NOMADAS.4 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

El fin de las genealogías de la identidad
La subasta del orden institucional moderno
[José Luis Rodríguez Regueira]

RESUMEN

Museo, Identidad y mercado son tres variables a las que suelen atenderse en las comunicaciones y artículos que versan sobre museografía, patrimonio o incluso identidad. En este sentido, este artículo no pretende ser una nueva versión machacona acerca de cómo el mercado está subastando “las identidades” y “tradiciones” que constituyen el rico mosaico que caracterizaría a la humanidad, sino que mi planteamiento responde a cómo quizás el mercado más que comercializar con la diversidad cultural construye tanto nuevas formas de identidad –y por tanto de diversidad- como nuevos sujetos capaces de “consumirlas”. A través de una reflexión en torno a cuales eran las condiciones de posibilidad de esas identidades y esas diversidades culturales durante lo que se ha llamado modernidad, y planteando como eje central del artículo la hipótesis de que lo político –el espacio público sobre el que se han construido las representaciones identitarias- ha sido sustituido por lo económico, invirtiendo la propia matriz de origen griego que establecía esta distinción entre lo público y lo privado sobre la que se ha apoyado el pensamiento Occidental, e implicando en este desplazamiento unos mecanismos de poder –de construcción de la realidad- que tienen que llevarnos irremediablemente a replantearnos los presupuestos –las condiciones de posibilidad- sobre las que las ciencias sociales construimos “saber” y buscamos darle sentido a nuestro mundo. El mercado daría lugar a nuevas formas de identidad y maneras de habitarlas, redefiniendo aspectos como el sentido de la autenticidad. En relación a esta idea, y si damos como buena la afirmación que hace del museo una metáfora de la sociedad, quizás haya que pensar en los centros comerciales y los parques temáticos como escenarios en los que actúan estas identidades del mercado, más que encerrarnos en las clásicas representaciones museográficas sobre la identidad.


La caverna
 
Si ustedes acuden a la sección de librería de cualquiera de los grandes centros comerciales de nuestro país observarán que –entre los libros más comerciales- se encuentra una obra literaria de reciente publicación titulada La caverna. Su autor, José Saramago (2001), nos invita a reflexionar sobre la influencia que está ejerciendo el mercado sobre nuestro paisaje cotidiano, llegando a constreñir y definir las interacciones personales que, hasta ahora bajo el aura protectora del espacio privado, parecían haber quedado fuera de su influencia. En fin, una presentación literaria –ficticia- de las relaciones humanas como consumo en el que, a través de los distintos personajes que dan vida a la novela, escenifica el drama de valores contemporáneos como el éxito, el individualismo y un tipo de autenticidad que ya no se corresponde con ese sentido relacional que se establece entre una obra y su autor, o yendo un poco más allá en la abstracción, entre la sociedad y sus individuos. Las interacciones sociales –quizás el mercado nos lleva a replantear la pertinencia del uso de la categoría relación social- ya no podrán ser entendidas en un sentido relacional o comunicacional, y la sociedad se desvanece como modelo referencial sobre el que se establecen los límites a la individualidad.
 
Estas reflexiones parecen estar captando cada vez más la atención de pensadores sociales y editores que en estos últimos años están sacando a la luz numerosas obras cuya temática tiene como fondo la influencia del mercado –aunque las mas de las veces refugiado bajo un concepto economicista de globalización- en la construcción de “sujetos” adaptados a sus necesidades de renovación constante. Esta efimeridad que describe el consumo es quizás el arquetipo de las interacciones sociales que marcan nuestra contemporaneidad, redefiniendo un neo-individualismo en el que desaparece la estructura -las comunidades orgánicas de Durkheim- como orden último del que dependerían y al que contribuirían los individuos. En esta línea argumental, Michel Houellebecq en El mundo como supermercado (2000) –haciéndose eco de las predicciones llevadas a cabo estos últimos veinte años por Jean Baudrillard (1978) y Gilles Lipovetski (1986) - también alude al Centro comercial como Tótem sobre el que se organiza la cotidianidad contemporánea. Aunque quizás el enunciado más sintético y descriptivo sea este de “Dios en el supermercado”, con el que Álvaro Delgado-Gal (2000) repasa esa evolución entre el museo y la sociedad, entre el museo y el mercado si actualizamos esta relación. Así, podemos decir que si bien en la tradición Occidental el paso del orden feudal al legalista burgués implicó una transustancialización de Dios como Todo a la Sociedad como todo –y mediante este paso la secularización de la dimensión histórica del hombre a través de la razón como ley-, el mercado habría acabado con este orden relacional, es decir, con esa interrelación entre ese todo y el individuo, o entre la genealogía que condensa la ley –la acumulación de saber y su normativización en la institución, o en la tradición o la Historia en aquellos casos en los que se recurra a la metafísica- y la sociedad.
Este cambio implica una lógica antihistórica y desinstitucionalizadora que ya no requiere de la mediación del Estado –del espacio público sobre el que se han basado las representaciones museísticas-, materializando y democratizando los ideales de las vanguardias artísticas que a lo largo de todo el siglo recientemente pasado reivindicaron la muerte de la historia y la sociedad como modelos referenciales, como viene magníficamente expresado en estos dos fragmentos de Duchamp y Álvaro Delgado-Gal que cito a continuación:

“Creo que la idea de demoler viejos edificios, viejos recuerdos es estupenda... A los muertos no les deberían permitir que fueran más fuertes que los vivos. Tenemos que aprender a olvidar el pasado, a vivir nuestras vidas en nuestro tiempo...” (Calvin Tomkins, Duchamp, p.152. Chatto&Windus, 1997).

A esta cita Álvaro Delgado-Gal añade:

“Suprimir el mundo para vivir a gusto, o mejor, sin tropiezos, con la ligereza y desembarazo a que nos autorizan los paisajes sin relieve. He ahí el “desiderátum” esbozado por Duchamp. Pero Duchamp es, todavía, una figura de transición, un representante de ese rebosamiento del XIX en el XX que resumimos bajo el concepto de “vanguardia”. Con Warhol estamos en otro mundo, o si se prefiere, estamos “ya” en este mundo. Han desaparecido los resplandores aurorales que encendían odiosamente la pupila fascinada del héroe nietzchiano y en su lugar nos encontramos al tipo de la esquina, pasándoselo bomba al ritmo de bacalao. Zaratustra se ha hecho del montón, luego de darse un garbeo por el supermercado” (Dios en el supermercado, El País, 1/7/2000:15-16)

Aunque este énfasis que las vanguardias artísticas han mantenido por construir ese héroe que lucha contra el poder y construye sus “utopías” fuera de los espacios de producción y reconocimiento del Estado -el artista en su rechazo de ese orden institucional burgués-, puede resultar “desfasado” y carecer de sentido ante los nuevos mecanismos de poder mediante los cuales el mercado y los medios de comunicación construyen realidad, apropiándose de esta misma necesidad de “utopías” mediante la comercialización de mundos personalizados, mundos hechos a medida del consumidor. Ya no existe ese orden público a “representar” o contra el que pelear. El mercado construye sus propios sujetos sin la mediación de la sociedad, o mejor, de la ley que la visualiza.

Esto nos devuelve a una caverna convertida no tanto en escenario de una identidad pública o colectiva –del Estado-; o de una no-identidad (aquí si queremos podemos pensar en no narrativa) que exalta los elementos creativos de las clases subalternas –desde la oralidad a la novela policiaca, si nos fijamos en Borges por ejemplo-, sino de un mercado, y el marketing y la publicidad como sus paladines, convertido en ingeniero de la realidad. Yo he elegido como escenario para presentar esta caverna –en su formato mercantilista- dos parques temáticos: Terra Mítica y Universals Port Aventura. La propuesta responde a que la tematización implica una narrativa que condensa las intenciones pedagógicas –que no de comunicación- propias de cualquier institución museística, si bien la naturaleza de su diseño y su consumo cultural se llevan a cabo de manera muy distinta a la que suele apreciarse en los museos oficialmente reconocidos como tales.

El parque temático como museo de la cotidianidad

El museo tradicionalmente ha sido considerado como una metáfora de la sociedad, y será en este sentido en el que proponemos a los parques temáticos -y en cierta medida a los centros comerciales- como metáforas de un nuevo “orden” social, como productores de realidad y esceneografos de nuevas formas de consumo cultural. Es en esta doble relación, producción y consumo, en donde más relevante resulta la comparación entre la museografía etnográfica –y especialmente la relación que la antropología atribuye a la identidad colectiva y la tradición como referentes- y estas representaciones mercantilizadas de otras culturas y períodos históricos, en el caso de nuestros parques temáticos. El mercado construiría nuevas formas de identidad y formas de habitarlas, redefiniendo aspectos como sus modalidades de reconocimiento y el consumo de la “autenticidad”.

La tematización sobre la que se construyen los parques temáticos toma como excusa una ficción narrativa –un tema a partir del cual diseña y armoniza el decorado del escenario- y se lo oferta al sujeto como experiencia: las formas de consumo –en el sentido más canabalístico del término- de estos escenarios dependerán de las preferencias de un cliente convertido en protagonista que habita los diferentes hitos que componen su recorrido según le venga en gana. Muerte de la distancia entre el visitante y la representación escenificada –en su concepción clásica fundamentada sobre su producción para un reconocimiento intelectualizado del escenario-, proponiendo en su lugar un nuevo modelo de autenticidad fundado en la experiencia de un consumo literal del escenario, del ser y vivir en primera persona la cultura polinesia, por ejemplo.

Tomemos como ejemplo este comentario que aparece en un folleto promocional de Universals Port Aventura:

“SUMÉRGETE EN LAS AVENTURAS MÁS APASIONANTES”

En este trepidante viaje las aventurasse suceden sin
Respiro. Conviértete en estrella de cine en la Isla
del Diamante, descubre los secretos mejor guardados de
las profundidades marinas de Sea Odyssey, vive en directo
el riesgo de un tiroteo en el Saloon...
Y los más pequeños harán realidad sus sueños abrazando
A sus personajes televisivos preferidos Woody, Winnie,
Popeye Pantera Rosa... (pp. 7-8)

La variedad es presentada como fundamento de la democratización del ocio, ya que el protagonismo y la elección deben residir en el consumidor que es quien tiene la última palabra. La apropiación hermenéutica como espacio de mediación intelectualizadora entre el sujeto y el mundo desaparece como guía de la interacción en la misma medida en la que ese mundo deja de ser referencial para entrar en los procesos de mercantilización a través de los cuales se le ofrece al cliente como experiencia. Un consumo que nace y muere en el acto mismo de posesión, de experimentación si se quiere. No se hace uso de un modelo de imbricación de aquello antiguo y de lo nuevo, sino que todo formaría parte del espectáculo del presente. Un tiempo y un espacio que al carecer de referentes estables –al perder su vigencia como coordenadas coercitivas y exteriores del mundo- escapan al ritual –en el caso de esas tradiciones circulares ligadas a “lo natural”– y a la historia (al progreso) – a esa relación de la historia como civilización que gana espacio a la naturaleza y describe una línea recta mediante la que simboliza esa progresiva emancipación y dominio de la sociedad con respecto a la naturaleza- como mecanismo de orden. Ambos son dimensiones abiertas sobre las que el cliente impone su contenido particular, es decir, que el visitante habita y define en función de sus inquietudes y contexto particular en el que se esté desarrollando esa situación.

Esta desintitucionalización de los recorridos que posibilitan estas nuevas formas de consumo experiencial me empujan a delimitar los contextos significativos sobre los que se construyen los parques temáticos como cortocircuitos entre realidades objetivables –la empresa y la narrativa sobre la que se diseña el continente en el que tendrá lugar la experiencia- y la voluntad de diferenciarse del sujeto y maneras de darle vida. Esta interpretación sui generis de lo que apunta Touraine, acerca de los procesos de globalización, es aplicable en el marco empresarial a la no distinción entre lo económico y lo político, o a la fusión entre lo público y lo privado, distinción sobre la que se ha cimentado la tradición Occidental, y a partir de la cual se han construido los axiomas de las diferentes lecturas de la sociología del conocimiento.

Lo publico -la cultura representada, escenarios como las diferentes plazas y espacios de sociabilidad en el caso de la Cantina y el Saloon del Far West en Universals Port Aventura, etc- pierde su naturaleza mediadora, su sentido como espacio para la “comunicación”, en la misma medida en que perece el mundo y el otro ante un modo de interacción narcisista que promueve un tipo de autenticidad ligada al cliente como sujeto que se experimenta así mismo como otro. El delirio, recurriendo a la terminología psicoanalítica, sería la norma en el momento mismo que desaparecen los referentes sobre los que institucionalizar lo real. Así, jugando con estos parámetros narcisistas sobre los que el sujeto construye su mundo a medida, podríamos decir que las “realidades” producidas en los parques temáticos serían una intersección entre el sueño, como espacio onírico de un sujeto narcisista movido por la experimentación de sí mismo, la situación, como marco de posibilidades en que todo es posible porque nada vive más allá del momento en que se recrea, y el juego, como dimensiones que delegan el protagonismo al cliente y facilitan ese consumo “vivencial” de estos escenarios, desvaneciéndose las distinciones de la modernidad entre realidad e imaginación.

“TAN REAL QUE CREERÁS ESTAR SOÑANDO”

Vegetación, vestuario, escenarios,
Especialistas, música... Todo,
Absolutamente todo, está cuidado
Hasta el más mínimo detalle en las
Cinco áreas temáticas de Universal Studios Port Aventura.
En sólo cinco minutos te transportaremos del exótico Sol de Oriente,
A la alegría y colorido de Viva México
A las ancestrales danzas polinesias.
Y al caer la noche, te rendirás ante
la magia de Fiestaventura, el más grande espectáculo
de agua, fuego y luz. (pp. 13-14)

Los parques temáticos ofrecen un marco interactivo y flexible donde el cliente puede elegir a la carta su itinerario. No hay un discurso que una las diferentes situaciones que se les presentan y puedan hacernos hablar de algo así como una especie de destino. El mito de lo teológico más que abierto resta ausente. Tan sólo algunos hitos referenciales con los que el parque ha buscado dar a conocer su oferta, sobre todo a través de los medios de comunicación, nos acercan al lugar en tanto que espacio de culto y de reconocimiento. Así, ratificando otro tipo de referentes intelectuales, como el individualismo y la experiencia, no es posible convencionalizar sus recorridos más allá de ese centro estructurador que es el consumo. Este es el Tótem que homogeneiza su particular apropiación.

“LO MÁS SEDUCTOR DE TODO EL MUNDO A TU ALCANCE”

Déjate fascinar por la exótica Polinesia,
la milenaria China Imperial, El México más auténtico,
El salvaje Far West y el acogedor Mediterráneo.
Conoce a sus gentes, sorpréndete
Con su gastronomía, pasea rodeado
De su vegetación autóctona y vibra con
los grandiosos espectáculos de las cinco culturas. (pp. 5-6)

El museo como metáfora de la sociedad

El antropólogo, como metáfora de ese anciano alfarero protagonista de la novela de José Saramago, no quiere verse envuelto por este “mundo” que construye el mercado y se empeña en continuar con su función de coleccionista –conservador es el rol clásico atribuido a los museógrafos- de la diversidad cultural, evitando con ello la reflexión acerca de las condiciones de posibilidad sobre las que hoy en día se produce y hace visible la diferencia. Aunque, puede que ese interés del antropólogo por la defensa de la diversidad cultural –en su intento desesperado por generar la sensación de orden- sea un mecanismo de poder –aunque sería más correcto decir un mecanismo reaccionario- que constriñe y marginaliza, a consta de salvaguardar este mundo de las “representaciones”, a quienes o bien son obligados a mantenerse dentro de los límites entre los que es definida su diferencia –y se les idealiza como “otro”- o bien a quienes, refugiándose en esas opciones que ofrece el mercado para construir un espacio no “institucionalizado” y al que llamaremos cosmopolitismo estético, prefieren escapar a ese marco referencial del orden público - de lo político- y aprovechar las posibilidades de elección, la individuación en definitiva, como otro de los efectos del mercado y de la globalización. En este último caso se trataría de participar de las utopías del neoliberalismo. Cerrarse únicamente al contexto dentro del cual la razón definía esos escenarios públicos sobre los que se construían las representaciones colectivas evita el análisis sobre estas nuevas formas de construcción de identidades individuales y colectivas.

En este sentido, quienes se hacen eco de las “políticas” culturales enmarcadas dentro de ese espacio mosaico llamado multiculturalismo, actualizan ese rol “tradicional” asignado al antropólogo como proteccionista y esceneografo –inventor sería un término más realista- de la diversidad cultural, resistencia hoy en día revitalizada ante “una” amenazadora globalización. Aquí el uso de esceneografo aplicado al antropólogo no es tanto una restricción al campo museístico como una proyección más amplia de la relación que podría establecerse entre las "representaciones" que producían los antropólogos y las estrategias sobre las que el Estado nación construía sus discursos de legitimación y la función que -ante los nuevos mecanismos desencadenados por un capitalismo global- adquerirían estas escenificaciones del "orden público". 

En esta línea, la afirmación de Jean Baudrillard acerca de la muerte de lo social (1978), así como las derivaciones sobre “lo político” llevadas a cabo por Balendier (1994) a partir de estas sugerencias, resucitan de una manera renovada la ilusión de los museos como teatros de la “identidad”, pero no tanto como una identidad que reproduce las relaciones de poder sobre las que la “comunidad” es interpretada como una composición hecha a medida de las necesidades de quienes controlan el poder –y cuyo papel llevaban a cabo la mayoría de las veces los antropólogos envestidos de pretensiones intelectualistas-, sino como simulacro, es decir, como “escenificación del poder para ocultar que este ya no existe” (Baudrillard, 1978:57). 

La distancia entre la escenificación museográfica y el reconocimiento en ella por parte del “observador” ha ido reduciéndose a medida que la autoridad de la representación ha perdido fuerza anteuna mayor participación del sujeto en la trama-historia construida. Esas salas llenas de vitrinas en las que una tarjeta describía las características del objeto expuesto –rodeado en estos casos casi de un aura sagrada que sancionaba la autenticidad de estos- y sobre las que el visitante aprehendía las razones de estar de esas figuras, hace añosque empezaron a sustituirse por otro tipo de exposición menos centrada en los objetos en sí y que buscan un sentido didáctico o pedagógico ligado a una interpretación activa por parte del “lector”. El sujeto toma parte como agente en esos procesos de producción y consumo de identidades –en el caso que nos centremos únicamente en la museografía ligada a la construcción y conservaciónde éstas- y aparece dentro de la reconstrucción de la trama escenificada.Aunque, sin embargo, el hilo conductor lo tiene la esceneografía, los contenidos a transmitir por quienes han diseñado la exposición, y de lo que se trataría es de hacerla más táctil -digerible- por parte de visitantes que responden a diferentes perspectivas –edad, género, credo político- a partir de las cuales se deben reconocer en la “historia” narrada. 

Este cambio denota la pérdida de importancia que ha ido sufriendo una definición institucional o normativa de la realidad. Si tuviéramos que traducir ésta al plano epistemológico podríamos pensar en la teoría Durkheiniana y esa relación entre los individuos y un orden referencial exterior y coercitivo sobre el que se fundan las condiciones de posibilidad de la individualidad. Esos hechos sociales como cosas y la representación del espacio público como universal –en un sentido jacobino muy afín hasta hace pocos años a muchos intelectuales franceses tanto de derechas como de izquierdas- necesitaban de la autoridad del modelo, y de la legitimidad científica de éste como fundamento de verdad o realidad. Lo público, lo social -lo institucional en definitiva-, es lo que existe, y lo privado, incluida la interpretación –por definición siempre no normativa- no tiene relevancia más allá de ese espacio natural, la familia o toda la sociabilidad ligada a lo emocional, en que se produce como sociabilidad efímera y, por tanto, no sometida a ley o verdad, que en esos momentos –finales del XIX- eran sinónimos. La sociedad -el orden institucional- actuaba como sello que definía los términos en los que tomaba existencia el individuo. Cabe decir, haciendo explícita esa relación directamente establecida entre la teoría política y la sociología del conocimiento, que el papel de las socialdemocracias en la construcción de un espacio político no estrictamente liberal tuvo que tener sus consecuencias sobre la incorporación del perspectivismo a la teoría social, y posiblemente el caso más elocuente sea el de Mannheim cuya reflexión integra de pleno ese relativismo político que caracteriza la república de Weimar. Sintetizando, y cogiendo a este mismo autor, podríamos decir que la verdad debe obtenerse trascendiendo las diferentes perspectivas –parciales, por tanto- sobre las que se percibe al Estado y futuro de éste:

“En ideología y Utopía, Mannheim apunta que los problemas sociales se deben a la diversidad de formas individuales de pensamiento así como de criterios sobre lo que es verdadero, y considera que tal diversidad es más importante como fuente de conocimiento que las diferencias de clase y económicas que subrayan los filósofos marxistas.

Mannheim se manifiesta a favor de las creencias subjetivas, que para él constituyen el conocimiento, el cual opone al conocimiento obtenido mediante la verificación objetiva por la experiencia humana” (Wirth, Louis, 1941: Contraportada de Ideología y utopía)

Todas las miradas responden a un mismo tiempo que debería actuar como tótem sobre el que se organiza esa diversidad discursiva. Una aproximación sorprendente, aunque es lo que sugería el contexto en el que vivía Mannheim, a ese consenso ideal al que acuden filósofos políticos de nuestro tiempo como Habermas. Una trama en la que se reconocen los sujetos pero que les trasciende. La distancia sigue existiendo, ya que la perspectiva siempre es parcial, pero se apela a la participación del sujeto. Encontrar un referente intelectual para traducir esta evolución a nuestro contexto –caracterizado por ese desplazamiento de lo político por el mercado- no es algo fácil, y posiblemente habría que recurrir a alguien que estuviese directamente trabajando sobre y con el mercado: Jesús Ibáñez se nos aparece entonces como un icono fundamental. El discurso está fragmentado y no se trataría tanto de encontrar un “lugar común”, sino de explotar esta heterotopía mediante la supresión de ese “Mundo” con pretensiones institucionales por otro no definido, y por tanto apropiado y reconstruido en cada interacción de manera particular. Probablemente Foucault, Deleuze y Guattari, que son quienes mejor casan con esta lectura, estaban aún demasiado mediatizados por la importancia de lo político como contructor de realidad –y no podía ser de otra manera en unos años setenta hiper-politizados-, y únicamente atendieron a ese sentido comunicacional y teológico sobre el que se establecía la relación entre el orden institucional y el comportamiento individual.

La apropiación aparecía como un elemento creativo, como una posibilidad de convertir en agente al sujeto, que era defendida por facciones intelectuales tan diferentes como los llamados post-estructuralistas, o los marxistas heterodoxos –las facciones que se hacen eco de Gramsci o de Lukacs, especialmente en Italia, México y el Reino Unido-. La comunicación reconocía la opción a la mal-interpretación, y el énfasis se desplazaba del orden institucional a las condiciones de posibilidad que lo hacían posible. Aunque la terminología sea más bien de matiz foucaultiano, también fue esto lo que hicieron los marxistas heterodoxos –por ejemplo- al volcarse en las relaciones entre Hegemonía y subalternidad, o las diferentes variantes de lo que ha sido llamada corriente hermenéutica - tanto Gadamer, como Ricoeur yHabermas, por citar tres vías muy diferentes-. En este último caso la tradición no es aislable de la facticidad histórica en la que se hace uso de ella, y las formas de interacción no pueden escapar ni a los a prioris que conforman al sujeto ni a las formas en los que éstos se verán modificados por las interacciones de ese mismo sujeto con el mundo. Así la historia, las genealogías para Foucault, la historia como alternativa a la Historia burguesa de los neo-marxistas, y la tradición y la importancia del conocimiento como saber histórico en las posturas hermenéuticas, muestran una coincidencia, por qué no, también histórica, en la importancia que aún siguen dando a la continuidad y la intelectualización como premisas de orden sobre las que interpretan el mundo.

Ahora volvamos a la influencia que está ejerciendo el mercado, éste no apela ni a un conocimiento crítico ni a la acumulación de las experiencias, sino a un saber“experiencial” que dependerá de los diferentes mundos que decide activar o habitar el sujeto. Jesús Ibáñez, que dedicó gran parte de su actividad profesional a realizar estudios de Marketing, era consciente que la relación entre producto y cliente era artificial, y que la tarea de un buen analista de mercado residía en saber que espera encontrar el público potencial de la empresa para la que trabaja, y que se reconozcan en los “valores” sobre los que establece la campaña de promoción –bien sea a través de un anuncio, o en la mera posesión del artículo- de ese producto. Esos valores no estarán tanto ligados a su definición institucional y cognitiva –aquello que subyace a una comunidad y sobre los que se articulan sus formas de organización social-, sino a aspectos estéticos que apelen a lo “irracional”, a la seducción del producto en sí mismo al margen de sus funciones utilitarias. Las “comunidades” de clientes tendrán en común el no conocerse y participar de mundos de sentido muy heterogéneos, y el vendedor –dura expresión para un antropólogo acostumbrado a conservador- tratará de captar su atención y hacerles partícipes de esa nueva comunidad de usuarios de “papillas energéticas”, por ejemplo, no tanto reduciendo su individualidad sino potenciándola al convertirle en el protagonista, en el mejor o en el más guapo si las toma, pero sin necesidad de aludir al “colectivo” ni a la autoridad, sino a la individualidad y a la seducción.

Así, después de este repaso histórico sobre la relación entre las maneras con las que se entiende la sociedad a sí misma y las construcciones epistemológicas sobre las que produce saber, y en el caso de los museos, sobre las que escenifica de una manera más táctil a éste, podríamos concluir que los actuales museos que siguen buscando ese espacio colectivo o público de la representacióno bien son una escenificación nostálgica de la ideología del poder -de la ley como razón y vertebradora de cohesión identitaria-, pues se ha desvanecido ese marco referencial sobre el que se establecería presuntuosamente esa relación con ese sentido “colectivo”, o bien responden a una nueva manera de construir identidades colectivas que ya no apelan al orden institucional –a la objetividad que tanto preocupó a Durkheim y Mannheim, aunque resulta de formas radicalmente distintas, entre otros autores- sino a la subjetividad, la participación, y la reflexividad –la adscripción voluntaria y consciente- sobre las que un determinado grupo de personas decide adscribirse a un tipo de identidad ligada a determinados fines, que pueden ser políticos, deportivos o espirituales. Identidades, por tanto, que se caracterizarían por su hiperrealidad, por el construirse y cerrarse sobre sí mismo, sin necesidad de referentes de autoridad sobre los que justificarse. 

La artificialidad deja de ser un estigma en el momento mismo en el que las bases sobre las que se construyen estas comunidades es la adhesión voluntaria, y las formas de representación colectiva –en los casos en las que ésta siga siendo una inquietud que incite a buscarla- deberán atender a las propias narrativas de los sujetos sobre los que se construyen reflexivamente, sobre los que toman conciencia de sí en el relato mismo, y sobre la heterogeneidad de tramas que implica esa concepción reflexiva y voluntaria de la identidad. Por tanto, podría suponerse que estas formas de representaciones “colectivas” tienen más en común conlos parques temáticos que con la museografía clásica. Así, si bien en un caso el sujeto potencia la importancia del mercado como mediatizador de la diversidad, del individualismo del cosmopolitismo estético, en el segundo el sujeto se reinventa dentro de un espacio que pretende escapar a ese mismo mercado. Se trataría de seguir siendo sujeto en definitiva, algo que cruza el tiempo y que centra las reflexiones de Ortega y Gasset y de Saramago, por citar los dos momentos sobre los que yo construyo el cambio. Pero una vez más, quizás el tiempo –nuestra contemporaneidad- haga que estas posturas presentadas como antitéticas tengan mucho más en común de lo que parece, especialmente si atendemos a la importancia del mercado y la desintitucionalización del espacio público como marco que define nuestra cotidianidad.

Recapitulando cabría decir que el museo, en su concepción clásica, sería el espacio público en el quese escenificaba la legitimidad de un saber institucionalizado y sacralizado, es decir, podría ser considerado como templo de la modernidad o de la verdad. En cierta medida, el museo etnológico –o bien el histórico en otros casos- ha sido habitualmente construido como una representación o escenificación de la voluntad de realidad o verdad de las distintas identidades nacionales que construye el Estado o los particularismos con pretensiones de estado. Es más, y haciéndonos con la idea de simulacro de Baudrillard, el museo como representación de la ideología del Estado sería, en un primer momento, la contribución más “visual” a la escenificación de las cohesiones colectivas y discursos de verdad que éste promulga. En un segundo momento, cuando el visitante también deviene agente, la técnica al servicio de la escenificación del poder –de la representación escenificada como referente visible de la ley-, permitiría una mayor interactividad entre la historia narrada y las formas en las que se la apropiaba el visitante. Digamos que las nuevas tecnologías casi permitían “ver y tocar” la trama, una historia en laque se le daba cabida al “espectador”. Una apelación a lo vivencial y emocional como fórmula de un tipo de pedagogía táctil, es decir, de una mayor implicación del visitante en la historia, pero en que el protagonismo lo sigue teniendo esta última, y no el sujeto que se reconoce en ella.

Sin embargo, parece que la representación de la caverna de la que nos habla Saramago no tiene como referente ese sentido público o colectivo del Estado, y sus formas de legitimación mediante la institucionalización de determinadas formas de conocimiento o verdad, ni esa implicación, o democracia participativa, sobre la que se habría inspirado una museografía hermenéutica o experiencial, sino más bien esos procesos de globalización que nos hace reconsiderar, como magníficamente nos dice Michel Houllebecq:

“ ...que no sólo vivimos en una economía de mercado, sino, de forma más general, en una sociedad de mercado, es decir, en un espacio de civilización donde el conjunto de las relaciones humanas, así como el conjunto de las relaciones del hombre con el mundo, está mediatizado por un cálculo numérico simple donde intervienen el atractivo, la novedad y la relación calidad-precio. Esta lógica, que abarca tanto las relaciones eróticas, amorosas o profesionales como los comportamientos de compra propiamente dichos, trata de facilitar la instauración múltiple de tratos relacionales renovados con rapidez (entre consumidores y productos, entre empleados y empresas, entre amantes), para así promover una fluidez consumista basada en una ética de la responsabilidad, de la transparencia de la libertad de elección.” (Houellebecq, 2000: 56-57)

Y es que ese coleccionismo, para continuar con la metáfora del alfarero de Saramago, con el que se puede vincular a todos aquellos que pretenden vivir al margen de las relaciones del mercado ya no puede relacionarse con una tradición que tiende a perecer ante el paso imparable del progreso, de una historia universalista y unificadora, sino a una tradición explícitamente inventada sobre la cual los sujetos se construyen y se reconocen partícipes y resisten al paso de los procesos de globalización o anonimato que impone el mercado. El mercado reifica y no entiende de necesidades metafísicas –como las que fundamentan el nacionalismo-, en este sentido practica un tipo de justicia niveladora que universaliza no con respecto a la razón –como ocurre con toda la tradición moderna- sino con respecto a una conceptualización de un sujeto como valor de cambio, y por tanto intercambiable. Nada quedaría al margen de ese Centro que establece las tendencias centrípetas del capitalismo, pero eso no evita que se reinventen identidades y tradiciones a las que los individuos se adscriben. Sin embargo, y ahí está la ruptura básica con las construcciones identitarias que caracterizaron a los dos siglos anteriores, estas identidades individuales y colectivas son elegidas y modificables, más que impuestas y determinantes. La identidad también es un valor de cambio en la medida en que el individuo puede construirse en el mercado, mientras que las “comunidades” ya no buscan su naturalización –su trascendencia- pues se diseñan más en función de necesidades expresivas y circunstanciales que de cohesión social.
 

Producción y consumo cultural de identidades

Los mecanismos de producción y reconocimiento de identidad responderán a lógicas muy diferentes según sigamos consagrándonos a un proyecto ilustrado que convertía la racionalización del tiempo y el espacio en parámetros de localización y construcción referencial de verdades –en las principales coordenadas del orden moderno- o bien atendamos a las nuevas dinámicas que genera un capitalismo des-localizado que requiere para su expansión deshacerse de las trabas de una concepción de lo político como público sobre el que el Estado Nación le permitió dar sus primeros pasos.

En el caso del museo clásico, existía un referente exterior estable, la naturaleza frente al que la sociedad se convierte en mediadora y dominadora –la ley como simulacro de segundo orden nos diría Baudrillard- y el Estado y su construcción del espacio público frente al espacio privado, este último mistificado como natural por su relación con lo afectivo y lo emocional. La relación entre naturaleza y sociedad es vista como una metáfora de la relación establecida entre tradición y razón que en el caso de las escenificaciones museográficasidentitarias dará lugar en algunos casos a los museos del colonialismo y en otros a las exposiciones etnográficas de tipo particularista, es decir, a la exaltación universalista de la historia de la razón o a la búsqueda de los arquetipos metafísicos de las esencias de la identidad local. Por tanto, en un primer momento, el museo puede ser considerado como una “representación” de ese espacio público que encierra la ley o la tradición.

La reacción que ha conllevado el auge de los particularismos nacionalistas frente a las consideraciones homogeneizadoras de la globalización sitúa en una nueva órbita la definición de las identidades colectivas: lo importante ante el anonimato que proyecta el mercado es formar parte de una comunidad, formar parte de algo que procure esa identidad que anula el mercado. Es así como el invento de las tradiciones –haciendo uso de uno de los clásicos literarios en temas de identidad- ya no busca su fundamento en el territorio, en el tiempo o en la naturaleza, sino en la voluntad de sentirse partícipe de algo que le permite experimentarse como sujeto, es decir, como algo diferente a un valor de cambio. El tiempo, el territorio, o la naturaleza se desvanecen como referentes exteriores sobre los que se fundamenta el arraigo de quienes se definían a partir de sus coordenadas, pues el mercado ha acabado con estos referentes estables para imponer su ritmo como moda, como cambio continuo que hace de la velocidad y el consumo estructuras estructurantes que incitan a una participación en el “sujeto” circunstancial y vivencial o expresiva más que intelectualizadora. Los modelos de reconocimiento de la autenticidad que promovía la sociedad y que promueve el mercado construyen sujetos totalmente distintos.

En el caso del mercado, posiblemente sea la imagen, o mejor aún,  es de cohesión colectiva que define al espacio público han coexistido con el mercado mientras el capitalismo estuvo contenido dentro de los márgenes proteccionistas de las fronteras territoriales, mientras lo político permitía ir consolidando su proyecto de la historia como razón, de un tiempo progresivo que le iba ganando espacio a la tradición. El espacio público, esa concepción socialdemócrata de la política como administradora de las desigualdades capitalistas, estaba en disposición de controlar – según los propios parámetros racionalistas que marcan la relación entre la naturaleza y la cultura- al capitalismo económico. 

Ambas estructuras, el Estado Nación y el capitalismo, ejercían su influencia sobre unos parámetros referenciales claramente definidos como eran el territorio y la historia, que en nuestro caso sontambién lasprincipales distinciones cognitivas sobre las que se han construido las identidades modernas y sus representaciones y escenificaciones. Los procesos de globalización más que expandir estas tendencias racionalistas y controladoras, es decir, absorber en su dinámica centrífuga la diversidad –dando lugar a esos discursos catastrofistas sobre la homogeneización cultural- dibujan una vuelta o fuerza centrípeta hacía el centro que lo ha generado que suprime las anteriores dimensiones de orden y redefine unas nuevas más favorables a su “invisibilidad”.

Es cierto que esta posición teórica tiene muchos puntos de encuentro con quienes han sido denominados apologistas del neoliberalismo, como serían los casos de Fukuyama y Punset entre otros, pero la propuesta no puede ser precisamente descartada en tanto que ideología, pues precisamente esa acusación únicamente se puede llevar a cabo desde una posición de autoridad que en mi opinión nadie está en disposición de emitir. Y, tranquilos, no hace falta que recurra a Nietszche para cerrarme en esta afirmación. Hasta los teóricos políticos reformistas – ya que decir de izquierdas o socialdemócratas no sería una denominación adecuada en el contexto británico- como Antony Giddens (1993) tienen que reflexionar teóricamente sobre los procesos de desinstitucionalización que acompañan a la globalización. Aunque es posiblemente el mundo de la literatura el más generoso en este sentido, al establecer esa relación entre “museo y mercado”, literatura y mercado, cine y mercado, en donde se pasa del localismo al cosmopolitismo sin necesidad de la acción mediadora del Estado. En este sentido, es posible que esto responda a que la literatura se ha instrumentalizado en muchos casos para escapar al orden referencial –cuyo máximo promotor es la idea del Estado-, y su posibilidad para generar “utopías” fuera de esos espacios de reconocimiento y producción de realidad del espacio público. 

Son clásicos de la literatura en este sentido Cortazar y Borges, aunque la moda aluda a los no menos interesantes Baudelaire y Benjamín, pero quizás resulte más interesante que la recuperación de estos autores sea paralela al reconocimiento de nombres como José Saramago o Gao Xingjian, recientes premios nóveles, y cuya obra en graun reflejo de ésta sin un contorno definido, la que mejor defina un tipo de interacciones en que sus moradores buscan la autenticidad en lo efímero, en aquello que muere apenas han corroborado su protagonismo –me he reconocido- en la situación. Entendida ésta como marco que me permita crear lo que yo quiera, pero que perecerá en el desarrollo mismo de la escena. No hay rastro, ni sombra, ni historia. Expresividad pura – vida dirían los expresionistas de principio de siglo- que carece de intención, un hacerse sin estructura que hace de esta misma naturaleza efímera sus condiciones de posibilidad, su sentido de la “autenticidad”. La libertad en el individuo vuelve sobre la invención individualista de uno mismo, construyéndose de forma personalizada a partir de los referentes que ofrece el mercado, que es ahora el que dicta las condiciones de lo posible. Esta flexibilización de los referentes a disposición del individuo impide este sentido compartido o coercitivo de la institución –de lo representado como espacio público-, pues el consumo establece sus propias reglas, más propensas a lo efímero de sus creaciones, que deben morir en el momento mismo de ser consumidas, y a un presentismo que rompe con esa necesidad de linealidad y acumulación que presuponía el discurso racionalista. Y es que la moda y el consumo son incompatibles con cualquier centro a partir del cual se pretenda esa imbricación de lo antiguo con lo nuevo sobre el que toma forma esa continuidad de la historia. Esta es la utopía del mercado.

La subasta del orden institucional moderno

Tanto rodeo en mi argumentación no eran más que una estrategia para reafirmar junto a Saramago que La caverna de nuestros días ya no es el espacio público, la ley, o ese orden referencial, que sirve de modelo sobre el que antaño se construían las representaciones de la identidad, sino el mercado, y sus museos los Centros comerciales. La ley, o la tradición –que es lo mismo pero no secularizada-, eran simulacros de segundo orden sobre los que la sociedad se legitimaba como Todo coherente y definía la racionalidad de sus mecanismos de solidaridad frente a las solidaridades naturales de los“primitivos”. 

De manera estereotipada podríamos hablar de un primer momento en el que el tiempo y el espacio estaban indisolublemente ligados a la naturaleza, y en el que el hombre no se encontraría diferenciado de la misma. En este caso, el tiempo lo marcaba el ciclo natural, dentro del cual el hombre y su relación con la naturaleza se consideraban inmersos. Este orden conllevaba unas estructuras de autoridad muy marcadas, una dependencia con respecto a fuerzas externas al hombre que impiden esa autonomía que a partir del genio del renacimiento posibilita ese progresivo proceso de autonomía del hombre con respecto a sus condiciones de posibilidad, sean éstas la naturaleza o Dios. Si bien, es posible que este concepto circular de la historia tenga más que ver con la definición racionalista o secular del mismo del cual participaban los antropólogos –aunque antes lo fueron Galileo, Newton, Darwin e incluso Freud-, nos viene muy bien para establecer una primera conceptualización del tiempo como natural. En esta línea se enmarcan las teorizaciones de los grandes pensadores sociales de finales del XIX y principios del XX. La comunidad frente a la Sociedad de Tönnies, o la solidaridad mecánica y orgánica de Durkheim, por citar los más conocidos. 

Este primer hito nos sirve para presentar la dicotomía tradición/modernidad como un momento que o bien, en el caso del pensamiento conservador busca la esencia de la primera –los arquetipos como leyes-, o bien por parte de los autores progresistas se ve como la tradición tenderá a disolverse ante los embates de la modernidad. La sociedad se inventa sobre la idea de que la razón permite el control del hombre sobre la naturaleza, y así la ley se convierte en la “representación” sobre la que se escenifica esta relación de dominio. Es decir, el hombre ya es capaz de considerarse distinto de la naturaleza, aunque sea cualitativamente distinto, buscando esa esencia diferencial en la individuación que permitía la razón, como describen las genealogías de los procesos de hominización, o en esa separación del niño con respecto a su madre que rompe su fase narcisista y lo convierte en ser social con Freud. El futuro reemplaza al presente como promesa que establece el hombre en su compromiso y fe en la ciencia. Esta es la premisa de la “historia” como fluctuación hacia el futuro, hacia la conquista de un tiempo que fluye hacia delante –domina a la naturaleza-, de la misma forma que la sociedad progresa. (Feixa, 2000).

Hace un momento aludía a como esta concepción progresista de la historia se fundamentaba en esa relación de dominio de la sociedad sobre la tradición, y que, por tanto, una parte importante del pensamiento moderno requería de ese referente externo –la sociedad, la naturaleza o la tradición, dependiendo de a qué nivel estemos hablando- sobre el que construía ese espacio público como propiamente humano, o de civilización, o esas identidades colectivas como expresiones de esa relación de estos colectivos con respecto a las leyes o las tradiciones que los vinculan al control del territorio y el tiempo, a la naturaleza en última instancia. Sin embargo, las dinámicas que dibujan los procesos de globalización rompen estas coordenadas de localización, des-territorializan estas solidaridades colectivas y producen tiempos “virtuales”, o tiempos simultáneos, en función de los espacios relacionales en los que se muevan los sujetos que los habitan. El proceso ritual como celebración colectiva que cohesionaba comunidades revienta ante la flexibilización y multiplicación de estilos de vida y tiempos simultáneos que pueden habitar los sujetos contemporáneos. La pérdida de ese referente institucional, ese ritual que marcaba esos procesos colectivos, rompe con los tiempos lineales clásicos. Deja de existir ese continuum entre el pasado y el futuro, pues el tiempo pierde su naturaleza secular para inventarse en función de las necesidades experienciales de un sujeto que se construye constantemente en el presente, en un tiempo que existe únicamente con respecto al ámbito en el que este mismo sujeto decide habitarlo.

Estas tendencias, que ciertamente a quienes hemos sido socializados en las teorías del pensamiento moderno clásico pueden sonarnos a ciencia ficción, son las que comercializan los parques temáticos, como es el caso de los dos que nos ocupan. En nuestro caso, además nos vienen muy bien para ilustrar como las principales coordenadas de orden del pensamiento moderno, el tiempo y el espacio, sufren también un proceso de mercantilización, y cómo las formas de consumo cultural a partir del cual lo viven los clientes tiene poca relación con las formas de reconocimiento y consumo que se producen en los museos clásicos de estilo etnográfico. En primer lugar, la trama o narrativa a través de la cual se construyen estas escenificaciones temáticas no guardan relación con respecto al territorio en el que se encuentran, es decir, escapan a esas coordenadas espacio-temporales con respecto a las cualesse construían las identidades colectivas clásicas. Por tanto, en este sentido, se trata de narrativas ficticias o artificiales, y además, si nos empeñados en cuestionar su sentido convencionalmente museográfico, no tienen una finalidad pedagógica o de comunicación sobre el “ser” de algo o alguien, sino que se trataría de estructuras de ocio en las que se comercializarían necesidades contemporáneas como el consumo de experiencias y de una autenticidad que toma presencia no tanto con respecto al modelo -que muere ante un mercado y procesos de globalización más favorables a la desinstitucionalización- sino a partir de un sujeto convertido -mediante los procesos de personalización que proyecta este mismo mercado- en referente y protagonista de la construcción de sus propias tramas.

Es aquí donde tendríamos que recapitular y volver a esa metáfora de la caverna a la que alude José Saramago, o mejor aún, a qué quieren decir diferentes autoridades en temas de museografía cuando afirman que un museo es una metáfora de la sociedad. En este sentido, esa artificialidad de las tramas de estos dos parques no serían tanto un estigma sino una de las características principales que definen esa desinstitucionalización que rige nuestra contemporaneidad. Es cierto que los procesos de globalización que enmarcan estas tendencias hacia la identidad ficcional y esa construcción individualista del sujeto viene acompañada de una reacción contraría de exaltación de los particularismos identitarios, pero, ¿reaccionan frente a las tendencias universalistas de la razón o bien frente a los procesos homogeneizadores del mercado? En estos momentos no se trata de que la razón reduzca tu mundo a irracional, superfluo e inconsistente, sino que el mercado te convierte en un valor de cambio, en un ser anónimo que debe ser capaz de identificarse con las miméticas capitalistas con las que el mercado le procura identidades circunstanciales y perecederas, continuamente sustituidas por otras nuevas en un proceso de renovación modal constante. 

Por tanto, la desinstitucionalización, esa falta de referentes externos, lleva a los sujetos a inventarse en el seno de ciertas tradiciones o bien a hacerse partícipes de ciertas comunidades a partir de las cuales se integran dentro de un orden en el cual toman sentido como sujetos. Me explicaré más explícitamente, ya no se trata de que me reconozca en una comunidad que preexiste, es decir, que tome conciencia explícita de mi pertenencia –como ocurría con los procesos rituales como mecanismos de cohesión social y de identidad- sino de tomar una actitud activa e inventarme a mí mismo dentro de un grupo al que me adhiero de forma voluntaria y explícita. Esta necesidad de "comunidad" que parece evidenciar ese auge de los particularismos que caracterizan nuestro tiempo, sin embargo, convive con nuevas formas de cosmopolitismo estético, con nuevas formas de individualismo y construcciones de identidades. La comunidad hemos dicho que surge como necesidad para devenir sujeto, para escapar a un mercado que reduce sujetos a valores de cambio, a mercancías intercambiables, mientras el individualismo explota las opciones creativas de este mismo mercado, en donde los sujetos se construyen a partir de sus referentes y se adaptan a la velocidad y fragmentación que dictan las nuevas condiciones de posibilidad sobre las que se proyectan las ilusiones de la identidad, la virtualidad de un ser diseñado a medida pero en un proceso de constante reconstrucción.

Así, podríamos decir que al igual que en el siglo XIX y XX las construcciones de las identidades nacionales corren paralelas a los ideales de fraternidad humanista promovidos por los sindicatos y secciones comunistas y socialistas, en el siglo veintiuno a esta necesidad de comunidad frente a la globalización también se le contrapone un cosmopolistismo que explota los opciones creativas de este mismo capitalismo global. La naturaleza y la sociedad -en nuestro caso el museo y el "orden público"-, son sustituidos por la relación entre la hiperrealidad - la construcción de un mundo perfectamente circular ya que se ha construído desde sí mismo, es decir, fuera de ningún orden institucional- y el mercado. Es una metáfora a otra escala de la relación entre razón y identidad, que en este momento se construye sustituyendo a la razón por el mercado. Estas son las tendencias que exponen en sus galerías los centros comerciales, así como nuestros dos parques temáticos.

Es posible que, desde posiciones puristas, se ignore la importancia del mercado, o mejor aún, se resistan a reconocer a éste como generador de realidad y repliquen que estas tematizaciones -los Centros comerciales y los parques temáticos- carecen del ideal del consenso sobre el cual tiende a identificarse aún hoy la identidad. En este sentido, ya aclaramos que esas “comunidades” inventadas –que no imaginarias- también tomaban su sentido como ficciones narrativas. Estas nuevas formas “comunitarias” de la identidad no sólo son conscientes de la subjetividad de su construcción, es decir, no necesitan naturalizar las razones de su adscripción a un grupo, sino que explotan el que sean una cuestión de elección o voluntad y el que su integración en ellas se deban a su participación activa en esas comunidades. Aquí, la metáfora teatral tendría sus limitaciones pues el carácter experiencial y participativo de estas comunidades se debería más al performance improvisado que a la ejecución preestablecida del ritual. Aunque, como ya hemos comentado, nuestros parques temáticos se hacen eco de ese individualismo cosmopolita que promueve el mercado.

En el caso de Universals Port Aventura, el reclamo es un viaje a través de distintas culturas y espacios, siendo estas dos dimensiones las que se comercializan al ofertarse a los clientes como opciones de consumo. El cliente deviene Sherif de Penitence, o cantante de mariachis, y las formas con las que se apropia de estas situaciones no vienen tanto de su reconocimiento en la trama sino de la autenticidad con la que participan de la experiencia de ser mariachi o chérif. Algo similar podríamos decir de Terra Mítica, en donde la dimensión comercializada es el tiempo, y donde el cliente se convierte en protagonista de la Iberia cristiana o de la Grecia de los dioses. Autenticidad que no depende tanto de una interacción pedagógica en la que el visitante toca la historia o las culturas recreadas, al estilo de las escenificaciones más táctiles de la historia como las del museo de historia de Cataluña, sino de su consumo experiencial. Poniendo otro ejemplo, el protagonismo del mirar un cuadro de Miró quizás no estaría en la firma como referente y síntoma de verdad, sino en poder vivir en primera persona lo que estaba pasando por la cabeza de este genial pintor, en poder vivir dentro del cuadro que se está pintando. Más cerca del arte en sí mismo (la realidad virtual) que de la crítica de la distancia. Muerte de la distancia de la racionalización para convertir al cliente en protagonista de un mundo hecho a su medida por el mercado.


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