RESUMEN.-
El ensayo trata de indagar acerca de los motivos
del éxito del postmodernismo como filosofía
prevaleciente hoy en América Latina. Se trata
en el fondo de un nuevo autoritarismo, que proclama certezas
sobre la incertidumbre. Puntos centrales del postmodernismo
como la muerte del sujeto y el fin del logocentrismo no son creíbles
porque los pensadores postmodernistas generan contradicciones
performativas. Son portadores de un fuerte egocentrismo
y trasmiten sus teorías exclusivamente mediante
procedimientos logocéntricos. En el área
latinoamericana el postmodernismo es un nuevo dogma excluyente
e intolerante que, casi sin transición, ha sustituido al
marxismo. El estilo literario de la mayoría de los
autores postmodernistas tiene un carácter operístico
y ampuloso, que produce entre los ingenuos la impresión
de una gran erudición y una encomiable pluralidad.
Palabras
clave: postmodernismo,
autoritarismo disimulado, nuevo dogmatismo, muerte del sujeto,
estilo ampuloso
ABSTRACT.- This
essay tries to ascertain the causes of the success
of postmodernism as the today prevailing philosophy
in Latin America. Properly speaking it is a new authoritarianism,
which celebrates certainties about uncertainty. Central
points of postmodernism, like the death of the subject and
the end of logocentrism, are not believable because postmodernist
thinkers produce performative contradictions. They indulge
for instance in clear egotism and they spread their theories
only by means of logocentric proceedings. In the Latin American
area postmodernism has proved to be a new, excluding and intolerant
dogma, which has substituted Marxist currents almost without
any transition. The literary style of most postmodernist authors
has an operatic and diffuse character, which brings about among
naive people the impresion of a large erudition and of a praiseworthy
plurality.
Key words:
postmodernism, disguised authoritarianism, new
dogmatism, death of the subject, diffuse style
I. Las ambigüedades de
la modernidad y las tendencias apologéticas
del pensamiento contemporáneo
II. Posibles
derroteros de un pensamiento crítico
III. Antecedentes
del postmodernismo y teorías paralelas
IV. Crítica de algunos
puntos centrales del postmodernismo
V. El estilo literario y las prácticas
profanas de los postmodernistas
VI. Epílogo
NOTAS
I. Las ambigüedades de la modernidad y
las tendencias apologéticas del pensamiento contemporáneo
Hoy en día se conoce más
o menos bien los nexos entre los notables logros y las
evidentes desventajas de la época llamada moderna.
No sólo los pensadores contestatarios de la segunda
mitad del siglo XX, sino casi todos los clásicos de la
sociología y filosofía han percibido los efectos
negativos de la modernidad, entre los cuales se hallan, por
ejemplo, dilatadas manifestaciones de anomia individual y colectiva,
la pérdida del sentido de la existencia, la declinación
de los llamados lazos primarios, la destrucción masiva
de los grandes ecosistemas del planeta y la consolidación
tecnológica de regímenes totalitarios. Sería
desatinado y hasta imposible, por otra parte, pasar por alto
los aspectos positivos suscitados en la era moderna y, sobre todo,
los asociados a la razón en sus manifestaciones filosóficas,
científicas, técnicas y hasta sociales, aspectos
celebrados durante mucho tiempo por los más preclaros pensadores
de Occidente. La característica más relevante de la
Ilustración y el racionalismo es ciertamente su impulso
crítico,
también con respecto de la propia reflexión, el
cual se extiende a la esfera pública como una "tendencia anti-autoritaria"
que deniega al poder político los "servicios eficaces que
las viejas ideologías siempre le rindieron"
(1).
Según
Jürgen Habermas la modernidad habría
engendrado elementos razonables, positivos y dignos de ser preservados,
entre los cuales se encontrarían los fundamentos universalistas
del derecho y la moral, y enlazados a éstos últimos,
las instituciones del Estado constitucional, la construcción
democrática de voluntades políticas, la formación
individualista de la identidad personal, la reflexión de las
ciencias en torno a sí mismas -- lo que transciende su función
instrumental-técnica -- y la fuerza explosiva de la experiencia
estética, que libera a la subjetividad de las convenciones
de la utilidad social
(2).
La época moderna no está,
empero, exenta de considerables paradojas. Una de ellas
es el contraste entre la victoria de la democracia pluralista
representativa sobre todos los modelos contrapuestos (como el
fascismo y el comunismo) y, simultáneamente, el debilitamiento
de sus vínculos internos, incluida la dilución
de sus principios fundamentales
(3). Esta disolución
de valores básicos es celebrada y practicada por intelectuales
postmodernistas, deconstruccionistas, perspectivistas, relativistas
y afines, que configuran un producto típico de la modernidad
tardía, aunque ellos crean ser la oposición y superación
de la misma. En gran medida ellos son los responsables contemporáneos
de la abdicación del pensamiento ante un horizonte
cultural y político percibido, así sea indirectamente,
como la barrera infranqueable del quehacer humano. A pesar de las
considerables diferencias existentes entre estas corrientes,
aquí serán tratadas como doctrinas que poseen en
común el abandono del espíritu crítico y,
al mismo tiempo, la pretensión de un carácter innovador
e interdisciplinario, lúdico y emancipador, tolerante y
transgesor. En ello reside su popularidad y reputación, pero
asimismo la dificultad de mostrar porqué ellas constituyen,
por lo menos parcialmente, un obstáculo para la comprensión
del mundo actual.
Por otra parte se puede advertir en
la historia moderna, al lado de innegables conquistas positivas
y progresistas, que civilización y barbarie conforman
aspectos que muchas veces van estrechamente de la mano: la racionalidad
instrumental -- el gran factor distintivo de la era moderna --
puede ser usada para implementar y legitimizar cualquier atrocidad
social. Es probable, como afirmó
Zygmunt Bauman,
que la modernidad no pueda vivir sin violencia, así como
un pez no puede existir sin agua
(4). Fenómenos
irracionales, como el autoritarismo y el totalitarismo, ocurren
en la modernidad porque ésta no puede dar una respuesta satisfactoria
a la cuestión del sentido de la vida y la historia y
a la pregunta por la identidad socio-cultural de cada persona.
Pseudo-soluciones insensatas de tinte radical, como las provenientes
de todo fundamentalismo, tratan de llenar este vacío, a veces
con extraordinario éxito, porque simulan el calor humano,
la familiaridad tribal y la simplicidad estructural de periodos
premodernos. Hace falta hoy en día, como en cualquier época
pasada, algún vínculo emotivo, obviamente relacionado
con la ética, que impida la descomposición social
y moral, un peligro inherente a toda sociedad humana
(5).
La sociedad contemporánea corre a largo plazo el riesgo de
una paulatina pero segura disgregación anómica porque
no puede dar contestaciones convincentes a las interrogaciones que
se hacen grupos cada vez mayores de ciudadanos, como las que formuló
Martin Hopenhayn: "¿Existe proyecto personal de sujeto
sin un horizonte estable de sentido? ¿Hasta dónde
extremar la voluntad emancipatoria contenida en el proyecto moderno
de secularización de valores, si a partir de cierto punto
sus efectos de desintegración constituyen una amenaza a nuestra
integridad individual y colectiva?"
(6).
"La gente", observó
Octavio
Paz sobre el carácter del mundo presente, "vive
más años pero sus vidas son más vacías,
sus pasiones más débiles y sus vicios más
fuertes. La marca del conformismo es la sonrisa impersonal
que sella todos los rostros"
(7). "La democracia
está fundada en la pluralidad de opiniones; a su vez,
esa pluralidad depende de la pluralidad de valores. Las publicidad destruye
la pluralidad no sólo porque hace intercambiables los valores
sino porque les aplica a todos el común denominador del precio.
En esta desvalorización universal consiste, esencialmente,
el complaciente nihilismo de las sociedades cotemporáneas.
[...] Nada menos democrático y nada más infiel al
proyecto original del liberalismo que la ovejuna igualdad de gustos,
aficiones, antipatías, ideas y prejuicios de las masas contemporáneas"
(8). Unos pocos ejemplos bastan para recordar los
elementos negativos y hasta destructivos del orden moderno. La actual
democracia de masas -- celebrada como uno de los grandes logros democráticos
y progresistas del siglo XX -- incluye la manipulación de
la consciencia, las normas y las aficiones de dilatados segmentos
poblacionales mediante los medios modernos de comunicación.
En amplias zonas del planeta el mercado neoliberal desregulado destruye
ahora economías de subsistencia y otras formas de vida premodernas
que hasta hace poco funcionaron más o menos bien. La existencia
de una sociedad civil aparentemente bien educada e informada no excluye
el despliegue de fuertes sentimientos nacionalistas, xenófobos
e irracionales. Con o sin regímenes neoliberales a nivel
mundial se expanden inmensas organizaciones supranacionales, y,
paralelamente a ellas, redes mafiosas y fenómenos de corrupción
de una magnitud insospechada hace pocas décadas. Precisamente
ante este tipo de desarrollo socio-cultural las escuelas postmodernistas
y neoliberales no exhiben la necesaria consciencia crítica;
muchos de sus más conspicuos representantes se dedican a
alabar las manifestaciones más burdas de la cultura popular
o a celebrar las necedades de los grandes entes administrativo-burocráticos
en cuanto construcciones ineludibles del momento histórico-político,
exculpando esta evolución mediante la presunta imposibilidad
de fijar normas éticas. Muchos intelectuales de filiación
postmodernista eran hasta hace poco marxistas apasionados, así
como en Europa Oriental la mayoría de los actuales neoliberales
eran socialistas convencidos, altos burócratas y administradores
de empresas estatales, que al presente se han convertido en los
felices propietarios capitalistas de las mismas. En ambos casos este
proceso tuvo lugar sin ninguna transición educativo-cultural,
lo que ha contribuido poderosamente a cimentar la tradición
autoritaria pre-existente y a debilitar toda actitud crítica
frente al horizonte normativo del presente.
Esta abdicación del pensamiento
se percibe también en las sociedades más
prósperas y educadas de Europa Occidental, donde se
ha extendido uno de los modelos más sólidos y refinados
de un burocratismo asfixiante y exhaustivo, y donde, al mismo
tiempo, se advierten una conformidad resignada de parte de la población
y una deplorable inclinación apologética de parte
de los sectores intelectuales.
Erwin Faul afirmó que
la edificación institucional de la Unión Europea se
asemeja a un frío "neofuncionalismo"
(9),
a una construcción pragmático-tecnicista consagrada
al éxito económico-financiero con total prescindencia
de factores culturales e históricos. La adhesión
a ella se debería, por lo tanto, exclusivamente al oportunismo
económico, que además es casual y contingente.
En efecto: en la erección de esa gran comunidad no hay
una visión política de largo plazo, no se dan vínculos
emotivos dignos de mención, no existen criterios para identificarse
plenamente con la enorme fábrica legal-institucional --
sólo la fría razón instrumental de los
burócratas internacionales. La ampliación de la Unión
Europea sigue criterios de maximización económica
y seguridad militar-estratégica, dejando a un lado todo
elemento humanista, es decir lo que durante siglos conformó
la especificidad de la cultura europea y lo que hizo este pequeño
continente grande y encomiable a nivel mundial. La mera dimensión
de la actual Unión Europea, su complejidad y opacidad impiden
una vida cotidiana auténticamente democrática: lo gigantesco
no significa
per se lo positivo, ejemplar e imitable. Las
decisiones importantes de la Unión Europea son tomadas en
forma elitaria por equipos de tecnócratas en los órganos
decisorios, sin que la población se entere mucho de estos tediosos
problemas y engorrosos detalles. En Europa la evolución económica
y social va de la mano de un desarrollo uniformador a ultranza: las
identidades nacionales y regionales van desapareciendo y pronto dará
lo mismo vivir en Helsinki o en Lisboa, porque todo tendrá el
mismo carácter homogéneo y aburrido.
Los resultados de la actual cultura
de masas pueden ser detectados en los productos para el
gran público que elabora la televisión. Tanto
en los noticiosos y entrevistas como en las seriales noveladas
se advierte una represión de temas y conocimientos históricos
(como si toda nuestra existencia y cultura comenzaran con
nosotros), una trivialización de la vida cotidiana,
un rechazo a cualquier esfuerzo conceptual y un fuerte énfasis
en imagénes efímeras, que se van desplazando rápidamente
unas a otras. En nombre de la pretendida democratización
y simplificación de las relaciones humanas se ha logrado
establecer una nueva y compleja ritualización de estas
interacciones, cuyo carácter opresor está velado
por la falsa familiariedad imperante. Pero lo más grave parece
ser lo siguiente: aun cuando los hombres logran a menudo desentrañar
este velo mágico-ritual de los medios masivos y se percatan
de las ilusiones ofrecidas cotidianamente en la pantalla chica,
la mayoría se de ellos termina actuando según las
normas implícitas en los mensajes televisivos
(10). Los medios contemporáneos de comunicación
se consagran sistemáticamente a tareas como destruir
el silencio necesario a la reflexión, dispersar lo importante
y diluir el sentido de la praxis humana. Una buena parte de la prensa
se dedica a fragmentar la información hasta quitarle sentido
y a maquillar los hechos hasta hacerlos espectaculares en la peor
forma cinematográfica posible; con respecto a catástrofes
y matanzas, la televisión anula la función catártica
--la purificación de las pasiones mediante la emoción
estética--, endulzando burdamente el sabor de la tragedia.
Las noticias, por la tiranía del tiempo televisivo, tienen
la fugacidad de un presente perpetuo y no ocasionan ninguna toma de
consciencia en los receptores. La fragmentación de la realidad
y su transformación en un espectáculo cualquiera
llevan a la desestructuración de un posible argumento, a la
dispersión de la atención del televidente y a la
propagación de la afición por lo fugaz y momentáneo
(11).
La libertad de prensa bajo premisas
neoliberales e inclinaciones postmodernistas puede resultar
un arma de doble filo. Se ha invertido su sentido original
de información veraz y análisis adecuado, transformándose
en un libertinaje absolutista e inhumano, inescapable y avasallador,
que coarta la dignidad e intimidad de las personas. Los medios
masivos intentan explotar la ingenuidad de los ciudadanos, dar
una satisfacción ilusoria a sus instintos y crear una
falsa igualdad democrática -- el ideal de la sociedad
sin clases --: aquélla del infantilismo desinformado,
implementando un programa de cinismo metódico mediante
el suave terror al cual son sometidos cotidianamente los adictos
a la estulticia repetitiva. Categorías como responsabilidad,
coraje civil, veracidad y respeto a la cultura y la ciencia
están por desaparecer de los medios contemporáneos.
La televisión sobre todo se ha transformado en una especie
de terapia colectiva que se acerca al lavado del cerebro: la
vida social se transforma en una seguidilla de trivialidades, la cultura
se agota en divertimiento barato, los ciudadanos se convierten en
meros consumidores y los intelectuales postmodernistas llegan a
ser propagandistas y apologistas del sistema, sobre todo porque
insisten en una amalgama entre cultura superior y popular, operación
que no tiene un ápice de amor al prójimo o de solidez
científica
(12).
Ante esta evolución y perspectiva,
el pensamiento postmodernista deja de lado todo enfoque
crítico y elabora una apología de la cultura
de masas y del populismo. Mediante el argumento fácil
y ahora tan celebrado de que no hay que disociar el mito de la razón
y lo popular de lo culto, esta corriente se dedica, en el fondo,
a acercar y rebajar el
logos al
mythos y lo culto
a lo popular. Los postmodernistas cierran deliberadamente ambos
ojos ante la alta probabilidad de que la cultura popular represente
un modelo de disciplinamiento colectivo y vaciado de consciencia
crítica, es decir ante la posibilidad de que esta cultura
esté permeada por la racionalidad instrumental en su forma
más burda y se haya transformado en una forma contemporánea
de degradación y barbarie. Si bien es verdad que las
masas buscan distracciones baratas y la huida de las penurias
cotidianas -- el espíritu crítico cuesta, como se
sabe, esfuerzos de aprendizaje y comprensión que las masas
rehusan --, de ninguna manera es tarea y objetivo de los cientistas
sociales cohonestar esta situación y justificar los productos
de los medios masivos de comunicación como si éstos
fuesen las manifestaciones auténticas y únicas de la
cultura popular. Se olvida fácilmente la imbricación
de ésta en la irracionalidad de los regímenes totalitarios,
que fue y sigue siendo un peligro palpable.
En lugar del análisis crítico
de la realidad tenemos ahora su celebración entusiasta,
como en la obra de
Jesús Martín-Barbero,
para quien la técnica hace sentir las cosas lejanas y
sagradas como cercanas y profanas en el marco de una "exigencia
igualitaria"
(13), sin percatarse de las funciones
de seducción de masas que puede poseer la tecnología
moderna y sin examinar los elementos de barbarie colectiva que
pueden difundir los medios de comunicación. La crítica
de la Escuela de Frankfurt a la cultura de masas es rebajada a un
mero "gesto aristocrático". Según esta doctrina tan
difundida en la programación de los medios masivos ya no
aparecen ni deberían aparecer representaciones de los
anhelos superiores del saber y del esfuerzo humanos, estético
o de otro tipo, sino que habría que contentarse con la chatura
de la cultura cotidiana popular por ser ésta precisamente
la encarnación de la vida profunda del pueblo. En esta cultura
moderna de masas ya no hay cosas sagradas, porque ahora todas son vulgares
y profanas, usables y desechables comercialmente. La denigración
de la llamada cultura superior mediante el recurso a argumentos pseudo-democráticos
tiende a aniquilar el elemento crítico-transcendente del arte
auténtico y la
promesse de bonheur contenida en las
grandes obras de la literatura.
Algo similar ocurre con la apología
del populismo, que para algunos postmodernistas resulta
ser "la creación social y cultural más genuina
de América Latina en el siglo XX", porque el populismo habría
permitido que la modernidad sea "impuesta definitivamente en
América Latina y con un estilo latinoamericano"
(14). Fenómenos como la manipulación
de consciencias, la consolidación del caudillismo más
denigrante, la modernización autoritaria, iliberal y
antidemocrática y la creación de un barniz anti-imperialista
con los colores del folklore momentáneo, que representan
el núcleo del populismo, son pasados por alto generosamente.
Siguiendo concepciones postmodernistas
se ha consolidado una filosofía relativista del
derecho, cuyos orígenes pueden ser rastreados hasta la
Antigüedad clásica. Hoy en día propende
a ser la teoría jurídica prevaleciente. De acuerdo
a ella los grandes principios legales son, a lo sumo, mitos socialmente
provechosos, detrás de los cuales no existiría ninguna
verdad substancial. La acentuación de esta doctrina conduce
inexorablemente a una dilución de todos los códigos
legales y a una relativización de los actos del Poder Judicial,
puesto que toda ley o fallo judicial sería tan racional
o irracional como cualquier otra. La conclusión lógica
de ésto es clara: se da carta blanca a la comisión
de delitos, ya que no se puede definir claramente qué es un
delito
(15); hay que abolir las prisiones,
porque no responden al objetivo ético-práctico
para el cual han sido creadas, objetivo que resulta ser inexistente.
(No es superfluo anotar que los que proponen la supresión
de las cárceles son en general catedráticos bien
pagados, a quienes probablemente nunca les pasa nada desagradable,
ya que viven en un buen barrio, donde la tasa de criminalidad es
muy baja; a estos profesores, en el fondo, les es indiferente la suerte
de millones de compatriotas atribulados por la creciente criminalidad
cotidiana.)
Finalmente hay que criticar el fundamentalismo
neoliberal, al cual parece haberse adscrito un buen número
de postmodernistas, porque aquí también se
advierte claramente la abdicación del pensamiento frente
al horizonte predominante del momento. Aunque la privatización
de consorcios industriales estatales, la desregulación
de la actividad económica y la liberalización del comercio
internacional parecen haber sido fenómenos necesarios
y exitosos en muchas partes, la privatización de los servicios
públicos en Asia, Europa Oriental y América Latina
ha significado una mejoría de los servicios para los usuarios
en muy pocos casos, pero en todos, sin excepción, ha traído
una elevación de las tarifas correspondientes. La atención
al cliente sigue siendo deficiente, la calidad de los servicios
mala, la posibilidad de quejas con éxito mínima
y las utilidades de las empresas relativamente altas. Los procesos
de privatización son ciertamente necesarios en muchos casos,
pero no constituyen
per se la panacea universalmente aplicable
a todo caso y en todo tiempo y lugar, como lo suponen los fundamentalistas
neoliberales. Lamentablemente los resultados para el consumidor
final resultan ser mediocres, cosa que los apologistas de estas medidas
pasan generosamente por alto
(16). Por otra parte
un número considerable de privatizaciones en casi todos los
países, incluyendo a los que nunca tuvieron un régimen
socialista, conforma una variedad muy refinada y actualizada de negocios
turbios y hasta ilícitos, en los que los beneficiarios representan
grupos semimafiosos estrechamente ligados al vilipendiado aparato
estatal.
A riesgo obviamente de cometer un craso
error, en este ensayo se afirma que las corrientes deconstruccionistas,
perspectivistas y relativistas, reunidas aquí provisionalmente
bajo el rótulo de postmodernismo, representan el
principal obstáculo para poner en cuestionamiento ese
horizonte petrificado de normas e imágenes, entre otras cosas,
porque el postmodernismo exhibe la mayor afinidad con respecto
a casi cualquier moda del día, la menor resistencia hacia
el cinismo como actitud cotidiana
(17) y una
similitud funcional con el neoliberalismo en cuanto ideología
del individualismo exacerbado.
Jorge Larraín Ibáñez
afirmó sobre esta situación: "En tiempos de profundas
y crecientes crisis económicas, en los cuales no es fácil
ocultar la irracionalidad del mercado en el mundo capitalista,
ninguna otra forma ideológica parece mejor dotada que el
postmodernismo para hacer de esa irracionalidad algo natural e inevitable"
(18). La opinión pública
acrítica
no puede reconocer, por ejemplo, que la fachada brillante
del neoliberalismo esconde una notable regresión cultural,
encubierta por el dogma postmodernista de que no hay jerarquías
sólidas de normas y que todo vale, especialmente lo
que es aceptado por la cultura popular y las determinaciones circunstanciales
del mercado: "Por eso es posible sostener que el postmodernismo
se ha transformado en la lógica filosófica del neoliberalismo
[...]"
(19).
Se puede llegar, por lo tanto, a la conclusión
de que la democracia representativa, la economía
de libre mercado, la cultura popular hedonista y el pensamiento
postmodernista no bastan para edificar una sociedad más
o menos razonable; hace falta una comunidad imbuida de valores
éticos y culturales provenientes del humanismo clásico
y fuentes afines, por más anticuado que ésto suene,
y un pensamiento crítico que someta a cuestionamiento el
marco de referencia del presente.
II.
Posibles derroteros de un pensamiento crítico
La marcha victoriosa de la razón
instrumentalizada, que es la característica central
de nuestra época, determina un horizonte configurado
por variantes del positivismo y empiricismo, por una ciencia
política restringida a la llamada ingeniería
política, por un conformismo compulsivo, un consumismo
exacerbado y una juventud encandilada por los medios masivos
de comunicación. Este horizonte está vinculado
asimismo al sistema capitalista y a las políticas públicas
neoliberales, y por ello tiene la reputación de estar asociado
a factores de gran éxito e indudable valía momentánea.
Cuestionar algo exitoso en su mejor momento es un esfuerzo muy
dificultoso y a menudo condenado al fracaso. Pero es un designio
necesario, como lo demuestra la historia de la ciencia. Tenemos que
vencer el "respeto mítico" de los pueblos por lo que está
dado en el presente, ya que ese respeto -- aunque se manifieste bajo
la forma de una tolerancia indolente y pragmática hacia
el orden dado --, se transforma fácilmente en una mansa confianza
frente a cualquier tendencia "objetiva" del instante. Tenemos que
transcender el marco teórico que se petrifica en una fortaleza
inexpugnable por el mero hecho de ser el marco de referencia de ideas,
normas y expectativas que existe en nuestro momento: la fantasía
se avergüenza de sí misma como si fuese pura utopía.
"Como órgano de esta resignación, como mera construcción
de medios, la Razón es tan destructiva como se lo reprochan
sus enemigos románticos. Ella se redimirá a sí
misma cuando renuncie a toda conformidad con el orden dado y cuando se
atreva a superar lo falsamente absoluto, el principio de la ciega dominación"
(20). Como lo postularon la Escuela de Frankfurt
y otras corrientes críticas, debemos hacer frente a la lógica
del sistema predominante, que es altamente destructiva a largo plazo,
por más popular, exitoso y fuerte que el orden establecido
parezca ser.
Los actuales vínculos entre el
pensamiento sociológico y el neoliberalismo ameritan
una somera comparación con el comienzo de la era burguesa.
Los primeros teóricos de aquel tiempo, como
Machiavelli,
Hobbes y Mandeville, abogaron ciertamente por el egoísmo
individual en cuanto motor social de primera magnitud e importancia,
pero admitieron que podría ser una fuerza destructiva y
no lo exaltaron a la calidad de armonía perenne
(21). Ahora en cambio los postmodernistas elaboran
una clásica ideología justificatoria al presentar
el caos axiológico y la realidad del consumismo alienante como
algo inescapable, pero altamente positivo (en cuanto manifestación
de la pluralidad de valores, la carencia de un sujeto colectivo central
y la vitalidad de la diversidad). Todo ésto representa una capitulación
del pensamiento frente a lo que existe sólo porque es casualmente
la realidad del instante. En este contexto para los postmodernistas
la noción de cambio social "aparece explícitamente desdibujada.
[...] es comprensible entonces que la sola mención de palabrejas
[sic] como 'revolución', 'cambio', 'transformación',
cause en el receptor una sensación de sopor y aburrimiento que
los postmodernos conocen bien". Y el
status quo, independientemente
de su contenido político, resulta entonces mucho más
atractivo que aquéllo que produce tedio y somnolencia. Para
este autor "es demasiado obvio que nociones como
revolución,
emancipación, libertad, etc., se esfuman con la misma trágica
e insoportable inevitabilidad"
(22).
En otros pensadores postmodernistas se
percibe un rechazo similar a los viejos designios emancipatorios,
tanto de origen burgués como socialista. La fórmula
propuesta por
Zygmunt Bauman para designar la postmodernidad:
libertad, diferencia, tolerancia, puede servir de lema
a cualquier régimen más o menos esclarecido, no
sólo moderno, sino inclusive perteneciente a la Antigüedad
clásica. Se trata de una fórmula altisonante, pero
ambigua e inofensiva, como declarar en tono positivo que la vida
postmoderna es la existencia en la contingencia, sin garantías
(23), como si la vida en tiempos modernos (y
en cualquier otro) hubiera sido una existencia con garantías
(concepto que nunca es explicitado). Esta "sensibilidad" resignativa,
celebrada ahora como una conquista del espíritu, echa por
la borda una de las potencialidades socio-políticas de la
subjetividad moderna: la posibilidad de una praxis colectiva autónoma
y consciente, aunada a la autorrealización de cada uno. Desde
la perspectiva del sentido común es ciertamente positivo y
promisorio el hecho de que la sensibilidad postmoderna sea bastante
inmune a la atracción de revoluciones y cambios radicales,
pero es deplorable que simultáneamente se desahucie toda
ética razonable, toda posibilidad de praxis emancipatoria
y todo esfuerzo del espíritu crítico. Estas carencias se
advierten en la forma cómo los postmodernistas han tratado el
colapso del socialismo. En lugar de realizar una crítica profunda
en torno al fracaso de la teoría y la praxis de la revolución
socialista a nivel mundial, los postmodernistas -- muchos de ellos
antiguos marxistas hasta 1989 -- se contentan con tediosos y abstrusos
estudios lingüístico-culturales que diluyen toda responsabilidad
y que, encima, tratan de desacreditar para siempre el contenido de
conceptos clásicos y fundamentales como emancipación
y libertad. Algunos de ellos proclaman como meta una anarquía
que puede desembocar en violentos conflictos armados o una regresión
narcisista con falsos ideales de un hedonismo total. Como se sabe históricamente,
ambas alternativas suelen terminar en modelos conservadores.
Es indispensable, por otra parte, considerar
los logros y avances vinculados a un pensamiento tan amplio
y fértil como el postmodernismo
(24).
De entrada es importante señalar que el antidogmatismo
está dentro de las mejores tradiciones del racionalismo
(y aun de escuelas anteriores) y que muchas atinadas observaciones
postmodernistas son similares a las formuladas por incontables pensadores
adscritos de algún modo al racionalismo. Pero, de todas maneras,
hay que reconocer y subrayar que la crítica postmodernista
-- como la postulada por
Jean-François Lyotard, Richard Rorty
y
Gianni Vattimo bajo la influencia de Martin Heidegger -- es
ciertamente válida contra las pretensiones universalizadoras y
totalizadoras del racionalismo, contra la pasión englobadora de
la ciencia moderna, contra la hermenéutica descifradora de todo
sentido, contra la ilusión de la total emancipación
de la raza humana, o contra las omnímodas filosofías
de la historia que desacreditaron para siempre los designios socialistas
y comunistas. Teorías postmodernistas han contribuido a combatir
las tendencias omnímodas con inclinación a tragarse
todo lo deviante (la tiranía de lo absoluto), tendencias que
están en estrecho e indudable nexo con el racionalismo. El postmodernismo
es útil y aceptable en cuanto abogado del politeísmo, la
precariedad y la pluralidad de saberes.
Es el mérito del debate en torno
a la postmodernidad haber relativizado la imponente consistencia
del concepto clásico de razón -- ésta
se realizaría en la absorción de todo lo separado,
en la reconstrucción de la totalidad y en la superación
de las contradicciones --, mostrando que que lo notable y decisivo
del racionalismo es justamente el fundamento de la irracionalidad:
la tendencia uniformar el universo cognoscible y la inclinación
a dominar el mundo. "Esta alianza constitutiva de la razón
clásica entre poder [político] y uniformidad [social]
se ha vuelto dudosa y hasta se ha estropeado con las experiencias
de nuestro siglo"
(25). Como afirman los postmodernistas,
el pensamiento actual no debería tender al predominio,
a la homogeneidad y a la totalidad, sino a la mímesis, a
la diferencia y a la exploración. Tradicionalmente la plétora
y pluralidad de fenómenos eran considerados como algo cercano
al caos, que debía ser domeñado, organizado y clasificado
por instrumentos racionales. La razón no debe ser más
el instrumento para crear un orden y concierto universales, domesticando
para ello a la pluralidad y constriñendo los "estados caóticos",
sino un modo de proceder que sepa comprender y tratar adecuadamente
el desorden y la multiplicidad fenoménicas como elementos constitutivos
y, además, altamente valiosos de la racionalidad del universo.
Al consagrarse convencionalmente a la tarea de unificar, domar
y sojuzgar el mundo plural y múltiple, la razón recae
necesariamente en el uso de instrumentos de coerción y
violencia, lo que, a su vez, engendra un claro factor de irracionalidad
y crea indefectiblemente un nuevo potencial de pluralidades inesperadas
(26). Ahora bien: en contra de los excesos
postmodernistas puede aducirse que la diferenciación extrema
impide una de las facultades esenciales de la razón,
que es percibir el mundo por encima de los límites de
sus elementos constitutivos, poner a éstos en relación
aceptable unos con otros y proponer criterios de ponderación
y evaluación. Una división de la razón en múltiples
racionalidades específicas según cada fenómeno
tratado o vislumbrado termina en la atomización y destrucción
de la razón. Este peligro de la total incomprensión
mutua es inherente a la teoría de Jean-François Lyotard,
según la cual los lenguajes, los discursos y las cosas se asemejan
a islas (o mónadas) liminarmente aisladas entre sí,
aunque se hallen en el seno de un archipiélago; la introducción
de un juez competente para entender todos los discursos que propone
Lyotard es una absoluta incongruencia con la propia doctrina, pues
así se establece una instancia universal de corte metafísico
(por encima de todos los fenómenos y en comunión con
ellos), cuya imposibilidad lógica intentó demostrar
este autor en todos sus escritos
(27).
En otro punto y contra las simplificaciones
neoliberales y postmodernistas puede aseverarse lo siguiente.
La concepción del individuo como un ser primordialmente
presocial, insolidario, egoísta, que persigue de
manera instrumental-racional sus fines sin escrúpulos es
probablemente una mala ficción literaria. La individualidad
se forma dentro de un marco social y cultural y es el producto
de un largo y complejo proceso de socialización; la libertad
no es, entonces, un fenómeno casi anárquico,
sino un nexo positivo con el contexto social. Los otros no constituyen,
por ende, las limitaciones de la libertad, sino la condición
de su posibilidad. El lugar primigenio de la libertad no es el
individuo aislado, sino la sociedad como vehículo de una
individuación bien lograda a través de una compleja
socialización: la libertad como concepción negativa
se da mediante prácticas, instituciones y formas de vida
que posibilitan su realización. Por ello es que las libertades
privadas y públicas están inextricablemente ligadas
entre sí; la libertad tiene siempre un aspecto normativo:
la capacidad de elegir una meta adecuada y la facultad de tratar
razonablemente al prójimo y a uno mismo. Esta racionalidad
no es meramente instrumental, sino deliberativa, reflexiva y comunicativa.
Se puede, por consiguiente, postular la existencia de una razón
comunicativa, que se manifiesta en el discurso público, en
los juicios morales de las personas, en las formas de solidaridad social,
en la búsqueda de soluciones políticas aceptables y,
sobre todo, en las pretensiones de verdad válidas en el tráfico
intersubjetivo
(28): el
apriori comunicacional
de Habermas. De acuerdo a esta concepción, la verdad
puede ser entendida como el consenso alcanzado en un contexto
comunicativo: verdad como aceptabilidad racional en el marco de condicionaes
ideales: una situación comunicacional sin coerciones ni opacidades.
Pero los postmodernistas y muchos otros pensadores aseveran que
estas condiciones son
ideales en el sentido de hallarse
fuera de las posibilidades
reales de comunicación
interhumana, de la vida humana finita e histórica. Se trata
de una fundamentación circular de bases primarias o últimas,
autocontradictorias, y si se elige un punto del círculo, se
cae en el odiado decisionismo
(29). Esta comunicación
ideal sería similar al nirvana budista y, por lo tanto,
a la muerte de la comunicación
(30).
Pero aun considerando estos argumentos es interesante observar
que la autorreflexión no suprime los intereses particulares
y los hábitos particularistas que pueden yacer bajo el
apriori
de la comunicación ideal. Este
apriori de Habermas
puede ser salvado como
idea regulativa que no corresponde
a una realidad tangible en el mundo. La concepción de
verdad es imprescindible para todo proceso cognoscitivo: pese a toda
la artillería de relativistas, escépticos y sofistas,
la investigación científica es la búsqueda
de la verdad -- a través de múltiples errores y recovecos
--, obviamente no la posesión de ella; sin la idea regulativa
de verdad no tendría sentido ni la investigación
científica, ni las construcciones teóricas, ni la
convivencia humana y ni siquiera la creación artística.
Uno de los mejores caminos para salir de
estos dilemas es constatar y analizar lo negativo de
una teoría o un régimen, evitando los extremos
irracionales. Theodor W. Adorno, variando una conocida frase
de Baruch Spinoza, afirmó que el conocimiento y la precisión
de lo falso ya nos podrían brindar un índice de
lo relativamente mejor y correcto
(31). El
pensamiento crítico es aquel que no se resigna ante la realidad,
el que no se limita a reproducir lo existente -- aunque sea de manera
muy refinada --, sino el que trata de transcenderlo, pero sin desembocar
en un activismo o voluntarismo ciegos, sin conllevar un retorno
a falsas ideologías ultra-radicales. La actitud crítica
no se restringe, como es lo habitual en el quehacer científico
domesticado, a constatar hechos aislados de una realidad altamente
parcelada. Todo pensamiento auténtico proviene de una pretensión
universalista y se dirige a una dimensión general y a una
intención crítica, que es el alma de una sociedad
abierta, pluralista y democrática y de la autonomía
individual. Esta teoría se asienta, como se sabe, en la
distinción entre razón substantiva, autónoma
e histórica, por un lado, y razón procedimental,
restringida o instrumental, por otro
(32).
La razón substantiva es aquélla que no se limita a
ser un accesorio de la autoconservación humana y que emite
juicios valorativos en torno a los modos de vida o a los grandes
proyectos políticos o al destino de la investigación
científica y tecnológica. Según
Wolfgang
Welsch a esta razón (que él la distingue de
la mera racionalidad) se le pueden atribuir cualidades como visión
amplia, penetración analítica y discernimiento
comprensivo: se dirige a la totalidad, esclarece sus conexiones principales
y establece la función de las peculiaridades. Es asimismo
la que posibilita juicios y actuaciones adecuadas, la que discrimina
entre intereses generales y particulares, la que admite la relevancia
de las emociones y los afectos, la que fundamenta lo que llamamos justicia:
puede aprehender lo específico de cada constelación,
porque posee virtudes clásicas como sentido de proporciones
y cordura. Es aquélla función que exhibe transparencia
porque expone las causas y demás aspectos concomitantes para
sus decisiones. Finalmente es aquella potencialidad que critica
y coordina las racionalidades parciales, especialmente la teórico-científica
y la práctico-política
(33).
El hecho de que exista desde los antiguos griegos, pasando por la
escolástica y la Ilustración hasta nuestros días,
no es motivo para denigrarla.
El pensamiento crítico propugnado
aquí debe contener factores como (a) la autorreflexión
sobre las propias premisas -- cosa que los postmodernistas
evitan metódicamente como el diablo el agua bendita --;
(b) la duda acerca de las bondades intrínsecas del crecimiento
económico incesante y del progreso histórico
y tecnológico ascendiente; (c) el respeto por diferencias
y matices; (d) el cuestionamiento del principio de eficacia y rendimiento
-- aspecto sacrosanto del régimen neoliberal --; (e)
el análisis de las estructuras burocratizadas de la administración
pública y de la empresa privada; y (f) la defensa intransigente
de los derechos humanos contra su relativización por las
modas culturalistas, porque precisamente la validez irrestricta
de ellos garantiza que las diferentes minorías y etnias y
las prácticas culturales deviantes no sean víctimas
de la violencia y la aniquilación. Es altamente sintomático
que todos estos puntos han sido impugnados asimismo por los marxistas
ortodoxos moscovitas en cuanto elementos de un "romanticismo"
retrógrado
(34). Algunos elementos
de esta concepción son similares a los de la
razón
transversal que propuso Wolfgang Welsch, sobre todo la idea
de evitar una arquitectura globalizante, estable y de un solo molde
y, en cambio, de propugnar una razón de transiciones de variado
tipo y nexos diagonales entre los diferentes fenómenos que
sea conveniente a la heterogeneidad y complejidad generales, las
que, a su vez, están llenas de conexiones internas de toda
clase
(35). Esto significa, por una parte, el
rechazo de todo absolutismo y fundamentalismo, pero por otra, la
rehabilitación del juicio reflexivo, de la facultad de valoraciones
aceptables, de la razón práctica -- incluidas las
virtudes clásicas de la sapiencia, la sabiduría práctica
y discreta, la cordura política -- y de la concepción
de justicia, "la más alta de las ideas prácticas"
(36).
El genuino impulso filosófico es
comprender la necesidad de la resistencia a los lugares
comunes y a las ideas prevalecientes en un momento dado; es
el factor no-resignativo que preserva la imagen de lo bueno y razonable,
que desvela la alianza entre el poder y el saber y que pone en
cuestionamiento el
status quo (que es para casi todos
los hombres el horizonte mental que no puede ser transcendido).
El pensamiento crítico es la obligación indeclinable
de evitar la ingenuidad al percibir el mundo real y sus adelantos
técnicos y económicos, y, por lo tanto, el designio
de poner en cuestión lo obvio y sobreentendido
(37).
III.
Antecedentes del postmodernismo y teorías paralelas
Lo que hoy culmina con el postmodernismo
tiene una larga historia de antecedentes en la esfera
teórica y precursores en campos laterales: la sofística
de la época clásica ateniense, los modos extremos
de escepticismo en la Antigüedad y de nominalismo en
la Edad Media, los intentos radicales de separar ética
y política a partir del Renacimiento, la concepción
que impugna el derecho natural desde los tiempos barrocos y una
larga crónica de ilustres pensadores hasta el presente, incluyendo
Arthur Schopenhauer, Friedrich Nietzsche, Martin Heidegger
y
Ludwig Wittgenstein. El relativismo gnoseológico
y axiológico, cuyos representantes más preclaros
fueron
Sexto Empírico bajo el Imperio Romano y
Michel
de Montaigne en el Renacimiento, ha conformado uno de los núcleos
de esta corriente de pensamiento.
A partir del Renacimiento invadió
el ámbito cultural una antropología pesimista
que se decía anti-idealista, materialista y ateísta,
que prefiguró el desilusionismo sistemático
de Nietzsche y el realismo despiadado de sus seguidores. La
concepción de una anomia fundamental en la vida social es,
como se sabe, uno de los puntos constituyentes del protestantismo
y particularmente del calvinismo; la modernidad nace, después
de todo, junto con el convencimiento de que hay una contradiccion
insalvable entre el instinto y la norma, un antagonismo irremediable
entre la inclinación natural y las reglas morales, entre
el egoísmo del individuo y la solidaridad codificada de todo
conjunto social. Las escuelas postmodernistas repiten y consolidan
este fundamento de la modernidad, otorgándole, empero, un
barniz doctrinariamente irracional. Una conclusión resulta
entonces obligatoria: todo derecho es primordialmente arbitrario,
todo orden social es casual, todo código moral es contingente,
toda concepción política es aleatoria, todo acuerdo
entre partes es eventual. Las instituciones políticas y culturales
deben ser vistas como una mera convención; la única
ley que vale es la que existe en un momento dado por obra del azar
histórico y político. Como se sabe, esta visión
pesimista de la naturaleza humana -- postulada por preclaros espíritus
tan diversos entre sí como
Niccolò Machiavelli,
Thomas Hobbes, Blaise Pascal y por la tradición positivista
-- reduce la justicia a la mera obediencia de normas fortuitas válidas
en el instante de la actuación y limita la esfera de la
política a una técnica para obtener y reforzar el
poder y administrar súbditos. La esencia del Estado se
restringe al poder, a sus necesidades y estrategias, y ya nada tiene
que ver con la consecución de justicia o del bien común
(38).
El rechazo del derecho natural va de
la mano de la sacralización de lo existente: como todo
es obra de un destino aleatorio, lo razonable resulta ser el sometimiento
a la autoridad del día y del lugar (39).
La principal actividad del intelecto se convierte en el diseño
de instrumentos para maximizar ganancias, en cálculos cuantitativos
y en procedimientos para registrar y aprovechar recursos dentro
de ese marco general caracterizado por la inseguridad y la contingencia
(40). Puesto que el Hombre no puede influir
sobre ese horizonte tan alejado de sus esfuerzos cotidianos y prácticos,
surge la tendencia a percibirlo como inconmovible y a legitimizarlo
como básicamente correcto. Está claro que esta justificación
del
status quo, así sea involuntaria, puede conllevar
una paralización de la reflexión crítica y,
en el fondo, de todo pensamiento genuinamente político.
Después de un largo periodo dominado
por el racionalismo y la Ilustración, por el liberalismo
y el optimismo evolutivo, brotaron en el siglo XIX diversas
escuelas de pesimismo histórico, realismo antihumanista
y relativismo axiológico, cuyos representantes más
conspicuos fueron
Arthur Schopenhauer y
Friedrich
Nietzsche. Los méritos y logros asociados al pensamiento
de Nietzsche son sólidos y bien conocidos. Basta mencionar,
por ejemplo, su intento de descubrir la voluntad de poder en las
más diversas operaciones intelectuales: detrás de los
ideales de objetividad de los científicos y detrás
de las aspiraciones de rectitud de la moral universalista se ocultan
a menudo los imperativos de la autoconservación y los designios
del poder desnudo. Después de Nietzsche no podemos retroceder
a aquel estadio ingenuo que trata de ignorar los nexos que frecuentemente
se dan entre la voluntad de dominar, las construcciones racionalistas
y los preceptos éticos.
Nietzsche y sus discípulos han ensalzado
a la calidad de única verdad admisible este enfoque,
que es ciertamente promisorio si se lo somete a un régimen
diferenciado y se lo contrasta con visiones divergentes de
la misma problemática. La arqueología de la moral
y la doctrina de la sospecha sistemática que practicó
Nietzsche le condujeron, empero, a percibir sin matices la vigencia
omnipotente de los instintos detrás de todo principio
ético, a recelar de la consciencia en cuanto disfraz de
apetitos, a conjeturar que toda reflexión encubre una concupiscencia
irrefrenable y a presumir que lo bello, lo justo y lo bueno, como
también el trabajo, las instituciones sociales y políticas
y hasta las edificaciones de la historia configurarían un
barniz de hipocresía y falsas apariencias del cual se dotan
todas las sociedades. El despliegue sistemático de esta
teoría de la desilusión y el desencanto -- con su
aspecto de un estoicismo aristocrático: el verdadero sabio
toma a su cargo el lastre y la pesadumbre que significa la veracidad
-- termina ineludiblemente en la sentencia de que la realidad es
sólo el mundo de los apetitos y las pasiones y que el pensamiento
es únicamente la relación de los instintos entre
sí
(41). Pensar, actuar y hasta sentir
configuran para Nietzsche manifestaciones de una racionalidad
instrumental concebida del modo más unilateral: las que él
llama las virtudes socráticas, los fundamentos de la moral,
las destrezas humanas más diversas y toda forma racional
de análisis, especulación y síntesis, constituirían
exclusivamente formas y manifestaciones del instinto de autopreservación,
meros refinamientos del ímpetu animal consagrado a buscar
alimento y protección frente al peligro incesante que es la
vida
(42). El intelecto sería, por consiguiente,
una mera reproducción de un impulso vital que estaría
allende el bien y el mal; la ética y la política representarían
ardides justificatorios de esa propensión vital y de la voluntad
de poder que se deriva de ella. La pura inmediatez adquiere así
una dignidad ontológica superior a la consciencia; la polémica
de Nietzsche contra la consciencia (en cuanto un estado personal
enfermizo e imperfecto
(43)) y, en el fondo,
contra la individualidad como tal
(44) -- sólo
puede brotar de una consciencia altamente reflexiva que se observa
y critica a sí misma con la lucidez del más refinado
raciocinio
(45).
Esta ideología de la desconfianza
liminar concluye sintomáticamente en una certeza
inconmovible: el impulso vital, los instintos animales y
la voluntad de poder conformarían la base y el
telos
de toda la actividad sideral, incluyendo la humana, y tendrían
una fuerza normativa omnímoda, ante la cual toda resistencia
y toda reflexión serían inútiles. Esta deliberada
simpleza es la típica de gente ingenua y dedicada a los
libros que quiere dar la impresión de ser dura y perspicaz,
mundana y cínica, gente que, en el fondo, está poseída
por un anhelo avasallador de encontrar una certidumbre a la cual
aferrarse y desde la cual explicar la inmensa diversidad del mundo.
La "energía destructiva", "la irritante alegría"
y "el trabajo en profundidad"
(46), con los
que Nietzsche intentó la eliminación de la metafísica,
lo llevan a una intuición obscura y nada original: a
postular la presunta decadencia de todo el pensamiento occidental
y a vislumbrar en su lugar, mediante relámpagos ocasionales,
una "verdad dionisíaca", un desciframiento del universo,
lo que no implica, empero, un conocimiento más o menos
objetivo o veraz del mismo, que era, en el fondo, el anhelo nietzscheano.
Una incongruencia similar se puede detectar en sus escritos de
madurez. En la esfera de la cultura y el pensamiento todo resulta
ser relativo y aleatorio, todo se reduce a estrategias instrumentales
e ideologías justificatorias, pero, al mismo tiempo, el
tenor general de la obra de Nietzsche es autoritario, categórico
y altamente repetitivo al enunciar "verdades profundas": las propias.
Es notable que en un universo sin sentido ni razón substancial
y sin sujeto con capacidad de autoconsciencia crítica, Nietzsche
apele incansablemente a la luz, la claridad, a la sabiduría,
al raciocinio y al esfuerzo esclarecedor. Además: la crítica
de la razón por parte de Nietzsche se coloca por encima
del horizonte del racionalismo, apelando, en el fondo, a criterios
estéticos de proveniencia arcaica que estarían allende
el bien y el mal. Pero estos criterios -- lo Otro de la razón
-- no disponen de ninguna legitimidad que pueda ser investigada o
menos aun cuestionada; no se basan en una concatenación argumentativa
o en principios éticos reconocibles, sino en la circularidad
autorreferencial
(47).
En la esfera socio-política Nietzsche
fue, sin duda alguna, partidario de concepciones irracionales,
elitarias, antidemocráticas e iliberales, las que
carecían, empero, de una dirección y una meta claras
o, por lo menos, discernibles
(48). Para
él la democracia liberal-burguesa en cuanto forma de la decadencia
estatal no poseería ninguna substancia
(49).
Democracia y socialismo conformarían sistemas despóticos,
que transformarían al Hombre en un mero animal gregario
(50). Nietzsche percibió claramente
que la sociedad moderna ("la época de la mezquindad")
propende a una nivelación de todos sus miembros, incluidas
las élites; los grandes dirigentes políticos no dejarían
de ser individuos mediocres
(51). Pero
esta visión crítica del socialismo y de la democracia
de masas no le indujeron a imaginarse un sistema de valores
o un marco institucional, en cuyo seno se podrían refrenar
los excesos de la democracia mediante normativas y mecanismos
aristocráticos y meritocráticos, como había
sido el caso en las teorías de Aristóteles, Polibio
y Cicerón desde la Antigüedad clásica. Las
víctimas y no los victimarios serían los responsables
por las miserias del mundo.
En la
Genealogía de la moral,
una de su obras más utilizadas por el fundamentalismo
postmodernista, se lee esta confesión de fe del nihilismo
y cinismo: "Nada es verdad, todo está permitido"
(52). Esta sentencia tiene la debilidad de todo
pensamiento relativista extremo: si nada es verdad, entonces
esta misma frase no puede ser tomada en serio porque es una simple
falacia. En cuanto declaración doctrinaria denota,
empero, otros dilemas. Según
Theodor W. Adorno y
Max Horkheimer esta concepción no es de ninguna manera
una superación de principios de la Ilustración y
del racionalismo -- como lo creyera firmemente Nietzsche --, sino
su exageración y exaltación. Nietzsche continúa
una propensión del racionalismo al promover la voluntad y
autonomía individuales a la calidad de principio divino.
Otro designio de la Ilustración, la absoluta independencia
del Hombre con respecto a factores externos, llega a su apoteosis
en la obra de Nietzsche, mezclada con la "ley" de los privilegios
de los fuertes sobre los débiles. Nietzsche habría
tratado que fundamentar una humanidad sin Dios, es decir sin frenos éticos,
ni limitaciones de ningún tipo, proyecto que no sería
extraño a los sueños más virulentos de un
racionalismo desbocado del siglo XVIII (contenido, por ejemplo,
en los seductores escritos del Marqués de Sade), cuyas ramificaciones
llegan hasta el fascismo totalitario del siglo XX y a los propósitos
de autodestrucción del género humano basados en una
tecnología descontrolada
(53). Las
inclinaciones contemporáneas de percibir en los últimos
ecosistemas naturales meros recursos aprovechables instrumentalmente,
aunque ésto implique su aniquilamiento, se inscriben
en esta lógica diábolico-luciferiana, que no reconoce
ninguna restricción para su accionar y que no logra reconocer
ningún elemento en la totalidad del cosmos, que por ser
sagrado, pueda escapar a su voluntad de dominar y explotar.
El relativismo ético de Nietzsche
y los postmodernistas se basa en la noción altamente
especulativa de que el sentimiento de culpabilidad sea
sólo la vulneración del narcisismo humano, una hipotética
consecuencia de su violenta separación del pasado
animal
(54). En este caso se trata probablemente
de una construcción intelectual, a la que es proclive
la gente supercivilizada y muy alejada de la naturaleza y de
los animales. El teorema en torno al nacimiento del cristianismo
a causa del resentimiento
(55) de los débiles
frente a los fuertes y talentosos es una concepción estrechamente
ligada a la anterior e igualmente unilateral y exagerada, que
descuida premeditadamente el hecho de que la moral cristiana representa
también una voluntad que niega el poder grosero
desde una instancia que no es naturaleza originaria (como la razón
y conciencia)
(56). A menudo estos ejercicios
teóricos provienen de personas sensibles a quienes no les
ha ido muy bien en la vida y que viven en las esferas de la cultura,
el intelecto y el arte, y que no quieren pasar como ingenuos, y,
al contrario, quieren ser considerados como realistas implacables. Hay
ciertamente un conflicto entre la valentía ejemplar de Nietzsche
en el campo del pensamiento puro y una angustia profunda de una naturaleza
delicada, casi infantil. Trató, sin duda, de hallar una identidad
sólida, pero la búsqueda de este encuentro consigo mismo
también le producía miedo. La locura fue como una liberación
para él
(57). En el marco del culto
de Nietzsche -- y de las perversas modas del día -- se llega
ahora a postular que su enfermedad debe ser vista como una posibilidad
de liberación: el sufrimiento iluminaría el alcance
de la ruptura que se vive cotidiana y permanentemente y daría
la medida de la irreversibilidad de la fractura con ese mundo profano
y de la vivencia de lo irreparable como resultado inexorable y anhelado:
"El cansancio en el cuerpo habla del cansacio en la cultura". Aquí
se argumenta como si la salud o la cordura impidieran una mirada y
un raciocinio correctos y profundos. A la apología de la enfermedad
sigue indefectiblemente la celebración de la locura: "El
delirio no es distorsión, mentira ni error. Es el pensar mismo
que se expande más allá de las fronteras de la razón"
(58). Todo ésto tiene el sabor de las
ideologías clásicas justificatorias, que tratan de
hacer pasar una desventaja propia como una genuina ventaja a largo
plazo o en una esfera presuntamente superior.
Finalmente hay que mencionar de modo somero
la metáfora nietzscheana de
la muerte de Dios,
que ha cobrado renovada actualidad. La expresión
significaría ahora, por ejemplo, que el racionalismo instrumentalista
habría matado el sentimiento religioso en el corazón
de los hombres, dejando al universo sin sentido, aunque los
hombres se siguen comportando como si el mundo, la historia y la
vida social continuaran poseyendo un sentido, aunque Dios nos haya
abandonado completamente. O, por otro lado, la muerte de Dios anunciaría
que ha desaparecido toda posibilidad de establecer bases para juicios
morales, para diferenciar entre lo bueno y lo malo y que, por tanto,
la civilización del presente estaría condenada tarde
o temprano a la aniquilación. Nietzsche habría hallado
intolerable ese mundo sin sentido, y su vida y obra serían un
esfuerzo para encontrar sentido en una existencia estrictamente humana:
el Hombre, según
Albert Camus, debería ahora
ocupar el puesto dejado por Dios, buscando y encontrando en su propio
esfuerzo vital -- pese a fracasos también repetidos --, una nueva
ética, similar y noble como la de Sísifo
(59). Es una concepción que resta relevancia
a los objetivos de un proyecto y que más bien atribuye una
enorme significación a los estados transitorios de ánimo
y a las actuaciones del instante. Cada momento tiene valor por
sí mismo y ninguno es más importante que otro...
lo que también puede ser interpretado como el autoconsuelo de
existencias mediocres y obscuras.
La metáfora de la defunción
de Dios querría señalar también "la
muerte de la metafísica, entendida como perspectiva
que establece la distinción categórica entre conocimiento
verdadero y falso, entre lo esencial y lo aparente, entre el
sujeto y el mundo, y entre pensamiento y fenómeno; la muerte
del principio que garantiza la certeza y la posibilidad de la unidad
interna en el sujeto, llámese ese principio Razón
o conciencia"; [...] "la muerte de las cosmovisiones estables, de la
temporalidad ordenada, de todo centro en torno al cual sea posible
articular nuestras ideas; en fin, la muerte de la certeza y autoconfianza
del yo"
(60). Esta visión tine una índole
ciertamente popular porque contiene una función aparentememte
liberadora que, en el fondo, nos exime de pensar mucho y de realizar
esfuerzos intelectuales desagradables. "La muerte de Dios libera
y dispersa. Coloca al sujeto entre ambivalencias cruzadas. Le provee
de autonomía pero le sustrae fundamento y continuidad"
(61). Esta convicción es cómoda,
porque parece prohibir el hacerse preguntas elementales como la
distinción entre lo esencial y lo aparente, entre lo verdadero
y lo falso; es ciertamente laudatorio el mostrar las dificultades inherentes
a estas cuestiones y evitar las respuestas ingenuas, pero también
tiene algo de agradable y distentido el evitar gradaciones y diferenciaciones
entre lo importante y lo secundario, entre el yo y el mundo, precisamente
cuando las relaciones entre estos elementos se vuelven insoportablemente
complejas.
Es indudable que la llamada
Teoría
Crítica de la Escuela de Frankfurt ha realizado
un considerable aporte más o menos involuntario a
las modas postmodernistas. Como se sabe, uno de los méritos
centrales de la Escuela de Frankfurt es haber establecido una
importantísima diferencia entre una razón substancial,
consagrada al estudio y la crítica de los fines, y una
razón instrumental, que se consagra a la adecuación
de medios a fines, los que, por su parte, quedan fuera del análisis
racional. Ahora bien: en las obras filosóficas más
difundidas de esta corriente esta distinción básica
tiende a diluirse en un "escepticismo desenfrenado"
(62) con respecto a la razón: la teoría
deviene, por lo mismo, poco crítica consigo misma. La filosofía
de la historia de dos de sus grandes representantes --Max Horkheimer
y Theodor W. Adorno-- es de un tenor fundamentalmente pesimista: la
evolución humana sería el camino a la auto-aniquilación.
El progreso material y hasta científico configuraría
una tendencia a la regresión civilizatoria y, por consiguiente,
la probabilidad de la autodestrucción. En la
Dialéctica
del iluminismo de Horkheimer y Adorno el desarrollo económico
y el régimen de propiedad privada convierten a la razón
en una "fuerza natural destructiva": "La razón pura se transformó
en sinrazón, en un sistema de procedimientos exento de errores,
pero también de contenido"
(63).
La crítica de la razón instrumental y la crítica
de la modernidad se confunden en una sola acusación, demasiado
general e imposible de refutar en sus detalles: la historia del
pensamiento constituiría sólo su crónica
como "órgano del poder"
(64). "Un pacto
diábolico entre el Hombre y la razón parece ser
la base de toda cultura", opinó
Martin Traine irónicamente
sobre esta teoría
(65). Al postular,
en el fondo, que toda filosofía puede ser ideología,
Adorno y Horkheimer caen en la misma posición de un relativismo
extremo como los postmodernistas: si todo es ideología,
falsa consciencia, entonces la propia teoría es ideología
y falsa consciencia, y no hay porqué o para qué tomarla
en serio. Lo mismo ocurre con la igualación entre el dominio
sobre la naturaleza y todo régimen político: se sataniza
la política, se la aplana, como si toda la historia universal
de los gobiernos e instituciones fuese exclusivamente una crónica
negra y perversa. La historia política aparece como una catástrofe
repetitiva, irremediable e interminable. El fundamento de esta teoría
es el postulado de que la razón, en todas sus manifestaciones,
se reduce a ser un mero instrumento del instinto de autopreservación:
"La autoconservación es el principio constitutivo de la ciencia,
el alma de la tabla de las categorías [...]. Hasta el yo [...],
la instancia considerada por Kant como la más alta, [...]
es en verdad tanto el producto como la condición de la existencia
material"
(66). Adorno y algunos de sus discípulos,
apoyándose demasiado en Nietzsche y anticipándose
a Michel Foucault, se inclinan a sobreestimar el papel de los
instintos naturales, a menospreciar el rol de la consciencia racional
y, finalmente, a identificar política con poder y, sintomáticamente,
con maldad. Se trata de una mezcolanza acrítica de razón,
política y filosofía de la historia, que no es extraña
entre individuos algo ingenuos con respecto a la prosaica esfera del
poder político, donde, por las dudas, vislumbran equivocadamente
sólo perversidades.
Lo que asemeja la Escuela de Frankfurt a
los postmodernistas es la parte deleznable y prescindible
de la llamada teoría crítica: la que probablemente
no pasará la prueba de los tiempos y las generaciones:
las exageraciones y exorbitancias
(67).
En cambio la idea anti-absolutista y antidogmática
de la Escuela de Frankfurt fue elaborada con una intención
totalmente diferente de la sostenida por los postmodernistas:
la actitud crítica, la intención de esclarecimiento
y la base racionalista deben ocupar, según esta concepción,
los lugares centrales del quehacer filosófico
(68), y no el agotar la actividad teórica
en el ejercicio vacío de una continuada autorreflexión
sobre aspectos secundarios y subalternos de sus elementos constituyentes,
como lo hacen postmodernistas y deconstruccionistas
(69).
La obra de
Ludwig Wittgenstein (70) constituye otro de los antecedentes substanciales
del postmodernismo y de tendencias afines. En los escritos de
Wittgenstein y de sus muchos imitadores se puede percibir una inmensa
discrepancia entre el plano de los acontecimientos importantes
y hasta trágicos a escala mundial, que les tocó
vivir a los autores, por una parte, y el talente cotidiano y
coloquial de los temas tratados, que corresponden a trivialidades
de una vida cotidiana simplificada en exceso, por otra. A esta
insignificancia temático-formal es a la cual la filosofía
del lenguaje le atribuye una relevancia insuperable. Wittgenstein
mismo se mostró contrario a la construcción de
teorías y hasta de hipótesis: en lugar de cualquier
explicación exigió sólo la formulación
de descripciones
(71). En nombre de una estricta
fidelidad a los textos y de una total exactitud científica
ésto puede significar un límite infranqueable
para un pensamiento crítico que precisamente pone en duda el
horizonte momentáneo que engloba el pequeño mundo
cotidiano donde se ha encasillado esta filosofía. De acuerdo
a
Herbert Marcuse, Wittgenstein representaría a un
tipo muy difundido de intelectual contemporáneo, que, siendo
brillante y agudo, no sería genuinamente profundo. Su
acción se agota en un intento por desmenuzar y cuestionar
todo, pero simultáneamente acepta el mundo, la sociedad y sus
normas "tal como son". La propia construcción gramatical
y el estilo aparentemente llano sugieren una falsa familiaridad
con el lector. Lo más instructivo es, según Marcuse,
el hecho de que no es precisamente el habla popular lo que analizan
los filosófos del lenguaje, sino fragmentos de la misma
purificados de todo contenido socio-político y de toda significación
cultural y hasta existencial; este idioma simplificado y depurado
de todo elemento de alguna relevancia no representa el lenguaje
cotidiano del hombre común y corriente, sino una construcción
artificial que oculta justamente lo más importante: las
alienaciones y las vejaciones que conforman igualmente la vida cotidiana
de los mortales
(72). La popularidad de
Wittgenstein dimana precisamente de la inmensa relevancia que
se atribuye hoy al análisis lógico-lingüístico
(el juicio de la posteridad será muy diferente): los
intelectuales viven en un mundo conceptual y verbal, y tratando
de comprender el mundo mediante las palabras, adoran todo
esfuerzo esclarecedor centrado exclusivamente alrededor de
su herramienta favorita, confundiendo un mero instrumento con
la realidad exterior y con los objetivos ulteriores de toda labor
intelectual. La estructura del universo no es, después
de todo, la estructura de nuestro lenguaje.
Inspirado por Heidegger y Wittgenstein
Jacques
Derrida ha postulado la total disolución de los
sistemas y estructuras racionales en medio de una pluralidad
de signos y lenguajes; por otra parte, Derrida afirmó
que nos encontramos dentro el marco del habla separados irremediablemente
de las cosas del mundo. El universo lingüístico adquiere
significación por sí mismo: los signos se significan
a sí mismos. La verdadera vida es la de los textos, universo
de formas autosuficientes que se remiten y modifican unas a otras,
sin rozar para nada la actuación de hombres de carne y
hueso. El criterio clásico de verdad no tiene ninguna razón
de ser. Construcciones científicas son aleatorias y, en
el fondo, una cuestión de las relaciones de poder. La racionalidad
se transforma en un problema del poder político del momento
dado
(73). La base del deconstruccionismo
de Derrida, el instrumento analítico central del postmodernismo,
está contenida ya en el nominalismo medieval y en sus
muchas variantes posteriores. El meollo del asunto es el postulado
de una total separación entre el mundo de los objetos
y la esfera del habla: de acuerdo a esta doctrina los conceptos son
sólo signos semánticos, marcas de tinta, ilusiones
de una mente que sueña. Las relaciones con las cosas --
si es que éstas existen, ya que pertenecen a una realidad contingente
-- pueden ser expresadas únicamente mediante imágenes,
metáforas y analogías, sometidas todas ellas, obviamente,
al peligro de la equivocación y la ilusión. Puesto
que la lengua habla por sí misma de modo autónomo,
su nexo con lo que llamamos mundo será siempre fortuito y
escurridizo: lo que denominamos autor aparece como prescindible
y secundario, el yo como un nudo de sensaciones casuales, la significación
de conceptos y actos como algo borroso y confuso y la capacidad de
conocer como una quimera. Además esta lengua que habla por
sí misma sin necesidad de un sujeto articulador ha producido
una proliferación verdaderamente inflacionaria de los discursos,
unos tan válidos o tan innecesarios como otros, que florecen
curiosamente bien en el mercado neoliberal de las ideas, donde exigir
una jerarquía de los discursos es inmediatamente calificado
como una simpleza infantil o una nostalgia por viejos y horribles
demonios del dogmatismo. La producción teórica de
los discípulos de Derrida da la impresión de una "involuntaria
y feroz autocrítica", puesto que demuestra que la facultad
humana -- incluida, en primer término, la de los propios
autores de esta corriente -- de discernir entre verdad y mentira
ya no existe y que nos hemos extraviado en el "laberinto mediático"
(74). Puede afirmarse que estas doctrinas
filosóficas postulan una demolición de lo existente
y su substitución por una virtual irrealidad, que sintomáticamente,
resulta ser verbosa, barroca, locuaz y intranscendente.
Paralelamente al postmodernismo filosófico
y literario han brotado teorías similares en el
campo de la sociología.
Niklas Luhmann es uno
de sus representantes más importantes. La razón
substantiva, la emancipación de los hombres, los esfuerzos
de crítica intelectual y científica, la autonomía
del sujeto y la concepción del ciudadano libre y autónomo
constituyen para él a lo sumo elementos de pura semántica,
a la que se le puede atribuir, en el mejor de los casos, un interés
de curiosidad histórica. La concepción de Luhmann,
no exenta de brillantes observaciones sobre la vida social del
presente, otorga una excesiva relevancia a las formas externas y se
despreocupa por cuestiones de fondo y contenido. Por ello su sistema
da a veces la impresión de perogrulladas eruditas sin gran
importancia (por ejemplo: no existen identidades sin diferencias,
adentros sin afueras). La sociedad según Luhmann es sólo
una combinación bien integrada de sistemas autorreferenciales,
en la cual el individuo, tal como lo conocemos desde el Renacimiento,
resulta superfluo. En su doctrina explícitamente antihumanista,
Luhmann aseveró que el Hombre ya no es la medida de la sociedad,
porque no constituye un factor primero o último de consciencia
y actuación, sino un receptáculo casual de sensaciones
y razonamientos, un mero "marco conceptual" para contener diversos procesos
de autoconstitución biológica y psíquica. La
persona configuraría un concepto demasiado compacto, proclive a
ser deconstruido fácilmente en muchos otros conceptos; la interacción
y la comunicación racional entre los individuos representarían
una simple ficción -- pasada de moda, por lo demás
(75). Esta doctrina, que a nivel tecnocrático
reproduce la teoría postmodernista de la muerte del sujeto,
convierte al Hombre en simple material sin individualidad y sin
consciencia ética y crítica y resulta ser por ello
la mejor preparación para regímenes totalitarios
de corte tecnocrático, que tratan a los individuos realmente
como meros materiales. Este es el peligro real al que pueden contribuir
políticamente las teorías postmodernistas y afines.
La auténtica filosofía es,
en cambio, aquella que presta resistencia al
status
quo y que no le provee de justificaciones. Contra las simplificaciones
de Wittgenstein y sus discípulos -- los problemas realmente
importantes son aquéllos que el vehículo del idioma,
la significación de los vocablos y sus trampas ocasionan
a la razón y constituyen, por ende, aspectos estrictamente
lógico-lingüísticos o psicológicos --
hay que insistir en la existencia de problemas genuinamente
serios y de contenido: la constitución del mundo y nuestro
lugar en él, los asuntos éticos, el sentido de la existencia
y de la historia, la configuración política de una
convivencia razonable entre los mortales, aparte, obviamente, de los
problemas específicos de las ciencias naturales y de sus métodos.
IV. Crítica
de algunos puntos centrales del postmodernismo
EL relativismo cultural como núcleo
del postmodernismo y corrientes afines exhibe evidentemente
dos caras: por un lado nos abre las puertas de la comprensión
de culturas y sociedades extrañas, pero por otro "nos
impide juzgar, escoger y valorar. O dicho de otro modo: nos prohibe
la comprensión global, que implica la comparación y
la confrontación de cada cultura con las otras y con sus creaciones"
(76). El relativismo extremo nos imposibilita
preguntas como el sentido de la vida y la historia, nos dificulta
el darnos cuenta de "nuestra orfandad original", y obstaculiza
"nuestra unión con el mundo y con los otros", por más
precario que sea este vínculo
(77).
Como afirmó
Jorge Larraín
Ibáñez, en el postmodernismo abundan
exageraciones que no sólo nos llevan al relativismo total
y a la pasividad política, "sino también, paradójicamente,
a un esencialismo cultural. El énfasis exagerado en la
diferencia y en la pluralidad de discursos inconmensurables termina
fácilmente esencializando cada cultura en un mundo cerrado
que se cree totalmente 'puro' y distinto de otros, perdiéndose
así toda base común de humanidad"
(78).
No se puede fundar una identidad nacional sólo en la diferencia,
como lo hacen ahora movimientos separatistas a veces violentos.
Los partidarios de la diferencia no son, como se cree -- o ellos
hacen creer -- los amigos de la tolerancia, la pluralidad y la alteridad.
Estos movimientos y teorías son a menudo xenófobos,
partidarios de excluir a su vez a otros y persiguen y reprimen a sus
contrarios sin muchas contemplaciones. La insistencia incansable de
los postmodernistas en enfatizar la diferencia y el valor del Otro
conlleva la atribución de una identidad más o menos
coherente a los "otros", lo que posee una innegable lógica;
pero ésto se complementa propugnando, como se sabe, el descentramiento
y hasta la dilución del sujeto del "Uno". En este pensamiento
se advierte, por lo tanto, una desproporción en la valoración
positiva del inconmensurable Otro (al que se atribuye una identidad
substancialista) y una desvalorización concomitante del sujeto
(el Uno), incapaz de comprender la esencia del Otro. Esto conlleva
el anhelo de excluir y mantener separado lo que se considera ajeno: "Las
culturas diferentes son aceptadas en la medida en que permanezcan en
su casa y no vengan a importunar a las culturas del centro"
(79). Es insostenible la inclinación postmodernista
de propagar de la manera más enérgica el culto a la diferencia
y, al mismo tiempo, tratar a los fenómenos estudiados del modo
más indiferenciado posible: aspectos históricos, políticos
y sociales brillan por su ausencia en sus enrevesados textos, y
si estas minucias del mundo real hacen su aparición, no pasan
de ornamentos curiosos o de lugares comunes conocidos desde hace tiempo
por la investigación pertinente. Una genuina obsesión
por aforismos y sentencias categóricas (que engloban de un
plumazo al universo entero) ha acometido a estos señores, lo
cual lleva a toda clase de inexactitudes, repeticiones y hasta de falsedades
(cosa que nunca molestó a Michel Foucault)
(80).
Las letanías antihumanistas de la mayoría
de los postmodernistas son similares al impulso fundamental
de Michel Foucault, quien quería destruir todo el
andamiaje civilizatorio de Occidente porque representaría
una restricción del deseo de poder. La justicia, las
leyes, la responsabilidad social constituirían inventos
aleatorios y superfluos de una sociedad equivocada, que, encima,
limitan una sana violencia instintiva. La forma de vida auténtica
sería la transgresión de toda norma, hasta llegar
al placer de la tortura. Su concepción se reduce, en
parte, a la apología del exceso por el exceso mismo. Las
transgresiones serían lo valioso: el adentrarse en los
exóticos mundos extra-europeos, el redescubrimiento de lo
arcaico, la revalorización de los sueños y los
delirios y, ante todo, la exaltación de lo prohibido. Pero Foucault
--como casi todos los postmodernistas-- no se preocupa en lo más
mínimo por la historia real de esos fenómenos, por
sus detalles específicos y por los problemas y sufrimientos
concretos de esas sociedades extra-europeas, salvo en lo que se
refiere a la esfera erótico-sexual. El exceso y las prácticas
sadomasoquistas serían el conocimiento genuino y la auténtica
emancipación
(81). Las afinidades
con el fascismo resultan, pues, insoslayables. "Los lectores
que conocen la obra de Sade podrán percibir la verdadera intención
del proyecto de Foucault: seducir y pervertir, siguiendo la doctrina
que eleva al poder por encima de la verdad"
(82).
La teoría sobre el poder de Foucault
no traspasa los límites de una teoría sistémico-positivista
de carácter marcadamente unidimensional y criptonormativa
-- justamente lo criticado por los postmodernistas --,
dentro de la cual no habría lugar para una interacción
social de individuos, grupos e instituciones basada en el entendimiento
y en la solución pacífica de conflictos. La teoría
de Foucault y sobre todo su concepción inflacionaria
de
poder (nada escapa de este concepto omnipresente) desahucian
los logros del derecho universalista, las concepciones de libertad
individual y la posibilidad de democracia pluralista. Al igual que
Adorno Foucault reduce la totalidad de la evolución histórica
a un proceso de racionalización instrumentalista: el saber
sería siempre un saber para disponer sobre hombres y recursos
y, por ende, para ganar más poder
(83).
El postulado de la muerte del sujeto, la omnipotencia y ubicuidad
del poder y el concepto de ciencia de Foucault como mero instrumento
disciplinario nos dejan solamente la opción de someternos
como objetos libidinosos a manifestaciones de violencia, si éstas
son percibidas y aceptadas como placenteras. El intento de Foucault
de diluir radicalmente el sujeto termina, según Habermas,
en un subjetivismo irrestricto
(84). Foucault
tiende a percibir la historia como un
iceberg petrificado
(cuyas formas cristalinas configuran una multiplicidad aleatoria de
discursos), es decir un cúmulo absurdo de procesos violentos,
en los cuales el poder y sólo el poder se manifiesta detrás
de máscaras siempre nuevas. Las ciencias humanas se reducirían
entonces a pérfidas prácticas de disciplinamiento
(85). Es claro que desde una perspectiva racionalista,
democrática y pluralista deberíamos, en cambio, defender
la idea de la autonomía individual y colectiva como una
de las pocas cosas que realmente importan en el presente.
Por otra parte: políticamente lo más
relevante es que detrás del extremo radicalismo
de estas corrientes se oculta una tácita aceptación
del horizonte social, cultural e institucional del presente,
al cual el extremismo teórico sólo le hace agradables
cosquillas. El pensamiento postmodernista fomenta el quietismo
resignativo y lo ensalza sobre todas las cosas: la consciencia
de la contingencia se aleja del poder (para que se queden los que
ya están arriba), y la ostentativa indiferencia hacia los asuntos
políticos deja las cosas como son. Cuando mucho los postmodernistas
solicitan la coexistencia con el poder establecido ("la tolerancia
es el destino")
(86), es decir su modesta cuota
en las migajas de cualquier poder establecido. Ya que la contingencia
constitutiva del mundo se aviene espléndidamente bien
con la tolerancia socio-política, una sociedad liberal postmoderna
más o menos aceptable es aquélla donde nadie tiene
el deseo o la curiosidad o la necesidad de hacer preguntas políticas
(87).
Todo ésto puede conllevar la muerte
de la idea de la emancipación humana porque se esfuma,
entre muchas otras cosas, el impulso crítico: desaparece
la concepción de que detrás de cada discurso puede
haber un sentido legitimizador que debe ser desenmascarado por
el análisis intelectual. Según los postmodernistas
ya no hay una "razón capaz de descubrir las causas y los
mecanismos últimos de todas las 'alienaciones' humanas.
[...] el ejercicio de una crítica semejante presupone
la figura de un sujeto capaz de ubicarse en la 'exterioridad' de
todas las alienaciones. Pero [...] tal perspectiva resulta insostenible
puesto que no existe ninguna forma de saber que pueda sustraerse
a las relaciones estratégicas de poder que conforman el tejido
social"
(88). El mismo autor sostiene, empero,
que nos queda "la
resistencia frente a todas aquellas
formas de organización política, ideológica
o social que impiden al ser humano ser sujeto de su propia vida. [...]
Se trata, pues, de una crítica que no plantea la resignación
frente a lo establecido, sino que enseña nuevas maneras de
entender y afrontar la lucha por una vida autónomamente
configurada"
(89). Para esta última intención
del autor se requiere precisamente de una perspectiva que se
sustrae "a las relaciones estratégicas de poder que conforman
el tejido social" y desde la cual se pueden reconocer esas irreconocibles
"alienaciones" de la vida social. El pensamiento postmodernista
está repleto de estas incongruencias; una crítica inmanente
basta para detectar sus lados flacos y su inconsistencia lógica.
Rigoberto Lanz, otro de los propagandistas de la extinción
del sujeto racional y liberador, vislumbra en el pensamiento y
las actitudes postmodernistas "nuevos impulsos emancipatorios [...]
para apostar de nuevo al sueño milenario de la libertad"
(90). Uno se pregunta para qué sirven los
largos y farragosos textos postmodernistas, si acaban postulando
y celebrando lo que censuran tan acremente y lo que la vilipendiada
razón occidental ha propugnado desde hace siglos. El mismo
Lanz, por ejemplo, aboga abiertamente en favor de
una "razón polifónica, descentrada, fundante
y efímera [...]", "una razón postmoderna forzosamente
recortada, modesta, fragmentaria, [...]", pero simultáneamente
afirma que la razón postmoderna debe apelar "resueltamente
a la dialogicidad del pensamiento, a la racionalidad (nueva) de
la reflexión crítica, a la consistencia (otra) de
las construcciones teóricas, a la complejidad del pensar
mismo y a la fecundidad de una cierta lógica argumentativa
(91)". Uno se pregunta sorprendido para qué
los postmodernistas gastan tanto papel para llegar a conclusiones
modestas y compartidas por las más diversas corrientes
filosóficas desde la Antigüedad clásica.
Modestísimos resultados del sentido
común teórico, compartidos por las más
diversas corrientes desde la Antigüedad clásica,
son percibidas ahora por los postmodernistas como grandes logros
innovadores y originales creaciones conceptuales
(92). Para ello han construido, entre otros
fantasmas, un espantajo de Razón, Modernidad e Ilustración,
que ahora se dedican a desmontar cómodamente porque
deconstruyen lo que ellos mismos les habían atribuido exagerada
o falsamente. Han postulado en ese sentido la existencia de un
sujeto totalmente racional, centrado en sí mismo, que nunca
existió como tal, y que ahora es el blanco fácil
y ridículo de sus dardos envenenados. Como los postmodernistas
no disponen de muchos conocimientos históricos y sus
héroes más antiguos de referencia son Friedrich Nietzsche
y Michel Foucault, no se han enterado de que la crítica
a ese "sujeto" ya aparece claramente en las tragedias clásicas
griegas.
Algunos de los logros del postmodernismo son
como el parto de los montes: después de enormes esfuerzos
teóricos los pensadores adscritos a esta corriente
llegan a lugares comunes ya enunciados por una multitud de otros
autores y otras concepciones.
Roberto A. Follari, por ejemplo,
señaló la necesidad de "volver a una política
centrada en lo social" y obligar "a la periodicidad en cargos
públicos", pues así se ganaría "en participación",
aunque se perdiese en experiencia, sobre todo en el nivel barrial
y municipal; en una palabra: "abrir lo político a lo social".-
"Debemos aprender (y los medios electrónicos hoy lo posibilitan)
a consultar directamente a la población, a llegar a algún
'cara a cara' con ella cuando sea posible [...]"
(93).
Cosas así se intentaron en la Grecia clásica del
siglo IV a.C.
V. El estilo literario y las prácticas
profanas de los postmodernistas
Los intelectuales y los cientistas sociales
leen habitualmente textos áridos, enrevesados y
poco elegantes y, ocasionalmente, deben transmitir sus conocimientos
e investigaciones elaborando igualmente artículos
tediosos. Todo ésto resulta arduo y trabajoso, sobre todo
en esta época de la aceleración permanente y la
ligereza obligatoria. La prosa fina y tajante de Nietzsche, su simbología
con presunciones de originalidad, el empleo generoso de las paradojas
más curiosas y extremas, el uso antojadizo de palabras
sencillas -- o como se dice según la moda del día:
la resignificación de conceptos -- y la utilización
de expresiones de proveniencia arcaica con resonancias bíblicas,
todo ésto suena a nuestros postmodernistas como un esfuerzo
auténticamente liberador y una fuente inagotable de profundas
verdades añoradas por todos, expresadas mediante un lenguaje
elocuente con reminiscencias aristocráticas.
A la fama actual de Nietzsche contribuyeron
factores como la incomprensión que le depararon sus
contemporáneos, su orgullosa independencia, su soledad
libremente aceptada, su revuelta pubertaria contra las autoridades
del mundo adulto y, ante todo, su crítica exaltada de
todo y todos, crítica que, en el fondo, no hace peligrar
nada. Fue un precursor del postmodernismo por su estilo aforístico,
categórico y equívoco, por su inclinación
hacia expresiones desusadas y sorprendentes (que lo hacen aparecer
como penetrante, novedoso e irreverente), por combinar una forma
radical y hasta revolucionaria de expresión con un contenido
convencional y conservador (semejante a ello fue el propósito
de Ludwig Wittgenstein y discípulos). Anticipándose
a la escuela deconstruccionista francesa, Nietzsche empleó
vocablos del habla cotidiana y hasta dialectal, insuflándoles
nuevos significados y dando a entender así que poseía
un conocimiento nuevo y más sutil de la vida humana en general
y del lenguaje en particular. La aspiración de anular las
diferencias entre el habla culta y la común pretende asimismo
borrar la distancia entre la cultura superior y la popular, cosa
que regularmente emprenden los intelectuales cansados de su poco
reconocimiento público y de su escasa popularidad entre las
masas.
La intención que posiblemente subyace
a estos designios podría ser resumida del siguiente
modo. En el fondo hay que conformarse con provocar a la opinión
pública (una nueva variante de
épater le
bourgeois, tan cara a las modas parisienses), sin tratar realmente
de convencer a nadie mediante argumentos serios y sistemáticos.
Hoy en día esta práctica está asentada
sobre una consideración difícil de rebatir: la
influencia de un libro sobre el público culto -- y el inculto
-- no tiene mucho que ver con el contenido del mismo, sino con
su envoltura y el trabajo previo de relaciones públicas.
Hasta es mejor si nadie entendió la obra, que así
cobra una curiosa existencia autónoma. La prosa nietzscheana
y postmodernista se asemeja mucho al estilo operístico:
nadie entiende bien el texto en cuestión, pero muchos quedan
embelesados y dulcemente adormecidos por las salmodias de la
nueva liturgia. Los pocos recitativos más o menos inteligibles
están opacados por largas y sublimes cantatas, que nadie se
atreve a desaprobar como obscuras y confusas para no quedar como ignorante.
Con fervor casi erótico todos parecen gozar los pasajes
cantados, aunque no los entienden. Es una corriente intelectual
que privilegia las paradojas y los oxímoros por sobre la
ahora vilipendiada lógica discursiva; cuanto más embrollados,
más valor y significación se les atribuye, independientemente
de su contenido específico.
Martin Hopenhayn escribió,
por ejemplo, que la disolución del sujeto sería la
"fiesta orgiástica de la modernidad en llamas, en la cual la
vida pierde su odiosa gravedad y todo se mezcla con todo. El vértigo
de la disolución condensa las antípodas: allí
se alternan la angustia de la caída y el placer de la auto-expansión.
La muerte de ese yo sustancial y continuo puede ser, a la vez, liberación
respecto de la densidad acumulada en él"
(94).
Por lo demás: los adictos a la literatura
postmodernista no son, como los lectores clásicos
de épocas ya pasadas, gente que sopesaba y analizaba
lo que leía, sino parecen ser consumidores que se dejan
embaucar fácilmente por un texto si éste tiene
la característica central de la moda del momento: la repetición
incesante de una simple convicción que ellos consideran
ahora como la única verdad y que es adorada con la
envidiable fe de los conversos, que tienen la conciencia totalmente
tranquila porque, por fin, han encontrado algo en lo que creen
firmemente. Es interesante observar que muchos postmodernistas
se ponen irritables y hasta molestos si uno no comparte sus opiniones,
si uno osa distanciarse de los nuevos ídolos y si uno se atreve
a dudar de la bondad y originalidad intrínseca de sus teoremas.
Son de un narcisismo infantil y exagerado: no se los puede desilusionar,
y su uno lo hace, se expone a su inmediata enemistad.
El estilo postmodernista es similar
a una fraseología solemne, ampulosa, desordenada,
asistemática y aforística, llena de certezas
sobre la incertidumbre, que son promulgadas como decretos
imperiales. Habitualmente no existe una argumentación
sólida y ordenada que conduzca de la exposición
del material a hipótesis provisionales. Es sintomático
que el ataque de los postmodernistas y deconstruccionistas
contra el logocentrismo ocurre, por ejemplo, mediante nociones
logocéntricas, con ayuda de los mismos conceptos e instrumentos,
de la misma gramática y retórica que tanto censuran.
Los intelectuales adscritos a esta tendencia hacen gala de escasos
conocimientos de la historia de la cultura y del pensamiento. Exponen
lugares comunes de la misma como si fuesen descubrimientos memorables
e inauditos; se esfuerzan vanamente por sugerir una erudición
apabullante y, al mismo tiempo, un espíritu original, contestatario
e indagador. A largo plazo el único resultado discernible
parece ser una ingeniosa tomadura de pelo al público lector.
Este nuevo dogmatismo aflora en el estilo autoritario e imperioso
y en declaraciones casi gubernamentales: "En tiempos postmodernos,
la noción de certidumbre está abolida, como lo está
también la necesidad de asentarse en ella"
(95).
No sólo se determina que ya vivimos en "tiempos postmodernos",
y, naturalmente, no en otros, sino que con entera seguridad se
decreta categóricamente que ya no hay certidumbres. Esto
tiene el carácter auto-invalidante de los juicios relativistas
extremos: si ya no hay certidumbres, entonces esta frase pasa a ser
relativa y se abre la posibilidad de algunas certezas. Otra afirmación
con talante policial señala, por ejemplo, que en la reflexión
en torno a valores y normativas sociales "puede olfatearse el llamado
desesperado de la ética, aun cuando se convenga de buena gana
que tales llamados son sospechosos por definición [...]. Es
más que obvio que en tal atmósfera [la postmoderna]
cualquier invocación ética es más bien un
ruido"
(96). La "sensibilidad" postmoderna,
tan inclinada aparentemente a la tolerancia, al pluralismo y
a la duda, resuelve taxativamente lo que merece ser calificado de
mero ruido o de fenómeno sospechoso. A este rubro pertenece
también la siguiente orden que prohibe relacionar entre sí
algunos fenómenos contemporáneos: la "asociación
trivial" entre neoliberalismo y postmodernismo debe ser "fumigada
por obvias razones de salubridad intelectual"
(97),
decreto que no aclara porqué ese vínculo debe
ser
a priori considerado como trivial y cuál es el
contenido de aquellas
obvias razones de salubridad intelectual.
En todo ésto hay un residuo marxista de vieja raigambre totalitaria:
se puede constatar una sintomática irritación frente
a toda opinión contraria o sólo divergente de la propia,
que en algunos casos exige la prohibición de todo pensamiento
diferente y, por lo tanto, peligroso para la nueva ortodoxia postmodernista.
Es muy razonable reconocer que el mundo y sus
alrededores son poco claros y que se resisten a una comprensión
fácil por la mente humana, pero de éso a proclamar
que la ambigüedad argumentativa y textual es la mejor
forma de representación del universo, hay un paso muy grande
y una premeditada tendencia al obscurantismo, ante el cual el clerical
se manifiesta como muy similar. Muchos postmodernistas propugnan
"cifrar, no descifrar", "convertir en enigmático lo que
es claro, en ininteligible lo que es demasiado inteligible", porque
se trata de "la huida permanente hacia el vacío"
(98), a la cual la filosofía debería
contribuir de modo eficaz. A ésto no hay mucho que agregar.
Los postmodernistas son los que menos actúan
según la sentencia de Nietzsche: "Se conoce a un
filósofo porque evita tres cosas rutilantes y ruidosas:
la fama, los príncipes y las mujeres"
(99).
Los postmodernistas hablan de la muerte del sujeto, del individuo
descentrado, del yo como mera ilusión y de la consciencia
en cuanto receptáculo casual de sensaciones aleatorias
(100), pero ellos mismos, poseedores de un ego
inmenso, muy vivaz y ultracentrado, adoran el prestigio, el
poder, la publicidad, el bello sexo, el dinero y todo aquéllo
que es brillante y bullicioso. Defienden con uñas y garras
sus cátedras bien pagadas (con jugosos derechos jubilatorios),
se aferran con extraordinaria tenacidad a sus privilegios académicos
y practican exitosamente los juegos del poder, precisamente los más
mezquinos, en las universidades o la administración pública.
La envidia en sus variadas formas es uno de sus afanes favoritos,
y ésto sería imposible sin una autoconsciencia estable,
egoísta y hasta egolátrica. Se puede afirmar evidentemente
que la defunción del sujeto es una metáfora que
apunta a fenómenos de una dimensión abstracta y alejada
de la vida cotidiana, metáfora que no tiene nada que ver
con hombres de carne y hueso. Pero cualquier teoría, por más
abstracta que sea, puede y debe ser confrontada con la realidad profana.
Por otra parte, no podemos suspender el principio postmodernista del
anything goes precisamente cuando se trata de examinar la pertinencia
práctico-prosaica de uno de los núcleos de esta doctrina.
Puesto que todo vale, hay que emplear un
argumentum ad hominem
con respecto a los propios postmodernistas, y entonces vemos que los
partidarios de la consciencia diluida, débil y descentrada
tienen, sin embargo, una percepción extraordinariamente aguda
de la oportunidad política, del sentido de las jerarquías
y de la presunta valía propia. Por ello es que su prédica
de la muerte del sujeto suena poco verosímil -- para decirlo educadamente.
El discurso postmodernista de la modestia epistemológica
ha brotado de la inmodestia intelectual: se determina dramática
y enfáticamente la desaparición del sujeto, la existencia
de múltiples identidades disueltas y de meras "prácticas
de producción de subjetividad", pero quienes lo deciden
así son personalidades egocéntricas, individuos muy
conscientes y orgullosos de su propio valor y, por ende, de su irreductible
unicidad e inconfundibilidad. De otra manera no se explican que
firmen sus artículos y mamotretos con su nombre, que se preocupen
intensamente de su "adecuada" difusión y que sostengan vigorosamente
sus puntos de vista en cualquier debate.
Es sintomático que la defunción
del sujeto termine en una nueva apoteosis del mismo, con
el objetivo explícito de encontrar "nuevas formas de
emancipación del sujeto". "[...] el sujeto moderno requiere
pasar por este largo trabajo de desmistificación y crítica
rigurosa para reinventarse a sí mismo con márgenes
inéditos de autonomía", afirmó Martin
Hopenhayn, añadiendo que "el deseo de reinvención
del sujeto" es "el impulso que anima la crítica a los valores
absolutos [...]"
(101). Es curioso que una larga
monografía consagrada a demostrar la dilución
del sujeto y los rasgos positivos de esta operación, culmine
reconociendo la existencia y hasta la necesidad de un sujeto
con "márgenes inéditos de autonomía", y que
éste último esté destinado a "nuevas formas
de emancipación" y "la crítica de los valores absolutos",
es decir a las metas más convencionales de la modernidad.
La "caja de herramientas de Nietzsche" es utilizada por este autor,
después de todo, para llegar a objetivos enteramente corrientes
y conocidos, como la "liberación de la subjetividad", presuponiendo
el autor equivocadamente que antes de Nietzsche no existió
nunca una subjetividad libre ni una crítica seria de valores
absolutos y juicios incuestionables. En su fundamentación
de la muerte del sujeto, los postmodernistas celebran la fragmentación
esquizofrénica de la experiencia y la pérdida de
la identidad como una genuina liberación del ego con respecto
a las cadenas que le forjaron el complejo de Edipo. En cambio Theodor
W. Adorno y otros pensadores de la Escuela de Frankfurt, pese a una
crítica tan implacable del sujeto moderno como la ejercitada
por los postmodernistas, no culminaron su análisis con el postulado
de la abolición del sujeto, sino que insistieron en que nuestra
única opción es utilizar la fuerza del sujeto para atravesar
la decepción de la subjetividad constituida convencionalmente
y acercarla al ideal de la emancipación crítica
(102).
En el mundo cultural de Occidente y en buena
parte de América Latina se ha pasado, casi sin transición,
de la prevalencia del marxismo en sus diferentes variantes
al predominio del postmodernismo en sus diversas acepciones.
Se ha canjeado un dogma por otro: ambos intolerantes y excluyentes,
ambos considerados en su momento como la última palabra
del intelecto, ante la cual cualquier otra opinión aparecía
como anacrónica y con escaso bagaje epistemológico
y teórico. Es altamente probable que muchos de los postmodernistas
de hoy sean los marxistas de ayer: la marcada inclinación
dogmática en la teoría se aviene perfectamente con
una admirable flexibilidad en la praxis. Estos señores
han hecho sus paces con el sistema capitalista y se han integrado
muy bien en el orden burgués, así como anteriormente
se hallaban a sus anchas en partidos y organizaciones de tendencia
marxista. Así como hoy celebran el pluralismo ideológico,
los logros del neoliberalismo y las bondades del indeterminismo
y el caos, hace poco tiempo cantaban con igual fervor el advenimiento
obligatorio del socialismo, las maravillas de la economía planificada
y las verdades indubitables contenidas en los clásicos marxistas.
Se puede aseverar que el dogmatismo del que hacen gala muchos postmodernistas
(la absoluta certidumbre al propagar
la incertidumbre)
tiene más de una conexión con la inmensa influencia
que ejercieron hasta hace poco las escuelas marxistas en buena
parte del planeta. Porque cayó el muro de Berlin, estos autores
suponen que "caen también los últimos muros que circundaban
la polis, le daban su forma, su límite y su protección.
Difícil seguir inscribiendo las pequeñas obras en
los grandes relatos"
(103). La caída
de esa muralla conllevó efectos mágicos: con ella
desaparecieron "el socialismo, las ideologías, [...] las
epopeyas de masas, [...] las utopías globales, la objetividad
científica y el Estado-Nación"
(104).
Sólo marxistas desencantados pueden atribuir tal cantidad
de milagros al previsible descalabro de regímenes mediocres
como fueron los existentes en las atribuladas tierras de Europa
Oriental y, simultáneamente, alabar una "cultura cotidiana"
que ya no está determinada por los "imperativos hiperbólicos
del deber sino por el bienestar y la dinámica de los derechos
subjetivos"
(105) y los deseos inmediatos.
El
todo vale, el postulado de que la
ética es una convención aleatoria, el teorema
de la disolución del sujeto y la devaluación
de la historia en general les brindan ahora la mejor ideología
justificatoria para esta metamorfosis. La aceptación
del horizonte del momento dado como el único posible (o
el único aceptable) y la negativa a discriminar racionalmente
entre diferentes modelos de praxis socio-política contribuyen
a legitimizar cualquier forma de oportunismo y a tranquilizar
las conciencias que se amoldan fácilmente a las corrientes
en boga en un momento dado. Después de todo estos intelectuales
han demostrado tener un envidiable olfato para acoplarse sin muchos
miramientos y menos escrúpulos aun a la marcha victoriosa
de la doctrina en auge. En esto han continuado una tradición
secular de los estratos cultos a lo largo de la historia universal:
siempre con la moda, nunca con el espíritu crítico.
Los hábitos cotidianos son los mismos; mantienen el bolsillo
a la derecha, mientras el corazón puede -- muy ocasionalmente
-- tomar posiciones de izquierda. Por ello es que confraternizan tan
íntimamente con los gobernantes y los regímenes políticos
de turno, independientemente de su carácter ideológico.
El carácter premeditadamente caótico de los textos
postmodernistas y la verbosa arbitrariedad de sus conclusiones calzan
perfectamente en este ambiente de un alegre y desenfadado cinismo.
Un mundo como lo suponen estas teorías
-- constituido sólo por intereses materiales o por
meros signos semánticos de carácter enteramente
fortuito -- no provee la base para experimentar o entender
siquiera lo que es belleza o bondad o solidaridad, y tampoco posibilita
la genuina creación artística e intelectual.
Este horizonte de tedio y vacío está ocupado por
la inflacionaria producción postmodernista y deconstruccionista
de textos que tratan precisamente de demostrar que no existe
lo que critican. Es probablemente exagerada la opinión de
George Steiner de que estas corrientes sólo han producido
una avalancha de lo accesorio, retórico, contradictorio
y baladí, cuyo valor intrínseco es cercano a cero, aunque
no hay duda de que los escritos más importantes de las
mismas están llenos de tecnicismos superfluos, detalles
desdeñables y largos capítulos consagrados a cuestiones
insubstanciales. Según Steiner estas obras han engendrado
el "predominio de lo secundario y parasitario", la tiranía
del comentario hipertrófico, la prevalencia de la pedantería
burocrática y de la mediocridad preciosista, y una marea
de informaciones banales pero bien empaquetadas y mejor digeridas
por un mercado insaciable de trivialidades, culminando el proceso
iniciado por el alejandrinismo y el bizantinismo
(106).
El periodismo contemporáneo hace otro tanto: se dedica
con voracidad a lo marginal y lo insignificante, no sabe discriminar
entre lo relevante y lo superfluo, no puede entender qué
son actos dignos, logros cimentados en el esfuerzo creador o jerarquías
basadas en la distinción. La posibilidad de la reproducción
técnica de millones de tonterías y futilidades suscita
el mundo actual del vacío repleto, la retórica de
la simulación, el paraíso de los astutos charlatanes
(107).
Los artistas que hacen un verdadero culto del
mero experimento y esbozo, los escritores que consideran
las primeras palabras balbucientes como poesía de primer
rango, los pintores que declaran que cualquier trazo propio es
un cuadro logrado, los pensadores que celebran toda pequeña
ocurrencia -- cuanto más hermética, mejor -- como filosofía
original y progresista, todos ellos han aportado su grano de arena
para llegar a la actual estulticia cultural, donde precisamente
la calidad es lo que menos cuenta. Todos ellos han querido extirpar
el "significado" de sus obras y han proclamado que la superficie lo
es todo, y el público y los medios masivos de comunicación
les han tomado en serio, tan en serio que hoy en día el
medio se ha convertido en el mensaje: el recipiente se ha transformado
en el contenido, o mejor dicho, lo ha vaciado de contenido y se ha
puesto en su lugar. Y todos tan contentos...
VI. Epílogo
Una solución para este terrible mundo
contemporáneo sería, según
Ulrich
Beck, la radicalización de la modernidad
(108): la revitalización de la autocrítica
del espíritu ilustrado contra las limitaciones y la
estulticia autoproducida de la sociedad altamente industrializada.
Esta
modernización reflexiva es el autocuestionamiento
permanente y la predisposición a la modificación del
sistema prevaleciente. El "proyecto modernidad" aun sería
rescatable si la modernidad se hace consciente de su propio potencial
de barbarie y si trata de superarlo mediante esfuerzos metódicos.
La modernidad implica una actitud de distanciamiento crítico
con respecto a ella misma, preservando sus criterios de civilidad
ya logrados en tiempos difíciles. Esta actitud no es, de ninguna
manera, un privilegio de la postmodernidad, como lo creen firmemente
sus adeptos, sino un elemento constitutivo de la era moderna en general
(109). Esta es la posición general,
muy honorable, de liberales y socialdemócratas esclarecidos
partidarios de la modernidad, pero es una actitud que no ha asimilado
adecuadamente ni las impugnaciones postmodernistas ni tampoco la
crítica radical que han irradiado importantes corrientes de
la filosofía y las ciencias sociales en la segunda mitad del
siglo XX. Es, asimismo, una postura que no quiere ni puede comprender
lo razonable de la tradicionalidad, lo recuperable del orden premoderno
y lo humano contenido en la religión, la metafísica,
las jerarquías, la ética y la estética preburguesas.
La modernidad es, según
Albrecht Wellmer, de naturaleza
tan sólida que las doctrinas que proclaman su fin inminente
resultan meros entretenimientos sin consecuencia alguna. Pero la
substancia moral-política de la misma modernidad es tan frágil
y sus tradiciones liberal-democráticas tan precarias que
las concepciones que pretenden su fin pueden devenir fácilmente
un juego peligroso
(110). Transcender
la modernidad puede conllevar una regresión a la barbarie.
La deconstrucción radical de los "grandes relatos", la decodificación
de los últimos fundamentos de la filosofía y la
"destrucción" del
telos de la historia y de la vida
humana se comprenden a sí mismos como intentos definitivos
de desbaratar toda metafísica, pero constituyen típicos
divertimientos intelectuales dentro de la propia metafísica
y continuando precisamente sus tradiciones más arraigadas
y genuinas.
Como conclusión puede aseverarse que
las tareas del espíritu crítico en el presente
son (a) el evitar posiciones y doctrinas extremistas; (b) defender
aquellas instituciones que a lo largo de los siglos han demostrado
ser útiles a la convivencia razonable de los mortales
y a la democracia pluralista; (c) preservar los elementos aristocráticos
y los modelos organizativos racionalmente rescatables del mundo
premoderno; y (d) combatir valores y actitudes proclives a la
anomia social e individual. Es decir: hay que prevenir y rechazar
aquéllo que es dañino para la auténtica
libertad, esa indiferencia que diluye la ética en códigos
aleatorios y ese consumismo indiscriminado que desintegra las
normativas de una sociedad en el
anything goes. "La libertad
se tranforma en una pesadilla existencialista en la que todo es
lícito y nada es importante"
(111).
Pocas palabras bien razonadas, en formación disciplinada,
pueden derrotar a una multitud de conceptos vagos pero rutilantes,
a una turba anómica de doctrinas a la moda con poco cuidado
por su fundamentación lógica e histórica.
NOTAS
(1) Max Horkheimer / Theodor W. Adorno,
Dialektik der Aufklärung. Philosophische Fragmente
(Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos
filosóficos), Amsterdam: Querido 1947, p. 113
(2) Jürgen Habermas,
Der philosophische
Diskurs der Moderne (El discurso filosófico
de la modernidad), Frankfurt: Suhrkamp 1985, p. 138.- Habermas
llamó la atención sobre el hecho de que la
Dialéctica de la Ilustración, la gran
obra de Horkheimer y Adorno, no hacía justicia al "contenido
razonable de la modernidad cultural" al quitar importancia
a estos momentos constitutivos de la era moderna (ibid., p. 137).
(3) Sobre esta temática
cf. el interesante libro de Thomas Pangle,
The Ennobling of Democracy:
The Challenge of the Postmodern Age, Baltimore etc.: Johns Hopkins
U.P. 1992
(4) Zygmunt Bauman,
Gewalt
-- modern und postmodern (Violencia -- moderna y postmoderna),
en: Max Miller / Hans-Georg Soeffner (comps.),
Modernität und Barbarei. Soziologische Zeitdiagnose
am Ende des 20. Jahrhunderts (Modernidad y barbarie. Diagnóstico
sociológico de la era al final del siglo XX), Frankfurt: Suhrkamp
1996, p. 36 sq.- Cf. también: Jon Elster,
The Possibility
of Rational Politics, en: David Held (comp.),
Political Theory
Today, Oxford 1991
(5)
Lord Ralf Dahrendorf,
Widersprüche der Modernität
(Contradicciones de la modernidad), en: Miller /
Soeffner (comps.), op. cit. (nota 4), p. 196
(6)
Martin Hopenhayn,
Después del nihilismo. De Nietzsche
a Foucault, Barcelona etc.: Andrés Bello 1997,
p. 18.- Lamentablemente este promisorio impulso crítico
no es mantenido a lo largo de este farragoso libro.
(7) Octavio Paz,
La democracia:
lo absoluto y lo relativo, en: VUELTA (México), Nº
184, marzo de 1992, p. 13
(8) Ibid.
(9) Erwin Faul,
Eine Aufnahme
der Türkei untergräbt die Legitimität und innere
Sicherheit der EU (Una inclusión de Turquía
socava la legitimidad y la seguridad interna de la Unión
Europea), en: INTERNATIONALE POLITIK UND GESELLSCHAFT (Bonn),
vol. 1997, Nº 4, p. 446
(10) Cf. la opinión clarividente
de Herbert Marcuse,
Der eindimensionale Mensch. Studien zur
Ideologie der fortgeschrittenen Industriegesellschaft
(El hombre unidimensional. Estudios sobre la ideología
de la sociedad industrial avanzada), Neuwied/Berlin: Luchterhand
1967, p. 122
(11) Con respecto a la acción
perversa de los medios masivos de comunicación (trivialización
documentada de la violencia en Colombia), cf. los interesantes
ensayos de Patricia Nieto,
La banalidad del horror, en:
ESTUDIOS POLITICOS (Medellín), Nº 11, julio/diciembre
de
1997, p. 158 sqq.; y José
Manuel Pérez Tornero,
Periodismo vacío, democracias
banales, en: LETRA INTERNACIONAL (Madrid), Nº 35, vol.
1994
(12) Cf. el brillante libro de
Hans Magnus Enzensberger,
Mittelmass und Wahn. Gesammelte Zerstreuungen
(Mediocridad y delirio. Distracciones reunidas), Frankfurt:
Suhrkamp 1991, pp. 68 sq., 75-77, 80-87, 101 sq.; y el confuso
ensayo de Graciela Ferrás,
Radiografía mediática
de fin de siglo, en: NUEVA SOCIEDAD (Caracas), Nº 147,
enero/febrero de 1997, pp. 108-119
(13) Jesús Martín-Barbero,
De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura
y hegemonía, Barcelona: Gili 1991, p. 58.- Sobre esta
temática cf. Santiago Castro-Gómez,
Crítica
de la razón latinoamericana, Barcelona: Puvill
1996, p. 58, 62, 68; Martin Hopenhayn,
Ni apocalípticos
ni integrados. Aventuras de la modernidad en América Latina,
Santiago de Chile: FCE 1994; Günter H. Lenz / Kurt L. Shell (comps.),
The Crisis of Modernity. Recent Critical Theories of Culture
and Society in the United States and West Germany, Frankfurt/Boulder:
Campus/Westview 1986
(14) Fernando Calderón,
Latin
American Identity and Mixed Temporalities, or How to Be Postmodern
and Indian at the Same Time, en: J. Beverly et al. (comps.),
The Postmodernism Debate in Latin America, Durham/Londres:
Duke U.P. 1995, p. 58
(15) Por ejemplo: Julio González
Zapata,
La abolición de la cárcel, en:
ESTUDIOS POLITICOS, Nº 11, julio/diciembre de 1997,
pp. 164-176
(16) Un ejemplo de este fundamentalismo
neoliberal totalmente acrítico: Alvaro Bardón,
¿Cuántos ministerios sobran?, en: PERFILES
LIBERALES (México), Nº 58, marzo/abril de 1998,
p. 77: Todo, desde el erario fiscal y la calidad de los servicios
públicos, mejoraría si hubieran menos ministerios;
la educación y la cultura serían más ricas,
libres y de más calidad si no existiese ningún
ministerio de esos rubros, y así por el estilo con respecto
a todas las reparticiones del Estado.
(17) La época postmoderna
sería la mezcolanza cínica de resignación
y alegría, en la cual la persona "normal" prefiere estar
perpleja y de buen humor a saber mucho y ser infeliz.- Peter
Kemper,
Flucht nach vorn oder Sieg des Vertrauten? (¿Huida
hacia adelante o triunfo de lo familiar?), en: Peter Kemper (comp.),
"Postmoderne" oder Der Kampf um die Zukunft ("Postmodernidad"
o la lucha por el porvenir), Frankfurt: Fischer 1988, p.
325
(18) Jorge Larraín Ibáñez,
Modernidad, razón e identidad en América
Latina, Santiago de Chile: Bello 1996, p. 249
(19) Ibid., p. 250
(20) Horkheimer / Adorno, op.
cit. (nota 1), p. 56 sq.
(21) Ibid., p. 110
(22) Rigoberto Lanz,
El discurso postmoderno.
Crítica de la razón escéptica, Caracas: UCV
1996, p. 130 sq. (énfasis en el original)
(23) Zygmunt Bauman,
Moderne
und Ambivalenz. Das Ende der Eindeutigkeit (Modernidad
y ambivalencia. El fin de la unicidad) [1991], Frankfurt: Fischer
1996, p. 128 (en explícita contraposición al
lema de la Revolución Francesa: "Libertad, igualdad,
fraternidad").- En torno a las "garantías": ibid., p.
288.
(24) Cf. una visión de conjunto: Jean-François
Lyotard,
La condición postmoderna, Madrid:
Cátedra 1984; Hans-Martin Schönherr,
Irrationalismus
oder "Zweite Aufklärung". Grundlinien der postmodernen
Philosophie (Irracionalismo o "segunda Ilustración".
Líneas rectoras de la filosofía postmoderna),
en: UNIVERSITAS (Stuttgart), vol. 43, Nº 508, octubre de
1988, pp. 1106-1116; Hal Foster (comp.),
La postmodernidad,
Barcelona: Kairós 1985; Nicolás Casullo (comp.),
El debate modernidad / postmodernidad, Buenos Aires: Puntosur
1989; Juan José Sebrelli,
El asedio a la modernidad,
Buenos Aires: Sudamericana 1991; Felipe Arocena,
La modernidad
y su desencanto, Montevideo: Vintén 1991; Stephen Best
/ Douglas Kellner,
Postmodern Theory, New York: Guilford 1990;
Steven Conner,
Postmodernist Culture, Cambridge (M): Blackwell
1989; Thomas Docherty (comp.),
Postmodernism: A Reader, New
York: Columbia U.P. 1993; David Harvey,
The Conditions of Postmodernity,
Cambridge: Blackwell 1989; Scott Lash,
Sociology of Postmodernism
New York: Routledge 1990; Gianni Vattimmo,
The Transparent Society,
Baltimore etc.: Johns Hopkins U.P. 1992
(25) Cf. el exhaustivo y brillante
tratado de Wolfgang Welsch,
Vernunft. Die zeitgenössische
Vernunftkritik und das Konzept der transversalen Vernunft
(La razón. La crítica contemporánea de
la razón y el concepto de una razón transversal),
Frankfurt: Suhrkamp 1996, p. 61
(26) Ibid., p. 437; sobre la diferenciación
del desempeño y funciones de la razón cf.
ibid., pp. 126-130
(27) Jean-François Lyotard,
Der Widerstreit (El diferendo), Munich: Hanser 1987, p. 237
(28) Albrecht Wellmer,
Endspiele:
die unversöhnliche Moderne (Juegos finales: la modernidad
irreconciliable), Frankfurt: Suhrkamp 1993, p. 17 sq., idea
basada en: Charles Taylor,
Sources of the Self. The Making
of the Modern Identity, Cambridge: Harvard U.P. 1989, passim
(29) Walther Ch. Zimmerli,
Von der
Emanzipation durch Reflexion zur Identität zukünftiger
Gesellschaften -- oder: Jürgen Habermas und sein Weg durch
Hegel (De la emancipación mediante la reflexión
a la identidad de sociedades futuras, o: Jürgen Habermas
y su camino a través de Hegel), en: Roland Simon-Schaefer
/ Walther Ch. Zimmerli,
Theorie zwischen Kritik und Praxis. Jürgen Habermas und
die Frankfurter Schule (Teoría entre crítica
y praxis. Jürgen Habermas y la Escuela de Frankfurt), Stuttgart:
Frommann-Holzboog 1975, p. 50
(30) Jacques Derrida,
Die Schrift und die
Differenz (La escritura y la diferencia), Frankfurt:
Suhrkamp 1976, p. 441.- Cf. también dos excelentes exposiciones
sobre este tema: Wolfgang Welsch, op. cit. (nota 25), pp.
116-125; Thomas McCarthy,
Kritik der Verständigungsverhältnisse.
Zur Theorie von Jürgen Habermas (Crítica de las
bases de la comprensión. Sobre la teoría de Jürgen
Habermas), Frankfurt: Suhrkamp 1980, p. 130
(31) Theodor W. Adorno,
Kritik (Crítica),
en: Adorno,
Kritik. Kleine Schriften zur Gesellschaft (Crítica.
Escritos breves sobre la sociedad), Frankfurt: Suhrkamp 1971, p.
10, 19; Adorno,
Resignation (Resignación), en: ibid.
p. 149 sq.- Cf. también: Karl-Heinz Sahmel,
Die Kritische
Theorie. Bruchstücke (La teoría crítica. Fragmentos),
Würzburg: Königshaus/Neumann 1988; Reinhard Kager,
Herrschaft
und Versöhnung. Einführung in das Denken Theodor W. Adornos
(Dominación y reconciliación. Introducción al
pensamiento de Adorno), Frankfurt: Campus 1988
(32) Sobre ésto cf. Rolf
Wiggershaus,
Die Frankfurter Schule. Geschichte, theoretische
Entwicklung, politische Bedeutung (La Escuela de Frankfurt.
Historia, desarrollo teórico, significación política),
Munich: Hanser 1987, p. 385.- Lo relevante de la Escuela de
Frankfurt fue comprender que lo decisivo en la historia humana
no fue la modernidad, sino la dominación o domesticación
de la naturaleza, durante la cual el miedo y el placer fueron
reducidos a instrumentos para la autopreservación de
la especie.
(33) Wolfgang Welsch, op. cit. (nota 25),
pp. 615-625
(34) Los mejores testimonios del rechazo
marxista ortodoxo a la Escuela de Frankfurt son: Wilhelm Raimund
Beyer,
Die Sünden der Frankfurter Schule. Ein Beitrag zur
Kritik der "Kritischen Theorie" (Los pecados de la Escuela
de Frankfurt. Una contribución a la crítica de la
"Teoría crítica"), Frankfurt: Marxistische Blätter
1971, p. 48; Rolf Bauermann / Hans-Jochen Rötscher,
Dialektik
der Anpassung. Die Aussöhnung der "Kritischen Theorie" mit
den imperialistischen Herrschaftsverhältnissen (La
dialéctica del acomodo. La reconciliación de la "Teoría
crítica" con las relaciones imperialistas de poder),
Frankfurt: Marxistische Blätter 1972, p. 34, 53; N. Motroschilowa
/ J. Samoschkin,
Marcuses Utopie der Antigesellschaft
(La utopía marcusiana de la antisociedad), Frankfurt: Marxistische
Blätter 1971, p. 19 sqq., 29 sq.; Johannes Heinrich von Heiseler
et al.,
Die "Frankfurter Schule" im Lichte des Marxismus
(La "Escuela de Frankfurt" a la luz del marxismo), Frankfurt: Marxistische
Blätter 1970, pp. 12-16
(35) Wolfgang Welsch, op. cit (nota
25), pp. 748 sqq., 763 sqq., 909-912
(36) Ibid., pp. 785-787, 791-799, especialmente
p. 789
(37) Es lo contrario de la actitud básica
de la cultura popular juvenil de nuestra época.
La comunidad de los que pretenden ser libres e iguales ejecuta constantemente
el gesto de la rebelión espontánea contra todo
y todos, pero lo realiza de manera uniforme, prefabricada
y comercializable, perpetuando los hábitos del autoritarismo.
Cf. Theodor W. Adorno,
Prismen. Kulturkritik und Gesellschaft
(Prismas. Crítica cultural y sociedad) [1953], Frankfurt:
Suhrkamp 1976, pp. 32, 144-146, 152
(38) Sobre esta temática
cf. el estudio exhaustivo de Franz Borkenau,
Der Übergang
vom feudalen zum bürgerlichen Weltbild (La transición
de la cosmovisión feudal a la burguesa) [1934], Darmstadt:
WBG 1971, pp. 60 sq., 98, 101, 104-107, 155, 159 sqq., 373
sq., 454, 480, 485
(39) En una obra temprana de 1872 Nietzsche
ya aseveró categóricamente que todo derecho
se asienta exclusivamente sobre la violencia y la victoria de las
armas.- Friedrich Nietzsche,
Der griechische Staat (El
Estado griego), en: Nietzsche,
Studienausgabe (Edición
de estudio), compilación de Hans Heinz Holz, Frankfurt:
Fischer 1968, t. I, p. 130
(40) Contra esta opinión puede
aducirse que existe una inmensa variedad de tareas sociales que no
pueden ser subsumidas bajo cálculos racionales egoístas
de corto plazo, entre ellas el tiempo que el Hombre ha dedicado a
la religión, a la cultura en general, al arte y
la literatura, a las obras de caridad y solidaridad, a la investigación
científica y a la política en cuanto tarea
que intenta asegurar una
buena vida bien lograda, como
se decía en épocas clásicas.
(41) Friedrich Nietzsche,
Jenseits von
Gut und Böse. Vorspiel einer Philosophie der Zukunft
(Allende lo bueno y lo malo. Preludio a una filosofía
del futuro) en: Nietzsche,
Studienausgabe, op. cit. (nota
39), t. III, p. 53
(42) Friedrich Nietzsche,
Menschliches,
Allzumenschliches. Ein Buch für freie Geister
(Humano, demasiado humano. Un libro para espíritus libres),
en: Nietzsche,
Studienausgabe, op. cit. (nota 39),
t. II, p. 58
(43) Friedrich Nietzsche,
Zur Genealogie
der Moral. Eine Streitschrift (Sobre la genealogía
de la moral. Una polémica), en: Nietzsche,
Studienausgabe,
op. cit. (nota 39), t. IV, p. 79 sq.
(44)En 1872 escribió Nietzsche que
la individuación era el mal primigenio y mayor y que el arte
representaba la feliz esperanza de poder aniquilar la maldición
de la individualidad.- Friedrich Nietzsche,
Die Geburt
der Tragödie aus dem Geiste der Musik (El nacimiento
de la tragedia del espíritu de la música), en:
Nietzsche,
Studienausgabe, op. cit. (nota 39), t. I, p.
65
(45) Heinz Röttges,
Nietzsche und
die Dialektik der Aufklärung (Nietzsche y la dialéctica
de la Ilustración), Berlin/New York 1972, p. 234
(46) Cf. Wiebrecht Ries,
Nietzsche
zur Einführung (Introducción a Nietzsche),
Hamburgo: Junius/SOAK 1990, p. 101; cf. también ibid., pp.
52 sq., 101-104, 111
(47) Jürgen Habermas,
Der philosophische...,
op. cit. (nota 2), p. 119 sq., 149
(48) La crítica marxista más
conocida de Nietzsche es la realizada por Georg Lukács,
Von Nietzsche zu Hitler oder Der Irrationalismus in der deutschen
Politik (De Nietzsche a Hitler o el irracionalismo en
la política alemana) [1962], Frankfurt: Fischer 1966,
passim.- Lukács no llegó a comprender las concepciones
de Nietzsche en torno a la razón y la cultura, declarándolo
un precursor de la ideología fascista.
(49) Nietzsche,
Menschliches...,
op. cit. (nota 42), p. 223
(50) Ibid., p. 223 sq.: Nietzsche
vislumbró claramente el carácter despótico
del Estado socialista del futuro, sus instrumentos ideológicos
y la forma cómo éste trataría a sus
súbditos.
(51) Sobre esta temática cf.
la obra clásica de Karl Löwith,
Von Hegel zu Nietzsche.
Der revolutionäre Bruch im Denken des 19. Jahrhunderts
(De Hegel a Nietzsche. La ruptura revolucionaria en el
pensamiento del siglo XIX), Stuttgart: Kohlhammer 1964, pp. 281-283
(52)Friedrich Nietzsche,
Zur Genealogie...,
op. cit. (nota 43), p. 133
(53)Horkheimer / Adorno, op. cit.
(nota 1), p. 114, 119 sq., 122, 138, 141 sq.
(54)Friedrich Nietzsche,
Zur Genealogie...,
op. cit. (nota 43), p. 79 sq.
(55) Nietzsche,
Jenseits...,
op. cit (nota 41), p. 61; Nietzsche,
Der Antichrist (El
Anticristo), en: Nietzsche,
Studienausgabe, op. cit. (nota
39), t. III, p. 224, 234, 239; Nietzsche,
Ecce homo.
Wie man wird, was man ist (Ecce homo. Cómo uno llega
a ser lo que es), en:
Studienausgabe, ibid., t. IV, p.
204 sq.-
Gilles Deleuze acentuó de manera antidialéctica
la crítica nietzscheana de la metafísica, afirmando
que la dialéctica hegeliana sería una ideología
del resentimiento. Gilles Deleuze,
Nietzsche und die Philosophie
(Nietzsche y la filosofía), Munich 1976, p. 132 sqq.;
cf. también Philipp Rippel,
Souveränität
und Revolte. Die Wiedererweckung Nietzsches und Heideggers in Frankreich
(Soberanía y revuelta. La resurrección de Nietzsche
y Heidegger en Francia), en: Peter Kemper (comp.), op. cit. (nota
17), p. 116
(56)Cf. Wiebrecht Ries, op. cit. (nota
46), p. 79
(57) Werner Ross,
Der ängstliche
Adler. Friedrich Nietzsches Leben (El águila temerosa.
La vida de Friedrich Nietzsche), Munich: dtv 1984, p. 10; Karl
Löwith,
Nietzsches Philosophie der ewigen Wiederkehr des
Gleichen (La filosofía nietzscheana del eterno retorno
de lo igual), Stuttgart: Kohlhammer 1956, p. 14
(58) Martin Hopenhayn,
Después...,
op. cit. (nota 6), p. 124; ibid., p. 181 (siguiendo una
ocurrencia de
Gilles Deleuze). Y más adelante: "Su
enfermedad recurrente parece compensarlo con esta
adquisición
con que beneficia al pensar en medio del padecimiento, y que
a la larga amplía su gama cromática. La enfermedad
adquiere así un sentido inesperado: es la usina de
la metamorfosis, el lugar del parto, la combustión requerida
para arrojar-afuera (hacer-aparecer) una nueva perspectiva que
torna al pensar más expansivo" (ibid., p. 188).
(59) Albert Camus,
Der Mythos von Sisyphos.
Ein Versuch über das Absurde (El mito de Sísifo.
Un ensayo sobre lo absurdo) [1942], Reinbek: Rowohlt 1968,
passim
(60) Hopenhayn, ibid., p. 19 sq.
(61) Ibid., p. 20
(62) Jürgen Habermas,
Der philosophische...,
op. cit. (nota 2), p. 156
(63) Horkheimer / Adorno, op. cit.
(nota 1), p. 111
(64) Ibid., p. 141
(65) Martin Traine,
"Die Sehnsucht nach dem ganz
Anderen". Die Frankfurter Schule und Lateinamerika ("La nostalgia
por lo totalmente Otro". La Escuela de Frankfurt y América
Latina), Aquisgrán: Augustinus/Concordia
1994, p. 53; cf. también Harry
Kunneman / Hent de Vries (comps.),
Die Aktualität der
"Dialektik der Aufklärung". Zwischen Moderne und Postmoderne
(La actualidad de la "Dialéctica de la Ilustración".
Entre modernidad y postmodernidad), Frankfurt: Campus 1988,
passim
(66)Horkheimer / Adorno, ibid., p.
106
(67)Para Horkheimer, por ejemplo, toda la filosofía
"burguesa" desde Descartes sería un único
esfuerzo por poner la ciencia al servicio de las relaciones
capitalistas y burguesas de producción: cf. Max Horkheimer,
Vernunft und Selbsterhaltung (Razón y autoconservación)
[1942], Frankfurt: Fischer 1970, p. 38.- Adorno rechazó
con vehemencia la comunicabilidad de las ideas y convicciones
como "ficción liberal", propugnó la imposibilidad
de brindar legitimidad a cualquier pensamiento y afirmó
que los únicos enunciados verdaderos son los que no se comprenden
a sí mismos. Cf. Theodor W. Adorno,
Minima moralia. Reflexionen
aus dem beschädigten Leben (Minima moralia. Reflexiones
de la vida estropeada), en: Adorno,
Gesammelte Schrfiten (Obras
reunidas), Frankfurt: Suhrkamp 1980, t. IV, p. 88, 90, 216
(68) Jürgen Habermas,
Wozu noch Philosophie?
(Porqué aun filosofía?), en: Habermas,
Philosophisch-politische
Profile (Perfiles filosófico-políticos),
Frankfurt: Suhrkamp 1971, p. 30
(69) La concepción, por ejemplo, de que
los fragmentos son más importantes que el sistema, que las
rupturas son más relevantes que la continuidad, tenían
la función de establecer
la crítica como
filosofía con la intencion de una esclarecimiento
general, naturalmente también en el plano socio-político.
Cf. Theodor W. Adorno,
Der wunderliche Realist. Über
Siegfried Kracauer (El realista extravagante. Sobre Siegfried
Kracauer), en: Adorno,
Noten zur Literatur III (Notas sobre
literatura III), Frankfurt: Suhrkamp 1965, p. 84, 89
(70)La literatura sobre Wittgenstein
es enorme y creciente. Cf. la bibliografía contenida
en: Kurt Wuchterl / Adolf Hübner,
Ludwig Wittgenstein,
Reinbek: Rowohlt 1996, pp. 145-151
(71) Ludwig Wittgenstein,
Philosophische Untersuchungen
(Investigaciones filosóficas), en: Wittgenstein,
Schriften (Escritos), Frankfurt: Suhrkamp 1960,
pp. 342-345
(72) Herbert Marcuse,
Der eindimensionale
Mensch..., op. cit. (nota 10), pp. 187-192, especialmente
p. 190
(73)Jacques Derrida,
Grammatologie (De
la gramatología), Frankfurt: Suhrkamp 1974, p. 17, 23 sqq.,
29, 259 sqq.; Derrida,
Die Schrift und die Differenz
(La escritura y la diferencia), Frankfurt: Suhrkamp 1972,
passim
(74) Mario Vargas Llosa,
La hora de los charlatanes, en: LA
RAZON (La Paz) del 24 de agosto de 1997, p. A 7
(75) Niklas Luhmann,
Soziale Systeme (Sistemas
sociales), Frankfurt: Suhrkamp 1985, pp. 289-297.- Sobre esta temática
cf. Stefan Breuer,
Die Gesellschaft des Verschwindens. Von der
Selbstzerstörung der technischen Zivilisation (La sociedad
de la desaparición. Sobre la autodestrucción de la
civilización técnica), Hamburgo: Junius 1992, p.
98
(76) Octavio Paz,
La democracia...,
op. cit. (nota 7), p. 10
(77)Ibid., p. 11
(78) Jorge Larraín Ibáñez,
op. cit. (nota 18), p. 248
(79)Ibid., p. 194
(80) Para una crítica al postmodernismo
cf. entre otros: Luc Ferry / Alain Renaut,
Heidegger
et les modernes, París: Grasset 1988; Ferry / Renaut,
La Pensée '68. Essai sur l'antihumanisme contemporain,
París: Gallimard 1988 (sobre Michel Foucault pp. 129-195;
sobre Derrida pp. 199-236); David Sobrevilla,
El problema
de la modernidad: el debate entre Lyotard y Habermas, en:
SOCIALISMO Y PARTICIPACION (Lima), Nº 43, septiembre de 1988,
pp. 65-82
(81)Cf. la obra crítica: Gladys Swain
/ Marcel Gauchet,
Penser la maladie mentale, París:
Gallimard 1980
(82) Roger Shattuck,
Reconsideraciones sobre
un caballo de madera, en: VUELTA, vol. XIX, Nº 226, septiembre
de 1995, p. 54
(83)Cf. el interesante ensayo de Axel Honneth,
Foucault und Adorno. Zwei Formen einer Kritik der Moderne
(Foucault y Adorno. Dos formas de una crítica de la
modernidad), en: Peter Kemper (comp.), op. cit. (nota 17), pp.
127-144
(84)Jürgen Habermas,
Der philosophische...,
op. cit. (nota 2), p. 324; cf. también p. 280 sqq.
(85) Jürgen Habermas,
Mit dem Pfeil ins
Herz der Gegenwart. Zu Foucaults Vorlesung über Kants "Was ist
Aufklärung" (Con la flecha en el corazón del presente.
El curso de Foucault sobre la obra de Kant:
Qué es la Ilustración),
en: Jürgen Habermas,
Die Neue Unübersichtlichkeit
(La nueva confusión), Frankfurt: Suhrkamp 1985, p. 129
sq.- Pero Habermas cree que detrás de estos alardes de
radicalismo de talante claramente cínico se hallan un
impulso genuinamente crítico y una contradicción
productiva, factores que vinculan a Foucault con el racionalismo
y los principios de la modernidad (ibid., p. 131).
(86)Zygmunt Baumann,
Moderne..., op. cit.
(nota 24), p. 289
(87)Ibid., p. 288
(88)Santiago Castro-Gómez, op.
cit. (nota 13), p. 41
(89)Ibid. (énfasis en el original)
(90) Rigoberto Lanz,
Lo que el fin
del sujeto quiere decir, en: RELEA. REVISTA LATINOAMERICANA
DE ESTUDIOS AVANZADOS (Caracas), Nº 2, enero/abril de
1997, p. 9
(91)Rigoberto Lanz,
El discurso...,
op. cit. (nota 22), p. 24 sq.
(92) Ejemplos de ello en: Magaldy Téllez,
Del sujeto como mismidad originaria a las prácticas
de producción de subjetividad, en: RELEA. REVISTA LATINOAMERICANA
DE ESTUDIOS AVANZADOS, Nº 2, enero/abril de 1997, p.
76, 78
(93) Roberto A. Follari,
Muerte del sujeto y ocaso
de la representación, en: RELEA. REVISTA LATINOAMERICANA
DE ESTUDIOS AVANZADOS, Nº 2, enero/abril de 1997, p. 49
sq., 53 sq.; Follari postula como novedad que hay diferencias
entre el legado marxista y la praxis leninista y que "el centralismo
[...], el autoritarismo y la jerarquización pétrea"
pertenecen a la herencia leninista (ibid., p. 49 sqq.).- Cf. Martin
Hopenhayn,
Los avatares de la secularización: el sujeto
en su vuelo más alto y en su caída más violenta,
en: ibid., p. 130 (sobre el derrumbe del muro de Berlin)
(94) Martin Hopenhayn,
Después...,
op. cit. (nota 6), p. 11
(95) Roberto A. Follari,
Sobre la desfundamentación
epistemológica contemporánea, Caracas:
CIPOST 1998, p. 9.- Sintomáticamente esta sentencia no
es la conclusión de todo un proyecto de investigación,
sino la frase con la cual se inicia un libro.
(96) Rigoberto Lanz,
El discurso...,
op. cit. (nota 22), p. 126
(97) Rigoberto Lanz,
El neoliberalismo
como ideología, en: RELEA. REVISTA LATINOAMERICANA
DE ESTUDIOS AVANZADOS, Nº 4, enero/abril de 1998. p.
8.- Aquí también esta sentencia tiene la índole
de una certeza consolidada
a priori y
no emerge
como la conclusión de un estudio detallado.
(98) Oscar Pérez,
Crítica negativa
y reformulación de la voluntad, en: RELEA. REVISTA LATINOAMERICANA
DE ESTUDIOS AVANZADOS, Nº 4, enero/abril de 1998, p. 144
(99) Friedrich Nietzsche,
Zur Genealogie...,
op. cit. (nota 43), p. 101
(100) Richard Rorty,
Solidarität
oder Objektivität? (¿Solidaridad u objetividad),
Stuttgart: Reclam 1988, p. 107: El yo sería "una red
sin punto central", determinado por una "pura contingencia", "un
tejido de relaciones aleatorias que retrocede hacia el pasado
y se extiende hacia el futuro".- Según el mismo autor,
la idea de la solidaridad conformaría "una creación
feliz, pero casual de la modernidad". Rorty,
Kontingenz, Ironie
und Solidarität (Contingencia, ironía y solidaridad),
Frankfurt 1989, p. 122; cf. ibid., p. 51, 80 sq., 309 sq.
(101) Martin Hopenhayn,
Después...,
op. cit. (nota 6), p. 10
(102) Cf. Peter Dews,
Adorno, Poststructuralism,
and the Critique of Identity, en: Andrew Benjamin (comp.),
The Problems of Modernity. Adorno and Benjamin, Londres:
Routledge 1989, p. 4, 11
(103) Martin Hopenhayn,
Después...,
op. cit. (nota 6), p. 12
(104)Ibid., p. 13
(105) Gilles Lipovetsky,
El crepúsculo
del deber: la ética indolora de los nuevos tiempos
democráticos, Barcelona: Anagrama 1994, p. 12
(106) Cf. el hermoso libro de George
Steiner,
Von realer Gegenwart. Hat unser Sprechen Inhalt?
(De la presencia real. ¿Tiene contenido nuestra lengua?),
Munich: Hanser 1990, pp. 13, 72, 156, 163, 171-174, 261
(107) Ibid., p. 43 sq., 51 sq., 59
(108) Cf. entre otros: Ulrich Beck,
Die feindlose Demokratie (La democracia sin enemigos),
Stuttgart: Reclam 1995, p. 8, 11, 28 sq, 145; Anthony Giddens,
Modernity
and Self-Identity in the Late Modern Age, Cambridge
1991; Wolfgang Zapf (comp.),
Die Modernisierung moderner
Gesellshaften (La modernización de las sociedades
modernas), Frankfurt 1991
(109) Max Miller / Hans-Georg Soeffner,
Modernität und Barbarei (Modernidad y barbarie),
en: Max Miller / Hans-Georg Soeffner (comps.),
op. cit. (nota 4), p. 17
(110) Albrecht Wellmer, op. cit. (nota 28), p. 9
(111) Lord Ralf Dahrendorf,
Más allá
del mercado, en: PERFILES LIBERALES, vol. 7 (1993),
Nº 31, p. 8