NOMADAS.4 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

Humanismo pericial o gramática de la libertad humana
[Pablo Méndez Gallo]


INTRODUCCION | HUMANIDADES, HUMANIDAD Y HUMANISMO: UNA CUESTION DE ESTINO | RUPTURA PROTESTANTE
LA NUEVA PAIDEIA RENACENTISTA: RETORICA COMO HUMANIDAD | SABER DECIR, SABER HACER | OFICIO, LIBERTAD Y RECONOCIMIENTO
EL SUJETO PROFESIONALMENTE INVENTADO | REFERENCIAS


Introducción

El renacimiento puede considerarse como el periodo de la invención (inventio), no entendida ésta como falsedad, sino como imaginación y creación humanas: "el deseo y la conciencia de la novedad" (Anderson, 1991: 6). Es, por ejemplo, la época para la invención de ‘Las Españas’ (Seton-Watson, 1977: 53), mediante la unificación de los reinos de Castilla y Aragón; supone la invención del Nuevo Mundo, mediante la hazaña colonizadora, así como el momento para la invención del Castellano en tanto que lengua dinástica (‘nacional’). No en vano, en 1492, Nebrija entrega a los Reyes Católicos la primera gramática castellana, es decir la primera sistematización de esta versión romance en la que los nuevos sujetos de las diferentes Españas se puedan reconocer en tanto que miembros de una comunidad (lingüística y políticamente imaginada): el moderno imperio español. Y todo ello porque "el hombre renacentista se piensa como autor y como autor de un mundo nuevo" (Châtelet, 1989: 362).

La reconquista (en realidad, invención) del territorio hispano, durante este mismo periodo, presenta una doble vertiente: el uso de las armas para expulsar al bárbaro externo y el de la gramática para combatir al bárbaro interno. Esta inventio es posible en el contexto de una desintegración mayor: la vieja Europa unida bajo la idea del cristianismo, la comunidad religiosamente imaginada (Anderson, 1991: 12-19) –con el latín como mascarón de proa–, se desmembra, lo que implica, como todo periodo transicional, un repliegue hacia lo interior, un viaje de regreso desde lo sociopolítico hacia lo subjetivo. Desde esta perspectiva, las armas como forma de conquista de lo exterior ceden terreno en favor de las letras como forma de reconquistar la interioridad. En ese mismo discurrir, el latín también cede ante las lenguas vernáculas: al igual que la unidad sociopolítica se desmembra, dando lugar a la aparición de los diferentes estados (laicos), también el latín se bifurca, permitiendo de este modo la consolidación de las lenguas romance. El bárbaro ya no preocupa en su exterioridad, sino respecto a uno mismo, a la propia extranjeridad (Kristeva, 1988) según la nueva forma de la humanitas –el cielo y el suelo (infierno), como el urbe y el orbe, son ahora terrenos que habitan lo propio, en uno mismo, posibilitando lo mejor y lo peor de cada uno, al modo Dantesco–.

El descubrimiento o invención de la interioridad, al igual que la del nuevo mundo, necesita de cartógrafos, de un nuevo Ulises que dé cuenta de sus límites, de sus rutas... de la nueva geografía humana, como Juan de la Cosa hará en relación al nuevo mundo. Y ese nuevo geógrafo de lo humano vendrá de la mano de la literatura, por ejemplo de Dante, que nos presenta a un personaje capaz tanto de descender a los infiernos como de ascender a los cielos, esos límites de lo humano que ahora están interiorizados –el horizonte como marca de esos dos mundos ahora conectados entre los cuales habita la nueva humanitas–: ‘existen diversos mundos, pero todos están en éste’. Una humanitas que apela al conjunto de los seres humanos a desarrollarse a sí mismos en tanto que humanos, en el nuevo terreno del imperio de las letras, y que por extensión también afectará al resto de las actividades ‘productivas’, auténtico espacio para el reconocimiento de la libertad como propiedad ‘universal’ de los individuos.
 

Humanidades, humanidad y humanismo: una cuestión de estilo

Esta nueva universalidad se extiende al conjunto de los hombres, en tanto que miembros de la especie, pero en forma de potencialidad –aún no ha adquirido el carácter natural que obtendrá el hombre de la ilustración, donde la libertad se adquiere naturalmente (espontáneamente) por el hecho de existir–. Y esta potencialidad renacentista se basa en el desarrollo de las pericias, principalmente (o en primera instancia) las lingüísticas, litterarum, que permita a cada individuo trascender la barbarie, que también existe en cada uno de nosotros en tanto que realidad primera no transcendida. Es decir, entramos en una época en que la humanitas está estrechamente ligada a las litterarum como forma suprema de autorrealización, dos conceptos semánticamente cercanos y que se asocian a los llamados estudios de humanidades, es decir, "aquellas disciplinas que perfeccionan y adornan al hombre" (Marín, 1997: 158). Un adorno (ornatus) que permite al hombre emerger en tanto que ser artificioso, eminentemente cultural; un adorno que permite sublimar la naturaleza, no negándola sino re-inventándola, a la manera en que lo hace el jardín: la naturaleza cultivada, como lo muestra el desnudo, forma sublime de representar lo humano –"el cuerpo reconquistado" (Marín, 1997: 159)–.

En este mismo sentido del adorno renacentista, la supremacía de lo artificial (cultura) frente a lo accidental (naturaleza), los studia humanitatis representan la mejor manera de adornar al hombre en tanto que humano, al igual que la retórica lo hace con la palabra. Las letras convertidas en arte, un cultivo pericial mediante el cual el hombre se dirige hacia sí mismo: las litterarum en tanto que práctica (la praxis aristotélica) que implica "progreso hacia sí mismo y hacia la perfección" (Marín, 1997: 159). Pues ahora la plenitud es una condición de la propia interioridad del hombre, sólo a él le corresponde la virtualidad de llegar a serlo, y ello sólo será posible desde aquellas disciplinas (Humanidades) que permiten dicho progreso; un hombre desligado de condicionantes externos –como el linaje, patrimonio o votos–, que ahora sólo depende de la educación, entendida como cultivación personal, como forma (individual) de acceder a dicha plenitud. La cultivación de unas destrezas que permiten desarrollar la humanidad en el hombre, no ya como especie sino como comunidad, salvándose así de la barbarie. Es la posibilidad de reconocer y ser reconocido como miembro de la comunidad –a través de las destrezas lingüísticas– lo que faculta al hombre como tal; bárbaro será aquel que por su descuido de la lengua no pueda alcanzar tal reconocimiento, es decir, no ser poseedor de aquella medida que funda la comunidad.

Los studia humanitatis son la nueva forma en la que el hombre ejerce su humanidad, y no tanto la forma de alcanzarla. Pues el ejercicio de las artes es la propia libertad, podemos decir que las humanidades son la nueva forma humana de habitar en comunidad o, dicho de otra forma, se constituyen como la nueva ciudadanía. Unas artes que, a diferencia de la antigüedad griega, romana y medieval, empiezan a abarcar al conjunto de las actividades del hombre, a despecho de que en tiempos pretéritos fueran consideradas como exclusivas de hombres no propiamente humanos (esclavos, siervos, hombres no libres) en virtud de su finalidad: satisfacción de necesidades terrenas. Ahora, la nueva versión humanista que nos ofrece el renacimiento, concibe las pericias productivas como acceso a la perfección, y ello resulta por medio de lo que se considera elemento fundamental: el estilo, que al igual que la ley en Grecia, la norma romana o los votos monásticos, supone la medida del hombre para habitar en comunidad.

El estilo –"la interiorización singularizadora y perfectiva (creativa) de las reglas que fundan la comunidad, el procedimiento por el que la libertad se amplía al conjunto de actividades humanas" (Marín, 1997: 161)– supone la interiorización de la norma común, del gremio por ejemplo, para devolverla de manera particularizada, esto es dejando la huella de lo personal en el objeto producido, de manera que la obra pueda ser reconocida como perteneciente a un nombre. Es ahora cuando las obras de arte empiezan a ser firmadas, lo que permite establecer de manera clara la relación existente entre la persona y la obra, relación que se representa mediante el estilo. Si en Roma ‘persona’ se consideraba a aquel que jugaba un papel social, ahora podemos decir que ‘persona’ es el que ‘se crea un nombre’. El estilo está primeramente delimitado al ámbito de las letras, revelándose la humanitas en el poder hablar, aunque no de cualquier manera –lo que impediría el reconocimiento intersubjetivo–, sino un hablar creativo que agrande los horizontes de la comunicación, y de ahí la retórica como arte del buen decir (DRAE, 1995). Un decir que requiere de la interiorización de una norma –gramática– que permita al hablante aportarle la propia singularidad –estilo–, siempre desde el reconocimiento mutuo –intersubjetividad–. De ahí que el nuevo bárbaro venga marcado por hablar una lengua bárbara, es decir no sujeta a norma (gramática), alguien que no habita en las palabras, que no se reconoce ni puede ser reconocido en su hablar. Es decir, como en la antigua Grecia, bárbaro es quien no posee la ciudadanía, condición que ahora habita en las letras (bellas).

Sin embargo, y según la concepción de la época, no debemos entender de forma aislada los diferentes conceptos aquí planteados: estilo, gramática, retórica… La gramática, que no sólo es norma, sino también su puesta en práctica, su dominio, su singularidad desde la convención, el estilo. La palabra como fundación –al principio fue la palabra (verbum = origen)– y la palabra como morada –la humanidad (destino)–; la palabra como acceso al mundo, un mundo que sólo es habitable mediante la palabra, aquella palabra que permita el reconocimiento intersubjetivo –reconocer y ser reconocido– y mediante la cual podamos desplegar nuestras biografías (que nunca pueden ser autobiografías). Esto es, el relato de una vida singular, con estilo propio, lo que a la postre nos une y diferencia de otras vidas igualmente singulares (como ya se hacía con las Vidas de Santos). Pues el estilo es lo que hace que uno tenga un nombre y establezca que su ‘producción’ no puede ser de otro. Al igual que el esclavo en Grecia era aquel que realizaba obras que no le pertenecían (que podían ser de otro, a la manera aristotélica), no propiamente humano será ahora quien no tenga un estilo que le defina como persona –caput, un agente indiferenciado y sin nombre–. Lo propiamente humano es la obra que contiene la marca –el nombre, el estilo– del productor, revelando o mostrando su interioridad. Manifestación que, en un principio del periodo aquí tratado, hace especial referencia a la palabra, "manifestación de la realidad, de las cosas humanas y divinas, del hombre mismo" (Marín, 1997: 165), lo que convierte a la gramática en la ciencia por excelencia de esta época.

Como al principio decíamos sobre esta época, la invención juega un papel fundamental, y el estilo está inextricablemente unido a esta capacidad inventiva en la forma de la genialidad: la re-invención de la persona por medio del estilo, lo que garantiza la inmortalidad de su alma –mediante la inserción de su obra en un linaje (artístico) futuro–, alma ahora concebida como gloria y honor. Puesto que lo que caracteriza al hombre renacentista es la conciencia y voluntad de la novedad, carecer de esto, es decir carecer de estilo, supone la nueva forma de barbarie, por cuanto impide el reconocimiento de la obra con respecto a su autor. Carecer de conciencia y voluntad de cambio supone desechar la proyección a un tiempo futuro por el no-reconocimiento del origen. De alguna manera, el bárbaro renacentista es aquel que, no conjugando el pasado, no se puede proyectar en el futuro, lo que al mismo tiempo impide toda realidad presente: carece de la perspectiva espacial así como de la perspectiva temporal, esto es, la historia.

El renacimiento, como su palabra desvela, no supone una creación ex nihilo, sino que se reconoce en una antigüedad, pagana y clásica (Grecia y Roma), al tiempo que implica una ruptura con su pasado más inmediato (medieval) que le permite configurarse como una nueva época. Es decir, el renacimiento pretende un segundo nacimiento, el reconocimiento de un origen anterior a sí mismo, no como posición melancólica que impida la acción, sino en tanto que reconocimiento de un origen (antigüedad) para proyectarse en un futuro (modernidad), para generar un porvenir. De esta manera, el renacimiento en tanto que época histórica –la época histórica por excelencia–, genera un estilo propio a partir de la interiorización de lo exterior (historia) para configurarlo según la forma propia: "Teólogos, artistas, teóricos, sabios, cuentistas y hombres de letras, navegantes y políticos tenían plena conciencia de vivir una renovación cultural intensa, de ser los actores de un renacimiento" (Châtelet, 1989: 362). Y, como tales, mostraban una voluntad de futuro, la convicción y voluntad de convertirse en "los anales remotos del hombre" (Silvio Rodríguez), del hombre moderno.

Un hombre moderno (o proto-moderno) que se genera en el decir, pero también ahora en el hacer, en la producción (poiesis), en aquella que es capaz de expresar su propia subjetividad, permitiendo la originalidad de su libertad –lo que engloba al conjunto de las actividades humanas–. Lo que en Grecia era concebido como pura techné, capacidad para producir aparatos en los que la libertad se diluía por la funcionalidad de los mismos, ahora aparece como fuente para la realización de la propia libertad, por cuanto esa poiesis expresa la particular aportación de la persona a la comunidad, el ensanchamiento de los horizontes de posibilidad, de la propia libertad.
 

Ruptura protestante

El renacimiento supone una ruptura, como ya hemos apuntado, fundamentalmente con relación a la racionalidad escolástica medieval, la rigidez de la norma humana, contra el poder absoluto de una institución eclesiástica que no concebía al hombre sino como pecador, y contra el poder de una monarquía feudal que, desde su divina atalaya, reducía el papel de hombre a la condición de siervo. También hemos apuntado el renacimiento como la época en que se produce la ruptura del latín como lengua hegemónica-imperial, en favor de las lenguas vernáculas; hecho que se ve favorecido por un invento también de este periodo: la imprenta de Gutenberg. Pero todas estas rupturas están estrechamente relacionadas con la otra gran ruptura de este periodo, como es la reforma protestante de Lutero. Precisamente, fue la Biblia de Lutero, ahora traducida al alemán y no en el sagrado Latín (1517), el "primer autor superventas conocido" (Anderson, 1991: 39): 430 ediciones en dos décadas.

Pero la reforma protestante no es sólo un éxito editorial, sino una nueva concepción de hombre, donde la invención-reconquista de la interioridad propia del renacimiento es llevada al extremo. La dialéctica entre exterior/interior desaparece en beneficio de la última, considerándose la exterioridad una perversión de la propia interioridad. Así, la norma no representa sino un lastre para la autoría, para la emergencia y desarrollo del auténtico protagonista de esta nueva historia que es el hombre como único intérprete posible de las acciones de Cristo, sin mediaciones legítimas que interpreten dichas acciones. La perversión de la iglesia, que se había convertido en el nuevo mercader del templo, supone un elemento que hace pensar a Lutero que la mejor interpretación de la Biblia es la interpretación subjetiva que cada individuo haga. Una interioridad gestada por medio de la fe, que no requiere de mediaciones jerárquicas ni representaciones rituales que la confirmen (comunión periódica, confesión, absolución, etc.). Muy al contrario, la norma en tanto que representación de la exterioridad se convierte en fuente del pecado, lo que implica un claro rechazo de la autoridad eclesial. Entre el mundo de Cristo y el mundo secular no existen intermediarios, mostrando dos mundos escindidos sin articulación posible, más allá de la fe y de la emulación (imitatio) personal de las obras de Cristo. El hombre protestante ahora habita en la fe, desechando la ciudadanía de la ley o la norma. Para Lutero, "la acción humana no está limitada respecto de la norma que permite el reconocimiento, no se limita a cumplir la norma sino que puede ampliarla, desarrollarla y, más radicalmente, también inventarla" (Marín, 1997: 171). Pero la acción luterana no tiene un fin redentor, no está orientado a la salvación, debido a la imposible articulación de los mundos de Cristo y del Siglo. Tiene más bien que ver con determinados deberes naturales de los que el hombre tiene que dar cuenta terrenal, pero nunca como forma de alcanzar el cielo. Sin embargo, la acción reformadora sí comparte con el movimiento general del humanismo renacentista algo que resulta fundamental: los oficios periciales de las profesiones civiles como medida de la realización humana del hombre.
 

La nueva paideia renacentista: retórica como humanidad

El renacimiento, ya hemos apuntado antes, reacciona contra el racionalismo rígido de la escolástica, contra el imperio de una lógica concebida como necesaria y suficiente, lo que implica un modelo social prescriptivo (autoritario). Por su parte, la nueva lógica renacentista, en tanto que parte de la trinidad pedagógica (trivium), junto con la gramática y la retórica, pasa a un segundo plano con relación a estas dos, y se concibe más desde un punto de vista creativo o inventivo, una lógica desvelada (y no revelada) "de lo posible" (Marín, 1997: 175), en función de circunstancias personales y epocales concretas –estableciendo relaciones necesarias, pero no suficientes–. De alguna manera, podríamos hablar de una lógica que ya asume, sin llamarlo, un principio relativista.

En el nuevo trivium renacentista, por tanto, la gramática y la retórica no emanan de la lógica, sino que es ésta quien queda a expensas de las otras dos, en especial de una retórica concebida ahora como inventio. Una retórica que bien puede trasladarse a lo que aquí hemos venido llamando ‘estilo’, "el uso de la colectividad afinado por hallazgos personales" (Marín, 1997: 175) y que ahora conforma a la nueva humanidad, caracterizada por la variabilidad histórica: "La idea de un devenir humano perfecto" (Châtelet, 1989: 365). Es la nueva concepción histórica del hombre (presente) en tanto que ligado a un origen (pasado) que hará posible un porvenir (futuro). Pero para ello, el hombre renacentista se ha tenido que desligar de la concepción medieval que le anclaba en las condiciones (inevitables) de siervo y pecador.

Liberado de esas ataduras medievales, el humanismo renacentista centra al hombre –al tiempo que descentra la tierra–; si bien el heliocentrismo copernicano aleja el planeta del centro cósmico, faculta al hombre en su capacidad de creador, y no sólo como criatura (divina). La ruptura renacentista con la institución eclesiástica –aunque no con la fe cristiana– resulta inevitable en el marco de una autonomización de la acción humana, entre otras razones por la perversión a la que se había sometido al mensaje de Cristo. Ahora, renacentistas, y sobre todo reformistas, no ven sino una salida individual de cara a su restauración. El hombre recupera para sí –y en este sentido adquiere también su carácter histórico, por cuanto de recuperación o invención de un origen tiene– la acción y el libre albedrío, esto es su porvenir o destino. El hombre deja de estar sujeto a un destino inmutable como pecador y pasa a convertirse en sujeto de su acción. Y es en este sentido que el hombre deja de ser sujeto de una historia divina para integrarse en una historia natural del hombre. Una naturaleza que, junto con el Estado, componen las dos ideas básicas de la ideología o modelo renacentista. Una lógica de la naturaleza que "en el hombre es la lógica de la libertad, es decir, poética, retórica, política, histórica" (Marín, 1997: 176). Y ésta es, en el periodo aquí tratado, la lógica de la inventio, del ingenium, que precede a la razón y la trasciende, la verdadera gramática (puesta en escena) de la libertad humana. Una libertad que permite romper con las rígidas barreras de las instituciones (o comunidades) y sus aparatos normativos, para dar paso a la preeminencia del sujeto: así, la devoción moderna gana terreno en detrimento de la contemplación monástica, el artista y el mercader en detrimento del gremio, los literatti frente a las Universidades, el Príncipe frente al estamento y la conciencia individual frente a la tradición.

Puesto que la palabra deviene la verdadera cifra o medida de la libertad humana, una palabra elegante y elocuente (con estilo), será el poeta –esto es, el creador (poiesis) y criatura– quien condense el ideal del modelo renacentista. Una creación singular a partir de una norma común, intersubjetiva, una pericia que se convierte al mismo tiempo en ideal pedagógico y metodológico, sobre la base de un saber práctico y contra la especulación medieval derivada de la preeminencia de la lógica racional. La palabra convertida en luz creadora, pues sólo mediante ella se puede crear, inventar, lo que supone el auténtico motor del modelo renacentista: "El hombre creador, y por tanto libre, será en lo sucesivo comprendido como el artesano de una historia que él funda y cuyo sentido no le escapa, puesto que él es el autor. Recomenzar una acción, esto es, comenzar una historia, concebir el presente vivido como origen de un devenir que se construye: esto es lo que podemos llamar el modelo renacentista" (Châtelet, 1989: 367). De alguna manera, podríamos hablar del hombre renacentista como un ser biográfico, donde su propia vida ya se puede concebir como una historia propia, con estilo en la medida en que se pertenece, que no puede ser de otros.
 

Saber decir, saber hacer

La humanitas renacentista se desarrolla ya no sólo en un saber decir –mediante la palabra– sino también en un saber hacer –mediante la acción–, que es "la realización del hombre en la cultura" (Marín, 1997: 180). Esta nueva versión del humanismo crea un ‘nuevo orden’ (en expresión original de Maquiavelo), a conciencia de que lo hace, donde cultura y naturaleza no se contraponen sino que, muy al contrario, se corresponden: "La cultura, la obra del hombre artificioso, es la verdad y el palpitar vivo de la naturaleza" (Marín, 1997: 182). Y es que el hombre renacentista se inventa un mundo en el que la tierra y el cielo, por primera vez, "se confunden como un lugar único y homogéneo en el que reinan las mismas leyes" (Châtelet, 1989: 380), que ahora, bajo el concepto de natura, será cifrado en lenguaje matemático.

El hombre ha dejado de ser ese ser predestinado, habitante de un mundo inmutable y jerarquizado, para habitar un cosmos infinito, ambivalente, convertido en posibilidad, lo que implica una apertura de horizontes y, por tanto, un agrandamiento de su poder en tanto que autor de su propia biografía. Es por tanto un ser original (con origen) y singular, capaz de descender a los infiernos y de ascender a los cielos (ambiguo) y, como en la antigua Grecia, medido por o sujeto a ley, con el nuevo resurgir de las ciudades e, incluso, de la aparición del moderno Estado –estado revelado por la gramática, en tanto que posibilidad de reconocimiento intersubjetivo en la lengua como morada de la nueva humanidad–.

Dicha originalidad y potencialidad humana alcanza su realización a través del arte, la técnica, la ciencia, que ahora permiten ‘descubrir’ o desvelar (aletheia) la naturaleza, no de una manera divinamente revelada, sino mediante el artificio humano: la navegación, la escultura, en definitiva, descubrimientos mediados por la acción libre del hombre. Este descubrimiento viene posibilitado por la nueva forma de conocimiento, que es la ciencia, donde la visión y la intuición, libre y personal, se imponen sobre la fidelidad y la tradición. No resulta en vano que esta época sea la de los descubridores y conquistadores, ambos inventores de un nuevo mundo. No sólo como conquista de territorios físicos, como puede ser el continente americano, sino de otros territorios como el de la lectura y la interpretación de los textos (bíblicos sobre todo) que, mediante la imprenta de Gutenberg, faculta al sujeto a realizar sus propias lecturas al margen de la comunidad –acceso a la verdad subjetiva–.

Este agrandamiento de las libertades individuales y subjetivas en el ejercicio de los diferentes saberes periciales de la actividad humana es lo que constituye, grosso modo, el modelo renacentista: "La sutil ósmosis de la naturaleza y el poder pensada en el marco de una historia humana es lo que constituye el modelo renacentista, esa sabia combinación de pasado y presente para inventar el futuro" (Châtelet, 1989: 368). Con una naturaleza que ya no es ontológica, no existe por sí misma, sino que hablaríamos de una idea o ideas de la naturaleza, basada en la relación, la que se establece de forma correspondiente entre natura y humanitas; con un poder que ya no es estamental ni representación divina en la tierra, sino que desciende a la figura del Príncipe como representación de la ‘soberanía popular’; con una historia natural, y no divina, del hombre, donde éste se convierte en sujeto de su propia acción, alterando las relaciones con su Creador y convirtiéndose él mismo en creador, además de criatura; finalmente, el renacimiento inventa la perspectiva temporal, además de la espacial, que configura al hombre en sentido histórico por la articulación entre pasado, presente y, por primera vez, con futuro (siendo este posible y no determinado).
 

Oficio, libertad y reconocimiento

Como ya hemos visto con relación a otras épocas, el oficio siempre ha estado relacionado con la satisfacción de necesidades relacionadas con la subsistencia, lo que situaba al artesano fuera de la humanidad, pues su producción (poiesis) le situaba fuera de sus propios dominios como persona; sus creaciones no le pertenecían y, por tanto, no daban medida de él en tanto que persona en el que la humanidad se pudiera realizar. No era un hombre libre aquel que estaba condenado a desempeñar tareas propias de la esfera privada de la existencia (la oikonomia griega, o norma de la casa), resultando inhábil para las tareas políticas, o sea, de la polis. Como tampoco era hombre libre aquel que, en época medieval, se situara al margen de la comunidad religiosa, entendida como forma verdaderamente humana de participar en la comunidad, mediante la adscripción a un linaje sobrenatural regido por la regla monástica y en el cual recibiera la sequela Christi. Héroes y ciudadanos, monjes y nobles han constituido hasta entonces el ideal de perfección humana, en sus épocas correspondientes, siempre en función de su adscripción a un tipo particular de linaje (casta, estirpe, regla o estamento).

Sin embargo, el renacimiento reconoce por primera vez la posibilidad de realización de la perfección humana sobre la base de la propia autoría, libre de ataduras genealógicas que lo incapaciten a priori de toda posibilidad de auto-invención, constituyéndose así en la antesala u origen del hombre moderno. Y esta capacidad de perfección puede ahora darse por medio de cualquiera de las actividades humanas, siempre y cuando éstas estén sometidas al reconocimiento intersubjetivo que la comunidad requiere. Y en esta época, una de las características para ese reconocimiento viene dada por la idea de vocación, no ya en el sentido cristiano del término –aunque guarde las reminiscencias–, sino en un sentido pre-moderno de no realizar una actividad únicamente para ‘ganarse la vida’, entendiendo que podría haber hecho cualquier otra cosa para ganársela. De alguna manera, esta época conjuga lo que podríamos considerar como las esferas pública (virtud) y privada (necesidad) de la existencia en una sola actividad. Si bien el pintor se gana la vida haciendo retratos en la corte, la actitud contemplativa que imprime sobre su trabajo conjuga esa virtud que hace que ninguna otra persona lo hubiera podido pintar como él lo hizo –el ‘saber hacer’ renacentista recurre a la reflexión, esto es, la circulación efectiva entre teoría y práctica (Châtelet, 1989: 377), que lo diferencia del mero productor/reproductor de artefactos innominados, sin firma–.

Este vino a ser el argumento esgrimido por Velázquez en su afán por pertenecer a la elite aristocrática de la Orden (militar) de Santiago, algo que hasta el humanismo renacentista sólo era accesible para personas de armas, para aquellos que no utilizaban las manos para ganarse la vida, y para aquellos que su trabajo no consistía en revitalizar su valor patrimonial mediante una acción profesional. De alguna manera, podemos decir que Velázquez se valió de la paradoja para dar un salto cualitativo en la consideración de su actividad (pericial) como algo digno de ‘honor’: esto es, la reflexividad o autorreferencialidad, expresada en el cuadro de Las Meninas, y que podría llevar como subtítulo ‘El ojo que ve al ojo que mira’. Esto pudo deberse a la mencionada combinación del ejercicio de una profesión –contrario hasta entonces al status de persona libre– con la introducción de la reflexión (contemplación), principal característica de la libertad, hasta entonces sólo aplicable a héroes homéricos, ciudadanos de la polis o de Roma, monjes o nobles medievales. De alguna manera, la solución a la paradoja vino marcada por el cambio de las reglas: "Cuando algo es necesario e imposible, hay que cambiar las reglas" (Ibáñez, 1994: xv). Si la categoría de profesional se oponía a la de libre, Velázquez y sus contemporáneos conquistaron el status de ‘profesional liberal’, esto es, una actividad productora con la consideración de libre, pues en dicha producción pericial es ahora donde el individuo puede realizar su libertad, al margen de cualquier genealogía. Mérito que no es atribuible a Velázquez en tanto que ariete de dicha conquista, sino que hay que remitirse a aquellos humanistas que hicieron valer su pericia como realización de la libertad y que también encuentra precedente en la "homologación entre armas y letras en lo que a status y reconocimiento social se refiere" (Marín, 1997: 187), las Ordenes Militares como conjugación de esas dos esferas de virtud.

De alguna manera, lo que este tiempo refleja es el paso de la figura del artesano (adscrito o sujeto a la norma gremial) a la del artista como aquel capaz de interiorizar de manera singular la norma común para particularizarla en su producción, esto es, dejando su impronta, su nombre, pues "el artista es el autor de obras con nombre" (Marín, 1997: 188). Obra y autor se reconocen mutuamente en el estilo, y son reconocidos por lo mismo. Se han constituido sus obras en acciones libres, por cuanto implican de reconocimiento intersubjetivo, y así se equiparan a las hazañas heroicas, políticas o religiosas. De esta forma, la distinción o relación entre poiesis y praxis, entre producción y libertad se ven sometidas a una profunda revisión.

Pero el tránsito también se produce de lo religioso a lo laico –el renacimiento supone una fuerte laicización de la vida–, así como de la limosna al mecenazgo. Al igual que se puede establecer un vínculo entre la vida monacal y la corporación gremial, se puede establecer ese mismo paralelismo entre el artista con las órdenes mendicantes y frailes. Ambos son reflejo del mismo tránsito que, en términos económicos, se representa bien por la limosna o por el mecenazgo, lo que en cualquier caso requiere de un reconocimiento social en el ejercicio de su oficio –divino o terreno– para su posibilitación económica. En lo que se refiere al artista, el mecenazgo faculta la emancipación económica del autor respecto del gremio de origen, una emancipación a la que sólo se puede acceder a través del estilo, es decir, de crearse un nombre (‘imagen de marca’ le llamarían los modernos publicistas).
 

El sujeto profesionalmente inventado

Como hemos apuntado en el párrafo anterior, el renacimiento supone un desplazamiento, en lo referente a la forma primordial de sustento de una actividad pericial, que va de la limosna al mecenazgo. En la Edad Media, habíamos visto la aparición de la limosna como manera más eficaz de garantizar la independencia de los oficios divinos respecto a casta, estirpe o patrimonio alguno, más allá de la propia dinámica que ejerce la vida monástica con relación a Dios y el Abad (padre). Pero la propia perversión en que cayeron estas órdenes religiosas, en connivencia con la nobleza feudal, dio lugar a la aparición de las órdenes mendicantes que, convirtiendo en virtud la pobreza y total desposeimiento, decidieron ‘echarse a la calle’ y ganarse directamente el sustento mediante la ‘pericia (oficio) religiosa’. Puesto que la limosna (como forma socio-económica) no evitó que las órdenes religiosas acabaran convirtiéndose en algo similar a aquello que pretendieron evitar –castas y estirpes–, con el renacimiento aparece una tercera forma social, laica, que se opone a esas dos: la profesión. Y la profesión viene posibilitada, económicamente hablando, por el mecenazgo, lo que a la postre constituye el precedente más directo del salario moderno.

El mecenazgo aporta a la profesión la facultad de emanciparse del gremio, lo que no puede separarse del propio estilo como proceso de individuación. Es decir, el nuevo sustento implica, respecto de la limosna, una ampliación de la libertad personal de cara al proceso creativo o productivo. Desde esta óptica podemos empezar a hablar de las profesiones liberales, puesto que dicho proceso creativo se desliga de la búsqueda del sustento propio, permitiendo agrandar la libertad del artista en la pericia técnica y en el perfeccionamiento del estilo. Sin embargo, este mecenazgo no abarca todavía al conjunto de los ámbitos sociales, lo cual implica el advenimiento del más tardío salario como forma socioeconómica dominante del capitalismo moderno en la sociedad de profesiones. Pero en este momento renacentista, es el arte (entendido en un sentido amplio) "el camino por el que la idea de libertad llegará a las producciones y oficios civiles" (Marín, 1997: 193). Es decir, el campo de actividades en las cuales se concibe que el hombre puede quedar representado en su obra y, por tanto, expresión de una subjetividad que permita el reconocimiento del status de persona libre, se circunscribe al terreno del arte –concebido ahora como el ámbito para la realización de la libertad–.

Una vez fragmentada tanto la unidad política, así como la religiosa y la lingüística, el único reducto que da cabida a la humanidad posible es el de la interioridad, el de la subjetividad expresada por medio de la acción pericial dotada de estilo; una humanidad que no la pierde el viajero que se aleja de su tierra, por ejemplo. No se puede hablar ya de una unidad sociopolítica o religiosa como entidades fundantes de la humanidad, sino que esta habita en cada persona, como cuando Dante clama que su patria es la humanidad; un ciudadano del mundo, que se diría en la actualidad. Una humanidad que, sin embargo, encuentra emplazamiento en las ciudades, abandonando el campo medieval, y que en Europa se irán agrupando para dar lugar a una cristalización de nuevas formas de conjugar la "pluralidad de los sujetos de su misma clase" (Marín, 1997: 197). Un nuevo sistema sociopolítico, unitario y centralizador, que se llama Estado.


REFERENCIAS

Diccionario de la Real Academia Española (DRAE, 1995)
Higinio Marín (1997) La invención de lo humano. La construcción socio-histórica del individuo. Madrid: Iberoamericana
Benedict Anderson (1991) Imagined Communities. Reflections on the Origins and Spread of Nationalism. London: Verso
Hugh Seton-Watson (1977) Nations and States. An Enquiry into the Origins of Nations and the Politics of Nationalism. Boulder, Colorado: Westview Press
François Châtelet (1989) Historia de las ideologías. Madrid: Akal
Jesús Ibáñez (1994) El regreso del sujeto. La investigación social de segundo orden. Madrid: Siglo XXI, p. XV
Julia Kristeva (1988) Étrangers à nous-mêmes, Gallimard: Paris.


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