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Mundialización y riesgo |
Riesgos menores |
Capitalismo y riesgo |
Conclusión y cierre |
Referencias |
(Atahualpa Yupanqui)
Todo intento de la humanidad
por desarrollarse como tal ha estado marcado por la necesidad de reducir
la incertidumbre que caracteriza nuestra existencia, nuestro vagar por
un mundo riscoso –lugar cortado y fragoso (Corominas, 1987), que impone
discontinuidades y no permite vislumbrar horizontes–. En este sentido,
la tríada del ‘quiénes somos, de dónde venimos y a
dónde vamos’ resume la búsqueda constante de unas respuestas
que den sentido a nuestro estar en el mundo de una manera segura y cierta.
Unas respuestas que van en función de cuáles son las historias
que nos contamos en un momento y lugar determinados y así poder
asumir la incertidumbre que implica vivir.
Dicha certidumbre y seguridad, antaño, en la época clásica, nos venían dados por medio de los mitos y la poética que explicaban nuestra razón de ser en este mundo. Así como Ulises se vio enfrentado a los riesgos de las fuerzas sobrenaturales en su década de travesías, su sentido nos viene dado por el carácter narrativo (épica) que da orden a dicho periplo. Los mitos y la poesía se establecían, de esta manera, como las formas básicas de dar coherencia al mundo, así como de delimitarlo –sentido y orden–. Fuera de esos límites, todo era riesgo. Dicho carácter narrativo, pasada la época de la Grecia heroica, es asumido por la polis a través de la palabra política. Los mitos ceden terreno ante la filosofía y el diálogo sobre el vivir común, influencia que se extenderá hasta el Senado romano, encargado de la administración de la res publica. Es en estos ámbitos donde la certidumbre y la seguridad tenían lugar: fuera de la polis, como fuera del imperio, todo era caos y barbarie.
La llegada de la Edad Media, a resultas de la caída del imperio romano y la consecuente falta de un elemento garante de la seguridad y el orden –protección–, supone la emergencia de un nuevo orden, producto de los riesgos derivados de dicha caída, caracterizado por el abandono de las ciudades y la vuelta al pequeño núcleo rural, bajo la protección del señor feudal como garante de la seguridad (física) del vasallo a cambio de su trabajo. Por encima de estos dos estamentos, será la religión –cristiana, para el caso occidental– quien se establezca como principal mecanismo de certidumbre y seguridad, en un marco donde los riesgos –físicos, pero sobre todo morales– vienen marcados por la presencia del infiel: el Islam como metáfora de todos los males. Será mediante la oración que los monasterios garantizarán la certidumbre y seguridad de los fieles bajo la protección de Dios. Protección moral que, unida a la protección física por parte de la aristocracia, garantiza una existencia de riesgo reducido, en el contexto de la Europa cristiana.
Sin embargo, la corrupción y confusión feudo-religiosa que se fue generando a lo largo de la Edad Media, junto con el avance de la ciencia –el descubrimiento de Galileo (con la pérdida de la centralidad humana) y la ‘duda cartesiana’, que funda la moderna filosofía (Arendt, 1998: 287)– va provocando la necesidad de nuevas explicaciones que den sentido al mundo humano, sobre todo en el contexto de la emergente burguesía comercial urbana, que ya no encuentra consuelo en la palabra de Dios mediatizada por la institución eclesial. La razón instrumental derivada de la revolución ilustrada, que pretende dar una explicación de todas las causas últimas, busca alivio para nuestras dudas existenciales –especialmente, como consecuencia de la muerte de Dios–. La ciencia moderna derivada de dicha revolución, de carácter positivista e instrumental, yendo hasta el mismísimo origen del universo laico, se erige como la nueva encargada de satisfacer nuestra ansiedad por hallar respuestas concretas, y literales, a los dilemas que nos plantea la existencia.
Al mismo tiempo, el Islam va siendo sustituido por el judaísmo como representación de los vicios de la humanidad, del error epistemológico y, si bien la modernidad se va consolidando, en su proceso son muchos los que desconfían:
Por este procedimiento de ubicación
social, se nos dice, garantizamos la seguridad colectiva; todos nos sentimos
a resguardo del caos que deambula por los alrededores de toda civilización.
Gracias a este orden, extramuros quedan las asechanzas de lo incierto,
de lo inseguro, en definitiva, del riesgo. Todo aquello que es susceptible
de generar incomodidad ha de ser desterrado –reducido a los márgenes
de la campana de Gauss–, para mayor gloria del ciudadano que trabaja y
paga, como marcan los cánones.
Sin embargo, producto de la mundialización que persigue occidente, al menos desde los albores de la modernidad, las fronteras cada vez son más difusas y lo es, por tanto, la capacidad de distanciamiento respecto de los tradicionales elementos considerados como socialmente ‘nocivos’ (riscosos). Una difuminación de la marca entre ‘adentro’ y ‘afuera’ que nos hace vivir en una especie de desierto, carentes de cualquier ‘refugio contra la tormenta’ –que cantara Bob Dylan– y siempre al borde de un abismo anómico provocado por la falta de referentes claros.
Este es grosso modo el contexto que nos plantea Ulrich Beck para caracterizar a la nueva sociedad emergente, que él denomina como sociedad del riesgo: una sociedad post-ideológica, donde el paradigma de la lucha de clases y la distribución de los bienes cede terreno en pos de una ‘democratización’ de los riesgos: el conflicto lo será para todos, pues la radioactividad no entiende de fronteras que, literal y simbólicamente, el marcado va eliminando. Un tipo de sociedad caracterizada por "el final de los otros, el final de toda posibilidad de distanciamiento" (Beck 1998: 11).
De alguna manera, el ideal de igualdad es llevado a su máxima expresión por medio de la eliminación de todo elemento diferenciador, lo que imposibilita la aparición de un grupo al que catalogar como ‘otro-diferente’. La imposibilidad de distanciamiento, producto de la desaparición de todo umbral (ritual), provoca la confusión –al estilo orwelliano– donde ya no se sabe quién es quién, donde todo el mundo puede llegar a convertirse en su propia fantasía. La usurpación de la personalidad ajena –como en ‘El Amphytrion’, de Ignacio Padilla– convertida en norma, paradigma de la Identidad: "Idéntico a lo mismo, idéntico a lo autóctono" (J. Krahe). El ideal de igualdad convertido, paradójicamente, en su propia amenaza autodestructora: "Todo es igual, nada es mejor, lo mismo un burro que un gran profesor", decía tiempo atrás Santos Discépolo, en su popular ‘Cambalache’. Una amenaza que desplaza uno de nuestros grandes lemas, la Libertad, hacia otro aspecto menos virtuoso pero más necesario, la Seguridad.
Así, el elemento fundamental ya no se centra en garantizar el bienestar material de los ciudadanos, sino el bienestar moral: una sociedad –país, ciudad, barrio, urbanización– segura. «La seguridad, el bien público por antonomasia, a decir de Hobbes» está generando la proliferación de «un curioso ejército de profesionales privados con plena capacidad para gestionar la violencia» (Vallespín, 2002), lo que, en otros términos, supone una liberalización del monopolio ‘legítimo’ de la violencia que el estado poseía hasta ahora. El riesgo es, cual virus (humor maligno), un elemento etéreo, que nos ronda y nos ve, sin posibilidad de ser visto. Crea sociedades paranoicas, donde todos sospechamos de todos por igual, pues iguales somos todos. Esto es, acabamos con el tercer elemento de la triada revolucionaria: la fraternidad, pues en la igualdad total (clon) se elimina la existencia particular. En este caso, la biografía (plano individual) y la historia (plano colectivo).
Es decir, vivimos tiempos de cambio (lo cual es una redundancia, pues el tiempo, en sí mismo, es cambiante), donde los viejos relatos que servían para dar certidumbre y seguridad a nuestra existencia –relatos liberadores basados en el ideal revolucionario de ‘Libertad, Igualdad y Fraternidad’– desaparecen del horizonte de nuestra civilización y, en su lugar, no se atisban nuevos elementos que den cobertura a ese vacío emergente. La modernidad, basada en la idea utilitaria del cálculo racional de costes y beneficios, encuentra en la jardinería y la medicina [planificación y gerencia] dos "formas funcionalmente distintas de la misma actividad, la de separar y aislar los elementos útiles destinados a vivir y desarrollarse de los nocivos y dañinos, a los que hay que exterminar" (Bauman 1998: 93). Este es el papel fundamental que asume la biociencia como punta de lanza de nuestras modernas sociedades que, desde la concepción fundamental de que la vida es una patología, se plantea como objetivo prioritario el erradicar la muerte, erigida en recordatorio de nuestra imperfecta constitución humana.
Así, el goteo de informaciones
sobre pequeños nuevos avances en el desciframiento de los enigmas
de la vida nos colma de placer y seguridad, ante la posibilidad de que,
en un futuro próximo, la amenaza de la muerte –la incertidumbre
total– deje de ser un elemento digno de ser considerado. Mientras tanto,
nos tenemos que conformar con la paulatina erradicación de riesgos
menores, esa política gradualista que permite que sigamos manteniendo
la esperanza ante un futuro que, por incierto, no deja de ser prometedor.
Ni la poética inmortalidad del alma (época clásica)
ni la piadosa salvación en la gloria de Dios (Cristiandad medieval)
nos son ahora suficientes; sólo la inmortalidad del cuerpo y la
salvación en la gloria del mercado se antojan como horizonte aparente
de seguridad y certidumbre. Pues, paradójicamente, es la apariencia
o el parecer ser –cosmética– lo que caracteriza al orden (Kosmeo)
contemporáneo; el riesgo de parecer lo que se es y el riesgo de
ser descubierto (nuevamente, la usurpación).
Ante este contexto global, el riesgo se erige en el eje central para la articulación del nuevo orden social. La posibilidad siempre latente de un conflicto –riesgo– establece la prevención como un ideal (fantasioso) para disfrazar un cambio que se pretende negar. Si bien nadie quiere dar por enterrada la idea del Estado del Bienestar, la prevención de riesgos emerge como la manera de contener dicho cambio, anteponiendo la seguridad bajo pretexto de garantizar la libertad. Es decir, la libertad, como la felicidad a través del consumo, se convierte en ese horizonte utópico que sólo en un más allá inmaterial podrá ser alcanzado: ‘mañana, cadáveres, gozareis’, decía Jesús Ibáñez en relación con el horizonte del consumo. Sólo muertos alcanzaremos la única libertad posible –la seguridad total de que ya nada más puede pasar–, como ya estableciera el cristianismo, entre otras religiones, hace siglos. Una libertad que los científicos, gurús de la modernidad, nos prometen también en la inmortalidad: la eterna juventud.
En este campo abonado para el conflicto, surge la necesidad de crear nuevos expertos que orienten nuestra peligrosa cotidianidad: el técnico en prevención de riesgos. Papel mucho más anodino y menos romántico que el de nuestro tradicional y moderno ‘libertador’ (revolucionario), la sociedad del riesgo que habitamos requiere de, y compele a, comportamientos preestablecidos –ese gran anhelo histórico de la ciencia social, perseguido por medio de la estadística–; prescripciones y proscripciones, qué debemos y qué no debemos hacer, como establece un buen médico ante la enfermedad. Así, desde cómo nos sentamos en el trabajo, a qué carretera usamos el fin de semana, qué y cuánto comemos y bebemos o con quién nos vamos a la cama, todo viene mediatizado por la prevención. Pues, como dice el título del programa radiofónico, ‘la salud es lo que importa’: «El orden constituye, en cierto modo, una obligación a la repetición que determina, una vez que una regla ha quedado establecida de una vez para siempre, cuándo, dónde y cómo se deberá hacer algo, de modo que en toda circunstancia semejante uno queda eximido de la duda y de la indecisión» (Bauman, 2001: 8).
Sin embargo, la salud importa sólo en base al otro gran referente de nuestra modernidad, aparte del científico, como es el económico. Esto es, la salud importa sólo hasta donde afecta, o no, a la economía. Dicho de otro modo, la salud pública es un problema económico, por lo que la prevención de riesgos resulta, en definitiva, un problema de riesgos económicos (véase sino la Sociedad para la prevención del descontento en las Clases Altas, de Oscar Wilde): exceso de bajas laborales, excesivo gasto farmacéutico, inviabilidad de la sanidad pública, inviabilidad del sistema público de pensiones, etc. Por lo que la sociedad que nos propone ese tándem científico-mercantil es, en título del propio Beck, "Un nuevo mundo feliz", mejora del que hace años nos presentara un científico como Aldous Huxley. Un mundo mediatizado por la amenaza global, a base de amenazas menores, con el fin de producir una nueva matemática –ordenación del caos– social.
‘El riesgo de ser joven’ decía un titular de El País, en relación con la siniestralidad laboral entre los empleados europeos menores de 24 años; como el riesgo de ser mujer, de ser parado, de ser inmigrante…en definitiva, el riesgo está en ‘ser’, simplemente. Pues ‘ser’ implica un riesgo y el riesgo –en su vertiente humana, no en la especulativa– resulta inaceptable para la economía: "En 1998 y 1999 se perdieron en la Europa comunitaria 500 millones de jornadas cada uno de esos años por los accidentes y las enfermedades laborales". Y es que lo humano se convierte en el principal enemigo de nuestro mundo, económico este, que no genera productividad, beneficios o valor, sino costes y riesgos: por bajas laborales, gasto farmacéutico, gasto sanitario…
Si bien el inicio de los sistemas de Seguridad Social, en el mundo capitalista, se pretenden bajo la idea de la presencia benefactora y protectora del Estado hacia su población, preservándola de los envites de la acción privada de la economía, esto genera que el Estado se erija como agente económico propio, lo que tendrá consecuencias que hoy vislumbramos. Como apuntaba Arquiola, en realidad la presencia benefactora y protectora se establece como un elemento para el fomento de la propia economía capitalista: puesto que la vejez se establece como un "riesgo natural" (Arquiola, 1995: 38), el mercado, a través de la administración del Estado, resuelve inventarse la figura de la ‘jubilación’ como mecanismo fundamental tanto para la sustitución de obreros viejos y poco productivos por otros jóvenes y de mayor productividad, al igual que para solucionar el problema del paro (Arquiola, 1995: 44).
De esta manera, el Estado, convertido en el principal agente económico de un país dado, va asumiendo paulatinamente más la función de tal agente que la de benefactor/ protector. Así, la economía se convierte en el eje fundamental que rige la vida de los ciudadanos de una sociedad cuyo Estado, para bien de dichos ciudadanos, debe dejar a una gran cantidad de ellos en situación de ‘riesgo de exclusión’ o en situación de exclusión de hecho: jubilados y pensionistas, desempleados, jóvenes, mujeres, personas mayores de 45 años. Sectores de población, o conjuntos de individuos, que se convierten en una carga para el Estado y para la economía. Es decir, el factor humano representa un coste demasiado elevado para una economía que no se puede permitir riesgos añadidos derivados de las bajas laborales o de la improductividad o de la maternidad o de… Sin tener en cuenta que el propio medio laboral es generador de la mayoría de las causas que propician dichas bajas por enfermedad y que luego no están dispuestas a asumir –entre las que se incluyen muchas adicciones–. Según la referencia que hacíamos al grupo de jóvenes como principal grupo de riesgo de accidentes laborales, este factor viene dado –según apunta el informe europeo– por la precariedad de sus empleos, que fomentan comportamientos que, en condiciones ‘normales’, no se darían en la misma proporción: asunción de riesgos innecesarios. Por ejemplo, no protegiéndose con los instrumentos adecuados, pues eso podría ralentizar su actividad, lo que podría poner trabas a su renovación.
La propia ‘vejez’ lleva camino de desaparecer como sector de población protegido de los riesgos de la vida laboral, pues la insostenibilidad del sistema público de pensiones hace que los estados vayan buscando formas de ‘flexibilizar’ la idea de jubilación: primero posibilitando el retraso de la jubilación para determinadas profesiones; después permitiendo compaginar la pensión con un trabajo a tiempo parcial; ¿y después? La seguridad cuesta dinero y, hoy por hoy, con el avance de las prácticas no-intervencionistas por parte del estado y su negativa a invertir en todo lo humano, su capacidad protectora se ve ampliamente reducida. Cada uno va siendo dueño de su propia seguridad, sanidad, retiro: seguros privados. El estado, en tanto que agente económico, se dedica a distribuir responsabilidades; descargado de su función mediadora, privatiza la protección de sus ciudadanos, dejándola en manos del propio mercado capitalista que, en buena lógica, trata de maximizar sus beneficios a costa de los ciudadanos-clientes. Así, con la nueva ley de prevención de riesgos, el estado da un paso firme hacia la des-responsabilizacion propia, encargando a las empresas que asuman dicha función, encarnada en la figura del ‘técnico de prevención de riesgos’.
Llegados a este punto, el técnico
en prevención de riesgos será la persona encargada de materializar
la desaparición del estado en materia de protección laboral.
Una vez aportados los elementos, es responsabilidad de cada uno asumirlos
y protegerse; en su defecto, ‘que cada palo aguante su vela’. El estado
cesa en su acción sostenedora y representativa, pues ahora cada
uno es dueño de su propio destino –apogeo del sueño moderno–;
así su única función es representarse a sí
mismo y gestionar para sí esos ingresos producto de su acción
distribuidora de responsabilidades. Casi podemos decir que el estado se
convierte en una gran empresa de ‘Consulting in Business Administration’:
España S.A., esto es, la identidad como imagen corporativa.
Podemos decir, con todo, que la sociedad del riesgo es una sociedad basada en la desprotección, en la idea del ‘sálvese quien pueda’; el riesgo no es sino el estar desprotegido en una situación determinada. Como el desierto que no ofrece refugio alguno, la sociedad actual se caracteriza por la desaparición de cualquier otro que pueda darnos cobijo, preocupado éste por el propio sostenimiento y salvación. La idea de la ‘auto-ayuda’ emerge así como un simulacro donde se (nos) advierte que nadie más va a hacerlo.
Como si de Ulises se tratara, el "sujeto es el actante que sobrevive a las catástrofes y triunfa de ellas" (René Thom). Si bien en el horizonte del Ulises moderno ya no existe una Itaca donde regresar ni una Penélope que espere su regreso. Puesto que ya no hay ‘otro’ con quien compartir no puede haber una esperanza de protección y seguridad. El sujeto moderno se ve, de este modo, condenado a vivir en la incertidumbre total, en la soledad absoluta. Puesto que no hay un ‘poeta’ que cante nuestras hazañas al regreso de la lucha, el soliloquio aparece como único ruido de fondo. De otro modo, el sin sentido y la desprotección marcan una época que es la denominada sociedad del riesgo.
Si el Estado moderno apareció como forma de organización basada en garantizar la seguridad y certidumbre –política, social, psicológica, económica– de un grupo de personas, éste se va desligando de dicha función para convertirse en un aparato con sentido propio, por sí y para sí. Dicho de otro modo, el Estado actual es más Estado que nunca antes: no aporta orden ni sentido. ¿Qué nos queda?
(J-P. Dollé, cf. en Ibáñez, 1992: I)
ARENDT, H. (1998). La condición
humana. Barcelona: Paidós.
ARQUIOLA, E. (1995). La vejez
a debate. Madrid: CSIC.
BAUMAN, Z. (2001). La posmodernidad
y sus descontentos. Madrid: Akal.
BAUMAN, Z. (1998). Modernidad
y holocausto. Madrid: Sequitur.
BECK, U. (1998). La sociedad
del riesgo. Barcelona: Paidós.
COROMINAS, J. (1987). Breve diccionario
etimológico de la lengua castellana. Madrid: Gredos.
IBÁÑEZ, J. (1992).
Más
allá de la sociología. El grupo de discusión: técnica
y crítica. Madrid: Siglo XXI.
VALLESPÍN, F. (2002). ‘El
Leviatán privado’, en El País, 2 de febrero, p. 23.
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