NOMADAS.9 | REVISTA CRITICA DE CIENCIAS SOCIALES Y JURIDICAS | ISSN 1578-6730

Kant, el entusiasmo de la razón
[José Luis Cardero López](*)

I.- SOBRE EL AMOR Y LA POSIBILIDAD DEL BIEN
II.- SOBRE LA ESPERANZA
III.- SOBRE LA ANGUSTIA Y LA MUERTE
NOTAS


I.- SOBRE EL AMOR Y LA POSIBILIDAD DEL BIEN

Walter Benjamin recoge en su libro Personajes alemanes (1), una carta de Samuel Collenbusch dirigida a Kant. La carta está fechada en Gemarke el 23 de enero de 1795, es decir, unos ocho años antes de la muerte de Collenbusch y nueve antes de la muerte de Kant. En la carta no se habla directamente de la muerte; tan solo una breve referencia se hace a la resurrección de los muertos. Se habla del amor de Dios, tal vez de la posibilidad del bien y sobre todo de la esperanza, mientras Collenbusch reprocha a Kant, precisamente, la ausencia de esperanza. Sin embargo, por entre sus lineas, que uno podría imaginar escritas de un tirón con ardor y vehemencia, se desprende un grito de angustia ante la cercana y fria presencia de la muerte. En el juego de esa paradoja (el ardor del pietista de Wuppertal arrojado hacia el profesor de Königsberg y el frio de la muda compañera que ya los aguarda a los dos) se justifica el carácter de la carta y su condición profundamente conmovedora. Parece -según apunta Benjamin en su breve comentario- que Collenbusch dirigió siete cartas a Kant siendo ésta que comentamos la primera de la serie. De todas esas cartas, muy pocas fueron cursadas. Kant recibió ésta, pero no la contestó ¿Porqué?

He leido esas líneas -poco más de una página en el libro de que dispongo- muchas veces. Visto desde nuestra época, es un testimonio breve de alguien que ya ha cruzado la tremenda linea y se ha enfrentado con el misterio mas terrible que se presenta ante la humanidad (...Pero ha pasado el tiempo / y la verdad desagradable asoma: / envejecer, morir, / es el único argumento de la obra, dirá Gil de Biedma). Durante la lectura retornaban a mi memoria las imágenes de una estremecedora pieza de teatro de E.T.A. Hoffmann: Los últimos dias de Emmanuel Kant. En el marco de la ficción escénica se veía a un Kant decrépito, casi paralizado, silencioso, dejando fluir a su alrededor el torrente de la vida: criados, visitantes ocasionales, colegas que rendían la obligada venia al célebre profesor, curiosos que asomaban de vez en cuando, ya que pocos espectáculos hay mas fascinantes que el juego entablado por la muerte con sus presas...

En un enorme salón ruinoso, donde apenas se filtraba un rayo de luz, Kant pasaba sus últimas horas. Preguntarse -como intentaba Hoffmann- sobre los pensamientos de aquél moribundo -o de cualquier otro- es igual que hacerlo acerca del propósito y la finalidad de la vida. ¿En qué piensa quien va a morir en breve y lo sabe? ¿Porqué ese silencio obstinado? ¿Porqué la oscuridad? En una de las Comedias Bárbaras de Valle-Inclán, su protagonista, Don Juan Manuel Montenegro, afirma también en una hora muy negra: Quién ha visto la luz de la muerte, ya no quiere ver otra luz. La luz de la Muerte. La luz de la Oscuridad postrera. ¿Alentará quizá en el seno de esa negrura del no-ser una claridad que nuestros ojos pequeños y perecederos no pueden soportar? ¿Será tal vez esa tiniebla -como algunos afirman- el paso iniciático necesario para que, mediante él, quedemos facultados para otro conocer, superior, definitivo?, ¿O será el anuncio de la nada que nos aguarda tras el umbral?

En la carta de Collenbusch, el miedo acecha tras la esperanza manifestada y se acusa su presencia a través de la profunda melancolía que emana de esas líneas. El que escribe es un hombre viejo, un septuagenario casi ciego –muy cerca de la ceguera, dice- que, como médico, no podía engañarse sobre el significado de los signos del deterioro físico que anuncian el final. Tanto es así que cuando afirma estar muy cerca de la ceguera, quizá lo que en realidad quiere señalar es que se halla muy cerca de la muerte.

Por otra parte, en la carta nos encontramos con una referencia al plan de Dios y a sus líneas de actuación más importantes: el bien y el amor de Dios como significantes de ese plan sobre el conjunto de las criaturas. La inmortalidad -figura principal del plan divino en el sentir de Collenbusch- proviene en el pensamiento kantiano de la necesidad de resolver el problema práctico al que necesariamente nos conduce la ley moral. También así surge la felicidad adecuada a aquella ley moral. Sin embargo, lo que en Collenbusch se presenta como una especie de condición de partida –Dios confiere la inmortalidad ya lograda, ya hecha a medida del ser humano, solo hay que ser merecedor de ella- requiere, para Kant, una participación del ser en el juego de Dios y, dada esa participación, inmortalidad y felicidad serán un desenlace lógico que, de no producirse, dejaría sin resolver el propio juego. Aquí, como en muchas otras ocasiones, Kant ajusta sus cuentas -calladamente, es decir, con su silencio, con su no-respuesta a Collenbusch, pero también con el peso de toda su obra filosófica- respecto al pietismo. Quizá esta faceta de su silencio tenga al menos tanta importancia como el silencio que a la palabra parece imponer la angustia de la muerte. Veamoslo con mas detenimiento.

El pietismo fue una corriente religiosa surgida en el luteranismo alemán en la segunda mitad del siglo XVII, desarrollada en el XVIII (también fuera de Alemania) y asentada sobre una práctica moral rigurosa: religión del corazón frente a la religión de la mente. Los collegia pietatis fundados en Frankfurt del Main por Ph. J. Spencer eran pequeñas asambleas de cristianos cuya práctica trataba de contrarrestar la esclerotización de la convivencia religiosa y el entumecimiento de la teología protestante, reivindicando un cristianismo activo mediante los seis píos deseos. Entre estos deseos destaca uno -a los efectos de nuestra carta- que llama la atención: desarrollar entre los estudiantes de teología un interés por la salvación tan vivo como su celo por el estudio (2). Las coordenadas de semejante proyecto de renovación religiosa vienen a coincidir con las planteadas, por ejemplo, en el puritanismo; pero su importancia mayor -aparte de la influencia que luego ejercería también fuera del ámbito de la religión (en la música de Händel y de Bach, en la literatura de Schiller, Goethe y Novalis o en el pensamiento de Rousseau y de Kierkegaard)- fue tal vez la reacción que provocó -a la contra- en el propio Kant tras su salida del Collegium Fridericianum y que duraría tanto como su vida: poner en entredicho la metafísica en el gran marco de una crítica de la razón. Es en este marco donde tal vez sea posible situar en una de sus perspectivas la polémica que la carta de la cual nos ocupamos deja entrever.

Parálisis de la palabra ante la angustia de la muerte, quizá, pero también una profunda divergencia filosófica. Porque si seguimos la argumentación kantiana básica en la Crítica de la razón práctica(3), veremos que el bien supremo derivado del plan de Dios (el mejor mundo), es un postulado de la posibilidad de un bien supremo originario (la existencia de Dios). La doctrina moral cristiana será por tanto la representación del mundo como un reino de Dios (R.P., 159) y la virtud, una disposición de ánimo conforme a la ley moral por respeto hacia esa ley. Así, en el mundo (como reino de Dios) la naturaleza y la moralidad llegan a una armonía... que hace posible el bien supremo derivado. Para Kant, por tanto, el plan de Dios se realiza integrando su voluntad (la de Dios) con la del ser humano: La ley moral ordena hacerme en el mundo, del supremo bien posible, el último objeto de toda conducta... Pero ésto, no puedo esperar efectuarlo más que por el acuerdo de mi voluntad con la del autor santo y bueno del mundo (R.P., 160).

Sin embargo, hay algo muy importante expuesto en la argumentación kantiana, que rebota, es decir, que salta a la vista, tan pronto se pone en contacto con las expresiones que Collenbusch vierte en su carta, expresiones que -por su parte- están plenamente de acuerdo con lo predicado en el pío deseo de los pietistas anteriormente citado: el interés por la salvación, que los estudiantes de teología han de desarrollar y mantener en un primerísimo plano de sus afanes. Yo sí espero mucho bien de Dios, mi esperanza es tan grande que no me cambiaría ni por un emperador, quién permanece en esta fe en Dios y en el amor al prójimo...será recompensado...... Collenbusch habla aquí del principal argumento de su fe: la esperanza. Pero ¿esperanza en qué? Es claro. Esperanza en la inmortalidad, en la posibilidad del bien supremo al que toda criatura (humana, se entiende) debe aspirar y hacia la que debe encaminarse con todas las fuerzas y facultades de las que está dotada por el plan de Dios. La felicidad es un bien derivado, primero de aquella esperanza y mas tarde -ya fuera de esta vida- un bien logrado plenamente, por así decirlo, en propiedad, ya que hasta ese momento supremo de la vida que aguarda tras la muerte solamente era disfrutado en usufructo.

Kant, por su parte, nos dice que la moral...no es...la doctrina de como nos hacemos felices, sino de como debemos llegar a ser dignos de la felicidad (R.P., 161). Por tanto seremos un dia partícipes de la felicidad solo en la medida en que hemos tratado de no ser indignos de ella. La conducta moral constituye la condición de la participación en la felicidad; pero la moral no ha de considerarse nunca como una doctrina de la felicidad, es decir, como enseñanza para llegar a ser partícipe de esa felicidad suprema. No se trata de desarrollar un interés específico por la salvación, sino de enmarcar ese interés en el objetivo mas general del plan divino en el que es absolutamente indispensable y necesario participar. La existencia de ese interés del pietismo que muestra Collenbusch, la constancia de su actitud profunda y radicalmente interesada, produce -en la linea argumental kantiana- el no-devenir de la felicidad como resolución del problema práctico al que le arrastra su propio sentir y entender de la ley moral. La necesidad de que acontezca esa resolución, al devenir a su vez en inmortalidad, impone la existencia de la felicidad en el mundo futuro (o su aplazamiento hasta ese mundo futuro), que es precisamente lo que Collenbusch espera y ansía ante la infelicidad presente y sus signos: vejez, ceguera, cercanía de la muerte...

Para Collenbusch, Kant no espera ningún bien de Dios ni en este mundo ni en el mundo futuro. La fe plena de esperanza se opone así a la actitud de la sola razón imparcial, que considera a Dios (en su existencia) como un postulado de la razón pura práctica. En el plan divino, cuando se pregunta por el último fin de Dios en la creación del mundo, no ha de decirse la felicidad de los seres racionales en él, sino el supremo bien, que añade la moralidad -como agente que actúa sobre los seres racionales haciéndolos dignos de la felicidad- a ese deseo de felicidad (R.P., 161). La cuestión reside a mi modo de ver en la diferencia que existe entre ambos planteamientos en relación con lo que Kant denomina el problema práctico, es decir, el trabajo necesario enderezado hacia el supremo bien y con lo que Collenbusch describe como una fe que espera maravillada el bien de Dios. La ley moral conduce a la posibilidad del segundo elemento del bien supremo: la felicidad. Pero ha de hacerlo con el mismo desinterés, por la sola razón imparcial. No hay ningún fundamento para conectar necesariamente moralidad y felicidad proporcionada a esa moralidad y por tal motivo, la espera maravillada de Collenbusch bien pudiera quedar defraudada si su causalidad resultara al fin disconforme con su verdadera disposición de ánimo moral (R.P., 156).

Además, por lo que nos dice Kant respecto a la felicidad (estado de un ser racional en el mundo al cual, en el conjunto de su existencia le va todo según su deseo y voluntad) y por lo que se deduce de la carta de Collenbusch, podríamos considerar que éste tampoco es feliz; no lo es, precisamente en razón de su espera maravillada del mucho bien de Dios. Al menos, no lo es en este mundo, ya que para él no existe concordancia de la naturaleza con el fin total que persigue, ni tampoco, por lo que veremos seguidamente, con el fundamento esencial (del supremo bien, de la felicidad) que es la determinación de su voluntad. Quizá de ahí, tanto como de la angustia derivada de la muerte próxima y anunciada, se desprende el anhelo imperioso y vindicativo de su tono.

II.- SOBRE LA ESPERANZA

Afirma Collenbusch: Yo guardo una fe plena de esperanza que actúa por si misma y mediante el amor al prójimo. Con esta afirmación tajante reprocha a Kant el carácter que parece mostrar de su fe completamente desligada de toda esperanza y de su moral sin amor, en el sentido que los pietistas atribuyen a la religión de la mente, opuesta a su propia práctica de la religión del corazón. Esperanza y amor son en efecto sentimientos del corazón que -en la experiencia del amor humano, al menos- suelen ir profundamente ligados. El amor es sostenido siempre por una esperanza, la de su correspondencia por el ser amado; sin esa correspondencia el sentimiento amoroso puede convertirse en una tortura mental y física, incluso degenerar en una patología. El problema que se presenta aquí es el del traslado de esas emociones humanas hacia el amor divino, es decir, el dirigido hacia Dios que, desde allí -o precisamente por la misma razón de su depósito en la persona divina- se dirige hacia el prójimo. La fe basada en ese amor nunca podrá -como afirma Collenbusch- actuar por si misma por mas que esa sea la intención de su protagonista y ello precisamente por las razones que Kant plantea en su argumentación de la Razón práctica.

La esperanza de la fe, para Kant, se halla directamente relacionada con la posibilidad del bien supremo y desde luego con el conocimiento de dicho bien. Además, para que sea posible el correcto desarrollo de ese proceso, se necesita sobre todo el acuerdo de la voluntad del ser humano con la voluntad del creador. Dice Kant: La sabiduría, considerada teóricamente, significa el conocimiento del supremo bien y, prácticamente, la adecuación de la voluntad con el supremo bien; no se puede atribuir a una sabiduría suprema independiente un fin que sólo estaría fundado en la bondad (R.P., 161-162). Collenbusch atribuye aquí al Creador los rasgos que han de predicarse para las criaturas, sin considerar que el desarrollo de tales atributos (especialmente en lo que se refiere a la esperanza y a la bondad) solo puede pensarse en el conjunto del plan divino, lo que supone ciertamente (la bondad con respecto a la felicidad de los seres racionales) actuar bajo las condiciones limitativas del acuerdo con la voluntad divina como adecuada al bien supremo originario. Esto quiere decir, a su vez, que la santidad de la voluntad de Dios disfruta de esa cualidad siempre y cuando esté de acuerdo y sea adecuada al bien supremo originario. La fe de Collenbusch por tanto, aunque espere maravillada no por eso actúa. Posee todo el carácter de un sentimiento que no precisa en si misma el sostén de la razón. Es, y basta.

El conocimiento del supremo bien no sirve por si mismo ni para el progreso del ser humano ni mucho menos para que, con su concurso, sea posible llevar adelante, hacia su cumplimiento, el plan de Dios. La voluntad divina no encuentra cauce para manifestarse hacia el ser humano o hacia cualquier ser racional únicamente a través de la bondad que sería la que, en su caso, habría de sustentar la esperanza tal y como la expresa Collenbusch. La voluntad divina ha de sujetarse a las condiciones (limitativas, afirma Kant, no para minorar la omnipotencia de Dios, sino tan solo ajustándola a un proceder racional, a un proyecto que excede en su importancia al simple juego de los sentimientos particulares de los elementos de dicho plan) de un acuerdo y de una adecuación.

¿Es justo el criterio de Collenbusch cuando afirma que una fe así está completamente desligada de toda esperanza? Veamos. La fe expresada por Collenbusch ¿a qué esperanza se halla vinculada? Parece que a aquella que, sobre todo, se determina en una relación unívoca mediante la cual se hace posible la utilización del ser humano como medio sin ser nunca fin. Se trata, así, acerca de la esperanza del bien supremo (espera mucho bien de Dios) sin que haya necesidad alguna, ni de un conocimiento (consideración teórica) ni de la adecuación de la voluntad humana con dicho supremo bien (consideración práctica). Solo cabe aquí -y ello coincide plenamente con el pensamiento expresado por los pietistas sobre la necesidad de que la gracia intervenga impetuosamente para que sea posible el acceso al renacimiento del hombre- la esperanza sobre lo determinado por la (¿hipotética?, ¿posible?) bondad de Dios.

No obstante, la gran cuestión continúa siendo en este momento, si cabe siempre y en todo caso aquella bondad divina, o al menos su posibilidad, respecto a los seres humanos. Para Kant, el hombre y cualquier ser racional, es un fin en si mismo. Es decir, no puede ser utilizado nunca únicamente como un medio, ni aún por Dios, sin al mismo tiempo ser también fin. De lo que se trata verdaderamente es del resultado de un acuerdo en el que se integran:

-La voluntad de Dios respecto al "bien supremo originario", traducido (o volcado, si se quiere), en el plan de Dios.

-La voluntad del hombre respecto a la voluntad de Dios, asimismo comprendidas ambas en el plan de Dios.

Collenbusch, con su fe que actúa por si misma y mediante el amor al prójimo se olvida o pasa por alto, al menos desde la perspectiva de la argumentación kantiana, que el último fin de la voluntad de Dios no es -ni podría ser, si se respeta el acuerdo, la concordancia del plan divino- la "felicidad" de los seres racionales, sinó sobre todo el supremo bien. Si Dios fuera solo amor a sus criaturas racionales, el plan divino no estaría completo, ni su voluntad sería acorde ni adecuada con el supremo bien originario. Las criaturas racionales no podrían jamás ser un fin en si mismas sinó que se verían reducidas a desempeñar un papel de medios por los que se expresaría -de forma incompleta, inacabada- la voluntad de Dios. ¿Qué diferencia habría entonces entre esa expresión de Dios y las expresiones de los dioses antiguos que solo exigían de sus criaturas la adoración y el sometimiento mas absolutos e incondicionales? Aquí es posible comprobar como las formulaciones derivadas del pietismo, aun cuando se propongan luchar contra un estado de la espiritualidad al que acusan de caduco y esclerotizado, no tardan en caer ellas mismas -y las actuaciones prácticas que de ellas se derivan- en un endurecimiento y en una rigidez mayores que las que se proponían evitar. Algo parecido ocurrirá con el puritanismo en el seno de la religión anglicana.

Para Kant, la ley moral por sí -es decir, las consecuencias de una práctica que Collenbusch atribuye tan solo a su fe- "no promete felicidad alguna pues ésta, según los conceptos de un orden natural, en general, no está necesariamente unida con la observancia de la ley moral" (R.P., 159). Collenbusch no puede trasladar su fe mas allá de los límites de su propia esperanza personal, salvo con una extrapolación que invalidaría no solo los fundamentos de su fe (su fe sería la manifestación de un sentimiento hacia un Dios que no habría sido capaz ni siquiera de llevar hasta sus últimas consecuencias el plan del mundo trazado por él mismo) sinó que además, ante la falta de acuerdo y de concordancia de las voluntades de Creador y Criaturas, convertiría ese mismo plan en generador de una profunda desigualdad y, por tanto, de desasosiego, de infelicidad, de imposibilidad de actuar, en suma. Mucho me temo que, para Kant, lejos de ser la fe de Collenbusch una fe "plena de esperanza" que no puede ser suplantada por otra "pura fe desligada de toda esperanza", viene a ser en realidad la expresión de una profunda desconfianza tanto en la maestría (si así se puede denominar) de Dios al trazar un plan en el que sus criaturas racionales pudiesen no solo participar sinó ademas actuar, cuanto en la misma capacidad de la razón humana para cooperar en dicho plan con toda la eficacia que su Creador podía esperar.

La esperanza, para Kant, se basa fundamentalmente en una posibilidad de discernir (el "principio de la moralidad" es una ley por la cual la razón determina inmediatamente la voluntad...como voluntad pura" (R.P., 163) ) mas que en una posibilidad -siempre incierta y en cualquier caso discutible- de recibir. La fe del pietista resulta algo así como una planta de salón, que requiere los mas exquisitos cuidados y la mas férrea disciplina y vigilancia; podrá, tal vez, dar flores de belleza sublime, pero nunca será capaz de resistir los rudos vendavales y pruebas del mundo exterior, ni alimentar con sus frutos a nadie. El pietismo -como luego ocurrirá, por ejemplo con el metodismo- basa sus aspiraciones en el hecho de una revelación interior que escoge al prosélito de una manera inefable que está mas allá de cualquier control de la razón. Dios entra así en contacto directo con el hombre, el cual se esfuerza por liberarse del mal y en seguir el camino señalado que le asegura la participación en la redención de Cristo. Aunque mucho mas desarrollados en el metodismo, estos principios obran en el pietismo desde los primeros momentos y son perfectamente observables -incluso dentro de la brevedad del texto- en la carta de Collenbusch. El absoluto rechazo por parte de éste de todo tipo de instituciones, mediadores y rituales (en el cristianismo no valen estatutos, castraciones ni circuncisiones...no valen monacatos ni misas ni peregrinaciones ni ayunos...) proyecta hacia el lector una visión que desea ser profundamente aséptica (es decir, no contaminada por lo que un pietista estricto consideraría puras y simples aberraciones derivadas no ya de la iglesia de Roma sino también del luteranismo) de la fe de Cristo, reducida al simple esquema de Dios es amor y quién está en el amor permanece en Dios y Dios en él, recogido del apostol Juan. Sin embargo, el fanático rigor doctrinal del exilado de Patmos y autor de un texto (el Apocalipsis) que estuvo en su momento muy cerca de ser arrojado al montón de los libros peligrosos y que fue motivo de arduas deliberaciones -no siempre favorables- cuando la iglesia quiso reunir los Libros sagrados en una recopilación autorizada y controlada, ese fanático rigor digo, tuvo que vérselas en su momento con los planes trazados por Pablo de Tarso, auténtico ideólogo y constructor del edificio doctrinario cristiano de los primeros años. Entonces fue, sino rechazado de plano -al fin Juan era el apostol preferido de Jesús- al menos puesto en una cierta cuarentena como algo demasiado radical y excluyente. Resulta interesante constatar, aunque en modo alguno será sorprendente, el papel que los textos de Juan, incluso el mas aceptable y próximo al corpus cristiano clásico -como su Evangelio- tendrían a lo largo de la historia en los movimientos de la Gnosis cristiana, o en el de los fraticelli, así como en todos los movimientos de tipo milenarista o que pretendían un retorno a la simplicidad del principio. La palabra de Juan siempre ha sido fuente e inspiración de reacciones contra los intentos por racionalizar la doctrina de la iglesia. Al parecer también constituía la base en la que se apoyaba la religión del corazón, por lo menos en lo que se refiere a Collenbusch. No cabe duda de que la carta, aunque únicamente fuera por ésto, debió dar mucho que pensar a Kant en lo concerniente al porvenir que podría aguardar a sus propios intentos por prescindir en la religión de la razón de ese misticismo milenarista y propio de colegios de elegidos nada menos que por el Espíritu Santo. Sin duda se hubiera extrañado, pese a todo, de haber podido dar un vistazo al futuro, al comprobar hasta que punto aquellas ideas iban a hacer sentir su influencia no solo en el aspecto religioso, sino también en la conformación ideológica, social y política de la burguesía anglosajona en Europa, pero sobre todo en lo que con el tiempo serían los Estados Unidos de América.

III.- SOBRE LA ANGUSTIA Y LA MUERTE

En medio de sus conflictos con el régimen de Wöllner, que le acusaba de abusar de la filosofía para tergiversar y despreciar algunas de las doctrinas fundamentales y mas importantes de la Sagrada Escritura y del cristianismo, Kant escribe una carta a Spener, fechada el 22 de marzo de 1793. En ella dice: ...Dentro de cuatro semanas cumpliré setenta años. A esta edad dificilmente puede un hombre creer en llegar a influir de ningún modo sobre gentes de espíritu. Y mucho menos sobre el vulgo. Pretenderlo sería trabajo perdido y hasta redundaría en daño de quien se lo propusiera... (4). Pese a tan solemne y circunspecta advertencia, a Kant todavía le quedarán tiempo y ganas para escribir, pleno de ironía y con un punto de sarcasmo dirigido hacia los que se empeñaban en gobernar sobre ideas y sentimientos en la Prusia de Federico Guillermo II, su Pleito de las facultades en 1798. Como dice Cassirer, su humorismo no es mas que la expresión y el reflejo de un proceso interior de liberación filosófica de sí mismo (5).

Si se encontraba en ese estado de ánimo, salvo que tres años antes -es decir, en la época en que recibió la carta de Collenbusch- hubiera pasado por una etapa de depresión o de fatiga, tal vez no fuera -o no fuera del todo- la angustia de la muerte la que cerró la posibilidad de una respuesta. Sin embargo, ya pesaba en su propósito de alguna suerte el esfuerzo llevado a cabo para ejercer influencias o para explicar una vez mas lo que en tantas ocasiones y de manera tan explícita había manifestado. Porque sin duda lo mas exasperante para un autor, tras haber llegado con esfuerzo a diseñar un sistema de pensamiento, es tener que luchar contra los molinos de viento de aquellos que se consideran a sí mismos elegidos de Dios. Y la carta de Collenbusch, con su tono arrebatado y admonitorio, cae desde luego de alguna manera en ese ámbito.

Sin embargo, de esas líneas se desprende -probablemente a pesar de las intenciones últimas de su autor- no solo un tono de advertencia, dirigida por el prosélito hacia el extravagante profesor que solo busca divertirse y divertir con sus invenciones desatadas a un auditorio tan vacío como él mismo, sino también un lamento por la vida que se va y que desaparece. Tal vez Kant no fue insensible a ese ritmo desprendido del lenguaje de Collenbusch y, con independencia de los muchos razonamientos y explicaciones que hubiera podido dirigir a aquél septuagenario un tanto impertinente, tuvo seguramente en cuenta la intención primera de su esfuerzo, la que yacía por detrás de las protestas arrebatadas sobre la importancia del amor de Dios y de la esperanza, ante la fe del corazón expresada por el anciano pietista.

Ser sensible ante la angustia desatada por la proximidad de la muerte es sin duda una cualidad profundamente humana, en modo alguno incompatible con el mantenimiento de un modo de pensar que puede resultar incluso antagónico con cualquier creencia trascendente. Podríamos incluso afirmar -aunque de ello no sería posible extraer ninguna ley general- que esa especial sensibilidad con las creencias firmes y bien intencionadas, suele anidar en los espíritus agnósticos y ateos tanto más cuanto más hayan insistido en el análisis de las motivaciones humanas, que nunca se manifiestan en el vacío, sino que arrastran tras de sí un enorme entramado de razones, de sentimientos, de propósitos, muchas veces oscuros pero casi nunca gratuitos ni estériles. El viejo Collenbusch deja oir, por entre la barahunda de sus afirmaciones arrojadas al oyente que juzga extraviado y al que considera necesario brindar, al menos, el beneficio de una advertencia, deja oir, digo, el aliento de su propio temor ante la muerte que ya está próxima. Dice que considera la resurrección de los muertos el cumplimiento del amor de Dios. La advertencia, dirigida precisamente a un filósofo que para entonces había escrito tantas y tan elocuentes páginas sobre el plan de Dios y acerca de la necesidad de su cumplimiento, era desde luego innecesaria. Ni Kant era un ateo ni sus obras mostraban otra cosa que un profundo respeto por el cristianismo y por las llamadas verdades de la fe. Pero es curioso que Collenbusch adelantara hacia Kant una especie de aviso que, unos años mas tarde, iba a repetirse y esta vez de parte nada menos que del propio rey de Prusia o, al menos, de parte de alguien que hablaba en nombre del monarca y al que no le gustaban ni pizca las libertades que el profesor de Könisgberg parecía tomarse con la religión. Desde luego hay una gran diferencia entre el reproche arrebatado, pero en el fondo pleno de interés y de piedad, del anciano médico de Wuppertal y la conminación regia. La medida de la diferencia viene dada por el propio Kant, que si no contestó a la primera, si lo hizo -y de qué forma- al necio aviso de los autoritarios gobernantes. Bien es verdad que si siempre es posible argumentar con un pietista por sutiles que sean sus intenciones y por enrevesados que parezcan sus razonamientos teológicos, pocas veces se presenta la oportunidad de colocar en su sitio a un monarca pretencioso y a su camarilla de advenedizos y oportunistas. El arma mejor contra los sicarios de un poder estúpido que se considera nada menos que el guardián de la Verdad, es sin duda la fina ironía y el sarcasmo.

Sin embargo, tanto la advertencia cariñosa repleta de buenos y piadosos deseos de Collenbusch, como el zapatazo de Federico Guillermo de Prusia, están preñados de una angustia y de un temor evidentes. En un caso, el temor a que la bondad de Dios tan esperada y tomada como la justificación misma del orden moral, pueda no producirse, porque la espera lo es precisamente ante algo que el que otorga puede en cualquier momento retirar o no conceder por múltiples razones. En esto, como sabemos, Kant pensaba que la esperanza no podía tener otro fundamento que lo razonable y racional del plan divino, en el que el ser no era un medio sino un fin, y la voluntad divina había de acordarse necesariamente con la voluntad del hombre. Collenbusch sólo podía aguardar y de ahí el tono angustiado que trata de esconder bajo una fraseología grandilocuente de verdades del catecismo elemental.

La angustia del gobierno prusiano es, desde luego, de otra condición. Es la angustia emanada del que considera el prohibir y el regular los sentimientos y creencias como una obligación sagrada. Quien prohibe, por lo general, trata de ocultar con el estruendo y el aparato de su poder -todo aquél que prohibe goza de algún poder o al menos cree que lo ostenta- una debilidad radical: la que nace de un conocimiento insuficiente, de un temor derivado de su ignorancia, de un miedo visceral a que no le tomen en serio. Ese temor -que casi siempre se traduce en una angustia sofocante- es muy propio de los gobiernos autoritarios o de aquellos que consideran que, con el dominio mal trabado de cuatro principios básicos, pueden dominar el mundo y campar en él a su capricho.

Tras esa angustia, en ambos casos -en el de Collenbusch y en el del rey prusiano- se esconden los avisos de una muerte que se acerca, inexorable, segura de su dominio y de su triunfo final. Para el pietista, se trata de la extinción física que se acerca y que va a poner por fin las cosas en su justo lugar. Con o sin el amor de Dios y el amor al prójimo, con o sin la fe que espera maravillada el bien de Dios, se acerca el instante en que será revelada la verdad suprema. Mas para el monarca pretencioso y ciego de poder, lo que se acerca en realidad es el final de su tiempo, el término de una época y el acabarse definitivo de un sistema social arcaico y definitivamente sobrepasado. Las trompetas cercanas de la Revolución francesa marcan -como las del ángel anunciador del juicio final- el límite de los dias en los que el Viejo Orden disfrutaba del gobierno del mundo. Uno y otro, el pietista y el rey, ven acercarse hacia sus pies el abismo que se los tragará para siempre.

A Kant también le llegará su hora. Como sin duda nos ocurrirá a todos, la señal de la hora postrera sonará demasiado pronto y quedarán muchas cosas sin hacer, muchas metas sin alcanzar. Nos introduciremos en ese vacío inconmensurable todavía con el aliento de los afanes del mundo que han gobernado la parte mas importante de nuestras vidas. Pero nuestra felicidad -o mejor tal vez, la felicidad tranquila que nuestro recuerdo despierte en aquellos que nos sobrevivan- dependerá de lo dignos que hayamos podido ser en nuestro esfuerzo. Hölderlin, que tantos años navegó por un rio oscuro antes de alcanzar las costas de la muerte, lo dice con hermosas palabras:

Feliz, por lo tanto, quién halló un destino a su medida,
donde murmure dulcemente, a lo largo de segura orilla,
el recuerdo de sus peregrinajes y sus penas... (6).


NOTAS

(*) Este texto forma parte de un trabajo inédito titulado: Medidas de incertidumbre. Entre lo irracional y lo sagrado. JOSÉ LUIS CARDERO LÓPEZ. Lugo, 1946. Doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Especialidad, Antropología Social. En la actualidad ha presentado un proyecto de tesis doctoral en la UNED, Facultad de Filosofía, Departamento de Filosofía Moral y Filosofía Política ("RACIONALIDAD Y PODER: UNA TRANSFORMACIÓN POLÍTICA DE LOS UNIVERSOS SIMBÓLICOS"). Campo de trabajo: Mitología, Simbología, Hermenéutica. Es funcionario de la Administración Civil del Estado y trabaja en el Ministerio de Economía, Madrid)
Trabajos publicados:
-Análiisis estructural del espacio en un lugar sagrado.
-Galicia, Valle Inclán e a morte (Grial, Editorial Galaxia,Vigo, 1991)
-Logos de amor e morte en Castelao (Grial, Editorial Galaxia, Vigo, 1993).
-Antropología y Literatura. La identidad socio-cultural en la literatura gallega, Tesis Doctoral. Universidad -Complutense de Madrid, Servicio de Publicaciones, Madrid 1994.
En publicación: Xogos de vida, amor e morte en Aquilino Iglesia Alvariño (Grial, Editorial Galaxia, Vigo)
(1) Ed.castellano, Editorial Paidós. Barcelona, 1995.
(2) Tomo estas referencias del artículo Pietismo en la Enciclopedia de la filosofía, Garzanti –Ediciones B. Barcelona, 1992, pág. 759.
(3) KANT, I., Crítica de la razón práctica. Ed. Sígueme, Salamanca, 2ª ed., 1995. Las citas que siguen se relacionan mediante la notación R.P., seguida del número de página que corresponda.
(4) Un fragmento de esta carta se recoge en el libro de E. CASSIRER, Kant, vida y doctrina. Fondo de Cultura Económica, Breviarios, 1ª ed., 5ª reimp., México, 1993. pág. 460-461.
(5) CASSIRER, E., o.c., pág. 467.
(6) HÖLDERLIN, F., Poesía completa. Ediciones 29, Barcelona, 1977. El Rin, pág. 371.


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