NOMADAS.2 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

La fragmentación del espacio social
en la gramaticalidad renacentista (II)
[José Vericat] (*)

<<< parte I

Hacia finales del XV, la literatura viene a reflejar el tal resquebrajamiento de la personalidad prefigurado, tal como hemos visto en nuestro anterior capítulo, en las personas gramaticales, al paso mismo del desarrollo del lenguaje, en su tránsito de la oralidad y la poética a la prosa. La gramática del lenguaje viene a dar forma y vida a los personajes literarios. El yo lírico de los trovadores, que persiste de una forma u otra en la literatura caballeresca y cortesana, va quedando como sometida a la disección gramatical que se desencadena con el desarrollo de la nueva narrativa que es la prosa. El panorama literario se puebla de personajes secundarios, que pasan a compartir el protagonismo, otrora casi exclusivo de los protagonistas, cuyas relaciones recíprocas y personalidades van así complejizandose. Un tal proceso corre obviamente parejo a la imposición generalizada de las lenguas vulgares, impulsadas a su vez por las sistematizaciones gramaticales que se abren camino hacia finales del XV. En y por la prosa, las personas gramaticales van adquiriendo una compleja vida literaria. Los personajes literarios no hay que entenderlos a este respecto tanto como imitaciones de la realidad, o como productos de la fantasía - que es otro tipo de realidad íntima, - sino como surgiendo de la animación misma de una vida del lenguaje, que encuentra en las partes de la oración el núcleo inicial de significaciones. Pero la clave del tal proceso de animación no hay que entenderlo tanto como una evolución, sino como una suerte desarrollo en base a un mecanismo de regresión hacia las fuentes y claves mismas del lenguaje. Su desarrollo no es otra cosa que un producto de la virtualidad misma de éste como hecho originario y primigenio confrontado a nuevas situaciones, frente a las que se constituye en instrumento por excelencia de definición de las mismas. Ocurre por entonces esto en relación, por ejemplo, a un tema, si se quiere trivial, como es el caso de la crítica a los libros de caballerías, pero que de hecho pasa a convertirse en un problema cultural de primer orden. La crítica que se venía arrastrando hacia los relatos de caballerías, con su rapante predominio del ego caballeresco, se agudiza de forma espectacular hacia fines del XV y principios del XVI, juntamente con un fuerte rebrote de su producción literaria. Proceso éste como paradójico, que hay que inscribir en el marco de los cambios profundos que imponen a la narrativa literaria las nuevas lenguas vulgares, por cuanto vienen a decantarse en ella las fuertes alteraciones que anda experimentando la personalidad humana en el contexto de la sociedad renacentista. Los relatos de caballerías venían siendo fuertemente denostados como relatos de evasión que eran, al igual que lo era ya el esquema del amor cortés. Una crítica que perduraría hasta el XVIII, y que se trasladaría a la novela misma. La tradición del amor cortés encarnaba la idea de la personalidad humana como una compacta individualidad, inaccesible siquiera a aquello a lo que, incluso por naturaleza, debiera ser más proclive: el amor con todas sus connotaciones sensuales y sexuales. Pero éste era un elemento a excluir por cuanto reflejaba la intromisión de lo más irracional de la vida, el sexo, aun cuando va ligado a la misma organización cíclica de la vida natural. Y a la que Weber asociaba ya lo propio de la vida campesina. El principio del amor cortés, sin embargo, era la forma más abstemia de amor sexual, así como de cualquier interés y ambición, fuera de la intrínseca idealidad caballeresca. Algo que llega a impregnar la pasión por la pasión de la misma Princesa de Clèves – obra ésta en su momento de una tremenda modernidad.

En aquel momento álgido del Renacimiento, el empiricismo que se desencadena de conquistas y descubrimientos facilita una cierta trivialización del tema, pero curiosamente sin que decaiga lo más mínimo su interés literario. Nada hay de ello, con todo, por ejemplo, en los realistas y descriptivos relatos de los conquistadores - y ni siquiera ya tampoco en los de las últimas guerras de la conquista de Granada, tan cercanas aún al ambiente caballeresco que había alimentado la Reconquista. Cronistas de Indias como Gonzalo Fernández de Córdoba y Hernán Cortés no se plantean ni por un momento algo que se parezca ni remotamente a un caballero andante, o que recuerde ni de lejos al amor cortés. Más bien puede observarse, en todo caso, una suerte de regresión, por lo que respecta a la consideración de la mujer como objeto de rapto, acorde sin duda con el ambiente de la conquista de América, pero completamente a las antípodas del caballero medieval a la búsqueda de una dama secuestrada, propio del papel ideológico jugado por el amor cortés en las Cruzadas. Basta ojear las por lo demás escasas referencias al respecto en las Cartas de Relación de Hernán Cortés. El mismo Gonzalo Fernández de Córdoba, crecido en los exquisitos ambientes de las cortes italianas de fines del XV, pero que va a ejercer de de aventurero puro y duro en el Caribe de la Conquista, no duda sin embargo en condenar taxativamente los relatos de caballería en todos sus extremos, haciendo él mismo de su obra un modelo de minuciosa descripción del lugar, ajeno por completo al de los relatos de caballerías. Un descriptivismo detallado y conciso éste, del que Hernán Cortés hace también gala en lo que a las guerras, los complots y la política se refiere. El XVI español, en plena expansión territorial y política, con una gran sangría demográfica, no estaba para bromas higiénicas al respecto. La estética, por su parte, iba ya por otros caminos. Caso éste muy distinto al centro-europeo, cuya explosión demográfica, unida a la necesidad de frivolidades cortesanas, propias de aquellos ámbitos de negociación que eran las cortes, en las que se estaban configurando los nuevos estados absolutos, favorecía el echar mano literariamente de aquel inagotable tema de los caballeros andantes. Aquellas cortes eran el destino de toda esta literatura - a la que se uniría también la pastoril, - aunque su función poco ya tuviese que ver con la higiénica primigenia. Pues con frecuencia no era más que una coartada destinada a provocar efectos contrarios - excitantes y eróticos, aparte del puro entretenimiento - a la hora de crear el clima y el tipo de sociedad galante, adecuado a las nuevas formas de la negociación política y económica. Son los grandes montajes y escenarios caballerescos en torno a los cuales se organizaban el derroche de fiestas palaciegas con que se festejaban los grandes encuentros y viajes reales. Algo que el moralismo humanista no aprobaba, y que el mismo Felipe II rechazaba frontalmente, aun habiendo sido con frecuencia uno de los así homenajeados.

Ello explica la multitud de obras de caballería que a finales del XV y primeros del XVI se publican en la península, y muy especialmente en Toledo, una corte muy enraízada aún en el pasado de las guerras moras y de los retos caballerescos, pero que venían a la postre a apuntarse el éxito al norte de los Pirineos. El caso de Amadís es sólo el más notable. El caso, con todo, es que la crítica en España a los relatos caballerescos venía muy condicionada por la emergencia de fondo de una estructura del yo claramente distinta a la que se planteaba por entonces en la cultura centro-europea, en la que cuajaría en torno a la figura más bien de Fausto. Algo, obviamente, no ajeno a lo que hemos visto en el anterior capítulo a través del análisis de las personas gramaticales y sus relaciones, a través de la obra de Fernando Alonso de Herrera. La literatura proporciona un testimonio contundente al respecto, ya que sin percatarse del todo de la cuestión, lo cierto es que empieza a dar vida, a través de la nueva narrativa, a una serie de personajes, cuya morfología de la personalidad - en el contexto de la sociedad que se estaba aquí conformando - correspondía a aquella situación del ego y del tu en un mundo de pronombres personales dominados por la terceridad del ille.

A efectos de ejemplificar esquemáticamente esta cuestión, vamos a traer a colación dos generos de obra dispares, pero que tipifican perfectamente dos modos de abordar esta cuestión: un par de obras de Diego de San Pedro y La Celestina de Fernando de Rojas. El primero, por cuanto moviendose de lleno en el tema del amor cortés y los caballeros andantes, lleva dicho tema como al límite, neutralizandolo en sus efectos. El segundo, por cuanto inagura un hecho literario radicalmente distinto, que entronca, en parte, y con las debidas distancias históricas, con la tradición ácida y popular de Hita, o Villon, y que, hasta cierto punto, puestos a poner paralelos, se viene a corresponder con lo que Rabelais haría en Francia; aunque, como veremos, a sus antípodas, tanto por su estilo como por sus contenidos.

Empezemos por las obras de Diego de San Pedro, Tractado de Amores de Arnalte y Lucenda y Carcel de Amor. Desde este nuestro punto de vista ambas constituyen un continuo. La una prepara la otra, a manera de ejercicio de narrativa por parte de su autor, como los esbozos y croquis a lápiz preparan la realización de una obra pictórica. En la primera, Tractado de Amores, el auténtico protagonista es la narrativa. En la segunda, Carcel de Amor, se busca la verosimilitud de la historia moral. La primera sorprende por su lenguaje fuertemente ornamental, llena su sintaxis de latinismos, un léxico de sonoras asociaciones y giros retóricos, y el mantenimiento de un artificioso ritmo poético aflorando, recurrente, por entre el continuo de una prosa como sin fin. Sus personajes, conforme a este cuadro narrativo, carecen como de existencia, surgen aislados y sin caracterología alguna, con el laconismo propio de aquellos antiguos relatos de las crónicas, no siendo sus respectivos nombres a la postre más que meras convenciones, que ayudan a la orientación del lector - o del auditorio - en el complejo entrecruzarse de relaciones pronominales. Los capítulos, como sus mismos títulos indican, no son sino inflexiones en la dirección de la relación entre las personas gramaticales: El cavallero al autor, Responde Arnalte a Belisa, Arnalte a su amigo Elierso, Carta de Arnalte a Lucenda, Arnalte al autor volviendo al propósito primero, etc. Salvo fugaces referencias ambientales o circunstanciales, nada hay que configure, tras las conversaciones y cartas que constituyen el contenido de los capítulos, un conjunto de relaciones entre personalidades concretas, en un espacio y tiempo específicos. Las mismas conversaciones y cartas, que constituyen el conjunto del relato, no son en realidad tales. Al no haber personajes de ficción - en el sentido del fingere del Brocense - difícilmente pueden tener verosimilitud en cuanto tales las conversaciones o cartas, que son protagonistas de los distintos capítulos. Un mismo e inmutable estilo recorre toda la obra, sin que las inflexiones marcadas por las distintas conversaciones y las cartas venga a coincidir con el perfilamiento en absoluto de la correspondiente autoría, por parte de uno u otro de los personajes aludidos. Es cierto que la correspondencia privada, que experimenta un fuerte crecimiento hacia finales del XV, mantiene mucho dejes del latín - lengua en la que se venían escribiendo las cartas - especialmente la oficiales, dándoles un carácter estereotipado. Pero difícilmente puede entenderse la carta privada de un amante, con un estilo tan rígidamente homogéneo y pulido como el que exhiben las que se intercambian Arnalte y Lucenda, sin el menor deje de espontaneidad en las expresiones. Como mujer resulta verosímil que ella escribiese con relativa correción y formalismo. Ya que era propio de la mujer el haber recibido una cierta educación al respecto. Pero es difícil pensar que él - aún suponiendole una cierta identidad sociológica, de la que como personaje más bien carece, - supiese siquiera escribir. Arnalte empieza así una carta dirigida a Lucenda, tras haber vencido a muerte en un duelo a su marido, antiguo amigo suyo: no me tengas a loca osadía porque en tiempo de tanta guerra paz te pido ; lo cual si fago, es por ser mayor tu virtud que mi yerro. Y, a continuación, una vez terminada la carta, se dirige al autor en los siguientes términos: Cuando así mi carta acabada fue, fize a la hermana mía llamar, la cual no meno[s] triste por las feridas mías que alegre por mi vencemiento estaba, como quiera que la muerte del vencido mucho a pesar la vencía. Si no fuese por la ruptura del capítulo y el encabezamiento del siguiente, nada haría suponer un cambio en el relato. Una cierta y misma grandilocuencia recorre ambos parlamentos, ya que a efectos prácticos una carta se consideraba entonces como una suerte de conversación entre ausentes. Con todo, no puede narrarse con exactamente el mismo estilo lo que es objeto de una carta amorosa, y las cuitas en conversación directa que el personaje en un momento determinado hace a su autor. Una misma prosa rítmica, una misma estructura latina con el verbo al final, un mismo subjuntivo - como el que recorre la entera narrativa de la obra. Todo ello expresión de un cierto debilitamiento del contenido de la trama propiamente tal, con vistas a alcanzar la atención del lector – y la audiencia - en base a la sola técnica narrativa. Más que personajes, los protagonistas son las conversaciones y las cartas. Aunque estrictamente tampoco sean ni lo uno ni lo otro, pues el como el yo, que enmarca unas y otras, sólo son vagas referencias en un estilo fundamentalmente indirecto e hipotético. El solo protagonista en realidad es el autor, que no deja apenas de dirigirse sistemáticamente al lector, que al menor descuido se encuentra siendo protagonista - también bajo la figura de las virtuosas señoras a las que el autor expone su relato. En este sentido la narrativa de San Pedro está íntimamente ligada a la pronuntiatio de que nos hablan Herrera y Prisciano. Siendo el autor más bien un actor que - a lo Darío Fo - traza como en el aire y entre gestos una sutil parodia del amor cortés. Sólo la referencialidad pronominal, apoyada en gestos, con una alambicada sintaxis y rítmica, da una suerte de cohesión a una narrativa impersonal. Lo de menos son los supuestos personajes, sólo fugazmente presentes, y con el solo objeto de dar apoyatura psicológica al protagonismo de los oyentes, ocultando oportunamente en lo posible el del autor. Lo de menos pues es la historia. Y aun cuando alcance algun momento de realismo, como en la descripción del duelo, lo cierto es que toda ella transcurre en el plano, por decirlo de algun modo, de lo discursivo-alegórico, con todo el transformismo de un cuento de hadas. Así el protagonista se sitúa en principio en el espacio de un grand desierto, el cual de estraña soledad y temeroso espanto era poblado, para al final, despues de muchos días [de] haver caminado, reencontrarse en esta áspera y sola montaña ... [en] esta casa entristecida..., que le lleva a exclamar: Aquí estó donde, porque no muero, muero ; e donde ni el plazer me requiere ni yo le demando. El autor da así vida a los protagonistas como meras facetas de un lenguaje - el del amor cortés - acompañado ocasionalmente del lector, u oyente, que se descubren como participando irónicamente en el ritual caballeresco que aquél ha puesto en movimiento. Pero los nombres son meras etiquetas, no menos arcaizantes - latinizantes - que la gramaticalidad y el léxico, la sonoridad y el estilo del ritmo poético. Una ornamentalidad literaria ésta, que no resulta sin embargo trivial a la hora de captar la verdadera cara de la obra: la inmensa ironía que la recorre, que se anuncia ya en la introducción - dirigida a las virtuosas damas - y que queda sentenciada, a manera de conclusión, o moral de la moral, en el Sermón final, realizado a petición de una señoras que le deseaban oir predicar. La ostentosa gramaticalidad y la fonética de su narrativa son, sin disimulo alguno, las protagonistas reales de la obra. El autor nos pide que se le tenga en cuenta, diciéndonos: no por lo que con rudeza en el dezir publico, sino por lo que por falta en el callar encubro. Viniendo a agradecer así - nos dice - no lo que dixere, mas lo que dezir quise. Y que si, en fin, no puede evitar que se rían de él, que la burla al menos sea secreta y el fabor público, pues en esto la condición de la virtud consiste. Lo burlesco está a flor de piel. Lo que viene a corresponderse con la moral del Sermón, terminando con una alusión a la historia de Píramo y Tisbe: Solamente, señoras, os suplico que parezcáis a la leal Tisbe, no en el morir, mas en la piedad, que por cierto más grave que la de Píramo es la muerte del desseo ; porque la una acaba y la otra dura. Una moral ésta contraria por completo a la del primigenio amor cortés, clave de una disimulada simulación, que la proteica representitividad que de hecho asume el autor ayuda a realizar. Este se desdobla al menos en tres respectos, a tres niveles de la narratividad: una como relator dirigiendose a las damas que le escuchan, y hacía las que se vuelve repetidamente como haciendo mutis, dedicandoles como colofón una socarrona prédica sobre el amor cortés ; otra como actor más o menos difuso, que a manera de cámara cinematográfica recibe las cuítas de los personajes; y la tercera como genio invisible orquestador de la narrativa y narración. De una forma perfectamente pretendida, San Pedro nos muestra que los vericuetos del amor cortés vienen como prefigurados por los del lenguaje y su sintaxis - que son lo que marcan las posibilidades y límites en la disección pronominal intra-, inter- y con-textual - y con ello la capacidad virtual de acción y reacción de sus imaginarios personajes. Nadie se puede salir de los límites del lenguaje. Y cuando este lenguaje pierde vigencia no hay modo de resucitar lo que su supuesta realidad fue. A este respecto el recurso ostentoso a la sintaxis latina, unido a la conjunción de arcaismos y resonancias poéticas, sin mengua alguna de un generoso uso de las preposiciones - que en tal contexto parecen recuperar su función primigenia paisajista y gestual - le permiten potenciar la complejidad de una estructura pronominal que las lenguas vulgares tendían a restringr de forma radical. Y ello dada la tendencia al marcado orden de las palabras en la oración y a la eliminación de las declinaciones en los nombres, a favor de preposiciones que veían perder su performatividad original y del simple recurso poético de la versificación.

Eliminados los personajes a favor de una clara pronominalización narrativa, Diego de San Pedro muestro lo arcaizante del tema del amor cortés mediante un oportuno énfasis en el estilo gramatical. La textura de la narrativa se presenta a modo de orografía, de la que brotan quebradas y entrecruzamientos de vías, niveles varios de realidades dispares, que a lo largo del recorrido dan cabida a todo un juego contrapuesto de expectativas y sorpresas, de fracturas y regresiones. El lenguaje mismo es lo que ha quedado antiguo, no pudiendo entre otras cosas dar ya cuenta de todo lo que plantea a través de su narrativa. Se produce como una saturación excesiva, incontenible, de su semiótica. El cavallero, al que el autor encuentra en un desierto, le dice al autor: ... pero quise por saber lo que sabes oírte,/y porque en ella [te] señalases,/ en plática tan fuerte quise ponerte;/ y esto porque de mis pasiones qui[e]ro notorio hazerte;/ y quise primero saber [lo] que sabes /[y] si el recevimiento que merescen les harías;/ y hallo que es bien hazerlo/ por el testimonio que dan tus palabras de ti, creyendo,/ segund lo que sentí que sientes./ que mi dezir y tu escuchar aposentarán en tu memoria mi mal,/para que donde te tengo pedido dél des cuenta;/ y para que dél te certifiques,/comiença a notar. La estructura pronominal es aquí la trama auténtica - el relato - de una narrativa que se abre a su propia generatividad de encabalgamientos y contraposiciones léxicas y fonéticas, mostrando un mecanismos sin fin de posibilidades, no ya de semánticas, sino pragmáticas, es decir, de conexión y adecuación a nuevos contextos. Los pronombres son, a este respecto, como resultantes de los diversos vectores de fuerza narrativos, en los que se concentran, orientan y reorientan sin cesar el desarrollo de los complejos retóricos y narrativos del texto escrito. Toda la estilística narrativa, en todos sus detalles y giros, propenden a mostrar, indirecta e irónicamente, lo desfasado, no ya en el tiempo, sino lo absurdo lingüísticamente hablando del amor cortés. De ahí que, a la postre, sígase el camino que se siga, en cualquiera de los escarceos que tienen lugar hacia su prosecución, sólo resta fatalmente el desamor. Belisa, la hermana de Arnalte, enamorado de Lucenda, le ruega a ésta, antes siquera que ésta haya conocido a aquél, que le rechaze: Pero dízelo, porque quiere para nunca bolver partirse. faziendo su absencia entre [t]u matar y su morir medianera, pensando lo que la presencia le niega en ella fa[l]lar. Y el autor, en el Sermón final, confirmando lo anterior, dirá esta vez con sorna, más que con ironía: ¡O amador! si tu amiga quisiere que penes, pena ; e si quisiere que mueras muere ; e si quisiere condenarte vete al infierno en cuerpo y en ánima. ¿Qué más beneficio quieres que querer lo que ella quiere? Como en el laberinto, los caminos estan marcados por el desencuentro. De ahí que ya desde un principio todo sean lamentos por la situación creada, de la que uno y otro buscan inútilmente huir. No es una psicología del amor, lo que nos aporta Diego de San Pedro, sino su cambio de fisionomía y de contexto. Pues el yo que lo sustenta no tiene nada apenas que ver el uno con el otro. Mientras el yo del amor cortés no rebasa, por decirlo de alguna manera, la espacialidad del propio cuerpo - estando en este sentido fijado por categorías feudales, básicamente espaciales, - el yo en este nuevo contexto, no sólo requiere de la alteridad como parte de sí mismo, sino que se enfrenta al desvelamiento de un ámbito propio de intimidad, de compleja configuración. Aquí el yo del amor cortés aboca a la ineludible publicidad de la victoria por parte del hombre, que arrastra consigo la fama de la mujer, haciendolo en consecuencia por principio imposible. Lucenda se lo recuerda continuamente a Arnalte. Una relación ésta, por lo demás, que se desencadena como fatalmente por parte del hombre - en virtud de las leyes del amor - y sin que por parte de la mujer se supusiese la menor relación de deuda o reciprocidad respecto de aquél. Hay por ello una cierta fatalidad al origen de un tal juego, que al final resulta ser la sola forma de terminar con él. Sobre la base de una tal lógica de la fatalidad, el juego es desde un principio de engaño y desengaño, ya que una mecanismo de alteridad, como contitutivo del yo, no tiene en este contexto realmente sitio. En un momento determinado Arnalte le confiesa a su hermana Belisa: Tú, hermana mía, [sabrás] que más por agena fuerça que por voluntad mía de las leys enamoradas hube de subjecto ser ; en las cuales mi dicha el mayor en la obediencia y el menor en el descanso me hizo, y el más en el padescer y el menos en el remedio, de cuya causa todos los males en mi triste ánima asiento hizieron, y en tal manera cercado me tienen, que aunque el bien a mi mal combatiese, ni por minas minanado ni por escalas subiendo, a él llegar no podría ; porque el amor defiende con priesa, e ventura combate de espacio. ¡He ahí un ego anonadado ante el imponente ille de las leys enamoradas! Pero eliminemos la referencia al amor, y nos quedamos con la expresión de la adversidad como elemento interno de confrontación y fractura del ego. La contradicción entre la ilusión del amor y el ineludible pragma del desamor no es más que expresión de la propia dispersión laberíntica del ego en la espesa trama de derivaciones pronominales. El lenguaje no puede sustentar ya la linealidad narrativa propia del yo lírico de los trovadores y de las antiguas crónicas. Lo que queda ahora del yo tras la fatalidad del desamor es tan íntimo e ínfimo, que, como Leriano, el caballero enamorado protagonista de Carcel de Amor, muere a la postre, no de prosaico accidente alguno - como será el caso de Calisto, - sino de pura consunción del apenas ser que le resta. Como en cierta manera la Princesa de Clèves, que muere porque no muere, quedando su cuerpo como vagando. En Carcel de Amor hay, con todo, algunos cambios que reseñar respecto de el Tractado de Amores. Ante todo se trata de un relato con una trama más acabada que la de este último, en el que los personajes exhiben hasta cierto punto un mayor márgen de actuación. Por detrás de la lógica del amor cortés, que tales relatos exponen a manera de aporía, es decir, como una suerte de silogismo cuyos supuestos resultan imposibles de casar, en Carcel de Amor, a diferencia del Tractado, se apunta un cierto espacio entre los personajes, que funciona como un principio de negociación entre algunos de ellos, por lo que respecta al encauzamiento de sus relaciones primarias de comportamiento. Un ámbito éste, que aunque subsidiario respecto del núcleo de la trama - o, mejor, precisamente por ello, - sirve para dar verosimilitud al relato como conjunto. Hay a este respecto un márgen, en la estrategia de acercamiento del autor a Laureola, por ejemplo, en función de su talante, al igual que parece emerger aquí un nuevo espacio de vida, alternativo al desamor y la muerte, y que es lo que Laureola - en el summum del cinismo, de acuerdo a las leyes del amor cortés - viene a proponer a Leriano: assi que biviendo causará que me juzgguen agradecida, y muriendo que me tengan por mal acondicionada; aunque por otra cosa no te esforçases sino por el cuidado que tu pena me da, lo devrías hazer. El relato por lo demás se sitúa dentro de ciertas coordenadas geográficas, aunque abreviadas, más que imaginarias: de Castilla a Macedonia, pasando por Sierra Morena. En esta línea de cosas, los nombres de los personajes adquieren una cierta mayor substantividad y cualidad. La clara reducción pronominalizada de la narrativa del Tractado de Amores da paso aquí a un mayor grado de topicalización a través de los nombres - tanto abstractos (Descanso, Esperança, Contentamiento, Entendimiento, Razón, Memoria, Voluntad) como propios (Laureola, Leriano, Persio), lo que supone establecer como un entorno claro de obviedad de partida, que no está en cuestión, o no puede reducirse a la información trasmitida por la narrativa propiamente tal. Los primeros no son otra cosa que expresiones predicamentales abreviadas, que eluden así, en principio, el sometimiento a todo análisis ulterior. Los segundos, los nombres propios: Laureola, Leriano, Persio, a diferencia de en el Tractado de Amores, presentan aquí una cierta silueta, que les otorgan, aunque difuminada, una vaga personalidad. Los primeros configuran el relato, de partida, como una alegoría, en el sentido tradicional, los segundos como una historia de una cierta verosimilitud. Aun cuando, conociendo el Tractado de Amores es fácil observar que lo verosímil del relato difícilmente puede llegar a imponer su lógica a la protagonista narrativa de Diego de San Pedro, que, aunque atenuada, persiste con todo en Cárcel de Amor. En último caso, lo alegórico neutraliza lo que de verosímil pueda pretender el relato. El resultado con todo de una tal combinación da lugar a una resolución mucho más desgarrada, tanto más cuanto que la alegoría inicial viene a potenciar lo que de drama tiene el relato, facilitando su derivación en tragedia. La alegoría inicial nos describe una cárcel, a manera de castillo interior, en la que actúa de oficiante Deseo, y a cuya entrada exígese el desasimiento de las defensas que proporcionan Descanso, Contentamiento y Esperança. El prisionero es Leriano - aquel triste, que siempre se quemava y nunca se acabava de quemar - atado a tres cadenas. Al final Leriano se dejará morir por pura consunción. En este sentido la historia va más allá de la alegoría. Veamos cómo y por qué. Leriano es consciente - más que Arnalte - que de forma unilateral pone en marcha el fatal mecanismo del amor cortés. Una lógica que a punto está de acabar con Laureola - que nada tiene que ver y nada quiere ver con la situación. Pero Laureano mismo no ha podido tampoco sustraerse al destino - la visión de Laureola - que se le ha cruzado en el camino. Como tampoco el propio narrador de la historia, a quien un cavallero assí feroz de presencia como espantoso de vista, cubierto todo de cabello a manera de salvaje, que se topa por el camino, le lleva a presencia del prisionero Leriano. Todo es producto de las circunstancias. El destino, propio de la tragedia, genera una lógica de la situación, ante la cual Leriano reacciona con cierta petulancia y agresividad, si cabe: más como héroe, que como caballero. Desde el primer momento escribe en estos términos a Laureola: Yo me culpo porque te pido galardón sin haverte hecho servicio, aunque si recibes en cuenta del servir el penar, por mucho que me pag[u]es sienpre pensaré que me quedas en deuda. Y aun sabiendo que pone en peligro de muerte a Laureola, en virtud de la fatal ley de la fama de la mujer, fuerza poco gentilmente su respuesta. Lo que lleva a Laureola a reprocharselo en estos términos, cuando por la insistencia de éste ella decide contestar: La muerte que esperavas tú de penado, merecía yo por culpada si en esto que hago pecase mi voluntad, lo que cierto no es assí, que más te scrivo por redemir tu vida que por satisfazer tu deseo. Se produce aquí con todo una sutil humillación de Laureola a Leriano. Ella le ofrece una salida de vida, intermedia entre el desamor, que es quemarse sin nunca acabar de quemarse - el por que no muero muero, de Arnalte - y la muerte sin más. La propuesta de Laureola, en la que ésta insiste repetidamente, esconde sin embargo un máximo desprecio hacia Leriano, desde el punto de vista del amor cortés. No le perdona ella habersele cruzado en su vida, y obligarla a afrontar acontecimientos y decisiones que no tendría por qué. De ahí también la petulante reacción de Leriano, en clara contradicción con su condición de caballero. En Carcel de Amor, el ego, en ambos casos, aparece sometido a una prueba de fuego, por cuanto llega como a quedar cuestionada su más recóndita realidad. Los dos protagonistas, en todo este revuelo de sus vidas, en que las circunstancias se han adueñado de sus destinos, buscan poner a salvo su yo, buscando preservar un cierto ámbito de la intimidad, circunscrito por la voluntad, la intención, la fe, frente a aquellas tres cadenas que inmovilizan a Leriano en la cárcel de amor, que representan la tristeza, la congoja y el trabajo. En suma, lo que constituye el meollo de la vida cotidiana, a la luz de las dos velas, que más que alumbrar la ensombrecen: la de la desdicha y la del desamor. Laureola, en su desespero por ver que al responder a Leriano, aun para decirle que no, arriesga una condena de muerte por parte del rey, su padre, no puede por menos que lamentarse amargamente: mas, triste de mí, que este descargo solamente aprovecha para conplir conmigo; porque si deste pecado fuese acusada no tengo otro testigo para salvarme sino mi intención, y por ser parte tan principal no se tomaría en cuenta su dicho. Grandes dudas gravitan sobre el grado de la realidad de la propia intimidad. La reacción de Leriano frente a la negativa de Laureola, al no considerarle en modo alguno merecedor de ella, ni del más mínimo interés, sigue siendo la de la autoafirmación impertinente y osada: pensava alcançar por fe lo que por desmerecer perdiese. Y ante el destino que se apunta ya sin salida, la determinación de Leriano a continuar hacia adelante, forzando la posición de Laureola - y la suya propia - viene impulsada por el curioso principio de que ninguna diferencia entre buenos y malos havría si la bondad no fuese tentada. El héroe tienta no al mal sino a la bondad, como a la búsqueda sin fin del desengaño. Sigue tentando y tensando el arco. El ciclo trágico se perfila, sin embargo, como por el revés de un drama, que tiene mucho de farsa. El duelo primero, y el asalto después para liberar de la muerte a Laureola, sólo son fases que jalonan esta tensión hacia el sin sentido de la situación final. Pues al fin y al cabo, la liberación de Laureola y el resplandecimiento de la verdad no alteran para nada las cosas para Leriano, que, en todo caso, se ve abocado a elegir entre la oferta de Laureola de sobrevivir en la mediocridad o la muerte real. La propuesta de Laureola ha puesto las cosas peor de lo que eran de partida. No hay ya sólo imposibilidad e incompatibilidad en el amor, sino también en la vida. No parece quedar márgen siquiera para otra soledad que la de la muerte. La imágen de Laureola - su fama - depende de que Leriano decida vivir, aun a la vista del desprecio de Laureola, y en todo caso, a modo de trofeo de ella. Laureola se erige en vengadora de Lucenda.

La cuestión de la imágen que tan drásticamente plantea Laureola, en pos de la fama, esconde la nueva cara del amor cortés. Éste se desenmascara en tanto juego de imágenes. La fama de Laureola corre peligro, porque Leriano no sabrá, ni podrá callar. En realidad no debe callar - de otro modo el juego no tiene lugar. No es el amor, sino una interacción de apariencias y actitudes lo que define el amor cortés, desvelando no su clave psicológica, sino fisionómica - sociológica. En el fondo, las reglas que lo gobiernan no son otras que las de la cohesión social para una sociedad determinada, que lentamente se van convirtiendo en una suerte de juego - de juego, contra toda apariencia, serio. Todos obran, a la postre, en función de lo otro - del ille - que impone su ley. El parlamento del Rey - en un arcaizante subjuntivo potencial - es significativo al respecto. Al negarse a aceptar el resultado del duelo de Leiriano con Persio como juicio de Dios, manifiesta un profundo cambio en la valoración de los indicios de la conducta humana. El indivíduo no es el yo espacial del cuerpo, sino un entramado mucho más complejo que echa raíces hacía fuera y hacía dentro, hacía el pasado y hacía el futuro. El yo ha pasado a ser toda una sociología. El rey justifica así su actitud ante lo que, en buena lógica caballeresca, debiera aceptarse definitivamente como un juicio de Dios: no's maravilléis de assi no hazello, que veo el testimonio cierto y el juizio no acabado ; que puesto que Leriano levase lo mejor de la batalla, podemos juzgar el medio y no saber el fin. Nada más lejos de la pasión. Y ello simplemente porque al yo apenas si le queda realmente espacio de maniobrabilidad de la intimidad - identificada por el ámbito de la intención y fe. No hay salida para este yo intencional. Ya que en una sociedad dominada crecientemente por la imaginería de la interacción, sólo se tiene a sí mismo por testigo - tal clama amargamente Laureola. Y eso es nada. La vida real es la del desamor. Desde estas premisas, el final de Leriano tiene toda la lógica implacable del héroe de la tragedia. Sólo en la propia destrucción, asumida en soledad, encuentra su propio yo. Se lo dice así de contundente el autor, que se encarga de trasmitirle la decisión última e irrevocable de Laureola. El autor, que en esta obra - Cárcel de Amor - se arroga el papel más bien de coro trágico, que de personaje que era en el Tractado de Amores. El autor habla de sí mismo en estos términos: y salido de la cibdad, como me vi solo, tan fuertemente comencé a llorar que de dar bozes no me podía contener. ... y cuando llegué a Leriano dile la carta, y como acabó de leella díxele que ni se esforçase, ni se alegrase, ni recibiese consuelo, pues tanta razón havía para que deviese morir. Y Leriano se dexa(va) morir. El yo fragmentado del Tractado de Amores sucumbe trágicamente en Cárcel de Amor al cada vez más poderoso ille, que Laureola y su entorno vienen a magnificar. Si el final, no ya por la muerte de Leriano, sino por lo que respecta al llanto de su madre, prefigura el de la Celestina, sus planteamientos iniciales, explícitamente alegóricos, unidos a toda una serie de reflexiones sobre el yo consumido en y por el amor, parecen prefigurar algunas de las estrategias que al respecto desarrollará la mística. Pero el catálogo de Leirano sobre las veinte razones por que los honbres son obligados a las mugeres, así como Prueva por enxenplos las bondad de las mugeres - y al igual que el Sermón en el Tractado de Amores - son como un giño de complicidad del autor hacia el lector, que restituye la ironía como clave del fondo de este relato, que de tragedia se convierte a la postre en farsa. En realidad se trata de un catálogo de razones para no dejarse morir, a través del cual el autor, por boca del mismo Leriano, viene a ironizar contra la decisión de éste de dejarse morir. Es como un catálogo de urbanidad, en el que se exponen las múltiples delicias del desamor - de la situación en la que Laureola le proponía a Leriano seguir viviendo. Una vez más Diego de San Pedro se vale del recurso de potenciar lo que de oral tiene el texto para lograr un efecto irónico contundente.

No hay que olvidar que lo irónico de un texto estaba ligado muy directamente al juego de simulaciones que proporciona sus posibles referencias a la pronuntiatio, y que ésta era parte intrínseca del género epistolar, concebido como una conversación entre ausentes. En este sentido, el papel que las cartas juegan en la narración facilitan dicho objetivo. Giammaro Filelfo, un contemporáneo italiano, había introducido, para escándalo de Erasmo, como específico género epistolar el de la epistola jocosa gravis. Lo que viene a situar en un contexto más amplio la cuestión del estilo tragi-cómico que se hará explícito en la Celestina, y que un tanto alambicadamente se encuentra en las obras de Diego de San Pedro. Pero que, en todo caso, pone de relieve un clara actitud ante el desarrollo de la personalidad en el Renacimiento, prefigurada en la gramática, e ironizada en la literatura. En La Celestina, la gran obra literaria de fines del XV, el tema de la personalidad y de las relaciones amorosas aparece con un protagonismo y densidad mayor, y distinto, al de las obras de Diego de San Pedro. Ante todo, por cuanto el lenguaje desde el que habla Rojas conecta directamente con la prosa vulgar, lo que le permite crear toda una tipología de carácteres radicalmente diferente a la que acabamos de ver en Diego de San Pedro, mucho más atento éste a la búsqueda de efectos especiales en el lenguaje. El uso del lenguaje popular es un de los rasgos que La Celestina comparte con otras importantes obras, más o menos contemporáneas, como son Gargantua y Pantagruel, de Rabelais, y Das Narrenschiff, de Sebastian Brandt - amén del recurso a lo cómico y sarcástico, como un recurso literario muy del tiempo. Pero mientras la estrategia literaria de Rabelais - como dice Gilman - viene a ser la de la "expansión del estilo por el estilo mismo," en un juego como agonal contra la convencionalidad misma de los signos, y muy especialmente de la escritura, buscando desesperadamante restituirlos a la oralidad y gestualidad, La Celestina se vale del lenguaje popular para abordar el problema de la personalidad humana, en el contexto sociológico de un Renacimiento que encuentra precisamente en esta problematización uno de sus límites. De ahí la radical diferencia de escenarios entre la obra de Rabelais y la de Rojas: la plaza pública en el primero, y el espacio interior en la de Rojas. Aunque, aún siendo absolutamente distintas sus estrategias, coincidan ambas obras en presentar una percepción corrosivamente aguda y trágica de la sociedad que se les viene encima.

En la Celestina el lenguaje constituye la base para exponer una diversidad tipológica humana, inusual en la época, sobre todo por lo que respecta al importante despliegue de personajes secundarios, sin solución de continuidad respecto de los centrales, que trasmite la impresión, y descripción, de un abigarrado grupo sociológico. No son totalmente indivíduos los personajes de La Celestina, sino que la individualidad esta en el agrupamiento social que conforman. Ninguno puede nada por sí sólo, y cada uno necesita de los otros, y todos de la Celestina - y ésta de todos. Esto explica en buena parte el papel de lo oral en la obra, uno de los aspectos más discutidos por los historiadores de la literatura, por lo que respecta al género dentro del cual hay que encuadrarla - aunque visto desde fuera del gremio, el asunto resulte un tanto ocioso. Teniendo en cuenta que el habla iba por delante de la escritura, no es extraño que la literatura tendiese a reflejar de una manera u otra la oralidad, como fuente ésta de la pragmática del lenguaje - de su contextualidad y semántica. La forma teatral de la narrativa sirve directamente a este fin. Que el género sea teatro, novela dialogada, o diálogo vivido, no hace más que poner de relieve el protagonismo fundamental de la oralidad, que ocupaba entonces el interés también de nuestros gramáticos. En este sentido la oralidad de La Celestina, está directamente vinculada a la dialogicidad que se abre en el interior de las personas, consigo mismas y con otras - a imágen de las personas gramaticales. De ahí que no esté tan claro que la forma dialogal que adopta La Celestina, como eje de su narrativa, se resuelva en el dominio del y el yo - tal como pretende Gilman. La ausencia pesante de la tercera persona, a la que este crítico alude, es ya por sí misma significativa. Uno se pregunta si La Celestina no viene de hecho a glosar la encarnación de una tal terceridad - la terceridad del grupo, encarnado en su polivalente variación por la Celestina. En todo caso, su variada y con frecuencia contradictoria caracterización permiten pensarlo en principio así. La monodía de Diego de San Pedro, con su arcaizante lenguaje, de un subjuntivo inalterable, y efectos fuertemente melódicos, se invierte en la Celestina en un cromaticismo, sobre cuya base se organiza toda una variada polifonía de voces y pasiones. Visto desde este modelo musical - entonces en auge - el diálogo no es tal diálogo. Con frecuencia son monólogos que, como en la polifonía, se entrecruzan, buscando un efecto de conjunto, por encima de las particulares líneas de desarrollo de cada voz. Max Weber nos recuerda, que el desarrollo del cromaticismo en el Renacimiento tiene su origen en la necesidad de una "representación dramática de las pasiones." Pero las pasiones se entrecruzan dando lugar a los más variados efectos y desarrollos, constituyendo un cierto espacio vital. Algo de esto ocurre con los personajes de La Celestina, que más que indivíduos son voces. Uno sólo oye leyendo voces que hablan a otros, a sí mismos, y a terceros. No hay una psicología detrás de todo ello, sino una suerte de cromaticismo armónico, identificable en los tonos y cadencias que definen las diversas intervenciones, las sucesivas alteraciones y variaciones, contrapuntos o confrontaciones, tendencias melódicas, surgiendo todas ellas del entrecruzamiento y encuentro continuo, con otros o consigo mismo, de la tal diversidad de voces en una espacio sonoro, tonal, que va como replanteandose. Hay una clara pragmática del lenguaje, expresado en la forma dialogal que adopta la narrativa de la obra, y que muestra muy a las claras la intrínseca eventualidad, la coyunturalidad de los carácteres. La forma dialogal, que conforma el todo del relato de La Celestina, no hay que verlo en este sentido como diálogo propiamente tal, sino sólo como una forma de representar la pragmática del lenguaje, su contextualización, que es aquí el auténtico protagonista de la obra. Lo personajes se hacen al reaccionar unos a otros, o en relación a sí mismos, o, en suma, respecto a un contexto, que les obliga como a redefinirse continuamente. El lenguaje se vale precisamente de su representatvidad oral para ir configurando poco a poco un espacio de actuación y de contextualización de las voces - más que de los actos. Es el espacio de constitución y definición de la oralidad pronominal: del yo, , él, como alteridad cuasi-sonora. Se puede seguir en la sucesión de las distintas intervenciones de los protagonistas, o mejor en el específico cluster dialogal en el que se confrontan las voces, y del que surge sus especificidades cromáticas. Simplificando: hay en La Celestina como dos grandes tipos de diálogo, el uno integrado por intervenciones o parlamentos más o menos largos, y, el otro por un juego de réplicas y contra-réplicas, más que preguntas y respuestas, breves y como encajadas, con frecuencia demasiado como para responder a la realidad de un diálogo. En los primeros, los personajes acumulan y encabalgan en una misma intervención toda una serie de cuestiones diferentes, como respondiendo a un diálogo abreviado, del que se han saltado las intervenciones del otro supuesto interlocutor, a cuyas diversas cuestiones parecen como haber decidido responder de una sola vez. Tienen pues un mucho de monólogos, en tanto en cuanto, como en una suerte de elipsis, se ha pasado como a prescindir de las intervenciones y referencias al otro y del otro. En los segundos, la relación dialogal más que de diálogos reales, lo es de teatrales, ya que no se conforman como expresión de una comunicación cara-a-cara, sino como de lado, mirando al público. A lo largo de la entera obra, las voces no surgen del cara-a-cara directo, que es la esencia del diálogo, sino que se encuentran y reencuentran como indirectamente tras haber revertido de los muros invisibles del espacio, que a la vez constituyen. La estructura del lenguaje es clara al respecto. Aunque parezca que los personajes se encuentran en un mismo espacio físico, confrontados uno frente al otro, la realidad de la estructura del lenguaje pone en claro que no se comunican directamente. De ahí la prgamática que envuelve sus caracterologías - que es la del lenguaje mismo. Cuestionar al respecto - tal como hace Gilman - la presencia de una audiencia, y magnificar, a la vez, el hecho de la oralidad en el lenguaje, resulta un tanto contradictorio. Pues el pragma de la oralidad no es otro que la comunicación. Y toda obra literaria, quierase o no, está dirigida a un lector, o audiencia - real o virtual. Pero sobre todo porque resulta un tanto absurdo defender - como hace Gilman - la idea de oralidad sólo en función de la existencia de yo y , como siguiendo a un infantil Bajtin. La edición misma del texto, en el que se mentremezclan elementos pictóricos y lingüísticos, imágenes y palabras, da ya idea de que el yo y el pronominal - como se muestra en la discusión de Herrera y Prisciano - no son más que una elipsis que esconde un ille, es decir, la terceridad. Como hemos visto anteriormente, aquello no vale, por lo demás, ni para entender la gramática, ni mucho menos el pragma de la comunicación real. Es más, la forma dialogal de La Celestina tiene por efecto precisamente poner de relieve con toda claridad la inevitable intromisión de la terceridad en la comunicación - ese gran ausente que no lo es tal, que se encarna a veces en la misma Celestina, otras en el lector/oyente, difusos en la estilística del texto, y otras amagado por entre la estructura del lenguaje, envolviendo y difuminando a los personajes mismos, incluído el que escucha o lee. La postulación de personajes en charla entre sí es una mera ilusión de dramáticidad. Celestina, por ejemplo, no tiene empacho, en un mismo discurso, de dirigirse a su interlocutor por su nombre (gózome, Pármeno, que ayas limpiado las turbias telas de tus ojos...), a ausentes (...y respondido al reconoscimiento, discreción y ingenio sotil de tu padre...), a sí misma como tercera persona (...cuya persona, agora representada en mi memoria, enternezce los ojos piadosos, por de tan abundantes lágrimas vees derramar.), a la vez que introduce el como evocación del ausente (...que en veer agora lo que as porfiado y como a la verdad eres reduzido, no paresce sino que bivo le tengo delante.), y, en fín, sxe refiere a terceros mediante sus nombre propios, señalando su entrada en escena, prefigurando así su función en ciernes como segundos (Pero callemos, que se acerca Calisto, y tu nuevo amigo Sempronio,...). La escena, en toda esta su globalidad interrelacional, es enormemente densa, difícilmente reductible a un estricto yo/. Celestina, de hecho, está presente en todos los diálogos de la obra, cuando no como actora, o como objeto, en espíritu, como muñidora y metáfora misma de la trama. Ella tira de los hilos, como los hilos tiran de ella. Celestina, como alcahueta, encarna una cierta prefiguración de Fausto. Si Rabelais, en su Gargantua y Pantagruel, la emprende no ya con los antiguos caballeros andantes, sino con la figura de Fausto, bajo la imágen de los magos del saber y del lenguaje, buscadores de la piedra filosofal, y, a su manera, caballeros andantes de la nueva cultura, Celestina los prefigura como sarcasmo sociológico. Y no tanto por su manejo de la magia y las pócimas, sino del lenguaje, suelto y resabiado, al que no parece escapar rincón alguno de la realidad humana que le rodea, ni exterior ni interior, dando la apariencia de controlarlo todo. Celestina le dice a Pármeno: Bien te oy, y no pienses que el oyr con los otros exteriores sesos mi vejez aya perdido. Que no sólo lo que veo, oyo, y cognozco. mas aun lo intrínsico con los intellectuales ojos penetro. Esto es tanto más significativo, si tenemos en cuenta que Pármeno viene a ser como el alma de Calisto, mientras Sempronio es su cuerpo - o, respectivamente, también la lengua y los pies. Celestina es el eje en torno al cual giran todos los personajes de la obra, constituyendolos en un todo, en una suerte de agrupación hablante, sonora - y, en este sentido, sociológica. Todos se encuentran interrelacionados en y a través de ella. Bajo su más inmediata esfera de acción están, por un lado, Pármeno y Sempronio, y, por otro, Elicia y Areúsa. Espacio éste de influencia que se va como estrechando a través de los amores de Sempronio con Elicia, y de los de Pármeno con Areúsa. La cohesión del grupo se acentúa por el hecho de la cohabitación de Elicia con Celestina, así como por la relación que ésta había mantenido con el padre de Sempronio. Algo similar sucede respecto de Pármeno, y Areúsa. Ya que éste había estado al cuidado de Celestina siendo niño, por la amistad que la unía con su madre Claudina - eran uña y carne - y también con su padre, que como el de Sempronio habría sido así mismo su amante. A Sempronio y Pármeno quiere Celestina unirlos, además, como hermanos, convirtiendo a éste en amante de Areúsa, prima de Elicia, con objeto de terminar con el sólo escollo que encuentra para someter a su voluntad a Calisto, cuyos amores con Melibea le permitirían redondear la operación de control sobre el conjunto de voces. Celestina conoce así mismo a la madre de Calisto, a la que ayudó en el parto, como conoce a la familia de Melibea, de la que ha sido vecina unos años, y muy especialmente, al aparecer, a Alisa, su madre, de la que insinuantemente dice que mejor me conosce ... que a sus manos. Elicia, por su parte, es prima de Lucrecia, criada de Alisa y Melibea. Será a través de ella, de Lucrecia, que Celestina accederá a Melibea, y su entorno familiar, para atraerla a sus esfera de influencia, sorteando las viejas sospechas de su madre. Cuando el asesinato de Celestina, víctima, como Fausto, de su propia prepotencia, arrastre a la muerte a Pármeno y Sempronio, serán las fieles Areúsa y Elicia las que asumirán su venganza, planeando dar muerte a Calisto a través de Centurio, al que la primera seduce para convencerle al respecto. El destino se les adelanta. Pero Celestina, el proyecto de Celestina, viene como a sobrevivir a su propia muerte a través de Elicia y Areúsa, al intentar alzarse estas en vengadoras de la muerte de los criados, postulando así como la continuidad del esfuerzo - del que tanto habla Celestina - por el dominio sobre las relaciones humanas, que en vida había encarnado aquella, y que la implacable terceridad condena una y otra vez al fracaso. En este sentido la historia carece de final. Ciertamente hay toda una serie de geminaciones y paralelismos en la estructura de la obra; pero no es esto lo más significativo de su trama. Quizás lo sea la patente contraposición entre lo que de amor cortés tiene, en principio, la relación entre Calisto y Melibea, y el natural, netamente sexual, de las relaciones entre Sempronio y Elicia, Pármeno y Areúsa, por no hablar de las que la misma Celestina mantiene con ambas, Elicia y Areúsa. También la contraposición paralela entre el problema de la fama de Melibea, ligada a la virginidad, y el de Calisto, en vilo por la actuación de sus criados, llegando incluso a hacerle interrumpir a éste su ansiada entrevista con Melibea, al conocer el ajusticiamiento de los mismos, son importantes por lo que representa de obsoletización del amor cortés como código de moral, frente a otros en emergencia en la sociedad renacentista de fines del XV, en los que la fama no está menos comprometida - esta vez para el hombre. Pero lo malo de las geminaciones es que ocultan, más que aclaran, la dinámica propia de la narrativa, y por ende la pragmática del relato, al hacer recaer - como ocurre en este caso - la fuerza narrativa en la pareja, pretendidamente principal, de Calisto y Melibea, cuando en lo relatado, protagonizado por toda una serie de personajes, aparentemente secundarios, es donde reside la novedad de la información que justifica el relato.

Valiendonos del par de conceptos ya introducidos anteriormente, los amores de Calisto y Melibea son el thema, mientras que todo el resto de las intervenciones protagonizadas por los criados y Celestina son fundamentalmente el rhema. Lo primero viene a ser el relato, lo segundo lo relatado. Aquello es lo que sostiene el consenso de partida entre la obra y la audiencia - lo segundo lo que de novedad aporta. Los amores de Calisto y Melibea, no son a este respecto más que una mera coartada en función de la cual introducirnos a las tupidas interrelaciones humanas que se tejen y destejen entre todos ellos, y de las que Celestina proclama ser el concierto deste concierto. Si al final aquellos constituyen una parodia, ésta - esto - se revela como la farsa. La contraposición de los lenguajes de unos y otros es contundente al respecto. Los parlamentos de Calisto y Melibea se centran fundamentalmente en reafirmar, con variantes, lo que constituye el archiconocido código del amor cortés, mientras que la Celestina y los criados gesticulan y hablan con la fuerza de la contextualización que les impone las circunstancias, llevandoles con frecuencia a la exposición de absolutas paradojas y contradicciones respecto de lo que la tradición social, moral, y filosófica, por no decir lingüística, parecía querer imponerles. En este sentido, como en Rabelais, se trasluce aquí con frecuencia una rebelión contra el lenguaje mismo, lo que lleva a la superposición continua entre lo popular y lo culto, al servicio con frecuencia de las más absolutas paradojas, tanto respecto de lo que dicen, como a cómo lo dicen las figuraciones - más que los personajes - de Rojas. Ello tiene que ver también con el recurso constante a la tradición de las sentencias y refranes, que es bastante inútil querer entender eruditamente en función de las fuentes. Cuando Celestina cita a Séneca, o Sempronio a Aristóteles, está más cerca de Francesillo de Zúñiga que de Erasmo o Vives. Por otra parte, la superposición que se establece en el texto entre las sentencias eruditas y los refranes populares es un rasgo que afecta entonces por igual al desarrollo de las lenguas vulgares europeas. Lo que tiene que ver con la experiencia radical de un encuentro con la vida propia de la lengua, no aprendida de acuerdo a unos reglas, como era el caso del latín, sino surgida del fondo de la vida misma. Al márgen del específico uso que de ello haga cada escritor, lo cierto es que de lo que se trata aquí, globalmente hablando, es de someter los dos tipos de expresión y saber a la misma estrategia de acercamiento a las claves últimas del lenguaje. Rabelais y La Celestina constituyen dos estrategias diversas, por no decir contrapuestas, pero repondiendo a un mismo problema.

De ahí en parte la necesidad de acopio de proverbios y refranes, que vendría a caracterizar la actividad lingüística y literaria a lo largo del XVI y principios del XVII. Los largos parlamentos ya mencionados, tan propios de los personajes de La Celestina, son en su conformación básica una sucesión de sentencias y proverbios, acumulados y entremezclados indistintamente, que pasan a constituir una cierta unidad sólo bajo el supuesto de que su yuxtaposición esconde de hecho una suerte de elipsis. La elipsis, por lo demás, que toda narrativa presupone, pero que en la nueva narrativa castellana se hace de alguna manera tética, apuntando así hacía el nuevo género en formación que va a ser la novela. Novela como ironía. A entenderr en sentido muy parecido a como Kierkegaard entendería la ironía como forma de abordar las relaciones del yo con el necesitarismo del mundo exterior. La elipsis, en la que, no por casualidad, se centraría el Brocense, y que constituye el núcleo de caracterización del latín, visto, en cierto modo, desde el castellano. Y que sin duda se constituye en la clave de una técnica narrativa, que vendría a identificar el género de la novela. Lo que supone suponer que el texto escrito, la narrativa, no es más que el intento de reconstrucción, o acercamiento, a otra escritura primordial, de la que la anterior, la actual, es mero trasunto. Es la idea del libro metagrapho, de Venegas, a través del cual se intenta como reinventar lo arquetípico de la escritura. A lo que viene a ayudar, sin duda, y contra toda apariencia, la reciente invención de la imprenta, con la entronización del grafismo en la que va a ser la página impresa, a modo de un papel pautado, en contraposición a la vaguedad - a este respecto - de la caligrafía. La palabra escrita es sólo signo, representación, y como tal le es propia una pulsión hacia las raíces de la representatividad que ostentan. El recurso a la oralidad – que es musicalidad - no es otra cosa que la expresión de buscar dentro de sí la mayor inmediatez posible a los orígenes de esta su representatividad. En Rabelais este experiencia le hace luchar con el lenguaje, llevandolo como a sus límites de expresividad, al igual que los campesinos - como nos recuerda Marx - forzaban hasta la destrucción sus instrumentos de trabajo como búsqueda agonal de su propia subsistencia. En La Celestina, por el contrario, sobre la base de la pragmática del lenguaje, lo que se busca literariamente es una suerte de catarsis de los encuentros, de entre los cuales brota la significación concreta de las palabras, que es, a la postre, lo que da vida a las figuraciones específicas de sus personajes.

La estructura de la obra es pues mucho más compleja de lo que expresa una mera geminación de personajes y acciones. El modelo sería más bien el de una configuración serial de clusters, que se van engarzando los unos a los otros, de forma arracimada, dando lugar a la explicitación de las distintas facetas de la vida y la personalidad humana, a través no tanto de supuestos personajes, como de relaciones verbales que se van entrelazando y sustituyendo en sus confrontaciones varias. Sobre estos cambios y rotaciones se articula el desarrollo de su narrativa. En principio, sin duda, como parte de una técnica teatral, por la que unos personajes pasan a primera plano, y otros se retraen, apareciendo otros nuevos - unos continúan charlando mientras hacen mutis, otros oyen hablar a terceros, y, en fin, uno parte, o llega, hablando consigo mismo, mientras se inicia como acallándolo todo un diálogo central. Dentro de una misma escena, se producen también cambios significativos entre los caracteres intervinientes en la misma, configurándose como diálogos sucesivos, o sub-diálogos dentro del diálogo, pero casi siempre sirvendo de apuntalamiento a la configuración central de la escena, simplemente vista como rotando en una escenario giratorio, del que unas voces, por el cambio, parecen alejarse, mientras otras se aproximan. Con todo, con toda esta apariencia dialogal y teatral, la narrativa de la Celestina no es un diálogo, ni siquiera la representación de un diálogo, sino la expresión, por el contrario, precisamente de su dificultad e imposibilidad - del problema de la dialogicidad en la escritura en tanto representatividad de la vida misma al límite de una realidad que nos desborda. La experiencia es la de que en el diálogo - como en la escritura - el lenguaje nos desborda, haciendonos decir lo que no podíamos pretender, de acuerdo a las reglas de su uso y significación. Es en este sentido, que, contra toda apariencia, a la forma dialogal y teatral que adopta la Celestina subyace una concepción narrativa, que apunta claramente a la novela, como género expresivo de una dialogicidad continuamente aplazada, y continuamente necesitada de explicitación, es decir, de la presencia o resonancia de algo tercero, que es la fama – lo femático. El yo y el , que de acuerdo a la apariencia dialogal que detenta, son como omnipresentes en su estilo narrativo, se difuminan de hecho frente a una terceridad, una ausencia, que continuamente los engloba, y a cuyo servicio se encuentran. Es esto lo que en parte Gilman identifica como fuerza invocativo del lenguaje, sin pecatarse de que ello si no anula, relega en todo caso el papel estructural del yo y el . Y no sólo porque con frecuencia un parlamento es sólo aparentemente diálogo, en tanto en cuanto presupone la presencia del otro, aun cuando realmente se dirija a éste como tercero, y, en este sentido, como ausente, sino porque cuando parece que dos estan físicamente presentes, y uno se dirige a otro, o éste responde al primero, no deja de deslizarse subrepticiamente el subjuntivo, o un indicativo de connotaciones hipotéticas. Así, por ejemplo, cuando Pármeno responde al reproche de Calisto de que éste tiene en poco a Melibea: Señor, más quiero que ayrado me reprehendas porque te do enojo, que arrepentido me condenes porque no te dí consejo, pues perdiste el nombre de libre quando cativaste la voluntad. La construcción latinista es aquí obvia. Y aunque de un uso mucho más atenuado que en Diego de San Pedro, con todo no deja de indicar que, para la época, venía a constituir una textura narrativa a modo de un recurso literario por el que se filtra la otreidad a la que la escritura responde. Pues, en efecto, por lo que tenía precisamente de desplazada una tal construcción, al hace pasar a un primer plano la percepción del orden de la palabras - el sujeto al inicio y el verbo al final - el efecto era el de suscitar mucho más inmediatamente la oralidad del lenguaje. Otras características gramaticales apuntan en la misma dirección, cual son la anteposición del adjetivo al nombre, y lo mismo para el caso de los pronombres respecto del verbo. La precedencia del adjetivo al nombre (soberano deleyte, mansa pobreza, noturna ave, serpentino azeyte, ardiente trementina, quietas sombras, engañosa feria) es una de las características más sistemáticas del estilo de La Celestina, tanto más cuanto que la literatura ulterior practicará el orden inverso, el del adjetivo calificativo siguiendo al nombre, considerado como el normal, o descendente - en la terminología de Weil. La precedencia del adjetivo respecto del nombre implica la necesidad de pasar la voz más rápidamente del adjetivo al substantivo, lo que delata como una de sus funciones la de poner de relieve la oralidad en la escritura. Aunque también resulta ser un recurso literario con vistas a rescatar la significación del amodorramiento sufrido por los nombres, reducidos por el uso a una mera convencionalidad. Del uso de los pronombres precediendo al verbo, el texto de La Celestina hace gala de un auténtico derroche. Se trata de un texto altamente pronominalizado. Por ello tiende a resaltar la parte predicativa de la oración. No enfinjas porque stá aquí Sempronio, ni te sobervezcas, que mas me quiere a mí por consejera que a ti por amiga, aunque tú le ames mucho - le dice Celestina a Elicia. Los nombres propios - si se prescinde de los mismos al inicio de cada parlamento - ocupan un lugar relativamente pequeño a lo larga de la prosa del texto. Por contra, la pronominalización, unida el fenómeno reseñado antes de la precedencia de los adjetivos respecto de los substantivos, hace que aquellos funcionen con frecuencia a manera de epítetos, que sirven a la contextualización e individualización de la escena, como en cierta manera puede percibirse en la cita anterior. Lo que es congruente con la idea de elipsis como característica del lenguaje - y muy específicamente del castellano. En términos generales, se puede decir que la sistemática inversión en el orden de las palabras, tal como sucede en La Celestina, contribuye decididamente a la individualización de los caracteres - que por ello no son tales, como no son tampoco personajes en el sentido literario del término - y que, por lo mismo, ayuda a acuñar el espacio de oralidad – de lo sonoro - en el que transcurre la acción de la trama. El orden de las palabras responde más al habla que a la escritura, y por consiguiente se dirige directamente al oído - de mucha mayor inmediatez de percepción. De alguna manera, frente a una sintaxis visual, del ojo, como, contra toda apariencia, era el caso de la escritura medieval, lo que se pone en marcha ahora, en pleno Renacimiento, y bajo la égida de la imprenta, es una sintaxis del oído, reinventando de algun modo el papel del oído de la mente de la antigüedad, para lo que curiosamente los humanistas parecían carecer de sensibilidad. Visto así lo dialogal de la forma no es más que un trasunto escrito de la oralidad buscada en profundidad. Toda la trama de La Celestina va dirigida a poner de relieve este factor de oralidad como terceridad. Y no como un mecanismo arcaizante, en virtud de una cercana dependencia aún de lo oral, cuando la imprenta no parece haber causado aún grandes estragos al respecto – en contra de lo que pretende Gilman - sino, por el contrario, como la experiencia prístina entonces, procedente de un lenguaje vulgar, vivo, a la vez, como escritura y como habla. Pero en el contexto narrativo de La Celestina, la pronominalización tiene una función más radical de la que constituye, en parte, ser ya trama del relato. Vesle aquí, vesle ; yo me le abraçaré, que no tú - exclama Celestina a Elicia, refiriendose a Sempronio. La doble direccionalidad es uno de los juegos característicos de que se vale su narrativa. Mientras la precedencia del pronombre se combina, como hemos ya visto, con el elemento predicamental, potenciando la información de carácter rhemático, la postposición del mismo pasa a unirlo íntimamente al verbo, como una terminal del mismo, dotando al verbo de un carácter directamentte demostrativo. De ahí que su uso aparezca sobre todo en las intervenciones breves y rápidas, como la de Pármeno: Sálgome fuera, Sempronio, ya no digo nada ; escúchatelo tú todo. Pero lo que puede observarse en estas frases citadas, es el hecho de que la pronominalización en ambos sentidos, lo que hace es como forzar una hendedura, un resquicio, en el esquema de las relaciones expresadas por las personas gramaticales, que configuran el espacio verbal de la Celestina como un espacio interior: el que existe entre las personas gramaticales, que es el configuran sus referencias pronominales. No se trata de la relación entre un yo y un, sino, en todo caso, entre un y un. Incluso referido a uno mismo: Pues ti tú quieres ser sana y que te descubra la punta de mi sotil aguja sin temor... - dice Celestina a Melibea. Lo que la pronominalización de la narrativa configura es el auténtico teatro en el que transcurre la acción de la Celestina: el del espacio interior en las relaciones entre las personas gramaticales, que actúan a manera de eclosión de la estructura del mismo yo.

Las preposiciones acompañando a los pronombre, unidas a la modalidad de los pronombres mismos, contribuyen con sus referencias espacio-temporales y gestuales a la cartografía de un tal espacio interior. Las breves pinceladas esparcidas aquí y acullá, a lo largo de la obra, relativas a detalles del mundo exterior, del paisaje, de referencias urbanas, de la misma atmósfera, no hacen, por su parte, más que potenciar el carácter introvertido del mundo que abre, y al que se abre su narrativa. Veamos como se configura dicha relación vista desde la exterioridad aparente de los personajes. La acción de estos puede verse como girando fundamentalmente en base a tres grupos de tres: Calisto y sus dos criados, Pármeno y Sempronio, Celestina y sus dos jóvenes anzuelos Elicia y Areúsa, y, en fín, el núcleo familiar de Melibea, con su madre Alisa y la criada Lucrecia. Prebelio, el padre, un tanto fuera de la trama, de la que es más bien como un espectador final, del final de su misma hija, queda - como el autor al principio - para contarlo. Celestina, por su parte, hace de gozne, y como de punto de fusión de los tres de tres. La dualidad irreductible de los amantes dentro de la lógica del amor cortés, tal como hemos visto en las obras de Diego de San Pedro, pasa en La Celestina a convertirse en un tipo de relación a tres. En Carcel de Amor y en el Tractado de Amores este papel venía a cumplirlo subrepticiamente el mensajero que hacia de correo y de mediador entre los amantes. Pero quedaba amagado, en tanto en cuanto en tales relatos, al buscar establecer la imposibilidad de tales amores, dicho personaje quedaba de alguna manera - como el autor mismo con el que a menudo se confunde - fuera del hilo central de la trama. En La Celestina, por el contrario, que a la postre establece la viabilidad de tales amores, parece tener que reconocer por lo mismo la ineludibilidad del intermediario. Y fundamentalmente por la razón de que aquello que hace precisamente imposible e inviable la relación entre los amantes en el contexto tradicional del amor cortés - la ineludibilidad de su proclamación por parte del varón - se invierte aquí, en la Celestina, en reconocida condición, no ya de posibilidad, sino de perfectibilidad. Lo dice Celestina: de ninguna cosa es alegre possesion sin compañía. Y lo repite Pármeno: El plazer no comunicado no es plazer. Una sociedad en suma que hace del deleite un concepto central a toda su pedagogía - y a su misma concepción del saber - no puede por menos de verse afectada en lo más íntimo de la esfera de la sensibilidad, cual es el amor. Calisto vemos que mantiene como testigos de sus amores carnales con Melibea a sus criados; al igual que Celestina presencia los amores de los criados de Calisto y sus jóvenes protegidas. Lo que viene a ser tanto como el reconocimiento de que entre el yo y el a secas no hay posibilidad alguna de dialogar sin una mediación tercera, de la misma manera que la escritura no expresa dialogicidad simplemente por la mera yuxtaposición de intervenciones, en tanto representación ésta del diálogo. El problema de fondo en la Celestina es que la cuestión de la dialogicidad exterior, y su intermediación, no es más que una suerte de metáfora del problema de la propia dialogicidad del nuevo ego. Lo personajes hablando consigo mismo, los numerosos monólogos, los monólogos en que el que habla se refiere explícitamente a sí mismo como a un tercero, y los aún más numerosos diálogos que son monólogos, recorren la obra como una suerte de eclosión del problema de la dialogicidad al seno mismo del yo. Moços, ¿estó yo aquí? - exclama Calisto cuando Celestina le comunica que Melibea bebe los vientos por él - Moços, ¿oygo yo esto? Moços mirad si estoy despierto. ¿Es de día o de noche? Calisto no es Calisto sin Pármeno y Sempronio - que son respectivamente su alma y cuerpo, lengua y pies. La dificultad de la narrativa misma por exponer y representar la dialogicidad es el problema de la dialogicidad del yo consigo mismo. Celestina busca cómo resolver el problema a través de la amistad y el compañerismo, compartiendo la posesión de algo tercero que une y auna. Lo intenta con Pármeno y Sempronio, para provocar la sumisión de Calisto. Pero la perversión de la terceridad es tal que se apodera - como Celestina misma teme - no ya de los dos criados, sino de ella misma, acabando así por morir en el empeño, y arrastrando a Calisto tras ellos. Melibea - - no se sostiene ya. Todo - yo y - se derrumba como un castillo de naipes. No ha lugar aún - históricamente hablando - al yo íntimo, como contrapuesto al yo lírico, perfectamente compacto y delimitado, y de alguna manera autosuficiente, sino que el nuevo yo pasa a constituirse como un espacio interior, representado por lo demás por categorías físicas. Es a través del juego de la luz y la claridad, de la distancia y el tiempo, que los actores de La Celestina pasan a delimitar y definir en buena parte la naturaleza espacial, e interior, del yo que ellos representan. El diálogo entre Calisto y Melibea sobre el amanecer y la obscuridad es muy gráfico al respecto. Sobre todo en los términos en que ésta le replica a aquél, al exclamar aquél: Ya quiere amanecer; ¿qué es esto? No [me] pareçe que ha una hora que estamos aquí y da el relox las tres. A lo que replica Melieba: Señor, por Dios, pues ya todo queda por tí, pues yo soy tu dueña, pues ya no puedes negar mi amor, no me niegues tu vista [de día passando por mi puerta; de noche donde tu ordenares]. Y en un interpolación ulterior se añade al texto: Mas las noches que ordenares sea tu venida por este secreto lugar á la mesma hora, para que siempre te spere aperçibida del gozo con que quedo, sperando las venidas noches. Y continua el texto anterior: Y por el presente vete con Dios, que no serás visto, que haze muy escuro, ni yo en casa sentida, que aun no amaneçe. Todos aquellos elementos se combinan aquí configurando el yo como un espacio interior. Tanto más si tenemos en cuenta que obscuro, y sus asociados, tienen que ver con el acercamiento físico. Sempronio, con ocasión de los terribles sufrimientos de Calisto al haber sido rechazado por Melibea, intenta animarle a olvidarla. Pero al ver lo inútil de sus intentos, comenta: No creo según pienso, yr conmigo el que contigo queda. Y en el mismo aparte dice: La vista a quien objeto no se antepone cansa, y quando aquél es cerca, agúzase. Y más adelante, viene como a precisar: Yo digo que la agena luz nunca te hará claro si la propia no tienes. Lo que es tanto más significativo cuanto Sempronio representa como el cuerpo de Calisto. El yo que vienen a circunscribir tales expresiones está lejos de ser lo que, en la tradición del Fausto, acabaría por ser, en Descartes, el cogito. Aquí es más bien una suerte de res extensa, en el sentido de que a través de las relaciones espaciales - que son también las del propio cuerpo - constituye la clave del propio ego y reflexividad. Al igual que en Cárcel de Amor observamos la conexión con la mística ulterior, es innegable en estas expresiones la concepción de la interioridad. A la vez que puede observarse ya un cambio en ciertas principios sobre la luz y el color, que, bajo la renovada influencia de la obra de Averroes hacia fines del XV, se están imponiendo al geometrismo clasicista. Lo que tendría consecuencias decisivas para la futura estética del barroco. Hasta cierto punto, puede decirse que La Celestina es un modelo de pronominalización y elipsis, y por ende de coherencia y cohesión del relato. Nos encontramos frente a una narrativa en la que la construcción de éste se organiza como un encadenamiento de lo relatado, sin que quede lugar alguno, entremedias, a lo aleatorio - lo que no es el caso en las crónicas o en los libros de caballerías, cargados de contingencias y azares, - regido todo, tanto por la precisa técnica de la elipsis - que, como dice el Brocense, hace la narrativa más elegante, al dar pié a que se eche de menos algo - como por un dominio de la pronominalización, que induce al lector a sumirse directamente en lo relatado. Los nombres propios, ciertamente, tienen aquí una mayor relevancia que en la obra de Diego de San Pedro. No ya porque responde en principio a una cierta estructura de la personalidad, sino en cuanto vienen a acentuar la relación de terceridad al seno mismo del ego. No deja de ser curioso al respecto que los nombre propios aparecen con más asiduidad en el contexto de los grandes monólogos, es decir, como una forma de referencia del que habla a sí mismo, que como una manera de nombrar directamente al interlocutor, o a un tercero ausente. En este sentido, son, sin duda, una forma de abreviar la complejidad interna de la sintaxis, y con ello la variada intertextualidad de las relaciones que expresa, pero, ante todo, el modo de asumir lo dicho respecto de sí mismo, otorgandole aquella vehemencialidad, de la que Herrera habla a propósito de la razón de ser de los mismos. El resultado es que el oyente o lector, como por la puerta trasera, pasa de interlocutor del autor a quedarse apresado con todas sus consecuencias en la trama de sus personajes. No hay un yo sin un - y un aquél. Y con uno se diluye el otro. Este es el sentido literario de la absurda muerte de Celestina que lleva a la de Calisto y Melibea, como resultado del laberinto de errores, contra el que clama Pleberio, padre de Melibea. Buscando la posesión como realización del compañerismo - tal como proponía Celestina a Pármeno y Sempronio, se acaba por ser poseído. La terceridad se adivina como una tragedia, a la que sólo cabe confrontarse con ironía y sarcasmo. La cohesión y coherencia de la obra al final no lo es tal - o tanta. Es la historia de un engaño: la del engaño literario como forma de conocimiento, como lo ha sido a la postre La Celestina misma. No es extraño pues que en este mismo contexto experimentarán un extraordinario auge las novelas de caballerías. En éstas las historias lo son precisamente entre meros nombres - estrechamente ligado a los viejos romances y a las crónicas. Y que más que crónicas son ficciones de crónicas, que vienen a potenciar lo que estas tiene de mención puntual de los hechos, haciendo así de la factualidad ficción. De ahí el estilo monocorde e indiferenciado que las sustenta, sin apenas estructura pronominal, quedando la narrativa como reducida prácticamente a un sistema de nombres propios y substantivos, adjuntos mayormente a predicados de tipo monódico. Todo lo cual viene a atenuar lo evocativo del relato, pura y simplemente por la ausencia de cualquier diferenciación gramatical interna entre yo y , y aún más entre y . En este sentido, y por razones contrapuestas a las de La Celestina, los personajes carecen "de una entidad plenamente diferenciada." Es decir, carecen de existencia, en el sentido de alteridad, no ya frente a los otros personajes, o incluso frente al narrador o al lector, sino frente a sí mismos.

De ahí que Pero Lopez de Ayala pudiera escribir en su Rimado de Palacio, que los libros de caballerías son no ya "libros de devaneos" sino mentiras probadas. La estructura lingüística no parece superar la de lo puramente alegórico, en el sentido que Benjamin da a éste término, y que viene a identificar bien con los personajes del giñol, bien con la narrativa visual, plana, de los emblemas. No es casual que la reflexión tan puntual de Herrera sobre las tres personas gramaticales coincida con una tal confrontación entre ambos estilos literarios. Ya que, al fin y al cabo, el desarrollo de la novela, que se estaba mascando como el genero literario por antonomasia, propio de la prosa, comportaba en su seno la emergencia, no ya de los personajes como nudo de relaciones problemático, sino el de la escritura misma como problema. Es la gramática más bien la que desvela la problematicidad de la personalidad misma a través de la problemática relación entre la escritura y la oralidad. El problema, con todo, era el de la persona humana en el contexto de la sociedad renacentista española, y que desde una perspectiva filosófica había planteado Sabunde a partir de su análisis del amor suiipsius - o amor propio - como contrario al amor de Dios. La pronominalización literaria topaba aquí con su horma en la moral. Es este amor egoista - en el esquema de Sabunde - el que se encuentra a la base de la profunda crisis existencial de la época, y que viene a identificar como de tristitia sine fine. Los personajes de La Celestina se mueven, en efecto, dentro de un tal contexto. ¡O la más de las tristes, triste, tan poco tiempo poseydo el plazer, tan presto venido el dolor! - exclama Melibea tras la muerte de Calisto. Pero la diferencia de estructura de la personalidad que plantea su realidad literaria y gramatical preanuncia un encauzamiento distinto al de allende los Pirineos. De hecho en Sabunde el alma se conoce a sí misma con toda claridad, y sin intermediación alguna. A la vez que el contraste entre alegría y tristeza no es otro que el de poseer lo que se quiere, y no poseer lo que no se quiere - y, respectivamente, sus contrarios. No es extraño que tras sus huellas se sitúe la tradición centro-europea, y específicamente la francesa. En las obras de Diego de San Pedro y Fernando de Rojas, sin embargo, la idea de personalidad no es independiente de la de intermediación, a la vez que el problema no es tanto el poseer o no poseer, como el no ser poseído. La mística española, que se alzará con el tema y problema del amor propio, le dará, en esta línea, una salida radicalmente distinto al que dominará la tradición europea, y muy especialmente la francesa, orientada, como su mismo clasicismo, more geometrico, hacia el sometimiento de las pasiones. De hecho, no hay por menos que tener en cuenta que la aparición casi simultánea de la Inquisición, en España, y de la obra de Maquiavelo, en Italia, tienen que ver con actitudes y estrategias diversas para hacer frente a esta como fragmentación de la personalidad, que venía imponiendose como un final de época y principio de otra.


(*) Este artículo corresponde a un capitulo del libro del autor, de próxima aparición, titulado
Hablar y Narrar. Para una sociología de la Gramática y la Ortografía en el Renacimiento español.

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