NOMADAS.9 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

Sobre algunas causas de la quiebra
de la democracia participativa
[Blanca Muñoz]

INTRODUCCIÓN
PRINCIPIOS DE LA DEMOCRACIA: ¿PUEDE SER DEMOCRÁTICA LA DEMOCRACIA?
LOS BLOQUEAMIENTOS DEL ORDEN DEMOCRÁTICO
SOBRE ALGUNOS PROCESOS DE BLOQUEAMIENTO DE LA DEMOCRACIA PARTICIPATIVA
LA DEMOCRACIA POST-MODERNA Y SUS EFECTOS
HACIA LA CREACIÓN DE NUEVOS DERECHOS DE PARTICIPACIÓN: EL DILEMA ENTRE DEMOCRACIA POSTMODERNA O DEMOCRACIA PARTICIPATIVA
NOTAS


INTRODUCCIÓN

La democracia ha sido el mayor logro que ha creado el ser humano cuando se ha hecho consciente de su situación en la Historia. Al establecer una comunidad en donde prevaleciera la cooperación frente a la competición se ha tratado de ayudar en la instauración de una realidad en la que la injusticia no fuese la organización del mundo. Desde Pericles, en el siglo V antes de Cristo, hasta nuestros días la lucha por tratar de construir una comunidad organizada sobre la razón ha sido el deseo de los individuos más sensibles y buenos de nuestra especie -en el significado dado por Rousseau, Kant, Lessing y tantos otros autores de la tradición que han defendido la bondad natural del género humano-. Sin embargo, el ideal de una sociedad que armonice lo biológico y lo cultural, ha encontrado obstáculos tan poderosos que el itinerario histórico desde las primeras concepciones de la democracia no ha sido sino el relato inquietante de sus fracasos.

En efecto, precisar qué se entiende bajo el concepto de democracia, será plantear un conjunto de interrogantes entre los que se superpone un problema central que se resume en la pregunta: ¿qué hace que una democracia sea democracia, y no, su contrario, un régimen demagógico?

Nos encontramos así con la primera dificultad para precisar las pretensiones racionales a partir de las que determinar qué condiciones son las que certifican el que un modelo social, político y cultural sea superior y más perfecto que otro. En este sentido, es conveniente replantear qué se entiende como esas pretensiones racionales sin las que no es posible hablar de una sociedad más cercana a la imparcialidad y a la ecuanimidad que al abuso y a la injusticia (1).

Si repasamos históricamente los requisitos que una sociedad debe cumplir para ser considerada democrática, será previo fijar dos condiciones:

a) La certeza en la legitimidad de su sistema de poder.

b) Y la equidad en su ordenamiento normativo del que la legalidad de su sistema jurídico es su máxima creación.

Decir democracia, por tanto, conduce necesariamente a referirse y mencionar otro concepto: el de poder y dominación. Ambos conceptos articulan en su interior el tema de temas del análisis social y político: el tema del control colectivo (2).

Fue Max Weber, sin duda, quien analizó de una manera más pormenorizada el concepto de legitimidad en relación a los tipos de sociedades históricamente desarrolladas. La tricotomía entre "legitimidad tradicional", "legitimidad carismática" y "legitimidad legal-racional", se ha vuelto un tópico de manual universitario de primeros cursos de Ciencias Sociales. Pero, su validez sigue siendo incuestionable. En este sentido, el concepto de legitimidad aporta una aclaración que se plantea dos aspectos. En primer lugar, en cuanto que establece específicamente la conexión entre principios organizativos y principios normativos de la sociedad. Con ello, la legitimidad se instituye en el momento en el que los mecanismos de dominación sociales se corresponden con unas creencias determinadas por el carácter de cada sistema de poder (3).

En el caso de la legitimidad tradicional, la creencia en el carácter sagrado de la jerarquía y de los grupos sociales que forman tal jerarquía, justifica la arbitrariedad y la desigualdad. Lo sagrado, en cuanto certeza tradicional heredada, no requiere ser acreditado mediante criterios objetivos. Y lo mismo ocurre cuando la legitimidad de una sociedad se plantea desde la legitimidad carismática.

El carisma sustituye cualquier referencia a la ecuanimidad. Al contrario, el jefe carismático consolida su poder mediante acciones llenas de parcialidad y capricho. La arbitrariedad pasa a ser el fundamento de la dominación carismática. El patrimonialismo, el nepotismo y la humillación resumen las características de los sistemas en los que el Jefe -el Führer o el Duce- impone sus deseos personales sobre las necesidades de la comunidad (4).

Como se observa, podemos referirnos a los requisitos de la democracia en sentido negativo frente a las legitimidades tradicionales y carismáticas. Así, la democracia desarrolla su legitimidad en oposición al capricho del líder o a la arbitrariedad de la tradición. En ambos casos, la validez normativa se edifica en las ambiciones personales o privadas de un clan o de un grupo minoritario. Frente a esto, para Weber, la legitimidad legal-racional hace prevalecer los principios vinculantes entre orden organizativo y orden normativo. El carácter veritativo de la legitimidad va a provenir en la subordinación del poder a las pretensiones racionales de justicia en una sociedad cooperativa.

A partir de las observaciones anteriores, es posible fijar las condiciones para diferenciar una sociedad democrática de otra que no lo es. Será necesario no obstante aludir, antes de situar los requisitos de la legitimidad democrática, al tema esencial que enmarca el análisis social y político: el tema del poder y de la autoridad como cuestión preliminar a la hora de reflexionar sobre qué debería considerarse en los inicios de un nuevo milenio como la estructuración de una sociedad cooperativa.

Históricamente, el tema del poder ha elaborado unas teorías con las que podríamos afirmar que es posible entender cada época histórica en sus diferentes concepciones al respecto del significado que puede definirse como de dominación social. Desde este punto de vista, para el pensamiento griego clásico serán las formas de gobierno y su clasificación las que explican y organizan el poder social. Aristóteles, en su "La Política", taxonomizará "las formas puras" de "las formas impuras" (5). La monarquía, en cuanto forma pura de gobierno del mejor ciudadano, se deteriora al convertirse en tiranía cuando un solo individuo gobierna, en y para, su interés. Y lo mismo ocurre con la aristocracia o gobierno de "los mejores", cuando unos pocos rigen en su provecho y finalmente se consolida la oligarquía en cuanto el gobierno sólo actúa en beneficio de los más ricos. Pero estas formas de gobierno "orientales", -como consideraban los clásicos-, no tienen el significado dramático que presenta la degradación de "la politeia", (entendida como administración de la comunidad -la polis- encauzada al bien común), cuando deviene en "democracia" -definida en cuanto mando y dominio del pueblo inculto-, o ya en su forma más denigrada en cuanto "demagogia" considerada como gobierno del demagogo que actúa y utiliza la ignorancia, las supersticiones y los prejuicio del pueblo en su propio y tiránico beneficio.

El demagogo, en suma, se convierte en el temor fundamental de los filósofos clásicos. En "El Político", Platón reflexionará con amargura sobre la corrupción del gobernante, cuando ya en su "República" ha percibido el inmenso problema del envilecimiento del poder político. Sólo con la ley, "no manchada por el deseo" -como afirmará Aristóteles- se podrá erigir una sociedad no sometida al arbitrio de los poderosos. "Las Leyes", el último gran diálogo de Platón, será el testamento de ese ideal de un orden normativo garante de la racionalidad y honradez social (6).

Pero con el pensamiento de los griegos clásicos (nuestros auténticos contemporáneos) ya se ha localizado e introducido el problema central de la política: la corrupción que el demagogo presenta como virtud. Será este tema el que retome Maquiavelo siglos después en "El Príncipe". Obra de aclaración política fundamental, después de unos siglos medievales en donde el concepto de jerarquía agrupa el análisis tomista del poder.

En la "Summa Theologica" de Tomás de Aquino se plantea específicamente la extrapolación del orden de lo sagrado al orden de lo político. La extravagancia, pero también la singularidad de unificar "el orden divino" con "el orden mundano", nos posibilitará analizar cómo se instauran y edifican las ideologías justificadoras de la dominación colectiva. Análisis necesario, siglos después, para comprender el funcionamiento de los mecanismos de las representaciones que el poder crea sobre sí mismo.

Ahora bien, al referirnos a Maquiavelo nos hemos introducido en la investigación política que nos lleva a la Modernidad. Desde el Renacimiento, la dilucidación de las condiciones que deben regir una sociedad justa nos sitúa directamente en la necesidad de formular unos derechos que van a desembocar en las grandes revoluciones de los siglos XVII y XVIII. Y en estas condiciones, los contractualistas ingleses -Hobbes y Locke- asientan los derechos económicos para la naciente burguesía. Y, a la par, con la Ilustración y el impacto definitivo de la Revolución Francesa de 1789, los derechos políticos serán reivindicados y defendidos para unos minoritarios sectores de propietarios burgueses. Mas, como afirmó Hegel, la libertad se ha iniciado y, cada vez, el número de individuos emancipados se va ampliando hasta convertirse en un acontecimiento imparable (7).

Somos hijos, pues, de grandes convulsiones y revoluciones históricas. Desde la revolución inglesa de 1688 ("La Gloriosa Revolución") hasta las revoluciones obreras y sufragistas, pasando lógicamente por la Revolución Francesa y la primera Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1791, las sociedades occidentales han logrado desarrollar una compleja y matizada reflexión en relación al control del poder y de sus actuaciones (8).

No es éste el lugar, no obstante, para agradecer las contribuciones de Montesquieu, Rousseau, Voltaire, Kant, Hegel y todas aquellas reflexiones ilustradas que desembocarán siglos después en las obras de Marx y Weber, pero es evidente que la preocupación por señalar cómo el poder actúa y cómo se corrompe, sigue siendo y centrando el hilo conductor de las fundamentales teorías sociológicas, económicas y políticas inspiradas en los griegos clásicos del siglo V de Pericles. Sin embargo en esta situación desembocamos en el siglo XX. Un siglo en el que el problema de la democracia se hace más dramático y conflictivo, si cabe, que en siglos anteriores.

PRINCIPIOS DE LA DEMOCRACIA: ¿PUEDE SER DEMOCRÁTICA LA DEMOCRACIA?

No existe un modelo y unas concepciones de democracia -y de cómo debe de ser ésta- sin ponerle "unos apellidos" adecuados. Y así hay que hablar de "democracia liberal", de "democracia protectora" o de "democracia plural". Esos "apellidos" nos remiten entonces a las diferentes formulaciones que, a lo largo del siglo XX, han entrado en disputa sobre cuáles han de ser las condiciones de un sistema que se autodefine como democrático frente a lo que no lo es (9).

Es determinante, por tanto, establecer los principios que han caracterizado los fundamentos sobre los que se edificar el orden normativo y organizativo de una sociedad que desarrolla una esfera pública participativa para todos los ciudadanos. En este sentido, la participación pasa a ser el principio de principios de una ordenación armónica de la sociedad. Pero cuando decimos participación, en concreto a qué estamos haciendo referencia.

Solventar esta cuestión nos lleva a replantear las condiciones a partir de las que es posible organizar una democracia fuerte frente a una democracia débil. Para matizar esta distinción nada mejor que la reflexión de Benjamin Barber cuando afirma:

"La política participativa se ocupa de las disputas públicas y de los conflictos de interés sometiéndolos a un proceso sin fin de deliberación, decisión y acción. Cada paso en el proceso constituye una parte flexible de unos procedimientos continuos, arraigados en las condiciones históricas concretas y en las realidades sociales y económicas. En lugar de buscar una base independiente prepolítica o un plan racional inmutable, la democracia fuerte se apoya en la participación en una comunidad de resolución dinámica de problemas, que crea fines públicos donde antes no existían por medio de su propia actividad y de su propia existencia como punto focal en la búsqueda de soluciones mutualistas. En tales comunidades los fines públicos no se extrapolan desde absolutos ni se 'descubren' en un 'consenso oculto' preexistente. Son literalmente forjados mediante el acto de participación pública, creados mediante la deliberación común, la acción común y el efecto de esta acción y esta deliberación, que cambian de forma y dirección cuando se someten a estos procesos deliberativos."(10)

En consecuencia, el carácter democrático de una sociedad se asienta y reafirma cuando se definen tres requisitos previos en cuanto mecanismos fundamentales de la sociedad:

a) La distribución del poder mediante una política participativa.

b) La acción política entendida como correctivo ante la desigualdad.

c) Y la garantía del consenso mediante deliberación pública.

En estos requisitos estarían implícitos un conjunto de disposiciones legales e institucionales encaminados a reducir privilegios y posiciones favorecidas por la pertenencia a grupos de poder, ya que el gran problema de la democracia débil estaría en su capacidad para producir desigualdades en relación a la distribución de los recursos sociales y económicos. En estas condiciones, la democracia fuerte frente a la democracia débil sería aquélla en la que la esfera pública de los ciudadanos tiene capacidad de acción, recibiendo una información veraz y, a la vez, potenciándose sus ámbitos de cooperación y colaboración social. Nada más alejados de estos requisitos que el modelo elitista de democracia representado fundamentalmente por el elitismo competitivo de Schumpeter (11).

Entramos entonces en el debate central de la democracia: la democracia como soberanía popular o la democracia como gobierno de grupos políticos rivales. Este debate ha constituido la disputa determinante de la visión social enfrentada a la visión tecnocrática de la política. Será central, pues, situar este debate en su términos teóricos.

En la visión tecnocrática de la democracia dos procesos se erigen como los ámbitos de actuación a partir de los que se autodefinen como "control democrático":

- Elecciones regulares.

- Competencia entre partidos.

La política se describe de este modo simplemente como un asunto de lucha competitiva entre partidos y como disputa entre líderes políticos. Considerada así la democracia, se asienta el sentido débil de participación, ya que se está ante una disputa de élites competitivas que tratan de legitimar su poder a partir de rivalizar en función de la defensa de sus intereses. Esta visión tecnocrática lleva implícito un profundo menosprecio a los ciudadanos. Tanto Schumpeter como los defensores de este tipo de liderazgo social desdeñan la soberanía cívica a la que identifican con dependencia y sumisión. En consecuencia, esta perspectiva de la democracia explicará el poder como una distribución minoritaria de privilegios y con ello reaparece en la democracia moderna el gran temor de los clásicos: la corrupción como forma de gobierno. De nuevo, el demagogo -tan temido por los filósofos y teóricos clásicos- como "príncipe maquiavélico" reaparece debilitando todas las defensas que una democracia puede utilizar en su protección. La contradicción de la democracia débil (incluso más soterrada que en los regímenes dictatoriales) proviene del desamparo que los ciudadanos sienten ante un poder que establece las condiciones de participación social; pero que, a la par, utiliza todos los cauces posibles para bloquear y obstaculizar la participación en iguales condiciones y requisitos. Como se puede observar, "la cosa pública" queda neutralizada y resquebrajada, desde los mismos fundamentos que la democracia implica desde el momento en el que la competición por el liderazgo político cerrará el resto de estructuras y cauces de participación. Pero al mismo tiempo el desdén hacia la esfera pública requerirá negar la capacidad racional de los ciudadanos (12). En este sentido, los defensores de la democracia débil argumentarán con un gran despliegue de argumentos en favor de una minorías que frente a las mayorías "indiferentes" se hacen cargo de las responsabilidades de organizar las voluntades generales. Un texto de Schumpeter es sumamente representativo de esto:

"En particular, subsiste todavía la necesidad práctica de atribuir a la voluntad del individuo una independencia y calidad racional que son completamente irreales. Si pretendemos sostener que la voluntad de los ciudadanos constituyese per se un factor político que estamos obligados a respetar, primero es preciso que exista esta voluntad. Es decir, tiene que ser algo más que un haz indeterminado de vagos impulsos que se muevan en torno a los tópicos dados y a impresiones erróneas. Todo el mundo tendría que saber de un modo preciso lo que quiere defender. [...] Y todo esto tendría que realizarlo el ciudadano medio por sí mismo e independientemente de la presión de los grupos y de la propaganda, pues las voliciones y las conclusiones que se imponen al electorado no pueden tenerse como datos últimos del proceso democrático."(13)

La dificultad, pues, del elitismo competitivo, encabezado por el análisis de Schumpeter, para asignar responsabilidad política a la soberanía popular, va a provenir preferentemente de su defensa de un gobierno de minorías selectas que salvaguardan la libertad. Pero en esta salvaguardia se hace básico imponer unas restricciones al funcionamiento y organización de la democracia. Estas limitaciones van a conducir a otras de las formulaciones más representativas de la democracia débil: la teoría de Friedrich A. von Hayek sobre la necesidad de la democracia legal.

En "Derecho, legislación y libertad. Una nueva formulación de los principios liberales de justicia y de la economía política", volumen II: El espejismo de la justicia social, Hayek reflexiona sobre lo que deben de ser los fundamentos de la política como defensa de la libertad (14). Entendiendo, sin embargo, por "libertad" la distribución de la renta dentro de los principios económicos del libre mercado. De este modo, la libertad queda identificada con el papel del liberalismo económico que desde Adam Smith identifica el bien común en relación con las limitaciones que se imponen al Estado en materia económica. Y con esta enunciación, una sociedad "genuinamente liberal" será aquélla cuya red de intercambios económicos no encuentre trabas de ningún orden cultural o social. En estas condiciones, el Estado mínimo se constituye en la forma política que tiene que prevalecer frente a las mayorías sociales a las que se minusvaloran considerándolas incapaces de alcanzar sus propios fines e intereses personales. Otra vez el matiz despectivo hacia la población emerge en contra de las posibilidad de llegar a una democracia participativa. Por consiguiente, Hayek defenderá la legalidad frente a la legitimidad, abriéndose uno de los problemas más acuciantes de la democracia débil: el apoyo a los grupos y agentes de gobierno minoritario frente al ámbito público de participación de las mayorías a las que se tachan de incoherentes e irracionales (15).

En consecuencia, ley, libertad y justicia se contraponen en las teorías de la democracia defensoras del Estado mínimo. Y como resultado de ello, el intercambio competitivo se justifica con las mismas argumentaciones con las que Schumpeter apelaba a las élites competitivas en su alabanza de la democracia tecnocrática. En ambos casos -Schumpeter y Hayek- subyacen la justificación de las instituciones políticas al servicio de los grupos de presión, de influencia y de interés. Pero con ello el equilibrio democrático queda vulnerado en sus fundamentos éticos y políticos.

En suma, qué se puede decir ante cómo saber si una democracia es democrática. Esta pregunta, sin duda, ha estado en el origen de la reflexión sobre las instituciones y procesos representativos, situándose como punto de partida desde la que reconstruir unos criterios que nos garanticen la legitimidad -y la legalidad- de la distribución y control de los aspectos representativos del poder y de la dominación pública.

La regulación, entonces, de la democracia participativa pasa por determinar las esferas en las que la democracia que aspirar a ser participativa tiene que estructurarse y, así, tales esferas podrían enunciarse desde los aspectos siguientes:

- Participación efectiva de los ciudadanos en la toma de decisiones.

- El principio de autonomía y de posibilidades en iguales condiciones para todos los individuos que componen una sociedad.

- Defensa y protección frente al uso arbitrario de las instituciones y de la legalidad por parte del poder.

- Derecho al principio de independencia intelectual e informativa frente a utilizaciones persuasivas de la opinión y comunicación.

Estos aspectos que estarían fijados en cualquier Declaración de Derechos, sin embargo deben de ser adecuados a las transformaciones operadas en la actualidad por la sociedad post-industrial contemporánea. Precisamente de la consolidación de la sociedad post-industrial, mal denominada como "sociedad de masas", se extiende un fenómeno que pone en crisis los requisitos señalados como determinantes a la hora de definir una democracia considerada como democracia. Nos referimos al papel del ciudadano en ámbitos de actuación cada vez más restringidos (16). La toma de decisiones ha pasado a ser considerada un mero asunto que sólo interesa a unos escasos y restringidos sectores. De aquí que la participación queda reducida a una cuestión teórica y no de tipo práctico; es decir, la sociedad civil se va a ver desbordada por la sociedad política y la sociedad empresarial. Los ciudadanos votan en tiempo de elecciones políticas; pero de ningún modo tomarán decisiones en sus lugares de trabajo, e incluso en la paradójica y fundamental relación de los ciudadanos con los medios de comunicación de masas en los que éstos quedan reducidos a ser tipificados en lugar de ciudadanos como receptores-consumidores (17). El debilitamiento del orden democrático, sin duda, va a centrarse no sólo en la neutralización de las medidas redistributivas económicas de carácter social cuanto, también, en las estrategias ideológicas que imprimen a la democracia contemporánea un giro drástico hacia la pérdida del principio de autonomía y de independencia intelectual y ética. En definitiva en la presente "era del vacío": el debilitamiento del orden democrático se va a constituir en un problema esencial de la supervivencia de una sociedad anclada en sus sistemas de apuntalados privilegios minoritarios.

LOS BLOQUEAMIENTOS DEL ORDEN DEMOCRÁTICO

Desde sus primeras enunciaciones se entiende por democrático el sistema que cumple fundamentalmente tres condiciones: universalidad, participación e información veraz. Definiendo estas tres condiciones, hay que entender por universalidad la capacidad que todo individuo tiene al acceso a unos derechos garantizados por la comunidad por el simple hecho de ser sujeto racional. Aquí se formulaba uno de los principios esenciales que garantizaban para Weber la imparcialidad burocrática: la impersonalidad. Es decir, la participación en igualdad de todos los ciudadanos a unas opciones y bienes sociales en los que la neutralidad de las decisiones se corresponde con el principio de ecuanimidad. De este modo, la universalidad de los derechos de los ciudadanos en la esfera pública conlleva unas obligaciones que garanticen que éstos no se encuentran sometidos al capricho ni a los deseos de los gobernantes.

Conjuntamente con la universalidad de derechos y obligaciones, la participación aparece como una reciprocidad de los individuos hacia la comunidad (18). Participar, entonces, no significa simplemente estar inscrito en un censo electoral cuanto, todo lo contrario, colaborar en el control democrático de aquellas instituciones en las que se hace una toma efectiva de decisiones. Desde esta perspectiva, la participación no puede restringirse a ser un proceso de concurrencia en unas urnas en las que compiten los partidos políticos. La participación, pues, no tiene que entenderse sólo como meramente un proceso político, sino que también los procesos económicos, sociales y culturales son partes básicas de la intervención de los ciudadanos en la administración de la sociedad.

Pero no podrían protegerse las dos condiciones anteriores sin la garantía de una información veraz. La información -en cuanto explicación y aclaración de causas- obliga a la absoluta defensa del principio de autonomía de la conciencia de los ciudadanos. En consecuencia, la búsqueda de una sociedad en la que las relaciones colectivas se establecen como libres e iguales aseguran que el principio de autonomía protege la capacidad de acción y razonamiento reflexivo y consciente de los individuos.

Ahora bien, desde los orígenes históricos de la aparición de la sociedad, un fenómeno atraviesa la vida pública y privada: el control del uso y distribución de los recursos. Nos adentramos en el problema central de toda colectividad; esto es, la ordenación de los medios que permiten un desenvolvimiento físico y psíquico de la comunidad en su conjunto. Sin embargo, es en esta cuestión en donde se presenta la polarización de los ideales políticos de democracia.

En efecto, la contraposición de las diferentes interpretaciones entre ley, libertad y democracia diferencia los significados, a menudo contrapuestos, de lo que debe entenderse por legitimidad social. Con ello, se desplaza el problema del control y distribución de los recursos sociales hacia el tema de su organización (19). La controversia entre Neoliberalismo y democracia deliberativa es similar al debate entre lo público y lo privado como disposición y funcionamiento de las instituciones representativas. En consecuencia, para los defensores del modelo neoliberal, la democracia debe organizar los recursos y su distribución mediante un intercambio competitivo en el que las únicas instituciones que quedan justificadas son aquellas que apoyan el desenvolvimiento sin trabas del mercado. El "Estado mínimo" no tiene un cometido de establecer la dinámica de la democracia participativa, sino que, al contrario, su acción se debe centrar en despejar los obstáculos que el tráfico mercantil encuentre en su desenvolvimiento. Tanto para Friedrich August von Hayek y Robert Nozick como ya se ha comentado con anterioridad, la democracia en una sociedad de libre mercado tendrá que organizarse como democracia legal, definida como "provisión de normas que faciliten a los individuos la persecución de sus propio interés". Pero con ello se entra en una especie de Estado presocial muy semejante del descrito en el famoso libro de Hobbes "Leviatán".

La "democracia legal" y el "Estado mínimo" desplazan hacia los representantes políticos el gobierno de la sociedad (20). La mayoría de los ciudadanos será percibida como amenazadora y arbitraria. Y de una manera similar a los planteamientos de los teóricos de la democracia elitista tales como Pareto y Mosca, los defensores de la democracia legal restringen la participación colectiva encauzándola hacia una igualdad ante la ley que no es, desde luego, una igualdad ante las posibilidades y recursos que un sistema económico de libre mercado establece. De este modo, se asiste a la aparición de nuevas y sofisticadas formas de desigualdad y diferenciación económica, políticas, social y cultural. Y, en consecuencia, a la formación y acción de unos bloqueamientos que obstaculizan el desarrollo de la democracia.

Por tanto, la democracia, en su sentido de democracia débil, se edifica desde el mismo momento en el que se desvían los fines políticos del el interés colectivo hacia el interés privado. El bien común que constituyó el punto de inflexión de la reflexión teórica de los autores clásicos de la democracia -Montesquieu, Kant, Rousseau, entre otros- queda así limitado a un funcionamiento de restricciones legales en beneficio de un gobierno de los agentes -partidos, instituciones, grupos de interés- frente a un gobierno de los ciudadanos. En estas condiciones, la ley de hierro de las oligarquías formulada por Robert Michels se generaliza, pero ya no sólo referida a los partidos políticos cuanto como la estructura específica de las sociedades post-industriales de masas (21). Las restricciones legales, (defendidas en su momento por Hayek y Nozick), pasan ahora a constituirse en barreras insuperables para un desarrollo real y objetivo de los ciudadanos.

El triunfo, por tanto, de la democracia legal como democracia débil implica que la única organización posible de la ciudadanía será la que gire sobre el libre mercado y sus demandas. En esta dinámica la legitimidad experimenta una férrea regulación legal que intensifica la sensación de indefensión de los ciudadanos. Las grandes corporaciones transnacionales determinan las reglas del "libre mercado" (22). Pero éste va a ser el camino de uno de los bloqueamientos de la democracia más poderosos: la desregularización; es decir: la desorganización de la democracia participativa a través de procesos industriales y tecnológicos altamente desarrollados.

Pues bien, a continuación centraremos nuestro estudio en cómo los principios de universalidad, participación e información veraz, son obstruidos mediante un conjunto de estrategias con las que la democracia legal erosiona los fundamentos de la ordenación democrática de la sociedad. En suma, el intercambio competitivo se superpone en la distribución de recursos y oportunidades y, asimismo, intensificará sus acciones de desgaste y entorpecimiento de la participación objetiva y ecuánime de los ciudadanos.

SOBRE ALGUNOS PROCESOS DE BLOQUEAMIENTO DE LA DEMOCRACIA PARTICIPATIVA

Al referirnos a la desorganización de la democracia participativa se nos podría argumentar que, a la inversa, es la democracia participativa la que desordena el principio de intercambio competitivo. Este tópico llega a su máximo esplendor con los defensores del Neocorporativismo. Este planteamiento que sigue en la línea de Hayek y Nozick, se va a centrar en una defensa a ultranza de un tipo de "libre mercado" que busca su expansión económica por todo el planeta mediante decisiones de grupos de presión, influencia e interés en gran medida ajenas a los intereses de la ciudadanía. En este sentido, las instituciones políticas representativas se trasladan a procesos de toma de decisión económica, y con ello los principios de universalidad y participación van a quedar quebrados drásticamente. Un ejemplo en esta dirección lo aporta, sin duda, el siguiente texto de Wolfgang Streeck y Philippe C. Schmitter:

"Así, las comunidades pueden socavar los mercados facilitando la connivencia informal y apoyando situaciones clientelares, mientras que la competición del mercado puede descomponer los vínculos de la comunidad y erosionar las orientaciones comunes de valor.[...]

El gobierno de interés privado, al proporcionar una conexión institucionalizada íntima entre las autoridades públicas y grupos específicos de la sociedad civil, puede hacer una significativa contribución a la solución de ambos tipos de problemas. Al convertir la regulación de conducta en un asunto de autointerés organizado de los grupos afectados, deja la legitimación de la intervención regulatoria a los representantes del grupo, quienes, en lugar de tener que invocar valores y obligaciones amplias y generales socialmente, pueden recurrir a las más tangibles normas y percepciones de interés específicas del grupo. El ejemplo más conocido, pero en absoluto el único, es el de los líderes de un sindicato y la asociación de empresarios que defienden un acuerdo industrial como viable y equitativo para sus respectivos integrantes en el que cada parte utiliza argumentos diferentes y apela a valores comunes muy distintos."(23)

Por tanto, las alianzas corporativas actúan en la dirección del desarrollo de unos intereses organizados en ámbitos muy alejados del control de los ciudadanos. El clientelismo va a gravitar sobre la distribución de los recursos, y especialmente sobre la disposición de las oportunidades y su acceso al conjunto de individuos. La limitación, pues, de la igualdad a los recursos de la sociedad significa el triunfo de lo privado frente a lo público y, sobre todo, la vulneración del principio esencial de un orden democrático: la confianza en la legitimidad del poder. Aparece así el problema irresuelto del control de los grupos de poder que actúan sin ningún tipo de revisión por parte de los ciudadanos. El resultado de estos grupos no será sino el incremento de la injusticia y la desigualdad, ya que los grupos de poder y de presión sin ningún tipo de inspección social se erigen en despiadados "leviatanes" hobbesianos en los que el uso del "poder por el poder" acabará generando una sociedad en la que la ley de los más fuertes se imponga sobre la ley de los más justos.

El principio de universalidad, pues, según el cual todos los individuos tienen iguales derechos a la participación por el simple hecho de su autonomía personal como sujetos racionales, queda neutralizado ante las finalidades de una economía que protege a los fuertes frente a los débiles, y a los egoístas e inhumanos frente a los principios de justicia y equidad. En estas condiciones, la democracia se bloqueará drásticamente mediante la parcialidad y las irregularidades.

La consecuencia de la alteración de los fundamentos del acceso a los bienes sociales -trabajo, salud y educación- y a las oportunidades vitales -participación, decisión y asociación- significa la quiebra de las condiciones objetivas que hacen de un sistema político un sistema democrático. La toma de decisiones, esencialmente, acabará indicando que las cuestiones públicas se debaten en círculos minoritarios con poderosos intereses particulares. El secreto se convierte en lo privativo de una sociedad en la que prevalecen las decisiones que asignan privilegios y prerrogativas a "los pocos frente a los muchos". Y así la separación entre Estado y sociedad civil se consolidad con otra separación más férrea sin cabe, la total disociación entre sociedad civil, sociedad política y grupos económicos (24). Esta división radical implicará, a la vez, la desarticulación general de la participación ciudadana en las determinaciones de los intereses del intercambio económico competitivo global.

La participación de los ciudadanos en las decisiones del poder se constituye en la contradicción esencial cuando se privatizan y particularizan los accesos a los bienes y oportunidades públicas. Es en este aspecto en donde la democracia participativa va a recibir un ataque frontal por parte de poderes minoritarios. Y así los procesos políticos se irán independizando de sus bases sociales, dándose prioridad a una regularización muy limitada y al ocultamiento de sus decisiones ante los ciudadanos. Como se observa, las condiciones para una participación efectiva de los individuos mediante medidas redistributivas y reequilibradoras de situaciones de discriminación y desigualdad pasan a convertirse en el inconveniente central para los defensores de la democracia débil. En la democracia legal, la participación se entiende desde la limitación del Estado y la incentivación de la iniciativa individual en el mercado. Pero de ningún modo la participación política y social debe interferir en el proceso de acumulación privada de una economía corporativa como la que se ha edificado desde las décadas de los años setenta y ochenta del siglo XX. Será en este punto en donde se pone en marcha una estrategia que mantenga el orden económico pero que, a la vez, dé la impresión de un consentimiento amplio por parte de los ciudadanos. Aparece entonces el bloqueamiento del tercer principio de la democracia participativa: la viabilidad y el acceso a una información veraz (25). Esto pasará a ser el gran problema para el advenimiento de una democracia auténticamente participativa.

En efecto, las estrategias desplegadas por los grupos de poder, presión e influencia para neutralizar los principios de participación social, convierten al principio de universalidad para todos los individuos en principio de parcialidad según la clase, el género o la étnia; asimismo el principio de información veraz se transforma en unos procedimientos "para fabricar" en direcciones prefijadas la Opinión pública. El ciudadano deviene entonces en mero receptor pasivo, y lo que debería ser una Opinión pública sometida a los criterios de objetividad veraz se transmuta en el uso de unos medios tecnológicos de comunicación reducidos a ser simples portavoces de una concepción de la realidad que impide y altera el conocimiento de las causas que originan el rumbo de los acontecimientos históricos. Pero, lo más grave, pondrán ponen en circulación una cosmovisión social en la que lo banal, lo cínico y lo falsificado contribuyen a embotar y entorpecer, como afirma Chomsky, los criterios y juicios de la ciudadanía indefensa en su perplejidad (26). Es el auge y culminación de lo que se podría denominar como "el triunfo de la democracia post-moderna".

LA DEMOCRACIA POST-MODERNA Y SUS EFECTOS

Hay un acuerdo común en una serie de politólogos y sociólogos actuales según el cual nos encontramos en la época de la Post-Modernidad. Esta consideración se comprueba cuando comprobamos el triunfo de la banalización entendida como forma política, cultural y social. Ahora bien, esa trivialidad que afecta fundamentalmente al ámbito de la comunicación y de la Opinión pública, como veremos más adelante con mayor detalle, también se ha extendido hacia la esfera de las instituciones representativas. De este modo, los procesos de toma de decisión se ven inmersos asimismo en una superficialidad que desplaza hacia el espacio de lo privado lo que ha sido, y sigue siendo, terreno y esfera de lo público; (27); es decir, desde la década de los años setenta del siglo XX se produce un reajuste del capitalismo en su conjunto y ello se notará de forma preferente en los procesos de la democracia social. Cronológicamente, la década de los años sesenta se distinguió por significar un cambio de valores y de estilos de vida sin precedentes. Las rebeliones juveniles y estudiantiles reflejaron el ambiente general de sublevación frente a una sociedad sumida en nuevas guerras coloniales en Indochina. En estas condiciones, la respuesta de los grupos de poder será una ofensiva radical en contra del Estado keynesiano y un apoyo incondicional a todas las ideologías que mantienen la tesis de la sobrecarga del Estado a causa de las aspiraciones de la ciudadanía (28). Daniel Bell será de los primeros sociólogos en abogar por un fin de las ideologías precisamente en el momento en el que la ideología llega a su máximo apogeo con el triunfo de las nuevas industrias de la Comunicación (29). Veamos por tanto de una forma más pormenorizada esta argumentación.

En efecto, con la teoría sociológica neoconservadora del "fin de las ideologías" se va a comenzar una etapa histórica que llega hasta nuestros días y que aclama no sólo la conclusión de las ideologías cuanto, sobre todo, del final de la Historia. La llegada de la Post-Modernidad se presenta a sí misma como la liquidación de la memoria histórica, y a partir de aquí la ficción sustituye el relato objetivo y el análisis documentado. Con ello, la democracia deja de ser el gobierno del pueblo -pueblo convertido en masa- y la participación se modifica deviniendo en competición. Estamos ante el paso del capitalismo industrial en capitalismo de monopolios, y de éste se pasará irremisiblemente a la fase de culminación del capitalismo tardío.

Para comprender estas modificaciones, se hace previa la exposición de lo que se ha denominado como Teoría de la Crisis. Según este planteamiento encabezado por Jürgen Habermas y Claus Offe, se asiste al dominio de un nuevo tipo de acumulación capitalista en el que el Estado se ha hecho parte esencial del Mercado hasta el punto que regula y despeja los problemas que pueden actuar en la corrección las leyes de oferta y demanda. Con ello, los beneficios quedarán en poder de intereses particulares, mientras que las quiebras empresariales y las pérdidas serán asumidas de modo inequívoco por el Estado en forma de subsidios, asistencia social o impuestos públicos (30). De esta forma, el capitalismo tardío lleva a cabo la mutación determinante de la economía de oferta en economía de demanda. El temor que desde 1929 se había tenido a las crisis de sobreproducción y que condujo al crack de la Bolsa de Nueva York, se supera mediante la incentivación de la demanda de un consumo que asienta la sociedad industrial en un postindustrialismo que crea nuevas formas de producción tayloristas y serializadas. Pero en este postindustrialismo se hace necesaria la despolitización de los ciudadanos que quedan clasificados como segmento de consumidores. El reforzamiento y consolidación de la Industria de la Comunicación y de la Cultura para Masas asegura definitivamente el control de la economía por intereses particulares; mas, al mismo tiempo ese control requerirá, como elemento intrínseco, el final de las ideologías valoradas como imágenes y representaciones intelectuales y creativas que buscan llegar a una nueva realidad y a una nueva organización de la sociedad. Esto es precisamente lo que se tratará de evitar por todos los medios posibles. En un primer momento, la tesis del final de las ideologías, y su continuadora teórica: la Post-Modernidad y sus defensores, harán todo lo posible para justificar ideológicamente la nueva situación de acumulación capitalista post-industrial.

La Post-Modernidad, por consiguiente, no puede interpretarse sin referirse primordialmente a la modificación de los fundamentos intelectuales que habían prevalecido en la definición del concepto de democracia desde su moderno planteamiento por el pensamiento ilustrado del siglo XVIII. En efecto, para los clásicos del pensamiento político y social de la Modernidad, la democracia participativa nacía del impulso y fomento del desarrollo y capacidades humanas. Para ello, la publicación de una obra tan monumental como la Enciclopedia edificaba unos principios que garantizaban la prosperidad y desarrollo social. Estos principios se resumían en los siguientes:

- El impulso a un modelo de racionalidad causal capaz de proporcionar un conocimiento que condujese a una sociedad civilizada y cooperativa.

- En esa búsqueda de una sociedad cooperativa la educación significará el proyecto de un perfeccionamiento de las facultades y aptitudes humanas en la dirección de un desarrollo ético de los ciudadanos.

- Como resultado de los dos principios anteriores el progreso intensifica la expansión de la prosperidad colectiva y el incremento de las posibilidades de bienestar individual y colectivo.

- La Historia, por tanto, se interpreta como un recorrido en el tiempo en el que la humanidad, (pese a sus avances, pero también sus retrocesos, -los corsi y ricorsi de Juan Bautista Vico en su "Ciencia Nueva"-) (31) marcha hacia un ascenso en la mejora de una ciudadanía que deviene en cosmopolita en una realidad humana y social en paz perpetua.

Kant, Montesquieu, Rousseau, Mill, pero asimismo Lessing o Condorcet resuenan en sus consideraciones esenciales sobre los límites del poder y el carácter central que la libertad y la justicia tienen en un orden democrático de voluntad general. Sin embargo, las cuestiones éticas van a ser relegadas en unas relaciones de producción capitalistas en las que niños y mujeres formarán parte del proletariado "sin Historia" que se desarrolla a lo largo de todo el siglo XIX. Las obras de Dickens, Balzac o Zola nos describen la neutralización de los ideales ilustrados. Democracia y capitalismo se van a constituir en el gran dilema al que se llega en un crispado siglo XX. Y en esa crispación, la herencia teórica clásica de la Modernidad se hace molesta e inoportuna. El debate que la Post-Modernidad emprende en contra de los postulados de la Modernidad, va a convertirse, en último termino, en la controversia esencial sobre cómo establecer una distribución restringida del poder y una limitación del consenso (32). Se llega entonces a las modificaciones de los ideales de la Modernidad transmutados en postulados de la Post-Modernidad. Y de este modo las modificaciones no dejarán de ser:

- Se transforma la razón crítica en razón cínica con lo que se debilitan las esferas públicas de la ciudadanía al socavarse los criterios de cooperación. El modelo hobbesiano de una "guerra de todos contra todos" explotará un tipo de hedonismo en el que la rivalidad en la búsqueda de riqueza y éxito alienta "un narcisismo autista" en el que el deseo encierra a los individuos en un Yo cerrado y competitivo.

- La banalización, entonces, seduce a esas personalidades narcisistas de manera que la superficialidad desarrolla una crisis intelectual y de creatividad sin precedentes. El Arte se hace Moda, y el Pensamiento se convierte en una Opinión Pública encauzada y dirigida por las industrias del consumo cultural e intelectual. Es como afirmaba Gilles Lipovetsky, una era de vacío pero de vacío programado por las multinacionales del ocio y del entretenimiento (33).

- En estas condiciones no es extraño que se debilite la historicidad, tal y como preveía Fredrich Jameson en su "El Posmodernismo, o la lógica cultural del capitalismo avanzado" (34). La Historia, según Fukuyama, en su antihegeliano "El fin de la Historia y el último hombre" (35) ha terminado en "una democracia liberal sin contradicciones", estamos entonces en "el mejor de los mundo posibles", como tan optimistamente saludaba Leibniz. Pero el "final de la Historia" de Fukuyama lejos de posibilitar los ideales de justicia y de libertad de los clásicos, se convierte en el culto a la eficacia de una economía neoliberal que desplaza todos los procesos políticos, sociales y culturales a la regulación de las leyes de oferta y demanda. Estamos, desde luego, en un final pero éste no es el de la Historia sino el agotamiento de una lógica social e ideológica que desvaloriza lo humano y revaloriza los beneficios mercantiles.

- Mas si hay una estructura que queda vulnerada, ésta no deja de ser sino esencialmente la democracia participativa que queda escondida y enmascarada tras una democracia mediática en la que los falsos debates -como los denominaba Pierre Bourdieu-, el "pensamiento basura" (o "fast thinking") y la crónica de escándalos y sucesos sustituyen al modelo de Opinión Pública ilustrada tan defendida como control sobre las estructuras del poder por Montesquieu (36). La cultura de los simulacros y pastiches se impone sobre la reflexión y el pensamiento documentado, tachando a éstos ideológica y engañosamente de "elitistas", en una estrategia en la que se falsifican los criterios racionales mediante la repetición publicitaria y propagandística de eslógans que convierten todas las esferas de la existencia en objetos de compra y venta. Y en esta estrategia de la confusión, la política en las democracias competitivas será objeto de las ansias de negocio de la empresas publicitarias. De este modo, el político "se construye" como si de un cantante de éxito o de un actor cinematográfico se tratase, y su programa de gobierno se fabricará así con frases manidas, falsas dramatizaciones en mítines masivos o proclamas y arengas que recuerdan el análisis que Platón dedicó a los astutos oradores sofísticos en su tan actual y aclarador diálogo "El Político".

En definitiva, la democracia postmoderna resulta de la apoteosis de la disolución de lo político, lo cultural y lo social. En esta apoteosis se deifican con entusiasmo las causas de la desorganización colectiva. Las tensiones y la desorientación colectiva serán el objeto de los telefilmes televisivos y de los programas de entretenimiento. La inseguridad y la indefensión del ciudadano se dramatiza en una y mil películas oscarizadas conjuntamente con unas relaciones interpersonales y entre hombre-mujer sometidas a un sadomasoquismo de consumo para masas (37). La vida privada, en suma, desplaza la actividad pública con una exacerbación de lo instintivo, la "cultura de la marihuana", la moda y el sexo, confirmando la frase de Foucault que constataba cómo la sexualidad en cuanto consumo dirigido, había suplantado el ámbito de la conciencia y de los sentimientos.

Sin fatalismo ni apocaliptismo se podría afirmar que la sociedad postmoderna radicaliza los privilegios del habitus de clase -en terminología de "La distinción" de Bourdieu- (38). Las nuevas desigualdades surgidas en el reino de la lógica del consumo planificado opera como un permanente proceso de diferenciación social. La indiferencia hacia los otros que demuestra la personalidad narcisista se complementa con la sumisión a las novedades que "estén a la moda". Pero con ello, la desorientación y la desilusión colectivas facilitan las posibilidades de un tipo de acumulación económica que se mueve en los márgenes de la democracia a través de clientelismos, informaciones privilegiadas o concentración de poder y privilegio en grupos cada vez más minoritarios y corrompidos. Lo vemos esto en países desarrollados y subdesarrollados. Las facciones minoritarias del poder económico, político y cultural de las sociedades post-industriales, -ya postmodernas-, concentrarán sus prerrogativas frente a unas mayorías a las que se las ha debilitado sus sistemas educativos, adaptando a éstos al funcionamiento de los medios de comunicación masivos para que ninguna contradicción pueda posibilitar una réplica social a los criterios del marketing o de la política entendida como promoción publicitaria. Así y como consecuencia, la rentabilidad y la eficacia finalmente conducen a una crisis cultural sin precedentes, aunque con un antecedente claro en la formación en los años treinta del siglo pasado de unos tipos de personalidades autoritarias -tal y como constató Adorno en su indispensable libro sobre la medición de la personalidad de Escala F o Autoritaria cuando analizó las actitudes de insatisfacción y frustración que permitían tal tipo de comportamiento individual y masivo- (39).

La democracia postmoderna, en conclusión, ya no es sólo una democracia débil cuanto que se puede afirmar que se trata de una forma de neutralización férrea de las instituciones representativas. Se trataría entonces de una contención aplastante de los procesos de toma de decisiones por parte de los ciudadanos. Los acuerdos corporativos y las estrategias políticas centradas en arreglos organizacionales desplazan la legitimidad democrática hacia el grave problema de la legitimidad del Estado. De esta forma, la distribución desigual de los efectos de la crisis económica internacional se dirige e impone a quienes han quedado "desenganchados" de las mercancías de consumo en la era de la Post-Modernidad, -como comentó desenfadadamente en una conferencia restringida un famoso economista haciendo referencia a quienes no disfrutaban de correo electrónico en las sociedades subdesarrolladas y empobrecidas-. En esa desconexión, los márgenes que llevan a la marginalidad cada vez tienen más borrosas las fronteras. Pero no sólo en un Tercer Mundo devastado (40), también en el Primer y Segundo Mundos las desigualdades indican que el culto al hedonismo post-moderno igualmente es un producto de minorías cada vez más atrincheradas en sus estrategias de indiferencia hacia la realidad histórica a la que Fukuyama hará, de nuevo, referencia teórica con su "desdramatización neoliberal del espectáculo" de la pobreza, la ignorancia y de la indefensión.

HACIA LA CREACIÓN DE NUEVOS DERECHOS DE PARTICIPACIÓN: EL DILEMA ENTRE DEMOCRACIA POSTMODERNA O DEMOCRACIA PARTICIPATIVA

Es un hecho objetivo que los fundamentos de la creación de la democracia participativa tuvieron su punto de inflexión desde el mismo momento en el que se defienden unos derechos políticos, sociales y culturales iguales para todos los ciudadanos. Frente a los caprichos y prerrogativas del poder, la participación de los ciudadanos se formula en las transformaciones que la Modernidad trajo como consecuencia de las grandes revoluciones que desde el siglo XVII se han venido sucediendo, como una asociación libre en igualdad de opciones para decidir las condiciones adecuadas para ser gobernados. Este concepto de autonomía implícitamente conlleva la concepción según la cual los sujetos pueden decidir y razonar de una manera consciente y reflexiva.

Sin embargo, como ya se ha comentado, nunca como en nuestros días en el modelo de democracia post-moderna al que nos hemos referido, las posibilidades de neutralización del pensamiento -fundamentado de manera racional- se han hecho tan evidentes. La obstaculización de la capacidad reflexiva de los ciudadanos se convierte, en consecuencia, en uno de los problemas centrales del gobierno de la mayoría. Con ello, el debilitamiento de la democracia supone asimismo el debilitamiento de las facultades de comprensión por parte de la ciudadanía (41). No se trata, desde luego, de los tópicos que las viejas teorías elitistas difundían sobre "la decadencia social por influjo de la llegada de las masas". Tanto los Conservadurismos como los Neoconservadurismos, (en sus diferentes versiones de derechas y de izquierdas), culpan a la población de ser la causante del debilitamiento de la democracia y de lo político. Esta cínica explicación, no obstante, del deterioro de la autoridad política y de las condiciones de libertad e igualdad de la ciudadanía, reflejaría el triunfo rotundo de la ideología de la Post-Modernidad, en cuanto ideario de unas minorías interesadas en mantener la democracia débil como modelo de comunidad neutralizadora de las posibilidades de acceso a los procesos colectivos de decisión económica y política.

Por tanto, para atenuar los principios de autonomía, participación e información asistimos actualmente en las democracias occidentales a una acción directa y manipuladora para operar y tratar de neutralizar la democracia participativa mediante la utilización de unas estrategias que reducen la presencia de los ciudadanos en las instituciones y organismos públicos. Entre estas estrategias podríamos finalmente considerar las siguientes:

- El rebajamiento de las instituciones representativas mediante arreglos corporativos que favorecen a los grupos de presión dominantes.

- El deterioro de los sistemas educativos a partir de la divulgación de la trivialidad y la difusión de valores y códigos de conducta mediante los mensajes de unos medios de comunicación de masas en los que la brutalidad se convierte en un comportamiento común y habitual. La población infantil y juvenil, en este punto, será precisamente el sujeto colectivo que asimile y reproduzca tales contenidos de una forma acrítica e imitativas.

- La incentivación de unas psicologías colectivas en las que los prejuicios, tópicos y estereotipos se hacen usuales. Y con ello el desprecio a quienes se consideran "débiles" -mujeres, niños, sujetos excluidos, etc.,- hace aparecer una violencia social que no es más que la lógica consecuencia de esa irracionalidad divulgada tan poderosamente por los mass-media.

- Como resultado de todo lo anterior, el orden democrático legitimo y participativo se va sustituyendo paulatinamente por un orden represivo y de un sutil control subyacente que convierte a los ciudadanos en competidores en una sociedad en la que la organización hobbesiana de la estructura social hace que la lucha exacerbada domine todas las esferas de la existencia.

Como se observa, se hace esencial una nueva reflexión sobre la reivindicación y defensa de un conjunto de nuevos derechos que ya no se refieran sólo a lo político o social. Se trataría entonces de la adopción de una nueva Carta de Derechos Culturales en la que el derecho a la propia autonomía intelectual ante los impactos persuasivos de los canales tecnológicos de comunicación; o, a la par, la posibilidad de una auténtica pluralidad informativa (42) en la que el poder de las coorporaciones mediáticas empresariales no ejerza su labor de bloqueamiento del conocimiento objetivo de los hechos por parte de los ciudadanos nos sitúa, en suma, en la búsqueda de la salvaguardia de las garantías de una democracia en la que su punto de partida sea el respeto a la conciencia autónoma y racional. Es en este punto en donde se tendrán que debatir los fundamentos de la democracia fuerte -la participativa- frente a democracia débil -la legal-, y que no deja de ser un reflejo de la era postmoderna-. La solución de esta dramática contraposición resulta ser el problema central e ineludible de nuestras sociedades.

En conclusión, ya no estaríamos en "las promesas incumplidas" de la democracia, cuanto en una quiebra de las instituciones representativas a causa de la intervención de los procesos internacionales de acumulación pero no sólo en los países en desarrollo sino, también, en los países desarrollados. En estas condiciones, no es posible no volver a recordar las aportaciones más relevantes de la Teoría Crítica, que con la Escuela de Frankfurt, (desde la década de los años treinta del siglo XX), avisaba de la formación de un tipo de industrias dirigidas directamente a la conciencia (43). La industria de la conciencia, nunca como ahora, se está constituyendo en el peligro más acuciante de la entrada en un nuevo siglo y en un nuevo milenio. Pero no sólo el análisis sobre cómo la educación y la cultura son bloqueadas en sus ideales de progreso y civilización colectivos, también la Teoría Crítica avisó sobre un nuevo tipo de personalidad autoritaria centrada en una racionalidad instrumental que convierte a los otros individuos en medios para sus propios fines y objetivos. La personalidad F -o personalidad Autoritaria- no fue simplemente el modelo de individuo dominante en los sistemas de la Europa de los años treinta. Al contrario, este tipo psicológico y social cuya pauta central de conducta es el hecho de humillarse ante los que cree "los poderosos" y humillar a los que considera "los débiles", renace cuando, otra vez, se fomentan sistemas de creencias y de acción en los que prevalece "la ley del más fuerte" (44). Se hace imprescindible, en consecuencia, un retorno y un replanteamiento de los temas centrales del pensamiento crítico, partiendo de una evidencia constatable y fundamental: sin el análisisracional que aclare los dilemas del presente, no es posible la edificación de una democracia real, legítima y justa. Esta firme convicción, en definitiva, tiene que sustentar, y seguir fortaleciendo, el significado y los principios clásicos -pero asimismo contemporáneos e imperecederos-, que fundamentan y establecen los permanentes ideales democráticos de alcanzar, por fin, una sociedad pacificada, solidaria y cooperativa que a través de la participación, el conocimiento y la educación restituya la autoconsciencia tanto en lo individual como en lo colectivo.



NOTAS

(1) Habermas, J.: Problemas de legitimación en el capitalismo tardío. Buenos Aires, Amorrortu, 1986, págs. 168-171.
(2) Lenski, G.: Poder y privilegio. Buenos Aires, Paidós, 1969. págs. 57-85.
(3) Weber,M.:Economía y Sociedad.México,Fondo de Cultura Económica,1983, págs. 170-214.
(4) Lenski, G., o. cit., págs. 155-201.
(5) Aristóteles: Política. Madrid, Espasa-Calpe, 1978.págs. 169-215.
(6) Platón: Obras Completas. Madrid, Aguilar, 1981. págs. 1267-1521.
(7) Hegel, G.W.F.: La Razón en la Historia. Madrid, Seminarios y Ediciones, 1972. págs. 189-233.
(8) Macpherson, C.B.: La democracia liberal y su época. Madrid, Alianza, 1977. págs. 86-95.
(9) Held, D.: Modelos de democracia. Madrid, Alianza Universidad, 1992. págs. 15-27.
(10) Barber, B.: "Un marco conceptual: política de la participación", en Äguila, R. del/Vallespín, F. (comp.): La democracia en sus textos Madrid, Alianza, 1998. pág. 291.
(11) Schumpeter, J.A.: Capitalismo, socialismo y democracia. Barcelona, Folio, 1996. págs. 469-503. Tomo II.
(12) Macpherson, C.B.: La Teoría Política del individualismo posesivo. Barcelona, Fontanella, 1970. págs. 197-204.
(13) Schumpeter, J.A, o. cit., pág. 321.
(14) Hayek, F.A. von: Derecho, legislación y libertad. Un a nueva formulación de los principios liberales de la justicia y de la economía política. Volumen II: "El espejismo de la justicia social". Madrid, Unión Editorial, 1982. págs. 211 y sigs.
(15) Hayek, F.A. von, o. cit., págs. 15-26.
(16) Keane,J.:Democracia y sociedad civil. Madrid, Alianza Universidad, 1992. págs. 250-287.
(17) Mattelart, A.:La mundialización de la comunicación. Barcelona, Paidós, 1998.págs. 41-55.
(18) Rusconi, G.E.: "Racionalidad política, virtud cívica e identidad nacional", en Problemas y perspectivas de la democracia. en "Debats". Edicions Alfons El Magnànim, Septiembre, nº 49, 1994, págs. 24-34.
(19) Elster, J. /comp.): La democracia deliberativa. Barcelona, Gedisa, 2000. págs. 13-35.
(20) Beyme, K. von: La clase política en el Estado de partidos. Madrid, Alianza Universidad, 1995. págs. 41-101.
(21) Michels, R.: Los partidos políticos. Buenos Aires, Amorrortu, 1983. Dos Tomos. págs. 131-229. Segundo Tomo.
(22) Schiller, H.: Información y economía en tiempo de crisis. Madrid, Tecnos-Fundesco, 1986. págs. 35-48.
(23) Streeck, W. y Schmitter, Ph. C.: "Comunidad, mercado, Estado ¿y asociaciones? La contribución posible del gobierno del interés al orden social", en Águila, R. del y Vallespín, F. (comp.), o. cit., págs. 472 y sigs.
(24) Habermas, J.: Facticidad y validez. Madrid, Trotta, 1998. págs. 63-105.
(25) Habermas, J.: Historia y crítica de la Opinión pública. Barcelona, Gustavo Gili, 1981. págs. 44-51.
(26) Chomsky, N.: Ilusiones necesarias. El control del pensamiento en las sociedades democráticas. Madrid, Libertarias-Prodhufi, 1992. págs. 175-225.
(27) Vattimo, G.: La sociedad transparente. Barcelona, Paidós, 1990. págs. 89-111.
(28) O'Connor, J.: La crisis fiscal del Estado. Barcelona, Península, 1994. págs. 249-271.
(29) Bell, D.: El fin de las ideologías. Madrid, Tecnos, 1964. Y también en: Bell, D. Las contradicciones culturales del capitalismo. Madrid, Alianza Universidad, 1987. págs. 91-121.
(30) Offe, C.: Contradicciones del Estado de Bienestar. Madrid, Alianza Universidad, 1990. págs. 135-151.
(31) Vico, J.B.: La Ciencia Nueva. Madrid, Aguilar, 1976. págs. 235-242.
(32) VV.AA.: La Post-Modernidad. Barcelona, Kairós, 2002. págs. 19-37.
(33) Lipovetsky, G.: La era del vacío. Barcelona, Gedisa, 1986. págs. 34-49.
(34) Jameson, F.: El Posmodernismo, o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Barcelona, Paidós, 1991. págs. 41-61.
(35) Fukuyama, F.: El fin de la Historia y el último hombre. Barcelona, Paidós, 1996. págs. 15-35.
(36) Bourdieu, P.: Sobre la televisión. Barcelona, Gedisa, 1997. págs. 13-55.
(37) VV. AA.: Masochism. Nueva York, Zone Books, 1989. Y, en concreto, el análisis de Gilles Deleuze en, "Coldness and Cruelty".
(38) Bourdieu, P.: La Distinción. Criterios y bases del gusto social. Madrid, Taurus, 1988. págs. 169-223.
(39) Adorno, Th.W. y col.: La Personalidad Autoritaria.Buenos Aires, Proyección, 1965. págs. 229-277.
(40) Amin, S.: El capitalismo en la era de la globalización. Barcelona, Paidós, 1998. págs. 15-27.
(41) Muñoz, B. Teoría de la Pseudocultura. Estudios de Sociología de la Cultura y de la Comunicación. Madrid, Fundamentos, 1995. págs. 301-313.
(42) Bourdieu, P.: Las argucias de la razón imperialista. Barcelona, Paidós, 2001. págs. 47-54.
(43) Adorno, Th.W. y Horkheimer, M.: Dialéctica de la Ilustración. Madrid, Trotta, 1994, págs. 165-213. Asimismo, Muñoz, B. Theodor W. Adorno: Teoría Crítica y Cultura de Masas. Madrid, Fundamentos, 2000. págs. págs. 113-197.
(44) Adorno, Th.W. y col.: La Personalidad Autoritaria. vers. cit., págs. págs. 695-733.


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