NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA
DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS 12-2005/2 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730 |
Hermenéutica
y transculturalidad Propuesta conceptual para una reconstrucción del "multicultualismo" como ideología |
Rafael Vidal Jiménez >>> CV |
“Lo que hace
que yo sea yo, y no otro, es ese estar en las lindes de dos países,
de dos o tres idiomas, de varias tradiciones culturales. Es eso justamente
lo que define mi identidad. ¿Sería caso más sincero
si amputara de mí una parte de lo que soy?”
Amin Maalouf
“El habla no
pertenece a la esfera del yo, sino a la esfera del nosotros”
Hans-Georg Gadamer
RESUMEN.-
Este estudio pretende tender algunos puentes conceptuales entre un pensamiento
hermenéutico, desarrollado a través de nociones de naturaleza
dialógica como la de fusión de horizontes (Hans-George Gadamer),
y una “inter” (o “trans”)-culturalidad derivada de las implicaciones epistemológicas,
ética y políticas del pensamiento mestizo y de la hibridación
(Miquel Rodrigo Alsina; Silva y Browne). Desde una concepción plural,
dinámica y relacional de unas identidades no esencializadas, y, por
tanto, referidas al infinito proceso constituyente de la conformación
del sí-mismo en el siempre fecundo encuentro con la alteridad (Paul
Ricoeur), las reflexiones presentadas aquí apuntan, por consiguiente,
hacia una reorientación crítica y comprometida del debate actual
sobre la “globalización” centrado en la oposición reactiva
entre la lógica instrumental del capitalismo informacional, y la defensa
local de unas identidades cada vez más auto-replegadas en el rechazo
y el odio del “otro” (Manuel Castells). En suma, siguiendo las motivaciones
que llevaron en 1940 al cubano Fernando Ortiz a acuñar por primera
vez el término de transculturación, la “transculturalidad”
se enfocará desde un “multiculturalismo crítico” de la resistencia
(Peter Mclaren) que convierta la práctica generalizada de la infinita
transacción cultural en el “caldo de cultivo” de la transgresión
cooperativa de ese multiculturalismo segregacionista hegemónico
que será objeto de una deconstrucción como base ideológica
del nuevo Capitalismo-Red (de Control).
1. Hacia una problematización
del concepto de Multiculturalismo
Oponiéndose a las tesis
“globalistas” hegemónicas acerca de los efectos de homogeneización
cultural del fenómeno histórico de la “globalización”,
Arjun Appadurai alude a una “modernidad desbordada”, a un “mundo poselectrónico”
donde la proliferación planetaria de los flujos migratorios e informáticos
comporta una alteración muy profunda del imaginario moderno sobre
las relaciones con uno mismo, con los demás y con el mundo. Para este
autor, el “ahora global” se corresponde, en suma, con la gran ruptura que
representa el despliegue –en los mismos términos del “desarraigo” vattimiano
(Vattimo, 1990)- de un nuevo orden de inestabilidad en el proceso de formación
de las subjetividades modernas, dentro de «un espacio de disputas y
negociaciones simbólicas mediante el que los individuos y los grupos
buscan anexar lo global a sus propias prácticas de lo moderno»
(Appadurai, 2001: 20). Nos situamos, por tanto, en el plano de la incertidumbre
postmoderna generada por la indeterminación de las nuevas prácticas
desterritorializadoras ligadas a la expansión de las interconexiones
electrónicas a la larga distancia, de una parte, y de los nuevos contactos
inter-personales e inter-grupales propiciados por los nuevos desplazamientos
migratorios, de otra. Es ese contexto mundial de circulación masiva
–multidireccional, asimétrica y diferencial- de personas, culturas,
informaciones, tecnologías, mercancías, capital e ideas donde
habremos de explorar el potencial liberador de esas nuevas cartografías
sociales “híbridas” y “rizomáticas” concretadas en ese “pensamiento
del entre”, en esos “paisajes intersticiales”, en esos “espacios liminales”
en los que se realizan unas identidades inestables, fragmentarias y complejas
que hacen del “sí mismo” un incesante viaje, un continuo tránsito
“en” y “a través” del otro (Silva y Browne, 2004)[4].
Ahora bien, insistamos en
ello, en este cambiante juego de descentramientos, desjerarquizaciones y
descomposiciones deslocalizadoras de los discursos normalizadores impuestos
secularmente por el Occidente blanco, racista, patriarcal hegemónico
no todo se resuelve en los efectos emancipadores del poder de la “imaginación”
en tanto nuevo escenario para la acción, y no sólo para la
evasión (Appadurai, 2001), sino que entraña también
la irrupción histórica más reciente de nuevas formas
de dominación, segmentación y exclusión vinculadas a
la lógica autocorrectora y autonormalizadora de lo que denominaré
Capitalismo-Red (de Control). Aludiendo a las asimetrías fundamentales
del modo en que se vive sobre las superficies sin fondo de la postmodernidad
–para ello basta con recapacitar sobre los “no-acontecimientos” como esa
“Guerra del Golfo”, simulada e hiperreal, que, para Jean Baudrillard,
“nunca tuvo lugar”[5]-,
Ella Shohat y Robert Stam argumentan:
Tratando de emplazarnos dinámicamente
en esa “modernidad reflexiva” –aquella que se percibe a sí
misma como tema y problema (Ulrich Beck, 2000)-, abierta autocráticamente
a un nuevo diálogo global entre las culturas, pero condicionada, al
mismo tiempo, por los “imperativos” del riesgo como principio auto-organizador
de un sistema social basado en la articulación -con fines ideológicos
de control social y rentabilidad económica- de esa estructura de
medios necesaria para la resolución de los problemas que genera de
forma recursiva el mismo sistema (Ulrich Beck, 2001), urge desentrañar
esa nuevas formas de dominación, esos nuevos esquemas de distribución,
esas nuevas desigualdades, esos nuevos mecanismos de clasificación
y exclusión, en suma, que se esconden tras la exaltación corporativa-empresarial,
académica y mediática de lo que entiendo como un nuevo multiculturalismo
de mercado.
Como primera clarificación terminológica,
Peter McLaren distingue entre, primero, un “multiculturalismo conservador”,
en el que la separación inter-étnica remite a un criterio de
jerarquía centrado en la primacía del elemento blanco anglosajón;
segundo, un “multiculturalismo liberal” defensor de la igualdad natural y
la equivalencia cognitiva inter-racial; y, tercero, un “multiculturalismo
liberal de izquierda” denunciador de las violaciones de esa igualdad supuestamente
reconocida en consonancia con una desigualdad de oportunidades económicas
y sociales (García Canclini, 2001). En ese “multiculturalismo” de
corte liberal norteamericano podríamos inscribir las llamadas “políticas
de reconocimiento” consistentes en la búsqueda reivindicativa del
equilibrio entre la protección de los derechos universales, de un lado,
y el respeto público de los particularismos culturales -no contemplado
en la neutralidad intercultural de ese igualitarismo universalista ilustrado-,
de otro. Taylor lo sintetiza de la siguiente forma: «con la política
de la dignidad igualitaria lo que se establece pretende ser universalmente
lo mismo, una “canasta” idéntica de derechos e inmunidades; con la
política de la diferencia, lo que pedimos que sea reconocido es la
identidad única de este individuo o de este grupo, el hecho de que
es distinto de todos los demás» (Taylor, 2001: 61).
Ahora bien, según lo recoge García
Canclini, Nancy Fraser ha denunciado las graves deficiencias de este “multiculturalismo”
que, con independencia del espíritu emancipador que lo inspire, reduce
el conflicto político a una lucha por la reorganización de
las diferencias étnicas, nacionales y de género, dejando al
margen las cuestiones fundamentales de carácter económico-social
relativas a la desigual distribución de la riqueza. Es por eso que
en el mosaico multicultural norteamericano -tan complejo como jerarquizado-
hacia el que, no obstante, tienden mis críticas se hayan puesto en
práctica medidas relativamente compensadoras de esa doble discriminación
cultural y socio-económica según el modelo de la “acción
afirmativa”: «políticas que buscan contrarrestar las desigualdades
y discriminaciones estructurales favoreciendo a grupos minoritarios»
(García Canclini, 2001: 111).
Taylor admite en parte que estas políticas
de “discriminación a la inversa” tienen su razón de ser en
el intento de reducir gradualmente los desfases discriminatorios acumulados
históricamente entre los distintos grupos integrantes de un país,
Estados Unidos, que, como sugiere Appadurai, se basa en la ilusión
ideológicamente construida de un “multiculturalismo” pacífico
e inteligente, capaz de efectuar singulares conexiones entre la democracia,
la diversidad cultural y la prosperidad económica (Appadurai, 2001).
Sin embargo, para el citado Taylor, sigue pendiente el gran problema de la
“ceguera a la diferencia” en el marco de una sociedad plural donde la principal
preocupación es la preservación de la identidad (Taylor, 2001).
Pero ahí está precisamente el problema, en el modo “disciplinante”
en que se aborda la cuestión de la identidad desde una perspectiva
multicultural que, en su modalidad más extendida, «degenera
fácilmente en un pluralismo de imagen decretado por el estado o por
una empresa del tipo United-Colors-of-Benetton por el cual el poder establecido
promociona la “oferta del mes” étnica con intenciones ideológicas
o comerciales» (Shohat y Stam, 2002: 68). Nos adentramos, así
pues, en ese multiculturalismo de souvenirs, a ese multiculturalismo
de agencias de viaje desde el que se admira y desea –desde una exaltada
antropofagia consumista- a ese “buen salvaje” al que el mundo occidental
admira precisamente, en el ejercicio de una perversa “xenofilia”, «en
razón de su primitivismo, de su retraso, de su inferioridad tecnológica»
(Todorov, 1988: 14)[7].
Por todo ello, García Canclini, encarando uno de los tres modelos
de narrativas europeo-latinoamericanas que siguen teniendo una gran fuerza
en la autodefinición y heterodefinición de lo que se entiende
como identidad Latinoamérica, esto es, la “fascinación distante”,
señala:
«(...) los europeos han visto en América
Latina lo que el racionalismo occidental ha reprimido, placeres, sin culpabilidad,
relaciones fluidas con la naturaleza que la intensiva urbanización
europea habría sofocado, la exuberancia de la naturaleza que envuelve
la historia y nutre la corriente de la vida, como imaginaron Gaugin cuando
huyó a Tahití, Segal a Brasil, Artaud a México. Palmeras,
papayas y pirámides, tapiocas, tucanes y turbas, el cóndor
pasa y en cualquier momento vamos a la Selva Lacandona a responder personalmente
de los e-mails de los zapatistas. “Narrativas edénicas”: en
su versión disneylandesca (“la jungla amazónica”, ecológica
(la biodiversidad debe preservarse) o antropológica (la desnudez de
los indígenas que sedujo a Lévi-Strauss y a tantos otros),
esas romantizaciones simplifican –aquí el autor cita a Candance Slater-
“en exceso el complejo pastiche regional de bosques, matorrales, ciénagas
y sabanas” y convierten a los grupos variados y contradictorios que los habitan
en “especies en peligro o guardianes infieles”» (García Canclini,
2001: 89).
2. Multiculturalismos y Esencialismos Identitarios
Propongo, por consiguiente, como definición
operativa, un engañoso “multiculturalismo” xenófilo complementario
al multiculturalismo (xenófobo) de guetto sobre el que
se apoya el aparato de auto-control y auto-normalización del Capitalismo
Global de Redes. Se trata, en síntesis, de las dos caras de un
mismo fenómeno multicultural que actúa en conformidad con
los efectos ideológicos de las “sobregeneralizaciones” y “estereotipos”
que se proyectan desde el doble juego de la negación “afirmativa”,
y el rechazo explícito del “otro”, propio de una nueva Cultura
Global del Miedo (Vidal, 2004)[8].
Vayamos por partes. Esencializando y sustantivando
unas diferencias obligadas a su repliegue contra-dialógico, neutralizador
de su potencial innovador y transgresor, ese “multiculturalismo” xenófilo
de ferias de muestras de la diversidad cultural -en ellas corren el
peligro de convertirse, desde la “Soberanía Imperial del Mercado Global”,
eventos e iniciativas como el “Forum (de las Culturas). Barcelona, 2004”-
diferencia para excluir (Rodrigo Alsina, 1999), sobredimensionando y deformando
las distancias culturales “reales”, o sea, las que podrían construirse
simbólicamente desde la búsqueda hermenéutica de un
experiencia común en el respeto dinamizador de esas mismas diferencias.
En ese multiculturalismo que, teniendo en
Estados Unidos su gran referente conceptual, pero que más y más
va tomando forma en esa “nueva” Europa de la “integración”, de esa
“casa familiar” que, en el diario El País, se ha identificado
alegremente con «un proyecto único basado en la democracia,
la paz, la estabilidad y el progreso» (Yárnoz, 2004: 2), la
“diversidad cultural” adopta cada vez más la categoría de recurso
productivo barato, y –ya lo he señalado- de bien económico
“escaso”, útil y transferible. Es decir, no se mide tanto por lo que,
de manera metafórica, podríamos entender como una especie de
“valor-de-uso” dialógico, relacional e intercultural, sino por su
“valor-de cambio” como mera mercancía diseñable según
los esquemas estáticos y metafísicos del pensamiento dicotómico
y monocultural occidental. De ahí el interés que en todo esto
tiene esa distinción propuesta por Víctor Silva, siguiendo
el punto de vista del enfoque poscolonial de Homi Bhabha, al indicar que
«la diversidad cultural es un objeto epistemológico (la cultura
como objeto de conocimiento empírico), en tanto que la diferencia
cultural es un proceso de enunciación de la cultura, es decir,
es una construcción permanente que nunca está estabilizada,
ni termina de construirse» (Silva, 2003: 142).
Por eso, ese “multiculturalismo” en el que,
como recuerda Graciano González, «muchos ven la sombra
alargada de la mentalidad occidental» (González R. Arnáiz,
2002: 79), opera oprimiendo al “otro”, obligándolo a adecuar su comportamiento
y auto-imagen a los binarismos simplificadores impuestos por el orden práctico-discursivo
hegemónico desde el que se auto-reproduce la totalidad del sistema.
«Los grupos dominantes –argumenta Charles Taylor- tienden a afirmar
su hegemonía inculcando una imagen de inferioridad a los subyugados»
(Taylor, 2001: 97). Por consiguiente, el inexistente y sólo simulado
reconocimiento del “otro” -Shohat y Stam identifican esto con los métodos
de control social representados por las “cárceles de la imagen” de
Alice Walter- contribuye de forma decisiva a inducir en los individuos y
grupos afectados una inseguridad y un concepto despectivo de sí mismos,
por muy “positivas” que parezcan las imágenes impuestas. Su poder coactivo
y anulador es, en realidad, implacable. Colocándonos en el plano
del discurso audiovisual, puede observarse en el “cine liberal” norteamericano
la atribución al “otro” de una imagen positiva, de diálogos
interesantes, y de algunas referencias ocasionales a su punto de vista,
mientras que los personajes blancos occidentales proporcionan los “centros
de conciencia” y los “filtros” de la información como canales de
difusión de los discursos raciales-étnicos dominantes. Eso
sin olvidar que «un cine de imágenes positivas artificiosas revela
una falta de confianza en el grupo que se retrata así, el cual tampoco
se hace ilusiones en cuanto a su propia perfección» (Shohat
y Stam, 2002: 210).
Desde otra perspectiva, en el lado negativo,
y ofreciendo un ejemplo concreto, «la tendencia de los medios de comunicación
a presentar a los hombres negros como delincuentes en potencia […] tiene
un fuerte impacto en las mismas vidas de los negros» (Shohat y Stam,
2002: 192). Este hecho, en multitud de ocasiones –pensemos hoy día
en el mundo islámico-, deriva en trastornos psíquicos de naturaleza
identitaria que, en mi opinión, acaban siendo reaprovechados por el
sistema potenciando las tensiones sociales y los conflictos inter-culturales
–aludo a la tesis del “choque de civilizaciones” de Samuel P. Huntington
(Huntington, 2003)[9]–
desde los que se retroalimenta autopoiéticamente la gran máquina
dicotómica de exclusión consumista que es el Capitalismo
Global de Redes: el control social a través del miedo al “otro”
y a lo “otro”, apelando a los vínculos hobbesianos-schmittianos de
protección-obediencia, en detrimento de unos valores democráticos
en rápido proceso de extinción planetaria[10].
Saliendo del paradigma norteamericano, el
relacionismo etnicista, que no dialógico, en el que se funda la lógica
combinatoria hegemónica de la “Sociedad Red” coincide, pues, con
la estimulación estratégica de los localismos reaccionarios,
dentro de ese proceso que Manuel Castells ha definido como la defensa de
la identidad frente al poder de los flujos globales afines a las élites
gestoras-tecnocráticas-financieras del “capitalismo global de la información”.
El citado autor defiende que «la oposición entre globalización
e identidad está dando forma a nuestro mundo y a nuestras vidas»
(Castells, 1998: 23). En ese sentido –ello para proponer soluciones auténticamente
transculturales como las que ofreceré hacia el final de mi trabajo-,
García Canclini describe la llamada “globalización” como un
choque de imaginarios que bien podría interpretarse como la oposición
dialéctica entre, de un lado, ese “relato épico” de naturaleza
tecnocrática-economicista-sociologista, propio de la ideología
dominante, enfocado hacia los valores informacionales del incremento del
volumen y la intensificación de los intercambios de bienes y capital;
y, de otro, ese “relato melodramático”, promovido por los estudios
antropológicos, psicoanalíticos y estéticos, que, tratando
de mostrar «el carácter parcial de los procesos globalizadores,
o su fracaso, o los nuevos desplazamientos que engendra su unificación
apurada del mundo, poco atenta a lo que distingue y separa» (García
Canclini, 2001: 34), actúa como auténtica caja de resonancia
de las fisuras, violencias y dolores constitutivos de ese multiculturalismo
segregacionista global del que me vengo ocupando en su doble cara incluyente-excluyente.
Lo preocupante que es que ese multiculturalismo que, en la práctica,
separa esencialistamente, en la misma medida en que concuerda con posturas
espacio-temporales premodernas, o sea, abocadas a la reivindicación
de la eterna repetición de lo idéntico[11],
puede ser, y, de hecho, lo es, la sede del desarrollo de lo que Amin Maalouf
detecta como “identidades asesinas” allí donde el apego a un sentimiento
único y homogéneo de pertenencia constituye el caldo de cultivo
del miedo al “otro” como amenaza. En consecuencia, renunciando a cualquier
esquema binario y maniqueo “a la occidental”, aclara:
«(...) no creo que la pertenencia a tal
o cual etnia, religión, nación u otra cosa predisponga a matar.
Basta con repasar los hechos sucedidos en los últimos años para
constatar que toda la humanidad, a poco que su existencia se sienta humillada
o amenazada, tiende a producir personas que matarán, que cometerán
las peores atrocidades convencidas de que están en su derecho, de
que así se ganan el Cielo y la admiración de los suyos. Hay
un Mr. Hyde en cada uno de nosotros; lo importante es impedir que se den
las condiciones que ese monstruo necesita para salir a la superficie»
(Maalouf, 2002: 36).
Concretando aún más,
antes de hacer algunas propuestas sobre ese relato mediador de la unicidad
global y la diferencia local que deberíamos “entre”-tejer hermenéutica
y trasnculturalmente desde una noción compleja e inestable de las
identidades, conviene aceptar que nos enfrentamos a un multiculturalismo-mosaico,
fuertemente jerarquizado positiva y negativamente, o sea, antropofágica
(incluyendo) y antropoémicamente (excluyendo) a la vez, cuyo creciente
alcance transnacional se corresponde con la racialización, minorización
y tribalización de unas “diferencias” sometidas al absoluto control
autorregulador del Capitalismo Global. En el ámbito teórico,
apunto, pues, hacia la aplicación a la arquitectura transfronteriza,
flexible y reticular de la nueva “sociedad (metadisciplinaria) de
la información” testimonios como el que, para la esfera nacional estadounidense,
nos ofrece Arjun Appadurai:
«(...) en la medida
en que muchos de nosotros nos encontramos racializados, biologizados, minorizados
y reducidos –en vez de potenciados- por nuestros cuerpos y nuestras historias:
nuestros acentos, diferencias y peculiaridades se vuelven nuestras prisiones,
y la figura de la tribu nos diferencia y nos aparta de un Estados Unidos
otro, decoroso, civilizado y blanco, aunque no demasiado especificado,
pero, en todo caso, lejano y ajeno al clamor de la tribu; en suma una tierra
en la que todavía no somos bienvenidos» (Appadurai, 2001: 179).
Lo grave, repito, es que este
fenómeno ya no se restringe a los cerrados ámbitos de la territorialidad
estatal-nacional, sino que concierne, de modo global, al ochenta por ciento
de la “humanidad sobrante”, cuya inutilidad es parte constituyente del programa
del nuevo “capitalismo total” (Michéa, 2002). Este “multiculturalismo”
dominante, el multiculturalismo de los manuales académicos escolares
y universitarios; el multiculturalismo del marketing empresarial y de las
fantasías publicitarias; el multiculturalismo de la vacía retórica
política; el multiculturalismo, en suma, de los medios de comunicación
masivos, representa el núcleo ideológico de ese gran Mercado
Global de Redes realizado “en” y “a través” de la manipulación
flexible y cambiante de la diferencia, una vez convertida ésta,
según el plano en el que nos emplazemos, en “amable” y “jugosa”, o
en “peligrosa” y “amenazante” diversidad cultural.
De acuerdo con lo que acabo
de señalar, hemos de insistir todo lo que esté a nuestro alcance
en la función ideológica-normalizadora que, en este sentido,
realizan los “mass media” en su complemetariedad transdiscursiva con el resto
de los discursos referidos a la “alteridad”[12].
Dentro del esfuerzo conceptual que estoy haciendo, convendría, por
tanto, resaltar que, cuando hablo del “multiculturalismo” como ideología,
me estoy ubicando en la dimensión específicamente cultural
de las prácticas discursivas de naturaleza política, es decir,
en todo aquello que incumbe al problema central de la legitimidad del poder
y de la autoridad. En un desempeño más de ese pensamiento dialógico-hermenéutico
de la “intersección” que estimula su trayectoria intelectual, Paul
Ricoeur sitúa la ideología en un “entre”, esto es, en las
grietas intermedias, en el punto de cruce entre su concepción
crítica-negativa -de origen marxista- como deformación, como
imagen invertida de la praxis social real, de un lado; y su definición
-más neutra antropológicamente hablando- como ese patrón
o modelo reticular que –junto a otros esquemas culturales como los religiosos,
filosóficos, estéticos o científicos- organiza y orienta
intersubjetivamente los procesos sociales y psicológicos, de otro.
De hecho, Clifford Geertz, abundando en la dimensión simbólica
de toda acción social, aduce, quizá soslayando demasiado el
carácter conflictivo que con frecuencia las relaciones trans-subjetivas
mantienen, que «la ideología suministra “una salida” simbólica”
a las agitaciones emocionales generadas por el desequilibrio social»
(Geertz, 2001: 179).
Es por eso que, considerando
el déficit de credibilidad que determina toda relación de dominación
entre la autoridad y la ciudadanía, Ricoeur convierta lo ideológico
en una especie de catalizador simbólico de una determinada práctica
política. Ello, en favor de la creación persuasiva del mínimo
consenso social en el que debe basarse la estabilidad de ese sistema de
poder. Por consiguiente, la ideología proporciona ese código
de interpretación que garantiza la integración social justificando,
de esta manera, una forma concreta de ejercicio normalizador del poder. En
su primordial función legitimadora, «el papel de la ideología
consiste en hacer posible una entidad política autónoma al
suministrar los necesarios conceptos de autoridad que le dan significación»
(Ricoeur, 1999: 55).
Pero, en nuestro complejo
mundo global, no nos ha de preocupar ya tanto la justificación simbólica
de los caducos estados nacionales. Se trata, en mucha mayor medida, de la
legitimación de esa gran entidad postmoderna, postilustrada, postmetafísica
y postnacional que, en coherencia con un concepto relacional y disciplinario
del poder –en la línea de las reflexiones realizadas al respecto por
autores tan diferentes, pero pienso que complementarios, como Michel Foucault
(Foucault, 1992a, 1992b) y Niklas Luhmann (1995)-, Hardt y Negri proponen
como ese nuevo des-orden rizomático, esa una nueva lógica
y estructura de poder, control y mando obediente a las exigencias autogeneradoras
de los mercados globales y de los flujos globales de bienes, personas e
ideas conectados a ellos: el “Imperio” como «el sujeto político
que regula efectivamente estos cambios globales, el poder soberano que gobierna
al mundo» (Hardt y Negri, 2004: 4).
A mi entender, para referirnos
de forma terminológicamente provechosa a lo que vengo perfilando
–todo ello, desde un lenguaje afín a las nociones plécticas
de la “complejidad” (Morin, 1994) y el “emplazamiento” (Vázquez
Medel, 2003)- como una nueva Transnación Multicultural vinculada,
de modo directo, a las cambiantes formas de ese tribalismo postmoderno
planetario localizado por Maalouf en una época actual transcurrida
«bajo el doble signo de la armonización y la disonancia»
(Maalouf, 2002: 101), parece aconsejable la recuperación del concepto
gramsciano de “hegemonía”. Este concepto servirá para terminar
de comprender el “multiculturalismo” como una forma de dominación,
no basada en una mera confrontación de realidades objetivas-sustantivas,
sino en un complejo juego cultural de posiciones políticas relacionales,
o sea, “emplazantes”, “desemplazantes” y “reemplazantes” a la vez en contextos
de interacción determinados. Dicho de otro modo, en el no-lugar trans-subjetivo
de la constante tensión entre el nivel ideológico de la dominación,
y el nivel transgresor de las desviaciones con respecto a los diagramas normalizadores
que constituyen aquél.
Proponiendo una “entre”-lectura,
un “entre”-tejido trans-subjetivo de ese gran “hipertexto” que es la sociedad
mundial como fluctuante entramado práctico-discursivo global –no olvidemos
que el origen etimológico del término “texto” es “tejido”-,
la noción de “hegemonía” concibe el ejercicio de la dominación
política desde múltiples relaciones diferenciales de adaptación
y oposición, de consenso y normalización, de orden y caos
entre grupos sociales heterogéneos implicados en la lucha nunca concluida
por el auto-reconocimiento, y la imposición de una “cosmovisión”
prevaleciente. De hecho, comporta la sustitución de la óptica
estructural y estática de las “clases sociales” por el prisma “agenciante”
y “transversal” de lo que autores como Orlando Pulido definen como “bases
sociales” para reflejar ese antagonismo dinámico que inter-penetra
a los grupos “hegemónicos” y “subalternos”, trans-modelándose,
como resultado de ello, bloques ideológicos dominantes y subordinados
al interior de cada uno de ellos (Pulido, 1999)[13].
En efecto, desde estos presupuestos
teóricos sistémico-relacionales-comunicacionales, el multiculturalismo
monocultural que estoy deconstruyendo no es más que el gran
principio legitimador de la nueva hegemonía imperial del Capitalismo-Red
(de Control). Ello, porque, si seguimos los presupuestos “estructurales”
e “ideológicos” sobre los que se sostiene la gran “Soberanía
Imperial” descrita por los ya citados Hardt y Negri, enseguida percibimos
que se cumple todo lo que, de manera general, Martín-Barbero atribuye
a las posibilidades epistemológicas y ético-políticas
de un concepto de “hegemonía” que posibilita pensar la dominación
social:
«(...) ya no como imposición
desde un exterior y sin sujetos, sino como un proceso en
el que una clase hegemoniza en la medida en que representa intereses que
también reconocen de alguna manera como suyos las clases subalternas.
Y “en la medida” significa aquí que no hay hegemonía,
sino que ella se hace y deshace, se rehace permanentemente en un “proceso
vivido”, hecho no sólo de fuerza sino también de sentido, de
apropiación del sentido por el poder, de seducción y complicidad.
Lo cual implica una desfuncionalización de la ideología –no
todo lo que piensan y hacen los sujetos de la hegemonía sirve a la
reproducción del sistema- y una reevaluación del espesor de
lo cultural: campo estratégico en la lucha [emplazante] por ser espacio
articulador de los conflictos”» (Martín-Barbero, 1998: 85).
3. Multiculturalismo y Capitalismo
de Control
Veamos, pues, cómo
se resuelve, en el “Imperio”, la oposición hegemónica entre
el universalismo (globalista) de mercado y el pluralismo (particularista)
multicultural. Actuando mediante redes de dominación acentradas y
rizomáticas, la soberanía ejercida por el “Capitalismo Global”
presenta un carácter inmanente que contrasta fuertemente con la naturaleza
trascendente de la soberanía moderna, es decir, «el capital funciona,
según la terminología de Deleuze y Guattari, a través
de una decodificación generalizada de los flujos, una deterritorialización
masiva, y luego mediante conjunciones de estos flujos deterritorializados
y decodificados» (Hardt y Negri, 2004: 279). De entrada, ello conlleva
la pérdida de la distinción moderna –fronteriza y territorial-
entre un “afuera” y un “adentro” desde el que definir un “Yo” soberano en
oposición a un “Otro” bien demarcado: «la dialéctica moderna
del adentro y afuera ha sido reemplazada por un juego de grados e intensidades,
de hibridez y artificialidad» (Hardt y Negri, 2004: 157). Entre otras
consecuencias, ello ha permitido poner a disposición de una lógica
de control absoluto –transfronterizo y transterritorial, repito- aquellas
condiciones, en principio, siempre desde cierto punto de vista, liberadoras,
que han dado forma a los discursos postmodernista y postcolonial. El “Capitalismo
Global de Control” es acorde con una filosofía relacional –antifundacionalista
y antiesencialista- enfocada hacia la permanente interacción entre
unos elementos puramente transicionales, remodelados de forma diferencial
y asimétrica en función de las características específicas
de las relaciones desde las que emergen como tales. Por tanto, en sintonía
con los nuevos principios de la circulación, la movilidad, la velocidad,
la flexibilidad, la pluralidad, la mezcla, y el mestizaje –esto último,
siempre bajo determinadas reglas de contención recodificadora-, la
“lógica imperial” postmoderna, que no “imperialista” moderna, rompe
con la distinción “sociologista” entre individuo y sociedad, entre
acción y estructura, entre personas e instituciones sociales. Ello
coincide, a su vez, con la desaparición de la oposición entre
cultura y naturaleza, entre el espacio “interior” del orden civil y el ámbito
“externo” de lo natural. Y, todavía más, entre el “afuera”
público y el “adentro” privado, ente lo político y lo económico,
en virtud de una patente privatización y des-actualización de
aquello por parte de esto último.
Desde estos parámetros
interpretativos-descriptivos, debemos identificar el “Imperio” con esa
metarred global que Castells ha estudiado rastreando la interconexión
asimétrica y diferencial de nodos de diverso tamaño y naturaleza:
los mercados de la bolsa y sus centros auxiliares dentro de la red de los
flujos financieros dominantes; los consejos nacionales de ministros y, los
representantes de esos intereses nacionales y transnacionales en las redes
políticas como la de la Unión Europea; los elementos materiales,
humanos y financieros del crimen organizado internacional; los medios de
comunicación escritos y audiovisuales, etc. Como resume el autor:
«(...) la tipología
definida por las redes determina que la distancia (o intensidad y frecuencia
de la interacción) entre dos puntos (o posiciones sociales) sea más
corta (o más frecuente, o más intensa) si ambos son nodos de
una red que si no pertenecen a la misma. Por otra parte, dentro de una red
determinada, los flujos no tienen distancia, o es la misma, entre los nodos.
Así, pues, la distancia (física, social, económica,
política y cultural) para un punto o posición determinados varía
entre cero (para cualquier nodo de la misma red) e infinito (para cualquier
punto externo a la red). La inclusión/exclusión de las redes
y la arquitectura de las relaciones entre sí, facilitada por las tecnologías
de la información que operan a la velocidad de la luz, configuran
los procesos y funciones dominantes en nuestras sociedades» (Castells,
1997: 506).
Lo decisivo es tener en cuenta
que, como ya he ido argumentando, la morfología de redes
constituye también una fuente sistémica de reorganización
de las “relaciones de poder”. Por eso mismo, no existe un “afuera” para
el Mercado Mundial, por cuanto la totalidad del mundo se convierte en su
dominio autopoiético. De ahí que Hardt y Negri hagan corresponder
la misma anti-arquitectura del mercado global con la “soberanía imperial”.
Llegados a este punto es cuando tiene sentido hablar de un nuevo “racismo
imperial” que convierte este Capitalismo Global de Redes en un más
que eficiente aparato de control-gestión de unas diferencias y unas
multiplicidades que, lejos de negarlas, canaliza e “integra” dentro de su
propia lógica auto-organizadora. Ésta, como ya he analizado
en otros lugares, atiende a los efectos sinérgicos de la combinatoria
homeodinámica del trinomio Comunicación-Consumo-Miedo (Vidal,
2003; 2004). Así que, segmentando, clasificando, emplazando y reemplazando
diferencias de toda clase –de mercancías, poblaciones, culturas, etc.-,
y operando en un espacio global libre de las sujeciones territoriales modernas,
el Mercado Mundial se autorrealiza mediante una verdadera política
de diferencias, o mejor, de diversidades, hegemónicamente configuradas.
Siguiendo a Vertovec, Rodrigo
Alsina resalta que, tras el nuevo multiculturalismo, pueden ocultarse los
signos de un nuevo racismo, de ese racismo sin razas anejo a una novedosa
retórica de la exclusión. Y añade: «uno de los
peligros actuales es que el principio de exclusión basado en la diferenciación
por la raza, categoría que ha sido ya rechazada por la ciencia, sea
remplazado por el de identidad cultural» (Rodrigo Alsina, 1999: 74).
Nos encontramos, por tanto, ante un nuevo racismo más versátil,
más difícil de distinguir debido a las múltiples caras
que adopta y a las continuas reconfiguraciones a las que está sujeto.
Para Hardt y Negri, la falsa sensación de que el racismo ha sido finalmente
desterrado de nuestro mundo actual, cuando, en realidad, no ha dejado de
aumentar en extensión e intensidad, sólo se debe a los cambios
de forma y estrategia que ha sufrido con respecto a su versión moderna.
Pues bien, mi postura personal es que ese cambio de estrategia es “multicultural”.
Frente a las teorías racistas modernas fundadas en la afirmación
biológica de la radical diferencia ontológica, necesaria,
eterna e inmutable en el orden del ser, irrumpen ahora nuevos discursos
-no menos racistas- que proyectan nuevas líneas de segmentación
–sociologistas y culturalistas- como factor clave de los nuevos recelos,
miedos y odios inter-étnicos que conforman el “tribalismo planetario”
denunciado por Maalouf (Maalouf, 2002)[14].
Ese nuevo “racismo imperial”
multicultural, diferenciador, diversificador, sin razas, anti-bilogicista,
que, en su práctica real –ya lo he sugerido- actúa como un
gran mecanismo bloqueador y neutralizador de la
plasticidad y del potencial transgresor de la hibridación y del auténtico
mestizaje, impone «límites rígidos para la flexibilidad
y compatibilidad de las culturas. Las diferencias entre las culturas y las
tradiciones son, en última instancia, insuperables. Es inútil
e incluso peligroso, de acuerdo con la teoría imperial, permitir a
las culturas mezclarse o insistir en que lo hagan: Serbios y Croatas, Humus
y Tutsis, Afroamericanos y Coreanoamericanos deben ser mantenidos separados»
(Hardt y Negri, 2004: 161). Convertidas las diferencias étnico-culturales
en necesarias -más allá de la aceptación inicial de
su carácter contingente- como nuevo principio de separación
social, se articula, así, un nuevo esencialismo multiculturalista
que deviene en toda una “estrategia (capitalista-consumista) de inclusión
diferencial”. Este modelo multiculturalista de segregación y jerarquía
diferenciales antepone la primera a la segunda, surgiendo ésta, finalmente,
de la misma diversidad cultural pre-determinada. La jerarquía es consecuencia
sobrevenida del mero desempeño del “rol” cultural que corresponde
coyunturalmente a cada elemento del mosaico multiétnico resultante.
Este racismo multicultural imperial hace de la supremacía y la subordinación
el resultado emergente de la libre competencia como valor supremo en la gestión
relacional de las diferencias. Hardt y Negri, señalando hacia una
“meritocracia de mercado de la cultura”, concluyen:
«(...) el Imperio no
ve las diferencias en términos absolutos; nunca coloca las diferencias
raciales como diferencias de naturaleza sino, siempre, como diferencias de
grado, nunca como necesarias sino, siempre como accidentales. La subordinación
se establece en regímenes de prácticas cotidianas más
móviles y flexibles, pero que crean jerarquías estables y brutales»
(Hardt y Negri, 2004: 162).
Sólo así se entiende el funcionamiento real de ese “panóptico”
multicultural, participatorio, descentralizado, consensual, consumista y
multidireccional descrito por Reg Whitaker desde la complementariedad entre
un aislamiento vertical y una solidaridad horizontal. El criterio fundamental
de este doble juego integrador y segregador -que toca muy directamente a la
diversidad cultural definida y prospectada por los mercados globales- es
la capacidad de consumo en el marco de esa progresiva desmasificación
que Alvin y Heidi Toffler adjudican a la nueva economía informacional
de la “tercera ola”: «de manera creciente, el mercado de masas se desintegra
en fragmentos diferentes a medida que las necesidades de los clientes divergen
y la mejor información permite que las empresas identifiquen y atiendan
los micromercados»» (Toffler, 1996: 52). Whitaker ha estudiado
el modo en que el panóptico multicultural consagra diferencia “inter”
e “intra” culturales allí donde las diferencias de riqueza en el seno
de grupos inicialmente marginados pueden ser aprovechadas para atraer hacia
el “paraíso” consumista elementos o segmentos concretos de dichos
colectivos segregados, en función de su capacidad de compra. Es así,
como se proyectan indefinidamente líneas transversales de separación
entre comunidades étnicas determinadas según el nivel de ingresos
de sus integrantes (Whitaker, 1999). Lo que, en las operaciones de marketing
empresarial, aparenta ser un reconocimiento altruista y explícito
de minorías culturales tradicionalmente excluidas, no es sino un
ejemplo más del modo en que el Capitalismo Multicultural (y Disciplinario)
de Redes integra y discrimina de acuerdo con sus tácticas de
exploración de mercados posibles.
4. Trasnculturalidad y Resistencia
Dialógica
Graciano González defiende
que el fenómeno de la “interculturalidad”, más allá de
lo que se pone de manifiesto en el término ambiguo de “multiculturalismo”,
representa uno de los espacios privilegiados de reflexión sobre los
nuevos modos de “ser” y “estar” en nuestra realidad postmoderna. De esta
forma, la interculturalidad, a la vez que nos obliga a hacer una revisión
profunda de conceptos centrales como los de cultura, identidad y subjetividad,
debe proporcionarnos, de por sí, una nueva visión del mundo
y una nueva estructuración social que permita formas alternativas
a esos modos de ser y estar que he descrito desde la deconstrucción
crítica del multiculturalismo. Intentaré, para finalizar,
mostrar cómo los nuevos valores dialógicos y hermenéuticos
de la “interculturalidad” y/o la “transculturalidad” pueden conducirnos hacia
esa experiencia que el citado autor eleva al
plano de una nueva categoría moral (González R. Arnáiz,
2002).
Por mi parte, el carácter
relacional y no-estructural de ese “pensamiento otro”, de esa “antropofagia
simbólica”, de ese “contrapensamiento nómada”, tan cercano
a nociones como las de “hibridación”, “mestizaje” y “criollización”[15],
toda vez que pone el acento en el potencial transgresor de las grietas,
de los intersticios, de los “terceros espacios” que se liberan en el encuentro
contingente de unas diferencias dinamizadas en su mismo encuentro con la
“alteridad”, aconseja la mayor productividad heurística del prefijo
“trans” frente al “inter”. En ese “plexo”, en ese lugar dinámico
de entrecruzamientos diversos donde emergemos siempre “en”, “a través”,
“para” y “con” el “otro”, donde nos proyectamos como “agenciamientos” siempre
en relación a los demás, donde sólo “somos” lo que
nos marca el sentido y la dirección de las interacciones en las que
participamos dentro del infinito juego del “ir siendo” desde la “alteridad”,
el trans compensa, en mi modesta opinión, las connotaciones
estáticas y estructurales del inter. Insistamos en ello, en
este modelo alternativo de pensamiento dialógico, el “a través
de” y el “al otro lado” al que se refiere el prefijo “trans” revela con
mayor precisión conceptual esa relacionalidad desde la que
nos vamos haciendo y re-haciendo desde la reciprocidad asimétrica
y diferencial con el “otro” y lo “otro”. Pensemos –también con el
Diccionario de la Real Academia Española en la mano- que el
prefijo “inter”, contiguo a la preposición “entre”, denota precisamente
eso, “en medio” o “entre varios”, es decir, que presupone la pre-existencia
(metafísica) de los elementos o entidades que enlazan, a posteriori,
en ese “intermedio”.
Ahora bien, mi intención
no es reducir en lo más mínimo la más que posible rentabilidad
epistemológica y ético-política de este enfoque dinámico,
abierto y plural de nuestras experiencias de sí mismos y de los “otros”
que pretendo esbozar con la ayuda de los que se sitúan en el horizonte
común de mis reflexiones principales. Por eso, admitiré, no
obstante, la equiparación, en la práctica gnoseológica,
de ese pensamiento del trans al que aludo con el “pensamiento del
entre” que Silva y Browne caracterizan desde la “liminalidad”, desde esos
“escenarios híbridos”, desde esos “terceros espacios”, desde esos dinamismos
heterogéneos en los que acontece -como “evento” heideggeriano- esa
condición paradójica y potencialmente fecunda que supone la
irrupción de lo nuevo a partir de un “entre dos” o un “entre varios”
(Silva y Browne, 2004).
Como los citados autores
recuerdan, el concepto hermenéutico de “transculturalidad” tiene su
origen, hacia 1940, en el diálogo establecido por el investigador
cubano Fernando Ortiz con la tradición funcionalista –organicista
y presentista- predominante en el panorama antropológico anglosajón
de la época. En su equivalencia con el cubanismo “contrapunteo” que
da título a su trabajo[16],
Ortiz sugerirá la acuñación de la noción de
“transculturación” para incidir en el sentido dinámico de los
procesos de transacción intercultural desde los que estudiar
los fenómenos de evolución histórica determinados por
las múltiples incorporaciones y apropiaciones “antropofágicas”
de las novedades constituidas por los restantes universos culturales con
los que pueda entrar en contacto una cultura determinada. Como diría
Todorov,
«(...) así como
es imposible imaginarse a los hombres viviendo en un principio aislados para
sólo después constituir la sociedad, tampoco se puede concebir
una cultura y sin ninguna relación con las demás culturas:
la identidad nace de la (toma de conciencia de la) diferencia; además,
una cultura no evoluciona si no es a través de los contactos: lo
intercultural es constitutivo de lo cultural» (Todorov, 1988: 22).
Así, ese “toma y daca”
intercultural que Ortiz delinea con su concepto de “transculturación”
representa uno de los primeros cimientos de ese pensamiento anti-etnocentrista
a partir del cual emplazar el desenvolvimiento histórico de las
culturas en ese doble proceso (hermenéutico) de “desculturación-exculturación”
e “inculturación-neoculturación” como los dos momentos lógicos
de la propia dinámica transculturizadora. Muy adecuado, según
el parecer del autor, a la complejidad histórica cubana, el neologismo
de “transculturación” expresaría, en síntesis, el proceso
de transición de unas culturas con respecto a otras, lo cual «no
consiste solamente en adquirir una distinta cultura, que es lo que en rigor
indica la voz angloamericana acculturation, sino que el proceso implica
también necesariamente la pérdida o desarraigo de una cultura
precedente, lo que pudiera decirse una parcial desculturación, y,
además, significa la consiguiente creación de nuevos fenómenos
culturales que pudieran denominarse de neoculturación» (Ortiz,
2002: 260).
Estimo que esta genealogía
conceptual de la “transculturalidad” obliga a una redefinición profunda
del concepto de cultura. Siguiendo el enfoque relacional e interpretativo-descriptivo
de Clifford Geertz, habremos de desustantivizar la cultura en tanto red
(trans-subjetiva y transcultural) de significados a partir de la cual
los miembros de un espacio-tiempo social determinado organizan simbólicamente
su acción (Geertz, 2001). En esa esfera de intercambio complejo para
el que Raymond Williams propuso su definición como “sistema significante
realizado”, «no sólo para dar lugar al estudio de instituciones,
prácticas y obras manifiestamente significantes, sino también
para activar, mediante esta atención especial, el estudio de las relaciones
entre estas y otras instituciones prácticas y obras» (Williams,
1994: 195), creo que habría que sustituir el sustantivo “cultura”
por el adjetivo “cultural” para reforzar esa dimensión relacional que
atañe a las diferencias, los contrastes y las comparaciones. Entendida
no tanto como una sustancia, sino como una dimensión contextualizada,
esto es, emplazada, de los fenómenos humanos –prácticas sociales,
distinciones, concepciones, objetos, ideologías, etc.- esta adjetivación
nos subraya «la idea de una diferencia situada, es decir, una diferencia
con relación a algo local, que tomó cuerpo en un lugar determinado
donde adquirió ciertos significados» (Appadurai, 2001: 28)[17].
Creo que, desde esta nuevas
herramientas conceptuales, ya es posible asumir un pensamiento auténticamente
transcultural coherente con el desarrollo actual del paradigma hermenéutico,
no como mera moda intelectual, sino como ese nuevo lenguaje común,
como esa “koiné” anti-objetivista, anti-esencialista y anti-estructuralista
que Vattimo identifica con la interpretación, no como una mera observación
hecha por un observador “neutral”, sino como «un evento dialógico
en el cual los interlocutores se ponen en juego por igual y del cual salen
modificados; se comprenden en la medida en que son comprendidos dentro de
un horizonte tercero, del cual no disponen, sino en el cual y por el cual
son dispuestos» (Vattimo, 1991: 61-62).
La nueva transculturalidad
alternativa al multiculturalismo de la segregación que he
venido “interpretando” de forma crítica debe hacer valer, ante todo,
el diálogo como único posible lugar, no de una “Verdad Absoluta”,
sino de un “conocimiento verdadero” –autocomprensivo y heterocomprensivo-
relativo en cuanto referido a la contingencia de la interpretación
como apertura al “otro”, y objetivo, en cuanto no sometido a las
exigencias de un “sujeto” metafísico omnipresente, sino abierto a
la complementariedad cooperativa de los puntos de vista espacial, temporal
y simbólicamente emplazados[18].
Esa comunidad en la discontinuidad a la que apunta la “fusión de
horizontes” gadameriana debe servir también hoy día para trabajar,
de manera conjunta, en una visión compleja, múltiple, cambiante
y heterogénea de la identidad. Para ello, me parece fundamental el
estímulo transformador de la “interpelación”; de la puesta
(entre paréntesis) de nuestras pre-concepciones y pre-cogniciones
ante la novedad del “otro”; de la “interrogación” como mediador universal
de las «relaciones dialécticas entre lo “antiguo” y lo “nuevo”,
entre el prejuicio formando orgánicamente parte de mi sistema particular
de convicciones o de opiniones, es decir, el prejuicio implícito,
y el nuevo elemento que le denuncia, es decir, el elemento extraño
que provoca mi sistema o uno de sus elementos» (Gadamer, 2000: 113).
En la misma medida en que
somos y emergemos “en” el lenguaje como expresión de nuestra radical
finitud emplazante y reemplazante, sólo nos conocemos y nos descubrimos
a nosotros mismos conociendo y descubriendo al “otro”. Es por ello que deberíamos
esforzarnos en estimar la dimensión moral que la “transculturalidad”
(o la “interculturalidad”, hechas las pertinentes aclaraciones conceptuales)
puede adoptar al mismo tiempo que aceptemos un nuevo modelo de “subjetividad”
entendida en clave nómada y migrante de “extranjería”. En ruptura
productiva con nosotros mismos, quizá deberíamos de partir
de la vivencia del “extrañamiento” en nuestro propio interior como
“seres arrojados” a un mundo que nos precede, desborda y excede en su misma
contingencia. Se trata, pues, del «reconocimiento de que ningún
individuo, ni ninguna cultura, pueden hacerse por sí mismos.
Todos necesitamos pasar por los demás para poder decirnos y hacernos»
(González R. Arnáiz, 2002: 84). Esa presencia de lo “otro” en
mí mismo, como expresión del específico extrañamiento,
de la peculiar rareza que rodea la vida humana como “ser ahí”, engarza,
por consiguiente, con esas subjetividades intersectantes e intercesoras de
las que se ocupan Silva y Browne apoyándose en Bhabha, lo cual es también
congruente con la función mediadora, moderadora y reconciliadora que
Maalouf también asigna a la “personalidad fronteriza” del migrante
(Maalouf, 2002).
El binomio hermenéutica-transculturalidad
que aquí propongo frente al multiculturalismo segregacionista que
he reconstruido como cobertura ideológica del Capitalismo-Red (de
Control) debe complementarse, en definitiva, con la práctica de
esa “continua “transvaloración” –«esa vuelta sobre sí
mismo de la mirada previamente informada por el contacto con otro»
(Todorov, 1988: 23) con la que Todorov se lanza a la búsqueda de ese
“máximo común múltiplo” sobre el que construir una nueva
forma de “universalidad”, de una nueva mundialidad realizada en esos
valores dialógicos de lo “intercultural”. En ese sentido, Graciano
González, dirige su reflexión hacia una “ética del encuentro”
sustentada en los valores de la “asimetría” y el “respeto”. En el
primer caso, para disipar cualquier posibilidad de disolución dialéctica
hegeliana de las diferencias encontradas en síntesis superiores anuladoras
de las mismas, dando cuenta «de una diferencia ab-soluta como manera
moral de una relación entre dos términos que no se absuelven
en dicha relación y de los que la razón nunca dará cumplida
cuenta» (González, R. Arnáiz, 2002: 86). Y, en el segundo,
para insistir en la necesidad de recurrir al “otro” para estar en condiciones
de “decirse” con sentido. A su vez, estos valores entroncarían con
otros dos criterios con los que se termina por articular ese espacio moral
de la “interculturalidad”. Por un lado, la “no-indiferencia”: «la manera
como la subjetividad, entendida como relación asimétrica, se
toma su relación con todo aquello que no es ella, pero de lo que depende
para poder decirse» (González R. Arnáiz, 2002: 92). Y,
por otro, la “responsabilidad” como exigencia moral de tener que responder,
es decir, como ese ineludible decir y decirse desde la interpelación
interrogante que representa el “otro” que me constituye.
Concluyendo, cuando este
pensamiento transcultural alcance semejante nivel ético-político,
estaremos ante la posibilidad de concebir, de construir colectivamente ese
“otro” “multiculturalismo crítico” que García Canclini rescata
de la obra de Peter McLaren en el marco de esa concepción relacional,
mestiza y fronteriza de las identidades culturales. La transculturalidad,
tal y como la he esbozado aquí, podría convertirse, en resumidas
cuentas, en un auténtico instrumento de “resistencia multicultural”
frente a los diagramas normalizadores del Capitalismo Total Imperial.
Y, por lo mismo, podría llegar a ser el principal punto de apoyo
desde el que implementar esa narrativa mediadora entre la exaltación
dominadora, excluyente y explotadora de la homogeneización global,
de una parte, y la respuesta local, generalmente, reactiva, esencialista
y, al fin y al cabo, también excluyente, de otra. En ese nuevo relato
“intercesor” –siempre que anide en una nueva experiencia abierta, plural
y multidireccional de la temporalidad, ajena a la pérdida normalizadora
del referente de futuro de la que se hacen responsables ambos imaginarios
sobre la globalización- la oposición ya no será entre
lo global como el dominio absoluto del Mercado, y lo local como la defensa
de esas diferencias atrincherada en sí mismas que la propia lógica
totalizante del sistema contribuye a crear. No lo olvidemos, frente al “multiculturalismo”
como ideología, en la “transculturalidad” «la diferencia no
se manifiesta como compartimentación de culturas separadas, sino
como interlocución con aquellos con los que estamos en conflicto
o buscamos alianzas» (García Canclini, 2001: 123).
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[3] En ese sentido, Miquel Rodrigo
Alsina destaca el importante paso, cuyas fundamentales consecuencias epistemológicas
y ético-políticas tendremos ocasión de comprobar, dado
por Jesús Ibáñez a la hora de sustituir la categoría
de “identidad individual” por la de “identificaciones múltiples”.
Ello, para hacer notar que esas “identificaciones” «nos remiten al polimorfismo
del ser y a su permanente reconstrucción» (Rodrigo Alsina, 1999:
54).
[5] Para llegar a esa, en apariencia,
“sorprendente” conclusión, Baudrillard reparó, en el mismo
1991, en cuestiones como ésta: «en la actualidad, todo tiende
a sepultarse, la información incluida, en sus bunkers informáticos.
La guerra, también, se sepulta para sobrevivir. En este foro que es
la guerra del Golfo, todo se oculta: se ocultan los aviones, se entierran
los tanques, Israel se hace el muerto, se censuran las imágenes, toda
la información está bloquead en el desierto: sólo funciona
la tele, como un medio sin mensaje, mostrando por la fin la imagen de la
televisión pura» (Baudrillard, 2001: 68).
[7] Para terminar de centrar el
asunto y comprender la dimensión ideológica de ese multiculturalismo
norteamericano que pretende convertirse hoy en modelo de referencia para
un multiculturalismo transnacional postmoderno, Shohat y Stam proponen una
análisis socio-metafórico del discurso que puede servir para
conocer mejor las prácticas significantes en que se traduce dicho fenómeno:
«en el contexto norteamericano, el multiculturalismo ha catalizado
una serie de respuestas políticas, cada una con sus metáforas
favoritas, muchas de ellas culinarias: crisol, el cocido étnico, el
revoltillo, la bullabesa, la ensaladilla, etc. Para los “neoconservadores”,
el multiculturalismo es la palabra que representa «la oposición
de izquierdas” y la “gente de color”, dos chivos expiatorios ideales ahora
que la guerra fría ha terminado. Los neoconservadores prefieren una
imagen de pureza y de “niveles aceptables”, de fortalezas medievales defendidas
contra el asedio bárbaro. Los militantes nacionalistas, por su parte,
prefieren originales metáforas de raíces, fuentes culturales
de las que beben, y consideran el multiculturalismo ambivalente algo en que
pueden participar los círculos oficiales y también un instrumento
estratégico para el cambio y la regeneración nacional. Los
liberales, finalmente, invocan una “diversidad” amable que aparece en los
folletos de publicidad de las universidades, pero que rechaza las tendencias
antieurocéntricas de versiones más radicales del multiculturalismo.
Planteando el ideal de “daltonismo racial”, los liberales prefieren metáforas
que evoquen un pluralismo inocuo: metáforas de artesanía como
“hermoso mosaico” o culinarias como la “experiencia smorgasbord” (Shohat
y Stam, 2002: 68).
[8] Sobre las consecuencias anti-dialógicas
y violentas de las “sobregeneralizaciones” con las que “creamos” al “otro”,
Amin Maalouf expresa: «por comodidad, englobamos bajo el mismo término
a las gentes más distintas, y por comodidad también les atribuimos
crímenes, acciones colectivas, opiniones colectivas: «los serbios
han hecho una matanza…”, “los negros han incendiado…”, “los árabes
se niegan…”. Sin mayores problemas formulamos juicios como que tal o cual
pueblo es “trabajador”, “hábil”, o “vago”, “desconfiado” o “hipócrita”,
“orgulloso” o “terco”, y a veces terminan convirtiéndose en convicciones
profundas» (Maalouf, 2002: 29-30).
[9] Recordemos que desde una visión
esencialista, reactiva, y totalizadora de las culturas, Huntington proyecta
un nuevo mundo marcado por el conflicto inevitable entre los distintos ámbitos
de civilización excluyentes en los que estructura, de manera estática,
el planeta: el occidental, el confucionista, el japonés, el islámico,
el hindú, el eslavo-ortodoxo, el latinoamericano, y, quizá,
como el mismo indica en un alarde de insoportable cinismo ultra-racista,
el africano. Así, “anticipando” la importancia crucial que a partir
de ahora habrá de cobra la “interacción militar” entre Occidente
y el Islam, perfila a un mundo occidental amenazado por las diversas conexiones
que intuye entre el resto de civilizaciones enemigas. El balance final es
el siguiente: «que los conflictos entre grupos de civilizaciones distintas
serán más frecuentes, prolongados y violentos que los sostenidos
entre grupos de la misma civilización; los conflictos violentos entre
grupos de civilizaciones diferentes son la más verosímil y
peligrosa fuente de escalada susceptible de transformación en auténticas
guerras mundiales; que el eje supremo de la política mundial lo serán
las relaciones entre “Occidente y el resto”; que los dirigentes en algunos
países no-occidentales de situación y comportamiento indecisos
tratarán de hacer de esos países parte de Occidente, si bien
en la mayoría de los casos habrán de afrontar graves obstáculos
para cumplir ese objetivo; que surgirá un foco central de conflicto
para el inmediato futuro entre Occidente y diversos Estados islámico-confucianos»
( Huntington, 2003: 68).
[12] Los medios «fomentan en
el público la reproducción de la ideología de los políticos
y otras élites mediante la publicación de artículos
(también llamados de investigación en profundidad), que inducen
al temor, a “riadas” o “invasiones masivas” de refugiados, inmigrantes “ilegales”,
guetos “de deficiencia”, consumo abusivo de drogas, ataques de negros, violencia
callejera, amenazas de “fundamentalistas” musulmanes, costumbres “raras”,
inmigrantes desmotivados para trabajar, parásitos de la beneficencia
social, racismo negro, la corrección política de lo multicultural,
los puntos débiles de la acción positiva y tantas otras historias
que nunca fallan, ya sea para instilar o bien ratificar en general el resentimiento
xenófobo o antiminorías en la base de la población blanca»
(van Dijk, 2003: 22). El subrayado es mío.
[13] Además
de recordar la aplicación sociológica que Pulido hace aquí
del concepto caológico de “estructuras disipativas” (Ilya Prigogine),
me gustaría incidir en el carácter de “agenciamiento” que asumen
las relaciones sociales trans-subjetivas subyacentes en la noción
de “hegemonía”. Siguiendo la obra de Gilles Deleuze, Víctor
Silva convierte cualquier enunciado en el «producto de un agenciamiento
colectivo que siempre pone en juego poblaciones, multiplicidades, territorios,
devenires, afectos y acontecimientos» (Silva, 2003: 59). En consecuencia,
los “agenciamientos” constituyen la pura heterogeneidad desde la que emergemos
en virtud de múltiples e indeterminadas relaciones, en la misma medida
en que sólo pueden definirse desde otros ejes de referencia, es decir,
de acuerdo con los mismos movimientos que los estimulan, fijan o desplazan.
[14] «La teoría racista
imperial sostiene que las razas no constituyen unidades biológicas
aislables y que la naturaleza no puede ser dividida en razas humanas diferentes.
También sostiene que el comportamiento de los individuos y sus habilidades
y aptitudes no son resultado de su sangre o sus genes, sino que se deben
a su pertenencia a culturas diferentes, históricamente determinadas.
Así, las diferencias no son fijas e inmutables sino efectos contingentes
de la historia social. La teoría racista imperial y la teoría
antirracista moderna está diciendo en realidad lo mismo, y es difícil
en este sentido separarlas. De hecho, es precisamente porque se asume este
argumento relativista y culturalista como necesariamente antirracista, que
la ideología dominante en toda nuestra sociedad puede aparecer como
contra el racismo, y la teoría racista imperial puede aparecer como
no siendo racista» (Hardt y Negri, 2004: 160).
[16] Se trata de Contrapunteo
cubano del tabaco y el azúcar, donde Fernando Ortiz aclara: «contrapunteo
es cubanismo de contrapunto –técnica musical en la que
se combinan partes o voces simultáneamente y resultan en una textura
armónica-, pero su definición original se refiere al contenido
verbal de una disputa» (Ortiz, 2002: 26-27). Resulta interesante observar
la forma en que la definición recoge la doble perspectiva integradora
y opositora que caracteriza cualquier concepción relacional de lo intercultural.
[17] Coincidiendo con esa concepción
relacional y adjetival de la cultura, García Canclini resume: «lo
cultural abarca el conjunto de procesos a través de los cuales representamos
e instituimos imaginariamente lo social, concebimos y gestionamos las relaciones
con los otros, o sea las diferencias, ordenamos su dispersión y
su inconmensurabilidad mediante una delimitación que fluctúa
entre el orden que hace posible el funcionamiento de la sociedad (local y
global) y los actores que la abren a lo posible» (García Canclini,
2001: 62-63).