NOMADAS.4 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

La frontera entre el mundo del adentro y del fuera
Encuestros de un trabajador, una pareja de turistas
y un antropólogo con un Parque Temático
[José L. Rodríguez Regueira]

RESUMEN: Piensen que soy un oportunista más de esos con buen olfato para el mercado, y que viendo lo que veo, decido enrolarme en un embolao de esos existencialista, con viaje, autenticidad y todos los complementos necesarios para una buena historia. Y dicho esto, y dado que no hay nada serio que reseñar, ahora dejémonos llevar por la imaginación y piensen en la novela de Albert Camus "La peste", en la que una ciudad se queda cerrada sobre sí misma debido a una de las epidemias de peste bubónica más mortíferas que ha conocido esa ciudad. Ante este dramático escenario sus gentes deberán adecuar su vida a esa convivencia y amenaza cotidiana que implica el contacto constante con la muerte. Sorprendentemente uno de los personajes que sobrevive a la misma es quien más en contacto está con ella, el enterrador. Quizás en un mundo encerrado sobre el mercado, más que inventar distancias sobre las que reinstaurar el mundo libre de antes, sería una mejor opción tomarlo por lo que es: el sin-sentido mismo del mundo, y desde ahí dentro ya veremos.



 

Eran las siete y media cuando sonó el despertador, ni un minuto más ni uno menos, ya que José tenía perfectamente controlado el tiempo que le costaba despegarse de las sábanas, darse una ducha rápida, asearse correctamente, como corresponde a alguien cuyo trabajo de cara al público depende de su presencia, y vestirse con su cómico uniforme. Decir que éste era el más estrafalario de los uniformes, y que consistía en una camiseta azul con una manga naranja y otra amarilla, una gorra con todos los colores del arcoiris, unas bermudas blancas que le llegaban por las rodillas y unos cómicos y no muy cómodos botines azules, y es así como, con todo este aparatoso equipamiento encima, cada mañana nuestro protagonista salía a saludar al mundo. José tenía un despertar difícil, de esos que requieren un par de cafés y un largo paseo para corroborar que uno vuelve a estar entre los de fuera.

Afortunadamente nuestro protagonista había encontrado un estudio en la zona antigua de la ciudad, justo en frente de una hermosa catedral que le iba marcando con sus cuartos el ritmo de su despertar, El olor a historia que desprendía la zona le hacían sentir cómodo y seguro, tanto que hasta había influido en ese dormir más profundo que ahora cada mañana debe combatir, disfrutando y durmiéndose muchas veces con esa nana en forma de rumor suave con el que siempre te dan las buenas noches esas calles en las que viven gentes con cosas que decirse, más como ahora, en que el buen tiempo invita a este ritual de despedida que consiste en deambular entre el paisaje de sus callejones y someterse a la calma de sus terrazas, como quien sabe que un instante y otro no hacen dos instantes, sino que el tiempo está ligado a la piedra con el que se esculpe, a la manera en la que sus moradores se dejan atrapar en su belleza. Esta ciudad, que de hecho puede ser cualquier ciudad histórica del Mediterráneo, para que vamos a personalizar en un trozo de mar tan pequeñito en el que todos nos conocemos, premiaba su esfuerzo de levantarse obsequiándole cada mañana con unos rayos de luz suficientemente tenues como para no desconcertarle en estas sus primeras horas, pero suficientemente brillante como para entonar alegremente sus primeros andares. Al fondo el Mediterráneo, decorado inmejorable para soñar, para dejarse llevar por su luz y la suavidad de unas olas que invitan a adentrarse en él, en su infinito. Las campanas de la iglesia marcaron el segundo cuarto y José se apresuró en salir a la calle para dirigirse a la parada del autobús que le llevaría al trabajo. No había mucha gente a esa hora, casi como una metáfora del propio despertar de José, podríamos decir que esta ciudad también necesitaba su tiempo para incorporarse.

Así, sin demasiados estímulos, pero con la tranquilidad que desprende un paisaje que le mima, nuestro protagonista va controlando en cada parquímetro de su viaje los minutos que le quedan para llegar a la estación, sin prisa pero sin pausa. Ahí está, como cada mañana, lleno de los atuendos más extrovertidos ese vehículo de la utopía, lleno de señoras vestidas de mexicanas, de hermosas polinesias y hasta de piratas, En semejante contexto uno pensará que el delirio es quien preside el trayecto, sin embargo, hasta las Polinesias requieren de su tiempo para incorporarse a su personaje, y el viaje es aprovechado, como en el caso de José, para echar la última cabezadita antes de incorporarse a la rutina de la vida. Mientras tanto, a menos de dos horas de ahí, en una de esas ciudades de provincias en las que nunca pasa nada, que ni es chicha ni limonaa, ni tiene mar ni montaña, ni es demasiado grande para tener vida propia ni demasiado pequeña para vivir sólo en ella, residía una pareja joven, no menos de veinticinco y no más de treinta años, que había decidido dedicar uno de sus días libres a hacer unos cuantos kilómetros y pasar el día en el parque temático en el que trabaja José. Su despertar, quizás sería por el propio escenario que lo acogía, tenía un tono jovial y dinámico, como queriéndole arrancar tiempo a un tiempo que apenas había tomado conciencia de sí. Con esa impaciencia que busca siempre su protagonismo en la partida de todo viaje, y no pudiendo por ello achacar la culpa de sus prisas a su juventud, nuestra pareja ya había dispuesto el día anterior el equipaje necesario, en el que incluían una camiseta extra y un chubasquero, por si se mojaban, unas gafas de sol y una gorra, como quien se prepara contra una odisea en la que fuego, tierra, mar y aire harán de su destino el escenario de una lucha de héroes contra los elementos, quizás, a esta pareja de interior, les esperen aventuras nunca imaginadas en el mundo conocido y que les llevarán a ese más allá para, igual con el tiempo, volver a su quizás Itaca otra vez enteros, pero nunca los mismos.

El entusiasmo acompaña el desayuno, tan sólo habitado por un par de tostadas muy tostadas para cada uno, algo de mantequilla y mermelada, y una cafetera rebosante de café, aunque a éste no le estaban dando mucha entrada, Quizás hoy no lo necesitaban, y es que los humanos somos muy instrumentales, porque el viaje en sí ya les había despertado esta mañana, pues lo desconocido si bien no tiene porqué quitar el sueño siempre estimula al sistema nervioso, ya que en eso consiste todo, en estimular ese extraño sistema eléctrico que nos conecta con el mundo. Despiertos y con ánimo se dirigen al vehículo con el que se conducirán al puerto en el que darán inicio a su gran aventura. La música con que les ameniza el trayecto el radiocasete, alegre y expresamente seleccionada para la ocasión, estimula las ansías de aventura y diversión de nuestra joven pareja, quien como en sus primeras excursiones de niños en la escuela se arriman a lo desconocido con la alegría y curiosidad de quien lo vive todo por primera vez. Entre curva y curva, mientras nuestros protagonistas se deslizan entre algún paraje bárbaro de interior y el Mediterráneo, en la misma ciudad que José vive Juan, un solitario individuo –dicen que era así como llamaban a los negros en la esclavitud para diferenciarlos de las personas blancas- que tiene por profesión estudiar a las gentes y lo que hacen, aunque en este caso, y dado que nosotros lo vemos a él, seremos nosotros quien también ejerzamos su innoble oficio de la intromisión en la intimidad de los demás, y así de paso entender alguna de las razones por las que este señor vive solo.

Ahora volvamos a nuestro autobús, en el que una compañera acaba de despertar a nuestro José, aunque recompensándole en su defecto con una hermosa sonrisa que bien le hace a uno dudar acerca de si los sueños únicamente cobran vida cuando uno está dormido, Sólo hace diez minutos que iniciaron el viaje, pero a medida que se van acercando a su destino el ambiente se hace más cálido y alegre, La salida del autobús, ya dentro del recinto del Parque temático que tenía por destino, rompe con este tono de informalidad ante la presencia de un guardia de seguridad que controla que todos aquellos que están bajando del vehículo sean realmente trabajadores, bueno, de hecho aquí a los trabajadores se les llama colaboradores, no vaya a ser que se nos cuele algún despistado en nuestro escenario onírico y haga con su presencia reaparecer esa realidad más sosa de extramuros de la que buscan huir quienes vienen al parque, Las sonrisas con las que los viajeros reciben al guardia son quizás la mejor acreditación de este nuevo destino al que acabamos de llegar, o más bien la representación surrealista con la que se burla a la autoridad por estar ya preñados de ella, pues al fin y al cabo de trabajadores se trata y por reír y hacer reír les pagan. Desde el parking mismo se van auto-organizando hordas de actores que van poniendo a cado uno en su sitio, en la dirección que les corresponde, sea ésta la China, la Polinesia o la mismísima Mediterránea, más real que la original en la que vive José.

José, que es amante de la calma, antes prefiere dejar algunas cosas en el vestuario, ya que gusta de comer en el parque y por ello ha hecho de su taquilla punto obligado de encuentro en sus días de trabajo, No tardan en llegar más que como él han convertido el trabajo en algo que hay que tomarse con sosiego, y salen así en grupo, como quien teme a la soledad, hacia su zona en la que les deben asignar el escenario en el que actuarán hoy, Antes de poner un pié dentro del recinto del parque, concretamente del México Maya, un cartel les advierte de la nueva dimensión en la que se están adentrando: "sonríe, deja tus problemas atrás, entras en escena", esto es la señal que les indica que deben despertar para el sueño, pues en cuanto franqueen dicho umbral dejarán atrás el mundo de la calle, el mundo público y con él todos sus problemas ligados a la realidad de ahí afuera, se llame así a la factura del cuarto de baño, a los problemas del niño en el colegio o al simple desplazamiento en el espacio y el tiempo. De fondo, suave pero divertida a la vez, una música recibe a nuestra expedición de porteadores ratificándoles en su nueva condición de chamanes del humor, de mediadores de ese mundo de fantasía para el cual han despertado esa mañana y vivirán durante toda su jornada laboral.

El alarido de unos pájaros exóticos, y es, como saben todos aquellos que viajan, que hay que colorear y hacer de nuestro deseo algo extraño para que nos siga excitando, les confirman el augurio del cartel, habiéndose diluido el mundo del afuera y estando ahora sí ya complemente despiertos en el mundo del adentro, mundo que gobiernan, como siempre hicieron quienes por su condición no tuvieron autoridad, a través de la magia y de la fantasía. Y es que no es Todo como parece, aunque sea para demostrar lo contrario por lo que pagan a José, y hay que convertir este mundo del adentro en un centro sin masa ni forma, aunque vida e identidad sea lo que buscan quienes pretenden residir en él, Y es que José sabe más que nadie de esto, aunque no le guste presumir, pues él trabaja, aunque no sea más que un simple empleado, en el negocio de la vida, de esa extraña necesidad de experimentar una autenticidad que sólo él, bueno, y sus compañeros, pueden sancionar bien sea simplemente con su sonrisa o convirtiendo a su interlocutor en protagonista. Nuestro José a veces se enfada, incluso piensa con dejar este duro oficio de chamán, pues él también necesita ser auténtico, pero sabe que esa palabra está hueca, pues él mismo ha formado parte de su estructura.

Pero dejémonos de dudas, que pocas cosas constructivas han hecho en la vida, y volvamos al mundo. Moviéndose entre bastidores y el decorado, nuestra expedición se adentra en un nuevo paisaje, y que es ni más ni menos que un cementerio en pleno Far West, del que todos los chamanes presumen saber sus misterios, pues sólo ellos, como resultado de un largo y ritualizado proceso de formación comercial, conocen que si bien los nombres que aparecen en las lápidas corresponde a quienes, como ellos, murieron por ir en busca del sueño americano, estos no eran mineros como da a entender el escenario en que reposan sus nombres, sino Colaboradores, chamanes que inscribieron con sus vidas un trozo de la historia de este marco. Y es que el mundo está lleno de héroes anónimos que perecen en esa obstinada lucha por la vida, por alcanzar un sueño que les permita dejar atrás la no vida, sea ésta como llaman a unos quilos de más, la hipoteca de una casa que quisieran tener ya en propiedad o un trabajo mal pagado sin tiempo para escapar a él. Así que no nos vayamos a escandalizar por tamaño sacrilegio, ponerse en lugar de un muerto, pues en definitiva quien no está muerto, y aquí a lo que se viene es a vivir, a dejar atrás todo eso que nos corroe las entrañas y soñar en algo diferente, y aunque al volver a casa todo parezca igual nosotros podremos decirle a la no vida que le hemos arrancado un trocito de su oscuridad, que al menos durante dos segundos pudimos escapar a ella, que más da que ahora no nos acompañe, siempre podemos volver a intentar soñar.

En el parque, que, si se me permite este tecnicismo tan propio de nuestra era, bien podríamos considerar como un hardward más sobre el que se construyen estos sueños, nuestros porteadores de la vida tienen la ruta que deben recorrer milimétricamente calculada, ya que cada mañana deben realizar el mismo recorrido, llevándoles esto a ir saltando de un lado a otro, acortando por la China para llegar a la Mediterránea, ya que ésta, en tanto que Puerto, es el punto de origen y de destino por el que tendrán que pasar los visitantes. México a estas horas está desolado, ni un alma en la calle, ni siquiera uno de esos borrachitos célebres con los que José intenta relacionar este México y el de Cantinflas, ya que son los dos únicos que conoce. Y es que a José, al que le gusta fijarse en la belleza de las cosas, le encanta viajar, pues no ha hecho otra cosa en los apenas ocho kilómetros que ha recorrido desde que salió de casa. Y es que el mundo, para quienes se lo toman con tranquilidad, puede caber en un pedacito de jardín. Puede que no sea el caso de nuestros otros dos personaje de allá el interior, quienes en este preciso momento están tomando el desvío de la autovía para acceder al carril que les lleve hasta la mismísima entrada de este destino de ensueño. El sol, que se mostró tímido a su salida, parece ya menos receloso y obliga a nuestros sonrientes amigos a abrir las ventanillas del coche, que al utilizarlo normalmente, como en este trayecto, para ir a ninguna parte, no requiere de aire acondicionado, aunque hoy sí les hubiera venido bien, pero no supieron desconfiar de la utopía, pues si no tiene ni masa ni forma, pensaron ellos, tampoco deberían sufrir las penurias, que como el calor, son resultado de su condición humana del afuera.

También es cierto que únicamente habían iniciado el viaje, y que nunca se habían salido de la órbita del afuera, así que impacientes pero distendidos aguardan la llegada a las puertas del paraíso, y fruto de su fe ven aparecer ante su horizonte una cola inmensa de más gentes venidas de todas partes, gentes que como ellos buscan entrar en ese mundo de la fantasía, sin núcleo ni gravedad, que les ayude en esa siempre complicada aventura de ser felices. Las puertas del paraíso están cerradas aún, y los coches siguen llegando uno tras otro, apelotonándose hasta marcar el infinito en el retrovisor central del coche de nuestra pareja. El verse atrapados en medio de esta caravana provoca una cierta sensación de nerviosismo y ansiedad entre los conductores, demora que la muchacha, que por respetar su anonimato llamaremos Ella, intenta combatir cambiando la cinta del radiocasete. Y es que las colas del Mercado han acabado con el sentido mismo del tiempo y la moda, y sino recreen por un momento en sus cabezas esas imágenes que de tanto en cuanto nos ofrecen en la televisión y en las que vemos como un montón de señoras se pelean por entrar en primer lugar en unos grandes almacenes en su primer día de rebajas, pero no porque, como dicen algunos señores en la tele, de esos que cruzan las piernas y mueven un solo brazo, tratando de dar una sensación de impulsividad y de moderación a la vez, aunque la mayoría de las veces representando su altanería, el mercado venda necesidades a esas pobres desgraciadas que carentes de esa cualidad propiamente humana que es la reflexividad se lanzan viciosamente a sus brazos, sino que esas mujeres necesitan del mercado, al igual que quienes en este momento están en la cola necesitan de la Utopía que les proporciona el Parque, y ello hasta el punto que no les importa comprar ropa fuera de temporada, o al margen de la moda, pues al fin y al cabo de lo que se trata es de vestirse diferente y no según marcan las pautas, y ante este impulso vital de renovación no atienden ni a la más civilizada de nuestras convenciones, el horario, y es que la necesidad de individuación, esa que provoca la experiencia de probarte a ti mismo y no aquella que marca la ley, y de diversión, aunque no se vea ni vista como la ropa, como nos enseñan las calles y locales del fin de semana de cualquier gran ciudad, es algo que también se ansía comprar, y por ello hay quien lo vende, y así, de paso, José se puede ganar la vida.

La impaciencia deviene el signo sobre el que se ordenan estas filas de coches, espectadores que quieren dejar atrás ese mundo de afuera, ese orden serio y preocupado de las cosas, para empezar a vivir dentro, en el mundo del espectáculo, de lo sin trascendencia y lo desinhibido, en definitiva, en la experiencia de ser y hacer aquello que la imaginación imponga . Pero, de momento están fuera, y, al otro lado de las puertas de acceso al recinto, cortocircuitando estas expectativas la llamada al orden, unas cámaras de seguridad y un coche también de seguridad velan para que ningún intruso pueda ganarle más tiempo al tiempo previsto.

Permítanme, y a estas alturas supongo que ya se habrán hecho a mis rodeos, que les haga un comentario que me suscita está situación, y es que, ¿no creen que resulta paradójico que en un recinto que comercializa con lo virtual, con la fantasía de un mundo sin fronteras y sin orden, a menos que por propia voluntad el visitante se empeñe en él, se apele en su entrada de manera tan explícita a la autoridad, a las fronteras y a la seguridad? ¿Acaso esta imagen no será una estrategia de la empresa sobre la que sustenta y escenifica los anhelos de aquello que precisamente quienes esperan quieren perder de vista, el mundo del afuera? Pagar y se acabaron las barreras, usted será nuestro protagonista, podría ser muy bien el mensaje que junto al desvío en la autovía, añadiese : acceso restringido sólo a usted, gracias por elegirnos. Pero claro, eso hubiera sido demasiado, pues, ¿cómo hubiesen podido evitar tantas colas como las que se repetían cada mañana? Ahí fuera están sometidos a la gravedad del mundo, y los guardias de seguridad están ahí para recordárselo. Pero, mientras nuestra pareja y sus conciudadanos de esta república de la realidad institucional, palabra fea que yo vinculo a la norma que imponen quienes temen a los sueños y a la imaginación, esperan su entrada en un mundo perfecto hecho a su medida, al otro lado, entre bastidores, y concretamente en el recinto en el que se alquilan los cochecitos para críos y las sillas de ruedas, como metáfora misma de esta función (empujadore) que les corresponde, tiene lugar cada mañana el meeting de los empleados de admisiones, grupo al que pertenece José, ya que es a ellos a quienes les corresponde abrir y cerrar la puerta de acceso a este mundo del adentro.

Quizás sea por eso que a José le gusta tanto la ciudad en la que vive y el trabajo que tiene, pues sabe que no hay nada como saber apreciar los detalles con los que te premia la vida, estén estos en un amanecer o en la manera con la que el trabajador de la limpieza del ayuntamiento barre cariñosamente las calles, pero es también consciente que se puede soñar, que basta con cerrar los ojos y dejarse llevar y podremos imaginar aquello que queramos ser, sin más límites que los de nuestro miedo a dejarnos llevar. Otra vez de vuelta al escenario en el que está José, situado junto a la plaza mayor del Mediterráneo, pero escondida a la vista de nuestros colaborados, estos esperan el parte del día y la posición que deberán ocupar enclaustrados en un almacén de esos corrientes, con suelo de cemento y paredes pintadas de blanco, como remarcándoles que lo del mundo mágico no va con ellos. Aunque tanta dramaticidad no parece afectar al humor con el que se congregan, presidiendo la concordia y el buen humor siempre estas asambleas, en las que todos los trabajadores de manera no consciente se sitúan a derecha e izquierda del supervisor respectivamente, como quien sabe sin necesidad de que se lo remarquen cual es su función en el organigrama y en este proyecto para otras vidas, mientras el Padre, investido con un uniforme diferente, pantalón beig, polo azul marino oscuro y zapatos negros, como quien sabe que cuando se apela a la autoridad hay que vestirse de seriedad, realiza algunos comentarios acerca de algún incidente ocurrido el día anterior, procurando así dar la sensación de tener informado a todo el mundo, pues al fin y al cabo ese Mundo existe porque todos los colaboradores ponen su granito de arena.

Al parecer, ayer por la tarde hubo un incidente en uno de los párquines, en el que un coche, según dicen extranjero, atropelló a una de las colaboradores. El comentario hace estallar la sala en un sonoro rumor, que el supervisor permite prolongar alguno segundos, transcurridos éstos éste les hace callar, y les recuerda que tampoco hay que jugarse el tipo, que si viene algún chiflado de estos que le dejen, que avisen por Walkee Talkee, y ya se encargarán de él sus superiores, que para eso están, para encauzar lo que se sale. Acto seguido pasa a comentar aspectos generales del parque, que acostumbran a ser siempre los mismos, bien sea sobre el índice de satisfacción obtenido el día anterior o las expectativas de afluencia que se espera ese día, que aquí llaman Attendance. Hoy se espera una jornada dura, unas veintidós mil personas según los técnicos que han confeccionado el Attendance, así que nuestro equipo deberá extremar su concentración. Después de dibujar este horizonte, y sin más tiempo que el estrictamente necesario, se le asigna a cada uno la posición que desempeñará inicialmente, aunque éstas irán cambiando, cada dos horas normalmente, según las necesidades de personal del parque y en función de la no siempre previsible concentración de clientes en ciertos puntos.

A nuestro José le ha tocado iniciar la mañana en peaje, que es posiblemente el lugar menos "representativo" de nuestro escenario, y quizás por eso el más emblemático, ya que remarca esos confines sobre los que tiene lugar esa transacción entre estos inmigrantes del cosmopolitismo estético y las autoridades portuarias, que como antaño hicieron otros en la Isla de New Amsterdam al verficar los documentos y condiciones de salud de quienes querían entrar al paraíso del Capitalismo, entonces industrial, hacen de nuestro José un agente más de este nuevo capitalismo del consumo, en donde el único documento para acceder al parque se llama dinero, ese abstracto artilugio moderno que garantiza el acceso a nuestro nuevo mundo, un mundo libre de fronteras siempre y cuando uno pueda pagar este peaje. Al respecto, pues aunque no sea más que un simple narrador escucho la televisión y leo los periódicos como el resto de los mortales, decirles que ese mundo del adentro o del capitalismo global, no es algo cuyas fronteras nos permitan situarnos fuera, algo que en todo caso puedo hacer yo que soy narrador, y como tal impongo mis propias reglas del juego, sino que está bien dentro del corazón de cada uno. Pero supongo que todo se exagera cuando en definitiva de eso se trata, de hacer de algo tan cotidiano como es esta nueva modalidad del capitalismo global y del consumo un acontecimiento extraordinario, algo que marginaliza a los países pobres y sigue reproduciendo las desigualdades de siempre.

No parece que esto preocupe a quienes esperan ansiosos en esta cola, y con respecto a nuestra pareja, de hecho dos jóvenes de clase media, de esos que abundan ahora, con carrera pero trabajando de cualquier cosa, ella de administrativa y él en el negocio de su padre, sin más pretensiones que las de ir tirando, como todo el mundo, y dicho esto, no parece que las cuatro mil quinientas pesetas que cuesta la entrada, nunca estuvo más rebajado el acceso al paraíso, vayan a suponerles penurias ni mucho menos hambre en el futuro. Así que, José, que es muy buen observador, posiblemente nos diría, seguramente de manera más ingeniosa que la mía, que hay maneras más baratas de participar de esa globalización de los medios de comunicación sin necesidad de irse tan lejos ni de acercarse a los tour operadores, aunque también los haya que hagan uso de ellos para llegar a esta salida de la autovía. Es posible, dado que a todos nos gusta la comodidad y la variedad del mercado, pero nos han enseñado que debemos ser justos y a los más pretenciosos incluso les han convencido que deben ser críticos, que esa necesidad de exagerar las cosas, de dramatizar la pobreza y el desamparo siempre en los otros, no sea más que una estrategia para ocultarnos a nosotros mismos nuestra participación de ese mundo que proyectamos hacia fuera, hacia esos otros siempre distantes y muy pobres.

Ya sé, que vuelva a la historia, que me deje de marabismos intelectuales, pues estos solo sirven para fijar fronteras, si no eres un crítico del mercado eres un apologista del capitalismo, como diría seguramente algunos de esos grandes pensadores que salen en la Tele y que aprovechan para nombrar el último libro que han publicado hablando del tema, accesible ya en todas las librerías, como suele encargarse de recordar el presentador, pues las ideas requieren también de grandes firmas editoriales que les den mayor legitimidad y permitan su difusión y acceso a ellas. Más interesante y coherente, si ese término tiene algún sentido, me parece la vida de nuestro propio José, ese libro de la vida que es capaz de admirar la belleza y tranquilidad del Mediterráneo y de la ciudad, sin por ello poder renunciar a la necesidad del mercado para existir, y es posible que hasta para pensar. Claro, que lo habitual no es esto, sino clamar desde el mercado la necesidad de recuperar la belleza y la tranquilidad, hasta la historia es objeto de reivindicación. Y es que José, que precisamente trabaja en ese mercado de la autenticidad, sabe que no se puede confiar en alguien que vende exclusivas en las que afirma que sabe lo que le pasa al mundo, puesto que para eso habría que hablar con él, hacer uso de ese talante democrático al que tanto se apela, pero al que el autoritarismo y racionalismo con el que lo habitan esos intelectuales sordos les impide acceder, y para hablar con el mundo en confianza habrá que dejarse de tretas y de razones, pues no está bien irle con trampas a un amigo, y entonces uno, después de varios días de conversación sincera y relajada, se verá quizá con ánimo de darle algún consejo al mundo, aunque sin ser muy rotundo, pues sabe que éste, como todo el mundo va de aquí para allá, y que a las cosas no hay que darles demasiada trascendencia, dejándose llevar en ocasiones hacia delante con ellas, pero volviendo otra vez al centro si puede ser por un camino diferente.

Y es que más que la hipocresía, justificable siempre y cuando nos ayude a seguir viviendo, y por eso todos estiramos continuamente de ella, lo que más le molesta a José es en que haya quienes buscan enriquecerse aludiendo a razones y destruyendo en ello la esperanza de los demás, mercadeando con una verdad que se aprovecha de esa "necesidad" de sentido, poniéndoles precio a esas guías de la vida, de la historia o de la paternidad misma, en lugar de empujar y dejar a la gente vagar libremente, en la inutilidad misma del existir, en la belleza en sí misma de un bocadillo de calamares en la plaza de la catedral, o en la posibilidad de tostarse desnudo al sol en alguna playa del Mediterráneo. A esos altaneros intelectuales de la televisión y de los libros comerciales, a los que, desde una terraza cualquiera este José mismo que se está gastando las quinientas pesetas que le pagan por hora de trabajo, les diría si no será que en su delirio esa pelea por un mundo más justo y razonable no es más que una forma de ocultar su participación de esa tradición racionalista que en su afán de dominio y control, o porqué no, de totalización, hizo más barbaridades que el resto de civilizaciones juntas, siempre menos pretenciosas, hubiesen siquiera podido imaginar. José sabe muy bien, pues así lo indica el contrato que hace de él uno de nuestros protagonistas, que las personas no interesan a los gestores del parque, como tampoco a sus asesores legales y a sus accionistas, que en nuestro caso ocupan un abanico tan variopinto que integra desde capital que proviene del cine, pasando por el de la banca y llegando incluso al de la cerveza, sino que lo que importa es la productividad, los beneficios que estos ilusos en busca de sueños puedan dejar y los márgenes que a nuestros mediadores de la Utopía puedan rascarles.

Pero ni José ni nuestra pareja van a dejar por ello de soñar, de intentar buscar la felicidad, incluso trabajando en el parque, aunque sea visitando el parque. Pero ya está bien, no vayamos a perder el hilo de la historia, que es la que realmente quizás nos dice algo del mundo, ese en el que habitamos nosotros y nuestros personajes, y en donde una furgoneta está llevando a José y a algunos de sus compañeros hacia la frontera. El frenazo seco con el que la detiene la conductora, como diciendo arriba chico, indica el final de ese moverse entre bastidores, ahora empieza la función de la vida, y para tal fin los Leeds, que es como se llama aquí a los asistentes directos del supervisor, para que luego digan que eso del capitalismo no es una religión, arman a nuestro grupo con dotaciones, unas verdes y otras azules, en función de la previsión de coches que pasarán por ese carril, con las que los trabajadores podrán establecer las bases sobre las que tendrá lugar el inicio de la partida, su cambio y su ticket, bienvenido al Mundo. Los colaboradores marcan ritualmente sobre la máquina el contenido de las bolsas, a las que con posterioridad deberán adjuntar esos ansiados márgenes de beneficio capitalista. Una cámara de seguridad sigue sigilosamente las operaciones de todos los empleados, quedando registrados todos los movimientos que se suceden en la jornada en una cintas que quedan deposisitas en CPU, que es una unidad central en la que centenares de cámaras tienen bajo control todos los ángulos sobre los que se reparte el parque.

Esta situación, hay que decir que incomodaba mucho a José los primeros días en que empezó a trabajar en el parque, el saber que ahí estaba ese ojo de Dios, que ahora al parecer trabaja para el Capitalismo, pendiente siempre de tus movimientos. Ahora lo ha interiorizado, y no puede hacer otra cosa que representar su naturalidad ante las cámaras del Capitalismo. Y es que esa necesidad de control ya no tiene que ver con la moral, ni los muchachos de seguridad ni estas cámaras están al servio del orden público, pues ambas responden a los intereses de un mundo privado, a una empresa que en lo único en que está interesada es en tener sobre su campo de visión los riesgos que puedan hacer peligrar sus márgenes de beneficio. Así, y para marcarme alguna pedantería ante alguno de mis posibles lectores con pretensiones de intelectual, decirles que ese mundo del panóptico, el mundo de la razón y su ciencia, ya no interesa salvo que pueda convertirse en un parque temático, salvo que pueda rentabilizarse el precio de su entrada en él, y quizás sea esto en lo que se han convertido las universidades. De vuelta a nuestro estrecho, a nuestra frontera entre el fin de la historia y el mantenimiento de la tradición, o lo que es lo mismo, al mundo del capitalismo y a la invención del primitivo como auténtico para que así pueda ser consumidor y objeto de consumo a la vez, nos encontramos a nuestro José y a sus compañeros investidos con un nuevo artilugio sobre su cuerpo que al parecer tiene la finalidad de hacer visible la autoridad de los agentes y los términos sobre los que tendrá lugar la transacción, sancionando con su bendición el acceso al Parque.

Y es que el término artilugio, como verán, no es nada exagerado, pues le hace venir a la cabeza de uno episodios tan extraños como esas películas de extraterrestres estilo "encuentros en la tercera fase" o cualquier otra en la que el marciano sea el malo, que además suelen ir vestidos de verde. Es más, ese brillo con el que me deslumbra el peso de la autoridad que representa ese reclamo fosforito que reposa sobre el torso de José, me recuerda metamorfosis tan célebres como la de Gregorio, ese trabajador útil que un día, de esos que tiene todo el mundo, pero que nunca se atreve a llevar adelante, se queda en casa y se convierte en gusano ante su propia familia, Así, que ustedes entenderán que, ante tan tremenda premonición, uno no puede hacer otra cosa más que temblar ante el incierto futuro que le espera a nuestro José, ¿acaso nuestro personaje, ese hombre afable y sonriente, no corre el riesgo de convertirse en gusano, o lo que es peor, en un Guardia Civil al ponerse esa señal visible, en un instrumento de la ley o de Dios? Aunque, mirándolo bien, creo que podemos afirmar que la autoridad ya no es lo que era, ahora se mueven en parejas mixtas, y sobre todo te atienden con una enorme sonrisa que hacen de la célebre erótica del uniforme algo bastante distinto a aquello con lo que Jonh Waine y Clind Eastwood intentaron educarnos, ya que la dura fachada del uniforme ya no esconde ese buen corazón, ese hombre de justicia y de bien con el que se legitimaba la violencia de antaño, esas profundidades nobles pero con faz áspera, pues la fuerza ha sido desplazada por la sonrisa y el encanto, por esa seducción de lo lúdico que hace de ese cuerpo uniformado alguien deseable sexualmente siempre y cuando atienda amablemente a nuestras sugerencias.

Cabe decir, antes de que nadie se me enfade, que como ha ocurrido desde que a eso de la sociedad le llaman civilización que esto no es aplicable a las fuerzas de seguridad del Estado, o también llamadas fuerzas de orden público, que de tanto en tanto nos obsequian con alguna de sus habituales cargas policiales, eso sí, siempre convenidamente aprobadas por alguna autoridad civil, que para el caso implica la misma mesura de lo razonable. Pero dejando a parte el lado oscuro del afuera, y cambiando de tono, como anticipo de lo que es este mundo de la Utopía, en nuestra frontera el sol ya ha alcanzado la temperatura y la altura adecuadas para ambientar el adentro, y el cielo está despejado de cualquier nube que con sus topos blancos pudiese enmarranar ese uniforme fondo azul, y recordar con su presencia esa línea que separa en el horizonte al mar del cielo, como invitando a ver fronteras donde no las hay. Todo será posible mientras el azul sea el único fondo posible sobre el que se encuadran las fotografías de nuestros nómadas, o quizás, pues esto de perder esa distinción de la horizontalidad es casi tan revolucionario como para otros estar acostumbrados a vivir sin la gravedad, sin ese peso que te atrae hacia la tierra, huyendo a ese campo de fuerza que marca tus límites, a esa ley que reza "material eres y a nuestras leyes te sometemos" y que aún exaltan muchos nostálgicos racionalistas.

Pero, todo requiere su tiempo, y alguno de nuestros migrantes entre mundos, uno de esos que no acaba de decidirse por pedir la nacionalidad del adentro, tendrá una oportunidad más para experimentar la vida en un campo sin líneas de fuerza, sin el peso de la ley como regulador potencial de las tramas que puedan vivir quienes vivan bajo su protección. Así, allá entre las fronteras del afuera y del adentro, en ese peaje hacia la Utopía en el que trabaja José, se van apilando a decenas, uno detrás de otro, los vehículos, que por gustar de la comodidad quieren llegar a caballo hasta las puertas mismas del cielo. Pero, de momento, aunque todo el mundo sabe que el Capitalismo no acostumbra a negarle la ciudadanía a quien esté dispuesto a pagar, los aspirantes a la vida están retenidos en la frontera, como si sometidos a este ritual de espera, los gestores del adentro estuviesen favoreciendo sus ansias de entrar. Dicen que, como ocurre en todos los escenarios del adentro, también van a ambientar los lindes mismos de la frontera, y al cartel que sobre la barrera de control impone su ¡prohibido el paso!, le acompañará una cancioncilla compuesta por un cantautor experto en márketing cuyo estribillo diría más o menos así: "barreras y coches de seguridad se disolverán en unos minutos, después todo estará abierto a su imaginación".

Así, nuestras hordas esperan ese ansiado banderazo, ese golpe de cerrojo que les permita saltar al ruedo e iniciarse en ese espectáculo tan frecuente en nuestros días que consiste en ser uno mismo. Ya, y ustedes me dirán, ¿ser qué? Pues bien, eso me reconforta, pues en caso contrario no tendría mucho sentido esta historia, ser cualquier cosa, que más da, acaban de entrar en el mundo de la nada, en un universo en el que todo es posible porque se han deshecho de esas fronteras con las que la razón y su mundo del afuera, contorneándolo e impregnándolo Todo con su aura divina, les hacía a ellos y a su vida partícipes de su Ser, pero aquí, antes de entrar, les extraen ese pequeño fragmento de divinidad, liberándolos así de su poder, y les dicen que ya se encargarán ellos, gentes que como nuestro José hacen que el Todo gire entorno a ese nuevo ciudadano del mercado. Así, ante tan revolucionario horizonte, visible y sonriente la autoridad que representa José, ticket en mano, espera a que desde la unidad central del parque ordenen la apertura, y tras un par de minutos de interminable espera la palabra de Dios, que ahora se comunica por Walkee Talkee, accede a admitir en sus entrañas a estos soñadores. José se apresura en intercambiar sus entradas por dinero, que lo único que permiten es llegar hasta las puertas del paraíso , y es que no sólo San Pedro entiende de Justicia, ya que estos de aquí se las saben todas y también inventaron eso de las equivalencias, invento que siempre tiene dos lecturas, una pesimista, y que dice que no vales nada, y otra optimista, y que dice que todos son iguales ante el mercado y todo el que pague puede entrar.

Al cielo todos entrarán a pié, pero, por unas seiscientas pesetas, sin prestar atención a los problemas que la razón primero encontró en las diferencias de raza, después en las diferencias de clase y ahora en la ignorancia y la incapacidad de aprender de la vida en los términos que lo hacen la mayoría de los teólogos de la pedantería, todo aquél que lo desee y pague puede estacionar su vehículo en la entrada misma del paraíso. Pero dejándonos de hostilidades, que sólo sirven para darse cuenta que hay que marcar distancias donde no la hay, estas leyes del libre mercado y su justicia y son aprovechadas por quienes aguardan en la cola, que simulando una avalancha de hormigas se diluyen por todos los rincones del asfalto en búsqueda de la cabina de peaje más cercana. José sonríe amablemente y saluda al primer coche, Buenos días, bienvenidos a Universals Port Aventura, son seiscientas pesetas de parking, por favor. Y así uno y otro coche, hasta que nuestra parejita accede a la altura en la que estaba José, éste les repite catárticamente el mismo saludo que al millón anterior, sin por ello racanear ni un céntimo la sonrisa con la que acompaña cada transacción, aunque esta vez decide marcarse un detalle, y contraviniendo la normas, que para ese día eran productividad, productividad y si puede ser más productividad, y a pesar de que no hay nada extraño en esta pareja, en nada diferentes a la mayoría de los coches que pasarán por su puesto, probablemente más de doscientos en las dos horas que esté ahí, decide entregarles una guía junto al cambio y al ticket de pago, mientras les dice que si salen y vuelven a entrar al parking deberán volver a pagar el importe, y les desea un buen día, que es la coletilla con la que está obligado a diluir este encuentro fugaz.

La parejita, ansiosa por entrar, apenas tiene tiempo para agradecer el gesto de nuestro José, el cual se da más que satisfecho con ese gracias anónimo con el que se han despedido. Mientras esta distancia entre el mundo de afuera y el de dentro se va diluyendo a medida que van pasando los coches, en el mundo de allá, en esa ciudad Mediterránea de ahí al lado nuestro solitario investigador acaba de levantarse, sin mediación de nadie más que de la propia luz y las indicaciones de su cuerpo, Juan sólo hace unos meses que reside solo, ya que siempre había vivido con su pareja, y posiblemente debido a ello sus despertares aún representan en la velocidad con la que se levanta, asea y desayuna el desgarramiento que para él debió implicar esa ruptura, Mañana tras mañana se acerca ritualmente a la cocina del estudio en que vive, coge la cafetera y la abre, tirando en el fondo de la fregadera el poso del día anterior, pasando acto seguido a girar la rosca del grifo para ver como esas circunferencias perfectas de agua se lo tragan, Le encanta mirar este curioso fenómeno, en donde podríamos decir que ese resto de excitante para la vida y el despertar que supone el poso del café, es engullido sin dejar huella por esa fuerza centrípeta de la fregadera, y en unos cuantos segundos no queda nada, Como pronosticando ese sin sentido de la vida, o mejor describiendo su carácter efímero y frágil, tan instantáneo y repetitiva como la necesidad eterna de levantarse cada día para verse a uno haciendo lo mismo.

Decir, que igual el problema no está en lo Mismo, sino en no vivirlo como diferente, en no darle opciones al cambio atrapando al mundo en esas redes de lo repetitivo y monótono, de lo que existe siempre con respecto a sí mismo. Quizás un día de estos Juan se levante, y al igual que otros días proceda con su ritual, pero, sin saber muy bien porqué, como suelen ocurrir siempre las cosas, le dice a la circunferencia o a la razón que ya no le sirven sus tretas, que el está ahí para ver como el agua no puede más que el café, pues el café se sube en ella para conocer que ocurre arriba, y que el agua no se lleva al café con ella, sino que se pierde por ese agujero sin fondo porque el café es incapaz de sostenerla. Y es que todo es una cuestiones de puntos de mira, que no de miradas, pues no depende de dónde se mira sino de cómo se mira, y si bien el agua puede ahogar a quienes no saben nadar en ella, también es un elemento para la vida para quienes saben aprovechar su superficie para disfrutar. Pero Juan, que es un hombre de convicciones, prefiere pelear, se ha curtido en la escuela del dominio, de la Ley como guía espiritual. Así que Juan lo vuelve a intentar mañana tras mañana, rellenando de nuevo el filtro de café, dejando la cafetera a fuego lento mientras se ducha, usándola a su vez de reloj, orientándose con el ruido que hace la presión del agua en el momento en el que venciendo la resistencia del café se sitúa arriba, diluyendo con su fuerza ese grano marrón en su seno. Sin apenas tiempo para secarse procede ritualmente a poner el café en un vaso para que así, mientras se viste, pueda enfriarse un poco, aunque sin conseguirlo nunca, y debiendo recurrir casi siempre, como en esta ocasión, a algún cubito de hielo para moderar su temperatura, ya que a Juan no le gustan las cosas extremas, ni muy calientes ni muy frías, siempre en su justa medida.

Pero, y es que la coherencia no es precisamente una de las cualidades propiamente humanas, a pesar del empeño que Juan siempre pone en ello, en su lucha por ese orden razonable del mundo, pierde cada mañana su primera batalla con ese café, abusando del azúcar, como quien quiere decirle al amargor que hace del café café que también a él puede neutralizarlo, adaptándolo a los gustos de la civilización. Seguramente Juan, si fuese capaz de verse a sí mismo, nos diría que aunque la vida requiera de excitantes para despertar quizás se pueda reintegrar en la naturaleza contrarrestándolos artificialmente, ya que es así como el Hombre ha sido capaz de poner la naturaleza a su servicio, y la ley de su parte, Éste es el fundamento de la sociedad, hay que neutralizar los elementos, el fuego con el hielo y el amargor con lo dulce. Hay que obligarse a ser disciplinados, sino todo queda en nada, en simples días huecos sobre los que no es posible atrapar ese paso del tiempo, fijar sobre él la vida sobre la que somos capaces de entendernos a nosotros mismos, Así, sin tener el detalle siquiera de dedicarle un instante para saludar a la mañana, sale precipitadamente hacia la parada de autobús que le llevará al parque. Decir que Juan está realizando una investigación sobre la sociedad de consumo, y que ha elegido como escenario para hablar de ella un parque temático, el mismo en el que trabaja José y al que ha ido de visita nuestra pareja. Él mismo no sabe muy bien porque eligió este tema de investigación, de hecho estaba por decidirse entre los parques temáticos y los centros comerciales, ya que lo único que tenía claro era que quería estudiar lo que el consideraba catedrales del consumo, que al parecer le atraían porque le eran hostiles, al ser incapaz de moverse entre sus pasajes sin sentirse fuera de lugar, viendo en el neón y los movimientos frenéticos que daban vida a estos escenarios la maldición de la artificialidad y el mal gusto de lo inestable, de lo que perece por la propia inconsistencia con la que ha sido creado.

Curiosamente tras varias tentativas en Parque Central, que era como curiosamente se llamaba el centro comercial que inicialmente pretendió tomar como escenario para su investigación, decidió desistir porqué el único adjetivo que le venía a la cabeza para describir lo que allí ocurría era feo, la gente era fea, aunque ni el mismo sabría explicar los porqué de este adjetivo. Ignorantes, pensaba para sus adentros, como podéis pasar vuestros días de descanso en este artificio del consumo, con lo hermoso que es ese paraje histórico y natural que caracteriza el exterior, marcado por el Mediterráneo y la historia misma de Occidente, al menos del Occidente que nos interesa, el de la norma, ya que esta ciudad cuenta con uno de los legados más significativos de la antigua civilización romana. Así, Juan convertido en Gladiador, aunque también en predicador, aunque esto último él no lo sabe, apela al Orden, al mundo civilizado del afuera, a ese marco histórico y natural sobre el que el Hombre ha sido capaz de hacer un mundo a su medida, civilizado, sometido a la ley de sus razonamientos. Esos espacios anónimos, sin pasado ni futuro, son para Juan una representación del pecado, de la no participación de la llamada al orden con la que Dios primero y la razón después preñaron al hombre de su presencia, de esa coherencia y unicidad que los hace hermosos o inteligentes a la vista de su creador.

Así, escondido tras la ley, Juan proyecta su soledad sobre los demás, sobre quienes al contrario que él no necesitan de la norma y la coherencia para vivir, ni del modelo para reconocerse en él, aunque su idealización de lo Justo no le deja tomar conciencia de estos pensamientos, en nada propios de quien hace del interés por el Otro su proyecto de vida . Es por eso, y por muchas otras cosas, que nuestro héroe viaja sólo, es por eso, por lo que a diferencia del autobús en el que viajó José, o de la alegría que llenó el viaje de nuestra parejita, el trayecto de Juan no enseña nada, salvo el ratificarle día tras día ese desacoplamiento con el mundo, su incapacidad para incorporarse a la vida.


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