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Vamos a distinguir cuatro vertientes fundamentales en las que, a nuestro juicio, se sintetizaría la trascendencia filosófico-sociológica de lo imaginario:I) Fundamento antropológico de lo imaginario. II) Estatuto ontológico-epistemológico de lo imaginario. III) La transfiguración de lo real por lo imaginario. IV) La implicación de lo imaginario en la cotidianidad.
El reconocimiento de la radicalidad antropológico-cultural de lo imaginario ha encontrado una traba en la mentalidad racionalista y cientifista que se ha instaurado en Occidente a raíz de la consolidación de la modernidad. La naturaleza de lo imaginario se circunscribe, como la religión y el mito, a un dominio de la experiencia humana difícilmente evaluable a partir de los criterios de racionalidad diseñados por el cientifismo. La revalorización antropológica de lo imaginario pasa, entonces, por el redescubrimiento de una lógica peculiar de lo aparentemente ilógico, por la dignificación de aquellos órdenes de la experiencia social irreductibles al modelo de racionalidad imperante desde la episteme racionalista y su derivado la Ilustración. El espíritu racionalista se caracteriza por un ilimitado énfasis en explicar lo real en base a un preestablecido esquema lógico racional y, en consecuencia, a subestimar y desvalorizar todas aquellas representaciones culturales que extralimitan dicho esquema. "El programa de la Ilustración –han señalado lúcidamente Adorno y Horkheimer- era el desencantamiento del mundo. Pretendía disolver los mitos y derrocar la imaginación mediante la ciencia" (1)
Edgar Morin (2) ha indicado cómo la génesis de lo imaginario, en sintonía con la magia y el mito, se encuentra estrechamente ligada a la edificación de un recurso cultural necesario para afrontar el destino natural del hombre. El despertar de la condición imaginativa propia del homo sapiens, de la imaginación como folle de la maison, implica la construcción de un mundo subjetivo que solapa al mundo objetivo predado. La brecha antropológica que se deriva del reconocimiento de la transitoriedad de su naturaleza es la que, a juicio de Morin, impulsará la emergencia de un mundo imaginario. El homo sapiens es, inevitablemente, un homo demens, puesto que el fundamento antropológico de la cultura descansa sobre un mundo simbólico-imaginario que emana de una originaria demanda por trascender lo propiamente biológico. Entonces, en la propia génesis de la cultura, existe ya, piensa Morin, un intrínseco componente de irracionalidad, una faceta demens que acompañará permanentemente el decurso de la evolución del ser humano.
Esta consustancial dimensión antropológica ligada a lo irracional, a la sinrazón, está presente en el trasfondo de la naturaleza de lo imaginario, revelándonos cómo el proyecto de conformación de una subjetividad social acorde a unas unilaterales pautas racionales se apoya sobre unos inconsistentes y frágiles pilares. La arquetípica persistencia histórica de lo imaginario estaría señalando, pues, una falla en aquel programa cultural adoptado por Occidente en el que se proscribe o anatemiza cualquier instancia antropológico-cultural que se deslinde de la hegemónica racionalidad dominante, un hiato indicador de un rechazo a una connivencia entre lo racional y lo irracional, entre lo lógico y lo alógico, entre la realidad y el sueño. Algo bastante similar a Morin sostiene Cornelius Castoriadis (3), quien, polemizando con una, a su juicio, simplificadora interpretación de la radicalidad de lo imaginario llevada a cabo por el marxismo y el psicoanálisis, afirma la existencia de una originaria creatividad inscrita en la imaginación que está indisociablemente ligada a la potencialidad del deseo. Según Castoriadis, Marx y Freud han tratado de derivar la naturaleza de lo imaginario de un déficit o carencia previa que es sublimada bajo una figuración compensatoria que la suple y encubre. A su juicio, por el contrario, lo imaginario es el resultado del despliegue de una fantasía que intenta restaurar una identidad originaria del sujeto, un núcleo monádico caracterizado por una originaria indistinción de sujeto y mundo, que había sido fracturada como consecuencia de las pautas institucionalizadas de socialización que le habían conferido una identidad racional. Así pues, la fantasía sería ese elemento genuinamente constitutivo de la psique en el que se expresaría una imaginación radical que nos remitiría a aquel estado de locura primigenia en el cual el sujeto estaba poseído por una completud de sentido. El contexto racionalista y positivista en el que se enmarca el pensamiento freudiano es el factor que, para Castoriadis, lo imposibilitaría para descifrar toda la fecundidad psico-social de lo imaginario, es su notorio énfasis en reducir la naturaleza de lo imaginario a causas explicativas materiales lo que le impediría reconocer que la imaginación radical preexiste y preside a la actividad específicamente pulsional.
Desde el campo de la antropología ha sido Rogerd Bastide (4) quien más se ha ocupado en profundizar en una sociología del sueño en la que se nos muestra cómo en las llamadas sociedades primitivas el mundo del sueño, que nos vincula al mito, está perfectamente imbricado en sus prácticas cotidianas. En este tipo de sociedades, pues, el sueño es un elemento que constituye y engloba la realidad en la que se integran los individuos. De manera que la fantasía esta entremezclada espontáneamente y en una perfecta amalgama simbiótica con lo real, no necesitaría, por tanto, reivindicar una explícita localización cultural en la que materializarse. Sin embargo, afirma Bastide, es posteriormente, como resultado del proceso de secularización de la cultura y de la creciente importancia asignada a la producción en las sociedades occidentales, cuando el sueño se ve desplazado hacia una ubicación fronteriza en el ámbito de lo imaginario, cuando es confinado fuera de los márgenes de la centralidad social. Es así, como lo mágico, lo mítico, lo onírico, se convierten en algo extraño, devienen en ámbitos en los que el individuo encuentra una mera suerte de compensación o evasión a una inerme realidad en la que se haya inmerso. Así, mientras en las sociedades primitivas el mundo imaginario está totalmente imbricado consustancialmente en ellas, en una solución de continuidad con el mundo real, la instauración de la modernidad, con los efectos sociales que conlleva, es el detonante que fractura este cordón umbilical que liga realidad y sueño. Romanticismo y surrealismo han sido los dos proyectos estéticos que trataron de reanudar este dañado cordón umbilical para reincorporar el sueño a la vida. De ahí que, según Bastide, lo imaginario se haya erigido en ese privilegiado espacio residual en donde aún puede expresarse la fuerza vivificadora del sueño que impregna y coloniza la realidad."Desde este punto de vista transcultural se nos ha hecho notorio que entre los primitivos el sueño crea cultura, mientras que entre nosotros, a la inversa, la cultura crea al sueño" (5)
La obra emprendida por Gilbert Dürand a partir de los años sesenta del pasado siglo constituye la mayor ambición teórica por desentrañar la radicalidad cultural de lo imaginario. Su intento de profundización en las estructuras figurativas sobre las que descansa lo imaginario tiene como propósito el reconocimiento de un estatuto ontológico de lo imaginario que había pasado desapercibido a las hermenéuticas reductivas, aún inspiradas en un modelo racionalista, de Freud y Levi-Strauss. De este modo, Dürand buscó superar cualquier posible formulación de lo imaginario que lo identificara a un simple epifenómeno sintomático derivado de una subyacente realidad que lo explicaría, trató de ir más allá de una desmitificadora sospecha teórica para la que lo imaginario sería una mera traducción de unas ocultas instancias que en realidad lo sostienen. Por el contrario, Dürand atribuye una consustancialidad antropológica a lo imaginario que se enraíza en su primordial función homeostática y que se despliega en cuatro niveles: Vital, Psico-social, Antropológico-cultural y Teofánica. De manera que, piensa Dürand, a través de lo imaginario se expresaría un dinamismo que emana espontáneamente de la condición humana como resultado de una demanda por reinstaurar un equilibrio que restaure las carencias, desajustes y desarreglos culturales, o de un ansia por rebelarse y transcender, por eufemizar, su prefijado destino natural (6). Lo imaginario es una dimensión esencial en toda cultura, respaldada por lo que denomina como trayecto antropológico, a saber, el incesante intercambio existente entre el deseo y la presión del medio cósmico y social (7). En todas las culturas, existe un régimen imaginario, universal, transcendental y arquetípico que se encuentra subyugado por la coerción del medio cultural, por una presión pedagógica, y que ansía liberarse de las constricciones que lo atenazan. Una vez que éste se proyecta, acaba finalmente adquiriendo una solidificación que frustra una emergente y novedosa demanda arquetípica, conformando, entonces, una irresoluble tensión inherente a toda civilización. El fundamento de lo imaginario radicaría, más allá de una consideración como compensación funcional de una carencia previa al modo del freudismo, en una precondición propiamente transhistórica vinculada a una demanda por substraerse e insubordinarse al devenir temporal, a un ansia por instaurar la esperanza existencial frente a la nada. He ahí, para Dürand, en lo que descansa la función eufémica, definitoria de la imaginación, que se encarna en experiencias creadora como el arte y la religión."Porque con frecuencia se ha dicho, de diferentes formas, que se vive y se canjea la vida, dando un sentido a la muerte no por las certidumbres objetivas, no por las cosas, las mansiones y las riquezas, sino por las opiniones, por ese lazo imaginario y secreto que une y enlaza el mundo y las cosas en el corazón de la conciencia: no solamente se vive y se muere por ideas, sino que la muerte de los hombres es liberada por imágenes. Por eso, lo imaginario, lejos de ser vana pasión, es acción eufémica y transforma el mundo según el Hombre de deseo" (8)
Existe una ligazón entre el papel asignado a la imaginación, sobre la que descansa lo imaginario, en el pensamiento de Dürand y el que ya le había atribuido Gastön Bachelard. Para este último, por medio de la ensoñación poética se recuperaría esa imaginación creadora en la que está constantemente instalada la infancia, que pervive en la poesía y que es doblegada a la imposición de un mundo objetivo. La esencia de lo imaginario, pues, tendría sus raíces en un onirismo que si bien es la condición fundamental del ser humano ha sido reprimido por los imperativos de la civilización. Se expresaría en la figura del poeta, del individuo presa de la ensoñación, en cuanto eco de un pasado desaparecido, de una infancia abortada (9). El despliegue de la imaginación, entonces, ensancharía el horizonte de lo real, alumbraría una irrealidad que, socavando los márgenes de la vida, nutriría de posibilidades a la realidad. Lo imaginario es el resultado de una proyección fantasiosa que, una vez solidificada, ilumina modos de reinvención de la realidad, constituyendo una auténtica estetización de la existencia.
II. El estatuto ontológico-epistemológico de lo imaginario
La trayectoria del pensamiento occidental descansa sobre un originario dualismo ontológico que, procedente del platonismo, dicotomiza el orden de lo material y el de lo ideal, el dominio de lo real y el de lo imaginario. Idealismo y materialismo perpetuarán históricamente esta dicotomía, aunque, evidentemente, bajo formulaciones radicalmente contrarias. Ambas perspectivas teóricas, sin embargo, resultarán estériles al tratar de descifrar la naturaleza de la vida social, dado que es preciso reconocer que lo imaginario está implicado en aquello que aceptamos como real, estructura y constituye la realidad socialmente instituida. Una comprensión profunda de la lógica social pasa por la afirmación de una novedosa ontología social en la que se revalorice el componente imaginario que impregna nuestra asunción de lo real. Así, imaginario y realidad se entremezclan en una indisociable simbiosis que conforma aquello admitido habitualmente como realidad. Raymond Ledrut (10) ha propuesto, desmarcándose del materialismo y del positivismo, la noción de forma social como elemento teórico clarificador de la interdependencia existente entre lo real y la representación, entre lo objetivo y lo subjetivo, de la conformación de nuestra íntima significación de la realidad."El realismo banal - sostiene Ledrut- quiere depurar la sociedad de sus imaginarios, pero olvida que estos son reales y forman parte de la sociedad real" (11). Y un poco más adelante añade "Esos imaginarios no son representaciones, sino esquemas de representación. Estructuran en cada instante la experiencia social y engendran tanto comportamientos como imágenes reales" (12)
Desde una perspectiva análoga a la de Ledrut, Castoriadis insiste en cómo nuestra específica significación de lo real está configurada a partir de un magma de significaciones imaginarias que dotan de consistencia y certidumbre a lo real, institucionalizando finalmente una definición de aquello aceptado como realidad "Lo que hay que decir, evidentemente, es que las cosas sociales no son "cosas", que no son cosas sociales y precisamente esas cosas sino en la medida en que "encarnan" –o mejor, figuran y presentifican– significaciones sociales" (13). Aquello, pues, asumido cotidianamente como una inquebrantable realidad social no es más que una solidificada interpretación construida a partir de lo imaginario, el cual, de este modo, delimita un umbral de una incuestionable y aproblematizada realidad. Una vez desmoronado el presupuesto teórico que concebía la realidad social en términos de objetividad, de dato independiente del sujeto, descubrimos cómo lo imaginario se haya estrechamente implicado en nuestra misma consideración de lo real.
En lo concerniente específicamente a la evaluación de la condición epistemológica de lo imaginario, urge desligarse, también, de un presupuesto racionalista e intelectualista que recorre el decurso de la historia del pensamiento occidental. La entronización de un prefijado modelo de racionalidad que enjuicia las diferentes expresiones culturales desde una razón abstracta, formal y conceptual impide el reconocimiento de una particular verdad de lo imaginario que descansa en un orden experiencial alternativo al paradigma racionalista dominante. La verdad de lo imaginario se asienta sobre el plano, por recordar a José Ortega y Gasset (14), de las creencias y no sobre el de las ideas, sobre el orden de la vida y no sobre el del pensamiento. Una razón vital es aquella que está capacitada para dignificar una expresión presuntamente irracional desde un hegemónico y excluyente modelo de verdad marcado por un prejuicio intelectualista. Esto entrañaría examinar la naturaleza epistemológica de lo imaginario al margen del criterio de verdad o falsedad establecido desde un presupuesto teoricista y/o racionalista, destacando, entonces, un significado de verdad alternativo en el que aquellas representaciones culturales derivadas de la fantasía, de la ficción o de la fabulación también pudieran poseer un rango de verdad. La revalorización epistemológica de lo imaginario pasa, entonces, inevitablemente, por el desvelamiento de la inevitable asintonía existente entre razón teórica y vida. Reapropiándonos de la afirmación de Henri Bergson "el homo sapiens, el único dotado de razón, es también el único que puede hacer depender su existencia de cosas irracionales" (15). Así pues, el orden de lo imaginario no debiera ser identificable al de un rango de doxa que exigiría su superación por una episteme representada por una recta razón.
A este respecto, Dürand ha señalado cómo la crítica desmitificadora de lo imaginario en nombre de la objetividad científica, propuesta por el racionalismo y el positivismo, condena al ser humano a un desencantamiento de su existencia, a una cosificadora mutilación de la dimensión creadora en la que se enraíza el ensueño y la ilusión."Aquí más que en ninguna otra parte, no podemos tomar nuestro deseo particularista de objetividad civilizada por la realidad del fenómeno humano. En este terreno las "mentiras vitales" nos parecen más verdaderas y válidas que las verdades mortales" (16).En suma, cuando se trata de encarar una epistemología de lo imaginario es urgente desmitificar previamente el axioma racionalista que ambiciona una absoluta reducción de las diferentes expresiones no-racionales de la vida social a una unilateral explicación racional.
III. La transfiguración de lo real por lo imaginario
Se ha recalcado con insistencia que la cultura occidental se caracteriza por aquello que Max Weber catalogó certeramente como un desencantamiento del mundo (17). El pensamiento crítico de la modernidad, en sus distintas variantes, ha puesto de relieve cómo el despliegue de la racionalidad instaurada en la época moderna desencadena una creciente cosificación del mundo de la vida en el que se arraigan las subjetividades sociales (18).A raíz de ella, los diferentes ámbitos de la vida social se ven colonizados por una unidimensional racionalidad que proscribe aquellos aspectos de lo social reacios a su plegamiento a una hegemónica lógica instrumental y productiva. En consecuencia, lo imaginario queda radicalmente excluido del espectro de vida dominante, puesto que difícilmente puede encajar en el seno de una civilización consagrada al mito prometeico que entroniza el dominio y la explotación de la naturaleza al servicio de la producción como signo inequívoco de progreso. De este modo, la cultura moderna exilia la imaginación, la ensoñación, lo lúdico, desprovee de magia y de fantasía a la cotidianidad.
No obstante, siguiendo a Dürand, es preciso reconocer que la imaginación posee una consustancial dimensión arquetípica propiamente eufémica, que la naturaleza de la fantasía implica una connatural rebelión e insubordinación ante la imposición de una cosificada realidad (19). Del mismo modo, precediendo a Dürand, Bachelard señalaba cómo la imaginación crea realidades alternativas a la establecida, cómo alumbra posibilidades de realidad que ensanchan el horizonte del mundo (20). Puede afirmarse, pues, que lo imaginario nace de un perpetuo desajuste existente entre lo real y lo posible, de una fantasía que no se resigna a ser doblegada a los imperativos que la constriñen, de un ansia arquetípica de ruptura con las coacciones de lo real. Lo imaginario no es un mero dominio de evasión o compensación sublimadora, sino un recurso antropológico para instaurar expectativas de realidad y, de este modo, transfigurar la realidad socialmente solidificada. Morin habla, en este sentido, de una estetización de lo real por lo imaginario, de una investidura de lo real por un sueño que, como la magia y la religión, libera y proyecta deseos, aspiraciones, angustias y creencias, individuales y colectivas, que fueran vetadas y sepultadas por la realidad (21). Así, lo imaginario se convierte en una instancia propiamente contrareificadora, a través de la cual se reencanta la existencia, se reintroduce el sueño que fuera clausurado por la modernidad, en la vida. Si la consolidación de la civilización moderna discurría paralelamente a una creciente cosificación de la existencia, la apelación a lo imaginario posibilita el cumplimiento de una acuciante demanda por trascender la conversión moderna de la subjetividad en objetividad, por remagizar una aséptica cotidianidad. Ocurre lo anterior, piensa Morin (22), en el caso de la ensoñación a la que se abandona el espectador cinematográfico, en la que se produce un verdadero desdoblamiento de lo real, en la que emerge el doble, es decir la proyección espectral que acompaña permanentemente al individuo víctima de la cosificación moderna, reafirmándose, de esta manera, la eterna condición antropológica propiamente fantasiosa que preside lo imaginario. Es el delirio ensoñador que, reprimido y ocultado por el desencantamiento del mundo moderno, sale a la luz para revivificar lo real.
Por tanto, no debería ser motivo de extrañeza, como destaca Georges Balandier (23), que de una cultura hiperracionalida y aséptica como la actual se segrege, como contrapartida, la efervescencia de un imaginario que destape la ensoñación socialmente frustrada o, también, una compleja coexistencia de modernidad e imaginario que configure un tecnoimaginario, en el que se conjuga la fuerza de la imágenes y la magia de las máquinas complejas. De este modo, lo imaginario se introduce y actúa en el seno mismo de la modernidad, explora nuevas modulaciones que se ensamblan con las innovadoras realizaciones tecnológicas propiciadas por el desarrollo de la modernidad.
IV. La implicación de lo imaginario en la cotidianidad
Pese a que la motivación originaria que alentara la instauración de la modernidad haya sido la materialización de una acusada planificación y administración racional de la vida social, lo imaginario ha conseguido pervivir en los confines de la institución social, en espacios sociales intersticiales que han sido reacios a su colonización por la aséptica y hegemónica razón moderna. De ahí que lo más genuino de la cultura popular haya conservado un reservorio mitológico, de fantasías y de ficciones que impregnan su representación del mundo y su peculiar modo de vida. El mundo imaginario, forjado a partir de una proyección creativa intrínseca a la imaginación, integrado por un depósito de leyendas, mitos o figuras nacidas del despliegue de la fantasía, es una parte fundamental en la conformación de la significación de lo real en este tipo de cultura. "La realidad –afirma Michel Maffesoli- es reconocida porosa, o mejor constituida de aquello que no posee realidad" (24)
Como ya hemos señalado anteriormente, a raíz de la modernidad se pone en funcionamiento una racionalidad unidimensional que coloniza los diferentes plexos de la vida social. De esta manera, el auge de las múltiples modulaciones a través de las cuales se encarna lo imaginario en la cultura contemporánea, tales como el cine, la literatura o incluso la iconografía de la cultura de masas, puede ser interpretado como una demanda antropológico-cultural por reintroducir la fantasía y el ensueño en una inerme vida cotidiana, por reencantar, en suma, la realidad. En ellas, la imaginación busca trascender lo real por medio de la ficción, edifica realidades alternativas que desafían la identificación de lo posible con lo dado. La cultura contemporánea testimonia un abanico de espacios sociales que nutren el irrefrenable anhelo de una imaginación que ansía substraerse a la coerción del espacio y el tiempo cotidianos.
Por otra parte, cabe resaltar que la insubordinación de la imaginación ante los dictados de lo real ha sido el estímulo originario que ha dinamizado históricamente a las utopías. Las utopías son un resultado del proceso secularizador que, como consecuencia del desmoronamiento de la concepción del mundo amparada en la transcendencia, trata de materializar el añorado paraíso cristiano en una dimensión histórica de futuro. "Sólo se designarán -afirma Karl Mannheim- con el nombre de utopías, aquellas orientaciones que trascienden la realidad cuando, al pasar al plano de la práctica, tiendan a destruir, ya sea parcial o completamente, el orden de cosas existente en determinada época" (25). El componente esencial que moviliza a las utopías es, siguiendo a Mannheim, el de un deseo que, no encontrando satisfacción en lo real, trata de trascender la realidad establecida, que ambiciona engendrar lo posible a partir de lo imposible. En la época moderna, la utopía adquirió una proyección de futuro, se configuró como una promesa histórica a alcanzar que orientaba, a modo de referente, el dinamismo de la vida social. La utopías -señalara Ernst Bloch- proponen sin más el mundo mejor, como el mundo más hermoso, como una imagen perfecta, tal como la tierra no ha conocido aún. En medio de la miseria, de la crueldad, de la dureza, de la trivialidad, proyectando o conformando, se abren ventanas hacia el futuro llenas de luz" (26)
No obstante, siguiendo a Michel Maffesoli (27), uno de los rasgos determinantes de nuestra época es la creciente importancia de un presentismo que socava la concepción de la historia propia de la modernidad en la que se delegaba y posponía en utopías de futuro la proyección del deseo como afirmación de la vida. De modo que la rebelión ante lo real característica de la imaginación parece canalizarse hacia lo que Alain Pessin (28) cataloga como un art de l´esquive, un imaginario de ruptura del orden social que provoca fisuras nuevas, que busca unas vías de expresión a su insatisfacción con lo real alternativas al discurso global, emancipador e ideológico-político forjado en la modernidad. Así, señala Pessin, "la utopía descubre por vez primera el placer de su concretud" (29). La utopía ya no se proyecta hacia el logro de un ideal de futuro, sino que, por el contrario, se configura como una insubordinación permanente que se expresa en una invención y experimentación de nuevas posibilidades de realidad originadas en la imaginación y fijadas a lo presente. En lugar de perseguir una meta histórica que preoriente la fuerza transgresora de la imaginación hacia el futuro, lo imaginario se torna, como ha apuntado Jean Duvignaud (30), propiamente anómico, se asienta sobre una heterogeneidad de microespacios sociales que tratan de subvertir puntualmente la realidad establecida pero sin un ideal histórico a realizar. En este contexto, cobra un especial relieve la efervescencia de un neotribalismo, sobre el que tanto ha insistido Maffesoli, en el que se expresaría una socialidad de base que no se reconoce en ningún proyecto o finalidad histórica y que, sin embargo, configura una identidad comunitaria en torno a un imaginario común, al mismo tiempo que concentra su preocupación en torno a una reafirmación de la vivencia del presente (31). Se trataría, a juicio de Maffesoli, de una transformación de las grandes utopías en pequeñas utopías intersticiales que tratan de reconquistar aquellos aspectos oníricos, lúdicos, imaginativos que habían sido eclipsados por la racionalidad moderna.
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(*) Licenciado
en Filosofía por la Universidad de Santiago de Compostela. Diploma
de Estudios avanzados de Filosofía por la USC. Título del
Trabajo: La recepción habermasiana de la primera Teoría
Crítica. Doctor en Sociología por la USC. Título
de la Tesis: Imaginarios sociales y crítica ideológica.
Profesor Titular de Filosofía y Sociología en el IES Chano
Piñeiro (Pontevedra). Miembro del GCEIS (Grupo Compostela de Estudios
sobre Imaginarios Sociales: Facultad de Ciencias Sociales y Políticas
de la USC. Ha publicado trabajos entre otras Revistas en Anthropos,
Sociétés, Revista de Occidente, Sociedad Hoy,
Comunicación y cultura, Nómadas. Ha participado
como Investigador invitado en las sesiones del Seminario sobre Imaginario
social del CEAQ (Centro de Estudios sobre lo Actual y lo Cotidiano) de
la Université René Descartes. París V: Sorbona bajo
la Coordinación de Isabel Tiret y la Dirección de Michel
Maffesoli.
(1) Max Horkheimer
y Theodor Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Madrid,
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(2) Edgar Morin,
El paradigma perdido. Ensayo de bioantropología, Barcelona,
Kairós, 2000, pp.113-173.
(3) Cornelius
Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona,
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(4) Roger Bastide,
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(5) Ibid., p.62.
(6) Gilbert Dürand,
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(7) Gilbert Dürand,
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(8) Ibid., p.409.
(9)Gaston Bachelard,
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1997, p.153, 168.
(10) Raymond
Ledrut, Le forme et le sens dans la soicété, París,
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(11) Raymond
Ledrut, Société réelle et société
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p.42-43.
(12) Ibid., 1987,
p.45
(13) Cornelius
Castoriadis, La institución imaginaria de la sociedad, Barcelona,
Tusquéts, 1989, pp.306-307.
(14) José
Ortega y Gasset, Ideas y creencias, Madrid, Alianza, 1993, p.23-38
(15) Henri Bergson,
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1996, p.126
(16) Gilbert
Dürand, Las estructuras antropológicas de lo imaginario,
Madrid, Taurus, 1981, p.404.
(17) Max Weber,
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(18) Max Horkheimer,
Crítica de la razón instrumental, Buenos Aires, Sur,
1973; Max Horkheimer y Theodor Adorno, Dialéctica de la Ilustración,
Madrid, Trotta, 1994; Hannah Arendt, La condición humana,
Barcelona, Paidós, 1998; Georg Simmel, Sobre filosofía
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(19) Gilbert
Dürand, Las estructuras antropológicas de lo imaginario,
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(20) Gastön
Bachelard, Poética de la ensoñación, México,
FCE, 1997, p.170.
(21) Edgar Morin,
Le spritu du temps, París, Libre du Poche, 1981, p.91-92.
(22) Edgar Morin,
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(23) Georges
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(24) Michel Maffesoli,
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(25) Karl Mannheim,
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(26) Erns Bloch,
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(27) Michel Maffesoli,
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(28) Alain Pessin,
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pp.177-217.
(29) Ibid., p.188.
(30) Jean Duvignaud,
Herejía y subversión. Ensayos sobre la anomía,
Barcelona, Icaría, 1990, pp.25-36.
(31) Michel Maffesoli,
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de masas, Barcelona, Icaría, 1990, pp.107-131; La contemplation
du monde.Figures du style communautaire, París, Grasset, 1993,
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