NOMADAS.5 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

Siglo XX: Filosofías de la Resistencia (I)
[Román Reyes]

Texto Provisional


Poner cosas a los nombres: La reconversión del discurso sobre la modernidad
Tras las huellas de lo incierto: El pensamiento inestable
Arriesgada modernidad: sobre ficciones y sobornos
Incierto objeto de deseo: la tragedia del pensamiento / el riesgo de pensar
La voluntad de arqueología: arriesgados discursos de/sobre la modernidad
Juegos prohibidos y modernidad laica: sobre traidores y tiranos
Frustrante modernidad: más allá de la crisis
Textos intempestivos: la insoportable agonía de la razón moderna

0.    Para reivindicar un oficio y conseguir que lo ejerza he terminado cediendo: he aprendido a poner los nombres correctos a cosas, a las que como tales se permite existir por sí mismas. Como mis cosas lo son en la medida que burlo los canales institucionales de distribución, me es imposible atribuir un nombre que, al menos a mí mismo, remita a esa cosa que produzco. Como es el caso de este texto.

Tal vez, al principio, en el origen (de las cosas, que se confunde con el origen del discurso) se encuentren palabras menos equívocas. Y al principio, sin duda en mi caso, sólo existe la confusión, o la pérdida. La afonía originaria. Por lo que, cansado de asignar los mismos nombres a cosas diferentes, invertí el proceso. Ahora me preocupa mucho más resolver mi propio enigma: cómo poner cosas a los nombres, sin que las cosas dejen de ser cosas.

Como los títulos son sólo recursos de mercado, disculpas académico-intelectuales para que a uno le den licencia para pensar, opto por cualquiera de los que figuran en cabecera. No me hago, por tanto, responsable de la frustración que en ustedes genere, si una vez leido este texto no registran los efectos esperados. Pero eso también forma parte de mi secreto, porque es parte de mi estrategia


1.    Los nombres son herramientas, conectivas. Se asigna haciendo uso de una herramienta. Las herramientas son prótesis que prolongan el alcance de nuestras manos, pero lo son, a su vez, de la voluntad y del deseo. También, desarrollo de posibilidades. Las posibilidades de asignación son determinaciones tanto del sujeto como del conjunto de objetos que lo acorralan, definen. Se escapan tanto al sujeto que asigna como al objeto asignado, o al campo de proyección y actuación del sujeto. Si además atribuimos productos de ese sujeto (acorralado, definido) el valor de la atribución está en función del modo de producción y del tipo de consumo que de los productos hagan los sujetos-otros que circulan sobre ese campo, entendiendo aquí consumo como adecuación, por re-conversión, asimilación o imposición.

Los nombres, por tanto, generan estados de ficción entre objetos recíprocamente relacionados, pero respectivamente adscritos a órdenes inconmensurables. La ficción es, pues, de transparencia (que las proposiciones son válidas si respetan determinadas reglas lógicas) ante la indefinición de los objetos relacionados y la indeterminación de la correspondencia, porque sin dejar de ser lógica lo es también necesariamente y al mismo tiempo histórico-cultural.

Decir que los nombres son de dominio público, que son propiedad pública, es una contradicción. Público aquí significa garantizar un uso compartible de atribuciones privadas. La propiedad de los medios de control discursivo de las cosas y de los efectos de nominación de esas cosas es sólo metafóricamente pública, en tanto que es generalizable su uso. Porque tales medios son instrumentales, sólo el uso les confiere un sentido, dando forma a la realidad que, una vez informada, se inserta en un contexto histórico. Pero también legitimando objetivos, persiguiendo fines.

Si hasta ahora asignábamos nombres a las cosas para que las cosas fueran lo que tenían que ser, para que en las cosas un usuario ocasional no encontrara cualquier otra utilidad, ahora es tiempo de invertir el proceso: las cosas, en adelante, ya no legitimarán sólo órdenes simbólicos. De esta forma los nombres adquieren identidad propia. Y la relación del hablante con el universo que describe se convierte así en una relación material, histórica.

Asignar cosas a los nombres. Pero, ¿a qué nombres?, ¿a qué cosas?. ¿Qué nombres admiten atribuciones, qué tipo, en su caso?. ¿Qué cosas admiten ser nombradas y, en su caso, cómo?. Sabemos que de tanto atribuir los mismos nombres a cosas diferentes nos hemos alejado de ellas. Porque esos nombres ya sólo describen realidades muertas, es necesario un nuevo orden del discurso. Las cosas que fluyen necesitan nombres que registren sus huellas y señalen las paradas que legitimen su recorrido. Es así pensable asignar cosas a los nombres, que la atribución re-nombra. Es así posible una nueva gramática.

El sujeto ya no es un paseante, no reconoce las cosas entre las que transita. Ahora son las cosas las que ante su mirada pasan, dejándolo inmóvil. Discurren ante la mirada fija de un sujeto post-moderno que, asombrado, no consigue reparar en tantas, por lo que, temeroso y tembloroso, se limita a observar la confusa estela que dejan.

Objetivar no es sólo convertir en objeto (verdingen). Es hacer que los objetos adquieran su autonomía, aunque una autonomía tutelada, es decir, nominada. La autonomía es poder moverse simulando que no se necesitan estímulos o impulsos desde fuera. Convertir en objeto es alumbrarlos, dotarles de luz propia. Pero es también enfocarlos, atraparlos en nuestra luz, hacerlos visibles, reales. Esto es, explicarlos (erklären). Porque hasta hora el orden de lo real ha sido el orden del discurso, un ser autónomo es un ser que compite por un puesto aparentemente propio, al tiempo que cuestiona el puesto colindante que los otros ocupan. Decir, por ello, vecindad, es reivindicar otra patria, apuntar hacia el reino acotado del enemigo.

El sujeto genera su entorno, marca su territorio. Allí puede arriesgarse, simulando confundirse con los objetos que pueblan ese controlado territorio. Sus cosas son el perfecto reflejo de su interés. Sus nombres, la garantía de su poder, la seguridad de sus fronteras. El tiempo y el espacio son, por ello, una propiedad del sujeto. Del sujeto que nomina, en un primer momento, para (superada su propia negación, controlado su propio extrañamiento) convertirse, a continuación, en sujeto supra-nominado, es decir, con capacidad suficiente para atribuir cosas a sus nombres.

Poner nombres es dar forma, hacer que los objetos circulen por circuitos procesados, bajo control remoto. Atribuir cosas es dar contenido, hacer que el movimiento fluya en un determinado sentido. La levedad de los nombres neutraliza la pesantez de las cosas poniéndolas en movimiento. Sobre corredores de sólo tránsito y jamás referentes de dispersión o huida, porque su estructura no admite cortes ni líneas de fuga. De ahí que ámbito, escenario, plataforma, circunstancia o pre-texto sólo puedan concebirse como determinaciones (¿ficciones?) interesadas del sujeto. Intereses (¿estéticos?) del sujeto que selectivamente conoce para seguir sabiéndose productor en la medida que la necesidad organiza un régimen de consumo pretendidamente justo, supuestamente equitativo. Por eso en Kant los juicios sintéticos a priori son posibles. La existencia de las cosas depende, por tanto, del grado de temporalidad y espacio que podamos concederles. Las construcciones racionales lo son en la medida que trascienden un tiempo y un espacio absolutos, que sólo el sujeto singulariza humanizándolos.

Reivindicamos, en consecuencia, un tiempo real, histórico, para que las cosas puedan ser atribuibles a nombres, por muy gastados que estén. La re-atribución re-genera los correspondientes nombres, reordenando el sentido de su uso (finalidad) y el de su contenido (autonomía reconocible). Pero ésta era la visión que del mundo se tenía en el siglo XVIII. La filosofía se convierte entonces en legitimadora de un tipo de visión pretendidamente globalizadora, transfinita: la posición singular que cada intelectual asuma le permite solapar o superponer planos que soporten la organización de su cultura y la instauración de un orden de ella derivado, obteniendo a cambio seguridad. Pero esta abribución, este sospechoso regalo que el sujeto incorpora en sus objetos son sólo eso: categorías o condiciones de existencia exterior.


3.    Literalmente modernismo es la negación de integrismo. Lo nuevo es ciertamente lo que está por llegar o acaba de suceder. Si están por llegar se pueden adelantar sus efectos de presencia, como a su vez se puede acondicionar el espacio (controlar la expectativa) que a lo nuevo vaya a asignársele, forzando así la forma de llegada.

Pero también por nuevo se entiende el pensamiento que recupera dimensiones (olvidadas, relegadas) de lo ya vivido u acontecido. Puede a su vez entenderse como sinónimo de progresismo, que no tiene por qué ser la negación de lo tradicional, en tanto que recuperación discursiva, cultural de un pasado vivido a medias o no totalmente disfrutado. Es una especie de tensión irresuelta entre lo trascendente y lo inmanente, de garantía del desarrollo de lo ya instaurado. Y en este sentido la actividad humana participa de ambas direcciones, en la medida que objetiva para un consumo ajeno, o lo hace para la propia autoconfiguración (autoafirmación). La filosofía de la acción (o del riesgo) sería entonces la filosofía de la existencia real, geográfica y culturalmente determinada. Esto es, una filosofía de la resistencia. Lo que se ha registrado como sucedido, histórico, es la determinación más importante, porque es el ser humano quien lo registra.

El siglo XX lo invierte todo, hasta las reglas del juego. Imposible saber si el que hemos jugado es un juego maldito, si en realidad hemos asumido alguna vez riesgo alguno. La modernidad es, por ello, fuente de saturación, genera estados de tensión que no resuelve. El pensamiento clásico es fuerte de certeza, genera estados de normalidad que simulan estados de orden, modelos de equilibrio. La modernidad, por tanto, no puede entenderse como superación de la vieja racionalidad. Muy al contrario, cuestiona la racionalidad misma siendo incapaz de diseñar un proyecto alternativo, ni dar siquiera las claves de una eventual resolución de los problemas que plantea. De ahí que sea un recurso fácil invocar lo post sugiriendo desarrollo de programas que, en sí mismo, excluyen su resolución al margen de categorías espacio-temporales que no define. Como ha sido el caso del registro de la modernidad en las diferentes áreas de la producción intelectual, tanto como en sus secuelas éticas y estéticas.

Porque, como cualquier eficaz analista de la vida cotidiana, el crítico de la cultura ha de ser selectivo queda torpemente relegado a la categoría de irrepestuoso ecléptico. Pero una forma o manifestación cultural, por tratarse de complejos registros de experiencias pasadas, no puede prescindir de ninguna dimensión que el análisis intuya o el sentimiento anticipe, de ninguna lectura que desde la academia implique normalización. Porque, cuando es obligado invertir el proceso, la racionalidad académica acerca o aproxima la realidad a la teoría, tal función es posible en la medida que burla la fría racionalidad de las instituciones. Ecléptico, por tanto, es aquel sujeto que adapta a sus necesidades herramientas o productos, previamente utilizados o consumidos, aunque con otra finalidad.

Entiendo por pensamiento tanto el acto productivo como el producto resultante. Paralelamente debo interpretar la actualidad como aquello que está pasando (y como tal registro), pero también como lo que me está pasando y, por lo tanto, padezco y eventualmente también asimilo. Lo que está pasando sólo es discernible comparando los efectos que en mí produce con los que lo mismo produce en otros.

Lo actual es lo transitorio. Y uno pasa formando parte de lo que transcurre. ¿Qué es, sin embargo, lo que pasa?. Y no formulo una pregunta esencial que se corresponda con tensiones esenciales, es decir, no singularizadas. No hago una pregunta por la naturaleza de las cosas, sino por su aparición en el ámbito de mi interés y por los modos en que, en consecuencia, me arriesgo a adaptarlas (al ritmo que la necesidad o el capricho marcan) transformándolas, en su caso. ¿Existen pensamientos autónomos, es decir, productos que circulan sin otro estímulo o impulso exterior que la necesidad de su consumo?. ¿Puede haber necesidad de producir tales productos o es ese circular proceso de consumo de productos ajenos lo que activa la producción?.

La actualidad cultural es hacer presente el registro de acontecimientos pasados (y la posterior reconstrucción histórico-cultural de ese registro), renovar viejos discursos, al tiempo que descubrimos (iluminamos) las inadvertidas o imperceptibles huellas que esos acontecimientos dejaran en la correspondiente población así como en sus casas y monumentos. Pero también en sus formas organizadas de dependencia mítico-religiosa o disfrute artístico-literario.

Estar de actualidad es aceptar un determinado uso de un flujo impuesto o asimilado. Se habla más o menos algo, como también se usa más o menos ese algo. Paralelamente se disfruta más o menos ante algo, como también se disfruta haciendo algo. Y decir cosas es hacer que los objetos fluyan.

Mirar es mirarse. El campo de la visión se proyecta más allá del espejo, de las fronteras de lo evidente con el psico-socioanálisis. El análisis de la realidad social es un recurrentemente actualizado psico-socioanálisis. Invoco la psique, porque es principio de individuación, pero también, al mismo tiempo e indistintamente, de inclusión o exclusión. Porque vemos la misma realidad desde posiciones excluyentes, el pensamiento niega su complejidad forzando miradas cómplices.

Decir verdad, sin embargo, es hablar de sí mismo. Nombrar las cosas, lo otro es simular que se controla una relación imposible. El truco consiste en que todos se crean (y aprendan) mi cuento. Y lo sigan contando, reproduciendo la ficción. Decir es, en definitiva, decirse. Lo dicho es la imagen que de uno queda en el oyendo/lector. Esta es la gran tragedia del discurso de la modernidad: el permitir hablar de cualquier cosa sin poder referirnos a ninguna en concreto. Y éste, el que hacemos, es a su vez un discurso imposible. Porque sólo se reduce a una teoría sobre los efectos de modernidad, más allá de experiencia humana pensable.

Para poner cosas a los nombres es necesario recuperar primero al hombre que perdió las palabras (y con ellas, su dignidad) y al que la modernidad ha condenado a un bullicioso silencio. Es normal que, en consecuencia, me importe poco la frágil filosofía de los profesores. De ella sólo salvo la obligadamente oculta voluntad de sobrevivencia, que es otra forma (tal vez la única) de hacer filosofía. La transfinitud de este estilo de vida filosófico se proyecta sobre un oscuro fondo de incertidumbre que sólo las generaciones post-modernas podrán recuperar si re-descubren la inocencia.

Por eso sea aún posible de hablar de la perennidad de la filosofía, tal como se entiende en los medios académicos: porque la Universidad no va a renunciar al viejo privilegio de seleccionar a sus alumnos asignándoles el nombre que mejor les corresponda y que se traduce por discrecional (los metodólogos hablan de provisional) distanciamiento de las cuestiones terrenales más inmediatas. Es así como, protegidos de la contaminación de lo inmediato, se aventuran a cuestionar lo evidente para diseñar discursos que remitan a realidades-otras, a evidencias pretendidamente posibles, pero cuya actualización se escapa a la intervención de esos neolilustrados jóvenes.

Todo fluido y juegos de flujo. Perversa combinatoria. Puede uno dejarse atrapar por la corriente asumiendo el riesgo de pérdida en, confusión con la masa que fluye. Puede uno, por el contrario, desechar el riesgo y permanecer inmóvil, contemplando cómo todo pasa. Lo que pasa es la vida, lo que permanece es la voluntad de registro de las huellas del tránsito. Quién sea el sujeto de esa voluntad escapa a cualquier forma de racionalidad.

El tipo de circulación, la aceleración y el nivel de revolución conseguidos generan fronteras que se sobrepasan si ese ritmo no es controlado. El deseo es, por ello, incontrolado, o no es deseo humano. Por eso la geometría del deseo sólo fija fronteras provisionales y, en todo caso, permeables. La voluntad de trascendencia es la fuente de la expansión que una voluntad de colonización legitima, dando, por un maldito/cruel antes que simbólico intercambio, seguridad al colonizado, garantizando la que para sí exige el colonizador.

Lo post es el desarrollo o la alternativa de/a una corriente para lo que no hemos fabricado aún el término que le correspondiera. Modernista es la recuperación de viejos soportes que hagan circular una forma nueva de disfrute y consumo. Soportes previamente usados, que un determinado uso ha contaminado (o que un determinado uso ha legitimado). La actualización de una forma es una exigencia, o bien del agotamiento de los valores (instrumentales) reconocidos en las viejas formas o un producto o desarrollo (material y racional) de un modelo de atribución de valor.

Hay muchas palabras estériles y otras tantas sobreatribuidas. Hay muchas cosas innombradas y otras tantas innombrables. Ir, por tanto, a la búsquedad de las cosas para atribuirles nombres ya consensuados o consensuables. Porque somos sujetos (post-modernos) saturados de protección y posiblidades de consumo, retringiendo la selección. La reconciliación con la naturaleza (Verbindung) no es un acto singular, sino un proceso de desplazamiento de los individuos hacia espacios y tiempos muertos, no actuales ni actualizables.

De ahí la deuda que con el idealismo alemán contrajo la Teoría Crítica: su fascinación por sus modelos estéticos en tanto que relación no-alienada entre hombre y naturaleza, sujeto y objeto, razón y sentimiento. Pero de ahí también su contradicción en la medida que la Teoría Crítica entiende que el proceso de autorreflexión se concentra más en el hombre concebido en su aspecto universal como miembro racional de la especie socio-histórica. Se trata, por tanto, de dar prioridad a la liberación, a las dimensiones humanas de la relación, frente a una pretendida reconciliación anticipada con la totalidad estética.

De esta forma el arte moderno incorpora lo sublime sin prescindir de los impulsos emancipatorios de la modernidad. Der Zeit ihre Kunst, der Kunst ihre Freiheit, en tanto que explicitación de un nuevo estilo de compromiso que pasa por la emancipación de las formas artísticas en la modernidad, que adquieren un tratamiento específico en Benjamin, Löwenthal, Marcuse y Adorno, principalmente.

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