NOMADAS.1 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

Ley de Extranjería. Argumentos para un debate
[Fernando Oliván]

La reciente reforma de la ley de extranjería se ha desarrollado en un clima de polémica y confrontación.
Se enfrentan no dos modelos distintos sino la pluralidad de intereses que conformarán la Europa del futuro.


Una coincidencia cronológica con el fin de siglo ha marcado el debate sobre la ley de extranjería y ha teñido los discursos que se han vertido con tintes realmente apocalípticos. Pero, ¿realmente hemos asistido al debate real sobre esta ley?. Lo curioso es que, si bien es cierto que la ley ha levantado pasiones en uno y otro sentido, padecemos, también, la sensación de que el debate ha sido falsificado y que, en todo caso, no ha tenido nada que ver con los factores críticos que incorpora.

En este artículo queremos resaltar el carácter inaugural de la norma de extranjería -o quizá mejor aún, agónico- y la importancia que debiera haber tenido un debate real y sincero sobre la misma.

Partamos de un hecho. La extranjería es el sistema, normativo o social, para designar a los que no son del grupo. La imposibilidad, reconocida a lo largo de la Historia, para definir al grupo, la nación, lleva a la práctica contraria de marcar a los otros.  Finley, en “el mundo de Odiseo” nos cuenta que, en el marco de la cultura griega, la palabra “bárbaro” designativa de extranjero, apareció antes que la de “heleno” o Hélade con la que después configuraron su identidad. En definitiva, es más fácil percibir los rasgos que nos hacen diferentes que aquellos que pueden reflejar la identidad.

Por ello,  a partir del siglo XIX justamente en el momento en el que vamos a ver nacer los sistemas jurídicos de la extranjería moderna, las leyes de extranjería van a funcionar como auténticas normas fundacionales, desde ellas se va a definir el concepto mismo de soberanía, al dibujar el cuerpo social del soberano. El Estado democrático liberal configurado con la Revolución Francesa resuelve su organización política en base a tres principios cuya importancia lleva a convertirlos en los lemas del “catecismo” revolucionario: Liberté, Ëgalité et Fraternité. Fruto maduro de las “Luces” del siglo XVIII, que ve en ellos la piedra angular para construir ese mundo armonioso donde florezca la felicidad social. Pero, como no, las luces también tienen sus sombras y detrás de estas tres columnas  se ocultarán los  límites  de la misma modernidad. En definitiva, la felicidad es frágil como descubrirá Rousseau en sus paseos solitarios.

Aún así, cada uno de estos pilares servirá de cimiento a las grandes construcciones del estado moderno: la Libertad, como supresión de la Tiranía, supondrá el encuentro del ciudadano con su estado, transformándolo en República democrática. El caballero togado Henri Francois d´Aguessenau ya en un temprano siglo XVIII señalaba que la autoridad del rey y la obediencia del pueblo deben basarse en un lazo de suprema identidad, en el amor por la tierra natal. La consecuencia lógica fue su apología de las repúblicas, pues sus ciudadanos se acostumbran a identificar sus propios intereses y destino con los del  estado, patriotismo que, consideraba, jamás se produce en las monarquías. La soberanía deviene, así, soberanía popular o nacional: es el pueblo, en cuanto nación, el que toma el poder, de ahí que la supresión de la vieja soberanía monárquica alcance  el nivel simbólico, y trágico,  de la decapitación de los Capeto. No será casual que incluso Kant, hombre nada proclive a los extremismos, terminase apoyando la Revolución Francesa y su Constitución del 90 pues posibilitaba que todos los hombres pudiesen votar y opinar, lo que, pese al mismo terror que generó la pasión revolucionaria, en definitiva los hacía libres.

La soberanía compartida entraña, a fortiori, el principio de Igualdad, el segundo gran pilar: Una sola ley para todos. Supresión, por lo tanto, de los privilegios nobiliarios, pero también de los fueros propios de las distintas comunidades que constituían el marco social y humano de la antigua nación. Los fueros, franquicias, privilegios de ciudades, pueblos o burgos se habían ido construyendo en diálogo constante con la antigua fuente del poder: el Rey. Era un diálogo entre dos partes, el monarca y sus súbditos. Esta relación se convierte hoy en imposible, ahora es el mismo pueblo la nueva fuente de la soberanía, no cabe ya el diálogo, súbdito y poder han devenido una misma cosa en el concepto “nación”. Desaparecen las diferencias interiores, todos iguales en la gran obra de la Codificación.

Pues bien, heredada la soberanía por el pueblo, era necesario definir, ahora más que nunca, el cuerpo social de ese pueblo, el número de los herederos que vienen a disfrutar de la herencia recientemente adquirida. Por ello, el primer acto de ese pueblo soberano será el censo de sus ciudadanos, la contabilidad humana de los nuevos titulares del poder. Así lo concibe la Convención  en el censo que promueve seguidamente.

Hubo, quizá, el sueño -sueño de la razón- de que estos tres principios adquirieran la dimensión universal del  género humano, Montesquieu llega a decir, proclamando esta voluntad de superación de las viejas fronteras: “Si supiera de algo beneficioso para mi país pero perjudicial para Europa o de algo beneficioso para Europa paro perjudicial para la humanidad, lo consideraría un crimen”. Relectura humanista de Aristóteles que ya proclamó, mucho antes que el cristianismo, la común naturaleza de todos los seres humanos.

No será extraño el triunfo de un concepto tan querido en el XVIII, el proclamado con el término “natural” aplicado tanto a la filosofía, al derecho, la economía -llamada fisiocracia, de phisis,  naturaleza- o a las mismas ciencias que empiezan a llamarse naturales. Dantón clamará en la Convención por instaurar el Estado francés en esas fronteras naturales de Francia, no tanto persiguiendo un  río o un monte específico en la definición de los contornos del estado, sino definiendo justamente el estado en su capacidad de asentarse sobre la Nación. Territorialización  plena del poder: el territorio define el marco de la nación. La obra de los grandes geógrafos del XVIII había abierto las puertas  al descubrimiento del estado nacional. De ello se llega al siguiente paso dado con toda la lógica revolucionaria: la naturalización de todos los que viven en el nuevo estado ya definido como “natural” o nacional. Promiscuidad terminológica que lleva a identificar la nación con la naturaleza de las cosas. Confusa indeterminación conceptual que padece el mismo barón Charles de Secondat cuando descubre, y describe, la naturaleza distinta de las naciones, regidas por su clima y su geografía “naturales”.

La “redención de los judíos”, como de las otras comunidades de extranjeros, adquiere esa dimensión revolucionaria y vino a proponer la unidad necesaria del nuevo estado. Un solo Estado una sola nación. Todos hijos de la misma patria. El mito biologicista se llega a confundir con la semántica del estado. La promiscuidad de naciones que había caracterizado al XVIII se resuelve abruptamente en una unidad, con ello terminan esos ejércitos plurales que tanto caracterizan a los despotismos ilustrados, sólo la alta nobleza y fundamentalmente las monarquías, al margen como están de las conquistas de la democracia, mantienen  esa extranjería que tanto aborrece el siglo del Romanticismo.

Pero el modelo tenía sus sombras y pronto entró en crisis. Es más, nunca superó la mera especulación retórica, los lemas revolucionarios dejaron al descubierto sus límites y frente a la idea de un paraíso descubierto -“La nouvelle Eloise”-  las zonas oscuras se dejaron ver aún mas allá de “La Terreur”. La Reacción Termidoriana marca definitivamente los topes máximos de la Revolución: La libertad lo será sólo para elegir a los auténticos titulares del poder (democracia representativa), la igualdad lo será sólo como igualdad civil (la codificación), la fraternidad sólo alcanzará a los hermanos en el estrecho marco de la ciudadanía (el nacionalismo).

Crisis de identidad pese al gran esfuerzo del estado moderno. Esfuerzo basado en el olvido y que adquiere su dimensión mas espléndida en la recreación de la historia de los modernos estados. El siglo XIX deviene el gran siglo de la Historia como el XVIII lo fue de la geografía, cada uno empeñado en encontrar la sustancia de su unidad. En los Gibbon y Voltaire, aunque historiadores, su modelo de historia se acerca mas a la geografía, describen las cualidades naturales de los pueblos, en definitiva, su “naturaleza”, por eso, frente a la “crónica” de los siglos anteriores proponen una “historia natural”, donde los pueblos nacen, crecen, decaen y mueren. En cambio la Historia en el siglo XIX será, definitivamente, Historia, relato de la aventura de la nación.

Francia fue así dividida artificialmente en “departamentos” para cuartear las viejas dependencias nacidas del país (y del paisaje). Ya Clístenes, tras la Revolución Ateniense, recreó los “demos” del Ática con el afán de fraccionar las lealtades tribales: olvidar la propia tradición y crear -o inventarse- una nueva, he aquí la tarea soberbia que, hasta el último rincón del cada estado, desarrolló el cuerpo de maestros nacionales, explicando, aquí, al Cid y a Don Pelayo, la traición de Don Julián, la unidad con los Reyes Católicos, allá, la obra de Carlomagno o un Napoleón, siempre la historia de un proceso lineal que lleva a pueblos que sufrieron la división por alguna mano traidora a encontrar, de nuevo, la unidad para la que siempre habían estado concebidos -puro agustinismo político. Los que caían fuera de esa unidad eran “traidores” o “extranjeros”, en definitiva, todos ellos enemigos. He ahí los dos límites de la fraternidad, como le reprochan los “revolucionarios” a los desgraciados protagonistas de la dikeniana “Historia de dos ciudades”.

Aún así la diferencia sobrevivió. Tampoco la unidad se consiguió respecto al poblamiento exterior y la redención de unas comunidades extranjeras dejó el hueco a otras. Los extranjeros llegaban y muchos se quedaban. El ejército, que había acumulado las funciones del control de esas fronteras pronto devino obsoleto. Es aquí donde aparecen los sistemas modernos de extranjería. Modelo policial que ha sobrevivido hasta el presente a pesar de ser una antigualla frente a las migraciones del  fin de siglo.

El esquema, hasta entonces, había tenido su sentido.  La milicia era responsable de la defensa de la nación frente a los enemigos que pudieran acecharla, el extranjero no era mas que uno de estos enemigos, y si ya estaba dentro, competía también al ejército controlar su estancia. Era el capitán general de la región militar de la frontera el encargado de documentar los visados de entrada de los extranjeros y ante él tenían que responder de su presencia en España. Su encargo era claro, ya lo proclamaba el poema patriótico que consagra al suelo como “santo”, en cuanto depositario de la “carne” -el cuerpo- de los antepasados: “En vuestra tumba descansar, el valiente pueblo ... jura... no pisará vuestra tumba la planta del extranjero”, aquí está la clave del asunto: el suelo es sagrado ya que es el receptáculo de la dimensión temporal del pueblo, la misma línea, en definitiva, que consagra Maurice Barrès y sus seguidores en sus discursos sobre la patria Francesa: “la terre et les morts”, como fundamento mismo de la patria, o el inglés Burke cuando habla de la nación como asociación entre los vivos  y los muertos. El problema surge cuando la presencia de estos extranjeros se volvió continuada, cuando ya no fue un mero viaje el que los traía y que los hacía confundirse con el espía o el agente exterior, ¿que sentido tenía el que el ejército regulase la actividad laboral que desarrollaran?.

Esta fue la crisis de la extranjería del final del siglo XIX que cedió el control de la frontera al Ministerio del Interior y Policía. En este nuevo cambio de siglo, umbral del siglo XXI, nos enfrentamos, en cambio, a un fenómeno distinto, y es aquí donde el sistema organizado por la nueva Ley de extranjería no ha conseguido cubrir sus compromisos. Hasta la década de los ochenta, el sistema de extranjería había adquirido un cierto equilibrio en un proceso de administrativización de sus normas. Un sistema de autorizaciones y concesiones reducía la relación entre el extranjero y el estado de recepción a un mero sistema de trámites administrativos. Puro sistema de control. Pero este equilibrio exigía unos elementos de homogeneidad que, si se dieron hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX, sin embargo, empezaron a quebrarse en los últimos veinte años.

Antes cada país estaba rodeado por países semejantes. Francia, España, Italia, Portugal, Inglaterra..., de ahí venían los extranjeros que se instalaban en el otro país, pero aún instalados, su identidad, sus raíces, su familia, seguía en el país de su nacionalidad. Expulsar a un francés no era más que devolverlo a su propia identidad. No digo que fuera hacerle un favor pero la sanción no suponía mayores consecuencias. Era una inmigración con un alto coeficiente de retorno.

Este es el modelo que ha quebrado ahora y las consecuencias de esta crisis son las que ponen en entredicho el sistema heredado del siglo pasado. La extrañeza es la tozudez con que se intenta mantener este sistema obsoleto.

Hoy día la gran inmigración viene desde un mundo que se deshace, cuya lejanía económica y social respecto al nuestro convierte el viaje en una ida (llegada) sin retorno. Describe el escritor Carlos Trías nuestra realidad, “somos una isla de prosperidad en un océano de miseria”. Una isla, además, de una población envejecida y que cada día presenta menos reflejos en su capacidad de defensa. Una comparación desapasionada pudiera ver ciertos rasgos comunes entre la penetración migratoria actual y la presión de los bárbaros en los siglos III y IV, romanizados pero poco a poco desintegradores de la unidad del Imperio. De nuevo una “völkenwanderungen”, auténtica migración de pueblos más aún que un flujo migratorio.

Esta situación ha desvirtuado incluso la clara distinción entre refugio político e inmigración económica a la que se agarran como clavo ardiendo los distintos gobiernos occidentales para justificar su política de gestos llena de profunda hipocresía. ¿Que pasó?. La propia dinámica expansiva de los derechos fundamentales llevó a abrir las puertas a los que sufrían persecución en sus propios estados. Proceso complejo, con una específica “línea del universo” en expresión de Bukovski, y que arranca en la vieja institución de la proxenia que consagraba al extranjero perseguido al mas grande de los dioses: Zeus Xenon y que lleva a proclamar a Odiseo: “todos los extranjeros son de Dios”. La especial ventaja que se da a estos desgraciados ha  llevado a los nuevos parias a envidiar su suerte. En las pequeñas salas donde los solicitantes (¡suplicantes!, diría Esquilo) de asilo, esperan ser entrevistados por el funcionario de la OAR, se mira con envidia al que puede exhibir sobre su cuerpo las marcas brutales de la tortura. “¡ese sí que es afortunado!”, pueden exclamar algunos cotejando con ellas la debilidad de su propia historia.

Algo ha cambiado para que los viejos mecanismos ya no nos sirvan, para que se envidie la desgracia, para que pueda haber alguien más desgraciado que el despojo de una tortura. La crisis se empieza a percibir en los años setenta presentándose como total en la década de los noventa. Con la nueva ley, la crisis es ya total y la contradicción deviene insoportable para el sistema.

La defensa del Estado (y de la nación) ya no se hace desde la frontera castrense. La “famélica legión” que nos invade se escapa a la eficacia militar. Causa rubor el ver movilizado el ejército en Ceuta y Melilla y reconocerlo incapaz de frenar una avalancha humana  que se “cuela” hasta por las alcantarillas. Por eso, el siglo XX consolidó el traspaso de funciones desde la esfera castrense a la policial. El extranjero dejó de representar la proyección de su propio estado, punta de lanza o “quinta columna” en un hipotético conflicto. Todavía éste fue el trato que desde muchos países se dio a los extranjeros durante la Segunda Guerra Mundial: Alemanes y japoneses fueron internados en “campos de concentración” (custodia militar) tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña. Incluso durante el reciente conflicto de la guerra del Golfo vimos la presencia del CESID en el control de la inmigración iraquí y palestina (¡y también de sus abogados!). Pero  ya era un  mero control residual.

El enemigo de Occidente ya no tiene la forma de un país concreto, resulta ridículo ver a las modernísimas potencias protegerse contra Jamaica, Marruecos o Guinea, una nueva nación le agobia más que ninguna otra, es la nación de los “sin tierra”, lo que han preferido renunciar hasta a su propia identidad -comiéndose incluso su odiado pasaporte-  antes de retornar a su punto de origen. La relación con esta nación sin patria tiene un cierto aire a la que históricamente se desarrolló con el ejército de pobres que merodeaban en la Edad Media, sometidos a tensiones de simpatía y rechazo, con la cuestión siempre abierta sobre la misma necesidad -teológica- de la pobreza.

Aquí Occidente juega con desventaja. Porque, si por un lado los rechaza, por otro los necesita, lo que incorpora una contradicción que ha terminado por convertir en ineficaz cualquier sistema de control. Pero sobre esto volveremos mas adelante.

Hablamos de control y de defensa, pero ¿que es lo que se defiende?. Quizá aquí esté otra de las claves del debate.

El control militar defendía la frontera política, el ejercicio de la soberanía por la nación. Venía a evitar la invasión desde la nación vecina. Cada nación se había vuelto excluyente respecto a las otras.  La frontera que surge a lo largo del siglo XX es la frontera económica y viene a defender el máximo bien de las sociedades industriales de última época: el trabajo. Durante el siglo XIX se era rico o pobre, la fortuna se medía en rentas y capitales, en esta segunda mitad del siglo XX el problema  es distinto: tienes trabajo o estás en paro. La nueva riqueza es el trabajo y es éste, justamente, el botín que codician los nuevos bárbaros. Por eso el acento se coloca aquí, en la protección de esa mercancía. La situación nacional de empleo, el trabajo ilegal, el tráfico de mano de obra,  he ahí los nuevos bienes a proteger y los nuevos delitos; delincuencia que ha movido, incluso, a especializar un género de investigación policial. Todavía la vieja ley se prodigaba en sistemas de gestión de la mercancía trabajo, graduando, en una pluralidad de categorías, el acceso  a la riqueza. Permisos de trabajo a, b, c, d, e ..., que aún se multiplicaban en la distinción entre mayúsculas y minúsculas; iniciales o renovados, de un menos a un más. Escala de acceso al paraíso del empleo.

Ahora bien, el discurso sobre el tráfico de mano de obra se cruza con los mitos sobre los “otros” tráficos: drogas, órganos, niños, prostitución. Aún en promiscua mezcolanza con otros tráficos aún mas prohibidos y peligrosos: armas y terrorismo. Con ello hemos recreado el marco delictual moderno y colocando al extranjero en el centro de su dinámica. Si el extranjero apareció en la Modernidad como enemigo, ahora abandona el siglo como delincuente. La ley derogada y los grupos de trabajo que construían la Europa sin fronteras se cuajaron de cláusulas y mecanismos que redondearon esta nueva categoría.

Pero, decíamos, la sociedad también los necesita, como la sociedad medieval necesitaba a los pobres. El esquema hubiera sido perfecto si Europa, o América, por otro lado, pudiera subsistir sin ellos. El problema es que ha terminado convirtiéndose en dependiente de los mismos. Una relectura de la Fenomenología del Espíritu nos daría actualísimas claves para conocer la aporía jurídica en la que hemos entrado. Hegel se estará riendo de nosotros: el amo sometido a su esclavo, un esclavo cada vez mas libre en la libertad que le proporciona su radical desvalimiento, cuanto más pobre, más fuerte. Dialéctica que se esconde en los pliegues del debate, ocultando los límites de nuestro sistema. La baliza la enciende estos días el informe de la ONU, con toda la improvisación que supone un informe fragmentario y provisional, pero Europa puede necesitar, para mantener el actual sistema de seguridad  social y productividad económica más de cincuenta millones de extranjeros de fuera.

Y desde aquí nos vamos acercando a la situación actual. En una rapidísima evolución, los últimos diez años, el panorama socioeconómico ha cambiado. El botín que protegían los guardianes del siglo XX se ha vuelto mas complejo. Una paradoja social ha conseguido compatibilizar altos índices de desempleo con una radical incapacidad de cubrir determinados puestos de trabajo. Sectores económicos son abandonados por la mano de obra nacional lo que crea movimientos centrípetos absolutamente incontrolables. Todo ello a través de una segmentación social que desvaloriza ciertos nichos del mercado laboral haciéndolos compatibles únicamente con la mano de obra inmigrada.

A este fenómeno se añade otro que tiene que ver con la globalización. La presión a la baja de la mano de obra de los países en desarrollo resulta inasumible por Occidente, la agricultura y el textil, por poner un ejemplo, carecen de competitividad ante los costes salariales de Marruecos, la India o China; frente a ello hay dos opciones: desplazar la actividad a estas geografías periféricas o, como alternativa, traer aquí esa mano de obra, eso sí, con sus condiciones de trabajo. Aquí funciona el trabajo negro, los talleres clandestinos de una mano de obra esclavizada. El problema es que carecemos de una tercera alternativa pues el sueño humanitario de imponer en el Tercer Mundo los parámetros sociales de nuestro entorno no deja de ser una difícil utopía. Empieza a resultar incompatible la sociedad abierta que nos propone la economía y la plenitud de derechos que ha acumulado el ciudadano europeo

El principio de igualdad solo consigue mantenerse incorporando rectificadores. Las soluciones ya han sido probadas incluso en algunos países con mejores o peores resultados. La sociedad esclavista norteamericana era compatible con los principios humanistas de la Declaración de Virginia. Aborreciendo la Tiranía, Montesquieu o Voltaire no renegaron nunca de la esclavitud ni la Revolución Francesa se preocupó por redimirla, “comprendiendo” las necesidades de los buenos patriotas de las Antillas Francesas. Contando con antecedentes de tanto prestigio democrático, ¿no era lógico atreverse con una solución para la época moderna?. No es extraño que el Apartheid no pareciera tan monstruoso a las sociedades que lo practicaron. En los “Territorios Ocupados” se practicaron ensayos parecidos sin que nuestras cancillerías arquearan las cejas.

Límites a la globalización. El fenómeno de universalismo  económico ve, así, diversificar sus enemigos. A izquierda y derecha, en la reacción y la progresía surgen las voces disidentes. Reconstrucción, en definitiva, del grupo frente a la universalidad. Reconstrucción territorial en los nacionalismos clásicos, étnica en los modernos, pero también cultural en algunas propuestas “avanzadas”. ¿No suponen las luchas en Saettle o en Davos una llamada a la segmentación de la sociedad universal?. La cláusula Tobin no es posible sin una previa definición de frontera, de cohesión grupal, en definitiva, de nacionalismo. Pero ahí surge una ambivalencia inquietante, una misma fórmula moviliza la revuelta frente al AMI y se destila en el Consejo de Tampere.

Lo que pasa es que la elección no es inocente y la segmentación puede ser coincidente con la tradición democrática o atacarla, y los modelos inmigratorios han terminado reconstruyendo un sistema premoderno, de difícil acoplamiento con el estado liberal revolucionario en el que nos identificamos. Han nacido así distintas comunidades, separadas, incluso, según el status jurídico alcanzado.  No hablo de diferencias de clase, la desigualdad moderna, sino diferencias de derecho, que nos remiten a la desigualdad feudal. a) Nacionales,  b) “comunitarios”, c) residentes con permiso indefinido, d) permisos para una provincia y actividad, e) Asilados, f) solicitantes de asilo, g) solicitantes de permiso de trabajo, ...n) ilegales, clandestinos que ocultan una orden de expulsión, “sans papiers” que acumulan múltiples ordenes de expulsión que no han llegado a ejecutarse, apátridas, “inexpulsables” -como la vieja categoría de los “intocables”-, refugiados en órbita ..., una multitud de clases que nos recuerdan, casi más, al viejo sistema de castas: Cada uno con su derecho, sus normas, su capacidad de obrar, sus limitaciones juridico-administrativas, podemos atrevernos a decirlo: Su capacidad jurídica y su misma personalidad.

Hanna Arendt no duda en colocar aquí la clave de toda la crisis de nuestra época. La radicalidad del colapso moral que representa el nazismo encuentra su origen en la muerte de esta capacidad jurídica del hombre. Las desnacionalizaciones en masa que conoció el Stalinismo y el Nazismo son reflejo, nos dice la autora, de esta concepción segmentada de la personalidad humana. Frente al concepto de persona como  núcleo de todo el sistema jurídico, el proyecto de “Código del Pueblo” nazi planteó la idea de centrar la personalidad del hombre en su integración (!) en la comunidad del pueblo, dejando al resto al margen de la ciudadanía y del derecho. Estas masas humanas que aparecen hoy en la Historia ya nos llegan desnacionalizadas, convertidas en apátridas de hecho y de derecho, en una extranjería radical como nunca soñara siquiera los jerarcas del nazismo. Demasiadas pistas para no sentir un escalofrío.

Como podemos comprender, todo esto ha nutrido, también, el actual debate. Aquí está la  sinergía que ha circulado en las frases no dichas, en los gestos apagados en sordina, en la violencia de los silencios. Porque nada de esto se ha dicho. El tema, además, se ha complicado por añadidura. El trabajo cede el lugar  sistémico a la asistencia social. En los estados post-modernos la soberanía, que primero fue política y luego social, deviene ahora subsidiada. El ejército napoleónico aún necesitaba nuevas manos -el ciudadano fusil-, incluso la fábrica de Manchester estaba abierta a mano de obra sin importar si era o no extranjera, en cambio el mercado de subsidios, pensiones y beneficios requiere radicalmente un límite. La población ha dejado de ser riqueza, por mas que los neomarxistas sigan colocando el valor en la fuerza de trabajo.

Trabajo y subsidio. Sobreexplotación y plenitud de derechos. La distancia entre el inmigrante marginal, escondido en el “margen” clandestino de una fábrica y el ciudadano henchido de garantías y servicios, se abulta. El nuevo miedo no es a que el inmigrante arrebate los puestos de trabajo, sino los derechos de subsidio, que el progreso de derechos le abra las puertas de la sociedad subsidiada a la que avanzamos. ¿Sería posible la fórmula de incorporar sólo su trabajo dejando al margen su condición de personas?. La pregunta nos remite ya directamente a lo político. Por eso la esfera de lo político se vuelve la piedra angular en la extranjería del nuevo siglo. Por eso, justamente, el conflicto se ha de resolver más allá del derecho, en el campo de la política que, no lo olvidemos, encuentra su continuación en la violencia y la guerra, o sea, la política “por otros medios”. Del Ejido a Kosovo. Las estaciones de este via crucis ya se conocen plenamente en Europa: acuerdos de devolución en masa, remilitarización de la frontera, grandes centros de internamiento como los desarrollados en la nueva Alemania con trenes de deportación trabajando a gran escala.

La nueva ley duda sobre perfil de sus contornos, entre el ámbito de lo político y el ámbito del puro del derecho, para, al final, terminar sin resolver ni uno ni otro.

En el marco jurídico-político del que hablamos, la ley de 4/2000, irrumpe con tres principios que debemos destacar: El reconocimiento del derecho al voto para los inmigrantes, la atribución de una representación específica a las entidades de representación de los inmigrantes y el propio carácter educador de la norma. Tres principios que han llevado a algún despistado a decir que la ley era de “izquierdas”, modelo de progresismo, adalid de la democracia. En el fondo, sin embargo, reflejan la mas profunda derrota de los valores revolucionarios y terminan apuntando a los modelos de Terror a los que nos hemos referido.

El legislador ha incurrido en esta ley en una reiterada práctica que frecuenta en algunas normas cuando se refieren a colectivos de la marginación: incorporar una función educadora, reconstruyendo, en la miniatura de la norma sectorial, el universo del ordenamiento jurídico. La práctica viene motivada por la necesidad de romper mecánicas de marginalidad y explotación. Así, la ley 4 del 2000 se introduce con un título dedicado a los derechos y libertades de los extranjeros, “constitución de bolsillo”, que recrea un estatuto jurídico de una comunidad específica. El titulo aglomera, en una peculiar distribución en cuatro capítulos, derechos novedosos con derechos reconocidos y ya consagrados en otros leyes e, incluso, en el mismo texto constitucional. Con independencia de la crítica que desde un punto de vista de técnica legislativa esto pudiera plantear, la voluntad del legislador es la de facilitar al colectivo afectado, en este caso los extranjeros, la comprensión global de las normas que les afectan.

De entrada el proyecto resulta encomiable, pero a la postre debilita la unidad del mismo ordenamiento jurídico que pierde sistematicidad incorporando una cierta conciencia de separación para el colectivo de los extranjeros. La tentación es ver en esta ley la “norma suprema” de la comunidad de inmigración,  en definitiva, el fuero propio donde se regulan sus derechos y deberes.

Esta suspicacia sería exagerada si no hubiera otras balizas avisando sobre el peligro. De nuevo la ley, respondiendo a los nuevos aires de la cooperación y la solidaridad, ha completado un curioso sistema representativo donde se entremezclan distintas instituciones. Fuera ya del Foro de las Migraciones, resulta mas interesante resaltar la extraña representatividad que se desprende  de la capacidad de elección de “sus propios representantes” como dice la norma. De nuevo estamos ante unas perspectiva equívoca, refracción del derecho que nos lleva a lugares distintos de los que a primera vista apreciamos.

El acceso del extranjero a los derechos políticos tiene una doble dimensión, por eso la confusión resulta múltiple: ¿derecho a la participación política del extranjero?, o ¿derecho a la participación política, pero de la persona en general?.

Una percepción liberal debe apreciar el fenómeno de la extranjería como algo relativo y coyuntural, una “situación” como acertadamente empieza a definir el legislador cuando habla de la residencia, situaciones, dice, meras situaciones de extranjería. Así lo vio, también, la revolución francesa cuando otorga la nacionalidad a todos los extranjeros que viven en Francia, redención de  judíos inclusive. Las propuestas que hemos oído en el actual debate, sin embargo, no hablan de esto sino de la participación política del extranjero. Se viene así a consolidar una situación política hasta devenir estatutaria, haciendo que la  extranjería pase a substanciar su personalidad. Por eso hablamos de medievalización de la norma, proceso que no solo detectamos en esta materia, pero que aquí, en todo caso, se ha convertido en punta de lanza.

El nuevo sueño de la razón describe, así, una Europa segmentada. Del modelo cuarteado por las nacionalidades, división territorial, hemos pasado a la estructuración horizontal de las castas, división estatutaria.  Con ello la naturaleza de la nación abandona su base territorial para ubicarse en el lugar abstracto de la ley. Ciudadanos de sustancias jurídicas diversas: nacionales de la Unión pletóricos de derechos, extranjeros asimilados -la terminología colonial hablaba de manumitidos-, cada grupo con sus derechos, en un sin fin de categorías solo comprensibles para la antropología que deviene, así, la ciencia para el siglo XXI. Y, al final, los parias, a los que siempre encontraremos. Los pobres estarán siempre con vosotros”, comprendo la vocación de ciertos curas por hacer efectiva la sentencia de Cristo.

Ciencias de la dominación. Hemos dicho, primero, la Geografía como instrumento de la territorialización del poder, luego la Historia como ciencia para el nacimiento de la nación. En el siglo XX la Sociología toma el relevo para el control de los ciudadanos. Por fin, el siglo XXI alumbra de la mano de la Antropología. Sus términos ya están en boga: multiculturalismo, sociedad plural,. Sociedad heterogénea. El riesgo estriba en ir mas allá del folklore y ubicar, tras estos conceptos, una heterogeneidad de derechos. A esto, fuera de eufemismos, se le llama Apartheid.

Comunidades de extranjeros liderados por “sus propios representantes”, con sus propias “normas estatutarias” que, de espaldas a la integridad del Ordenamiento Jurídico, establecen su propio universo normativo,  con sus derechos básicos, sus específicas reglas, todo ello regulado en normas que recogen desde derechos fundamentales hasta la sanción a sus faltas, violentando la función educadora que quiso abrogarse la norma y que le ha llevado al extremo opuesto: aislar a los receptores de esa norma de la comprensión sistemática de un Ordenamiento. Como decimos, mas cercano al modelo que conoció Europa hasta el siglo XVIII, con sus juderías, sus ciudades francas, sus privilegios, etc., que al proyecto de igualdad ante la ley que naciera con la Revolución Francesa.

Pero el tema aún despierta nuevos matices (fantasmas) escondidos en la función socio-política del voto.

Prima facie el debate estaba planteado entre dos concepciones que se oponían por el vértice: el principio revolucionario de la soberanía y la función integradora de la participación comunitaria. Los “soberanistas” suelen argumentar desde una posición más o menos roussoniana: “siendo la nación la depositaria de la soberanía (la soberanía reside en el pueblo español, dice el texto de nuestra Carta Magna), sólo desde este cuerpo social -el de los ciudadanos- se puede ejercer la función soberana del voto político”.

La mecánica jurídica es impecable y el argumento lógico-jurídico no hace mas que recorrer el iter de toda Constitución. En el caso de la nuestra podemos seguir los pasos: El Preámbulo del texto constitucional arranca con una voluntad de destino: “la Nación española, deseando promover la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de:...”. Techo ideológico de nuestro estado, manifestación de su voluntad política de ser una nación. El plebiscito que propusiera E. Renan encuentra aquí su sentido, cierto es, sin la continuidad a la que ningún constituyente se atreve a someterse. Aquí hay un pacto fundacional, realizado por unos sujetos -¡en su subjetividad!-: los ciudadanos. El pacto se hace por ellos y para ellos: “cuantos la integran”, insistimos, son estos sujetos llenos de vida y corporeidad los que desean algo, no la abstracción del estado. Por ello solo a ellos -como a los socios de un club o a los miembros de una corporación-  corresponde tomar las decisiones que les afectan.

Concepción clásica de la soberanía al estilo de Heller, cuya consistencia dogmática todavía no ha sido desvirtuada.

Esa soberanía, ejercida en sus dos funciones básicas, constituye la piedra angular de todo el sistema normativo: la competencia legislativa corresponde a las Cortes Generales, donde se ubica la representación del pueblo, y la jurisdiccional a los jueces y tribunales que administran una justicia que, a su vez, “emana del pueblo”.  Ley y justicia, “Law and Order”, son pues, las prerrogativas del imperio, en cuanto las fuentes de la soberanía residen en la propia voluntad de la nación, de cada uno de los ciudadanos, pero tomados en su conjunto.

Frente a los “soberanistas”, los “solidarios”. Propuesta participativa que ve en la participación política una terapia contra el “ghetto” y la marginación. La propuesta rezaría así: “Aconstumbrándoles a participar se facilita la integración de las minorías y se hace sentir a cada uno miembro de la propia comunidad” La propuesta no termina de arrancarse un cierto sabor paternalista pero, además, traduce un fracaso: la crisis del modelo de integración.

El “melting pot”, como el buen potaje, no es una mera yustaposición de grupos, culturas y personas. Decía la vieja ley de la cocina que “donde hay mucho crudo sale mucho cocido”, pero lo que tiene que salir es justamente esto, “cocido”, es decir, un sabor propio del conjunto, la unidad dialéctica del guiso y esto, como tantas veces hemos insistido, fracasa en la política migratoria desde que se empezaron a aplicar “inventos” y propuestas imaginativas.

En el fondo el debate aquí también está falsificado. El mito soberanista rousoniano se apresta mal con el modelo desarrollado en Europa y aún más en la experiencia política para el nuevo siglo. Quizá un retorno a Montesquieu sería aconsejable. El derecho, hoy,  se aleja de una concepción subjetiva de la soberanía. Las fuentes de la ley no residen realmente en el soberano, sea éste individual o colectivo, sino que nacen más o menos espontáneamente de un poder cada vez mas impersonal. “es preciso que, al obedecer la ley no se obedezca a nadie”. El barón de Secondat coloca como paradigma de una sociedad libre aquella donde “nadie ordena pero todos obedecen”.

Este modelo ha dinamizado profundamente el derecho moderno. El mismo legislador ya no es “ab solutus”, su capacidad normativa queda limitada por un sinfín de “poderes” que terminan siendo mas poderosos, poderes económicos, sociales o internacionales.  No todo en violencia contra la autonomía de lo político, es cierto que la “globalización” ha impuesto “reglas” más allá de las leyes y, a veces, de las constituciones,  pero también hay que reconocer en esta dinámica un cierto afán de universalizar la justicia, de descubrir  valores -incluso valores jurídicos- en principios generales de comportamiento humano. La Ilustración no yace tan muerta como quisiera cierto romanticismo.

Es aquí donde valoramos los proyectos de justicia universal que han movido los tribunales internacionales o la persecución de crímenes mas allá del principio de soberanía en la erradicación de los márgenes de impunidad que ha propiciado el estado clásico.

Pero también, desgraciadamente, la perdida de esta subjetividad en la soberanía ha desatado una corriente de propuestas “light”, a lo Blair, paradigma de esta fatuidad y ligereza, y que trata de sustituir los valores políticos por una dimensión puritana más cercana a las meras normas de conducta cortesana que a una auténtica ética de los valores. Pura moralina pero que se abre paso con un potencial disolvente más eficaz que el de las mismas tiranías.

Rendija por donde se cuelan algunas de las propuestas que tanto afectan a este tema. ONGs y otros bienintencionados proclaman un discurso de apertura de fronteras, mestizaje y solidaridad, dejando traslucir, eso sí, la necesidad de un cierto límite, un tope abstracto, cuya justificación se sustenta en una mera manifestación de racionalidad.

Esta fatuidad, decíamos, ha terminado desarrollando sus propios mitos para parecer progresista. Propuestas “comunitaristas”, como hemos dicho, un lenguaje sobre las nueva solidaridades, todo ello en mezcolanza con deberes mas o menos  moralizantes y responsabilidades difusas, de mera contención, carentes de contenido político, huidizas de la acción política. ¡Que lejos, en definitiva, del modelo propuesto por los padres del liberalismo!. Los escoceses Ferguson, Adam Smitt, David Hume, el mismo Montesquieu, o los americanos  Whashington, Jefferson. La escuela de Ilustrados que concibió la modernidad reclamaban una ciudadanía -sociedad civil, la empezaron a llamar- repleta de derechos y deberes, activísisma en la construcción del Estado. Hoy, la autoproclamada sociedad civil huye timorata de la responsabilidad política para terminar recalando en esta nueva “comunidad”, aunque, eso sí, mas cercana a “Barrio Sésamo” que al concepto belicista de un Carl Schmitt o un Ferdinand Tönnies. Como sucedió en las sociedades helenísticas postalejandrinas, la integración de las distintas culturas y pueblos se produjo gracias a la pérdida de soberanía de las ciudades y a la decadencia del espíritu político de sus ciudadanos.

Es aquí, me temo, donde se articula la participación  a la que se llama al extranjero. La acción política ha devenido acción social, interesada en valores sectoriales, a veces contradictorios, pero alejados de los “grandes relatos” que construyeron la modernidad. La Revolución Francesa incorporó a la participación al judío y al inmigrado, y lo hizo por la puerta grande, redimiendo su condición de extranjero en la “naturaleza” de Francia. Esto es lo que, a la postre, se confiesa incapaz de hacer la nueva Europa de los derechos. Francia, Alemania, indiferente de sus gobiernos conservadores o socialistas manifiestan esas impotencia que ahora se traduce en España. Las propuestas no pasan, a lo sumo, de dobles nacionalidades que deviene, tarde o temprano, en nacionalidades de segunda clase. La conservadora Tercera República ya sintió  esta tentación respecto a los judíos, como bien dejo escrito en el sumario del caso Dreyfus: Eran franceses pero “un algo” los mantenía fuera de la sustancia pura de la nación.

Juegos de aprendiz de brujo que tarde o temprano pueden crear monstruos. Con ello llegamos al penúltimo vértice de este poliedro.

“Quisimos trabajadores y vinieron hombres” , nos ha recordado el pensamiento humanista poniendo el dedo en la llaga. Esta es la realidad y el reto al que se enfrentan nuestras sociedades. No es solo una cuestión de humanidad sino uno de los problemas mas complejos que deberá resolver el siglo que nos viene. Nuestro derecho se ha elaborado en una mecánica expansiva que ya resulta imparable. La nueva ley es, también tenemos que decirlo, crisol de este fenómeno.

Hablamos de derechos de cuarta generación conscientes que nuevas posiciones pugnarán por instalare en el patrimonio jurídico de la persona. Era lógico, la genética ideológica termina abriéndose paso y la raíz humanista de la modernidad, con sus sombras, no deja de ser heredera de la Ilustración. Querámoslo o no, por las venas del derecho moderno (europeo) corre sangre de Spinoza, Vitoria, Suarez, Las Casas, Pufendorf, Grocio y cuantos otros terminaron asentando el derecho en la subjetividad de la persona: no es la comunidad, ni siquiera la humanidad (¡que miedo!), el titular de los derechos que llamamos fundamentales, es el individuo el que, pese a su fragilidad, adquiere la fortaleza del derecho.

La nueva ley ha reconstruido desde aquí el mapa de los derechos subjetivos del extranjero: derecho a la defensa, a la vida familiar, derechos frente a la expulsión que prácticamente deviene imposible, derechos que, incluso, llegan a garantizar su existencia desde antes de que el extranjero llegue a entrar en la nación.

Nadie se extrañe, el desarrollo de la potencia de la subjetividad llevaba aparejado el reconocimiento expansivo de los derechos. Desde la coherencia del derecho el paso era inevitable. El problema estriba, sin embargo, en el cambio radical de sustancia entre los viejos derechos liberales y las nuevas generaciones de los derechos garantistas y sociales, y estos nuevos derechos requieren una estructura social -y económica- inconcebible hace apenas medio siglo. Pero éste es, quizá, el fleco dialéctico que asomará en los procesos de integración durante los próximos años.

Doble tendencia, un  hedonismo individualista por un lado, repleto de sistemas de protección y garantías y una “solidaridad humanitaria” y no política. Dos polos que aparecen asociados y que iluminan muchos de los derechos de esta cuarta generación.

Pero esta sangre jurídica y todo lo demás de lo que hablamos, corre a través de una tradición  que hoy, no sin un cierto rubor, seguimos llamando la “tradición occidental” y a la que nos referimos incluso cuando damos a un concepto la categoría de universal. La crisis de la modernidad recibe, también, este vértice: la incomprensión y choque entre esta tradición y las otras que nos vienen.

Francisco Fernandez Buey actualiza el término de “la Gran Perturbación”, recogiendo la expresión de la delegación de los indios, reunidos en Tlocopán, en su carta a Felipe II datada el 2 de mayo de 1556: “Muchos agravios y molestias hemos recibido de los españoles por estar entre nosotros y nosotros entre ellos”. Bartolomé de las Casas confirma la expresión: “los mensajeros y españoles enviados allá por nosotros han sembrado gran perturbación a todas aquellas naciones...”. La Gran Perturbación ha llegado, por fin, a nuestros hogares.

Hoy nos enfrentamos a un novedoso colonialismo invertido que reproduce en nuestra casa la gran perturbación que padecieron los otros durante siglos.  La novedad del proceso no puede, por menos, de inquietar a las viejas sociedades de Europa y, en medio de su hambre de seguridad ha incorporado nuevas sensaciones de riesgo. Tensión entre seguridad y riesgo que hoy constituye la nota fundamental de nuestra época. Sociedad de enriquecimiento: las Stock Options, los bonos basura, la popularización de la bolsa. La palabra riesgo se vuelve sinónima de modernidad: riesgo empresarial, negación del determinismo del gremio o el auxilio del estado.  Las mismas ciencias prefieren avanzar sobre este concepto más acorde con la interpretación que se hace del mundo y su entorno: la física cuántica, como negación del método, o la teoría de fractales como rechazo de la continuidad de la línea geométrica, la misma teoría de catástrofes en estadística como modelo de la irrupción de lo súbito sobre lo cotidiano. Pero al mismo tiempo se anatemiza el riesgo cuando afecta a la vida y la convivencia. Seguros y reaseguros tratan de borrar la incertidumbre. El riego deviene omnipresente para su mística y su rechazo, y el “otro”, el extranjero, ha pasado a representar el riesgo negativo y perverso.

Y la mera proclamación del multiculturalismo no basta, ni los fantasmas se ahuyentan estigmatizando  el debate y cargándose al mensajero. Habrá que trabajar mucho a sabiendas que, lo que llamamos democracia, se asienta en esa tradición de la que hablamos. Hay que recordar que las sociedades nacen y mueren, como algún día morirá la nuestra como todas las demás, pero que, como comentaba Toymbee, esta muerte se produce mas por suicidio que por accidente o destrucción.

En una ocasión hablé de la “nación difusa”, enésima nacionalidad de una Europa en crecimiento. Pero mientras unas naciones -las nuestras- pierden sus contornos, esta nación difusa los remarca. Pueblos cuya esencia se desintegra en sus lugares de origen, machacados por la miseria y la desesperación, destruidos por la guerra, despreciados incluso por sus propios ciudadanos adquieren, de pronto, el perfil de una nueva conciencia. Mil veces vencidos por el colonialismo, el neocolonialismo e, incluso, por la actual “cooperación”, encuentran, de pronto, que su potencial político se encuentra intacto. Este deseo de reconocimiento –de ser-, nos comenta Issahias Berlin, será la fuerza política más poderosa que recalará en este nuevo siglo.

La derrota exterior que llevan marcada en la frente, esa nueva impotencia que vuelven a sentir ya en la diáspora europea, termina convirtiéndose en el caudal de su resistencia y, a la postre, de  su victoria. Frente a la ignorancia con la que son recibidos, ignorados incluso en su condición de personas, reafirman la potencia romántica de las autoconciencia: “soy capitán de mi alma” parece decirnos, con Berlin, el solitario héroe de este neoromanticismo, como antaño hiciera el héroe proletario de las revoluciones sociales.

Estamos, posiblemente, ante el nacimiento de un nuevo héroe de perfiles novedosos. Héroe en cuanto mártir. Por ello no será extraño presenciar su inmolación como sacrificio radical de su propia identidad e incluso su vida. Inmolación que atenaza a nuestro Occidente prendiendo un miedo aún mayor que al terrorismo.  Al estilo de Fitche nos dirá: “no acepto nada porque deba, lo creo porque quiero” es decir pura voluntad de ser. En definitiva, la esencia de muchos de estos seres, ignorados hasta por el derecho, termina cuajando en la pura voluntad de reconocerse. La capacidad de renuncia y autoinmolación  encuentra en la identidad colectiva el argumento último de su nueva existencia.

El fundamentalismo en el umbral del siglo no se basa tanto en la realidad de una tradición asentada y culta a lo Herder o Vico, sino en propuestas ultranacionalistas de autores como Müller, Görres, Arndt, etc., que cantaron el resurgir de la nación en la epopeya de los pueblos ofendidos y humillados de Centro Europa. Aquella necesidad de reconocimiento provocó dos guerras mundiales, ¿estaremos a las puertas de una nueva revolución? Sin necesidad de descubrir esa violencia, la revolución podríamos decir, ya ha comenzado.  Un autor tan poco sospechoso como Huntington se queja de esa revolución que ya afecta y de forma brutal, a los Estados Unidos. La pérdida de elementos de solidaridad nacional ha convertido, según este autor, lo que era la política exterior de la nación americana, en una política sometida a los intereses particulares de las diásporas asentadas en América. El impulso o la paralización de la ampliación hacia el Este de la OTAN encontraría en la presión organizada de los intereses de las comunidades inmigradas polaca, rumana o rusa su causa inmediata y casi única; lo que hace años era solo un privilegio de la comunidad judía hoy lo practican todas las comunidades con un peso suficiente: armenios -¡los judíos del Caucaso!, como los menciona la prensa-, hoy también, árabes, chinos, indios, etc., con una capacidad de comprar voluntades y con unos intereses mas cercanos a su comunidad de origen que a un deseo -ya casi extinguido- de trasformarse en Americanos.

Las nuevas comunidades manifiestan una resistencia inesperada a la asimilación: es en plena globalización donde el particularismo encuentra su mejor caldo de cultivo. No hablamos de centro versus periferia, ni de la conexión a la red y el vacío informático.  El nuevo particularismo está, quizá, mejor conectado que los grandes sistemas culturales, el uso de internet es mas frecuente en estos márgenes que en la centralidad del sistema.

La nueva nación surge, así, de espaldas a la modernidad, entre la refeudalización y la postmodernidad. Su añoranza, tenemos que recordarlo,  carece de los fundamentos básicos del nacionalismo moderno. No será el territorio perdido, ni el irredentismo, ni la cultura olvidada, ni los lazos de sangre de una etnicidad perdida los que mantengan el virus de su “melancolía”, su “bucle” en expresión de Juaristi, solo consigue reflejar su identidad en la reclamación abstracta de una ley. Así, más fuerte que las ataduras de la economía, o los lazos ideológicos, o la atracción del nacionalismo, más correosa, incluso, que la bandera de los derechos sociales, la conciencia de ciertas instituciones, la referencia a un derecho propio, el recuerdo y exigencia de una ley personal, se vuelve el centro de sus añoranzas. Madrassas y mezquitas enseñan más la ley que la tradición  a la que prácticamente todos dan por perdida. Decía el gran poeta árabe del siglo XII Al Gazali “una tradición ha muerto cuando los que la siguen se saben tradicionalistas”. Aquí la tradición ya murió, pero la ley, descarnada de estos factores, ha sabido subsistir.

Ley y memoria. Recordemos, los judíos mantuvieron una identidad durante siglos solo con ello. Solo muy posteriormente el sionismo concebiría el sueño territorial, las comunidades, incluso en medio de la persecución, no añoraban mas que la Ley. Culturas del libro que llegaron a cambiar el territorio por el texto. Por eso las comunidades de inmigración, fundamentalmente la islámica, se presentan como los nuevos judíos del siglo XXI. No hace falta acudir al apocalipcismo de un Hantington ni a los recelos del episcopado católico para ser conscientes del  problema

Como en la novela, todas las culturas terminan esperando la llegada de los bárbaros en la meditada conciencia de que, si vinieren, de nada servirán los muros que nos empeñamos en levantar. El derecho y la doctrina de los derechos fundamentales, que por otro lado son ya tan nuestros que no sabríamos vivir sin ellos, nos impiden conseguir la victoria. La aporía  existe por mas que algunos busquen inciertos equilibrios entre lo legal y lo legítimo. Por eso el debate ha terminado calando en la calle, por ser un tema que afecta radicalmente a la persona en todos sus órdenes y en especial en su condición de ciudadano.

Debate complejo, como hemos tratado de exponer aquí y del que realzamos algunas de sus claves. Debate sobre la seguridad, no en el sentido alicorto que se suele dar a este término ni en el grandielocuente que utilizan las doctrinas militares,  sino en su capacidad de concebir el estado. El gran tránsito. de la frontera militar a la policial. Transmutación de enemigo (exterior) en delincuente (enemigo interno). Pero con una consecuencia inesperada, el carácter expansivo de los derechos fundamentales que convierten la personalidad en fuente de derechos subjetivos.  La extranjería resiste, así, el proceso de administrativización al que abocó el cambio que se produjo a lo largo del siglo XX.

Las consecuencias del acto administrativo de extranjería desbordaron el nivel permisible de tolerancia lo que terminó por anular su eficacia. La expulsión, por ejemplo, o el mismo rechazo que se produce en la frontera, son meros actos de pura administración y, en la concepción clásica, sin mayores consecuencias que lo que supondría la negativa de una licencia de obras o la retirada del carnet de conducir, sin embargo un perfil trágico insoportable se adhiere a sus consecuencias al devolver a esa persona -con sus derechos derivados de su personalidad- a la muerte metafórica o real en el infierno que suponen los nuevos estados-miseria. La frontera, como en la vieja estrategia militar, ha terminado cediendo en retirada para evitar verse sometida a la presión que genera la estructura de derechos que ha recreado el propio sistema,  de ahí que se hable de “zonas de extraterritorialidad”, “áreas estériles” “territorio no nacional”, “espacios” a los que se niega la existencia en un juego de negaciones que terminará siendo abrasivo para el mismo orden jurídico, todo ello en la esperanza, ingenua, de evitar la responsabilidad de aplicar el derecho. Pero el derecho es como los líquidos, o mejor aún, como los gases que terminan inundando los espacios a su alcance. El derecho odia el vacío y donde nuestra sociedad retira sus normas vendrán otras a ocupar esos ámbitos.

Pero junto a estos derechos han brotado, también, los derechos económicos. De nuevo estamos ante la presencia de un tránsito: del viejo botín tesaurizado al que aspiraba el antiguo bárbaro se pasó a la lucha por la  riqueza que acumulaban los tiempos modernos: el trabajo, la mercancía trabajo. De nuevo el conflicto, polémica entre trabajadores autóctonos y los recién llegados, no es extraño el difícil papel que han desempeñado los sindicatos y la aparición de las zonas de sombra xenófoba en los márgenes de la izquierda trabajadora de las sociedades modernas. Aún así, esta lucha ya ha quedado vieja. Nuestras sociedades ya no son sociedades del trabajo, este derecho, que fue reconocido constitucionalmente, ha cedido a derechos de nuevas generaciones: derecho al subsidio, a las prestaciones sociales, a la asistencia de todo tipo. Sociedades subsidiarizadas que convierten al subsidio en el nuevo botín a la conquista. Educación, salud, vivienda, servicios sociales en definitiva centran el núcleo de la disputa marginalizando y enconando aún más,  la polémica y la confrontación social.

Este conflicto se agudiza por el carácter propio de los derechos de cuarta  generación que requieren un desarrollo social específico.  Ahí aparecieron las ONGs como el instrumento básico de socialización y control de esta nueva dependencia, órganos intermedios entre el Estado y esos márgenes de la sociedad donde se acumulan los recién llegados.

El proceso se ha  saldado con una paulatina degradación de lo político, el carácter subsidiado de la relación política ha terminado recreando los viejos sistemas del despotismo ilustrado contra el que se revuelven ciertas posiciones a las que, no sin razón, se termina llamando “repúblicanas”. El paternalismo de las ONGs y su extraña connivencia con el Estado financiador ha terminado rompiendo la dialéctica entre el centro y la periferia, lo que ha añadido nuevo confusionismo al debate, propiciando que la quiebra, como en un nuevo Octubre, rompiera en dos la histórica conciencia de la izquierda

Pero es más, el modelo ha propiciado la reubicación de estos colectivos en su carácter grupal, reduciendo su capacidad de reconocimiento a su identidad colectiva. Aquí se produce el gran debate jurídico al que se enfrentará este siglo que comienza. El choque entre estructuras de derecho no siempre compatibles.  Las respuestas se amontonan: interculturalidad, mestizaje, etnicismo. La solución, sin embargo, puede aparecer bajo posiciones que erosionan la Modernidad: estratificación o geografía del derecho, comunidades, ghettos,  reconstrucción de una sociedad segmentada en el no-espacio del que nos habla Mac Augé. Triunfo del antiliberalismo. Una otra alternativa, la vuelta radical al individualismo alienante, como el de aquella Grecia post-alejandrina que convirtió a cada uno en refugio de su identidad para, desde ahí, reconstruir solidaridades sectoriales: sectas, “neo-nacionalismos”, grupos más o menos sólidos que reconstruyen la nostalgia de un tiempo perdido. Aquí se aloja, también, el interrogante que nos viene.
 

*     *     *

Hemos llenado esta Europa de experimentos. Bosnia es quizá el mayor laboratorio para promoverlos donde se prueban sistemas políticos sin soberanía, a la vez que se ensayan relaciones intercomunitarias al margen de la historia y el deseo. Como pude decir en el claustro de la Universidad de Mostar y refiriéndome a esa tierra desgraciada:  “¡que hermoso hubiera sido descubrir  un Islam también Europeo!”. Lo malo es que, a fuerza de hacer mal las cosas, terminan por salir catastróficas.


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