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La subasta del orden institucional moderno |
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Museo, Identidad y mercado son tres variables a las que suelen atenderse en las comunicaciones y artículos que versan sobre museografía, patrimonio o incluso identidad. En este sentido, este artículo no pretende ser una nueva versión machacona acerca de cómo el mercado está subastando “las identidades” y “tradiciones” que constituyen el rico mosaico que caracterizaría a la humanidad, sino que mi planteamiento responde a cómo quizás el mercado más que comercializar con la diversidad cultural construye tanto nuevas formas de identidad –y por tanto de diversidad- como nuevos sujetos capaces de “consumirlas”. A través de una reflexión en torno a cuales eran las condiciones de posibilidad de esas identidades y esas diversidades culturales durante lo que se ha llamado modernidad, y planteando como eje central del artículo la hipótesis de que lo político –el espacio público sobre el que se han construido las representaciones identitarias- ha sido sustituido por lo económico, invirtiendo la propia matriz de origen griego que establecía esta distinción entre lo público y lo privado sobre la que se ha apoyado el pensamiento Occidental, e implicando en este desplazamiento unos mecanismos de poder –de construcción de la realidad- que tienen que llevarnos irremediablemente a replantearnos los presupuestos –las condiciones de posibilidad- sobre las que las ciencias sociales construimos “saber” y buscamos darle sentido a nuestro mundo. El mercado daría lugar a nuevas formas de identidad y maneras de habitarlas, redefiniendo aspectos como el sentido de la autenticidad. En relación a esta idea, y si damos como buena la afirmación que hace del museo una metáfora de la sociedad, quizás haya que pensar en los centros comerciales y los parques temáticos como escenarios en los que actúan estas identidades del mercado, más que encerrarnos en las clásicas representaciones museográficas sobre la identidad.
“Creo que la idea de demoler viejos edificios, viejos recuerdos es estupenda... A los muertos no les deberían permitir que fueran más fuertes que los vivos. Tenemos que aprender a olvidar el pasado, a vivir nuestras vidas en nuestro tiempo...” (Calvin Tomkins, Duchamp, p.152. Chatto&Windus, 1997).
A esta cita Álvaro Delgado-Gal añade:
“Suprimir el mundo para vivir a gusto, o mejor, sin tropiezos, con la ligereza y desembarazo a que nos autorizan los paisajes sin relieve. He ahí el “desiderátum” esbozado por Duchamp. Pero Duchamp es, todavía, una figura de transición, un representante de ese rebosamiento del XIX en el XX que resumimos bajo el concepto de “vanguardia”. Con Warhol estamos en otro mundo, o si se prefiere, estamos “ya” en este mundo. Han desaparecido los resplandores aurorales que encendían odiosamente la pupila fascinada del héroe nietzchiano y en su lugar nos encontramos al tipo de la esquina, pasándoselo bomba al ritmo de bacalao. Zaratustra se ha hecho del montón, luego de darse un garbeo por el supermercado” (Dios en el supermercado, El País, 1/7/2000:15-16)
Aunque este énfasis que las vanguardias artísticas han mantenido por construir ese héroe que lucha contra el poder y construye sus “utopías” fuera de los espacios de producción y reconocimiento del Estado -el artista en su rechazo de ese orden institucional burgués-, puede resultar “desfasado” y carecer de sentido ante los nuevos mecanismos de poder mediante los cuales el mercado y los medios de comunicación construyen realidad, apropiándose de esta misma necesidad de “utopías” mediante la comercialización de mundos personalizados, mundos hechos a medida del consumidor. Ya no existe ese orden público a “representar” o contra el que pelear. El mercado construye sus propios sujetos sin la mediación de la sociedad, o mejor, de la ley que la visualiza.
Esto nos devuelve a una caverna convertida no tanto en escenario de una identidad pública o colectiva –del Estado-; o de una no-identidad (aquí si queremos podemos pensar en no narrativa) que exalta los elementos creativos de las clases subalternas –desde la oralidad a la novela policiaca, si nos fijamos en Borges por ejemplo-, sino de un mercado, y el marketing y la publicidad como sus paladines, convertido en ingeniero de la realidad. Yo he elegido como escenario para presentar esta caverna –en su formato mercantilista- dos parques temáticos: Terra Mítica y Universals Port Aventura. La propuesta responde a que la tematización implica una narrativa que condensa las intenciones pedagógicas –que no de comunicación- propias de cualquier institución museística, si bien la naturaleza de su diseño y su consumo cultural se llevan a cabo de manera muy distinta a la que suele apreciarse en los museos oficialmente reconocidos como tales.
El parque temático como museo de la cotidianidad
El museo tradicionalmente ha sido considerado como una metáfora de la sociedad, y será en este sentido en el que proponemos a los parques temáticos -y en cierta medida a los centros comerciales- como metáforas de un nuevo “orden” social, como productores de realidad y esceneografos de nuevas formas de consumo cultural. Es en esta doble relación, producción y consumo, en donde más relevante resulta la comparación entre la museografía etnográfica –y especialmente la relación que la antropología atribuye a la identidad colectiva y la tradición como referentes- y estas representaciones mercantilizadas de otras culturas y períodos históricos, en el caso de nuestros parques temáticos. El mercado construiría nuevas formas de identidad y formas de habitarlas, redefiniendo aspectos como sus modalidades de reconocimiento y el consumo de la “autenticidad”.
La tematización sobre la que se construyen los parques temáticos toma como excusa una ficción narrativa –un tema a partir del cual diseña y armoniza el decorado del escenario- y se lo oferta al sujeto como experiencia: las formas de consumo –en el sentido más canabalístico del término- de estos escenarios dependerán de las preferencias de un cliente convertido en protagonista que habita los diferentes hitos que componen su recorrido según le venga en gana. Muerte de la distancia entre el visitante y la representación escenificada –en su concepción clásica fundamentada sobre su producción para un reconocimiento intelectualizado del escenario-, proponiendo en su lugar un nuevo modelo de autenticidad fundado en la experiencia de un consumo literal del escenario, del ser y vivir en primera persona la cultura polinesia, por ejemplo.
Tomemos como ejemplo este comentario que aparece en un folleto promocional de Universals Port Aventura:
“SUMÉRGETE EN LAS AVENTURAS MÁS APASIONANTES”
En este trepidante viaje
las aventurasse suceden sin
Respiro. Conviértete
en estrella de cine en la Isla
del Diamante, descubre
los secretos mejor guardados de
las profundidades marinas
de Sea Odyssey, vive en directo
el riesgo de un tiroteo
en el Saloon...
Y los más pequeños
harán realidad sus sueños abrazando
A sus personajes televisivos
preferidos Woody, Winnie,
Popeye Pantera Rosa...
(pp. 7-8)
La variedad es presentada como fundamento de la democratización del ocio, ya que el protagonismo y la elección deben residir en el consumidor que es quien tiene la última palabra. La apropiación hermenéutica como espacio de mediación intelectualizadora entre el sujeto y el mundo desaparece como guía de la interacción en la misma medida en la que ese mundo deja de ser referencial para entrar en los procesos de mercantilización a través de los cuales se le ofrece al cliente como experiencia. Un consumo que nace y muere en el acto mismo de posesión, de experimentación si se quiere. No se hace uso de un modelo de imbricación de aquello antiguo y de lo nuevo, sino que todo formaría parte del espectáculo del presente. Un tiempo y un espacio que al carecer de referentes estables –al perder su vigencia como coordenadas coercitivas y exteriores del mundo- escapan al ritual –en el caso de esas tradiciones circulares ligadas a “lo natural”– y a la historia (al progreso) – a esa relación de la historia como civilización que gana espacio a la naturaleza y describe una línea recta mediante la que simboliza esa progresiva emancipación y dominio de la sociedad con respecto a la naturaleza- como mecanismo de orden. Ambos son dimensiones abiertas sobre las que el cliente impone su contenido particular, es decir, que el visitante habita y define en función de sus inquietudes y contexto particular en el que se esté desarrollando esa situación.
Esta desintitucionalización de los recorridos que posibilitan estas nuevas formas de consumo experiencial me empujan a delimitar los contextos significativos sobre los que se construyen los parques temáticos como cortocircuitos entre realidades objetivables –la empresa y la narrativa sobre la que se diseña el continente en el que tendrá lugar la experiencia- y la voluntad de diferenciarse del sujeto y maneras de darle vida. Esta interpretación sui generis de lo que apunta Touraine, acerca de los procesos de globalización, es aplicable en el marco empresarial a la no distinción entre lo económico y lo político, o a la fusión entre lo público y lo privado, distinción sobre la que se ha cimentado la tradición Occidental, y a partir de la cual se han construido los axiomas de las diferentes lecturas de la sociología del conocimiento.
Lo publico -la cultura representada, escenarios como las diferentes plazas y espacios de sociabilidad en el caso de la Cantina y el Saloon del Far West en Universals Port Aventura, etc- pierde su naturaleza mediadora, su sentido como espacio para la “comunicación”, en la misma medida en que perece el mundo y el otro ante un modo de interacción narcisista que promueve un tipo de autenticidad ligada al cliente como sujeto que se experimenta así mismo como otro. El delirio, recurriendo a la terminología psicoanalítica, sería la norma en el momento mismo que desaparecen los referentes sobre los que institucionalizar lo real. Así, jugando con estos parámetros narcisistas sobre los que el sujeto construye su mundo a medida, podríamos decir que las “realidades” producidas en los parques temáticos serían una intersección entre el sueño, como espacio onírico de un sujeto narcisista movido por la experimentación de sí mismo, la situación, como marco de posibilidades en que todo es posible porque nada vive más allá del momento en que se recrea, y el juego, como dimensiones que delegan el protagonismo al cliente y facilitan ese consumo “vivencial” de estos escenarios, desvaneciéndose las distinciones de la modernidad entre realidad e imaginación.
“TAN REAL QUE CREERÁS ESTAR SOÑANDO”
Vegetación, vestuario,
escenarios,
Especialistas, música...
Todo,
Absolutamente todo, está
cuidado
Hasta el más mínimo
detalle en las
Cinco áreas temáticas
de Universal Studios Port Aventura.
En sólo cinco
minutos te transportaremos del exótico Sol de Oriente,
A la alegría y
colorido de Viva México
A las ancestrales danzas
polinesias.
Y al caer la noche, te
rendirás ante
la magia de Fiestaventura,
el más grande espectáculo
de agua, fuego y luz.
(pp. 13-14)
Los parques temáticos ofrecen un marco interactivo y flexible donde el cliente puede elegir a la carta su itinerario. No hay un discurso que una las diferentes situaciones que se les presentan y puedan hacernos hablar de algo así como una especie de destino. El mito de lo teológico más que abierto resta ausente. Tan sólo algunos hitos referenciales con los que el parque ha buscado dar a conocer su oferta, sobre todo a través de los medios de comunicación, nos acercan al lugar en tanto que espacio de culto y de reconocimiento. Así, ratificando otro tipo de referentes intelectuales, como el individualismo y la experiencia, no es posible convencionalizar sus recorridos más allá de ese centro estructurador que es el consumo. Este es el Tótem que homogeneiza su particular apropiación.
“LO MÁS SEDUCTOR DE TODO EL MUNDO A TU ALCANCE”
Déjate fascinar
por la exótica Polinesia,
la milenaria China Imperial,
El México más auténtico,
El salvaje Far West y
el acogedor Mediterráneo.
Conoce a sus gentes,
sorpréndete
Con su gastronomía,
pasea rodeado
De su vegetación
autóctona y vibra con
los grandiosos espectáculos
de las cinco culturas. (pp. 5-6)
El museo como metáfora de la sociedad
El antropólogo, como metáfora de ese anciano alfarero protagonista de la novela de José Saramago, no quiere verse envuelto por este “mundo” que construye el mercado y se empeña en continuar con su función de coleccionista –conservador es el rol clásico atribuido a los museógrafos- de la diversidad cultural, evitando con ello la reflexión acerca de las condiciones de posibilidad sobre las que hoy en día se produce y hace visible la diferencia. Aunque, puede que ese interés del antropólogo por la defensa de la diversidad cultural –en su intento desesperado por generar la sensación de orden- sea un mecanismo de poder –aunque sería más correcto decir un mecanismo reaccionario- que constriñe y marginaliza, a consta de salvaguardar este mundo de las “representaciones”, a quienes o bien son obligados a mantenerse dentro de los límites entre los que es definida su diferencia –y se les idealiza como “otro”- o bien a quienes, refugiándose en esas opciones que ofrece el mercado para construir un espacio no “institucionalizado” y al que llamaremos cosmopolitismo estético, prefieren escapar a ese marco referencial del orden público - de lo político- y aprovechar las posibilidades de elección, la individuación en definitiva, como otro de los efectos del mercado y de la globalización. En este último caso se trataría de participar de las utopías del neoliberalismo. Cerrarse únicamente al contexto dentro del cual la razón definía esos escenarios públicos sobre los que se construían las representaciones colectivas evita el análisis sobre estas nuevas formas de construcción de identidades individuales y colectivas.
En este
sentido, quienes se hacen eco de las “políticas” culturales enmarcadas
dentro de ese espacio mosaico llamado multiculturalismo, actualizan ese
rol “tradicional” asignado al antropólogo como proteccionista y
esceneografo –inventor sería un término más realista-
de la diversidad cultural, resistencia hoy en día revitalizada ante
“una” amenazadora globalización. Aquí el uso de esceneografo
aplicado al antropólogo no es tanto una restricción al campo
museístico como una proyección más amplia de la relación
que podría establecerse entre las "representaciones" que producían
los antropólogos y las estrategias sobre las que el Estado nación
construía sus discursos de legitimación y la función
que -ante los nuevos mecanismos desencadenados por un capitalismo global-
adquerirían estas escenificaciones del "orden público".
En
esta línea, la afirmación de Jean Baudrillard acerca de la
muerte de lo social (1978), así como las derivaciones sobre “lo
político” llevadas a cabo por Balendier (1994) a partir de estas
sugerencias, resucitan de una manera renovada la ilusión de los
museos como teatros de la “identidad”, pero no tanto como una identidad
que reproduce las relaciones de poder sobre las que la “comunidad” es interpretada
como una composición hecha a medida de las necesidades de quienes
controlan el poder –y cuyo papel llevaban a cabo la mayoría de las
veces los antropólogos envestidos de pretensiones intelectualistas-,
sino como simulacro, es decir, como “escenificación del poder para
ocultar que este ya no existe” (Baudrillard, 1978:57).
La
distancia entre la escenificación museográfica y el reconocimiento
en ella por parte del “observador” ha ido reduciéndose a medida
que la autoridad de la representación ha perdido fuerza anteuna
mayor participación del sujeto en la trama-historia construida.
Esas salas llenas de vitrinas en las que una tarjeta describía las
características del objeto expuesto –rodeado en estos casos casi
de un aura sagrada que sancionaba la autenticidad de estos- y sobre las
que el visitante aprehendía las razones de estar de esas figuras,
hace añosque empezaron a
sustituirse por otro tipo de exposición menos centrada en los objetos
en sí y que buscan un sentido didáctico o pedagógico
ligado a una interpretación activa por parte del “lector”. El sujeto
toma parte como agente en esos procesos de producción y consumo
de identidades –en el caso que nos centremos únicamente en la museografía
ligada a la construcción y conservaciónde
éstas- y aparece dentro de la reconstrucción de la trama
escenificada.Aunque, sin embargo,
el hilo conductor lo tiene la esceneografía, los contenidos a transmitir
por quienes han diseñado la exposición, y de lo que se trataría
es de hacerla más táctil -digerible- por parte de visitantes
que responden a diferentes perspectivas –edad, género, credo político-
a partir de las cuales se deben reconocer en la “historia” narrada.
Este
cambio denota la pérdida de importancia que ha ido sufriendo una
definición institucional o normativa de la realidad. Si tuviéramos
que traducir ésta al plano epistemológico podríamos
pensar en la teoría Durkheiniana y esa relación entre los
individuos y un orden referencial exterior y coercitivo sobre el que se
fundan las condiciones de posibilidad de la individualidad. Esos hechos
sociales como cosas y la representación del espacio público
como universal –en un sentido jacobino muy afín hasta hace pocos
años a muchos intelectuales franceses tanto de derechas como de
izquierdas- necesitaban de la autoridad del modelo, y de la legitimidad
científica de éste como fundamento de verdad o realidad.
Lo público, lo social -lo institucional en definitiva-, es lo que
existe, y lo privado, incluida la interpretación –por definición
siempre no normativa- no tiene relevancia más allá de ese
espacio natural, la familia o toda la sociabilidad ligada a lo emocional,
en que se produce como sociabilidad efímera y, por tanto, no sometida
a ley o verdad, que en esos momentos –finales del XIX- eran sinónimos.
La sociedad -el orden institucional- actuaba como sello que definía
los términos en los que tomaba existencia el individuo. Cabe decir,
haciendo explícita esa relación directamente establecida
entre la teoría política y la sociología del conocimiento,
que el papel de las socialdemocracias en la construcción de un espacio
político no estrictamente liberal tuvo que tener sus consecuencias
sobre la incorporación del perspectivismo a la teoría social,
y posiblemente el caso más elocuente sea el de Mannheim cuya reflexión
integra de pleno ese relativismo político que caracteriza la república
de Weimar. Sintetizando, y cogiendo a este mismo autor, podríamos
decir que la verdad debe obtenerse trascendiendo las diferentes perspectivas
–parciales, por tanto- sobre las que se percibe al Estado y futuro de éste:
“En
ideología y Utopía, Mannheim apunta que los problemas sociales
se deben a la diversidad de formas individuales de pensamiento así
como de criterios sobre lo que es verdadero, y considera que tal diversidad
es más importante como fuente de conocimiento que las diferencias
de clase y económicas que subrayan los filósofos marxistas.
Mannheim
se manifiesta a favor de las creencias subjetivas, que para él constituyen
el conocimiento, el cual opone al conocimiento obtenido mediante la verificación
objetiva por la experiencia humana” (Wirth, Louis, 1941: Contraportada
de Ideología y utopía)
Todas
las miradas responden a un mismo tiempo que debería actuar como
tótem sobre el que se organiza esa diversidad discursiva. Una aproximación
sorprendente, aunque es lo que sugería el contexto en el que vivía
Mannheim, a ese consenso ideal al que acuden filósofos políticos
de nuestro tiempo como Habermas. Una trama en la que se reconocen los sujetos
pero que les trasciende. La distancia sigue existiendo, ya que la perspectiva
siempre es parcial, pero se apela a la participación del sujeto.
Encontrar un referente intelectual para traducir esta evolución
a nuestro contexto –caracterizado por ese desplazamiento de lo político
por el mercado- no es algo fácil, y posiblemente habría que
recurrir a alguien que estuviese directamente trabajando sobre y con el
mercado: Jesús Ibáñez se nos aparece entonces como
un icono fundamental. El discurso está fragmentado y no se trataría
tanto de encontrar un “lugar común”, sino de explotar esta heterotopía
mediante la supresión de ese “Mundo” con pretensiones institucionales
por otro no definido, y por tanto apropiado y reconstruido en cada interacción
de manera particular. Probablemente Foucault, Deleuze y Guattari, que son
quienes mejor casan con esta lectura, estaban aún demasiado mediatizados
por la importancia de lo político como contructor de realidad –y
no podía ser de otra manera en unos años setenta hiper-politizados-,
y únicamente atendieron a ese sentido comunicacional y teológico
sobre el que se establecía la relación entre el orden institucional
y el comportamiento individual.
La
apropiación aparecía como un elemento creativo, como una
posibilidad de convertir en agente al sujeto, que era defendida por facciones
intelectuales tan diferentes como los llamados post-estructuralistas, o
los marxistas heterodoxos –las facciones que se hacen eco de Gramsci o
de Lukacs, especialmente en Italia, México y el Reino Unido-. La
comunicación reconocía la opción a la mal-interpretación,
y el énfasis se desplazaba del orden institucional a las condiciones
de posibilidad que lo hacían posible. Aunque la terminología
sea más bien de matiz foucaultiano, también fue esto lo que
hicieron los marxistas heterodoxos –por ejemplo- al volcarse en las relaciones
entre Hegemonía y subalternidad, o las diferentes variantes de lo
que ha sido llamada corriente hermenéutica - tanto Gadamer, como
Ricoeur yHabermas, por citar tres
vías muy diferentes-. En este último caso la tradición
no es aislable de la facticidad histórica en la que se hace uso
de ella, y las formas de interacción no pueden escapar ni a los
a
prioris que conforman al sujeto ni a las formas en los que éstos
se verán modificados por las interacciones de ese mismo sujeto con
el mundo. Así la historia, las genealogías para Foucault,
la historia como alternativa a la Historia burguesa de los neo-marxistas,
y la tradición y la importancia del conocimiento como saber histórico
en las posturas hermenéuticas, muestran una coincidencia, por qué
no, también histórica, en la importancia que aún siguen
dando a la continuidad y la intelectualización como premisas de
orden sobre las que interpretan el mundo.
Ahora
volvamos a la influencia que está ejerciendo el mercado, éste
no apela ni a un conocimiento crítico ni a la acumulación
de las experiencias, sino a un saber“experiencial”
que dependerá de los diferentes mundos que decide activar o habitar
el sujeto. Jesús Ibáñez, que dedicó gran parte
de su actividad profesional a realizar estudios de Marketing, era consciente
que la relación entre producto y cliente era artificial, y que la
tarea de un buen analista de mercado residía en saber que espera
encontrar el público potencial de la empresa para la que trabaja,
y que se reconozcan en los “valores” sobre los que establece la campaña
de promoción –bien sea a través de un anuncio, o en la mera
posesión del artículo- de ese producto. Esos valores no estarán
tanto ligados a su definición institucional y cognitiva –aquello
que subyace a una comunidad y sobre los que se articulan sus formas de
organización social-, sino a aspectos estéticos que apelen
a lo “irracional”, a la seducción del producto en sí mismo
al margen de sus funciones utilitarias. Las “comunidades” de clientes tendrán
en común el no conocerse y participar de mundos de sentido muy heterogéneos,
y el vendedor –dura expresión para un antropólogo acostumbrado
a conservador- tratará de captar su atención y hacerles partícipes
de esa nueva comunidad de usuarios de “papillas energéticas”, por
ejemplo, no tanto reduciendo su individualidad sino potenciándola
al convertirle en el protagonista, en el mejor o en el más guapo
si las toma, pero sin necesidad de aludir al “colectivo” ni a la autoridad,
sino a la individualidad y a la seducción.
Así,
después de este repaso histórico sobre la relación
entre las maneras con las que se entiende la sociedad a sí misma
y las construcciones epistemológicas sobre las que produce saber,
y en el caso de los museos, sobre las que escenifica de una manera más
táctil a éste, podríamos concluir que los actuales
museos que siguen buscando ese espacio colectivo o público de la
representacióno bien son
una escenificación nostálgica de la ideología del
poder -de la ley como razón y vertebradora de cohesión identitaria-,
pues se ha desvanecido ese marco referencial sobre el que se establecería
presuntuosamente esa relación con ese sentido “colectivo”, o bien
responden a una nueva manera de construir identidades colectivas que ya
no apelan al orden institucional –a la objetividad que tanto preocupó
a Durkheim y Mannheim, aunque resulta de formas radicalmente distintas,
entre otros autores- sino a la subjetividad, la participación, y
la reflexividad –la adscripción voluntaria y consciente- sobre las
que un determinado grupo de personas decide adscribirse a un tipo de identidad
ligada a determinados fines, que pueden ser políticos, deportivos
o espirituales. Identidades, por tanto, que se caracterizarían por
su hiperrealidad, por el construirse y cerrarse sobre sí mismo,
sin necesidad de referentes de autoridad sobre los que justificarse.
La
artificialidad deja de ser un estigma en el momento mismo en el que las
bases sobre las que se construyen estas comunidades es la adhesión
voluntaria, y las formas de representación colectiva –en los casos
en las que ésta siga siendo una inquietud que incite a buscarla-
deberán atender a las propias narrativas de los sujetos sobre los
que se construyen reflexivamente, sobre los que toman conciencia de sí
en el relato mismo, y sobre la heterogeneidad de tramas que implica esa
concepción reflexiva y voluntaria de la identidad. Por tanto, podría
suponerse que estas formas de representaciones “colectivas” tienen más
en común conlos parques temáticos
que con la museografía clásica. Así, si bien en un
caso el sujeto potencia la importancia del mercado como mediatizador de
la diversidad, del individualismo del cosmopolitismo estético, en
el segundo el sujeto se reinventa dentro de un espacio que pretende escapar
a ese mismo mercado. Se trataría de seguir siendo sujeto en definitiva,
algo que cruza el tiempo y que centra las reflexiones de Ortega y Gasset
y de Saramago, por citar los dos momentos sobre los que yo construyo el
cambio. Pero una vez más, quizás el tiempo –nuestra contemporaneidad-
haga que estas posturas presentadas como antitéticas tengan mucho
más en común de lo que parece, especialmente si atendemos
a la importancia del mercado y la desintitucionalización del espacio
público como marco que define nuestra cotidianidad.
Recapitulando
cabría decir que el museo, en su concepción clásica,
sería el espacio público en el quese
escenificaba la legitimidad de un saber institucionalizado y sacralizado,
es decir, podría ser considerado como templo de la modernidad o
de la verdad. En cierta medida, el museo etnológico –o bien el histórico
en otros casos- ha sido habitualmente construido como una representación
o escenificación de la voluntad de realidad o verdad de las distintas
identidades nacionales que construye el Estado o los particularismos con
pretensiones de estado. Es más, y haciéndonos con la idea
de simulacro de Baudrillard, el museo como representación de la
ideología del Estado sería, en un primer momento, la contribución
más “visual” a la escenificación de las cohesiones colectivas
y discursos de verdad que éste promulga. En un segundo momento,
cuando el visitante también deviene agente, la técnica al
servicio de la escenificación del poder –de la representación
escenificada como referente visible de la ley-, permitiría una mayor
interactividad entre la historia narrada y las formas en las que se la
apropiaba el visitante. Digamos que las nuevas tecnologías casi
permitían “ver y tocar” la trama, una historia en laque
se le daba cabida al “espectador”. Una apelación a lo vivencial
y emocional como fórmula de un tipo de pedagogía táctil,
es decir, de una mayor implicación del visitante en la historia,
pero en que el protagonismo lo sigue teniendo esta última, y no
el sujeto que se reconoce en ella.
Sin
embargo, parece que la representación de la caverna de la que nos
habla Saramago no tiene como referente ese sentido público o colectivo
del Estado, y sus formas de legitimación mediante la institucionalización
de determinadas formas de conocimiento o verdad, ni esa implicación,
o democracia participativa, sobre la que se habría inspirado una
museografía hermenéutica o experiencial, sino más
bien esos procesos de globalización que nos hace reconsiderar, como
magníficamente nos dice Michel Houllebecq:
“
...que no sólo vivimos en una economía de mercado, sino,
de forma más general, en una sociedad de mercado, es decir, en un
espacio de civilización donde el conjunto de las relaciones humanas,
así como el conjunto de las relaciones del hombre con el mundo,
está mediatizado por un cálculo numérico simple donde
intervienen el atractivo, la novedad y la relación calidad-precio.
Esta lógica, que abarca tanto las relaciones eróticas, amorosas
o profesionales como los comportamientos de compra propiamente dichos,
trata de facilitar la instauración múltiple de tratos relacionales
renovados con rapidez (entre consumidores y productos, entre empleados
y empresas, entre amantes), para así promover una fluidez consumista
basada en una ética de la responsabilidad, de la transparencia de
la libertad de elección.” (Houellebecq, 2000: 56-57)
Y
es que ese coleccionismo, para continuar con la metáfora del alfarero
de Saramago, con el que se puede vincular a todos aquellos que pretenden
vivir al margen de las relaciones del mercado ya no puede relacionarse
con una tradición que tiende a perecer ante el paso imparable del
progreso, de una historia universalista y unificadora, sino a una tradición
explícitamente inventada sobre la cual los sujetos se construyen
y se reconocen partícipes y resisten al paso de los procesos de
globalización o anonimato que impone el mercado. El mercado reifica
y no entiende de necesidades metafísicas –como las que fundamentan
el nacionalismo-, en este sentido practica un tipo de justicia niveladora
que universaliza no con respecto a la razón –como ocurre con toda
la tradición moderna- sino con respecto a una conceptualización
de un sujeto como valor de cambio, y por tanto intercambiable. Nada quedaría
al margen de ese Centro que establece las tendencias centrípetas
del capitalismo, pero eso no evita que se reinventen identidades y tradiciones
a las que los individuos se adscriben. Sin embargo, y ahí está
la ruptura básica con las construcciones identitarias que caracterizaron
a los dos siglos anteriores, estas identidades individuales y colectivas
son elegidas y modificables, más que impuestas y determinantes.
La identidad también es un valor de cambio en la medida en que el
individuo puede construirse en el mercado, mientras que las “comunidades”
ya no buscan su naturalización –su trascendencia- pues se diseñan
más en función de necesidades expresivas y circunstanciales
que de cohesión social.
Producción y consumo cultural de identidades
Los
mecanismos de producción y reconocimiento de identidad responderán
a lógicas muy diferentes según sigamos consagrándonos
a un proyecto ilustrado que convertía la racionalización
del tiempo y el espacio en parámetros de localización y construcción
referencial de verdades –en las principales coordenadas del orden moderno-
o bien atendamos a las nuevas dinámicas que genera un capitalismo
des-localizado que requiere para su expansión deshacerse de las
trabas de una concepción de lo político como público
sobre el que el Estado Nación le permitió dar sus primeros
pasos.
En
el caso del museo clásico, existía un referente exterior
estable, la naturaleza frente al que la sociedad se convierte en mediadora
y dominadora –la ley como simulacro de segundo orden nos diría Baudrillard-
y el Estado y su construcción del espacio público frente
al espacio privado, este último mistificado como natural por su
relación con lo afectivo y lo emocional. La relación entre
naturaleza y sociedad es vista como una metáfora de la relación
establecida entre tradición y razón que en el caso de las
escenificaciones museográficasidentitarias
dará lugar en algunos casos a los museos del colonialismo y en otros
a las exposiciones etnográficas de tipo particularista, es decir,
a la exaltación universalista de la historia de la razón
o a la búsqueda de los arquetipos metafísicos de las esencias
de la identidad local. Por tanto, en un primer momento, el museo puede
ser considerado como una “representación” de ese espacio público
que encierra la ley o la tradición.
La
reacción que ha conllevado el auge de los particularismos nacionalistas
frente a las consideraciones homogeneizadoras de la globalización
sitúa en una nueva órbita la definición de las identidades
colectivas: lo importante ante el anonimato que proyecta el mercado es
formar parte de una comunidad, formar parte de algo que procure esa identidad
que anula el mercado. Es así como el invento de las tradiciones
–haciendo uso de uno de los clásicos literarios en temas de identidad-
ya no busca su fundamento en el territorio, en el tiempo o en la naturaleza,
sino en la voluntad de sentirse partícipe de algo que le permite
experimentarse como sujeto, es decir, como algo diferente a un valor de
cambio. El tiempo, el territorio, o la naturaleza se desvanecen como referentes
exteriores sobre los que se fundamenta el arraigo de quienes se definían
a partir de sus coordenadas, pues el mercado ha acabado con estos referentes
estables para imponer su ritmo como moda, como cambio continuo que hace
de la velocidad y el consumo estructuras estructurantes que incitan a una
participación en el “sujeto” circunstancial y vivencial o expresiva
más que intelectualizadora. Los modelos de reconocimiento de la
autenticidad que promovía la sociedad y que promueve el mercado
construyen sujetos totalmente distintos.
En
el caso del mercado, posiblemente sea la imagen, o mejor aún,
es de cohesión colectiva que define al espacio público han
coexistido con el mercado mientras el capitalismo estuvo contenido dentro
de los márgenes proteccionistas de las fronteras territoriales,
mientras lo político permitía ir consolidando su proyecto
de la historia como razón, de un tiempo progresivo que le iba ganando
espacio a la tradición. El espacio público, esa concepción
socialdemócrata de la política como administradora de las
desigualdades capitalistas, estaba en disposición de controlar –
según los propios parámetros racionalistas que marcan la
relación entre la naturaleza y la cultura- al capitalismo económico.
Ambas
estructuras, el Estado Nación y el capitalismo, ejercían
su influencia sobre unos parámetros referenciales claramente definidos
como eran el territorio y la historia, que en nuestro caso sontambién
lasprincipales distinciones cognitivas
sobre las que se han construido las identidades modernas y sus representaciones
y escenificaciones. Los procesos de globalización más que
expandir estas tendencias racionalistas y controladoras, es decir, absorber
en su dinámica centrífuga la diversidad –dando lugar a esos
discursos catastrofistas sobre la homogeneización cultural- dibujan
una vuelta o fuerza centrípeta hacía el centro que lo ha
generado que suprime las anteriores dimensiones de orden y redefine unas
nuevas más favorables a su “invisibilidad”.
Es
cierto que esta posición teórica tiene muchos puntos de encuentro
con quienes han sido denominados apologistas del neoliberalismo, como serían
los casos de Fukuyama y Punset entre otros, pero la propuesta no puede
ser precisamente descartada en tanto que ideología, pues precisamente
esa acusación únicamente se puede llevar a cabo desde una
posición de autoridad que en mi opinión nadie está
en disposición de emitir. Y, tranquilos, no hace falta que recurra
a Nietszche para cerrarme en esta afirmación. Hasta los teóricos
políticos reformistas – ya que decir de izquierdas o socialdemócratas
no sería una denominación adecuada en el contexto británico-
como Antony Giddens (1993) tienen que reflexionar teóricamente sobre
los procesos de desinstitucionalización que acompañan a la
globalización. Aunque es posiblemente el mundo de la literatura
el más generoso en este sentido, al establecer esa relación
entre “museo y mercado”, literatura y mercado, cine y mercado, en donde
se pasa del localismo al cosmopolitismo sin necesidad de la acción
mediadora del Estado. En este sentido, es posible que esto responda a que
la literatura se ha instrumentalizado en muchos casos para escapar al orden
referencial –cuyo máximo promotor es la idea del Estado-, y su posibilidad
para generar “utopías” fuera de esos espacios de reconocimiento
y producción de realidad del espacio público.
Son
clásicos de la literatura en este sentido Cortazar y Borges, aunque
la moda aluda a los no menos interesantes Baudelaire y Benjamín,
pero quizás resulte más interesante que la recuperación
de estos autores sea paralela al reconocimiento de nombres como José
Saramago o Gao Xingjian, recientes premios nóveles, y cuya obra
en graun reflejo de ésta sin un contorno definido, la que mejor
defina un tipo de interacciones en que sus moradores buscan la autenticidad
en lo efímero, en aquello que muere apenas han corroborado su protagonismo
–me he reconocido- en la situación. Entendida ésta como marco
que me permita crear lo que yo quiera, pero que perecerá en el desarrollo
mismo de la escena. No hay rastro, ni sombra, ni historia. Expresividad
pura – vida dirían los expresionistas de principio de siglo- que
carece de intención, un hacerse sin estructura que hace de esta
misma naturaleza efímera sus condiciones de posibilidad, su sentido
de la “autenticidad”. La libertad en el individuo vuelve sobre la invención
individualista de uno mismo, construyéndose de forma personalizada
a partir de los referentes que ofrece el mercado, que es ahora el que dicta
las condiciones de lo posible. Esta flexibilización de los referentes
a disposición del individuo impide este sentido compartido o coercitivo
de la institución –de lo representado como espacio público-,
pues el consumo establece sus propias reglas, más propensas a lo
efímero de sus creaciones, que deben morir en el momento mismo de
ser consumidas, y a un presentismo que rompe con esa necesidad de linealidad
y acumulación que presuponía el discurso racionalista. Y
es que la moda y el consumo son incompatibles con cualquier centro a partir
del cual se pretenda esa imbricación de lo antiguo con lo nuevo
sobre el que toma forma esa continuidad de la historia. Esta es la utopía
del mercado.
La subasta del orden institucional moderno
Tanto
rodeo en mi argumentación no eran más que una estrategia
para reafirmar junto a Saramago que La caverna de nuestros días
ya no es el espacio público, la ley, o ese orden referencial, que
sirve de modelo sobre el que antaño se construían las representaciones
de la identidad, sino el mercado, y sus museos los Centros comerciales.
La ley, o la tradición –que es lo mismo pero no secularizada-, eran
simulacros de segundo orden sobre los que la sociedad se legitimaba como
Todo coherente y definía la racionalidad de sus mecanismos de solidaridad
frente a las solidaridades naturales de los“primitivos”.
De
manera estereotipada podríamos hablar de un primer momento en el
que el tiempo y el espacio estaban indisolublemente ligados a la naturaleza,
y en el que el hombre no se encontraría diferenciado de la misma.
En este caso, el tiempo lo marcaba el ciclo natural, dentro del cual el
hombre y su relación con la naturaleza se consideraban inmersos.
Este orden conllevaba unas estructuras de autoridad muy marcadas, una dependencia
con respecto a fuerzas externas al hombre que impiden esa autonomía
que a partir del genio del renacimiento posibilita ese progresivo proceso
de autonomía del hombre con respecto a sus condiciones de posibilidad,
sean éstas la naturaleza o Dios. Si bien, es posible que este concepto
circular de la historia tenga más que ver con la definición
racionalista o secular del mismo del cual participaban los antropólogos
–aunque antes lo fueron Galileo, Newton, Darwin e incluso Freud-, nos viene
muy bien para establecer una primera conceptualización del tiempo
como natural. En esta línea se enmarcan las teorizaciones de los
grandes pensadores sociales de finales del XIX y principios del XX. La
comunidad frente a la Sociedad de Tönnies, o la solidaridad mecánica
y orgánica de Durkheim, por citar los más conocidos.
Este
primer hito nos sirve para presentar la dicotomía tradición/modernidad
como un momento que o bien, en el caso del pensamiento conservador busca
la esencia de la primera –los arquetipos como leyes-, o bien por parte
de los autores progresistas se ve como la tradición tenderá
a disolverse ante los embates de la modernidad. La sociedad se inventa
sobre la idea de que la razón permite el control del hombre sobre
la naturaleza, y así la ley se convierte en la “representación”
sobre la que se escenifica esta relación de dominio. Es decir, el
hombre ya es capaz de considerarse distinto de la naturaleza, aunque sea
cualitativamente distinto, buscando esa esencia diferencial en la individuación
que permitía la razón, como describen las genealogías
de los procesos de hominización, o en esa separación del
niño con respecto a su madre que rompe su fase narcisista y lo convierte
en ser social con Freud. El futuro reemplaza al presente como promesa que
establece el hombre en su compromiso y fe en la ciencia. Esta es la premisa
de la “historia” como fluctuación hacia el futuro, hacia la conquista
de un tiempo que fluye hacia delante –domina a la naturaleza-, de la misma
forma que la sociedad progresa. (Feixa, 2000).
Hace
un momento aludía a como esta concepción progresista de la
historia se fundamentaba en esa relación de dominio de la sociedad
sobre la tradición, y que, por tanto, una parte importante del pensamiento
moderno requería de ese referente externo –la sociedad, la naturaleza
o la tradición, dependiendo de a qué nivel estemos hablando-
sobre el que construía ese espacio público como propiamente
humano, o de civilización, o esas identidades colectivas como expresiones
de esa relación de estos colectivos con respecto a las leyes o las
tradiciones que los vinculan al control del territorio y el tiempo, a la
naturaleza en última instancia. Sin embargo, las dinámicas
que dibujan los procesos de globalización rompen estas coordenadas
de localización, des-territorializan estas solidaridades colectivas
y producen tiempos “virtuales”, o tiempos simultáneos, en función
de los espacios relacionales en los que se muevan los sujetos que los habitan.
El proceso ritual como celebración colectiva que cohesionaba comunidades
revienta ante la flexibilización y multiplicación de estilos
de vida y tiempos simultáneos que pueden habitar los sujetos contemporáneos.
La pérdida de ese referente institucional, ese ritual que marcaba
esos procesos colectivos, rompe con los tiempos lineales clásicos.
Deja de existir ese continuum entre el pasado y el futuro, pues el tiempo
pierde su naturaleza secular para inventarse en función de las necesidades
experienciales de un sujeto que se construye constantemente en el presente,
en un tiempo que existe únicamente con respecto al ámbito
en el que este mismo sujeto decide habitarlo.
Estas
tendencias, que ciertamente a quienes hemos sido socializados en las teorías
del pensamiento moderno clásico pueden sonarnos a ciencia ficción,
son las que comercializan los parques temáticos, como es el caso
de los dos que nos ocupan. En nuestro caso, además nos vienen muy
bien para ilustrar como las principales coordenadas de orden del pensamiento
moderno, el tiempo y el espacio, sufren también un proceso de mercantilización,
y cómo las formas de consumo cultural a partir del cual lo viven
los clientes tiene poca relación con las formas de reconocimiento
y consumo que se producen en los museos clásicos de estilo etnográfico.
En primer lugar, la trama o narrativa a través de la cual se construyen
estas escenificaciones temáticas no guardan relación con
respecto al territorio en el que se encuentran, es decir, escapan a esas
coordenadas espacio-temporales con respecto a las cualesse
construían las identidades colectivas clásicas. Por tanto,
en este sentido, se trata de narrativas ficticias o artificiales, y además,
si nos empeñados en cuestionar su sentido convencionalmente museográfico,
no tienen una finalidad pedagógica o de comunicación sobre
el “ser” de algo o alguien, sino que se trataría de estructuras
de ocio en las que se comercializarían necesidades contemporáneas
como el consumo de experiencias y de una autenticidad que toma presencia
no tanto con respecto al modelo -que muere ante un mercado y procesos de
globalización más favorables a la desinstitucionalización-
sino a partir de un sujeto convertido -mediante los procesos de personalización
que proyecta este mismo mercado- en referente y protagonista de la construcción
de sus propias tramas.
Es
aquí donde tendríamos que recapitular y volver a esa metáfora
de la caverna a la que alude José Saramago, o mejor aún,
a qué quieren decir diferentes autoridades en temas de museografía
cuando afirman que un museo es una metáfora de la sociedad. En este
sentido, esa artificialidad de las tramas de estos dos parques no serían
tanto un estigma sino una de las características principales que
definen esa desinstitucionalización que rige nuestra contemporaneidad.
Es cierto que los procesos de globalización que enmarcan estas tendencias
hacia la identidad ficcional y esa construcción individualista del
sujeto viene acompañada de una reacción contraría
de exaltación de los particularismos identitarios, pero, ¿reaccionan
frente a las tendencias universalistas de la razón o bien frente
a los procesos homogeneizadores del mercado? En estos momentos no se trata
de que la razón reduzca tu mundo a irracional, superfluo e inconsistente,
sino que el mercado te convierte en un valor de cambio, en un ser anónimo
que debe ser capaz de identificarse con las miméticas capitalistas
con las que el mercado le procura identidades circunstanciales y perecederas,
continuamente sustituidas por otras nuevas en un proceso de renovación
modal constante.
Por
tanto, la desinstitucionalización, esa falta de referentes externos,
lleva a los sujetos a inventarse en el seno de ciertas tradiciones o bien
a hacerse partícipes de ciertas comunidades a partir de las cuales
se integran dentro de un orden en el cual toman sentido como sujetos. Me
explicaré más explícitamente, ya no se trata de que
me reconozca en una comunidad que preexiste, es decir, que tome conciencia
explícita de mi pertenencia –como ocurría con los procesos
rituales como mecanismos de cohesión social y de identidad- sino
de tomar una actitud activa e inventarme a mí mismo dentro de un
grupo al que me adhiero de forma voluntaria y explícita. Esta necesidad
de "comunidad" que parece evidenciar ese auge de los particularismos que
caracterizan nuestro tiempo, sin embargo, convive con nuevas formas de
cosmopolitismo estético, con nuevas formas de individualismo y construcciones
de identidades. La comunidad hemos dicho que surge como necesidad para
devenir sujeto, para escapar a un mercado que reduce sujetos a valores
de cambio, a mercancías intercambiables, mientras el individualismo
explota las opciones creativas de este mismo mercado, en donde los sujetos
se construyen a partir de sus referentes y se adaptan a la velocidad y
fragmentación que dictan las nuevas condiciones de posibilidad sobre
las que se proyectan las ilusiones de la identidad, la virtualidad de un
ser diseñado a medida pero en un proceso de constante reconstrucción.
Así,
podríamos decir que al igual que en el siglo XIX y XX las construcciones
de las identidades nacionales corren paralelas a los ideales de fraternidad
humanista promovidos por los sindicatos y secciones comunistas y socialistas,
en el siglo veintiuno a esta necesidad de comunidad frente a la globalización
también se le contrapone un cosmopolistismo que explota los opciones
creativas de este mismo capitalismo global. La naturaleza y la sociedad
-en nuestro caso el museo y el "orden público"-, son sustituidos
por la relación entre la hiperrealidad - la construcción
de un mundo perfectamente circular ya que se ha construído desde
sí mismo, es decir, fuera de ningún orden institucional-
y el mercado. Es una metáfora a otra escala de la relación
entre razón y identidad, que en este momento se construye sustituyendo
a la razón por el mercado. Estas son las tendencias que exponen
en sus galerías los centros comerciales, así como nuestros
dos parques temáticos.
Es
posible que, desde posiciones puristas, se ignore la importancia del mercado,
o mejor aún, se resistan a reconocer a éste como generador
de realidad y repliquen que estas tematizaciones -los Centros comerciales
y los parques temáticos- carecen del ideal del consenso sobre el
cual tiende a identificarse aún hoy la identidad. En este sentido,
ya aclaramos que esas “comunidades” inventadas –que no imaginarias- también
tomaban su sentido como ficciones narrativas. Estas nuevas formas “comunitarias”
de la identidad no sólo son conscientes de la subjetividad de su
construcción, es decir, no necesitan naturalizar las razones de
su adscripción a un grupo, sino que explotan el que sean una cuestión
de elección o voluntad y el que su integración en ellas se
deban a su participación activa en esas comunidades. Aquí,
la metáfora teatral tendría sus limitaciones pues el carácter
experiencial y participativo de estas comunidades se debería más
al performance improvisado que a la ejecución preestablecida del
ritual. Aunque, como ya hemos comentado, nuestros parques temáticos
se hacen eco de ese individualismo cosmopolita que promueve el mercado.
En
el caso de Universals Port Aventura, el reclamo es un viaje a través
de distintas culturas y espacios, siendo estas dos dimensiones las que
se comercializan al ofertarse a los clientes como opciones de consumo.
El cliente deviene Sherif de Penitence, o cantante de mariachis, y las
formas con las que se apropia de estas situaciones no vienen tanto de su
reconocimiento en la trama sino de la autenticidad con la que participan
de la experiencia de ser mariachi o chérif. Algo similar podríamos
decir de Terra Mítica, en donde la dimensión comercializada
es el tiempo, y donde el cliente se convierte en protagonista de la Iberia
cristiana o de la Grecia de los dioses. Autenticidad que no depende tanto
de una interacción pedagógica en la que el visitante toca
la historia o las culturas recreadas, al estilo de las escenificaciones
más táctiles de la historia como las del museo de historia
de Cataluña, sino de su consumo experiencial. Poniendo otro ejemplo,
el protagonismo del mirar un cuadro de Miró quizás no estaría
en la firma como referente y síntoma de verdad, sino en poder vivir
en primera persona lo que estaba pasando por la cabeza de este genial pintor,
en poder vivir dentro del cuadro que se está pintando. Más
cerca del arte en sí mismo (la realidad virtual) que de la crítica
de la distancia. Muerte de la distancia de la racionalización para
convertir al cliente en protagonista de un mundo hecho a su medida por
el mercado.
NÓMADAS.4