NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS
12-2005/2 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
La hibridez de la ciudadanía en los estados africanos:
Una aproximación en Namibia
Ester Massó Guijarro
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RESUMEN.- Propongo presentar, desde los estudios de la Antropología social y política, el contraste de un estudio de caso en el Estado de Namibia con la teoría política sobre África, para analizar brevemente la hibridez de la noción de ciudadanía en su región austral a la luz de los condicionantes –centrales y transversales- que operan como fisuras en las formas clásicas de la ciudadanía y del Estado-nación en esta zona. Tales fisuras son los elementos de la etnia (el fenómeno de la etnicidad) en dialéctica con la nación (el fenómeno de las nacionalidades), así como la cuestión de la tribalización del espacio político institucional (la política partidaria), en tanto que instrumentalización de la etnicidad.

PALABRAS-CLAVE: África, Estado-nación, ciudadanía, etnicidad, tribalismo político, [globalización, multiculturalismo].

1. Introducción | 2. Etnia y nación: las fisuras de la ciudadanía y el tribalismo político |3. Una aproximación en Namibia | 4. Apertura de la discusión : ¿un espacio "mesiánico" para la democracia? [Propuestas derridianas] | 5. Bibliografía | 6. Apéndices

1. INTRODUCCIÓN

     Propongo presentar, desde los estudios de la Antropología social y política, el contraste de un estudio de caso en el Estado de Namibia con la teoría política sobre África, para analizar brevemente la hibridez de la noción de ciudadanía en su región austral a la luz de los condicionantes –centrales y transversales- que operan como fisuras en las formas clásicas de la ciudadanía y del Estado-nación en esta zona. Tales fisuras son los elementos de la etnia (el fenómeno de la etnicidad) en dialéctica con la nación (el fenómeno de las nacionalidades), así como la cuestión de la tribalización del espacio político institucional (la política partidaria), en tanto que instrumentalización de la etnicidad.

    Como sabemos, la fórmula del Estado nacional en África presenta no sólo graves problemas de gestión y desarrollo sino, aparentemente, una incompatibilidad profunda con ciertas formas y tendencias políticas autóctonas, bien arraigadas en el continente, en relación con su historia política y social tremendamente diferente a la evolución del mundo occidental. En vinculación con esa erosión de la formación estatal, probablemente errada desde su planteamiento colonial en la región, observamos transformaciones y modulaciones de gran interés en fenómenos asociados como el de la ciudadanía (planteada como doble o anfibia en tantos países africanos) y la dificultosa promoción de una nacionalidad étnicamente neutralizada, que pudiera operar de fuerza centrípeta unificadora para los intereses de los diferentes grupos étnicos pertenecientes a un mismo Estado. Frente a esta “voluntad de naciones”, promovida en general desde la elite gubernamental sin una verdadera identificación de la población, hallamos la tendencia contraria en la tribalización en los partidos políticos.

     Estas disputas, presentes en la teoría y en la praxis cotidiana, poseen a mi juicio una vigencia especial en el paradigma del multiculturalismo y en el contexto de la globalización; pienso, pues, que un análisis de estas cuestiones a la luz de la teoría política desarrollada sobre el multiculturalismo podría resultar interesante y esclarecedora de muchos fenómenos.

2. ETNIA Y NACIÓN: LAS FISURAS DE LA CIUDADANÍA Y EL TRIBALISMO POLÍTICO

2.1 La complejidad de los legados en el espacio político africano.

     El espacio político africano puede ser considerado como un extraño mosaico de variables y dimensiones difícilmente aprehensibles, aún en el largo camino de ser reconocidas y comprendidas al completo. Factores como la intensa permeabilidad fronteriza (Nugent y Asiwaju 1996), la emanación circular del poder (el reconocimiento de la soberanía en función de círculos concéntricos de control decreciente irradiados desde el núcleo; Iniesta 1992) o el tribalismo político (Kuassi Denos 2005), son muestras inspiradoras en la comprensión de esa complejidad que en este texto, de forma muy breve, voy a tratar de introducir.

     Podría hablarse de muchos modos, y desde muchas perspectivas, de esa hibridación del espacio político y de la ciudadanía africanos; admite voces y lenguajes bien distintos ya que, como toda realidad peculiar y novedosa, requiere de conceptuaciones inéditas para ser expresada. Yo voy a decantarme aquí por colocar el énfasis en dos cuestiones palmarias que, si bien no de modo exclusivo, sí aportan indudables claves fundamentales: la nación y la etnia, como nociones y realidades emergidas de los fenómenos respectivos del nacionalismo y la etnicidad.

     En primer lugar debería considerarse el peso específico que la ambigua herencia colonial implica en la configuración del paisaje político africano actual, en sentido amplio, herencia presente ya desde los primeros movimientos liberacionistas del continente africano en la poscolonia (y aún hoy, por supuesto). Legados tales como el Estado violento y represivo, el autoritarismo centralizado en la estructura administrativa (Edie 2003: 50) o, en un plano más simbólico, la distorsión moral identitaria de los colonizados, inspiran en buena medida muchos fenómenos contemporáneos. Sobre este último punto los clásicos estudios de Fanon (1961, 1964), en torno a las transformaciones identitarias propias de sociedades y pensamiento “de reacción”, resultan proverbialmente esclarecedores.

     El poscolonialismo se nutre del socialismo durante las etapas de liberación, nutrición que permanece relativamente incuestionable hasta el fin de la división del mundo en bloques (la caída del socialismo real). En cualquier caso, la poscolonia inmediata generó la apertura de un espacio público plural que no estuvo determinado por un solo principio organizativo sino que articuló una variedad ingente de esferas y “arenas políticas”, así como un flujo de posibilidades y restricciones identitarias diversas (Werbner 1996). Se ha dicho que la dinámica poscolonial se caracterizó por el peculiar estilo de la improvisación política (Mbembe 2000) y que conllevó la proliferación de estrategias identitarias mediante una redefinición de los márgenes de humanidad y moralidad por parte de los africanos. Se reveló, pues, la necesidad de una reconstrucción de la identidad personal y colectiva, así como un recurso a la memoria social, histórica y cultural (Werbner 1996: 4).

     No olvidemos, con respecto al estallido de esta pluralidad, las condiciones que África había heredado ya no de la colonia sino de su vivencia precolonial de la política: los sistemas de poder propios de jefaturas, la importancia de la permanencia de ciertos esquemas mítico-ritualísticos (Clastres 1980) para la cohesión y la generación del poder en sociedades agrarias, la parcial fusión de la ley y la costumbre como fuerzas constriñentes, la noción de tribu y las concepciones vitales comunitarias que significa; incluso, en espacios más ideológicos o simbólicos, la imbricación de lo político con las vivencias del tiempo (cosmológico, se ha llamado, mítico-comunitario y opuesto a la linealidad judeocristiana) o con el fenómeno tan relevante de la oralidad (Iniesta 1992).

     Resulta intuitivo pensar que pluralidades de esta índole (pluralidades que resultan tales en comparación, naturalmente, con el espacio político occidental o de tradiciones europeas, si se quiere, regido históricamente por variables bien distintas) den lugar a situaciones de vivencia de la ciudadanía forzosamente híbridas. Me interesa plantear los términos, pues, de modo sucinto entre dos extremos, fundamentales como dije, en el panorama brevemente caracterizado sobre las peculiaridades del contexto africano; estos dos extremos son las adscripciones étnicas y la nacionalidad. Las adscripciones étnicas, como realidades históricas comprobables en la África precolonial, instrumentalizadas durante la colonia y herederas hoy, pues, de una compleja situación contradictoria a menudo; la nacionalidad, entendida como un tipo de identidad ciudadana generada desde el Estado y en dialéctica relación o confrontación con la identidad étnica. La ciudadanía nacional nace en un contexto poscolonial auspiciada por las elites intelectuales, desde el panafricanismo de Nkruma y una desconfianza de que las “adscripciones étnicas” no sean más que divisiones deletéreas fomentadas desde la colonia.

     Para calar en el fondo de esta dialéctica entre lo étnico y lo nacional, pues, no hay más remedio que volver la mirada hacia lo precolonial y lo colonial, como intenté hacer en párrafos precedentes, ya que las raíces comprehensivas de las realidades étnicas actuales se anclan tanto en el pasado precolonial cuanto en las transformaciones y la manipulación que la colonia hizo de ellas, así como en su posterior juego con la nacionalidad (concepto, si bien exportado en un principio, también apropiado y generado de modo endógeno desde las elites liberacionistas mencionadas). Por este motivo abordaré con brevedad qué noción de etnia y nacionalidad manejo para el espacio africano, y por qué planteo desde esa reflexión una idea de ciudadanía necesariamente híbrida para África, así como la conveniencia de reconocer las forzosas “fisuras” que su espacio político presenta.

2.2 Etnicidad y nacionalidad; tribalismo político versus ciudadanía híbrida.

     En primer lugar explicitaré qué sentidos de etnia y de nación pretendo manejar, ambos conceptos a mi juicio difícilmente aprensibles (como lo es todo lo propio de las lógicas y los espacios simbólicos). Tratamos de realidades mentales compartidas, por ende, generadoras de instituciones y hábitos tangibles entre poblaciones pero construidas a la base, en la mayoría de los casos, de conjuntos de asunciones mentales compartidos por determinado número de personas.

     En realidad, resulta dudoso hasta qué punto podría establecerse con exactitud la diferencia entre las figuras ilusiorias de las identidades étnica y nacional (Balibar y Wallerstein 1988: 135), en tanto que ilusiones retrospectivas y generadoras de realidades institucionales condicionantes; sin consideramos igualmente, según las teorías neoinstitucionalistas, una concepción amplia de las instituciones, será sencillo deconstruir en buena medida lo que ha constituido una dicotomía clásica en la teoría hasta fechas recientes, a saber, la frontera entre etnia y nación. Los mitos sobre los orígenes favorecedores de la continuidad nacional o los modos ideológicos efectivos como se construye cotidianamente la singularidad imaginaria de las formaciones nacionales no son características cualitativamente distintas de los mecanismos que operan en los sistemas étnicos.

     Pienso que, en efecto, es razonable pensar que la nación no constituye una realidad menos inventada que la etnia, más allá de los planteamientos que asocian a “lo étnico” nociones como patronazgo, particularismo, clientelismo o costumbre, y a “lo nacional” nociones como proyecto político de envergadura o seguridad temporal. Afirma Coulon que “los pensadores jacobinos descalifican tanto la etnia como veneran el Estado” (Coulon 1995: 183; la traducción del catalán es mía), y esto sólo puede suceder desde una fetichización y un falseamiento de la etnicidad (frente a un simultáneo falseamiento de la nacionalidad pero en sentido contrario, es decir, positivo y sobrevalorativo).

     Existe una densa discusión en torno al concepto de etnia; desde el llamado “primordialismo étnico” se debate hasta qué punto las diversas nociones de parentesco generan etnicidad y viceversa (Dietz 2003: 86), lo que convertiría el racismo o el etnocentrismo en formas extensas de nepotismo, por ejemplo. La idea que se halla a la base de esta cuestión es, a mi entender, hasta dónde alcanzan las implicaciones socioculturales de la pertenencia étnica y qué tipo de carácter presenta ésta frente a realidades como la nación.

     Algunos de los estudios más lúcidos en torno a la etnia han sido los clásicos realizados por Fredrik Barth; en su rechazo de conceptuaciones fixistas, ensayó varias definiciones operativas del término como la de “categorías de adscripción e identificación usadas por los grupos mismos y que por tanto organizan interacción entre los individuos” (Barth 1969); también utilizó la consideración del grupo étnico como “portador de cultura” (Barth 1969: 11) y como tipo de organización, y señaló la interdependencia de los grupos desde sus perspectivas ecológicas y demográficas (Barth 1969: 23-24)[1].

     Tres vías fundamentales para producir la etnicidad son los credos religiosos, la lengua (sin lengua no hay mundo; Gellner 1995; Gadamer 1986; Randall y Theobald 1985: 61) y la raza. El concepto de raza, sin embargo, fue hace tiempo denostado desde la teoría al menos en su forma más clásica; Balibar y Wallerstein hablan de comunidad de raza, en un sentido cuasi simbólico, como del “núcleo simbólico que permite identificar en forma ideal raza y etnicidad, y representar pues la unidad de raza como el origen o la causa de la continuidad histórica de un pueblo” (Balibar y Wallerstein 1988: 154). Puede ser concebida, pues, como categoría de grupo de estatus y representación colectiva, confusa, de una categoría de clase internacional, a saber, la de las naciones proletarias (Balibar y Wallerstein 1988: 303).

     Sobre el concepto de nación no puedo resistir la tentación de citar la concisa definición pseudo-humorística, y no por ello menos ilustrativa, aportada por Kart Deutsch: “una nación es un grupo de personas unidas por un error común sobre su pasado ancestral y un común disgusto por sus vecinos” (Kart Deutsch 1969; en Delanty y O’Mahoni 2002). Mencionaré, sin embargo, algunas definiciones operativas más ortodoxas que orienten esta pequeña discusión.

     Balibar y Wallerstein han hablado de la formación de la nación como de la culminación de un proyecto secular y la manifestación de la personalidad nacional, que es tanto una ilusión retrospectiva cuanto generadora de realidades institucionales condicionantes (Balibar y Wallerstein 1988: 135); era esa la concepción de nación que había preponderado en el siglo XIX y que se había promovido desde los álgidos movimientos nacionalistas durante el Romanticismo.

     El concepto de nación, establecido en torno a la dialéctica entre grupos incluyentes y excluyentes, involucra dos aspectos: lo cultural y lo político (McKim 1997). Los modos de identificación nacional asumen dimensiones tales como la lealtad a la nación, la incorporación de elementos folclóricos de la cultura a la propia vida, el sustento de ciertas creencias (aquéllas sobre el pasado de la nación, su destino, sus objetivos futuros, los héroes y villanos nacionales, etc; McKim 1997: 103). El sentimiento y las razones emotivas subyacen como claves y fuentes principales de la identificación nacional; afirma McKim que “es característico que parte de lo que explique la existencia de ese grupo cultural sea el hecho de que las personas que lo constituyen tengan el sentimiento de que son un grupo diferente” (McKim 1997: 102).

   Siempre hay una sucesión de mitos en torno a los orígenes y la continuidad nacionales, ya que operan como forma ideológica efectiva en la que se construye cotidianamente la singularidad imaginaria de las entidades nacionales (Balibar 1988). Mas ¿cómo hallar la generación profunda de las naciones? Balibar y Wallerstein indican que históricamente entidades no nacionales, con objetivos bien distintos de los de un Estado-nación (verbigracia dinásticos) han producido progresivamente los elementos del Estado nacional; ese “umbral de reversibilidad” se traspasa cuando se forman definitivamente los Estados. Las unidades nacionales se crean a partir de la estructura global de la economía, unas contra otras como instrumentos rivales en el control del centro sobre la periferia (Balibar y Wallerstein 1988: 137ss).

     La generación de la conciencia popular por parte del Estado resulta, como indican Maquiavelo o Gramsci, de una conjugación de fuerza coaccionante y educación, al menos en sus métodos políticos originales; ambas, fuerza y educación, se hallan empero vinculadas, ya que es el aparato ideológico del Estado el que domina la burguesía mediante el control de las instituciones escolar y familiar (Balibar y Wallerstein 1988: 159).

     Si bien, como estoy tratando de explicitar en párrafos precedentes, las verdaderas líneas fronterizas entre los fenómenos de nacionalidad y etnicidad parecen más cuantitativas que cualitativas (al menos, admitamos que resulta difícil constatar un fondo realmente diferencial entre ellas), el hecho palmario es que en el espacio político africano nos topamos habitualmente con una dialéctica contradictoria entre la adscripción o identidad étnica y la nacional. En este contexto es donde ubico la conveniencia de una reflexión en torno a una idea de ciudadanía híbrida frente a los malos resultados del tribalismo político, del hablaré más tarde.         

   La ciudadanía constituye un término complejo y poliédrico, acaso no susceptible de ser explicado tanto por sí mismo, de modo independiente y autónomo, como en referencia a otros términos tales como soberanía, poder legítimo (justicia, autoridad), identidad o democracia. Figura histórica singular de la relación entre lo individual y lo colectivo (Abélès 1997), la ciudadanía es una noción asociada forzosa e intrínsecamente a la democracia, emergida en su mismo seno y que apela a una condición determinada continente de una serie de derechos y deberes de carácter vinculante. A su vez, la relación de la ciudadanía con la identidad cultural y política deviene radical: qué identidad sentimos y reconocemos o cómo nos identificamos, de tales elementos va a depender qué concesiones hagamos a los otros y a las restricciones que impongan, es decir, qué autoridades asumamos y cuáles. El fondo de la crisis de gobernabilidad africana emerge claramente según esta perspectiva.

     Cuando se sugiere la idea de ciudadanía híbrida se habla, en realidad, de la posibilidad de casación o integración armoniosa entre dos tipos de identidad bien diferentes entre sí pero tal vez no necesariamente contradictorias, precisamente a causa de sus raíces y formas distintas. Con esto pretendo explicar que si la opción se estableciera entre dos identidades étnicas concretas, naturalmente escoger resultaría excluyente porque ambas adscripciones serían del mismo tipo, poseerían igual carácter; frente a esto, optar entre una identidad étnica histórica y una determinada adscripción nacional acaso no debiera ser incongruente o incompatible porque ambas operan en planos rotundamente disímiles, dispares a mi entender; o al menos deberían hacerlo.

     Y es este último razonamiento (sobre las dos lógicas o espacios diferenciales) la que no asume el fenómeno del tribalismo político, definido en términos opuestos a la etnicidad moral. Lonsdale ha expresado la cuestión que tratamos de un modo especialmente lúcido, estableciendo los términos del debate entre el mencionado “tribalismo político”, “carente de principios en el que distintos grupos compiten por los recursos del Estado” (Lonsdale 2000: 39) y la mencionada “etnicidad moral”, o “el estándar interno, constantemente debatido, de la virtud cívica contra el cual medimos nuestro honor personal y las relaciones entre nosotros” (Lonsdale 2000: 39).

     Acaso debamos regresar de nuevo, por un momento, al periodo poscolonial en África para conocer ciertas raíces de estos fenómenos. La tensión de intereses durante esta etapa es ingente; el nacionalismo que se promovió implicó por necesidad el panafricanismo de Kwame Nkruma, preciso para constituir una categoría de “africanos” como rival de la tradicional “europeos” (Balibar y Wallerstein 1988: 289). Otra variable significativa crucial del período independentista fue una definición jurídica un tanto rígida de la pertenencia de pleno derecho a una comunidad moral más amplia, a saber, la de ciudadanía (Balibar y Wallerstein 1988: 289). En este contexto, la preferencia por la palabra “etnia” frente a la de “tribu” significa una opción ideológica obvia; “tribu” posee una serie de connotaciones diferenciales, claramente peyorativas además, que nos va a decantar por el empleo de la etnia en los contextos que manejamos.

     Akiwowo habla del tribalismo como de un conjunto de respuestas tipo, o bien ajustes de adaptación, a las consecuencias no previstas de los procesos de construcción de la nación; en palabras de Skinner, su función fundamental es “permitir que la gente se organice en entidades sociales, culturales o políticas capaces de competir con otras por cualesquiera bienes y servicios que se consideren válidos en su entorno” (en Balibar y Wallerstein 1988: 193).

     Hoy en día podríamos definir el tribalismo como un “etnocentrismo del grupo étnico”. En palabras de Kuassi Denos (2005), constituye una creación artificial de conflictos entre grupos étnicos de una nación, por manipulación y contaminación de elites intelectuales interesadas en el control socioeconómico y en la creación de un “fondo de comercio” tribal; dicho de otro modo, podemos entender el tribalismo como una nueva devoción hacia la identificación étnica que aparece con la identificación territorial en África (o nacionalismo) tras las independencias, y la subsiguiente emergencia de nuevas categorías (Balibar y Wallerstein 1988: 288). Hallamos, pues, el origen del fenómeno del tribalismo asociado a un período histórico concreto y sus consecuencias, a saber, la emergencia y la urgencia de la nación (concepto evanescente en África) durante los procesos de independencia y la instrumentalización de lo étnico que, con fines políticos, se llevó a cabo en el panorama político. Las filiaciones tribales o étnicas se vinculan a agrupaciones, fracciones y posiciones políticas, es decir, las líneas tribales se relacionan con fines políticos definidos (Balibar y Wallerstein 1988: 290).

     He querido hasta ahora expresar la preocupación suscitada por el interrogante ante el “Estado tribalizado”, es decir, un panorama político africano donde los partidos estén potencialmente “comprados” como espacios para la tribu; dicho de otro modo, que una determinada etnia posea el monopolio de un partido político (y lo decante en absoluto en el beneficio de sí misma, sin restricciones) en un ejercicio de manipulación e instrumentalización política del fenómeno étnico mismo. El espacio de lo político estaría, así, “secuestrado” por un ejercicio de tribalización de lo étnico.

    Y es frente a esta cuestión donde ubico la propuesta de la ciudadanía híbrida como una posibilidad de acomodo de identidades diferentes, de cualidad diferente, entendiéndose la nacionalidad como un espacio abierto y sólo estructuralmente definido a fin de que pueda dar cabida a las identidades étnicas concretas, y sirva precisamente para reconocer las mismas y asegurar su pervivencia. Esta promoción de identidades nacionales híbridas pasaría por un reconocimiento, pues, de la especificidad étnica en una base nacional inclusiva (al modo de Canadá, por ejemplo), la cual permitiría la identificación y la lealtad porque operaría simplemente como salvaguarda de los derechos particulares y colectivos (étnicos, si se quiere); dicho de otro modo, un panorama de partidos políticos establecidos en virtud de la ideología o, al menos, no primordialmente de la etnia o el territorio (Kuassi Denos 2005).

3. UNA APROXIMACIÓN EN NAMIBIA

      Al hilo de las reflexiones anteriores, me interesa indagar cómo en el moderno Estado nacional de Namibia sucede la dialéctica entre las diferentes etnias y la cuestionable realidad de la ciudadanía, auspiciada por una también cuestionable nacionalidad namibia. Me pregunto si esta presunta nacionalidad se sustenta o no mediante los diversos partidos políticos, y en qué medida presentan éstos grados de tribalización o de ideologización. Antes de continuar no quisiera dejar de advertir, sin embargo, que los posteriores párrafos no han de ser tomados sino como tentativas aproximaciones preliminares (partisanas, en las inmediaciones del problema) fruto de una investigación que aún se halla en ciernes; no deseo con ellas ofrecer ideas concluyentes sino un pequeño contraste entre cierta teoría con cierta realidad, ya que me hallo en un momento muy inicial de mi conocimiento y mi tratamiento sobre Namibia.

     Namibia[2] representa la independencia más tardía del continente; en 1990 se libera definitivamente de Sudáfrica tras largas y áridas negociaciones, y desde entonces hasta las últimas elecciones presidenciales en noviembre de 2004 ha sido SWAPO (South-West African People’s Organisation), convertida en partido político, la formación que ha gestionado el espacio político tras victorias aplastantes en los comicios. En efecto, el panorama político namibio está dominado en la actualidad por este único partido; su preponderancia ancla sus raíces en las prolongadas décadas de lucha de liberación que precedieron (y posibilitaron) la independencia del país en el año 90.

     Sabemos que el socialismo fue arma compañera de combate para gran parte de la lucha de liberación por la independencia africana, al menos hasta la caída del muro de Berlín en los años 90 como indiqué más arriba. Sin embargo, en el caso de Namibia se ha de precisar que la hábil estrategia desarrollada por SWAPO, con Nujoma en el liderazgo, se cuidó bien de presentar su lucha como más marxista que primordialmente anticolonial, lo que permitió el mayor grado de integración centrípeta de fuerzas, la formidable capacidad sintética de esta formación.

     Entre 1957 y 2000 han sido registrados hasta diecinueve partidos políticos en Namibia, lo que podría ilustrar en el amplio espectro de intereses grupales a través de diferentes formas de persuasión política e ideológica: cada partido apela a una comunidad económica, social y étnica particular en la Namibia de las trece regiones (Chirawu 2003: 149). De esta “inflación partidaria”, sin embargo, sólo cinco agrupaciones han sobrevivido hasta hoy a los rigores de la presión social y la competencia política, a saber, el mencionado SWAPO, DTA (Democratic Turnhalle Alliance), UDF (United Democratic Front), CoD (Congress of Democrats) y MAG (Monitor Action Group).

      Estas agrupaciones comparten el criterio de un Estado unitario descentralizado, a la vez que se diversifican mediante el sustento cuatro orientaciones fundamentales: la preferencia por la democracia multipartidista y la economía de libre mercado; la preferencia por la política multipartidista y la economía mixta; la preferencia por un tipo federal de gobierno y la propuesta de un centralismo gubernamental (Chirawu 2003: 149).

     Con respecto a la diversidad étnica del Estado namibio,  véase la distribución porcentual por adscripción “racial”[3] más generalmente admitida[4]:

  • 87% de población negra;
  • 7% de población mestiza;
  • 6% de población blanca.

     La distribución porcentual más manejada por adscripción étnica es la siguiente[5]:

  • en torno el 50% de población ovambo (es la etnia mayoritaria, de mayor presencia además en SWAPO y en el gobierno namibio);
  •  9% de población kavango;
  • 7% de población herero/himba;
  • 7% de población damara;
  •  5% de población nama;
  •  4% de población capriviana;
  •  3% de población san o bosquimano;
  •  2% de población rehoboth baster;
  •  0.5% de población tswana.

(Fuente: Informe sobre Namibia realizado por el Bureao of African Affaire, publicado en   http://www.ikuska.com/Africa/Paises/namibia.htm).

      La distribución regional de votos en las últimas elecciones presidenciales (noviembre de 2004), nos hace pensar que no existe un único criterio definido en función de la adscripción étnica que explique la opción por uno u otro partido. Si bien la base principal de SWAPO la componen miembros de la etnia ovambo (incluidos Nujoma y el actual presidente Pohamba), este dato podría llevarnos a conclusiones erróneas si no consideramos que la ovambo es también la agrupación mayoritaria (un 50 por ciento del total de población negra). Asimismo hay una base étnica mayoritaria en el UDF, los damara, pero a la vez sabemos que las intenciones y perspectivas de otros grupos importantes como DTA, CoD o MAG, liderados por mestizos en muchos casos, promueven políticas heterogéneas de unión de lo multicultural en el interés general de una nacionalidad “étnicamente neutralizada”, ubicando el énfasis en intereses no directamente étnicos sino de tipo ideológico o económico, e inspirados en motivos territoriales o políticos.

     Así pues, aunque no existen hasta la fecha estudios estadísticos concluyentes sobre las bases de apoyo étnico a cada uno de los grupos, sí parece que no hay ningún partido sostenido mayoritariamente por un electorado adscrito a un credo religioso concreto (ni siquiera MAG, por ejemplo, aunque sea declaradamente cristiano), como tampoco una congruencia demasiado grande entre el carácter de los grupos étnicos y su preferencia política (Chirawu 2003: 155). Se reconoce sin embargo, como indicaba más arriba, las procedencias principales –étnicas y geográficas- del electorado de algunos partidos; SWAPO es votado principalmente por los ovambo habitantes del norte, aunque no solamente; el soporte fundamental de DTA procede de las regiones centrales, del este y del suroeste, con los herero, los damara, los nama y los blancos (granjeros y residentes urbanos); UDF es especialmente popular es tres regiones: Erongo, Kunene y Otjozondjupa (Keulder 1999), y el 75 por ciento de sus votantes son damara (Chirawu 2003: 158).

     La evolución general de Namibia desde 1990 así como su crecimiento económico, su estabilidad política o sus procesos electorales, han sido declarados como relativamente envidiables en el contexto africano (Bosch 2002: 152ss) según observadores internacionales; en concreto se enfatiza la ejemplar claridad electoral, con una alta intervención y participación de la sociedad civil en la vida política (Chirawu 2003: 159). A pesar de la pobreza y una de las más altas cifras de afección de SIDA del continente, en estos momentos sólo puede reconocerse un conflicto político relevante de legitimidad en catorce años, a saber, la franja de Caprivi.

     El conflicto en Caprivi (el estallido de un intento de secesión armada entre 1998 y 1999 en la localidad de Katima Mulilo, prontamente sofocado pero de consecuencias relevantes) podría entenderse en analogía a contiendas similares como la tan álgida en estos momentos entre la Casamance y Senegal (África Actual abril 2005); el encaje de la Casamance, muy diferente étnica y culturalmente, en el Senegal ha sido siempre dificultoso y sólo ahora acaba de lograrse un acuerdo de paz. El interés de un análisis comparativo entre el conflicto de legitimidad en Caprivi y ejemplos como el de la Casamance no es baladí, ya que muchas de las dinámicas marginadoras, fruto del centralismo gubernamental, que aparecen como causas del problema son análogas en lugares varios. Cuestiones como la falta de inversión en la zona o el nombramiento de funcionarios del gobierno central, la discriminación de la lengua y la cultura regionales u otros motivos afines impulsan iguales sentimientos de agravio hacia el Estado central en países bien diferentes.

   Tampoco es desdeñable la controversia sobre la escasísima participación electoral de la región de Caprivi en los últimos comicios namibios. Como indiqué más arriba, las elecciones namibias hasta la fecha han sido relativamente bien valoradas por los observadores internacionales, incluida su última edición en noviembre de 2004. Frente a ejemplos de baja participación electoral como el de las últimas elecciones en Mozambique en diciembre de 2004 (donde sólo el 36 por ciento del censo electoral acudió a votar; África Actual abril 2005), en Namibia nos hallamos con un porcentaje medio de participación mayor que, sin embargo, hemos de reconocer forzosamente ensombrecido por las bajas cifras de Caprivi: en la circunscripción de Katitma Mulilo, la población más grande de la región, determinadas zonas presentaron niveles de participación tan bajos que oscilaron entre el 5 por ciento y el 12 por ciento (The Namibian, lunes 22 de noviembre de 2005). A la escasísima participación de votantes en regiones rurales y especialmente en la franja de Caprivi se ha sumar, para su consideración, la también escasísima propaganda electoral desarrollada en determinadas zonas[6]

     He querido traer a colación algunos detalles aislados (no hay espacio para más), aunque relevantes, del último contexto electoral namibio porque, a mi entender, éste ha manifestado de modo muy claro tendencias aparentemente contradictorias pero que conviven con frecuencia en espacios políticos plurales: una cierta satisfacción general en el país ante la representación (cierto nivel de identificación de la población con el proyecto político del gobierno, lo que confiere legitimidad a la soberanía) y, a la vez, un alto grado de descontento y conflictividad en una región determinada del mismo país, a la que no son extensibles las consideraciones generales y que requiere una revisión profunda del sistema de representación, entre otras cuestiones.

     En la primera parte de este trabajo mencionaba las diferentes concepciones del poder heredadas en la África actual de la África precolonial, recordando un tipo de emanación del poder “en círculos concéntricos” que iba perdiendo intensidad desde el centro hacia la periferia (teniendo el centralismo, pues, muchas menos posibilidades de éxito allí que en tradiciones occidentales por ejemplo). Si consultamos la peculiar ubicación de la franja de Caprivi (ver apéndice 1) resultará fácil constatar su lejanía del centro administrativo del país (la capital, Windhoek), así como su compleja situación fronteriza (compartiendo límites geográficos con cuatro Estados diferentes). Caprivi muestra en toda su intensidad, y también en toda su claridad, un paradigma de conflicto clásico y habitual africano, donde la dificultad en la congruencia de lo étnico con lo nacional se agudiza de forma máxima y donde, tal vez, ni siquiera la fórmula de una ciudadanía híbrida en un solo contexto nacional (como alternativa a un tribalismo político descarnado) fuera suficiente. Dicho de otro modo, si la población capriviana no se siente “namibia” de ningún modo, como en efecto sucede, y su situación geográfica es tal que tan namibia podría ser como angoleña (de hecho, fue la UNITA angoleña entre otros apoyos quien ayudó a armar la secesión) o zambeña, tal vez entonces, pues, la solución se halle en algún tipo de formulación desde el regionalismo, también híbrida pero más allá, esta vez, de las fronteras de lo nacional.

 4. APERTURA DE LA DISCUSIÓN: ¿UN ESPACIO “MESIÁNICO” PARA LA DEMOCRACIA? [PROPUESTAS DERRIDIANAS]

     A sabiendas de la heterodoxia de la siguiente propuesta, no quisiera dejar de aventurar una sugerencia contrastiva entre reflexiones de muy diversa índole: la perspectiva de teoría política que he estado tratando, enriquecida con la perspectiva de filosofía fenomenológica que aporta el deconstruccionismo de Jacques Derrida aplicado a las cuestiones abordadas.

     El filósofo franco-argelino ofrece en una de sus obras (Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional; 1995) una interpretación del espacio político, mesiánico en un cierto sentido, que detalla siguiendo su método deconstruccionista y que resulta, a mi entender, una reflexión especialmente sinérgica sobre la pluralidad de espacios políticos y concepciones de la democracia.

     Me ocuparía demasiado tiempo tratar de explicitar aquí con detalle la propuesta derridiana, así que habremos de conformarnos con algunas claves y la sugerencia de posteriores tratamientos más dilatados. Con el re-pensamiento sobre las instancias de la democracia y la justicia desde un espacio dilatado que Derrida denomina “mesiánico” (“mesiánico” sin mesianismo, como una opción desde la “teología vulgar” en oposición a la “teología especulativa”; Derrida 1995: 78-79), el autor parece pretender dar cuenta de cierta dislocación propia de nuestro tiempo, que se refleja en las presencias virtuales y en la inundación de la tele-técnica vigentes en la transformación de nuestras relaciones sociales, personales, incluso íntimas. Nuestro tiempo está dislocado, está desquiciado, fuera de quicio: “out of joint”, afirma Derrida recordando a Shakespeare en Hamlet (Derrida 1995: 98), y con ese recuerdo engarza el nuevo espacio virtual (el ciberespacio), que inaugura el “tiempo diferido”, con una concepción de lo “mesiánico” como apertura de un espacio trans-epocal en la democracia y la justicia (en oposición a un concepto formalista de derecho).

     Para que la democracia y la justicia sean tales, piensa Derrida, se ha de operar tanto una apertura al futuro indeterminado (lo que él llama la hospitalidad ante los y las arribantes, ante una alteridad inanticipable –inanticipación que se distingue de la utopía clásica-), cuanto una consideración de los espectros, de los fantasmas del pasado (es decir, una flexibilización de los márgenes en la consideración de la justicia). En palabras del pragmatista Rorty, estaríamos hablando de la justicia como de una “lealtad más amplia” (Rorty 2000).

     Asimismo niega Derrida que la esperanza, que inunda siempre y forzosamente lo mesiánico, deba vincularse a la seguridad; bien al contrario, la esperanza ha de contener siempre una veta de desesperación y por ende de versatilidad en la admisión del futuro (flexibilidad, hospedaje de nuevo), para no constituir el cálculo de un programa (es decir, la seguridad)[7].

     Con estas ideas Derrida está negando, entre otras cosas, un paradigma de temporalidad unidireccional; está estableciendo de algún modo (oscuro, sordo, rumoroso y demorado como es el suyo) un “principio de fuga” en la concepción del espacio político. Especialmente interesantes a este respecto son también sus reflexiones en torno a una “nueva Internacional”, con la tarea fundamental de la revisión del derecho internacional –en su formulación y en su aplicación-, y en torno a cómo esas transformaciones temporales del (ciber) espacio relacional humano y social están explicitando y contribuyendo a la clausura genealógica, cada vez más manifiesta, de las soberanías nacionales (Derrida 1995: 98-99).

     Reitero el comentario del principio de esta sección: soy consciente de la heterodoxia que significa urdir a un filósofo deconstruccionista como Derrida en un texto primordialmente analítico y científico-social; sin embargo, pienso que muchas de las propuestas que necesitamos constantemente pueden hallarse en la combinación de miradas muy disímiles. La solicitud derridiana de nuevos términos para realidades inéditas (e insólitas); su interés y su esfuerzo neologísticos por recrear, re-definir, nombrar y criticar algunas de las peores “plagas” económico-políticas de nuestros tiempos (Derrida 1995: 96-98); su preocupación porque la indecencia (y la presbicia) del formalismo no nos hagan despreciar la “evidencia macroscópica” de que nunca la desigualdad efectiva fue tan monstruosa a escala mundial (Derrida 1995: 99), son todas ellas consideraciones que abren, a mi juicio, novedosas brechas sugerentes para repensar el espacio de lo político y su necesaria reformulación. Y para repensar, especialmente, el urgente ejercicio de imaginación que debe realizarse desde disciplinas diferentes para comprender y transformar los anfibios, plurales, híbridos espacios políticos del continente africano.

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Fuente hemerográfica: “The Namibian” correspondiente al 22 de noviembre de 2004 (edición online: www.namibian.com.n

6. APÉNDICES

Apéndice 1

Apéndice 2


Apéndice 3

(NOTA: Aquí el 87% de la población negra está desglosada en los porcentajes particulares de los grupos).

NOTAS

[1] Algunos otros estudios sobre la etnia de gran interés son los realizados por Randall y Theobald (1985) mas, por desgracia, no cuento aquí con el espacio conveniente para extenderme más sobre este punto.

[2] Ver apéndice 1.

[3] Asumo la discusión actual en torno al término “racial” y la deconstrucción de la noción de raza desde la Filosofía y la Antropología; empleo aquí sin embargo la palabra como mera designación para distinguir entre “blanco” y “negro”, y dado que en la región que trato se ha empleado estos nombres y se sigue haciendo. Añado, además, que tales denominaciones son habituales en la literatura sobre el tema, sin entenderse ningún tipo de presupuesto esencialista sobre la misma palabra “raza”.

[4] Ver apéndice 2.

[5] Ver apéndice 3.

[6]  “La presencia de puntos electorales en algunos pueblos es la única indicación de que las elecciones están actualmente teniendo lugar aquí [...]; este área es una zona muerta en materia de elecciones” (“The Namibian”, lunes 22 de noviembre de 2004).

[7] “Pero sin esa desesperación, y si se pudiese contar con lo que viene, la esperanza no sería más que el cálculo de un programa. Se tendría la prospectiva pero no se esperaría nada ni a nadie. El derecho sin la justicia” (Derrida 1995: 188).


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