NÓMADAS - REVISTA CRÍTICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURÍDICAS
13-2006/1 | Universidad Complutense de Madrid | ISSN 1578-6730
Bolivia: las líneas de tu mano
Giovanni E. Reyes
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“Ojalá que haya una guerra civil.  De esa manera podremos tener un gobierno revolucionario”.  Así hablaba recientemente Felipe Quispe, líder del movimiento indígena boliviano Pachakuti.

La frase es un sable que se agita violentamente.  Presagia tragedias sangrientas en un escenario donde sería fácil apostar por continuas inestabilidades, a pesar del nombramiento del nuevo Presidente Eduardo Rodríguez.

Sin embargo es de reflexionar y de no resbalar en la superficie de las cosas.  La peor teoría sigue siendo aquella mediante la cual partimos de considerar, que la acción del otro, es producto de la estupidez.  Debemos indagar para al menos conocer causas.

La evidencia muestra que desde hace más de 500 años, especialmente los indígenas y los pobres de Bolivia, viven tragedias sin tregua.  Lo paradójico es que este país, como lo ilustra el analista Néstor Restivo, ha tenido los insumos productivos estratégicos, para el desarrollo mundial.

En efecto, Bolivia tuvo plata y oro para la España colonialista; guano y salitre, para la Europa que producía fertilizantes y pólvora.  Luego tuvo caucho natural para neumáticos y vehículos; luego petróleo y estaño, un material importante en la Segunda Guerra Mundial; ahora tiene las segundas reservas de gas en el continente, tan sólo superadas por las reservas gasíferas de Venezuela.

Pero, para decirlo con la frase del desaparecido sociólogo Gunder Frank, lo que ha ocurrido ha sido el “desarrollo del subdesarrollo”.  En efecto, los problemas han sido lacerantes y han dejando abundantes daños y resquemores en los bolivianos.  Potosí fue la ciudad más importante de Suramérica en tiempos de la colonia en función de su explotación de plata.  Fue el saqueo indiscriminado de los españoles llevándose el preciado mineral a costa del trabajo indio.

Indios y rocas quedaron cansados.  Los indígenas, por cierto, para resistir los fríos de las altas cordilleras bolivianas mastican hoja de coca –que no es cocaína, como el café no es cafeína.  La historia reciente de destrucción de sus plantaciones es ya conocida.  Una nueva maldición por tener algo que millones de drogadictos especialmente estadounidenses y europeos, demandan intensa y permanentemente.

La producción de guano y salitre se hizo con empresas inglesas.  De ellas desatacan Melbourne & Clarke.  El problema esa vez surgió cuando al gobierno boliviano se le ocurrió que algo debían de pagar los ingleses, mediante impuestos.  Les establecieron 10 centavos por tonelada de producto.  A esto reaccionaron airados los británicos, quienes se aliaron a los chilenos y provocaron la Guerra del Pacífico.

Como resultado del conflicto, Bolivia perdió su salida al mar, en Antofagasta, los británicos siguieron su explotación barata de recursos y los chilenos aumentaron su territorio, y su “orgullo patriótico”.  Es algo que aún perdura y que repercute en la animadversión entre los dos países.  Véase por ejemplo la reciente oposición boliviana al nombramiento del nuevo Secretario General de la OEA.

En las postrimerías del Siglo XIX, Bolivia era el segundo productor mundial de caucho.  El material era clave para la Goodyear en la fabricación de neumáticos.  De nuevo los bolivianos intentaron que la producción no fuera tan de gratis e intentaron gravar la exportación del producto.  Esta vez los extranjeros se aliaron a los brasileños en lo que fue la Guerra del Acre (1899-1903).  Producto del enfrentamiento, Bolivia perdió más de 190,000 kilómetros cuadrados ante Brasil, más de lo que habían perdido con Chile, una extensión que es casi cuatro veces el territorio actual de Costa Rica.

A partir de allí vino la época del petróleo.  Bolivia lo tenía y las empresas que rivalizaban en su aprovechamiento eran la Standard Oil en territorio boliviano, y la británico-holandesa Shell que operaba en Paraguay.  Las disputas entre transnacionales arrastraron a los dos países, quienes no fueron capaces de anteponer sus intereses estratégicos.

De allí emerge una de las peores guerras sudamericanas, la del Chaco (1932-1938).  Las lacerantes heridas aún duelen para ambos pueblos en esa nueva guerra fratricida.  Otra vez la constante, unos ponen las armas y hacen los negocios.  Otros ponemos los muertos.

Para la Segunda Guerra Mundial vino la demanda del estaño.  Bolivia subsidió el suministro de tal producto ante la necesidad prioritaria que tenían Estados Unidos e Inglaterra.  La producción estaba controlada por la empresa Patiño y poderosos grupos bolivianos.

A todo esto existía en Bolivia, un gobierno bajo el liderazgo de Guaberto Villaroel.  El régimen se había “atrevido” a que los indígenas caminaran libremente por las calles, algo que tenía restricciones hasta entonces, hizo sindicalizar a los mineros, y eliminó varios rescoldos más parecidos al feudalismo que a un sistema de mercado.

En 1946, alentados por transnacionales y los grupos del “jet set nativo” boliviano, una turba capturó a Villaroel y le manifestó su inconformidad con las medidas: lo asesinaron en la propia sede del gobierno, y se indica que su cadáver fue colgado y ultrajado en un farol de la Plaza Murillo.

Lo último es mejor sabido.  Los problemas del gas, empresas multinacionales, además de las dificultades y luchas sociales que desde fines de la década pasada ha dejado el aprovechamiento del agua.

Nadie desea un baño de sangre en Bolivia.  Nadie desea la muerte de indígenas, y bolivianos en general.  No se trata de justificar la violencia ahora, pero hay tragedias violentas que empapan la historia de ese país.  La urgencia de atención a problemas centenarios aún espera.  Se trata de soluciones tan urgentes, como de gran calado.



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