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La inquietante guerra que se desarrolla en Oriente Próximo no debe quedar al margen de nuestra deferencia. Hay varios problemas jurídicos planteados y cuyo estudio merece nuestra atención.
Empiezo por el estruendo de las palabras del Premio Nobel Saramago. De entrada, sin embargo, necesitamos una previa contextualización de esta batalla dialéctica.
En las guerras es difícil articular una mecánica de lo razonable. La brutalidad de los medios de combate destruye todo concepto de racionalidad. Lanzar un misil desde un helicóptero, un obús desde un cañón o hacer estallar una bomba escondida en un coche o un chaleco de suicida son actos que, independientemente del juicio moral que nos merezcan, traicionan todas las posibilidades de razón. A la fecha de hoy, en ese infierno en que se ha convertido Tierra Santa, son ya más de mil quinientos los niños muertos como consecuencia de los combates. Esto suprime toda consideración policial: no se trata de una acción contra el delito -y esto en una u otra parte- sino de una batalla campal. Por eso, perdida la racionalidad, la mirada objetiva de cualquier espectador extraño terminaría condenando a la culpabilidad a los dos bandos en conflicto -demasiado bien conocemos todos que en la guerra no hay posibilidad de justicia-, todo esto hace que sea en el discurso -en la palabra- donde se juegue la batalla principal para recuperar la justicia perdida por la guerra.
Esto ya lo apreciaron los grandes juristas de la Modernidad, desde Erasmo a la Escuela de Salamanca y Grocio. De ahí la exigencia -más allá de cualquier otra consideración- de la definición de la justicia del propio combate. De esta manera los actos aborrecibles que inevitablemente se realizan en la contienda, la muerte de miles de inocentes, la sobre-destrucción que producen las armas, la conversión en homicidas de pacíficos ciudadanos, quedan únicamente justificados bajo el concepto de "guerra justa" que viene a subsanar la negación radical de la justicia y el derecho en que se desenvuelve la confrontación armada, el puro choque de las armas.
Con ello, en el fondo, no hacemos más que una pirueta jurídica: definitivamente es al margen de la misma guerra donde se resuelve todo conflicto, como ya se percató el escritor de la Ilíada, la batalla de los hombres es dialécticamente redoblada en el Olimpo como disputa entre los dioses. Toda guerra es dos conflictos paralelos a cada margen de la línea de la Ley: uno en las simas de la animalidad -como ya reconociera el general Sherman tras la destrucción de Atlanta: "la guerra es un infierno"-, el otro en el mismo éter de la palabra. No podía ser de otro modo ya que, como apuntábamos al inicio, la guerra en sí es la más radical negación del derecho. De ahí que, en el redoble de la logomaquia, las palabras del portugués sonaran como un terrible aldabonazo.
Saramago rompe uno de los tabúes de la historia moderna: pasa a equiparar los acontecimientos en Palestina con los que padeció en su día el pueblo judío bajo la ocupación Nazi: Auschwitz. Ya sus justificaciones posteriores han puesto el tema en su sitio, pero su llamada de atención merece, también, un análisis, y la cuestión debatida no es otra que la unicidad del Holocausto.
¿Resulta el Holocausto un acontecimiento único?, ¿se puede hablar de Holocausto en referencia a otros genocidios distintos al del pueblo judío?. Quizá el problema está, de entrada, en el mismo término. La palabra Holocausto nos remite demasiado a su viejo origen griego, sinónimo de sacrificio religioso, donde la víctima propiciatoria era quemada en su integridad en loor a los dioses. El mismo cristianismo -religión, en el fondo, más griega que judía- terminó convirtiendo la muerte de Cristo -acontecimiento histórico en el consulado de Tiberio- en la abstracta conciencia de un holocausto místico. Quizá, por ello, sea preferible un término más específico: la Shoah, el mismo concepto trasladado al hebreo.
El problema tiene, así, de entrada, dos dimensiones: por un lado resulta de la contienda en su armadura lingüístico-conceptual, esa en la que la batalla adquiere su dimensión racional y desde la cual las partes vindican la justicia de su caso. Aquí el concepto Holocausto, unido a las proclamaciones de derechos más o menos históricos, culturales y religiosos, funciona en la mecánica táctico-manipulativa a la búsqueda de una razón convincente que arrastre la justicia a la causa de cada uno. Lógicamente, dada la eficacia conmovedora del concepto, ambos bandos tratan de apropiarse su aplicación dialéctica. La otra dimensión del problema me interesa más, la puramente lógico-jurídica: ¿es posible la pluralidad del Holocausto?. Planteo la pregunta ante la necesidad de preservar el valor jurídico del concepto, es decir, su eficacia en la definición de uno de los puntos básicos de la conciencia del hombre moderno.
Querámoslo o no, el problema se entronca dentro de la dialéctica filosófica entre el nominalismo y el realismo jurídico. En el Derecho la palabra precede a la cosa, los hechos en sí no interesan al derecho hasta que se convierten en parte de las normas: aborto, adulterio, blasfemia, ¡terrorismo!, adquieren o pierden interés jurídico según se incorporen o no al articulado de algún código. El positivismo exige esa inversión de la razón para poder ordenar el mundo. Y en este proceso de ordenación del mundo la palabra Holocausto tiene para nosotros, europeos, un sentido específico que trasciende su mero contenido histórico.
Ahora bien, ahí radica la potencia semántica de algunos conceptos, como ya hemos comentado respecto al mismo cristianismo. La palabra Holocausto, trascendiendo su momento histórico -la negra noche que termina el año 45- dirige su dardo en dos direcciones distintas, y en algunos casos opuestas: a su condensación mítica y a su condensación jurídica: por un lado su conversión en nuevo mito -mito de la fundación del estado de Israel- por otro a su configuración jurídica como esencia misma del genocidio. Pues bien, sólo en el primer caso el Holocausto es un acontecimiento único fuera ya de su contexto histórico, ahí adquiere una unicidad cuasi-mitológica (aunque en realidad el fundamento del estado de Israel es muy anterior, rastreable en la Declaración Balfour o antes incluso, con el nacimiento del Sionismo con Moses Hess). Sin embargo, como jurista, prefiero el otro dardo, el que me permite reconocer en este término la expresión brutal de ciertos momentos históricos cuya página ensombrece nuestra consideración como humanos: la destrucción de Milos, el saco de Cartago, la esclavitud antigua y la trata de negros en la Modernidad, Hitler o Pol Pot, las tragedias de tantos pueblos sufrientes entre los que, no me cabe duda, hoy está el pueblo palestino. Con Sartre y, a la postre, con Saramago, todos somos Auschwitz, y la posibilidad constante de ser víctimas nos debe recordar también que ninguna especial "historia", ni ningún mito tampoco, nos libera automáticamente de poder ser verdugos.
Y, sin embargo, cuánto
más fácil sería, en la deseable apuesta por una Conferencia
Internacional sobre Oriente Próximo, que la discusión se
centrara en los derechos de las personas, de todas las afectadas por el
conflicto, el derecho a vivir en el denso valor de una digna calidad de
vida como proclama nuestra Carta Magna, y fuéramos capaces de olvidar,
siquiera por algunos momentos, los estúpidos derechos de los pueblos.
Mientras tanto ya es hora de pedir un Tribunal Internacional para esclarecer
y, en su caso, castigar los actos aborrecibles que están pasando.
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NÓMADAS.6 |