,
que siempre rozan todos el ámbito de su sentido, en la grave aventura
de pensar el sentido mismo estamos solos, solos en definitiva, definitivamente
solos. El compromiso del intelectual es nada más con su propia conciencia:
ni dioses, ni alumnos, ni colegas, ni sociedad, ni poder. Nada, si fuera
posible; tendencialmente al menos, nada. Sólo así puede su
pedagogía ser realmente modélica: admirable y distante.
Pero si la filosofía no puede identificarse con el academicismo filosófico ¿qué queda entonces al filósofo en estos tiempos estériles fuera de esos grotescos claustros escolares? Socialmente un menosprecio galopante, como estamos comprobando. Este tipo de intelectual exangüe, cuando no vendido, siempre poco fiable, pastelero, que hoy se lleva, resulta para la gente consciente un objeto abufonado y sospechoso, un "listillo" tan vanidoso como ignorante o un sesudo "plomo" trasnochado. La mísera vida intelectual que hoy se estila no da ningún derecho a perorar sobre lo divino y lo humano: las opiniones del filósofo en los media tienen tanto valor, ofrecen tanto respeto y hasta son de parecida traza intelectual a las de la folclórica o político de turno, a los que suele acompañar en sus apariciones públicas. A lo más que puede aspirar el filósofo haciéndose la calle del poder es a consejero de conciencia, comisario de ética, asesor en cuestiones de moralidad política o científica en comisiones parlamentarias, redactor del BOE en asuntos piadosos: es decir, a perro guardián del poder desde el puesto dejado por los confesores, consejeros, padres espirituales u otros canónigos de antaño. Y sin hacerse la calle del poder, sin puterío alguno, por libre y por derecho, a lo más que puede aspirar hoy socialmente el filósofo es a una especie de predicador general ecológico, a una especie de triste caballero o figura de lo marginal.
Las funciones oficiales que
le restan, si le restan, al filósofo, orgánico o no orgánico,
innobles o no, suponen todas además una actividad siempre subrogada,
una nueva forma de servilismo de la filosofía no ya con respecto
a la teología o a la fe, como antes, sino con respecto a la ciencia
o a la política ahora. Etica de la ciencia o ética de la
política es el porvenir más dorado de la filosofía
hoy. Una forma de mecenazgo dentro de los dispendios que el poder o la
sociedad asumen para tranquilizar su conciencia, lavar la cara, etc. La
tonalidad ética de la filosofía aparece siempre en momentos
de decadencia teórica, de debilidad de pensamiento. Y crece sobre
todo en épocas de debilidad de conciencia: su caldo de cultivo más
preciado. La teoría del deber que permite el poder que la mantiene.
Más allá del academicismo y de la sumisión, si la filosofía se plantea con su vieja hybris por el conocimiento y la verdad, y por la libertad de conocimiento y verdad, no encontramos hoy perspectivas novedosas de salida del derrotero gastado y cerrado de su historia, a parte del cual no sabríamos delimitarla en el campo de la inteligencia; no se adivinan hoy nuevas posibilidades de pensar y las anteriores son todas viejas, fruto de otros tiempos, y cerradas en sí mismas, stories autolegitimadoras de su época. Con tanta moralina como las de Hollywood, pero con menos gracia. Se ha agotado el campo de la clásica razón occidental por dos razones además de la inercia entrópica: porque llegó a hacerse objeto de sí misma en la Modernidad, iniciando un juego narciso, vacío y peligroso, engordándose en sí misma hasta la monstruosidad sin cinturón real alguno, y por el terror de las horrendas experiencias debidas a ese potente maquinismo vacío y narciso suyo, cuyo combustible fue primero la ilusión y luego la desvergüenza que la hicieron asumir el puesto del Dios muerto y con él todas sus calamidades.
¿Qué puede ser, pues, una filosofía de hoy honrada e ilusionada, tras los desmanes de la razón, de modo que valga para algo más allá del filologismo académico y de su condición servil? Poco más que conciencia del círculo en que nos movemos y hemos movido: conciencia previa, quizá, a una nueva y magnífica explosión del asombro, hoy perdido en la rutina; pero por ahora poco más que esa mera conciencia autocrítica. La conceptología tradicional ya no significa nada, o muy poco, después de casi tres milenios de una pedagogía repetitiva que ha perdido en el camino los orígenes y ha creado o recreado muy poco a su altura; una conceptología no renovada, pues, que en general no arrastra en sus significados más que el cadáver de la historia. Para un tiempo como el nuestro, que técnicamente vive casi en otra galaxia que hace doscientos años incluso, no tenemos otras soluciones ideológicas (éticas, políticas, religiosas), otras pautas de sentido para nuestra vida que las inventadas hace dos o tres mil años para otras condiciones de mundo. ¿O es que nada ha cambiado de verdad?... Esta esquizoidía galopante, esta contradicción extrema entre nuestra vida real y teórica es tremenda: es terrible, en efecto, que haya que acudir a Aristóteles o a Platón o al judaísmo casi neolítico, como personaje más reciente a Kant o historia más nueva a la moderna, para dar sentido a nuestra vida y a un mundo que no es ya el de entonces, un mundo en el que esa gente no hubiera podido dar ni dos pasos.
El círculo del lenguaje parece ser irremisible hoy como figura actualizada del viejo círculo de la razón, cuyos límites describen bien los tropos más plásticos de Agripa: la petición de principio, por dentro, como condena o condición humana del pensar o del hablar, o el recurso al infinito, por fuera, quizá más bien reducción al absurdo, en el que se embarcan los vanos intentos de salida llevados a cabo por cualquier oronda metafísica de trascendencia. Lo queramos o no, el círculo de nuestra caverna racional es consustancial a nuestro discurso teórico. Todo poeta es un mentiroso simplemente porque habla y el habla no es nunca lo real que quisiera decir: también Zaratustra que dice eso y se sabe poeta. Lo que eternamente retorna en el círculo es el pensar racional, una eterna rodada paralela siempre a lo real. No podemos por menos de pensar o hablar en categorías siempre paralelas, cuando más asintóticas, a lo real, gastadas además por su uso histórico y su falta de renovación.
Si la Modernidad no fue capaz
de salir del yo y de sus percepciones, hoy no salimos del lenguaje y de
sus contextos: círculo epistemológico o círculo lingüístico,
que da igual. Algo hemos ganado, pero muy poco: no es lo mismo estar encerrados
no se sabe dónde, en un pozo metafísico inexcrutable, que
en un espacio más claro y dominable como el del lenguaje. Pero estamos
igualmente sin salida. Es muy probable que teóricamente no la haya
y hayamos de acostumbrarnos a vivir conscientemente en la melancolía
de nuestros límites asumidos. Aunque es más probable aún
que algún día no exista melancolía alguna, que nadie
llore la muerte de Dios ni de nada, conscientes de que lo que se llora
es el fin necesario y deseable de toda ilusión en cualquier sentido.
Por ahora lo único inquietante es la inquietud misma de esa consciencia
de la repetición cansina del círculo o la melancolía
de esa manía por salir de él como sea, que sólo sabe
de qué pero no a dónde.
Conciencia y manía que remiten siempre a lo mismo: las palabras heredadas ya no crean hoy necesariamente sentido. El lenguaje que usamos vale ya bien poco para identificar o nombrar los objetos de nuestro mundo de la vida, el mundo natural o real, nuestras inquietudes de hoy. Su significado es ya un tanto fantástico. En ese lenguaje se han sedimentado las viejas ilusiones -hoy inservibles- de otros hombres, el poder y la superstición de cada época; o si lo queremos decir más desgarradamente, con Hofmannsthal, sus palabras huelen mal, salen ya de la boca como hongos podridos; por decirlo así, el lenguaje funciona más o menos como el muladar de la historia. Con esta conciencia de deslingüistificación, en este sentido, nació el siglo XX en la Modernidad Vienesa y en ella seguimos. El camino de la deconstrucción, digamos, es o fue largo. ¿Es todavía en el que estamos?
La deslingüistificación
significa que las grandes palabras e ideas han perdido su capacidad significativa,
con lo cual el encierro en ellas es más desesperadamente absurdo
si cabe, el círculo más grotesco. Significan sólo
interpretaciones que a su vez significan interpretaciones, todas ellas
extrañas al nuevo mundo además, donde lo real para nosotros
queda doblemente inalcanzable. Usamos aún hoy de un sistema categorial
judío, platónico-aristotélico o kantiano, decíamos,
por decir algo. Los sistemas cosmovisionales de antes no son más
desde nuestra nueva conciencia analizada y crítica que grandes o
pequeños cuentos: narraciones o historias autolegitimadoras de cada
época. La deslingüistificación que supone esta conciencia
de absurdo vacío lingüístico es la vivencia radical
de estos tiempos, por la que se definen, al menos, en un aspecto esencial
que conlleva probablemente el general despiste del anything goes. El lenguaje
ya no vale para identificar nada con precisión en un mundo completamente
nuevo, en el que Dios -supremo concepto de sentido en otros tiempos- ha
muerto. Y si es real sólo lo que se puede llamar así con
sentido, lo que se puede nombrar dentro de algún contexto lingüístico
coherente, nada en este mundo nuestro es real, efectivamente. Por eso da
todo igual. El lenguaje suena gastado y vacío, las discusiones con
ese instrumento y sobre él mismo son doble, triplemente, n-veces
vacías: es esa vorágine absurda la que ha desmantelado el
espíritu de esta época llamada postmoderna. He ahí
nuestro encierro, por ahora sin salida.
Si la conceptología tradicional está gastada de igual modo que sus viejísimas propuestas ideológicas para el sentido de la vida, y si el círculo del lenguaje es hoy por hoy además irrebasable, no queda más panorama para la filosofía por ahora que el triste que le han dejado sus más conscientes últimos representantes: el filológico del círculo y su conciencia. (Nada de contar nuevas historias, en tal caso crear un nuevo lenguaje y un nuevo ánimo en que hacerlo creíblemente.) Análisis y hermenéutica de ese lenguaje vacío y del vacío de ese lenguaje.
En el primer sentido la filosofía es hoy genealogía del lenguaje -filosofía igual a historia culta y crítica de la filosofía- y análisis de su uso actual -filosofía igual a una actividad analítica y crítica lógico-gramatical del lenguaje, ella misma sin lenguaje ni contenidos propios-. (Nietzsche y Wittgenstein.) Por ahora no hay salida, que atisbemos, de las formas (términos) y contenidos (conceptos) lingüísticos heredados. Aunque quizá esté ya pronta en el sentido que sea al final del milenio, después de más de un siglo de análisis crítico. (Había que saldar cuentas primero con el pasado.) Y lo estará ciertamente cuando no hablemos más de "post-modernidad", por ejemplo, para caracterizar nuestra época, cuando nadie pretenda o no pretenda ya ser "moderno" ni tenga siquiera ya esa cansina referencia en la cabeza. (¿Quiere hoy alguien ser güelfo o gibelino?) Y entonces sucederá y habrá de suceder lo mismo con "filosofía" o con este tipo de "filosofía". Y con todas las grandes palabras, vacías ya de hecho.
Pero por ahora no hay salida de la nueva forma del círculo, decimos, del autoanálisis de un lenguaje más que sospechoso. Eso es lo único claro. Y lo único inquietante en todo ello es por qué siquiera preguntamos por la salida; inquieta en todo caso la inevitable melancolía de la que se deriva esa pregunta absurda (no tiene respuesta) y que se deriva del mismo preguntar por esa pregunta absurda. La melancolía y sus objetos. Los objetos de melancolía, los del sentido de la vida que superan la razón (científica), no son ya dioses de "otro mundo", al menos mientras a esa expresión no se le dé un sentido hoy comprensible; serán mitos nuevos, o en nueva forma, de una nueva rodada del círculo de la inteligencia, que de nuevo volverá a adocenarse irremisiblemente después con su inercia repetitiva. ¿Sí? ¿Siempre harán falta mitos? Nuevos dioses, nuevo sentido, un nuevo lenguaje para todas y cada una de las cosas de la vida diaria. ¿Calmar esa melancolía por medio de un nuevo sentido y lenguaje para que el círculo siga y despierte otra nueva melancolía dentro de otros tres milenios? ¿Se agota la inquietud del hombre en la rueda loca de la insatisfacción y el aburrimiento bien temperados? ¿El encierro es definitivo? Hay que dar respuesta a estas preguntas en un lenguaje en el que no sean en principio absurdas. Probablemente en un lenguaje en que no haya posibilidad de plantearlas, ni de mentarlas siquiera, en el que no sean, sin más. Desde luego no en el histórico, en el que sus propias respuestas las reducen y han reducido al absurdo.
Más allá de la filología, de los lenguajes y de su análisis, pues, con toda libertad metodológica ya, la filosofía ha de tratar, como decíamos, no sólo del lenguaje vacío sino del vacío del lenguaje, es decir, de la melancolía y de sus objetos, esto es, de la posibilidad y condiciones de sentido del mundo qua mundo, o sea, del supuesto encierro. Alguien ha de hacerlo de modo más o menos ordenado, como hicieron también Nietzsche o Wittgenstein. De esos objetos de melancolía trata el saber natural, tan viejo como el hombre, que no busca las palabras por las palabras, los significados de palabras como palabras, el juego conceptual, las teorías, que no busca más que el sentido natural naturalmente accesible del lenguaje natural que proviene inmediatamente de los naturales ruidos humanos primitivos: el sentido de la vida y de la muerte, el sentido del hombre, mi sentido. En ese marco hasta los mitos tienen la gracia y la sinceridad del cuento: su inmediatez no legitima ni autolegitima nada, pertenecen a la vida misma, no a la consciencia teórica. Volver a ese paraíso intelectual es casi imposible por la conciencia retorcida que han dejado estos milenios de razón filosófica. Permitir esa vuelta de algún modo es la tarea terapéutica de la filosofía mientras tanto. (Total ¿qué más daba que fueran verdad o no los mitos de antaño, antaño, si todo sucede siempre como sucede y va a suceder a nivel cósmico con independencia nuestra? ¿Sabe alguien lo que es verdad después de tres mil años de discutir de ella? Lo importante es lo que ocurra en esta vida, más o menos conformable, inmediata a aquellos mitos, inmediata incluso a aquella razón primera. Lo malo es querer saber del "más allá", hacer teoría de ello, haber dado a esa expresión un supuesto contenido objeto más o menos de ciencia: teología, teosofía, teodicea. Términos absurdos todos ellos. La ilusión fatua es la racional, siempre autocrítica, implicada en cuestiones lógicas como la de la verdad sin sentido alguno para ella, no la inmediata a la vida que por lo menos dura tanto como ella.)
Contando ya con ese paraíso
perdido y mientras tanto -sí, siempre mientras tanto por si acaso-,
en el segundo sentido apuntado, la filosofía es ampliación
del saber natural sobre la vida y la muerte en un orden de mayor perseverancia,
coherencia y completud. Naturales también, en su acepción
normal, no en su acepción teórica, científica; como
pautas de una gramática diaria con la que hablar sobre el mundo
en el género literario o juego lingüístico que sea con
tal de que diga o proponga -el decir consiste en "proposiciones"- algo
y a ser posible a todos. Probablemente habrá de proponer la trasvaloración
o incluso la liquidación del sentido. (De "Dios" a la "razón",
y de la razón a qué, si es que tiene sentido este camino
sin meta ni progreso alguno.) Pero que todos y definitivamente lo entiendan.
Al menos para que Nietzsche y Wittgenstein descansen definitivamente en
paz en sus sepulcros.
No hacen falta otras pretensiones,
para las que ya sobra la ciencia. La sumisión a la ciencia, tanto
a sus dictados como a sus métodos, de gran parte de la filosofía
moderna y especialmente de la del siglo XX ha de convertirse en vecindad
a la literatura en el siglo XXI, en cuanto "literatura" pueda significar
libertad expresiva, belleza incluso, no miedo a la ficción confesa
en cualquier caso, a la ilusión por las cosas qua cosas, sí
horror a los corsés lógicos de la teoría, que es una
ficción inconfesa, pretenciosa, una ilusión por las ideas
qua ideas. En cuanto "literatura" pueda significar una gramática
natural liberada de fantasmas que ya no tienen lugar en un mundo no olímpico
como éste. Una gramática literaria así, natural y
narrativa, ha de ser el nuevo vecino de la filosofía del sentido
mientras tanto, más allá de todo autoanálisis crítico,
lógico o menos lógico. En tanto "literatura" signifique libertad
y no el poder que han representado la ciencia y la religión, los
dos señoras de la filosofía histórica.
La filosofía, pues, como análisis y crítica del lenguaje y como inquietud melancólica analizada y criticada, expresada en un nuevo lenguaje purificado en lo posible de los viejos conceptos y liberado de los corsés de una lógica estéril. Filosofía como teoría del lenguaje y como búsqueda del sentido natural. La cara al pasado y la cara al futuro. Como teoría del lenguaje habido es hoy por hoy una tarea semántica y crítica, de análisis conceptual de lo dado. Como inquietud por el sentido habrá de ser una tarea fundamentalmente sintáctica y positiva: hace falta una nueva sintaxis como recipiente inicial de un nuevo pensar y de sus objetos, una nueva terminología, un nuevo lenguaje como cauce de un nuevo sentido. Cada época grande de la historia crea su propio lenguaje para pensar y hablar del mundo. Crear un lenguaje propio es una actividad esencialmente filosófica en la que se juega el sentido del mundo. Aunque con un nuevo lenguaje sigamos nuestro sino. Una nueva rodada del círculo. Un nuevo sentido. Pero por lo menos será todo ello nuestro.
¿Cómo hacerlo?
Por lo menos ¿con qué ánimo general?
La deslingüistificación y el absurdo encierro en su vaciedad, mientras tanto, no parecen dejar más que un poso de escepticismo contra el que habría de luchar el intelectual, aunque nada más fuera por no ir al paro. El escepticismo ha sido siempre una contradicción en sí mismo, aunque a dosis sea en tiempos una buena medicina. Pero una labor ilusionada en la inteligencia, modélicamente filosófica siempre en su culmen, pasa por otra conciencia que la trágica, que supone en el fondo, y a pesar de todo, el bloqueo escéptico: nadie es tan frío como para convertirse en mineral y las lágrimas del lloriqueo por la falta de sentido se agotan pronto. Tanto el escepticismo como la tragedia tienen a contrario un regusto, un poso lógico. El ánimo del filósofo que hoy prosigue un derrotero de coherencia natural o de decencia teórica en el pensar es más bien pático que lógico. El de una conciencia pática general que no es la trágica.
La tragedia sucede cuando la lógica se rompe, con lo imposible y necesario a la vez. Pero hoy esos conceptos significan bien poco tras la muerte de Dios, origen de toda posibilidad y necesidad, y la lógica no es más que un análisis gramatical variopinto, sin ideales vanos de completud ni pureza, de los innumerables contextos de uso del lenguaje de los que no acertamos a establecer diferencias valorativas teóricas (¿desde dónde?) y en los que siempre hay sitio para todo en busca nada más de un juego correcto según reglas convenidas. En ellos un concepto se hace cualquiera de sus significados: un uso cualquiera. Y la tragedia no puede existir en la conciencia del cualquiera. Lo trágico queda anulado así en la nueva forma relativa o gramatical de lo lógico. En lugar de una filosofía trágica arrebatada, como por ejemplo la mística, y más allá de una filosofía lógica, como la comezón analítica, necesaria quizá como cura pero estéril, tiene más sentido hoy (y esto es una mera observación gramatical, es decir, una proposición de reglas de juego) una filosofía "pática", por no decir "patética". ("Patética" suena muy fuerte y sentimental en el uso diario de nuestro idioma, aunque el diccionario diga de lo patético exactamente lo que viene al caso: "aquello que es capaz de mover el ánimo".) A ver si experimentando otro camino que la Modernidad descuidó (el común intelectual moderno quiso ilusamente superar su pathos, su patetismo, en el logos) se sale a alguna otra parte o siquiera hay salida o nada de esto significa ya nada... Porque aunque el estereotipo de la Modernidad es lógico, la más preclara hizo gala también de un pathos profundo, refinado, que quizá no olvidaron tanto los grandes fundadores y representantes del espíritu moderno en general cuanto sus inertes seguidores. Ese pathos es la forma moderna de la tragedia, diríamos. Un pathos desgarrado también por el dolor, aunque sin estridencias épicas, ni psicologistas, por supuesto. Por ese dolor anímico cuya disposición a asumirlo si es preciso, en pro de la sufrida tarea del pensar como descenso hasta el fondo de sí mismo, acerca a todo lo grande en el espíritu.
Lo pático describe el
dolor y la grandeza intelectuales de siempre, pero por circunstancias históricas
los de la conciencia liberada moderna sobre todo. En gentes como Bruno,
Campanella o Galileo quizá dominaba todavía lo trágico
como algo nacido de la opresión brutal y de la represión
envilecedora, como algo proveniente del exterior desde donde se imponía
de hecho una necesidad imaginada imposible. Esto parece acabar en la Modernidad
para dejar paso en la vida de los grandes hombres a otra modalidad de desazón
más íntima: la de una conciencia audaz e impotente a la vez,
que conquista una libertad largamente anhelada pero que se muestra inerme
para asegurarle el pleno éxito de sus esfuerzos. En gentes como
Vico o Spinoza el dolor ya no proviene tanto del exterior como del interior:
es fruto de la condición humana más que de la condición
histórica de cada uno y más del propio trabajo intelectual
que de la opresión externa. Pático es el equívoco
sentimiento de los límites. Diríamos que un sentimiento melancólico
y no trágico: lo trágico rompe la lógica en lo absurdo,
lo melancólico la soporta en la tensión del límite;
con la misma melancolía del horror vacui -peculiarmente moderno
porque surge de la nueva conciencia científica de pasmo emocionado
por la infinitud de la materia y de decepción irremediable por su
imposible análisis exhaustivo-, mezcla de horror por la inmensidad
insondable del vacío y de atracción por sus posibilidades
insospechadas. Pático es el sentimiento melancólico que deja
una mezcla de tres cosas al menos: el esfuerzo doloroso y arriesgado por
sobrepasarse a sí mismo y encontrarse a otro nivel de certeza plena,
identificado en cualquier conocimiento con una imagen olímpica de
sí mismo que testimonie la dignidad soñada del espíritu
humano; el reconocimiento del fracaso en esa empresa, del que nadie puede
echar la culpa sino a sí mismo, que se sabe a la vez sin ella; y
el definitivo alivio, que no es ni puede ser otra cosa que un desencanto
racionalmente aceptado: el de la condición humana. La posibilidad
y la imposibilidad de salida en un juego inverosímil entre la tensión
por superarse y el alivio por el riesgo de aniquilación corrido.
Ese era probablemente ya, como decimos, el ánimo de la Modernidad más consciente, adornada de un pathos general que contrarrestaba y daba sentido a sus esfuerzos lógicos. Pero sea como fuere, desde un punto de vista así, histórico o no, una filosofía pática tiene dos sentidos, dos pathos discursivos interesantes, enfrentados ambos al lógico, aunque probablemente compatibles con él si rebaja sus pretensiones exclusivas, y muy unidos entre sí: el retórico y el tópico.
A la filosofía pático-retórica
le importa la maestría personal del lenguaje en nombrar las cosas,
el arte de su dominio en plena libertad, el goce por la tensa y abierta
aventura de la exploración lingüística del mundo; le
importan los movimientos de ánimo que subyacen al lenguaje, la acción,
los esquemas que actúan sobre nuestros instintos y pasiones, las
imágenes y las metáforas... más que las supuestas
razones de la razón o la simbología logicista de la lógica.
La filosofía racional-lógica se funda en la capacidad humana
de realizar demostraciones, es decir, de unir conclusiones a premisas concretas;
le importa la lógica demostrativa, cuyo proceso deductivo está
estrictamente encerrado en sí mismo y sólo puede, como tal,
permitir las formas de convicción que provienen del proceso lógico;
este proceso lógico es anónimo (todo sujeto del habla o del
filosofar puede y debe ser intercambiable en el proceso racional), no-subjetivo
(ese significa objetivo), no-relativo y a-histórico, con pretensiones
de necesidad, universalidad y sistema. El momento retórico, sin
embargo, es narrativo, subjetivo, relativo siempre a algo: va unido a una
personalidad determinada, a un lugar y a un tiempo determinados, está
atento a lo particular, a las condiciones y situación de cada caso,
de cada público. No hace ascos de lo concreto, de lo evanescente,
de los ejemplos, de la pluralidad. No persigue la ilusión de la
verdad ni de la certeza plenas de la unidad de la esencia. Intenta convencer,
no demostrar. Aduce motivos y no causas. Etc. Supone, pues, un ánimo
estético y no metafísico, estético y no científico.
Naturalista.
A causa de todo eso la Modernidad cartesiana excluyó la retórica de la filosofía: porque no podía ofrecer, ni encontrar ella misma justificación ni validez dentro del discurso racional universalizado. Al habla racional propia de la ciencia se la universalizó como si fuera la forma natural y privilegiada del espíritu humano, despreciando por demás la comprensión inmediatamente anterior del sabio como "vir bonus et dicendi peritus". Frente a esa razón cartesiana, con legitimidad exclusiva en el ámbito supuesto de la verdad, Vico por ejemplo desplegaría el ámbito de lo verosimile, el ámbito de lo retórico y el de la acción humana, como algo que no puede ser simplemente reemplazado por lo verdadero en una supuesta crítica del conocimiento o del lenguaje. Ello significa el reconocimiento de la importancia en sí de lo probable y la advertencia de que su olvido significaría el abandono por parte de la reflexión de alguno de los aspectos más importantes de la actividad humana: el de las imágenes y la fantasía y el de la cosa política en general, que nacen de la consideración de lo particular y de lo probable. Querer incrustrar estos aspectos de la ilusión y de la acción humanas en la generalidad y necesidad, querer pensarlos en términos lógicos es naturalmente liquidarlos para el pensar, como en efecto ha sucedido. Hay que pensar libremente lo (lógicamente) impensable, decir libremente lo (científicamente) indecible. Liberarse de la obstinación sectaria de los corsés lógico-científicos.
Este es el ámbito de
una filosofía pático-tópica: el de la pluralidad metodológica,
libertad expresiva, digamos. Un ámbito no-absoluto, no-dogmático,
no-universalista, etc. Una filosofía tópica no se limita
al proceso racional de la demostración como la lógica: en
una actividad previa saldría de ese proceso circular autofundante
a la búsqueda de los propios principios de la argumentación
y del juicio. Le interesan los topos de la argumentación más
que la argumentación misma. Una filosofía tópica o
"ingeniosa" es teoría de la inventio más que de la deductio:
en ella se trata de reinventar desde el principio toda la actividad espiritual
humana y darle nuevas perspectivas de forma y contenido. Eso es lo que
necesitamos. Invención trascendental más que deducción
trascendental, digamos. Hay que plantearse los propios supuestos no teóricos
del pensar, como decíamos ya del lenguaje. Su genealogía.
Su historia. Sus opciones. Sus topos. Sin aferrarse por lo menos a una
forma del círculo. Sus principios concretos de donde surge siempre
en una forma. Principios que son siempre de creencia, no racionales. El
trasfondo natural. Las elecciones selectivas del pensar. Aquéllas
que no caben ya o todavía en un lenguaje lógico, en un lenguaje
o un pensar como el lógico. Que no pertenecen a un juego porque
son sus propias reglas. No se trata de fundamentar una posibilidad con
la pretensión de hacerla necesaria, sino de identificarla, dejándola
como tal al lado de otras, enriqueciendo así el conjunto, no la
unidad. Sabiéndola limitada como las otras. Consciencia del juego.
No exclusivismo, dogmatismo. La lógica que lleva a ello es absurda.
No es lógica natural. Por autorreferente. No se puede fundamentar
la fundamentación y así sucesivamente, en un proceso circular
o infinito. Salir del círculo sólo es posible con la conciencia
de que mi encierro siempre es concreto, sólo una rodada entre otras,
que puedo cambiar a conveniente conciencia. Se sale sólo de un juego
a otro. No hay un juego de todos los juegos. Sino la consciencia de que
siempre se juega un juego cualquiera. Lo que hay, pues, es el jugar. Ese
es el círculo. Pero eso no es más que vivir. Nuestra forma
de vida. Y del vivir no se sale. El vivir se acaba.
A esta actividad intelectual pática, de una filosofía retórica y tópica en el sentido apuntado, corresponde un tipo de pensador radicalizado que puede encarnar perfectamente in nuce la figura alternativa de Vico como pensador moderno frente al paradigma que triunfó con Descartes en la Modernidad clásica, la Modernité. (Hablamos de estereotipos.) Como nos muestra su caso modélico (un buen ejemplo de lo mismo en este siglo es Wittgenstein), el pathos intelectual, la entonación apasionada y el espíritu heroico, que configura la imagen del filósofo-profeta (¿el filósofo por excelencia?) se plasman en una conciencia de misión sagrada: remediar en lo posible la corrupción por su propio pensamiento, optimizar al menos lo humano entre sus límites. Sin mayores exaltaciones que la de establecer el reino de la razón como arbitrio de nuestras acciones en un mundo de la vida, en un mundo natural no fantaseado ni por el capricho de duendes olímpicos ni por fantasmas aprióricos de pureza, necesidad o fundamento universal filosóficos: la elezione ragionevole de Vico, por ejemplo, más allá de la entrega al azar ciego de Epicuro o a la necesidad estoica, cartesiana o kantiana, etc. Instaurar ahí el reino de una razón que no tiene por qué coincidir ni filosófica ni políticamente con la establecida, frente a la cual puede incluso parecer sinrazón. De una razón no, o no sólo, teórica. De un concepto de razón ampliada con ese pathos retórico y tópico de que venimos hablando, dado que una razón crítica lógica no sería capaz, y no lo ha sido, de conseguir esa meta. De la política, ni hablemos...
Vico (y Wittgenstein) propone
la reforma de la manera de pensar pero a la vez propone la reforma de las
costumbres, el cambio de vida como inmediato al cambio de ideas tanto en
una dirección como en otra. La "vida teórica" de que hablábamos
al comienzo: es la vida la que impone y jubila naturalmente las ideas,
son esas ideas naturalmente derivadas las que conforman la vida. He ahí,
en esa simbiosis, la verdadera reforma de la filosofía y la razón
mayor, creo, del contenido íntimamente moral de cualquier reflexión
filosófica o de cualquier reforma del entendimiento. Una autoexigencia
intelectual ineludible de coherencia pática y no sólo lógica,
de integridad y decencia, de coherencia en el ánimo más que
en el discurso, de coherencia ánimo-discurso más que en el
discurso mismo. Nada de teorías puras sobre el "bien" y dobles conciencias.
Con el pacto legal nos basta y nos sobra para delimitar y ordenar teórica
y prácticamente el "bien común", que es el que importa. Lo
demás, lo importante de verdad, es absurdo para la teoría.
Tan absurdo como la felicidad a la que se dirige.
Por este interés en la trascendencia vital, en la carga social (natural) y práctica (ética) de la filosofía, en su pathos no lógico, creo que Vico representa en la Modernidad el modelo del filósofo por excelencia más bien que Descartes que sólo parece propugnar una reforma del intelecto. La Autobiografia de Vico es en este sentido uno de los testimonios más fieles del nacimiento del intelectual radical moderno, un espécimen perdido luego en la inercia del logicismo crítico, en la pureza del cientificismo aplicado hasta al ethos. Se trata de un auténtico Bildungsroman, de una historia literaria de la formación o instrucción personal del intelectual en el sentido de la pedagogía ejemplar de que hablábamos, frente al mero repertorio de técnicas para bien pensar que supone el Discours cartesiano. Hoy estamos prácticamente en la misma situación en que se encontró Descartes, en el aire, con la sospecha más que con la duda con respecto a todo nuestro conocimiento. Ojalá no sea esto el trampolín para un nuevo discurso, para una nueva historia racional idealista de mundo, sino para un proceso de olvido de todas las historias, de todo el arsenal de prejuicios con que nos enfrentamos ya, por ser hijos de esta historia racional, al mundo de la vida y de la naturaleza.
He ahí la labor terapéutica o pedagógica de la filosofía: una especie de psicoanálisis intelectual, un proceso de olvido y una instrucción en el coraje, en el ethos, en una nueva forma de "vida teórica". La filosofía ha de recuperar la mirada limpia y valiente al mundo natural. Mientras tanto su labor es (¿ha sido ya en estos últimos tiempos críticos postnietzscheanos y postwittgensteinianos?) la de posibilitar un proceso de olvido de lo teórico o un proceso de rememoramiento de lo aparente (del mundo del devenir), no de lo "real" (del mundo del ser), donde se han escondido tantas patrañas. Hay que liberarse de Platón, no de su caverna. Deconstrucción y asunción del círculo. Filosofía y olvido. Filosofía y círculo.
Si la Modernidad estereotípica
con su razón ha muerto, la post-Modernidad, que no tuvo otra consistencia
que la del "después", o es hoy otro cadáver o siempre ha
olido ya a tumba, depende de la fecha del certificado de defunción
de la razón moderna. Ha sido un corredor de paso pero sin salida
por ahora, exclusivamente crítico, desilusionado y oscuro, que no
ha llevado a ninguna parte más que a la podredumbre de lo dado.
Un mal trago, necesario a pesar de todo y mientras tanto. El olor fastidioso
de la pudrición es el resorte que puede despertarnos. Lo que necesitamos
a partir de ahora es otra modernidad que la ya ensayada. Otro camino a
la luz (en la caverna). Al aire puro (en la caverna). A la libertad (en
la caverna). El de la Modernidad, "post" o no "post", desde luego, ha terminado.
Su razón, la razón, la nueva forma de Dios, de luz del más
allá, ha muerto.
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