La revolución verde contra la revolución roja

El 12 de setiembre de 2009 falleció Borlaug, un acontecimiento ampliamente difundido en todo el mundo por los medios de comunicación en unos términos repetidos unánimemente hasta la saciedad: padre de la revolución verde, padre de la agricultura moderna, el hombre que salvó del hambre a millones de seres humanos en el Tercer Mundo... En la avasalladora información biográfica acerca del agrónomo sólo faltaba un detalle: qué tarea había desempeñado hasta 1943 en un laborario militar secreto. Por lo demás, su vida parecía haber sido el contraste absoluto con la de Lysenko, el responsable de millones de muertos a causa de unas cosechas desastrosas en la URSS. El bien y el mal cara a cara. Creo que en medio de las cortinas de humo tejidas en torno a los dos agrónomos de la guerra fría, quienes desconfíen de las explicaciones maniqueas desearán saber si los éxitos de Borlaug y los fracasos de Lysenko fueron tan grandes, e incluso si existieron siquiera como tales, es decir, para quiénes fueron un éxito y para quiénes un fracaso.

Para comprender la revolución verde hay que volver a situarse a mediados del siglo pasado, volver a la guerra mundial y recordar otra vez la figura de Henry Wallace, el antiguo ministro de agricultura de Roosvelt que, al mismo tiempo, era propietario de una de las empresas comercializadoras de semillas más importantes del mundo, Pioneer Hi-Bred Seed, hoy fusionada con Dupont, la multinacional de los transgénicos. En compañía de Nelson Rockefeller y del embajador estadounidense en México, Daniels, Wallace puso en marcha una misión científica para asesorar en las nuevas técnicas agrícolas capitalistas al sur de Río Grande. Para implementarlas, en 1943 se creó una Oficina de Estudios Especiales dentro del Ministerio de Agricultura mexicano que enlazaba a la Fundación Rockefeller con el gobierno local bajo la dirección de J.George Harrar, un botánico (347) a la sombra de Warren Weaver que llegó a ser presidente de la Fundación Rockefeller cuando Dean Rusk dejó el cargo vacante en 1961 al integrarse en el gobierno de Kennedy. Fueron numerosos los agrónomos estadounidenses que se instalaron entonces en México, divididos por especialidades, pero concentrados en el cultivos de maíz, frijoles y trigo, encargándose Borlaug de esta última área.

El objetivo de Rockefeller y Borlaug era impulsar la penetración del capitalismo en el campo, crear una agricultura dependiente de los grandes monopolios internacionales que controlan las semillas, los fertilizantes y los pesticidas, fomentar el monocultivo intensivo e introducir maquinaria para realizar las faenas agrícolas que antes se realizaban manualmente. La productividad aumentó en algunas regiones, sobre todo en Estados Unidos, Europa y en los países abastecedores de trigo para el mercado mundial, como Argentina y otros. Pero los daños colaterales de la nueva política agraria fueron mucho más considerables, tanto de tipo social como ambiental: emigración de los campesinos a la ciudad, endeudamiento de los que permanecieron, concentración de la propiedad de la tierra, desastre ecológico de los pesticidas, derroche de agua... y el hambre.

La política agraria monopolista de la posguerra se fundamentaba en el malthusianismo, articulada en torno a una falsedad que, sin embargo, parece de sentido común: el hambre es consecuencia de la falta de alimentos, el mundo se ha quedado sin tierras adicionales para cosechar, la población mundial se dispara y la única manera de aumentar la producción de alimentos es aumentar la productividad de cada porción de tierra cultivable por medio de la innovación tecnológica. Ahora bien, la tesis central de que el hambre es consecuencia de la escasez de alimentos es falsa:

a) porque agricultura no es sinónimo de alimentación: no se puede comer algodón, café o té
b) porque el campesino ha sido despojado de sus tierras y ya no come lo que él mismo produce
c) porque el campesino vive de un salario, de manera que si no come no es por falta de alimentos sino por falta de dinero para comprarlos
d) porque la producción está destinada al comercio y a la exportación, para las despensas de los que puedan pagarla

Estados Unidos no invirtió billones de dólares en la agricultura del Tercer Mundo con el fin de prevenir hambrunas. Había otra amenaza real: el descontento social creciente entre el campesinado, con el riesgo de otra revolución como la que habían llevado a cabo los comunistas en China. La revolución verde se diseñó para prevenir la revolución socialista. Como escribió Paul Hoffman, presidente de la Fundación Ford, en una carta al embajador de Estados Unidos en India, si “nos hemos embarcado en dicho programa a un costo de no más de 200 millones al año, el resultado final será una China totalmente inmunizada contra la atracción de los comunistas. La India, en mi opinión, es hoy lo que China fue en 1945”. Los campesinos de todo el mundo exigían el reparto de la tierra y la reforma agraria. Además, la introducción de las nuevas políticas agrarias estuvo acompañada por una fuerte presión ideológica y por amenazas apenas veladas de futuras hambrunas que había que prevenir urgentemente. Los agrónomos se pusieron al servicio de las multinacionales para servir el consabido catálogo de inminentes catástrofes políticas, favorecidas por calamidades agrícolas (sequías, plagas, etc.). La predicción de hambrunas generalizadas ganó espacio dentro del subgénero seudocientífico apocalíptico (347b), sobre todo después del informe de la Fundación Ford de 1959, que manipuló las tendencias demográficas y la producción de alimentos en India para pronosticar una hambruna en 1967.

La revolución verde llevó el dominio monopolista al campo, que en muy pocos años pasó del autoconsumo (o de unos mercados de alcance local) al mercado mundial, poniendo la alimentación del mundo entero en manos de media docena de multinacionales, aquellas que controlan los pesticidas, los fertilizantes y las semillas. Provocó profundas distorsiones sociales. Entre 1950 y 1980 México pasó de ser un país no sólo autosuficiente, sino exportador de granos básicos (maíz y frijoles) a convertirse en un país importador creciente de esos granos. Antes de la llegada de Rockefeller y Borlaug, el trigo no era un cultivo importante en la India, ni tampoco un componente básico de la dieta autóctona; después India se convirtió en uno de los principales productores de trigo en el mundo.

Los relatos acerca de las maravillas de la revolución verde no recuerdan la catástrofe de Bhopal, en la India, uno de los más espluznantes dramas padecidos por una fuga tóxica en una de aquellas plantas de pesticidas instaladas para incrementar las exportaciones químicas estadounidenses. Sucedió en 1984 y el saldo fue de más de 10.000 muertos y medio millón de personas afectadas por gravísimas enfermedades, que aún no han remitido. La fábrica era propiedad de Union Carbide (desde 2001 fusionada con Dow Chemical), un monopolio que se pasó de la electricidad a la agroquímica al calor de los fabulosos beneficios generados por la revolución verde. Para solventar los desastres sanitarios y ecológicos del DDT, en 1957 Union Carbide crea un sustitutivo, el SEVIN, en cuya fabricación intervenían sustancias altamente tóxicas, como la monometilamina (metilamina anhidra), e incluso potencialmente letales como el gas fosgeno. La reacción de estos gases entre sí forman el MIC (isocianato de metilo), que es la base de la producción de SEVIN y uno de los compuestos más inestables y peligrosos de la industria química. En Francia o Alemania estaba totalmente prohibido el almacenamiento de MIC, salvo en pequeñas cantidades, pero Union Carbide llegó a construir 14 plantas gigantescas en la India que no fueron clausuradas a pesar de los numerosos accidentes que se fueron produciendo casi desde su inauguración. Fue una catástrofe suficientemente anunciada con anterioridad y debidamente silenciada después porque de otra forma no se podrían haber aireado las excelencias de la revolución verde (347c).

Las mismas multinacionales agroalimentarias que se enriquecieron con aquella revolución son las que con idéntica excusa de acabar con el hambre en el mundo, encabezan hoy la producción de semillas transgénicas. En los últimos años de su vida Borlaug rindió sus últimos servicios a estas multinacionales realizando una gira mundial para defender el uso de los transgénicos, la segunda revolución Verde que -como la primera- llegaba para acabar con el hambre en el mundo, un drama con el que se ha acabado tantas veces que cuesta comprender los motivos por los que siempre reaparece... Hoy se empieza a reconocer abierta y públicamente que sigue habiendo un gravísimo problema de hambre en el mundo. Ahora bien, la infraliteratura malthusiana se preocupa de añadir también que ese problema ha tenido una causa que no es política, social y económica, sino técnica: hasta ahora no podíamos manipular los genomas. El hambre ha sido fruto de nuestra ignorancia y, en consecuencia, sus soluciones son técnicas y no políticas. Se puede erradicar el hambre sin cambiar de sistema socio-político, sin acabar con el capitalismo. El hambre, causada por modos de producción basados en la explotación del hombre por el hombre (347d), se ha convertido en la gran coartada para seguir llenando los bolsillos de los capitalistas, es decir, de quienes han creado el problema. La biología sigue jugando al escondite con la política y disfrazando con propuestas humanitarias (y “científicas”) lo que no son más que sucios pero lucrativos negocios.

Si el demonio es el contrapunto de dios, Lysenko es el de Borlaug. La buena prensa de éste choca con la abominable del otro. La campaña propagandística reincide en los repetidos fracasos de los experimentos lysenkistas, que no se ciñen al aspecto científico sino que se trasladan al económico. Lysenko sería así el responsable último de unas supuestas malas cosechas, que a su vez causaron otras supuestas hambrunas, que a su vez causaron millones de muertos. Tratándose de la URSS todo vale y siempre se mide por millones porque cualquier otra cifra no es noticiable. Es enormemente interesante analizar esta imputación porque originalmente no aparece para nada en 1948 y años subsiguientes. La lectura de las primeras críticas al lysenkismo, como las de Ashby o Huxley, no realizan ninguna mención a los fracasos agrícolas, lo cual es doblemente sorprendente porque ellos estaban allí, visitaron las cooperativas agrarias y no realizan ninguna observación al respecto. El vacío atraviesa la época de Stalin, la peor considerada en los medios capitalistas, e incluso va más allá de los tiempos de Jrushov. Lo que resulta aún más sorprendente todavía es que se trata de un argumento que, como veremos, nace en 1964 de una forma modesta en la propia Unión Soviética dentro de las pugnas internas que condujeron a la destitución de Jrushov. Por si no hubieran aparecido suficientes argumentos contra Lysenko fuera de sus fronteras, a partir de 1965 los reformistas soviéticos aportaron uno más, otra falsedad a añadir al cúmulo de las que habían ido surgiendo. Sólo hubo que dramatizarlo y exagerar hasta el ridículo para ligarlo a un acontecimiento pretérito, la colectivización agraria, que había ocurrido 35 años antes. Así quedaba unido estrechamente a Stalin.

En la URSS el decreto de 1917 que nacionalizaba la tierra, la colectivización, los koljoses y la política agraria soviética acabaron con el secular problema del hambre en menos de diez años de revolución socialista. El país padeció una gran hambruna en 1921, a causa, fundamentalmente, de la guerra civil promocionada desde el exterior y del acaparamiento de los latifundistas (348). Diez años después de la revolución, en 1927, los problemas se habían solucionado en lo fundamental; se acabaron el paro y las cartillas de racionamiento. Esos éxitos contrastan poderosamente con la pavorosa situación en los países capitalistas más importantes, donde la población padecía la miseria más espantosa. Por tanto, lo que pretendió la campaña de intoxicación propagandística fue trasladar a la URSS un problema como el hambre cuando por aquellas mismas fechas, en 1929, el capitalismo entraba en una de sus peores crisis económicas jamás conocidas. En Estados Unidos el índice de paro superó el 25 por ciento y el del subempleo el 50 por ciento, afectando a 53 millones de obreros. La hambruna que sufrió aquel país en la década de los treinta ha sido convenientemente archivada en el olvido: más de ocho millones de personas fallecieron de hambre como consecuencia de la gran depresión capitalista y más de cinco millones de campesinos (uno de cada seis) fueron arrojados de sus tierras al no poder hacer frente al pago de las hipotecas bancarias. Mientras la mayoría de la población estadounidense sufría hambre, existían en el país reservas de millones de toneladas de comida que no se vendían para no hundir los precios. Esta hambruna real se ha tapado con el invento de una ficticia en la URSS a causa de la colectivización.

Si pasamos a la situación económica de la posguerra, sólo encontramos menciones a Lysenko en el manual de Alec Nove (349) que repite la letanía de memoria. Nove salta de la economía a la biología para asegurar que Lysenko era un charlatán pseudocientífico que triunfó “con ayuda de la máquina del Partido” imponiendo sus ideas en las granjas “al tiempo que se prescindía de los auténticos expertos en Genética”, una ciencia que fue “destruida”. Los bolcheviques pusieron a “pequeños Stalin” como éste al frente de cada rama de las ciencias y de las artes, afirma Nove, los cuales torpedearon los contactos con la ciencia mundial. Sin embargo, Nove no refiere ninguna muerte, ni habla tampoco de hambre; únicamente alude a la escasez de reservas alimentarias, lo cual hizo que se retrasara el racionamiento existente durante la guerra mundial. Tampoco Harry Schwartz refiere hambre ni muertes (350). Durante la guerra los nazis siguieron en la URSS una política de tierra quemada: “Las viviendas y las fábricas fueron destruidas, el ganado sacrificado y tanta gente fue muerta que la población de 1939 no se alcanzó de nuevo hasta 15 años después” (351). Quedaron destruidos 65.000 kilómetros de vías férreas y 25 millones de personas se quedaron sin vivienda. La agricultura de las zonas ocupadas fue devastada; unos siete millones de caballos murieron o fueron saqueados por los nazis, así como 17 millones de cabezas de ganado bovino. En 1946 hubo una terrible sequía, según Cafagna, la peor en medio siglo. Como consecuencia de todo ello, este historiador también habla de precariedad pero no de hambre ni muertes a causa de ello (352). A pesar de las destrucciones de los campos y de los tractores causadas por la guerra y de la reducción en un tercio del número de trabajadores koljosianos, las cosechas recuperaron casi inmediatamente el nivel de 1940. Se enviaron a las cooperativas más de 120.000 agrónomos y técnicos y se empezaron a roturar más de 17 millones de hectáres de tierras vírgenes. Las horas de trabajo, reconoce Maddison, se redujeron un 15 por ciento. En 1958 se logró obtener la cosecha máxima de la historia, e incluso pudieron exportar trigo al extranjero.

Esta situación también contrasta con la de los países capitalistas, en donde aún en 1948 la población pasaba hambre en países como Holanda, por ejemplo, donde fallecieron 30.000 personas por dicha causa. Por ese motivo, para calmar el descontento, llegó el Plan Marshall desde Estados Unidos. A diferencia de la URSS, Europa occidental no se recuperó por sí misma de la devastación bélica. El éxito de la agricultura soviética en la posguerra no necesitó de la incorporación de la química industrial. Por eso Harry Schwartz pone de manifiesto el “retraso” que experimentaba la URSS en la introducción de fertilizantes y pesticidas en la agricultura (353). A su vez ese “retraso” derivaba de que la Unión Soviética no estaba experimentando con armas químicas ni bacteriológicas, que fueron el venero de la evolución de la química en los países capitalistas en la primera mitad del siglo XX.

Desde el punto de vista científico, las concepciones de Lysenko tampoco constituyeron ningún fracaso. La agronomía, como muchas otras materias, entre ellas la medicina, tiene mucho que ver con el arte, desde luego bastante más que con las llamadas ciencias “exactas” (si es que existe alguna ciencia de esas características). El método de Lysenko era empírico, basado en la prueba y el error, idéntico al del resto de los experimentos biológicos. De ahí que medio siglo después de su informe hubo 280 intentos fracasados antes de lograr clonar a la primera oveja y más de mil antes de clonar al primer perro, intentos que comprometieron a un número mucho mayor de personal investigador y más medios técnicos. Lo mismo cabe decir de un procedimiento mucho más antiguo como la fecundación in vitro, en donde los resultados siguen siendo escasos. En los primeros 25 años transcurridos desde que en 1981 nació la primera niña por fecundación in vitro, han nacido más de un millón de niños mediante esta técnica, pero el porcentaje de niños nacidos por ciclo de tratamiento se cifra entre un 20 y un 30 por ciento, es decir, que son necesarios 24 embriones para conseguir un embarazo. No obstante, en una ciencia mediática como la biología, los errores no son nunca noticia, salvo aquellos que tengan su origen en la agricultura soviética.

Esa concepción de la ciencia avanzando linealmente con sus velas desplegadas también es fruto de una ideología burguesa basada en la competencia y el éxito. Los superhéroes están en la ciencia como en los tebeos y comics para niños. En genética Superman, Batman y el Capitán América se travisten en Mendel, Morgan, Watson y Crick. Los fracasados nunca cuentan, como si el éter o el flogisto nunca hubieran sido concebidos por la física. Pero para que apareciera Copérnico antes debió existir Ptolomeo. Para que unos científicos avancen otros han debido errar y entrar en vías muertas. El experimento fallido es tan importante como el fructífero y nadie ha dejado de ser reputado como científico por el hecho de haber fracasado. La burguesía tiene una manera muy curiosa de presentar las noticias. Así, la clonación saltó a las primeras páginas de los periódicos del mundo el 27 de febrero de 1997, cuando hacía siete meses que existía la oveja Dolly. El retraso en dar a conocer la noticia estuvo motivado porque Dolly fue el único ejemplar clónico que había prosperado entre los cientos de intentos realizados con anterioridad. Antes de anunciarlo públicamente los científicos querían asegurarse de que no se iba a morir inmediatamente, como había ocurrido con los ejemplares anteriores. Lo que no es noticia son hechos como los siguientes: Dolly fue la primera oveja clónica y (casi) la única; no ha vuelto a crearse ninguna otra. Dolly fue una verdadera excepción porque la clonación animal (casi) no es operativa. A día de hoy, hay especies a las que no se ha conseguido clonar, y de cada cien intentos de clonación animal nace un porcentaje entre el cero y el cuatro por ciento; de ese cuatro por ciento que nace, la mayoría muere dentro de las primeras 24 horas (354). Dolly sólo sobrevivió cinco años y medio. Pero como los fracasos no son noticia, se ha convertido la excepción en norma, transmitiendo una imagen falsa del estado de la ciencia.

Hace bien poco, en 2006, se publicaba en castellano el libro del genetista Dean Hamer titulado “Los genes de dios”, en el que sostiene que las conviciones religiosas están determinadas por los genes. Diez años antes la revista Nature Genetics ya había publicado un artículo del mismo autor titulado “La felicidad heredable”. Se había gastado muchos millones, un laboratorio y un equipo de “investigadores” trabajando durante años para descubrir el gen de la felicidad. El año anterior ya aseguró en el mismo medio haber descubierto el de la homosexualidad (355). Quizá el mensaje que nos quieren transmitir es que, pase lo que pase, siempre van a ser felices los mismos, es decir, que la felicidad también es hereditaria y que nunca lograremos nada con cambios ambientales (sociales, familiares, políticos, económicos) sino que necesitamos terapia génica...

Pero quizá el mejor ejemplo del alcance de los procedimientos lysenkistas sea la defensa que emprende del método del mentor (o del patrón) de Michurin, al que da un contenido práctico y teórico a la vez. El método de Michurin es un procedimiento asexual de obtención de híbridos vegetales, un injerto de una variedad vieja en una joven que permite a ésta adquirir algunas propiedades de la vieja sin necesidad de intercambiar cromosomas (356). Según Michurin y Lysenko no sólo se pueden obtener híbridos por vía sexual, con el cruce de los cromosomas paternos y maternos, sino también por el método del mentor, que Lysenko vincula a las condiciones ambientales, especialmente a la nutrición. Pero, además de un carácter práctico, Lysenko le da un carácter teórico y demostrativo de gran importancia. Apoyándose en él critica la teoría cromosómica porque Michurin había demostrado la posibilidad de crear híbridos por vía no sexual: “Según la teoría cromosómica de la herencia, los híbridos únicamente pueden ser obtenidos por vía sexual. La teoría cromosómica niega la posibilidad de obtener híbridos por vía vegetativa, pues niega que las condiciones de vida ejerzan una influencia específica sobre la naturaleza de las plantas. Michurin por el contrario no sólo reconoció la posibilidad de obtener híbridos por vía vegetativa, sino que elaboró el método del mentor”. Las nuevas características del híbrido son diferentes de las dos variedades de origen y se transmiten a la descendencia de tal manera que “cualquier carácter puede transmitirse de una raza a otra tanto mediante injerto como por vía sexual”, concluía Lysenko, quien gráficamente afirma que mientras la hibridación sexual reinicia la vida, la vegetativa la continúa (357).

En suma, la hibridación vegetativa es un transplante entre vegetales. Se puede definir como un intercambio de las propiedades morfológicas y fisiológicas entre dos especies diferentes por medios no sexuales. Es una práctica agrícola tradicional sistemáticamente ignorada o ferozmente criticada, incurriendo algunos biólogos en una cadena de tergiversaciones para tratar de sostener sus postulados mendelistas. Por ejemplo, Ayala pone en boca de Lysenko la afirmación de que “en las condiciones apropiadas las plantas de trigo producen semillas de centeno” (358). Pero este biólogo ni siquiera alcanza la condición de mentiroso; simplemente ignora lo que Lysenko dijo porque no ha leído sus escritos, no lo necesita para disertar acerca de ello y se lo inventa porque sus lectores no le importan lo más mínimo. Los mendelistas como Ayala afirman que la hibridación vegetativa no existe ya que no se obtienen auténticos ejemplares mixtos sino quimeras, es decir, plantas con dos tipos de celulas genéticamente distintas, yuxtapuestas, y no de mezclas de ambas. Un manual realiza la siguiente exposición al respecto:

Una curiosidad muy especial son los híbridos de injerto. Se obtienen cortando el brote injertado en el punto de inserción, de éste con el patrón después de que ambos se han unido. En este punto se forman nuevos tallos por regeneración, los cuales, tienen, en parte, células del patrón.

Dado que las regeneraciones se llevan a cabo de forma meramente mitótica, los tipos de tejido generados por el patrón y el injerto conservan su identidad genética. Son posibles alteraciones modificadoras únicamente por influencia mutua de sustancias. Por ello se prefiere para esto el concepto de ‘quimeras’, pues no se trata de verdaderos híbridos (358b).

Otra edición reciente de un conocido tratado lo explica de la siguiente manera: “Después de la soldadura, cada componente conserva sin alteración su patrimonio hereditario. Mediante intercambio de materia entre patrón e injerto, algunas veces es posible una cierta influencia, con carácter de modificación, sobre ciertas propiedades de ambos participantes [...] Tales híbridos de injerto pueden producir externamente la impresión de un verdadero híbrido de origen sexual pero en realidad no pueden equipararse a los híbridos, pues incluso en estas soldaduras tan íntimas, cada célula y cada estrato celular conserva su carácter hereditario específico, aun cuando en la configuración externa se manifiesten claramente ciertas influencias recíprocas entre los estratos de tejidos de especies diferentes” (359). Finalmente estas concepciones se transmiten a los diccionarios, en donde la teoría se convierte en dogma: “No se trata de transferencia de caracteres de unas células a otras, sino de formaciones celulares mixtas en que cada célula conserva las características íntegras de su origen [...] Sólo en algún caso raro ha sido posible obtener quimeras en que la mezcla llega a lo íntimo de las células” (360). La paradoja no puede ser más evidente: no existen híbridos vegetativos pero cuando existen no son tales híbridos sino quimeras...

En general, los críticos afirman que si se observa al microscopio la zona de empalme entre el mentor y el injerto, se advierten los dos tipos de células, unas junto a las otras. Cada uno de esos tipos de células tiene una dotación génica diferente que, al dividirse, transmite una herencia separada. Según este criterio, volveríamos a las dualidades metafísicas de siempre que dan lugar a otras tantas definiciones y, por lo tanto, deslindes entre lo que es un híbrido y lo que es una quimera. No cabe duda, además, de que la observación al microscopio de las células en los puntos de unión del injerto al mentor es un buen criterio para el deslinde... tan bueno, por lo menos, como cualquier otro. Pero no es esto lo que le preocupa a Lysenko, ni tampoco lo que le preocupa a los cultivadores que trabajan sobre el terreno, cuya orientación es la práctica, no la teoría. Por ejemplo, por medio de injerto se pueden crear variedades nuevas, como la nectarina, un híbrido vegetativo de melocotón y ciruela. El vino francés es un injerto de una variedad autóctona de viña en patrones de origen californiano, caracterizados porque sus raíces son muy resistentes a los patógenos. Al viticultor le importa muy poco si en el punto de injerto permanecen indefinidamente células francesas y californianas sin mezclarse entre sí; lo relevante es el fruto, la uva, que la cosecha no se malogre y la calidad del vino sea elevada. Después de más de un siglo de este tipo de injertos, los viticultores saben que una cepa francesa plantada en California no proporciona una uva de la misma calidad, y que lo mismo sucede con una cepa californiana plantada en Francia. Sin estos injertos, la viticultura hubiera desaparecido de Europa a causa de las plagas del suelo. Parece, por lo tanto, que sí se produce un fruto híbrido, algo diferente a las dos variedades de procedencia, por más que al microscopio en la planta los mendelistas sigan observando dos tipos de células diferentes a lo largo del tiempo (361).

El patrón influye en el desarrollo de las características del injerto, potencializándolas o inhibiéndolas. Si se injertan las mismas púas en patrones diferentes, se obtendrán resultados también diferentes. A la inversa, los campesinos japoneses han logrado cultivar hasta once tipos de fruta distintos en un mismo árbol. Por este método es posible obtener distintos tipos de ciruelas (amarillas, rojas, claudias) con la misma planta, injertando en ella una rama con cada una de esas variedades. Uno de los árboles que más se utiliza como patrón es el almendro, del que con los injertos correspondientes se pueden lograr almendras, melocotones, ciruelas... En algunos casos los injertos son una alternativa al empleo de pesticidas (como el bromuro de metilo) y una poderosa técnica de control de las enfermedades del suelo. Se utiliza para controlar Corky root en tomate, Phytophtora capsici en pimiento, Verticillium en berenjena y Fusarium en melón. Las plantas de sandía injertadas en patrones de calabaza, además de ser resistentes al hongo Fusarium, resuelven el problema de la sandía blanda recién cortada (362).

El problema teórico es que la fusión celular es otra de las cuestiones que ha venido padeciendo un tratamiento singular en los manuales de citología, como si se tratara un fenómeno infrecuente e intrascendente en la naturaleza. La fecundación, la fusión de un óvulo y un espermatozoide, hubiera debido atraer una mayor atención hacia este fenómeno. Sin embargo, la división celular y la morfogénesis, la diversificación celular, han acaparado toda la atención y, como consecuencia del micromerismo, la célula se ha estudiado como un componente aislado del organismo, como si las células no interrelacionaran y se comunicaran entre ellas. La fusión celular se ha comprobado que es muy importante en el hígado, en el corazón, e incluso se han encontrado fusiones celulares en el cerebro. Las células de la médula ósea también se fusionan con células que tienen un cierto grado de lesión para evitar su muerte.

Lysenko reconoce abiertamente que de cualquier injerto no se obtiene siempre una hibridación, ofreciendo un porcentaje de logros en torno al 17 por ciento que, naturalmente, varía según la especie. No todas las plantas se pueden injertar y no siempre por medio de injerto se crean variedades nuevas. Pero Lysenko no participa en el debate metafísico sobre si hay hibridación o quimera; incluso admite, siguiendo a Darwin, que muchas veces sólo aparecen quimeras y que éstas se pueden diferenciar de las verdaderas hibridaciones. Cuando se injerta una variedad sobre un patrón, la cepa resultante suele tener las características de la cepa de la cual se saca la púa, es decir, que el injerto es el factor dominante. Es fácil comprobar que en muchos casos se producen quimeras porque brotan retoños silvestres por debajo del punto de injerto y los de la púa por encima. Ahora bien, que no siempre aparezcan verdaderos híbridos no quiere decir que la hibridación resulte imposible (363). El injerto se puede utilizar para producir más fruto, para hacerlo más dulce o más grande, más resistente a la sequía, a las temperaturas (altas o bajas) o a las enfermedades, para acortar el tiempo de espera de la primera producción, para lograr que la planta no crezca tan alta, para cambiar el sexo de un árbol original... Hoy los aficionados a los bonsais practican injertos para criar árboles con las raíces dañadas, es decir, para reproducir aquellos difíciles de cultivar por otros medios. El Pinus parviflora crece mucho más deprisa si se injerta, es decir, si se injerta en otra raíz. Por eso en Japón casi todos estos pinos se injertan en pinos negros autóctonos. Se pueden mejorar los frutales con injertos de otras variedades del mismo frutal y también se puede combinar -y se ha combinado en la práctica- el injerto con la hibridación sexual: en Puerto Rico la chironja, un híbrido de Citrus sinensis con Citrus paradisi, se suele injertar en diferentes patrones de cítricos.. Las precisiones aportadas por Lysenko se podrían multiplicar para el pleno ridiculo de sus detractores. Por ejemplo, Lysenko advierte también que aunque dos especies se puedan hibridar vegetativamente, eso no significa que se obtenga precisamente aquella variedad que se pretendía lograr. A veces se injerta para extraer lo mejor de una y otra variedad y lo que se obtiene es una mezcla de las peores características de ambas. Eso puede tener un interés teórico pero carece de relevancia práctica.

Con su defensa de las hibridaciones vegetativas Lysenko pretende transmitir un criterio práctico que no resulta excluyente de ningún punto de vista teórico. Como en el resto de su obra, se dirige a los cultivadores, no a los catedráticos. Les recuerda que, además de las hibridaciones sexuales, hay otra posibilidad de mejorar la producción agraria, las hibridaciones vegetativas. En los casos en que el agricultor no puede mejorar una determinada variedad mediante el cruce sexual, puede intentarlo por medio de injerto. Es lo que los lysenkistas calificaron como darwinismo “creativo”. En su informe de 1948 Lysenko dijo algo capaz de convencer a cualquiera: con los métodos michurinistas se han creado 300 nuevas variedades de plantas. Cualquiera que hubiera estado allí hubiera preguntado, ¿cuántas han creado los genetistas formales? La respuesta es: ninguna. Mientras los mendelistas no podían obtener híbridos por vía sexual de una manera controlada, el método del mentor sí lo permitía (en determinados casos y bajo determinadas circunstancias). Los primeros transgénicos se obtuvieron medio siglo después de que Lysenko leyera su informe. Un discurso pronunciado por él en 1941 es bastante ilustrativo de la diferencia entre un país socialista y un país capitalista en materia de investigación científica: los norteamericanos realizan experimentos genéticos con moscas, decía Lysenko, nosotros lo hacemos con patatas.

A partir de aquí se reproduce de nuevo la polémica sobre el alcance exacto de ese darwinismo “creativo” que se trataba de implementar en la URSS, así como sobre el significado exacto de otras expresiones, como la de Michurin, según la cual es posible “quebrantar” la herencia. Es una cuestión a la que ya me he referido en relación con la vernalización. Por más que las expresiones de Michurin (y en ocasiones de Lysenko) no sean muy exactas, están fuera de contexto las burlas que, al respecto, proliferan entre los mendelistas, según las cuales el darwinismo soviético era tan “creador” que lograba convertir las lechugas en patatas y a la inversa. No cabe duda que cualquier posibilidad agrícola creativa tiene sus límites intrínsecos, que no es posible transgredir. Pero, al mismo tiempo, esos límites no se conocen y los campesinos llevan buscándolos desde hace 6.000 años con resultados muy variados. Pero por variados que sean, constatan una abrumadora evidencia favorable a las tesis de Michurin y Lysenko. Si para alguien resulta excesivo hablar de “crear” nuevas especies, al menos tendrá que reconocer que desde hace milenios el hombre ha logrado “orientar” la evolución de las ya creadas por la misma naturaleza, de manera que aquellos límites están cada vez más lejanos, es decir, que las posibilidades “creativas” son cada vez mayores.

Julian Huxley dedica una especial atención a esta cuestión en su crítica a Lysenko. Sin ninguna clase de argumentación asegura que las hibridaciones vegetativas no han desempeñado ningún papel en la evolución. El detalle no puede pasar desapercibido: las hibridaciones vegetativas no han desempeñado ningún papel en la evolución y las hibridaciones sexuales lo han podido absolutamente todo. A eso conduce exactamente la metafísica mendelista: por un lado el todo y por el otro la nada. Si fuera cierto, sería imposible averiguar los motivos por los cuales Darwin estudia el asunto en su obra. Para no caer en esta trampa, lo mismo que todos los mendelistas, Huxley silencia completamente cualquier mención a Darwin en este asunto, lo que le conduce a lanzar una falsedad: según él los híbridos vegetativos fueron descubiertos originalmente por Winkler y Baur en Alemania a comienzos del siglo XX y luego fueron estudiados por Jorgensen y Crane en Inglaterra. Con esta exposición, Huxley trata de subrayar lo mismo que con la vernalización: Michurin tampoco es un precursor en esta materia. El truco es siempre el mismo: no existe hibridación vegetativa, pero por si acaso fuera cierta su existencia, sus inventores nunca serían los soviéticos sino otros.

Huxley menciona repetidamente a Crane, cuyos experimentos sobre hibridación son conocidos, pero incomparablemente más reducidos que los llevados a cabo por Gluchenko en la URSS. Pero Huxley tampoco menciona a Gluchenko, como si las hibridaciones vegetativas fueran obra de Michurin y Lysenko exclusivamente. Entre 1940 y 1980 I.E.Gluchenko se especializó en la URSS en probar injertos, especialmente con tomates, publicando una copiosa colección de artículos. No fue el único. En aquel país, sólo entre 1950 y 1958 se publicaron más de 500 estudios científicos acerca de la hibridación vegetativa en los que participaron una ingente cantidad de botánicos, entre los que, además de Gluchenko, cabe destacar a C.F.Kuschner, P.M.Sopikov, N.V.Tsitsin, A.A.Avakian y N.I.Feiginson, entre otros. Esta ingente tarea científica sólo merece el desprecio de los mendelistas. Según Huxley muchos de esos experimentos fueron llevados a cabo por aficionados y estudiantes, mientras que “los investigadores de otros países no han podido obtener los mismos resultados”. De ese modo, presenta la hibridación vegetativa como si se tratara de una experiencia originaria de la URSS, cuando los injertos vegetales son una práctica milenaria en la agricultura de todos los países del mundo. Sin embargo, Huxley trata de aparentar algo distinto, asegurando que las hibridaciones vegetativas únicamente las han podido comprobar los “jardineros” soviéticos, los cuales no estudian las obras científicas mendelianas, ya que las repudian, lo que les conduce a cometer muchos errores en sus investigaciones y, en particular, no toman precauciones a la hora de realizarlas, no utilizan ejemplares genéticamente puros, no elaboran estadísticas y no utilizan testigos de contraste. Por el contrario, el mendelismo “incorpora numerosos hechos y leyes que han sido verificados repetida e independientemente por los hombres de ciencia de todo el mundo”. Las tesis soviéticas no son de fiar, por lo que hay que someterlas a un doble filtro: la confirmación por parte de terceros y la interpretación a la luz “de los conocimientos existentes, y no meramente interpretados según las burdas teorías de Michurin y Lysenko”.

Cuando resulta ya imposible cerrar los ojos, en los casos en los que no se puede negar la evidencia, la hibridación vegetativa se presenta como un fenómeno excepcional. Por consiguiente, dice Huxley, la diferencia no está en los hechos sino en la interpretación de los mismos. El fenómeno puede ser “igualmente bien explicado” o incluso “mejor explicado” en términos estrictamente mendelianos porque un híbrido “debe producir” nuevas combinaciones de genes en vasta escala, de los cuales la selección natural recluta a los mejores. La tesis de Huxley se podría resumir, pues, diciendo que o bien los hechos son falsos o, cuando no lo son, se pueden interpretar al modo mendelista (363b). La banca siempre gana.

En las críticas a Michurin y Lysenko hay una ocultación reiterativa que tampoco es ninguna casualidad: la de que fue Darwin el primero que prestó atención a la hibridación vegetativa, defendiendo exactamente las mismas conclusiones que Michurin y Lysenko, es decir, que los injertos crean verdaderos híbridos vegetales: “la unión de tejido celular de dos especies distintas” capaz de producir un individuo nuevo, diferente a los dos anteriores, aunque a menudo los caracteres aparecen segregados y la mezcla no es tan homogénea como en la reproducción sexual. Esto, concluye Darwin, “es un hecho muy importante que cambiará más pronto o más tarde las opiniones sostenidas por los fisiólogos respecto a la reproducción sexual” (364). El naturalista británico se apoyó en sus propios experimentos al respecto que, al mismo tiempo, le sirven para fundamentar su teoría de la pangénesis y su defensa de la herencia de los caracteres adquiridos.

Después de Darwin, no fue Michurin el único en apoyar las tesis darwinistas, hasta el punto de que la hibridación vegetativa se ha podido confirmar por una amplia experimentación realizada en países muy diversos, como China, Japón (K.Hazama, Y.Sinoto, N.Ygishita), Alemania (I.Schilowa y W.Merfert), Bulgaria (R.Gueorgueva), Rumanía (C.T.Popescu), Yugoeslavia (R.Glavnic). Se ha ensayado con numerosas especies vegetales: frutales, hortalizas, flores ornamentales y otros. En los comienzos de la oleada mendelista, el alemán H.Winkler también defendió el punto de vista darwinista, basándose en sus propios experimentos de hibridación. En México, el biólogo Isaac Ochoterena también defendió las hibridaciones begetativas de los soviéticos: “Los agrónomos y biólogos soviéticos han obtenido asombrosos resultados en los últimos años [...] Han llegado incluso a la obtención de especies nuevas hibridando las existentes por el procedimiento del injerto de plantas pertenecientes no sólo a diversas especies, sino a diversos géneros” (365).

El suizo Maurice Stroun, profesor de la Universidad de Ginebra, también defendió la hibridación vegetativa, publicando numerosos artículos y libros en los que resumía sus experimentos, tanto con injertos vegetales (solanáceas) como con transfusiones de sangre en animales (pollos). Para las hibridaciones dentro de una misma especie, las conclusiones de Stroun eran tres:

a) mediante injertos es posible influenciar los caracteres hereditarios

b) las modificaciones introducidas son a menudo diferentes de las obtenidas mediante cruce sexual ya que presentan una segregación en la primera generación, la transmisión de una parte únicamente de los caracteres y la aparición de nuevos caracteres

c) las modificaciones están orientadas: los caracteres introducidos en la variedad influenciada se aproximan a menudo a las del mentor

Por el contrario, concluye también Stroun, en las hibraciones entre especies diferentes las modificaciones no se orientan.

A mediados del pasado siglo se llevaron a cabo en Francia ensayos de hibridación vegetativa, cuyos primeros resultados fueron publicados en 1957 por Benoit y sus colaboradores, entre los que se encontraba el biólogo jesuita Pierre Leroy. El interés de estos experimentos es que extienden el campo de la hibridación vegetativa a los animales. En una estación experimental del Instituto Nacional de Investigación Agronómica, perteneciente al CNRS, inyectaron por vía intraperitoneal sangre de una variedad de gallinas Roder Island Real en la sangre de otras gallinas. Este tipo de inyecciones provocan perturbaciones irregulares en la pigmentación de las plumas de los descendientes de la primera, segunda y tercera generación. De ahí concluían que las inyecciones actuaron sobre los caracteres hereditarios, ya que solo los descendientes de tres generaciones sucesivas presentaban alteraciones, mientras que los progenitores inyectados no experimentaban ninguna modificación. Los descendentes de los sujetos nacidos de padres inyectados estaban afectados, lo que demostraba que este fenómeno afectó a la línea germinal y no se fijó en el citoplasma. Este experimento fue un choque que abrió un debate, otro más, el 24 de noviembre de 1962 en el Collège de France, luego reproducido por la revista Biologie médicale. Naturalmente el debate derivó hacia la herencia de los caracteres adquiridos.

Según Benoit, que abrió la sesión con una introducción muy breve, las hibridaciones vegetativas “en la actualidad no parecen poder explicarse por medio de los datos de la genética clásica y de hecho incitan a buscar nuevas explicaciones”. Leroy confiesa que comenzó sus investigaciones intrigado por los avances logrados por los botánicos soviéticos y se defiende de los ataques que había comenzado a padecer como consecuencia de su interés por el asunto. Acusado de emplear “procedimientos medievales”, describe minuciosamente las precauciones adoptadas en el laboratorio para impedir la acción de factores imprevistos u ocultos: pureza génica, alimentación, estabilidad de los ejemplares utilizados, etc. Su conclusión es que la sangre incide sobre los caracteres hereditarios y se ve obligado a disculparse por tener que dar la razón a los investigadores soviéticos:

Sería abusivo ver en el tipo de investigaciones que nosotros emprendemos un objetivo diferente del científico. Nada podrá frenar las conquistas definitivas de la ciencia de la herencia. La genética de Mendel, Morgan y de sus sucesores ha transformado la biología; sería pueril pensar que nuestro trabajo es contrario al mendelismo. ¿No es más exacto ver ahí un enriquecimiento y un complemento? Sinceramente, ¿tiene alguien derecho a decir que nosotros no tenemos nada que aprender en un dominio tan complejo, tan vasto y donde la ingeniosidad de los mecanismos no cesa de sorprendernos? El hombre ciertamente no ha agotado todos los recursos que le reservan el estudio y la observación (365b).

Lo que se presentaba como un “descubrimiento” sorprendente también fue convenientemente enterrado. El paso del tiempo fue ocultando las huellas de tal forma que no sólo las investigaciones soviéticas debían figurar sin respaldo fuera de las fronteras de aquel país sino aisladas, extrañas, únicas. Una de las conclusiones del coloquio de París era que se habían identificado los efectos de la hibridación vegetativa pero se ignoraban las causas, agentes y mecanismos que operaban en ellas, de las cuales sólo se podían avanzar hipótesis. Jean, el hermano de Maurice Stroun, participante en el debate, sostenía que el ADN ocupaba un lugar central en la transmisión hereditaria, pero que no era el único factor, indicando ya entonces la posibilidad de que también participaran el ARN y algunas proteínas nucleares. En plena ola de furor de la doble hélice aquello aguaba la fiesta de la teoría sintética.

Pero las sorpresas del debate de 1962 no acababan ahí. En su exposición Leroy mencionaba las investigaciones llevadas a cabo por el biólogo Milan Hasek (1925-1984) en Praga con embriones de pollo varios años antes y, por su parte, Jean Stroun también mencionó las reacciones inmunológicas como una de las cuestiones relacionadas con las hibridaciones. Lo mismo que Leroy en Francia, por influencia de la botánica soviética, Hasek había iniciado sus propios experimentos de hibridación en Checoslovaquia, publicando en 1953 su obra “La hibridación vegetativa de las plantas” en ruso. Después de los investigadores soviéticos fue uno de los primeros en trasladar las hibridaciones desde los vegetales a los animales, poniendo en comunicación los vasos sanguíneos de embriones de pollo. Observó que después de nacer los pollos eran quimeras ya que tenían células de los dos tipos genéticos y su descubrimiento le condujo al terreno de la inmunología, convirtiéndose en uno de los más reputados científicos en ese dominio. A diferencia de los vegetales, los animales más evolucionados tienen un sistema inmunitario muy desarrollado que rechaza cualquier injerto, transfusión o transplante. Apoyándose en la teoría fásica de Lysenko, Hasek descubrió que los organismos quiméricos eran tolerantes a las transfusiones de sangre e injertos de piel. También quedaba claro que el sistema inmunitario no era estable sino que se desarrollaba a partir de las primeras fases embrionarias de modo que en ellas se puede lograr la tolerancia hacia cuerpos extraños y, por tanto, evitar el rechazo, una característica adquirida que se conserva para las etapas maduras.

Este descubrimiento de Hasek, que posibilitó en la década siguiente los primeros transplantes de órganos en seres humanos, es el que se atribuye a Medawar y el que le valió a éste la obtención del Premio Nóbel de Medicina en 1960, una de esas características vergüenzas de la historia de la ciencia en el siglo XX. Frente a Medawar, Hasek padecía cuatro lacras imperdonables en la guerra fría: no era británico, escribía en ruso, era lysenkista y militante del partido comunista de su país. El Premio Nóbel no podía tener un destinatario así en 1960. Se sabía que los transplantes eran una de las técnicas con futuro de la medicina cuyo verdadero origen había que encubrir.

Hoy la hibridación se ha convertido en una práctica rutinaria en los laboratorios. En 1965 Henry Harris fusionó células de dos especies distintas, que pasaban así a disponer de dos núcleos distintos. Según Harris no sólo el citoplasma identificaba los mensajes procedentes de ambos núcleos sino que ambos nucleos identificaban los mensajes procedentes del citoplasma (366). Desde 1975 se logran fusionar células distintas (hibridomas) por el método de César Milstein, Niels Kaj Jerne y Georges J.F. Köhler, es decir, mediante campos eléctricos, aunque también es posible utilizar otros procedimientos. Se engendra así un híbrido de un linfocito B con una célula tumoral (mieloma) que reúne las características de ambas: el linfocito produce anticuerpos y el tumor se reproduce muy rápidamente, con lo cual se obtiene una célula mixta capaz de producir anticuerpos en cantidades importantes (367). Un genetista español, Lacadena, ha expuesto recientemente los últimos avances en hibridación de plantas, a las que da otra denominación, considerándolas como una “nueva” técnica experimental que disimula sus orígenes teóricos y prácticos. Lo resume de una forma que podría rubricar el mismo Lysenko:

A partir de la década de los setenta se han desarrollado nuevas técnicas experimentales de hibridación somática producida por fusión de protoplastos de especies diferentes y posterior diferenciación de plantas adultas que, evidentemente, llevan las dotaciones cromosómicas completas de ambas especies [...]

La regeneración de plantas adultas a partir de cultivo de protoplastos es una técnica de especial utilidad dentro de la biotecnología vegetal actual; por ello los intentos que se están haciendo en las especies cultivadas son numerosos [...]

Las perspectivas que ofrece esta nueva técnica de hibridación parasexual son de extraordinaria importancia al poder salvar la barrera de la reproducción sexual en combinaciones híbridas entre especies más o menos alejadas en la escala evolutiva [...] Merece la pena destacar la obtención de híbridos somáticos de patata y tomate por regeneración a partir de la fusión de protoplastos por si en un futuro pudiera llegarse a obtener una nueva forma vegetal con un doble aprovechamiento agronómico: serían los tomatotatas (topatoes) o patamates (pomatoes) si bien en principio diversos problemas citogenéticos como los de inestabilidad cromosómica, interacciones genéticas, etc., impidieron augurar su posible utilización práctica. Algunos años más tarde, Jacobsen y colaboradores obtuvieron de nuevo los híbridos somáticos de patata y tomate y las decendencias de dos generaciones de retrocruzamientos con patata (368).

En 2006 hubo una nueva defensa de la hibridación vegetativa por parte de Yongsheng Liu, del Departmento de Horticultura del Instituto de Ciencia y Tecnología de Henan (China) quien publicó un artículo en el que confirma que por medio de injertos se pueden obtener auténticos hibridos vegetativos, no quimeras, y que se trata de variedades estables (368b). Tanto Darwin, como Lysenko y Liu coinciden en dar una importancia máxima a la hibridación vegetativa. El británico la relacionó con otros fenómenos biológicos, como la regeneración, la reversión o la gemación, afirmando que debían ser comprendidos “desde un punto de vista único”. Según Liu la hibridación vegetativa es, además, una demostración de que la teoría de la pangénesis de Darwin es una teoría genética correcta.

Pero el golpe de gracia llegó en mayo de 2009 cuando la revista Science informaba que investigadores del Instituto Max Plank de Postdam-Golm (Alemania) habían comprobado que entre las células que forman parte de un injerto existe intercambio génico (368c). Los experimentos se llevaron a cabo con dos plantas transgénicas de tabaco que contenían genes de resistencia a distintos antibióticos y han determinado dos limitaciones al descubrimiento:

a) sólo hay transferencia de los genes insertos en los cloroplastos, no de los que forman parte del núcleo
b) la transferencia se produce únicamente en la zona de contacto, por lo que sólo afecta a los brotes allí formados

Por lo tanto, en los injertos no sólo hay comunicación fisiológica, sino incluso intercambio génico entre las dos variedades que se unen, lo cual supone la formación de algo distinto, como siempre sostuvo la genética de Darwin, Michurin y Lysenko.

Por sí misma, la discusión sobre las hibridaciones vegetativas resume la polémica lysenkista. Es un punto en el que la demagogia no ha ahorrado descalificaciones, a cada cual más insultante. En los países capitalistas algunos críticos decían que no habían podido corroborar los experimentos de hibridación, pero los más atrevidos hablan sencillamente de manipulación y de fraude. Experimentadores como Gluchenko debían estar tan obcecados con sus absurdos tomates que dedicaron 40 años de su vida, casi toda ella, a practicar injertos que -supuestamente- nadie más era capaz de reproducir. Quizá la ineptitud corría por cuenta de quienes jamás lograron ninguna clase de hibridación o, simplemente, cerraron los ojos ante la evidencia, no sólo de Michurin o Gluchenko sino de 6.000 años de prácticas agrícolas que se han propuesto borrar de la historia para mantener en pie una ideología tambaleante.

Es sólo una parte del estilo de la campaña propagandística de la guerra fría. Sin embargo, lo más significativo es que ninguno de los feroces críticos de Lysenko extiende sus insultos contra Darwin porque éste es el fetiche intocable. Además, el agrónomo soviético tiene que aparecer aislado, como el bicho raro, la nota discordante que de ninguna manera se puede poner en relación con Darwin. Finalmente, hay que rescatar a Darwin de sus propios desvaríos. Por eso su obra de madurez “Variación de los animales y las plantas bajo domesticación” no se tradujo al castellano hasta 2008. Sólo mediante la censura y la mutilación del pensamiento darwinista -y de otras corrientes de la biología- la teoría sintética ha podido infiltrar sus postulados entre la ciencia.

La cuestión sigue hoy planteada en los mismos términos que en 1948: un amplio consenso mayoritario de botánicos que se niega a reconocer las hibridaciones vegetativas y un reducido número de excéntricos que afirma todo lo contrario. Los primeros hacen bien en cerrar los ojos porque están en juego todos y cada uno de los fundamentos que han venido manteniendo desde 1883. Afortunadamente para la humanidad la ciencia nunca ha resuelto sus dilemas a mano alzada; mientras queden herejes podemos tener confianza en el progreso del pensamiento.

Los genes se sirven a la carta

Los vergonzosos ataques contra Lysenko prostituyen hasta el ridículo sus tesis, que tratan de presentar como si fueran incompatibles con los descubrimientos de la genética. Por ejemplo, Medvedev afirma que hubo una “negación integral de la genética” (369), y según Ayala, para Lysenko la genética era una ciencia capitalista (370). Este es el tópico usual al que recurren los intoxicadores. La postura de Lysenko acerca de la genética la expuso él mismo en varias ocasiones, otorgándole una importancia capital puesto que la selección artificial debía fundamentarse en ella. Entre otras, en la sesión de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas de 23 de diciembre de 1936 dijo lo siguiente:

Nuestros contradictores declaran que Lysenko repudia la genética, es decir, la ciencia de la herencia y de la variabilidad. Es falso. Nosotros luchamos por la ciencia de la herencia y de la variabilidad, lejos de repudiarla.

Nosotros combatimos diversas tesis de la genética, tesis erróneas y totalmente imaginarias. Nosotros luchamos para que la genética se desarrolle sobre la base y sobre el plan de la teoría darwiniana de la evolución. Nosotros debemos asimilar la genética, que es una de las ramas más importantes de la agrobiología, debemos reconducirla con la ayuda de nuestros métodos soviéticos a lo más alto y lo más completamente posible, en lugar de adoptar pura y simplemente numerosos principios antidarwinistas que están en la base de las tesis fundamentales de la genética.

Nadie entre nosotros sueña con negar los brillantes trabajos de la citología que han hecho progresar nuestro conocimiento de la morfología de la célula, y sobre todo el núcleo; nosotros estimulamos sin reservas esos trabajos [...] Son ramas del saber indispensables que acrecientan nuestros conocimientos.

Es, pues, obvio que la lucha de Lysenko no se entabló contra la genética sino contra toda la amalgama de concepciones oscurantistas que pretendían introducirse junto con ella, como reconoció Haldane. Según el británico, muchos genetistas y la mayoría de los vulgarizadores soviéticos “se habían dejado engañar” por su propio vocabulario, y Lysenko se basó en ello “para desprestigiar a la teoría genética en general y para proponer una tarea con mucha menos base científica que el mendelismo” (370b). Por lo menos a partir de aquí podemos empezar a sospechar que no se trataba de una guerra contra la genética sino contra el mendelismo, si bien los formalistas no conciben la genética sin las leyes de Mendel. Pero éste es otro problema distinto. No obstante, ni siquiera la crítica del mendelismo es una crítica de Mendel, por lo que las versiones difundidas en los países capitalistas acerca de Lysenko no pueden calificarse más que de una manipulación vergonzosa.

Si el lysenkismo era tan contrario al progreso de la ciencia, si retardó tanto el avance de la genética, alguien debería explicar cómo es posible entonces que el biólogo británico J.D.Bernal, un defensor de Lysenko, esté considerado como el fundador de la genética molecular en su país. Cabe reseñar también que, lo mismo que en la URSS, mientras un militante del Partido Comunista como Bernal defendía a Lysenko, otro militante, J.B.S.Haldane, también biólogo, defendía todo lo contrario.

Pero el lysenkismo no fue sólo un fenómeno soviético. Uno de los muchos países en los que las tesis de Lysenko tuvieron más aceptación fue China y el primer cultivo transgénico se creó en 1992 en aquel país asiático. Era una planta de tabaco a cuyo genoma se le añadió una secuencia de resistencia para el antibiótico kanamicina. En 1999 el Instituto de Genética Médica de Shanghai creó el primer ternero probeta transgénico utilizando las mismas técnicas que se emplearon en la obtención de la oveja clónica Dolly tres años antes. A pesar de la influencia lysenkista China se situó a la cabeza de investigación genética.

Ni Lysenko ni la URSS se opusieron al desarrollo de la genética en los centros educativos y en los laboratorios, de manera que se pudieron conocer todas las corrientes existentes en el mundo, y así, por ejemplo, la Sociedad de Naturalismo de Moscú siempre se destacó en la defensa de los principios mendelistas. No obstante, quizá no sea este aspecto el más interesante. Lo realmente significativo es que las afirmaciones acerca de la supuesta “prohibición” de la genética en la URSS deberían conducir a establecer comparaciones -incluso cuantitativas- con la enseñanza de esa misma disciplina en otros países: fechas en las que se introdujeron las cátedras de genética, número de profesores universitarios, artículos y libros publicados, etc. Las sorpresas serían mayúsculas porque en 1949 el bioquímico belga Jean Brachet reconoció en una rueda de presa tras su viaje a la URSS, que en la Universidad Libre de Bruselas los planes de estudios ofrecían 15 horas lectivas de genética, contra 200 en la de Leningrado. No está nada mal para un país que acababa de “prohibir” la genética. El primer profesor universitario de genética en Estados Unidos fue Alfred Sturtevant, quien comenzó a impartir sus clases en 1928. Según Haldane, en 1938 en Inglaterra no había más que un sólo profesor de genética “y como, no se ha hecho ningún esfuerzo por remediar esta carencia, la enseñanza de genética en Londres es, de momento, radicalmente imposible” (371). La superioridad soviética en ese punto era, pues, abismal.

Las aportaciones soviéticas a la genética también fueron muy importantes, en algunos casos anteriores a las anglosajonas y, desde luego desconocidas, descuidadas o ignoradas por su propio origen, por lo que conviene recordarlas, aunque sea telegráficamente. Entre 1922 y 1929 Vavilov reunió en sus expediciones la colección de plantas y semillas más importante del mundo, cuyo destino era la selección y la hibridación y, por consiguiente, el mejoramiento en la calidad de los cultivos agrarios. En 1924 Oparin expuso la primera hipótesis científica sobre el origen de la vida. Ese mismo año A.N.Bach creó el primer Instituto de Investigación Bioquímica del mundo y expuso las primeras nociones bioquímicas sobre la oxidación. Aunque el efecto mutagénico de las radiaciones sobre los cromosomas se atribuye al estadounidense H.J.Muller, y le concedieron el Premio Nobel por ello, sus verdaderos descubridores fueron los soviéticos G.A.Nadson y G.S.Filippov, que observaron el efecto en levaduras y hongos, adelantándose en dos años a Muller. En 1927 S.S.Chetverikov fue el primero en formular las leyes del polimorfismo genético que constituye la base de la genética de poblaciones, adelantándose en varios años a Wright, Fisher y Haldane, que pasan por ser sus creadores. Ese mismo año G.D.Karpechenko creó la primera planta sintética del mundo, a la que dio el nombre de Raphanobrassica (Raphanus sativus y Brassica cleracea), un híbrido del rábano y la col (repollo o coliflor)(372). Ese mismo año N.K.Koltsov fue el primero en describir la estructura de los cromosomas como moléculas gigantescas capaces de reproducirse por un mecanismo de molde, concepto que relacionaba la genética con la bioquímica. No obstante, como todos los genetistas de la época, Koltsov pensaba que esa molécula era una proteína y no un ácido, el ADN, como se supo después. La noción de biosíntesis permitió entender la autorreplicación genética. En 1927 A.R.Serebrobsky estudió la primera variación intragenética de la mutabilidad. Al año siguiente A.A.Sapeguin obtuvo mutantes del trigo mediante radiaciones. En 1935 A.N.Belozersky logró aislar ADN en forma pura por primera vez y dos años después N.P.Dubinin fue el primero en descubrir en una población de moscas drosophilas al menos un dos por ciento de mutantes espontáneas.

Las desinformaciones presentan a la ciencia soviética como una laguna aislada, ajena y extraña a las corrientes de la genética de otros países, consecuencia a su vez del aislamiento internacional de la URSS que, naturalmente, aparece como una política deliberadamente perseguida por la diplomacia soviética, como si los demás países no tuvieran ninguna responsabilildad en ello. También aquí hay que proceder a una verdadera reconstrucción de los hechos casi completa. La URSS estuvo durante muchos años fuera de la Sociedad de Naciones, sometida a un riguroso bloqueo internacional. En líneas generales y, especialmente en lo que a la ciencia respecta, desde su mismo nacimiento, la URSS buscó desarrollar toda clase de intercambios con terceros países, a cuyos efectos creó una Oficina para el Estudio de la Ciencia y la Tecnología Extranjera. En 1924 organizó la Sociedad para las conexiones culturales con los países extranjeros: “Con posterioridad a 1920 la Academia de Ciencias primero y después otros centros de investigación, tomaron medidas para establecer relaciones directas con centros de investigación del extranjero. Aun cuando al principio la cooperación internacional fue muy modesta, tuvo sin embargo extraordinaria importancia para el desarrollo de la ciencia soviética” (373). La gran crisis capitalista de 1929 favoreció los intercambios. Al acabar con los presupuestos para educación e investigación en Estados Unidos, la URSS invitó a muchos científicos y técnicos extranjeros que se habían quedado en el paro a instalarse allá, e incluso se construyeron urbanizaciones y ciudades enteras para ellos. Otros ya se habían instalado anteriormente, de manera que es difícil encontrar un genetista que no hubiera viajado en algún momento a la URSS. Un conocido eugenista como Leslie Clarence Dunn se trasladó allá en 1927 con una beca de Rockefeller. Richard B.Goldschmidt visitó la URSS en 1929 para asistir a un congreso de genética. Al quedarse en el paro en Estados Unidos, el biometrista Chester Bliss trabajó de 1936 a 1937 en el Instituto Botánico de Leningrado. El genetista Calvin F.Bridges también fue profesor de su disciplina en la Universidad de Leningrado.

En 1925 la Academia de Ciencias ofreció un laboratorio de investigación al biólogo Paul Kammerer durante una vista a la URSS. El austriaco aceptó el puesto pero tenía que ir a Viena para recoger sus cosas. Fue entonces cuando se divulgó su supuesto fraude, que le condujo al suicidio. Después de 1929 la crisis promocionó la emigración hacia la URSS de científicos procedentes de los países de Europa central, una corriente reforzada después de la llegada de Hitler a la cancillería en Alemania. Entre los primeros se encontraba Georg Schneider (1909-1970), un joven militante del Partido Comunista de Alemania recién salido de la universidad. Schneider emigró a la URSS en 1931, donde dos años después se le unió su profesor en Jena, Julius Schaxel (1887-1943), un prestigioso biólogo, también marxista, a su vez alumno de Ernst Haeckel. Schaxel (374) había fundado en 1924 el conocido diario de información científica “Urania”, prohibido por los nazis en 1933. En el exilio Schaxel y Schneider iniciaron una estrecha colaboración primero en el Instituto de Morfogénesis Experimental, poniendo los cimientos de la biología del desarrollo, disciplina de la que se cuentan entre sus pioneros, que continuaron después en el Instituto Severtsov de Morfología Evolucionista de la Academia de Ciencias de la URSS en Moscú. Tras su retorno a Alemania en 1945, Schneider impartió clases de biología teórica en la Universidad de Jena, siendo uno de los pocos defensores del lysenkismo en la República Democrática Alemana.

El caso de H.J.Muller es bastante singular e ilustra sobre la verdadera situación de la genética en aquella época, ya que recorrió todo el espectro ideológico imaginable. Discípulo de Morgan, su “redescubrimiento” del efecto mutágeno de las radiaciones sobre los cromosomas en 1927 fue trascendental; su manual Principles of Genetics tuvo una amplia difusión universitaria por todo el mundo y fue muy pronto traducido al ruso. Se trasladó a Moscú con su cargamento de moscas en 1922, presidiendo el Instituto de Genética desde 1933 hasta 1937. En la URSS Muller escribió varios artículos para la prensa elogiando la colectivización agrícola y apoyando la investigación científica soviética. En uno de ellos, publicado en el diario gubernamental Izvestia con ocasión del décimo aniversario de la muerte de Lenin, criticaba el lamarckismo y defendía que la genética formalista era una aplicación del marxismo a la biología. Fue uno de los fundadores del Consejo Nacional de Amistad Americano-Soviética y presidente de la Sociedad Científica Americano-Soviética. En una conferencia impartida en Moscú en 1936 estableció el puente que unió la química y la genética: el portador de la información genética era un polímero compuesto por una serie aperiódica de subunidades. Al año siguiente se trasladó a España como miembro de las Brigadas Internacionales para participar en los servicios médicos del ejército republicano. Pero también era eugenista y acabaría militando en las filas del anticomunismo más salvaje. Muller creía que la Unión Soviética era el Estado ideal para llevar a cabo experimentos eugenistas de mejora de la raza humana porque las barreras de clase habían desaparecido. En mayo de 1936 le envió a Stalin un ejemplar de su libro Out of the night en el que defendía la eugenesia. En esa obra, lo mismo que en las conferencias científicas en las que intervino mientras permaneció en la URSS, Muller sostuvo que la inseminación artificial entre los soviéticos podría asegurar la victoria del socialismo. Había que mejorar la dotación genética de la clase obrera y del campesinado para suplir su inferioridad natural.

La genética soviética estuvo siempre estrechamente imbricada con la de los demás países del mundo. Sus científicos formaron parte de academias e institutos de investigación de otros países, del mismo modo que existieron científicos de otros países que formaron parte de las universidades y laboratorios soviéticos. El mismísimo William Bateson acudió a Moscú en 1925 para celebrar el 200 aniversario de la fundación de las academias científicas en Rusia, y al regresar a su país escribió un artículo elogiando el enorme esfuerzo que estaba realizando la URSS en materia científica (375). En los libros soviéticos publicados no hay más que repasar la bibliografía y las citas para observar cómo los avances de otros países también fueron conocidos por los científicos soviéticos, así como sus manuales, de los que existen numerosas traducciones. Lo mismo cabe decir de los fondos bibliográficos disponibles en bibliotecas y librerías. Así, las obras escogidas de T.H.Morgan se publicaron en la URSS en 1937, antes que en Estados Unidos; lo mismo se puede decir de las de H.J.Muller, un científico más conocido en la URSS que en su propio país.

Una de las acusaciones lanzadas contra Lysenko es su negativa a reconocer los genes, cuestión que él abordó en varios textos con bastante claridad. A lo que él se oponía era al concepto de gen como corpúsculo portador de la herencia, y pone un ejemplo: no por negar que existan partículas o una sustancia de la temperatura, se niega la existencia de ésta como medida de un estado de la materia: “Nosotros negamos que los genetistas, y con ellos los citólogos, puedan percibir un día los genes por el microscopio. Se podrá y se deberá discernir en el microscopio detalles cada vez más ínfimos de la célula, del núcleo, de los cromosomas, pero eso serán parcelas de la célula, del núcleo o del cromosoma, y no lo que los genetistas entienden por gen. El patrimonio hereditario no es una sustancia distinta del cuerpo, que se multiplica a partir de él mismo. La base de la herencia es la célula que se desarrolla, se transforma en organismo. Esta célula comporta unos orgánulos con fines diversos. Pero no hay en ella ninguna partícula que no se desarrolle, que no evolucione”.

Esta concepción no fue exclusiva de Lysenko sino que también puede encontrase en Oparin, quien desde el punto de vista del origen de la vida criticó la teoría de las mutaciones al azar:

En el problema mismo del origen de la vida, muchos naturalistas continúan sosteniendo, aun después de Darwin, el anticuado método metafísico de atacar este problema. El mendelismo-morganismo, muy usual en los medios científicos de América y de Europa occidental, mantiene la tesis de que los poseedores de la herencia, al igual que de todas las demás particularidades sustanciales de la vida, son los genes, partículas de una sustancia especial acumulada en los cromosomas del núcleo celular. Estas partículas habrían aparecido repentinamente en la Tierra, en alguna época, conservando práctica e invariablemente su estructura definitiva de la vida, a lo largo de todo el desenvolvimiento de ésta. Vemos, por consiguiente, que desde el punto de vista mantenido por los mendelistas-morganistas, el problema del origen de la vida se constriñe a saber cómo pudo surgir repentinamente esta partícula de sustancial especial, poseedora de todas las propiedades de la vida.

La mayoría de los autores extranjeros que se preocupan de esta cuestión (por ejemplo, Devillers en Francia y Alexander en Norteamérica), lo hacen de un modo por lo demás simplista. Según ellos, la molécula del gene aparece en forma puramente casual, gracias a una ‘operante’ y feliz conjunción de átomos de carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y fósforo, los cuales se conjugan ‘solos’, para constituir una molécula excepcionalmente compleja de esta sustancia especial, que contiene desde el primer momento todas las propiedades de la vida.

Ahora bien, esa ‘circunstancia feliz’ es tan excepcional e insólita que únicamente podría haber sucedido una vez en toda la existencia de la Tierra. A partir de ese instante, sólo se produce una incesante multiplicación del gene, de esa sustancia especial que ha aparecido una sola vez y que es eterna e inmutable.

Está claro, pues, que esa ‘explicación’ no explica en esencia absolutamente nada. Lo que diferencia a todos los seres vivos sin excepción alguna, es que su organización interna está extraordinariamente adaptada; y podríamos decir que perfectamente adaptada a las necesidades de determinadas funciones vitales: la alimentación, la respiración, el crecimiento y la reproducción en las condiciones de existencia dadas. ¿Cómo ha podido suceder mediante un hecho puramente casual, esa adaptación interna, tan determinativa para todas las formas vivas, incluso para las más elementales?

Los que sostienen ese punto de vista, rechazan en forma anticientífica el orden regular del proceso que infiltra origen a la vida, pues consideran que esta realización, el más importante acontecimiento de la vida de nuestro planeta, es puramente casual y, por tanto, no pueden darnos ninguna respuesta a la pregunta formulada, cayendo inevitablemente en las creencias más idealistas y místicas que aseveran la existencia de una voluntad creadora primaria de origen divino y de un programa determinado para la creación de la vida.

Así, en el libro de Schroedinger ‘¿Qué es la vida desde el punto de vista físico?’, publicado no hace mucho; en el libro del biólogo norteamericano Alexander: ‘La vida, su naturaleza y su origen’, y en otros autores extranjeros, se afirma muy clara y terminantemente que la vida sólo pudo surgir a consecuencia de la voluntad creadora de Dios. En cuanto al mendelismo-morganismo, éste se esfuerza por desarmar en el plano ideológico a los biólogos que luchan contra el idealismo, esforzándose por demostrar que el problema del origen de la vida –el más importante de los problemas ideológicos- no puede ser resuelto manteniendo una posición materialista”.

Idéntica posición que Lysenko y Oparin defendió en los años treinta el biólogo italiano Mario Canella, que calificó al mendelismo como una “jerga esotérica”. El gen, afirma Canella, ni material ni funcionalmente puede ser una unidad autónoma: “Nuestra ignorancia es lo bastante grande como para justificar las más dispares hipótesis”, concluye (376).

Por su parte, en la edición correspondiente a 1948 de su obra sobre la herencia, el genetista suizo Émile Guyénot insertó un epígrafe titulado “¿Existen los genes?”, donde reconocía que los genetistas no sabían nada cierto sobre la naturaleza de los genes: “La existencia misma del gen, al menos tal y como se le concibe generalmente, se comienza a poner en duda”. Añade también que aunque los cromosomas se pueden dividir en unidades que preservan cierta autonomía, esas posiciones diferenciables no son necesariamente genes (377). Esa era la posición de un genetista suizo en 1948, justo cuando Lysenko lee su informe en la Academia. Pero la diferencia entre Guyénot y Lysenko es que éste era soviético. Parece claro, en consecuencia, que la postura de Lysenko sobre los genes era compartida por una parte muy importante de la genética mundial. En su conocida obra, escrita en 1943, Schrödinger habla más de los cromosomas que de los genes, porque la existencia de éstos era puramente hipotética: los definía como un “hipotético transportador material de una determinada característica” (378). Los propios formalistas reconocían los hechos en una fecha tan tardía como 1951 en una cita que merece recordarse porque ilustra bien claramente el verdadero trasfondo del estado de la genética en aquel momento: “Conviene hacer resaltar que no estamos seguros de la existencia de genes porque los hayamos visto o analizado químicamente (hasta ahora la genética no ha conseguido hacer ninguna de estas dos cosas) sino porque las leyes de Mendel sólo pueden interpretarse satisfactoriamente admitiendo que existen los genes” (379). Fue un arrebato de sinceridad poco frecuente en los mendelistas que no se ha vuelto a repetir, pero conducía a un flagrante círculo vicioso: las leyes de Mendel se demuestran por la existencia de los genes y, a su vez, la existencia de los genes por las leyes de Mendel. Como consecuencia de ello, a medida que se observaban excepciones a las leyes de Mendel, había que inventar sobre la marcha nuevas variantes de genes y de funcionamiento de los genes, lo cual no era difícil porque se iban elaborando hipótesis sobre hipótesis. El artificio era más que evidente y aparece con meridiana claridad en el manual que acabamos de citar, verdadera obra de referencia en su momento (incluso en la URSS, donde era el libro de texto utilizado en la enseñanza) cuando alude a aquellos casos en que no aparecían las leyes previstas. En tales casos una argumentación característica presentaba este curioso aspecto:

Aunque las leyes de Mendel de la segregación y la transmisión independiente se confirmaron inmediatamente después de su redescubrimiento en 1900, no estaba probado que estas leyes tuvieran que aplicarse universalmente a la herencia en todos los organismos. En efecto, parecía como si la herencia mendeliana constituyera más bien una excepción y que, en general, la herencia fuese del tipo mezclado, en que las herencias de ambos padres se mezclasen en los descendientes [...]

No obstante pronto se vio que la mayor parte de las excepciones aparentes podían explicarse admitiendo que muchos caracteres estaban influidos por dos o más parejas de genes cuyas expresiones interactúan. Según las formas de la interacción, las proporciones fenotípicas se modifican de distintas maneras, pero las leyes fundamentales de la transmisión hereditaria siguen siendo las mismas (380).

Esto significa el siguiente modo de proceder “científico”: ante el fallo de una hipótesis acerca de algo que se ignora, no había que cambiar de hipótesis sino afirmar que sabemos algo acerca de eso de lo que no sabemos nada. Así, los mendelistas no se conformaron con asegurar que había genes sino que inventaron también los poligenes para aquellos casos en que fallasen los anteriores. Ahora bien, los poligenes son lo mismo que los genes... sólo cambian un poco... Entonces los genes se servían a la carta: el menú dependía de las necesidades que hubiera que cubrir. Más en concreto, los poligenes se inventaron para tapar los agujeros de los genes. La herencia poligénica se llama ahora “multifactorial” a causa de la “intervención casi constante de factores ambientales” (381).

A diferencia de otros conceptos capitales de la genética, como las enzimas, por ejemplo, los genes no fueron un descubrimiento sino un invento, una hipótesis presumida por las modificaciones que se observaban en el exterior o, en expresión de Darwin, “tinta invisible”. Se inventó una causa por sus efectos. Se postuló su existencia en la misma forma que se postula la existencia de un virus, aún sin conocer su realidad, cuando se manifiestan determinadas enfermedades y se le pone el mismo nombre al virus (la causa) que a la enfermedad (el efecto). Del mismo modo, cuando se apreciaban cambios en los caracteres externos se atribuían a causas internas, de donde se extrajeron las nociones de mutación génica, alelo, polimorfismo, etc. Según el manual de Suzuki, Griffiths, Miller y Lewontin, sólo se puede detectar un gen cuando hay un cambio en los rasgos físicos externos del individuo; a medida que se descubran más cambios, se descubrirán también más genes. La variación es la materia prima de la genética: si todos los ejemplares de una especie fueran iguales, no existiría esta ciencia. Los autores definen precisamente la genética como el estudio de los genes a través de su variación (382).

Con las mutaciones los interrogantes no sólo no acababan sino que se multiplicaban exponencialmente: no sabemos lo que es un gen, pero ¿qué es una mutación? Y sobre todo ¿cómo saber lo que es una mutación si no sabemos qué es lo que muta? ¿Es posible llegar a saber siquiera lo que es la mutación de un gen sin saber lo que es un gen? Al ignorarlo todo al respecto hubo que añadir otro componente enigmático suplementario, el de “mutación aleatoria”, que no es más que un reconocimiento casi explícito de ese desconocimiento. Como afirma Le Dantec, poner un nombre a algo que no existe es un “error de método” porque parece concederle una realidad fáctica que no tiene (383). Las dudas sobre la naturaleza y la existencia misma de los genes fueron muy frecuentes entre los científicos de todo el mundo hasta el descubrimiento de la estructura de doble hélice del ADN en 1953. Fue entonces cuando se produjo esa asociación característica entre los genes y el ADN, cuando se trataba de la más contundente demostración de su falsedad, como vamos a ver. Medio siglo después, pareció que la secuenciación del genoma iba a confirmar esa tendencia favorable a los genes. Walter Gilbert afirmó con entusiasmo que “la secuencia completa del genoma humano constituye el Santo Grial de la Genética Humana”. Cuando se le concedió el premio Nobel repitió que “las secuencias del DNA son las estructuras definitivas de la Biología Molecular. No hay nada más primitivo. Las preguntas se formulan allí en último término”. Fue un espejismo de los mendelistas, que corrían detrás de una ilusión sobre la que habían proyectado sus fantasías ideológicas. De ahí sólo podían surgir frustraciones.

El concepto de gen es uno de los fantasmas sobre los que se ha articulado la genética, su misma médula. No es extraño, por tanto, que mostrando sus lagunas algunos lleguen a pensar que el fundamento de esa ciencia naufraga. Hasta 1944 se pensaba que los genes estaban en los cromosomas pero no en qué parte de ellos o, mejor dicho, si su función la cumplían los ácidos nucleicos o las proteínas. Incluso casi todos optaban por relacionarlos con las proteínas. No se sabía, por tanto, algo tan trascendente como su constitución bioquímica, de qué material estaban formados. El descubrimiento de la vinculación de los genes al ADN en lugar de a las proteínas fue un choque tan grande que no resultó fácilmente aceptado, hasta que volvió a comprobarse en 1952. No obstante, nadie fue capaz de replantear el concepto de gen; se saltó al otro extremo, se impuso el dogma central y las proteínas vieron rebajada su importancia epistemológica: las proteínas no eran genes sino producto de los genes.

Con el transcurso del tiempo y la secuenciación del genoma humano es posible volver a establecer una evaluación acerca del concepto de gen. Sin embargo, a pesar del genoma, el mapa del tesoro, no sabemos ni siquiera cuántos genes tenemos. Al principio estimaron que su número debía ser proporcional a la complejidad del organismo. En diciembre de 1998 se secuenció el genoma de una minúscula lombriz intestinal (Escherichia coli o bacilo del colon): tenía 19.098 genes. La lombriz intestinal está formada por 959 células, de las cuales 302 son neuronas cerebrales. Los humanos tienen 100 billones de células en su cuerpo, incluidas 100.000 millones de células cerebrales. Por tanto, un organismo más grande y complejo, como el ser humano, debía tener muchos más genes. Algunos calcularon que 750.000 era un número razonable, pero pronto empezaron a bajar la cifra. Randy Scott pronosticó en septiembre de 1999 que el hombre tendría exactamente 142.634 genes. Para descifrar el genoma humano se formaron dos equipos. Uno de ellos, dirigido por Craig Venter, encontró 26.383 genes codificadores de proteínas y otros 12.731 genes “hipotéticos” (sic). El otro equipo dijo que existen aproximadamente 35.000 genes, aunque posiblemente la cifra podía acercarse a 40.000. Por tanto, aunque se había secuenciado el genoma los datos no cuadraban; en realidad, no había tales datos. A pesar de la secuenciación del genoma el baile de cifras acerca del número de genes humanos no ha cesado. Lo peor de toda esta patraña es que sólo tenemos el doble de genes que una lombriz intestinal. Por consiguiente, parece de sentido común concluir que lo que diferencia a un hombre de un gusano no son los genes precisamente.

Inicialmente el gen nació definido como una partícula determinante de la herencia, o peor, de un solo rasgo hereditario porque la idea inicial era que el gen era una molécula (384). Los experimentos con radiaciones ionizantes de Timofeiev-Ressovski y Delbrück en Berlín trataban de demostrar que se podía alterar un gen aplicando radiaciones, para lo cual desarrollaron la “teoría de la diana”, es decir, la probabilidad de acertar lanzando una radiación contra una determinada partícula. Era una especie de acupuntura radiactiva. Creían que se podría alcanzar a un gen, dejando intactos a los demás, demostrando así experimentalmente, según expresión de Timofeiev-Ressovski, la composición “monomolecular” del gen, una partícula física de la que se podría calcular sus dimensiones, peso y volumen. Ahora la moda ha pasado pero a lo largo del siglo anterior era frecuente que los mendelistas hicieran cálculos sobre el tamaño de los genes que hoy nadie se atrevería. Así Morgan aseguraba que existían “cientos” de genes en cada cromosoma, cada uno de los cuales estaba fuera del alcance del microscopio, porque no eran más pequeños que algunas de las moléculas orgánicas más grandes (385). Watson calculó que un gen debía tener un peso molecular del orden del millón, es decir, que estaría formado por 1.500 nucleótidos, lo que correspondería a un polipéptido de 500 aminoácidos (386). En los años setenta Luria decía que “cabía esperar” que los genes tuvieran una estructura unidimensional (lineal) o quizá bidimensional porque sólo de esa manera podían servir como patrones para obtener nuevas copias (387). Schrödinger sostenía que la “fibra cromosómica”, a la que calificaba como “portador universal de la vida”, era un cristal aperiódico. Enumeraba varios métodos de estimación del tamaño de los genes. Uno de ellos consistía en dividir la longitud media del cromosoma por el número de características que determina y multiplicarla por la sección transversal. Refería investigaciones que calculaban el volumen de un gen como un cubo de 300 angstrom de arista. Luego afirmaba “con toda seguridad” que un gen no contiene más que un millón o unos pocos millones de átomos, aunque posteriormente reducía el tamaño: sólo cabrían unos 1.000 átomos y posiblemente menos (388). Este tipo de fantasías ya no son tan frecuentes.

El descubrimiento de la doble hélice demostró que en cada cromosoma el ADN es una molécula única. Ante el fracaso de la hipótesis del gen los diccionarios especializados han ido acogiendo con el paso del tiempo todo tipo de definiciones divergentes. De Vries utilizó la voz “pangen” en el mismo contexto en el que Darwin desarrolló su teoría de la pangénesis, hoy descartada. Ya tampoco aparece la definición que dio Johannsen, el inventor de la palabra: “El gen se debe utilizar como una especie de unidad de cálculo. De ninguna manera tenemos derecho a definir el gen como una unidad morfológica en el sentido de las gémulas de Darwin o de las bioforas, de los determinantes u otras concepciones morfológicas especulativas de esa especie” (389). Ahora ya nadie sostiene que los genes son conceptos estadísticos sino que se ha impuesto precisamente lo que Johannsen pretendía evitar: las definiciones morfológicas. Pero aunque se descartó su concepto, Johannsen contribuyó a romper la inercia hasta entonces imperante. En conclusión, del contexto teórico en el que se gestó la palabra “gen” sólo quedo eso, la palabra, para la cual hubo que seguir buscando definiciones.

Entre las que se pueden recabar de los manuales y diccionarios hay una serie de características comunes sobresalientes, principalmente la de que el gen es una unidad indivisible, una especie de ser con entidad por sí mismo. A veces, en la primera mitad del siglo asimilaban cada gen a un virus. La hipótesis del gen se construyó sobre el modelo atómico de la física y al mismo tiempo que ese modelo se desarrollaba, dando lugar al nacimiento de la mecánica cuántica. El gen era una especie de átomo. Ahora bien, el átomo tampoco es indivisible y se puede descomponer en electrones, neutrones, protones y otras partículas más simples. Sin embargo, cuando se pudo conocer la composición del ADN no se encontraron genes sino un polímero, es decir, una larga cadena molecular cuyos eslabones elementales son los monómeros o nucleótidos que, a su vez, están formados por tres partes integrantes unidas entre sí:

a) un tipo de azúcar, la desoxirribosa, también llamado pentosa porque adopta la forma de un pentágono en cuyos vértices hay cinco átomos de carbono; ocupa el centro de la molécula, sirviendo de bisagra con los otros dos componentes
b) un compuesto del fósforo, el ácido fosfórico, también denominado ortofosfórico, cuya fórmula química es H3PO4 que marca la condición ácida del ADN
c) una base nitrogenada cíclica, es decir, cuyos componentes se repiten siguiendo determinadas secuencias a lo largo de la molécula de ADN que proporcionan el patrón de la información génica porque constituyen el elemento diferencial: mientras la dexorribosa y el ácido fosfórico son siempre iguales, las bases nitrogenadas cambian de un nucleótido a otro.

Ninguno de estos integrantes es un gen por sí mismo, por su composición química, ni agrupados entre ellos. La división molecular del ADN, por consiguiente, no permite hablar de genes sino de átomos y de compuestos atómicos específicos, el más pequeño de los cuales es un nucleótido y que se diferencian entre sí según la base. Por su forma, la molécula de ADN es una doble cadena cuyos ramales paralelos están unidos por las bases, a la manera de los peldaños de una escalera. Por tanto, las bases están unidas, por un lado, a las pentosas en uno de los ramales y, además, están unidas entre sí en los peldaños. Por eso se habla de pares de bases, que se utiliza como unidad de medida de la longitud de la molécula de ADN y, a partir de ahí, como supuesta unidad de medida de la cantidad de información que puede albergar. Como mínimo para elaborar cada proteína son necesarios tres nuclétidos o pares de bases, cuyo agrupamiento específico recibe el nombre de codón.

Con las bases del ADN y el concepto de “información” que en torno a ellas se ha edificado sucede lo mismo que con el azar. Por ejemplo, no se ofrecen explicaciones acerca de los motivos por los cuales un gen necesita miles de bases para su expresión, mientras que otro sólo necesita cientos, es decir, las razones por las cuales un determinado gen ocupa mucho más “espacio” que otro dentro de la misma molécula de ADN. La impresión es que con la información génica ha sucedido lo mismo que con la encefalización en la evolución del hombre. Una proyección puramente ideológica radica en el intelecto -y por tanto en el cerebro- la especificidad humana; a partir de ahí creyó que el aumento de la capacidad intelectual -y por tanto del tamaño físico del cerebro- era lo que singularizaba la evolución del hombre. Pero esa cadena de argumentos es errónea: el hombre no es intelecto y un intelecto más desarrollado no significa una mayor masa cerebral. Del mismo modo, más cromosomas, cromosomas más largos o moléculas más largas de ADN no significan más información génica o mayor capacidad de almacenamiento. Es absolutamente infundado sostener, como hace Maynard Smith, que los genes transportan la información precisamente “en forma digital” y que el genoma tiene 1019 bits de información (390). La molécula de ADN no es un disco duro, ni un CD, ni un pen drive. Las imágenes físicas e informáticas son engañosas porque conducen a concebir la información como información digital o digitalizada, en ningún caso analógica; ya no asociamos la información al disco de vinilo o a la cinta magnetofónica. A mayor abundancia, sea cual sea la forma de almacenamiento, analógica, digital o cualquier otra, se debe ir más allá y cuestionar si verdaderamente el genoma es un almacén de información o, como en ocasiones se dice, un libro, una biblioteca u otra imagen gráfica equivalente que, en defintiva, transmiten una noción pasiva y mecánica del genoma. Si eso fuera así, habría que preguntar quién -o qué- ha depositado allá esa información, quién ha escrito ese libro o formado esa biblioteca.

Si la teoría sintética pretendía equiparar la genética a la mecánica cuántica podía haber llevado sus pretensiones hasta el final. Hubiera podido asociar el gen a la “función de onda”, es decir, no sólo a nociones discontinuas sino también a las continuas. Del mismo modo que el átomo es una partícula y una onda a la vez, el gen podría haberse desarrollado en torno a nociones como las de “campo” (eléctromagnético, gravitatorio), lo cual nos hubiera transmitido una batería de inferencias mucho más ricas que el esquema simplón de la teoría sintética. Aún está por definir lo que significa exactamente “información génica” y las extrapolaciones mecánicas de las que procede están jugando malas pasadas, como la denominada “paradoja del valor C”, en donde C es la cantidad de ADN por gameto o célula haploide medida en pares de bases o en picogramos. Fue una expresión acuñada por Hewson Swift en 1950 para denotar que es constante o característica dentro de una especie. Posteriormente, en 1971 C.A.Thomas calificó como “paradoja” la falta de correlación entre la cantidad de ADN y la complejidad del organismo que lo contiene. Las expectativas contaban con que los organismos más complejos necesitaran de una mayor “cantidad de información” que los más simples y, por lo tanto, que su genoma fuera mayor, que tuviera mayor capacidad de almacenamiento de información. Si la información génica tuviera un significado exclusivamente físico, representado por la sucesión ordenada de las bases, una mayor cantidad de información necesitaría más bases y, por consiguiente, moléculas de ADN más largas o más moléculas de ADN, es decir, más cromosomas. Tampoco es este el caso. La teoría sintética no es capaz de explicar los motivos por los cuales la cantidad de ADN no aumenta con la complejidad del organismo, ni tampoco los motivos por los cuales organismos cercanos con el mismo nivel de complejidad poseen genomas cuyo contenido de ADN difiere en muchos órdenes de magnitud.

La paradoja del valor C no se circunscribe al aspecto de la complejidad del organismo sino al propio genoma, al aspecto cuantitativo. Los genomas de los organismos eucariotas, los más evolucionados, contienen más ADN del necesario para un número determinado de genes, es decir, de la información génica que necesitan. Además, sólo una parte del genoma está activo en cada fase de desarrollo. Por consiguiente, la mayor parte del genoma (en proporciones superiores al 99 por ciento del ADN) no son genes, no se materializan en la elaboración de proteínas. A fecha de hoy la función precisa de este ADN excedentario resulta desconocido, pero no por ignorancia sino por una quiebra de los postulados sobre los que se ha edificado la genética mendelista. Lo que sabemos es que en el ADN existen secuencias repetidas, que conservamos duplicados de “la misma” información que derrochan gran parte del “espacio” que podríamos utilizar para aumentar nuestra capacidad de almacenamiento.

Un número tan insignificante de genes no puede rendir cuenta ni siquiera del número de anticuerpos que necesita fabricar un organismo a lo largo de su vida para defenderse de las agresiones exógenas. Un anticuerpo sólo es necesario producirlo cuando se produce el ataque, por lo que si hubiera secuencias de ADN que sólo sirven para ese tipo de tareas, las moléculas deberían prolongarse hasta longitudes casi infinitas. La explicación es -una vez más- que el funcionamiento de las secuencias de ADN es dinámico, tanto discreto como continuo, digital como analógico, es decir, que no existe esa supuesta “unidad de la herencia” de que ha venido hablando la teoría sintética desde 1900. Pero eso es insuficiente si, al mismo tiempo, no se retorna al estado de la genética previo a 1944, cuando se asoció la herencia al ADN exclusivamente. Tenían razón quienes pensaban que el ADN era una molécula demasiado simple y que la herencia necesitaba también, entre otras cosas, de las proteínas (es decir, del resto del cuerpo).

También aquí la equiparación con la física o la cibernética sigue jugando muy malas pasadas. La cibernética es una teoría matemática formal; desde su punto de vista es indiferente que la secuencia de bases sea GTT o TGT porque no tiene nada que ver con la semántica (391), algo que en genética es decisivo. El concepto de “información” que emplea la teoría de la información no tiene nada que ver con la “información” génica (392), lo cual tampoco significa, por cierto, que ésta no sea información.

El problema de la “información” génica no se agota en este punto sino que -al menos- deberían añadirse otros dos más para disponer de un cuadro de referencia más completo: la memoria y las señales. Son materias que apenas cabe apuntar. La memoria es una facultad de los organismos vivos de muy difícil concreción en biología y que, desde luego, no se ciñe al hombre ni a las facultades intelectuales sino a otros mecanismos, como el sistema inmunitario. En cuanto a las señales, es un concepto que se utiliza cada vez más en genética y en citología, lo que atestigua que se va introduciendo el carácter reactivo del genoma con un claro componente semiológico: no sería el lugar donde se lee sino el lector.

El paralelismo del gen con el átomo (con una concepción reducccionista del átomo) fue tan estrecho que los mendelistas también creyeron que el gen nunca perdía su identidad. Un átomo de sodio siempre es igual a sí mismo, no cambia nunca por más que unido a otro de cloro forme una molécula distinta, la sal común (cloruro de sodio). Una vez censurada la teoría de los fluidos era fácil concluir que el gen, como cualquier otro sólido, no se diluye, no se mezcla y, además, tiene capacidad de replicación y expresión autónomas. La unidad supone autosuficiencia, es decir, contar con todos aquellos componentes que son imprescindibles para reproducirse por sí mismos y cumplir su función, a saber, determinar la elaboración de proteínas de manera también autónoma. Lo que hay que demostrar, por consiguiente, es si tanto la reproducción como la expresión son autónomas.

Pues bien, el gen no reúne ninguna de esas características. El ADN no puede cumplir su función por sí mismo de manera autosuficiente. En primer lugar, requiere el concurso de los tres tipos de ARN. Por otra parte, también necesita de las proteínas a las que está asociada en los cromosomas. Ambos componentes, el ADN y las proteínas interaccionan continuamente. Las proteínas cromosómicas cumplen dos funciones priomordiales: mantienen la estructura molecular del ADN y activan y desactivan el funcionamiento de sus secuencias (393). El ADN no puede desempeñar su función ni reproducirse sin una proteína como la polimerasa. Sin ella es una molécula muerta. Determinadas enzimas son las que preservan la estructura del ADN, la reparan y corrigen sus defectos de funcionamiento. Pero no se trata sólo de que el ADN necesite el auxilio de otros componentes bioquímicos para su funcionamiento, sino de que la expresión de la información genética está siempre sujeta a influencias externas al propio ADN, de que el genoma es un regulador regulado, causa y efecto a la vez.

Los genes indivisibles se dividen. Su fragilidad es tan grande que lo más frecuente es que se rompan para volver a juntarse posteriormente. Como observó Janssens, en el proceso de división celular los cromosomas homólogos se unen entre sí en unos puntos llamados “quiasmas”, a causa de la apariencia de aspa que adoptan, similar a la letra griega χ (khi), en donde se aprecia un punto de unión (que pueden ser varios) por los que se rompen para reunificarse de forma tal que saltan de un cromosoma a su par homólogo. Luego la reproducción genética supone su división, que se produce tanto a lo largo como a lo ancho de la molécula de ADN. Pero las recomposiciones de la molécula de ADN no se limitan sólo al momento de la división celular. Como ya he expuesto, Barbara McClintock demostró que la mayor parte de las secuencias de ADN son móviles, llamadas transposones (394), que se desplazan de un lugar a otro del genoma; esta movilidad es una reacción del genoma ante determinados factores ambientales. En su nueva ubicación el transposón modifica el ADN de sus inmediaciones, rompiendo la secuencia molecular o haciendo que desaparezca del todo. En ocasiones, ese desplazamiento provoca una nueva soldadura en la secuencia originaria de la que procede el fragmento, lo que ocasiona disfunciones por partida doble. El denominado splicing o empalme alternativo es otro ejemplo de ruptura y recomposición de las moléculas de ácido nucleico. En las especies superiores las secuencias de ADN que elaboran proteínas (exones) no se encuentran una detrás de la otra sino separadas por regiones que no desempeñan esa función (intrones). Al transcribir la información génica, el ARN elimina los intrones y tiene que volver a empalmar de nuevo los exones. No siempre ese empalme coincide exactamente y, por lo tanto, la producción resultante diferirá en cada caso (395). En fin, actualmente la ruptura y posterior unión de las moléculas de ADN se ha convertido en una práctica rutinaria de laboratorio.

Los genes tampoco están alineados a lo largo de la molécula de ADN, en fila unos detrás de otros. No acaba un gen en un determinado punto (un nucléotido) y empieza otro en el siguiente sino que las diferentes secuencias se sobreponen unas con otras, por lo que en ocasiones se habla del solapamiento de los genes y de la existencia de “un gen dentro de otro gen” (396). Sanger confirmó el solapamiento de los genes en 1977 cuando observó que el virus Φ174 posee una misma secuencia de ADN que elabora dos proteínas distintas. El virus SV40 también fabrica cinco proteínas diferentes con sólo dos secuencias de su ADN. Este fenómeno explica el pequeño tamaño de los genomas en comparación con las funciones que son capaces de desempeñar. Todo esto contradice las leyes de Mendel, significa que la herencia sí se mezcla y que el gen no es ninguna partícula y, por consiguiente, que la herencia no es un fenómeno discreto sino continuo y discreto a la vez.

La cartografía génica, los “mapas” que los mendelistas creyeron observar en los cromosomas, fueron una influencia tardía de la frenología del siglo XIX y debe correr la misma suerte que ella. El gigantesco tamaño de una sola molécula de ADN hubiera debido resultar suficiente para llegar a una concepción más ajustada de su funcionamiento, de no ser por la interposición distorsionadora de un erróneo punto de partida. Incluso aunque podamos desembarazarnos de “todo lo demás”, del ARN, de las proteínas, de la distribución del ADN en diferentes cromosomas, etc., tres mil millones de bases hubieran debido mover a la reflexión: ¿cómo se organizan esas bases? ¿Cómo se distribuyen a lo largo de la molécula? Pero la propia formulación de la pregunta ya echaba por tierra la concepción aleatoria de la teoría sintética. Del mismo modo que el cerebro no sólo ha aumentado de tamaño sino que se ha reorganizado, también cada molécula de ADN está ordenada de una determinada forma, de la cual la localización espacial es sólo una de ellas. La frenología no era un seudociencia sino que tenía un cierto fundamento porque el cerebro presenta áreas específicas en las que, como sostenía Pavlov (397), se localizan determinadas funciones, lo mismo cabe decir de cada molécula de ADN, de manera que tan erróneo es subestimar la autonomía de sus diferentes secuencias, como incurrir en la teoría de la diana de Timofeiev-Ressovski o el bricolage transgénico.

El fracaso de la concepción del gen como unidad hereditaria condujo a otro giro, pasando a redefinirlo de una manera funcional (398). Aunque cada molécula de ADN se puede fragmentar en secuencias que preservan cierta autonomía funcional cada una de ellas, se trata de comprobar, como decía Guyénot, si esos fragmentos diferenciables pueden calificarse de genes, es decir, de alguna forma de unidad indivisible. La respuesta es negativa. En 1925 Alfred Sturtevant, un discípulo de Morgan, comprobó el efecto de posición que tenían los genes dentro de los cromosomas, aunque se consideró excepcional hasta que los soviéticos Dubinin y Sidorov lo generalizaron en 1934, calificándolo de “vecindad genética”. Los mecanismos de regulación son sinérgicos, las secuencias de ADN no funcionan independientemente unas de otras y, por consiguiente, el efecto que producen no sólo depende de su composición bioquímica sino de su posición dentro de la molécula, de las demás secuencias que la rodean. Cada secuencia de ADN es contextual, tiene expresiones diferentes según el lugar que ocupe dentro del genoma y, por consiguiente, no pueden ser consideradas como una unidad, no determinan por sí mismas su función sino que es necesario conocer su inserción dentro de la totalidad de la que forma parte. Las distintas secuencias de ADN operan como como herramientas multiusos: por sí mismas no permiten deducir cuál es su función. Aun secuenciando un genoma completo no disponemos de información suficiente para saber cuáles son las proteínas que fabrican cada uno de sus fragmentos. Ni siquiera es posible concebir al cromosoma como esa unidad ya que muy probablemente los cromosomas también influyen unos sobre otros y probablemente también influye el número de cromosomas, la forma de cada uno de ellos, así como sus movimientos. Habrá que tener en cuenta el genoma completo para dotar de sentido a la dotación hereditaria, incluyendo en él al ARN, cuyas funciones -según se está demostrando- que son cada vez más importantes. También habrá que incluir las mitocondrias y cloroplastos y plásmidos del citoplasma porque su replicación es autónoma, cuentan con su propio ADN, que codifica una serie de proteínas. Finalmente, aunque se alude al genoma en singular, cada genoma es tan diferente en cada especie y en cada individuo que el estudio de sus variaciones acabará convirtiéndose en una rama de la genética con sustantividad propia.

Las definiciones funcionales son erróneas en cualquiera de sus versiones sucesivas. Inicialmente los mendelistas afirmaron que la tarea de los genes consistía determinar la expresión de los rasgos característicos. En 1943 los experimentos de G.W.Beadle y E.L.Tatum remendaron esa tesis, sustituyéndola por otra que se expresó en el axioma “un gen, una proteína” que pretendía indicar que la función de cada gen consiste en controlar una reacción metabólica concreta. Cada gen dirige la elaboración de una proteína (o una enzima). La teoría sintética encajaba otro golpe sin inmutarse: bastaba poner proteína en lugar de carácter para que todo siguiera en su sitio y nadie hiciera preguntas. Pero no era así. Entre una proteína y un rasgo característico, como dice Mae Wan Ho, hay “un gran salto conceptual” que los mendelistas tampoco han explicado (399).

Pero el axioma “un gen, una proteína” tampoco duró mucho. La mayor parte del ADN no cumple esa función de manera que sus fragmentos se dividen en codificantes (exones) y no codificantes (intrones), por lo que en ocasiones se entiende por gen sólo a los fragmentos codificantes. Además, el viejo dogma de un único gen que codifica una única proteína también se ha venido abajo: hay proteínas a cuya elaboración concurren varias secuencias de ADN simultáneamente, los poligenes a los que ya me he referido; y a la inversa, hay secuencias que pueden codificar proteínas distintas, fenómeno conocido como pleiotropía (400). Finalmente, hay genes cuya función no consiste en codificar proteínas sino en regular a otros genes (operones); los hay que anulan la expresión de otros, fenómeno conocido como epístasis, etc. Incluso una misma secuencia de ADN puede desempeñar funciones contradictorias. Para cumplir estas funciones el genoma debe debe ser capaz de interpretar y responder a múltiples señales externas. Por tanto, hoy está asentado el criterio de que la expresión génica no depende sólo de las secuencias de ADN y, en consecuencia, que los genes no son una unidad funcional ni son capaces de explicar por sí mismos, de manera autónoma, la producción de proteínas.

No obstante, las expresadas incongruencias y otras muchas que podrían exponerse, tampoco ayudan a comprender lo que, sin duda, es el núcleo central de la genética, el que verdaderamente pone manifiesto la ausencia de fundamento del mendelismo, a saber, que el genoma, como cualquier otra parte de un organismo vivo, sólo tiene sentido evolutivo si se lo comprende una manera dinámica y cambiante (400b), algo que cabe extender no sólo a las especies sino al desarrollo concreto de cada organismo vivo a lo largo de su corta existencia. Como cualquier otra parte del cuerpo, el genoma también cambia con el tiempo y eso es precisamente lo que le confiere plasticidad y capacidad para desempeñar sus funciones, que también cambian con el tiempo.

De una manera solapada, el gen ha empezado a perder terreno y se comienzan a utilizar expresiones como cistrones, recones, hox, supergenes, seudogenes y otros. Como afirmaba recientemente Wayt Gibbs, se observa una tendencia, disimulada pero cada vez más insistente, a evitar el empleo del vocablo gen (401). Todo apunta a que no pasará mucho tiempo antes de que sea definitivamente desechado de la ciencia. La genética está reclamando a gritos un nuevo fundamento que llegará con la consideración del genoma como parte integrante de un organismo vivo y, por lo tanto, como algo igualmente vivo, dinámico y cambiante, no una foto fija.

Timofeiev-Ressovski, un genetista en el gulag

En toda referencia a la URSS hay que reservar un capítulo (al menos uno) para hablar a las persecuciones, purgas y fusilamientos; de lo contrario no podríamos decir que estamos aludiendo a la URSS. Aunque hablemos de ciencia, también hay que realizar este tipo de inserciones porque la represión tiene que aparecer como el aspecto más sobresaliente (y a veces único) de la historia soviética. La receta ideológica debe quedar de esta manera: como la genética estuvo totalmente prohibida, los genetistas fueron perseguidos, encarcelados y fusilados. Cualquier otra conclusión resultaría sorprendente. Una vez que Lysenko impuso el canon científico, los que no lo aceptaron pagaron su atrevimiento con la vida. En una cuestión científica como ésta, la rentabilidad ideológica de tales afirmaciones es mucho mayor porque comienza con el domino de una mentira (Lysenko) frente a la verdad castigada (todos los demás). Así la estatura científica de éstos se agiganta mientras que la de Lysenko cae por los suelos. El crimen es mucho mayor cuando no se encarcela a un científico “cualquiera” sino a un gran científico.

Cae por su propio peso que los genetistas fueron fusilados por sus concepciones científicas. Por tanto, aunque la condena del tribunal afirme que se trataba de un saboteador, un espía o cualquier otro delito, son subterfugios que encubren los verdaderos motivos, que son exclusivamente científicos. Nadie en su sano juicio concede la más mínima credibilidad al policía soviético que detiene, al fiscal que acusa, al testigo que declara o al tribunal que sentencia. En otros países los trabajos de investigación histórica sobre este tipo de procesos político-judiciales, como el caso Rosenberg en Estados Unidos, al menos suelen acabar en dudas sobre el fundamento de las condenas. Esto no puede ocurrir, no ha ocurrido y no ocurrirá en ningún juicio político de los habidos en la URSS; es un asunto incuestionable: fueron una patraña organizada para encubrir la represión política, lo cual significa exactamente eso: represión por la defensa de unas determinadas convicciones.

En el caso de los científicos ese tipo de argumentaciones tiene una enorme dificultad que superar, por el siguiente motivo: antes, durante y después de la URSS, el sistema punitivo era concentracionario. Así, el tendido de los más de 9.000 kilómetros de la red ferroviaria del transiberiano, una obra que se prolongó desde 1891 a 1905, lo llevaron a cabo miles de convictos. En Rusia no existían cárceles cerradas, cuyo surgimiento es muy reciente. En la historia penitenciaria, mientras la cárcel cerrada está ligada a la ociosidad del recluso, en el sistema abierto o campo de concentración, está ligada al trabajo forzoso que, lejos de ser una sanción en retroceso, se va generalizando a todos los sistemas penitenciarios modernos. En el caso de los científicos condenados durante el periodo soviético, el trabajo forzoso comportaba el ejercicio de su disciplina científica en el sharashka, que es el apelativo que daban los propios reclusos a los centros específicos creados para reunir en ellos a los investigadores, ingenieros y científicos. Por tanto, si el penado era profesor universitario debía impartir lecciones en el campo y si era investigador se le integraba en un laboratorio dentro del propio recinto. La conclusión paradógica que se obtiene de esto es la siguiente: que el condenado por expresar determinadas convicciones científicas debía seguir difundiendo esas mismas convicciones científicas.

El absurdo relato canónico de los hechos es tan uniforme y monótono como carente de datos precisos. ¿Por qué no hay un listado de genetistas perseguidos y encarcelados por su oposición a Lysenko? Hay una respuesta muy fácil: fueron tan numerosos que no se puede detallar cada uno de ellos; entonces el plumífero recurre al expediente de aludir a cientos, miles o millones, según su desparpajo. Quizá pretendan aseverar que todos fueron a la cárcel excepto el propio Lysenko. Ahora bien, el panfleto orquestado se desmorona con sólo tener en cuenta ciertas circunstancias bastante precisas, algunas de las cuales ya he referido. Si Lysenko pretendió imponer una doctrina canónica oficial, ¿por qué fueron invitados a impartir lecciones profesores extranjeros que defendían concepciones opuestas a dicho canon? Este argumento aún podría estirarse más si se tienen en cuenta los libros, las traducciones y las ediciones de obras de todo tipo que circularon por la URSS en aquella época y cuyo rastreo es bien sencillo puesto que cada libro lleva su fecha de edición y las colecciones de ellos están catalogadas y disponibles en bibliotecas y librerías, son mencionadas en otras obras, etc.

La nómina de genetistas represaliados en la época de Lysenko se agota finalmente en dos nombres: Vavilov y Timofeiev-Ressovski. Quizá sólo se trate de los más conocidos; quizá hubo otros de segundo rango a los que no se les ha prestado la atención que se les debe como personas injustamente represaliadas... Quizá. Pero una cosa es cierta: que por mucho que se alargue la lista de represaliados, siempre habrá otros que defendieron idénticas concepciones y no padecieron esas represalias, lo cual resulta aún peor para el canon propagandístico de la guerra fría, porque en tal caso quedaría evidenciado que los represaliados no lo fueron por sus ideas científicas sino por otro tipo de motivos ajenos a ellas. Desde luego en el caso de Timofeiev-Ressovski es evidente que no fue perseguido precisamente por sus convicciones científicas.

Nikolai V.Timofeiev-Ressovski (1900-1981) fue uno de esos científicos que resumieron en su biografía la historia de un siglo convulso. Referir algunos aspectos de su personalidad puede ayudar a comprender detalles importantes de la ciencia y de los científicos soviéticos.

Nació en Kaluga y comenzó sus estudios universitarios en Moscú en 1916, donde se convirtió en un seguidor de Kropotkin. Tras la revolución luchó en la guerra civil con una unidad de cosacos, alcanzado el grado de sargento. Al año siguiente se unió a una pequeña unidad de la caballería anarquista, el “Ejército Verde”, es decir, que no se integró en el Ejército Rojo hasta el año siguiente. Entonces Timofeiev-Ressovski luchó en Crimea y en el frente polaco.

En 1920 se incorporó como investigador de biología experimental en Moscú bajo la dirección de N.K.Koltsov y a partir de 1922 enseñó zoología en la Facultad Biotécnica de la capital en el departamento dirigido por Chetverikov. Sus primeros ensayos trataron de respaldar precisamente la hipótesis de Chetverikov sobre los mecanismos genéticos de evolución de las poblaciones. Descubrió una amplia reserva de variabilidad hereditaria en las poblaciones silvestres de moscas que le sirvió para acuñar el concepto de microevolución, uno de los pilares de la teoría sintética. Según Timofeiev-Ressovski el sujeto básico de la microevolución es la población, la materia prima es la mutación y el suceso elemental es el cambio en las frecuencias génicas. Añadió que los motores de la evolución son la mutación, la fluctuación del volumen demográfico, el aislamiento, la migración y la selección.

De la genética de poblaciones, pronto pasó al nuevo campo de la radiobiología. En 1924 el siquiatra y neurofisiólogo alemán Oskar Vogt visitó Moscú. Era director del Instituto Káiser Guillermo III de Investigación del Cerebro de Berlín. En virtud del tratado de Rapallo entre Alemania y la URSS, Vogt trataba de reclutar investigadores soviéticos en el campo de la genética para su Instituto en el marco de un intercambio científico entre ambos países. Como contrapartida, los alemanes crearían un instituto de investigaciones del cerebro en Moscú. Vogt entabló buenas relaciones con el ministro de Sanidad soviético Nikolai A. Semashko, quien le recomendó que se pusiera en contacto con Timofeiev-Ressovski para el laboratorio de genética de la capital alemana. Así, en el verano de 1925 Timofeiev-Ressovski, en compañía de Serguei R. Zharapkin, se trasladó a trabajar a Berlín. La estancia duró 20 años, hasta que el Ejército soviético entró en Berlín, poniendo fin a la II Guerra Mundial.

En 1929 Timofeiev-Ressovski fue nombrado director del Departamento de Genética Experimental del Instituto Kaiser Guillermo III que al año siguiente, gracias al dinero de la Fundación Rockefeller, cambió su sede e inauguró nuevas instalaciones cerca de Berlín. En el Departamento, Timofeiev-Ressovski dirigía un amplio equipo multidisciplinar, parcialmente compuesto por investigadores soviéticos y de varias nacionalidades europeas. En dicho equipo estaba su mujer Elena A. Fiedler, el mencionado Zharapkin, los físicos y biólogos radiactivos Alexander Katsch y Karl Zimmer (402), el radioquímico Hans-Joachim Born y la asistente técnico Natasha Kromm.

Conjuntamente con el genetista franco-ruso Boris Efrussi y con el dinero de la Fundación Rockefeller, Timofeiev-Ressovski organizó conferencias anuales de genética, biofísica y radiología hasta la víspera de la guerra mundial. En 1932 participó en el VI Congreso Internacional de Genética celebrado en Nueva York, donde trabó una estrecha amistad con Vavilov, entonces presidente de la Academia Lenin de Ciencias Agrícolas. Era un participante asiduo a los seminarios científicos de Copenhague en los que participaba la élite de los científicos europeos de aquella época.

El equipo de Timofeiev-Ressovski en Berlín seguía los pasos establecidos por el descubrimiento de los efectos genéticos de las radiaciones, en donde las aportaciones de los físicos eran tan importantes como las de los genetistas. Junto con el biofísico Max Delbrück Timofeiev-Ressovski firmó el artículo “Sobre la naturaleza de las mutaciones y la estructura del gen” en el que explicaba las mutaciones genéticas producidas por radiaciones, lo que contribuyó a aproximar la genética a la mecánica cuántica. El artículo inspiró las investigaciones posteriores sobre la aplicabilidad de la teoría de la información a la genética. A partir de diferentes intensidades de fuentes de energía, Timofeiev-Ressovski determinó el número de mutaciones inducidas en las moscas.

Con la llegada de Hitler a la cancillería en 1933, las relaciones germano-soviéticas se deterioraron. En varias ocasiones el gobierno soviético le propuso a Timofeiev-Ressovski abandonar Berlín y regresar a la URSS, pero rechazó la invitación. La Fundación Rockefeller también le propuso dirigir un laboratorio del Instituto Carnegie en Estados Unidos. Sin embargo, prefirió permanecer en Alemania prosiguiendo sus investigaciones en un área de interés militar preferente, sin ser jamás molestado por la Gestapo ni por las SS. Esta circunstancia es bastante sorprendente porque su amigo Oskar Vogt fue inmediatamente detenido en su Instituto e interrogado por las SA. Vogt fue denunciado por un fisiólogo del Instituto que se había incorporado al partido nazi, quien declaró que Vogt financiaba al partido comunista y mantenía vínculos con la URSS. Fue despedido del Instituto.

Cuando en 1939 Alemania invadió Polonia, todos los ciudadanos soviéticos residentes en el país fueron internados en campos de concentración. No sucedió lo mismo con Timofeiev-Ressovski. Sus investigaciones encajaban a la perfección tanto con el régimen nazi como con la política científica de la Fundación Rockefeller. Sus resultados más conocidos resultaron de su colaboración con Delbrück en Berlín en 1934, con quien colaboró hasta que en 1937, becado por Rockefeller, Delbrück se fue a trabajar con Morgan a California.

Timofeiev-Ressovski colaboró muy estrechamente con el químico nuclear de origen ruso Nikolaus Riehl, director científico de Auergesellschaft, una corporación industrial gigantesca que trabajaba para la Wehrmacht, especialmente en la producción de uranio para el proyecto atómico alemán. Las investigaciones fueron financiadas por Walter Gerlach, director de aquel programa. También colaboró con Pascual Jordan, involucrado en el mismo programa, intervino en un ciclo de conferencias para médicos nazis y publicó en las revistas médicas nazis Ziel und Wegt y Der Erbarzt. Su correspondencia oficial siempre acababa con el ¡Heil Hitler! como despedida final.

En 1943, durante la guerra mundial, el hijo mayor de Timofeiev-Ressovski, Dimitri, estudiante de la Universidad Humboldt de Berlín, fue detenido por la Gestapo acusado de formar parte del Comité de Berlín del Partido bolchevique y de mantener contacto con los presos soviéticos de los campos de concentración. Fue enviado al campo de Mathausen y fusilado por la Gestapo el 1 de mayo de 1944.

Pese a ello, Timofeiev-Ressovski siguió adelante con sus investigaciones que, por su carácter preferente, podía incorporar mano de obra forzosa de los campos de concentración. Bajo su dirección, sus colaboradores inyectaron torio radiactivo en seres humanos para analizar sus efectos.

Fue detenido en Berlín por las tropas soviéticas al finalizar la guerra pero fue puesto en libertad inicialmente y pudo continuar su trabajo en el Instituto Káiser Guillermo III, del que fue nombrado director. Timofeiev-Ressovski era un reputado radiobiólogo, uno de los pocos especialistas mundiales justo en un momento en que la primera bomba atómica fue ensayada sobre seres humanos en Japón. Igor V. Kurchatov, que dirigía el proyecto atómico soviético, le visitó en Berlín. Sin embargo, volvió a ser detenido el 14 de setiembre por el NKVD, juzgado y condenado por traición y colaboración con el enemigo a diez años de trabajos forzados. En la legislación penal internacional las condenas previstas para este tipo de delitos son la pena capital o la cadena perpetua. Ningún país conoce sanciones de diez años de reclusión para delitos de traición, y mucho menos en tiempo de guerra. Desde luego, según los criterios jurídicos internacionales más recientes, Timofeiev-Ressovski hubiera sido incluido entre los criminales de guerra por delitos cometidos contra la humanidad. Lo extraño, pues, no es que fuera condenado sino que fuera el único científico condenado tras la II Guerra Mundial.

En 1946 fue trasladado a un campo de concentración en Karaganda, Kazajstán, donde después de dos años de reclusión ociosa fue enviado a trabajar al Laboratorio B en Sungul, al que eran deportados los científicos y especialistas. Durante el traslado coincidió con Soljenitsin en la cárcel de Butyrskaia. En la primavera de 1947 llegó al campo de concentración de Sungul, que formaba parte del complejo penitenciario denominado sharashka y cuyas condiciones de reclusión eran buenas: pudo vivir con su familia y sus colaboradores berlineses también fueron agrupados con él (403). En su condición de preso obligado a trabajar, encabezó la división biológica del campo de prisioneros, dirigió el laboratorio radiológico e impartió conferencias. En Sungul trabajaban un total de 50 científicos.

La manipulación del caso Timofeiev-Ressovski es notoria. Huxley, quien asegura que le conoció personalmente, dice: “Solamente se interesaba en la adquisición de nuevos conocimientos científicos” (404). No aparecen por ningún lado ni los experimentos con seres humanos ni su complicidad con los nazis, que Huxley pretende ocultar al lector. De las afirmaciones tópicas de Huxley se desprende que nada puede resultar más injusto que condenar a quien únicamente se interesa por la ciencia. Lo mismo cabe decir de Medvedev, un discípulo de Timofeiev-Ressovski que también oculta y tergiversa los hechos. Según Medvedev Timofeiev-Ressovski sólo pudo ser liberado de su encierro a la muerte de Stalin, con lo que da la impresión de que la condena se fundamentó en una de esas típicas decisiones arbitrarias del dirigente soviético, de manera que sólo su muerte permitió la liberación del científico. Sin embargo, sólo salió en libertad después de cumplir íntegramente la condena que le fue impuesta.

Tras ser puesto en libertad, Timofeiev-Ressovski desplegó una gran actividad por toda la URSS en defensa de sus concepciones mendelistas. En 1955 sus obras fueron traducidas del alemán al ruso y publicadas. En Sverdlovsk organizó un departamento de radiobiología para la sección de los Urales de la Academia de Ciencias y, en plena era lysenkista, fundó una estación experimental junto al lago Miasovo sobre genética poblacional, de la que Medvedev se permite la licencia de decir otra de sus falsedades: que fue “el primer centro científico consagrado al estudio de la genética después de la prohibición de 1948” (405). En aquel departamento había otros dos laboratorios de radiobiología genética, uno celular, dirigido por V.I.Korogodin, y otro molecular, dirigido por el propio Medvedev. El propio Timofeiev-Ressovski describió así esta etapa de su vida:

Todo el mundo cree que fueron los americanos los que desarrollaron toda la biología médica y la isotopía hídrica. Pero eso lo hicimos nosotros antes que los americanos. Aproximadamente a finales de los sesenta y comienzos de los setenta, yo y mis estudiantes acabamos el trabajo sobre radiación biogeoceanológica [una palabra creada por Vernadski y Sukachov para describir los ecosistemas interactivos]. Muy pronto, estos trabajos en el sistema atómico y en la Bioestación de Miasovo de los Urales fueron los más productivos en mi autodenominada vida científica.

Medvedev considera a Timofeiev-Ressovski como “nuestro jefe”, el “jefe de filas de una vasta escuela de biólogos soviéticos”. Numerosos estudiantes acudían de todas partes a escuchar sus lecciones, publicó varios libros sobre genética y viajó por todo el país dando conferencias. De 1956 a 1963 organizaba en el verano cursillos de genética para los militantes del Komsomol, las juventudes comunistas, en Miasovo y en los alrededores de Moscú.

Nunca pudo volver a abandonar la URSS y tampoco fue rehabilitado de su condena hasta que en 1991 se disolvió el país (406): si no había patria tampoco había traición a la patria.

En los países capitalistas no se comprende el encarcelamiento de Timofeiev-Ressovski porque el tratamiento dispensado a los científicos que han cometido crímenes contra la humanidad siempre ha sido muy distinto. El caso del químico alemán Fritz Haber (1868–1934) es un verdadero prototipo. A comienzos del siglo XX Inglaterra tenía el monopolio mundial de la explotación minera de los nitratos de Chile, un producto químico que es la materia prima de la fabricación de explosivos. La pólvora negra se compone de un 75 por ciento de salitre (nitrato de potasio), un 12 por ciento de azufre y un 13 por ciento de carbón vegetal. El nitrato amónico, la nitroglicerina y el trinitrotolueno (TNT) también son derivados del nitrógeno. A finales del siglo XIX no era posible el rearme sin eludir el control británico sobre los yacimientos naturales de nitrógeno. No había otra posibilidad que acudir a la búsqueda de procedimientos artificiales de obtención de nitrógeno. En 1908 Haber inventó un mecanismo de síntesis del amoniaco que liberó a Alemania de la dependencia de los nitratos naturales, de modo que a partir de entonces pudieron fabricar explosivos artificialmente con el amoniaco como materia prima. El procedimiento de Haber proporcionó el 45 por ciento del ácido nítrico necesario para la fabricación de los explosivos, municiones, proyectiles y bombas empleados en la I Guerra Mundial.

Pero el papel de Haber en la guerra no acabó ahí. También organizó el departamento de gases tóxicos del ejército alemán a través del recién creado Instituto Kaiser Guillermo de Berlín. Por iniciativa de Haber, en 1916 se creó la Fundación Kaiser Guillermo para las Ciencias Técnicas y Militares, que al año siguiente pasó a depender del Ministerio de la Guerra. Esta organización no tenía instalaciones de investigación propias; su tarea consistía en coordinar los trabajos relacionados con la guerra realizados en instituciones universitarias o en los laboratorios del Instituto Kaiser Guillermo III. Durante la guerra, Haber propuso al ejército utilizar gas cloro contra las tropas aliadas y fue responsable directo de la fabricación de los primeros gases venenosos que se emplearon en el campo de batalla, entre ellos el gas mostaza. Bajo su dirección un grupo de investigadores creó el Zyklon B, un insecticida basado en el cianuro que fue utilizado años más tarde por los nazis en los campos de exterminio.

La actividad de Haber no se limitó a los laboratorios, de los que extrajo 5.000 botellas metálicas repletas de gases tóxicos, sino que fue nombrado capitán de la Wehrmacht, en cuya condición estuvo supervisando su lanzamiento en el mismo campo de batalla, al mando de una compañía de infantería. La batalla química se saldó con 15.000 víctimas entre los aliados.

Al finalizar la contienda su nombre apareció en una lista de criminales de guerra y los aliados reclamaron su extradicion para procesarlo como tal. No obstante, ya en época de la República de Weimar, Haber volvió a la dirección del Instituto de Física y Electroquímica de Berlín-Dahlem, continuando sus investigaciones secretas para la fabricación de nuevo armamento químico.

A pesar de sus crímenes -o quizá gracias a ellos precisamente- fue laureado en 1918 con el premio Nobel de Química. Al fin y al cabo el mismo Alfred Nobel que había instituido el conocido galardón se enriqueció fabricando explosivos. El discurso que Haber pronunció en 1920 ante la Academia sueca es un ejemplo de la hipocresía científica: su invento de la síntesis del amoniaco era una gran aportación para la elaboración de abonos agrícolas, que a su vez aumentarían las cosechas y aliviarían así el hambre en el mundo. En fin, algo parecido a la falacia que sostienen ahora mismo las multinacionales de la biopiratería y los transgénicos, otro ejemplo de aplicación humanitaria de la ciencia a la resolución de los acuciantes dramas de la humanidad.

Durante la II Guerra Mundial, el químico escocés Alexander R. Todd (1907-1997) encabezó los estudios dirigidos a la producción de armamento químico, a pesar de los tratados internacionales que prohibían su elaboración. Uno de los fabricados fue la adamsita (difenilaminocloroarsina), un gas similar a los lacrimógenos, que obliga a estornudar por irritación de las fosas nasales. También diseñó una factoría para elaborar armas que utilizaran gas mostaza. Por sus servicios a la corona británica recibió el título de Sir de manos de la Reina y el Premio Nobel de Química en 1957 por su contribución al descubrimiento de los nucleótidos que constituyen el ADN.

Los afectados por las operaciones de lobotomía que se practicaron en la posguerra acudieron a Noruega para demandar que le fuera retirado el Premio Nóbel al inventor de dicha técnica aberrante, el portugués Antonio Egas Moniz, galardonado en 1949. No tuvieron éxito porque eran malos tiempos. La lobtomía apareció como un remedio infalible para toda suerte de alteraciones síquicas, incluido el comunismo, de manera que entre 1936 y 1964 el psiquiatra Walter Freeman realizó más de 40.000 intervenciones en Estados Unidos, incluso con niños. Norbert Wiener saludó su invención en su cibernética y el diario New York Times el 6 de junio de 1937 la calificó como una “cirugía para enfermos del alma” en un titular de portada. Cerca del 6 por ciento de los pacientes no sobrevivieron a la operación y con frecuencia se registraron cambios adversos en la personalidad del lobotomizado. Además, producía importantes cambios en su conducta, quedando parcial o totalmente indiferentes al mundo que les rodeaba, con una pasividad extrema. El objetivo era convertir a los hombres en seres sumisos y sin personalidad propia; por eso se aplicó a los presos en las cárceles estadounidenses.

Hasta la fecha tampoco ningún cabecilla de Union Carbide ha sido juzgado por la fuga de gas tóxico en Bhopal, a pesar de los miles de muertos. Cuando Warren Anderson fue a India tras el desastre de 1984, le detuvo la policía, acusándole de homicidio. Sin embargo, gracias a las presiones del gobierno estadounidense, salió bajo fianza. Desde entonces no se ha presentado ante ningún juez. Aunque la India tiene un tratado de extradición con Estados Unidos, no ha iniciado trámites de extradición. Para colmo, Union Carbide pretendió que la acusación de homicidio culposo se redujera a una mera negligencia. Al fin y al cabo los afectados eran hindúes, pobres, olvidados y abandonados.

Entre 1932 y 1972, es decir, durante cuarenta años, en el hospital público de Tuskegee, una localidad de Alabama, los médicos experimentaron con negros pobres y analfabetos enfermos de sífilis a los que no dieron tratamiento médico para poder estudiar la evolución de la enfermedad hasta su muerte, así como el contagio de sus familias y descendientes.

En 1932 la sífilis se había convertido en una epidemia en la población rural del sur de Estados Unidos y los médicos decidieron crear un programa especial de no-tratamiento en el Hospital de Tuskegee, el único para negros que existía entonces en aquella localidad. Ocurrió muy poco después de la crisis económica de 1929. Fueron seleccionados unos 400 varones negros sifilíticos y otro grupo similar de 200 no sifilíticos sirvió de control. Su objetivo era comparar la salud y longevidad de la población sifilítica no tratada en comparación con el grupo control. A las personas seleccionadas no se les informó de la naturaleza de su enfermedad y les dijeron que tenían “mala sangre”. Además, les ofrecieron algunas ventajas materiales, incluso sanitarias, que en ningún caso incluían el tratamiento de su enfermedad.

En 1936 comprobaron que las complicaciones eran mucho más frecuentes en los infectados que en el grupo control, y diez años después resultó claro que el número de muertes era dos veces superior en los sifilíticos. A pesar de que la penicilina estuvo disponible en la década de los años cuarenta, en ningún momento recibieron tratamiento, a pesar de que sin el antibiótico su esperanza de vida se reducía en un 20 por ciento.

En este caso la ideología anticolectivista imperante en Estados Unidos no fue obstáculo para que los derechos individuales de las personas fueran sacrificados en aras de un supuesto bien “común”, aunque en realidad los pobres debían sacrificarse en interés de una investigación cuyos beneficiarios serían los más privilegiados de la sociedad. En 1947 se aprobó el código de Nuremberg y en 1964 la Declaración de Helsinki que, además del consentimiento informado del paciente, dispone que en toda investigación con seres humanos el bienestar de la persona debe prevalecer siempre sobre los intereses de la ciencia y de la sociedad. El médico, antes que investigador, es el protector de la vida y la salud de su paciente, y la persona que participe en una investigación debe recibir el mejor tratamiento disponible.

A pesar de la promulgación de la normativa, la investigación continuó, publicándose 13 artículos en revistas médicas hasta que en 1972 la prensa denunció los hechos. Para entonces 74 de los pacientes del estudio seguían vivos, 28 habían muerto directamente de sífilis, 100 habían muerto por complicaciones relacionadas, 40 de sus esposas se habían infectado y 19 de sus hijos habían nacido con sífilis congénita. En 1997, en presencia de cinco de los ocho supervivientes presentes en la Casa Blanca, Bill Clinton pidió disculpas formalmente a las víctimas del experimento: “No se puede deshacer lo que ya está hecho, pero podemos acabar con el silencio [...] Podemos dejar de mirar hacia otro lado. Podemos miraros a los ojos y finalmente decir de parte del pueblo americano, que lo que hizo el gobierno americano fue vergonzoso y que lo siento”. No hubo juicio. Aquellos médicos que utilizaron a los pobres como cobayas humanas, así como sus cómplices y colaboradores no resultaron sancionados por el crimen que habían cometido (407).

No son casos aislados. Después de siete años de investigación, en 1994 el diario Alburquerque Tribune publicó una serie de reportajes de la periodista Eileen Welsome sobre los experimentos radiactivos con seres humanos que le valieron el Premio Pulitzer. Posteriormente fueron publicados en forma de libro (408). Welsome documentó 18 casos de irradiaciones que forzaron al gobierno de Clinton, a abrir otra investigación más. En el transcurso de la misma Welsome reveló que 73 menores de una escuela de Massachusetts ingirieron isótopos radiactivos en la avena del desayuno, una mujer de Nueva York fue inyectada con plutonio por los médicos del Proyecto Manhattan que le atendían un desorden pituitario, mientras 829 embarazadas tomaron supuestas vitaminas en una clínica de Tennessee que, en verdad, contenían hierro radiactivo. Tras la investigación, Clinton volvió a ofrecer sus “disculpas sinceras” por el empleo de armamento bacteriológico sobre la población de su propio país, aduciendo que no se repetirían. Pero, una vez más, no hubo juicio ni culpables.

En la actualidad la impunidad de los científicos se edulcora con referencias a la necesidad de redactar códigos éticos o deontológicos que regulen las prácticas profesionales, descuidando que hace ya muchos decenios que existen leyes penales que castigan delitos como el asesinato, los crímenes contra la humanidad o el genocidio, y que no se trata de aprobar nuevas normas sino de aplicar las que ya existen, es decir, de demostrar que las sanciones penales se aprueban para todos y no sólo para los de siempre.

El doctor Mengele sigue recorriendo las calles. La impunidad alienta el crimen, y los científicos han demostrado sobradamente disponer de patente de corso, fomentando el despliegue de toda clase de atrocidades y, lejos de resultar condenados por sus crímenes, son ampliamente recompensados y reconocidos. Constituyen un material valioso del que ningún gobierno quiere desprenderse. Hasta el día de hoy las tecnologías de “doble uso” permiten camuflar sus masacres como grandes progresos de la humanidad.

El linchamiento de un científico descalzo

Una concepción -ingenua pero muy extendida- que proviene de Leibniz imagina que la verdad es evidente por sí misma, que no necesita de nada ajeno para resplandecer, de modo que cualquiera, y más que nadie un científico, la reconocería inmediatamente como tal. Descartes decía que, por naturaleza, todo ser humano porta dentro de su espíritu las “semillas” de la verdad, prestas a germinar. Nada más lejos de una experiencia histórica milenaria. Además del conocimiento y de la verdad, en los hombres y en las sociedades confluyen numerosas fuerzas, no siempre coincidentes, de manera que el conocimiento se abre camino de una manera tortuosa, en medio de la confusión, de las discusiones, de los equívocos, los errores, las mentiras y la manipulación. El artículo en el que Lynn Margulis explicaba la teoría de la simbiosis fue rechazado por 15 revistas científicas sucesivamente. El descubrimiento de los priones por Stanley B. Prusiner levantó una auténtica tempestad de acerbas críticas que sobrepasaron la frontera de lo científico. Como todo, la verdad no brota instantáneamente sino que es un proceso, un cambio que, como cualquier otro, tropieza con la inercia de quienes están apegados a los saberes momificados y decrépitos, a los tópicos, rumores y refranes de origen oscuro. La mayor parte de las resistencias provienen, pues, de ese cúmulo de conocimientos codificados que se resiste a desaparecer en forma de planes de estudio, manuales, diccionarios y enciclopedias. La codificación del saber es imprescindible para su difusión y, al mismo tiempo, sus instrumentos son la expresión de la ideología dominante, una momia que se resiste a dejar paso al progreso y a la innovación.

El conocimiento no está divorciado de la sociedad a la que pertenece, presentando todas las limitaciones y contradicciones propias de esa sociedad, del momento que atraviesa, de sus necesidades y de sus servidumbres (políticas, ideológicas, económicas, etc.). Existen múltiples razones por las cuales una determinada sociedad promociona determinados saberes en detrimento de otros. Eso conduce a promocionar a determinados sabios, siempre en detrimento de otros, que resultan vilipendiados. Por lo tanto, por más que el saber progrese y avance, no se le puede concebir como un proceso acumulativo o lineal porque el saber se abre camino como crítica del saber establecido, una crítica que necesariamente se extiende hacia aquellos condicionantes (sociales, económicos, políticos) que presentan resistencia al cambio. De ahí que en la crítica sólo aparezca el momento negativo, una especie de repudio dirigido a la ciencia como tal, no el aspecto positivo de la crítica que marca las dudas, los conceptos mal fundamentados o las limitaciones de determinados saberes que se consideran como absolutos e intemporales. De ahí también que la crítica aparezca como una denuncia social, política y económica que desborda el canon científico establecido. De esta forma quien sostiene la ideología dominante se figura representar al científico “puro” mientras cree que el crítico se opone al progreso de la ciencia y la mezcla con cuestiones ajenas a ella.

Es el fetichismo de la ciencia, donde también los fenómenos aparecen invertidos de como son en la realidad. El saber establecido se sostiene por el respaldo político que le prestan instituciones como los ministerios de educación y cultura que imponen por decreto planes de estudio y manuales harto dudosos, cuando no radicalmente falsos, que obligan a estudiar dogmáticamente a los adolescentes desde los primeros años de la escuela. Por ejemplo, en España un libro de texto de biología utilizado corrientemente en el bachillerato comienza con un primer capítulo titulado “Genética y evolución” que a su vez contiene un apartado titulado “La información genética está en el núcleo”. El segundo capítulo aborda las “leyes” de Mendel, recogiendo todos los tópicos al uso, a pesar de que buena parte de ellos estén ya desacreditados hace tiempo (409). La mera circunstancia de comenzar un libro de texto para adolescentes acerca del ecosistema introduciendo conceptos tales como los cromosomas o las “leyes” de Mendel es ya toda una declaración de principios micromeristas. La ideología dominante es un componente fundamental de cualquier sistema de dominación política, por más que, al estilo positivista, su aparente asepsia disimule su auténtica condición y contribuya a su proliferación por doquier. No sucede lo mismo cuando la ciencia aparece explícitamente vinculada al materialismo, en donde éste suscita por sí mismo un cierto rechazo por su propia ausencia de neutralidad.

Como sistema de dominación mundial, el imperialismo y las potencias imperialistas no podrían desempeñar su función si no dispusieran, además de las herramientas militares, diplomáticas y económicas, las de tipo ideológico. Tampoco eso sería posible si éstas se presentaran como lo que realmente son; por el contrario, para facilitar su penetración tienen que figurar como verdadera ciencia, la única posible. Es la manera de llegar hasta las escuelas más remotamente alejadas de los centros intelectuales que la han elaborado, la manera en que los oprimidos se ponen la soga al cuello por sí mismos. El peligro comienza cuando se aperciben de la falta de neutralidad de esa soga que puede acabar con su vida, cuando escuchan o leen algo diferente, aunque se trate de un eco lejano.

En la posguerra para exportar su ideología por todo el mundo, Estados Unidos abrió bibliotecas, fundaciones y centros culturales, estableció agencias de prensa y estaciones de radio, creó instituciones públicas especializadas en propaganda exterior como la USIS (Unites States Information Service) y la USIA (United States Information Agency). Aún a fecha de hoy una parte muy importante del fondo bibliográfico de las editoriales y las salas de lectura se compone de libros distribuidos (y en buen parte regalados) por este tipo de instituciones durante la guerra fría. Sólo en 1965 la USIS financió la traducción y distribución de más de 14 millones de libros de muy diverso tipo, incluidos los científicos, pero con el mismo contenido ideológico y propagandístico, verdaderas obras de encargo. El Reader’s Digest es sólo uno de los ejemplos más conocidos de ese colonialismo cultural y científico. Jason Epstein lo resumió de la forma siguiente:

No es cuestión de comprar a unos escritores o a unos universitarios, sino de establecer un sistema de valores arbitrario y ficticio mediante el cual los universitarios obtienen adelantos, los redactores de revistas son pagados, los sabios son subvencionados y sus obras publicadas, no ya, necesariamente, a causa de su valor intríseco, a pesar de que éste sea a veces considerable, sino a causa de su obediencia política [...] La CIA y la Fundación Ford, entre otros organismos, han establecido y financiado un aparato de intelectuales seleccionados por sus posturas correctas en la guerra fría (410).

Si se analizan las biografías de los dirigentes de las fundaciones culturales privadas estadounidenses es fácil observar que casi la totalidad de ellos son altos burócratas del gobierno, la diplomacia, el Pentágono o los servicios de espionaje. A partir de la posguerra no son las universidades ni las multinacionales las que suministran la parte fundamental de la investigación científica, más de la mitad de cuya financiación corre a cargo del Estado y de créditos públicos. Tanto las universidades como las multinacionales de tecnología puntera trabajan para el Estado y, muy especialmente, para instituciones públicas de tipo militar, espionaje o seguridad. Esa dependencia de la investigación respecto al sector público y la guerra no ha dejado de crecer en los últimos años. Los demás países tienen que resignarse a comprar tecnología estadounidense, equipo científico estadounidense y patentes también estadounidenses. Como decía el periodista francés Claude Julien a finales de los años sesenta, “íntimamente ligado al imperio económico, el imperio militar desempeña por tanto el papel determinante en la edificación del imperio científico que permite a los Estados Unidos importar un personal altamente especializado que contribuye, a su vez, a reforzar el poder de imperio y a sentar más sólidamente su influencia en un mundo cuyos recursos intelectuales explota del mismo modo que saquea sus materias primas” (411).

En 1945 la URSS no sólo no había sido derrotada en la guerra sino que su influencia era mayor que nunca. Su propia subsistencia era un desafío para las potencias imperialistas que se extendía a todos los terrenos, incluido el ideológico, filosófico y científico. Además, al menos durante un cierto tiempo, la URSS se mantuvo relativamente impermeable a la influencia omnímoda que las corrientes del otro lado del Atlántico querían imponer. El lysenkismo sólo fue posible mientras la URSS logró subsistir fuera del radio de acción ideológico del imperialismo estadounidense. No obstante su debilidad, así como su incapacidad para ofrecer una alternativa coherente al mendelismo, bastó con el mero hecho de resistir para que el lysenkismo desatara todas las iras imaginables por parte de quienes veían socavada su autoridad militar, política, diplomática... y también científica.

Lysenko fue un agrónomo influyente fuera de la URSS. Fueron numerosos los filósofos y científicos que apoyaron sus investigaciones, entre ellos el psicoanalista y pensador austriaco Walter Hollitscher, Georg Lukacs (“El asalto a la razón”, 1953), Robert Boudry, Roger Garaudy (La lutte idéologique chez les intellectuels, 1955), Louis Aragon, Jean Toussaint Desanti, George Bernard Shaw y otros. En México, Isaac Ochotorena, director del Instituto de Biología de la UNAM, creó una corriente lysenkista que tuvo largo aliento en su país. En Japón, Gran Bretaña, Argentina, Francia y Bélgica llegaron a crearse “Sociedades de Amigos de Michurin” en donde científicos y técnicos colaboraban con los sindicatos campesinos para mejorar los cultivos. La asociación francesa, creada en 1950, editó la revista Mitchourinisme y estuvo dirigida por Claude Charles Mathon, llamado el “Lysenko francés”. Entonces era un joven investigador con poco más de veinte años y, como Lysenko, era de origen humilde y también carecía de titulación académica. Mathon viajó a la URSS para familiarizarse con la agronomía soviética y acabó como investigador del CNRS, publicando numerosos libros y artículos científicos sobre botánica.

A finales de 1950 Mathon y su asociación habían puesto en marcha en el sur de Francia unos 5.000 cultivos experimentales con técnicas michurinistas. Se crearon varios equipos de investigación. Uno de ellos fue el Instituto de Investigación Agronómica de Versalles cuyo objetivo fue reproducir los experimentos de Gluchenko sobre hibridación vegetativa de tomates y duró tres años.

Que una sola mano movió los hilos del linchamiento parece evidente cuando se analiza el fenómeno dinámicamente. Se comprueba entonces que las críticas a Lysenko elaboradas antes de 1948, como las de Hudson y Richens por ejemplo (412), son muy diferentes de las posteriores, como las de Conway Zirkle (413). Los mismos críticos, como Huxley o Rostand, adoptan un tono muy diferente de una fecha a otra. Las investigaciones de Lysenko fueron apoyadas, dentro y fuera de la URSS, por numerosos científicos de varias especialidades. En su condición de botánico, el mencionado Eric Ashby se entrevistó personalmente con Lysenko, de quien critica muy duramente sus concepciones científicas. Le describe como un hombre nervioso y tímido, pero –según Ashby- en ningún caso ambicioso, añadiendo además que tampoco es ningún charlatán ni un showman. En su opinión, “Rusia ha hecho notables contribuciones a la genética” y, además, añade que ningún observador puede negar que el materialismo dialéctico “ha dado nuevos ímpetus a la investigación científica en la Unión Soviética” (414). Rostand también reconoció el 9 de setiembre de 1948 en la revista Combat las “notables realizaciones de la ciencia soviética”, e incluso fue más allá y afirmó lo siguiente: “Lysenko es un hombre de ciencia muy estimable al que debemos importantes investigaciones principalmente en el terreno de la fisiología vegetal aplicada a la agricultura”. Este reconocimiento no le impide a Rostand criticar las tesis lysenkistas. Otro crítico de Lysenko, Haldane, también reconoció que él y sus colegas habían descubierto algunos fenómenos genéticos importantes (415). A partir de 1948 este tipo de declaraciones matizadas desaparecen de la campaña. Una excepción fue el biólogo mexicano Isaac Ochotorena, quien consideraba “de una innegable trascendencia social” las “adquisiciones científicas” soviéticas, pues tienden a invalidar, en lo que a la humanidad se refiere, las conocidas ideas de Malthus, sobre las cuales Darwin basó su teoría de la lucha por la existencia, puesto que aumentan y mejoran la subsistencia del hombre” (416)(pg.251).

Hasta 1948 los críticos del lysenkismo eran muy pocos, pero desde entonces se multiplicaron. Sin embargo, los científicos que participaron activamente realizaron su aportación personal al mismo, alquilaron sus títulos académicos pero no fueron quienes coordinaron la campaña, que abarcaba aspectos muy diversos. Tampoco fueron por su propio pie; alguien los condujo allá. Detras suyo había otros personajes que, sin duda, son los mismos que planificaron la guerra fría en su conjunto, aquellos que disponían de capacidad de intervención sobre áreas tan dispares como las revistas científicas o la prensa diaria. Lysenko no copó las primeras páginas de la prensa sólo en Estados Unidos, o en Inglaterra o en Alemania, sino que se trató de un fenómeno internacional bien orquestado.

Cuando en 1948 estalla el “caso Lysenko” en Francia existía una corriente en biología muy distinta que en Inglaterra o en Alemania, las cunas de la genética. En Francia Lamarck estaba sólidamente instalado entre los biólogos, paradójicamente con excepción de quienes eran militantes del Partido Comunista, que se adscribían al mendelismo. La nómina de biólogos franceses que pueden incluirse en el lamarckismo es impresionante: Alfred Giard, Edmond Perrier, Gaston Bonnier, Julien Costantin, Frédéric Houssay, Yves Delage, Felix Le Dantec, Etienne Rabaud... Tampoco en Francia el panorama era estático, de manera que algunos lamarckistas, como Maurice Caullery, se pasaron a las filas del mendelismo en un momento determinado de su trayectoria científica. A mediados del siglo XIX en Francia predominaban las tesis de Pasteur, que reforzaban las posiciones lamarckistas en biología por la incidencia del medio ambiente en el organismo a través de factores externos como virus y bacterias. Aunque resultaría notoriamente excesivo calificar a Pasteur de lamarckista, no cabe duda que algunas de las explicaciones que ofreció -como las transformaciones de los cultivos bacterianos- tenían ese componente (416b). Cabe aquí volver a recordar que, a diferencia de Virchow, la concepción patológica de Pasteur rompe bastante claramente con el micromerismo. Además, Pasteur contribuyó a establecer sólidos lazos entre la biología francesa y la rusa, al incorporar a Elie Ilich Mechnikov (1845-1916) a su instituto, un zoólogo darwinista de formación parecida a la de Timiriazev (417). Como Pavlov, Mechnikov también estaba muy vinculado a Sechenov, siendo corriente en Rusia estudiar la fisiología según el modelo del sistema nervioso y, por consiguiente, como una forma de adaptación al medio, siguiendo las mismas pautas de los reflejos cerebrales.

Descubridor de la fagocitosis, Mechnikov la explicaba como un condicionamiento síquico, una línea que fue seguida por su discípulo Serge Metalnikov (1870-1946). Poco después de la revolución de 1917 Metalnikov huyó de Rusia y también se incorporó al Instituto Pasteur, entonces dirigido por otro ruso discípulo de Mechnikov: Besredka. Lo mismo sucedió con el microbiólogo ucraniano S.N.Vinogradski (1856-1953), descubridor de la intervención de las bacterias en los procesos vitales de nitrificación, quien se incorporó al Instituto Pasteur en 1922. Los microbiólogos rusos trasladaron a París una concepción biológica muy distinta de la que estaba a punto de imponerse en la biología. Así, Metalnikov incorporó las concepciones de Sechenov y Pavlov sobre los reflejos condicionados, desarrollando una concepción del sistema inmunitario como un instrumento de adaptación del organismo al medio ambiente (418). No se trataba sólo de la consideración de los factores ambientales sino también de la quiebra del modelo descentralizado, micromerista, del organismo heredado de la teoría de las células de Virchow. Al margen de Alemania, en París y Moscú se comenzaba a hablar de “sistema” nervioso, de “sistema” inmunitario y, finalmente, de “sistema” endocrino, con el alcance que a estas expresiones le daba Pavlov: “Denominamos actividad nerviosa inferior a aquella que se dirige a la unificación e integración del trabajo de todas las partes del organismo, y actividad nerviosa superior (en razón de su complejidad y delicadeza) a la encargada de relacionar dicho organismo con el medio circundante y mantener su equilibrio a través de las cambiantes condiciones externas” (419).

El golpe de gracia al micromerismo vino del impulso recibido por nociones tales como las de “ecosistema” que también comienzan a aparecer por aquella misma época. Pero mientras un biólogo está considerado socialmente como un científico de verdad, el ecologista es un militante opuesto al progreso de la ciencia y la industria. No es alguien objetivo cuya opinión pueda reputarse como solvente. No se le puede conceder la misma credibilidad al manifestante que grita por la calle que a quien escribe en las revistas acreditadas. Si costó décadas recuperar las concepciones ambientalistas para la biología, no menos penoso resultó lograr que las mismas alcanzaran un estatuto mínimo de dignidad social y científica. Pero a fecha de hoy ese logro no ha sido una síntesis de lo molecular con lo ecológico sino una yuxtaposición, cuando no una auténtica disociación.

Los refugiados políticos rusos que se instalaron en París, de cuya oposición al socialismo no cabe dudar, sostenían sin embargo concepciones científicas no muy distintas de las que proliferaban en la URSS, de donde se puede deducir también que el origen de las mismas no estaba en una determinada ideología política, el marxismo, o en determinadas posiciones filosóficas, la dialéctica materialista, sino en la ciencia misma. Los cien años de historia de la biología que van desde “El origen de las especies” en 1859 a la controversia de 1948 son, pues, muy diferentes en Francia y la URSS que en Inglaterra y Alemania, y no solamente en la biología y en la medicina sino en las prácticas políticas que de ellas se derivaron. Es la denominada “excepción francesa” cuyos orígenes se remontan a la Ilustración. Mientras en Alemania los descendientes de los emigrantes conservan su nacionalidad durante varias generaciones, en Francia la pueden adquirir los hijos de los emigrantes desde los 18 años. Es francés quien desea serlo. Por eso, allá no crearon un archipiélago étnico dentro del mismo Estado. El apartheid y el ghetto son característicos de los países anglosajones (420).

La campaña internacional desplegada en plena guerra fría contra Lysenko tenía como objetivo erradicar la influencia lamarckista en Francia e imponer las tesis mendelistas y racistas propias de las culturas seudocientíficas germánicas y anglosajonas. No parece ninguna casualidad que el racismo y la eugenesia hayan predominado precisamente en esos dos bloques culturales, a pesar de que quien primero impulsó las teorías racistas fue el francés Gobineau. Pero las obras de Gobineau fueron ignoradas casi completamente en su propio país, mientras que se difundieron ampliamente entre los esclavistas del sur de Estados Unidos durante la guerra civil, al tiempo que la prensa burguesa en Inglaterra tomaba partido por los confederados (421). Algo similar se puede decir de Italia. A causa de ello, dice Canella, hay pocos mendelistas latinos “pues nuestra mentalidad es demasiado meticulosa y apegada a la realidad para no huir de los absolutismos, equematicismos y... micromerismos”. Esas -y otras- razones hicieron que Mendel tampoco fuera bien recibido entre los biólogos italianos (421b).

En Francia otro ejemplo es el de Alexis Carrel, a quien ya he mencionado como eugenista y Premio Nóbel de Medicina en 1912. Pero Carrel tenía muchas facetas biográficas y científicas interesantes. Una de ellas es la creación en 1941, bajo los auspicios de su amigo Petain, de la Fundación francesa para el Estudio de los Problemas Humanos, que elaboró algunas de las propuestas eugenistas del gobierno de Vichy, del que formaba parte su Fundación. Los eugenistas siempre han manifestado mucha preocupación por los “problemas humanos”. Desde los años treinta del pasado siglo, Carrel formó parte, junto con Jean Coutrot y Aldous Huxley, del Centro de Estudios de los Problemas Humanos. Su obra sobre la incógnita del hombre fue un gigantesco éxito de ventas en su época, alcanzando en sólo tres años varias ediciones y la traducción a más de veinte idiomas. ¿Sería por los valiosos descubrimientos científicos que se exponen en ella? Más bien habría que decir que forma parte del subgénero mendelista al que luego casi nos hemos llegado a aconstumbrar. Para cambiar las leyes sobre nacionalidad e inmigración, la ultraderecha francesa invoca hoy los escritos de Carrel. A la condición de científico de éste hay que sumar la de amigo del aviador nazi Charles Lindberg y la de militante del Partido Popular Francés, el partido fascista de Jacques Doriot. Pero la vida de Carrel transcurrió en Estados Unidos. En 1904 salió de Francia y dos años después en Nueva York se unió al Instituto Rockefeller de Investigación Médica. Allí transcurrió casi toda su vida científica. Tras la liberación de París, la resistencia le buscó para detenerle, acusado de colaboracionista, pero desde su país le llegaron a Eisenhower órdenes estrictas: “No tocar a Carrel”. El eugenista francés tampoco era ningún criminal sino un científico “puro”, es decir, que merecía la impunidad.

En Francia existió toda una corriente francamente opuesta a las tesis mendelianas que no se dio en los países del eje germánico-anglosajón. Hasta 1945 la universidad de la Sorbona no tuvo una cátedra de genética, casi medio siglo después de Rusia. Ese “retraso” en integrar los postulados genetistas germánicos y anglosajones es lo que favoreció que en Francia el racismo no tuviera la misma intensidad que en otros países capitalistas.

En un contexto científico como el francés, Lysenko no sólo no era un extraño sino que encajaba como un guante en la mano. Por eso la extraordinaria campaña contra Lysenko en Francia también fue una campaña contra la influencia de Lamarck y Pasteur, una batalla por sustituir las influencias científicas autóctonas por otras de origen foráneo.

Todo comenzó el 26 de agosto de 1948 con un artículo de Jean Champenois, corresponsal en Moscú de la revista Les lettres françaises, informando acerca del debate de la Academia soviética. El 5 de setiembre le respondió Charles Dumas, redactor de política internacional del diario socialdemócrata Populaire con un artículo significativamente titulado “Retorno a la Edad Media”. Tres días más tarde toma el relevo el diario Combat que abre una tribuna en primera página dedicada al asunto bajo el título “¿Mendel... o Lysenko?”, con un subtítulo engañoso que prefiguraba el tono de la polémica: “¿Han ido construyéndose las ciencias de la herencia sobre un error desde hace 200 años?”. Pero “las ciencias de la herencia” no tenían 200 años sino apenas la cuarta parte de esa edad, lo cual era un calculado error de bulto para dar la impresión de que Lysenko estaba enfrentado a toda la historia de la biología, a sus mismos fundamentos. En sucesivos números aparecieron las aportaciones de Jean Rostand, André Lwoff, Maurice Dumas, Jacques Monod y Marcel Prenant. La mayor parte de ellos son incapaces de entrar en el fondo porque no lo conocen; se limitan a criticar tópicos y a expurgar sus propios fantasmas. No se habla de vernalización ni del método del mentor sino de Galileo y la Inquisición.

El 10 de setiembre en L’Humanité, órgano del Partido Comunista Francés, George Cogniot replicó a Charles Dumas indicando que Estados Unidos era el único país en donde la Edad Media y la Biblia se habían adueñado de la biología. Lo mismo que en la URSS, la polémica entrará dentro de la filas del propio Partido Comunista. El 15 de setiembre comienzan a participar en el debate otros diarios, como el semanario Action, con un artículo de Alain Rimbert defendiendo la herencia de los caracteres adquiridos y afirmando que los michurinistas no niegan la existencia de cromosomas ni genes. A la semana siguiente publica otro artículo de Pierre Bertain en el que sostiene que en la URSS no se ha prohibido la genética mendeliana sino que se ha revisado. Se observa que, progresivamente, el tono comienza a adquirir un carácter más bien periodístico e impreciso, utilizando referencias indirectas.

En en el mes de octubre la revista Europe lanza un número monográfico dedicado al debate soviético en el que, por primera vez, aparece un resumen de las actas, además de un artículo modélico de su director, el conocido intelectual Louis Aragon, titulado “Acerca de la libre discusión de las ideas” (422). Al mismo tiempo, a partir del 17 de octubre L’Humanité publica una serie de artículos de Francis Cohen, que en aquel momento residía en Moscú y había estudiado biología. El propio secretario general, Maurice Thorez, interviene en la polémica en una carta publicada el 15 de noviembre. La toma de posición del Partido Comunista a favor de Lysenko creó muchos problemas a los militantes que seguían las tesis mendelistas, especialmente a Marcel Prenant (1893-1983), un biólogo que mantenía una postura matizada y personal, demostrando la complejidad de las relaciones entre el marxismo y la biología. Mendelistas como Jacques Monod y Auguste Chevalier abandonan el Partido Comunista desde el inicio mismo de la polémica. Teissier guarda silencio. En noviembre de 1948 Jeanne Lévy, primera catedrática de la Facultad de Medicina de la Sorbona, militante del Partido Comunista e hija de Dreyfuss, defiende a Lysenko desde las páginas de La Pensée, aunque se declara mendelista (423). En ese mismo número, Prenant trata de mantener su propia postura: defiende a Lysenko aunque no está de acuerdo con sus tesis.

Prenant era uno de los fundadores del Partido Comunista de Francia y su obra demuestra que tenía un profundo conocimiento de la dialéctica materialista, algo verdaderamente inusual en un científico, incluso en aquellos que se adscriben al marxismo. Prenant tiene el interés añadido de que interviene en la campaña con su propia posición, que no coincide con la de su Partido, y también que dicha posición ya la había dado a conocer con anterioridad a desencadenarse el asunto Lysenko en 1948. Para ser un biólogo francés es tan original que no se alinea con Lamarck, aunque reconoce que el pensamiento de éste “reaparece siempre”. Sin embargo, su crítica a Lamarck, como suele suceder es más bien una crítica al ambientalismo neolamarckista de sus epígonos. Observa una contradicción en el neolamarckismo: si cada organismo estuviera adaptado al medio, desaparecería la noción misma de herencia y, por tanto, no habría lugar a heredar los caracteres adquiridos; sin esta herencia los descendientes se adaptarían igualmente al medio de manera automática. Prenant tampoco cabría dentro del neodarwinismo, tal y como existía en la primera mitad del siglo XX, pero la influencia darwinista es muy importante en su pensamiento. En contra de los neodarwinistas desarrolla críticas muy acertadas acerca de la errónea noción de mutaciones al azar y del azar mismo; también expone consideraciones rigurosas sobre la unidad dialéctica entre la generación y la transformación; pero sobre todo adelanta -sorprendentemente- dos tesis que luego irán ganando fuerza en la genética: la de la herencia citoplasmática y la epigenética. Según Prenant, aunque sólo el genotipo es hereditario, el medio influye sobre las células sexuales, de modo que el fenotipo es consecuencia tanto del genotipo como del medio: los cromosomas “no pueden ser considerados como independientes de lo que les rodea porque el núcleo está, al menos en reposo, en interacción material continua con el protoplasma. Pueden, por tanto, sufrir las acciones exteriores e, inversamente, actuar sobre el protoplasma” (424).

En lo que a la biología concierne, la obra de Prenant es la aportación marxista más importante después de la de Engels, incluso tomando en consideración las aportaciones de Julius Schaxel.

A finales de 1948 el Partido Comunista crea otra revista La Nouvelle Critique en donde sigue la polémica, cada vez más centrada en el mismo interior de sus filas y en febrero del siguiente año, en una reunión de 500 intelectuales comunistas en Paris, Laurent Casanova critica indirectamente a Prenant, cuyas posiciones eran eclécticas y defiende la errónea concepción según la cual existen dos tipos diferentes de ciencia según su origen de clase. En julio La Nouvelle Critique aparece un manifiesto firmado por Laurent Casanova, Francis Cohen, Jean Toussaint Desanti y Raymond Guyot defendiendo la tesis de las “dos ciencias”, que no fue abandonado hasta 1951.

Por el contrario, el caso de Rostand es un prototipo del lamentable papel jugado por determinados científicos arrastrados por los pelos a la arena de un debate que les desbordaba. En 1948 Rostand confiesa que participa en la polémica sin haber leido los términos de la misma, lo cual no parece muy propio de un científico. Eso no le impide diez años después volver a la carga contra Lysenko y Lepechinskaia (425), pero esta vez con el tono completamente cambiado. La agresividad es ahora la nota dominante. ¿Se ha informado mejor esta vez? Es imposible decirlo, aunque lo cierto es que sigue sin citar ninguno de sus escritos, lo cual no le impide lanzar toda clase de insultos: fanáticos, delirio científico, politización, intoxicación doctrinal e ideológica, verdad de Estado, etc. Rostand no explica los motivos de su giro. Su caso es un buen ejemplo del científico que con una mano afirma que “cualquier ideología es mala consejera para el investigador” y con la otra aplaude a los nazis. Quizá el fascismo y el eugenismo no eran ideologías sino ciencias “puras”, y por eso Rostand fue uno de los que defendieron el eugenismo en Francia antes y después de la guerra (426); quizá también por eso sostuvo públicamente tanto las tesis eugenistas de Alexis Carrel como las leyes esterilizadoras del III Reich. En suma, un estereotipo de los más bajos instintos de aquellos furibundos antilysenkistas de la posguerra. Carentes de personalidad científica propia, apenas llegan al rango de vulgarizadores que escriben al dictado de las circunstancias que, diez años después eran más desfavorables para Lysenko. Basta ojear cualquiera de las obras de Rostand para comprender que, o bien sigue sin conocer los escritos de Lysenko, o bien los falsea a su gusto. Rostand escribió numerosos libros de divulgación científica y en casi todos menciona a Lysenko, pero debería haber reservado un capítulo de su libro sobre las seudociencias para sí mismo.

En España el profesor de bioquímica de la Universidad de La Laguna, Riol Cimas, otro perseguidor de las seudociencias, es un fiel seguidor del método de Rostand de escribir acerca de aquello que ignora por completo, por lo que también debería reservar uno de sus artículos sobre seudociencias para sí mismo. Su artículo contra Lysenko publicado en 2008 por el diario “La Opinión” de Tenerife (427) son otra de esas pruebas de las nulas exigencias de rigor que se requieren para llenar las columnas de la prensa de nuestro país. La ignorancia es atrevida; permite rellenar páginas enteras tanto más fácilmente en cuanto que, en lugar de recurrir a las fuentes, divaga sobre rumores, chismes y bulos aderezados con la imaginación calenturienta del propio autor. La de este cazador de seudociencias le lleva a sostener que Lysenko defendía “las teorías más delirantes que se puedan imaginar, impidiendo el desarrollo de la Biología en la Unión Soviética durante más de medio siglo, dando lugar al monumental retraso que, en tal área, sufre hoy la ciencia rusa”. Es una manera seudocientífica de perseguir a la seudociencia que tampoco elude la referencia jocosa: “El trigo se puede transformar en centeno sometiendo a sus cromosomas a unas cuantas sesiones de materialismo dialéctico”. Si Lysenko era un “analfabeto con poder”, nuestro profesor de bioquímica es un manipulador con mando en plaza.

Los peones de Rockefeller en París

Después de la II Guerra Mundial, en Europa occidental los estadounidenses imponen sus concepciones de la misma manera que sus armas nucleares y su sistema monetario. La ciencia no marcha separada de la fuerza bruta, como han demostrado las investigaciones de John Krige, la más reciente de las cuales se titula “La hegemonía americana y la reconstrucción de la ciencia en la Europa de la posguerra” (428). La ciencia de la posguerra formó parte del Plan Marshall, de modo que unos científicos cobraban en dólares mientras otros apenas podían sobrevivir. Por ejemplo, el CERN (Centro Europeo de Investigación Nuclear) fue un proyecto estadounidense destinado a evitar que los investigadores europeos resultaran atraídos por la URSS, como había sucedido en 1929. Además, en 1945 existía un gran número de científicos comunistas de enorme prestigio en el continente cuya influencia había que neutralizar. En Francia el CNRS (Centro Nacional de Investigaciones Científicas) estaba dirigido por Georges Teissier que reunía en su persona todas las contradicciones del momento: militante del partido comunista, cuñado de Monod y partidario del mendelismo. Por su parte, el Instituto de biología físico-química había sido fundado por Rothschild en 1927 y financiado por Rockefeller desde los años treinta del pasado siglo.

En 1948, con dinero de Rockefeller, compran unos solares cerca de París, levantan los edificios, instalan los laboratorios y también aportan su equipo de científicos incondicionales, formados en California junto a Morgan y sus moscas. En Francia no se encuentran mendelistas que no estuvieran becados por su fundación; Philippe L’Héritier (1906-1990) fue otro de ellos. Uno de los más importantes genetistas de la posguerra francesa fue Boris Efrussi. Nacido en Moscú, Efrussi (1901-1979) había huido de la revolución dos años después de que estallara, instalándose en Francia, desde donde se trasladó a California en 1934 para trabajar con Morgan becado por Rockefeller. Luego regresó a Francia para impulsar allá las nuevas teorías mendelistas. En 1958 el laboratorio de Efrussi se convirtió en el Centro de Genética Molecular. Por lo demás, Efrussi fue el primer catedrático de genética de la Sorbona.

Rockefeller movía los hilos de la ciencia en Europa. Además de mercancías, Europa importaba la ideología de Estados Unidos, caracterizada por el reduccionismo y el mecanicismo más groseros, que se realimentaban con su propio éxito. Algunas técnicas de investigación aplicadas en física también resultaron fructíferas en biología molecular. El descubrimiento en Suecia en los años treinta de la centrifugación y la electroforesis (429) acabó con los últimos vestigios de la teoría de los fluidos: logró descomponer las complejas moléculas orgánicas, acercando así la biología a la física. A comienzos de los años cincuenta el descubrimiento de la forma de la molécula de ADN por Watson y Crick fue posible gracias al empleo de instrumentos avanzados de cristalografía de rayos X. Paul Zamecnik logró identificar los ácidos del núcleo de las células utilizando las técnicas físicas de partículas radiactivas. Las marcaba mediante isótopos radiactivos, las centrifugaba y luego las detectaba mediante los contadores finos de centelleo utilizados para medir la radiactividad. Pero la física acabó deslumbrando a los biólogos con sus potentes métodos; los medios se convirtieron en fines. Al respecto ha escrito Santesmases:

Los desarrollos tecnológicos que se habían producido al amparo de la guerra marcaron las pautas de su aplicación en las investigaciones sobre las ciencias de la vida, por medio de esas políticas que se diseminaron por Europa a través de la oficina económica del Plan Marshall, la OECE -luego OCDE-. Las nuevas tecnologías hicieron algo más que eso, no sólo se diseminaron técnicas, instrumentos y sistemas experimentales en vías de diseño provistos de nuevos dispositivos, diseminaron su propio lenguaje. El ADN se convirtió en un idioma, y esto fue así porque la biología molecular asumió como propio el que se había creado para nombrar a los productos del cálculo automático, que produjo máquinas capaces de acumular información y transmitirla. La investigación biomédica experimental se encontró con una visión del organismo y de las moléculas como almacenes de información y sistemas de recuperación de esa información. Gracias al desarrollo de la cibernética, de los ordenadores y de las tecnologías de la información nuevas máquinas generaron nuevos lenguajes que se adaptaron al creciente conocimiento genético incluso antes de la descripción de la estructura de hélice doble de la molécula de ADN por James Watson y Francis Crick en 1953. El matemático húngaro emigrado a Estados Unidos, John von Neumann, el también matemático del Massachusetts Institute of Technology Norbert Wiener y el fisiólogo de Harvard Claude Shannon contribuyeron a introducir el lenguaje de esas nuevas tecnologías en el vocabulario de las ciencias de la vida desde la inmediata posguerra. Von Neumann escribió un artículo en que describía a un autómata autorreplicante, una máquina que podría construir otra igual a sí misma si disponía de instrucciones. El mecanicismo resultaba nuevamente alimentado por el desarrollo técnico y aplicado a las interpretaciones sobre los fenómenos vitales [...]

Los contactos personales de von Neuman y Wiener con experimentadores de la biología y la fisiología se encargaron de adoptar tan sugerente exposición de lo que hoy ha llegado a aceptarse como el funcionamiento de los genes. Ellos llevan escrito el libro de la vida, almacenan la información genética que con algunas sustancias capturadas del medio le permitirían reproducirse y sintetizar otras que darían lugar al organismo completo. Francis Crick usó este lenguaje por primera vez en 1957, cuando se refirió al flujo de información genética del ADN a las proteínas y forma parte hoy del vocabulario (idioma) habitual de la biología molecular y de la genética. Fueron los instrumentos técnicos matemático-físicos los que aportaron ese lenguaje y lo convirtieron a su vez en generador de pensamiento y de nuevos experimentos (430).

Monod fue uno de los principales introductores de la genética formalista en Francia en la posguerra mundial. Era un clon científico surgido de la factoría que Rockefeller, Weaver y Morgan tenían en Pasadena. Su madre era norteamericana y en 1936 Boris Efrussi le consiguió una beca de la Fundación Rockefeller para trabajar en el laboratorio de Morgan (431). Monod es uno de los apóstoles del micromerismo, de la “cibernética microscópica” y de lo que él califica de “método analítico”. Como para Weaver, para Monod las personas somos “máquinas químicas” y la biología no se rige por la dialéctica de Hegel sino por el álgebra de Boole, como los programas informáticos (432).

En 1948 los imperialistas necesitaban a personajes como Monod en Francia, entonces un desconocido, para imponer sus concepciones mendelistas. Monod trasladará el mecanicismo de Wiener y Weaver desde Estados Unidos a su “filosofía natural de la biología” en Francia, aunque se inició en la investigación de un fenómeno calificado como lamarckista: la adaptación enzimática, ya que se trataba de una biosíntesis inducida por el medio. Aunque durante la época vichysta se afilió al Partido Comunista para luchar contra los nazis, dimitió nada más conocer los resultados del debate soviético de 1948. Luego estuvo entre los científicos que se prestaron a colaborar en la campaña de linchamiento contra Lysenko desde la revista Combat. En 1970 publicó su libro “Azar y necesidad”, un éxito de ventas, en donde ataca al marxismo y a otras corrientes filosóficas después de caricaturizar y tergiversar sus postulados (433). Ese mismo año, además de su libro, también escribió el prólogo para la traducción al francés de la obra de Jaurés Medvedev contra Lysenko. Con contribuciones políticas de esa naturaleza no es de extrañar que le obsequiaran con el Premio Nóbel de Medicina en 1965.

Como Schrödinger, Heisenberg y tantos otros científicos, la biografía y la obra de Monod ilustran claramente el papel de los científicos en la sociedad contemporánea. Las aportaciones de los tres a sus respectivas disciplinas son de primera línea y les han granjeado un prestigio más que justificado. Sus experimentos fueron concebidos y ejecutados con el rigor y la meticulosidad característicos de la argumentación científica. Pero los científicos vienen demostrando que no son científicos las 24 horas del día, ni tampoco a lo largo de su periplo vital. Una vez encumbrado, suele comenzar en la actualidad para el científico una nueva etapa de su vida: la de la explotación de su descrubrimiento, la de las conferencias y libros que, muchas veces, no sólo versan sobre su especialidad sino sobre cualquier materia, sobre todo lo divino y lo humano. ¿Qué es la vida? ¿Qué es el hombre? ¿Qué es el azar? Los científicos están en su derecho de opinar sobre tan trascendentales asuntos, pero otra cosa es que eso tenga alguna relación con la ciencia. En genética, los descubridores de la estructura de la molécula de ADN, Watson y Crick, son un buen ejemplo. Su famoso artículo sobre la doble hélice se condensa en apenas un folio y medio. Lo redactaron cuando aún no habían cumplido los 30 años y, desde 1953, no han vuelto a realizar ninguna otra aportación a su disciplina. Sin embargo, se han empeñado en escribir numerosos libros y pronunciar conferencias cuya relación con la ciencia es remota. Se trata de simples opiniones personales, muchas de ellas mezcladas con afirmaciones religiosas harto discutibles y discutidas que por su racismo y homofobia han desatado un legítimo rechazo en amplios sectores sociales. Como sucede con cualquier persona, una cosa es lo que el científico hace y otra lo que dice. Cristóbal Colón “descubrió” América pero creyó haber llegado a la India. Incluso dentro de su misma especialidad, es muy frecuente que el científico no sea capaz, por su propia formación ideológica, de articular un discurso sobre lo que efectivamente hace porque sus conceptos básicos son erróneos, o simplemente carece de ellos. En sus exposiciones los científicos se conducen con una superficialidad que jamás se hubieran permitido en ningúno de sus artículos científicos, normalmente de tipo telegráfico. Sin embargo, lo mismo que Newton, Laplace o Lamarck, Monod tiene la pretensión de articular toda una nueva “filosofía de la naturaleza”, es decir, una teoría general de la biología que le desborda, incapaz de resistir la más leve crítica. Todos los títulos científicos de Monod son insuficientes para salvar una obra tan pretenciosa como “Azar y necesidad”. No obstante, hay que reconocer que lo verdaderamente relevante de ese ensayo es que contribuye a deslindar a los mendelistas franceses de los anglosajones porque expresa que la biología requiere ir mucho más allá de los estrechos cauces en los que viene moviéndose. Que el intento resulte estrepitosamente fallido no signica que no deba volverse a intentar.

Como todos los enemigos de Lysenko, Monod también es un eugenista radical que no oculta sus verdaderas pretensiones. Según él, después de dominar el entorno, al hombre no le queda otro adversario que él mismo, una guerra interna dentro de la especie humana, desconocida entre los animales, que es uno de los principales factores de la selección natural. Aplaude los genocidios ancestrales porque han favorecido la expansión de los humanoides más dotados de inteligencia, voluntad y ambición. Entonces la parte cultural del hombre no pudo influenciar ese costado animal que el hombre lleva dentro. Pero ahora esa parte cultural se ha impuesto y la selección natural ya no puede realizar su tarea: el único medio de mejorar la especie humana es el de realizar “una selección deliberada y severa” (434). Ya no se trata de la selección “natural” sino de la “artificial”, de reintroducir en la sociedad moderna lo que la naturaleza había venido realizando antaño de forma espontánea. A lo que ya no se atreve Monod es a concretar los medios por los cuales hay que proceder a ello. Las cámaras de gas estaban muy recientes.

El nombre de Monod está estrechamente relacionado con el de François Jacob, autor del libro “La lógica de lo viviente”, en donde defiende idénticas posiciones micromeristas y reduccionistas: “Toda la naturaleza se ha convertido en historia, pero una historia en la que los seres son la prolongación de las cosas y en la que el hombre se sitúa en el mismo plano que el animal” (435).

En Francia la guerra contra Lysenko no se ha agotado nunca, generando una colección de infraliteratura del más bajo nivel. Otro anticomunista feroz, Denis Buican, rumano exiliado en Francia, también biólogo, publicó dos libros contra Lysenko en 1978 y 1988, contra el que ya había abierto varias campañas en las universidades de su país en la posguerra. En sus obras la exageración no encuentra límites. Para Buican el lysenkismo sobrepasa los asuntos más feos de toda la historia del conocimiento humano, incluso por encima de la más negra Inquisición de la Edad Media. El maniqueísmo propio de la guerra fría no se había acabado para un resentido como él: mientras Vavilov era el Galileo soviético, Michurin no era más que “un jardinero medio sabio” (436). Poco después los hermanos Kotek publicaron en Bélgica una nueva obra con la grotesca pretensión de aportar lo que califican como un “esquema de interpretación sico-política” en la cual se refunden los tópicos más vulgares de la guerra fría (437). El 8 de abril de 1998 aún se celebraba un coloquio en París sobre el asunto de Lysenko protagonizado por algunos de los supervivientes de aquellas viejas polémicas de la guerra fría de la que no acaban de apagarse los rescoldos.

Otro de los más conocidos ataques contra Lysenko es el que lanzó en 1976 el filósofo Dominique Lecourt, un discípulo de Althusser, quien le prologó su libro. La diferencia entre Lecourt y cualquier otro crítico de Lysenko es que él pretendía hacerse pasar por marxista, igual que su padrino Althusser. Otra diferencia importante es que Lecourt no escribe al dictado de los imperialistas sino de los revisionistas soviéticos. Fueron ellos los que en la época de Breznev le encargaron la redacción de su libro dentro de la campaña de desestalinización y de crítica del “culto a la personalidad”. A pesar de su éxito en determinados medios seudomarxistas, el libro de Lecourt, como él mismo reconoce, no aporta nada nuevo. Se apoya en la obra de Medvedev (439) y Joravsky (439) y resulta tan incalificable como ambas. El propio Medvedev reconoció que su libro contra Lysenko no era una obra de historia, sino “un desesperado llamamiento para atraer la atención del público hacia la situación en que se encontraba la biología soviética” (440). No pretendió ningún rigor de análisis sino difundir un panfleto que luego los demás han reconvertido en fuente historiográfica de solvencia.

Un sedicente “marxista” como Lecourt pone el acento de su crítica contra Lysenko en las afirmaciones de éste acerca de la existencia de dos ciencias. Ésta era una manera incorrecta de plantear la polémica por varias razones. La primera porque daba a entender que sólo existían dos bandos en liza, lo cual era erróneo y suscitó quejas por la adscripción de unos y otros en la facción que consideraban que no les correspondía. La segunda porque Lysenko no era una alternativa al mendelismo. Pero sobre todo, había una tercera razón, la más importante: porque pretendía la existencia de una ciencia burguesa y una ciencia proletaria. No obstante, era una expresión muy característica entre los marxistas en aquella época, consecuencia de la influencia del empiriocriticismo y de proletkult. Como el positivismo tiene una acepción muy restringida de la ciencia, expulsa fuera de ella todo aquello que no encaja dentro de sus estrictos límites. Por lo demás era una expresión que ya utilizó el biólogo francés Le Dantec a comienzos del siglo XX para referirse al lamarckismo y al darwinismo como “dos tendencias en la biología” (441) y se puede leer también en opositores de Lysenko, como B.M.Zavadovski. Lo que diferencia a Althusser y su discípulo Lecourt de Lysenko y de los verdaderos marxistas es que éstos no separan la ideología de la ciencia y, en consecuencia, reconocen la lucha ideológica dentro de la ciencia y desenmascaran el oscurantismo y la superchería que la burguesía trata de pasar de contrabando bajo etiquetas aparentemente científicas. No existen dos ciencias diferentes; la ciencia no tiene una naturaleza de clase, pero Le Dantec, Lysenko y Stoletov hablaban con propiedad cuando se referían a “dos tendencias” opuestas dentro de la biología. Ese es el sentido exacto de su concepción y no lo que Lecourt pretende.

El énfasis de Althusser y Lecourt contra las dos ciencias quiere convencer de que en biología no hay más ciencia que el mendelismo y derivados posteriores: “Hoy nadie trataría de disputar a la genética mendeliana los títulos que varios decenios de experimentación sistemática le han otorgado con toda evidencia: esta doctrina no es una teoría aventurada y discutible, sino a todas luces la piedra angular de una ciencia universalmente reconocida” (442). Todo empieza y acaba justamente ahí. Lo demás, Lysenko especialmente, es pura ideología y la ideología es algo completamente distinto de la ciencia, si no enfrentado a ella. En Weismann, Mendel y Morgan no hay ideología. Posiblemente también Marx estuviera equivocado al encontrar ideología en la economía política de Adam Smith o David Ricardo; por tanto, también se equivocó al comenzar su obra por la crítica de esas concepciones ideológicas prevalecientes dentro de la economía política de su época.

A los revisionistas franceses y soviéticos no les gustó nunca Lysenko porque la esencia del reformismo consiste en claudicar y hacer concesiones, tanto en el terreno político como en el ideológico. Como en el caso de Stalin, Lysenko les sirvió de coartada para encubrir el fracaso de sus reformas económicas. En la URSS la cosecha máxima de 1958 nunca pudo ser igualada y a partir de 1964 comenzaron las importaciones de trigo desde Estados Unidos y Canadá. Ahora bien, si los éxitos agrícolas no tuvieron su origen en Lysenko, tampoco podemos pretender atribuir los fracasos al comienzo de su linchamiento sino a la desorganización introducida por las reformas de Jrushov y, muy especialmente, a la privatización de los medios de producción agrícolas. Pero no está de más comprobar que ambos acontecimientos coinciden en el tiempo y que hubo buenas razones políticas para establecer entre ellos una relación de causa a efecto, aunque fuera saltando varias décadas por encima de la historia.

Los imperialistas en el oeste y los revisionistas en el este también fueron capaces de ponerse de acuerdo en su fobia contra Lysenko, cuya marginación en su propio país es ilustrativo narrar, ya que la campaña de linchamiento incide con especial énfasis en su estrecha vinculación con Stalin. La pretensión es la de sostener que las aberraciones seudocientíficas de Lysenko sólo son explicables en el contexto de las aberraciones políticas de Stalin, de que las unas van ligadas a las otras. No obstante, que Lysenko no fuera destituido de sus funciones sino una década después del XX Congreso muestra a las claras que no existía ese vínculo político tan estrecho entre él y Stalin. A pesar de la crítica contra Stalin iniciada por Jrushov a partir de 1956, Lysenko se mantuvo en su puesto y, de hecho, permaneció activo hasta su muerte en 1976. El cambio político no le afectó en absoluto. Es cierto que en 1956 no fue elegido para la presidencia de la Academia, pero también lo es que volvió a ocupar su cargo en 1961 durante otros cinco años y, sobre todo, que estos cambios no tenían que ver con los vaivenes políticos y económicos sino con las modificaciones introducidas por el nacimiento de la era atómica o, mejor dicho, con el aprovechamiento oportunista que los genetistas convencionales soviéticos supieron hacer de esos cambios.

Una nueva era tecnológica había aparecido irreversiblemente en 1945, ante la cual las concepciones de Lysenko, ligadas a la agricultura, parecían una antigüedad remota. La sociedad soviética también había cambiado; en 1948 la URSS ya no era un país rural y campesino sino urbano e industrial, capaz de hacer estallar una bomba nuclear e incapaz de prever sus consecuencias contaminantes sobre la salud y el medio ambiente. Los genetistas enfrentados a Lysenko maniobraron para demostrar que sólo ellos eran capaces de diagnosticar y tratar los efectos de las radiaciones atómicas. Lysenko no tenía nada que decir en radiobiología y sus enemigos abrieron una campaña de presión sobre los peligros de la radiactividad y los residuos nucleares, comprometiendo en ella a los físicos que trabajaban en los laboratorios sometidos, pues, al peligro. Los físicos nucleares eran la élite científica en la URSS, uno de los grupos de presión más poderosos y los mendelistas supieron estimular su susceptibilidad hacia la radiología genética, presentándose como los únicos especialistas en el asunto. En torno a Jrushov se formó una camarilla de intrigantes compuesta por Andrei Sajarov y los hermanos Medvedev (de los cuales uno de ellos, Jaurés, era biólogo). Integrantes de una selecta casta de intelectuales, los tres mantuvieron una relación personal y política muy estrecha entre sí, así como con el entonces profesor de física Soljenitsin, que luego fue más conocido como literato. El primero era físico nuclear, sobrino del biólogo Vavilov y lanzado al estrellato en época de Jrushov como “reformador”, aunque su precipitación le llevó a convertirse en uno de los disidentes más famosos de la guerra fría. Por su parte, en 1946 Alexander Soljenitsin reprochó a Stalin no haber sido capaz de llegar a un acuerdo con Hitler que evitara la guerra entre ambos países. A causa de un intento de complot fue condenado a 8 años de reclusión, una experiencia que le condujo a novelar la vida en los campos de trabajo soviéticos. Nunca ocultó sus simpatías hacia la autocracia zarista, lo mismo que hacia el franquismo. Fue rehabilitado en 1956 tras el XX Congreso por Jrushov quien, a fin de cambiar la buena imagen que Stalin tenía entre la población soviética, le recibió personalmente en el Kremlin y a partir de 1962 promocionó sus novelas sobre el gulag. El caso de Jaurés Medvedev es parecido: biólogo, empezó junto con su hermano como estrecho colaborador de Jrushov y acabó de disidente profesional escribiendo libros anticomunistas, el primero de los cuales fue precisamente sobre Lysenko. Lo mismo cabe decir de otro conocido renegado como Sajarov, también físico nuclear, que comenzó siendo “el niño mimado del Kremlin” (443) y acabó dejándose utilizar como altavoz de las campañas de propaganda del bando opuesto. Como las cosas no suceden por casualidad, también Sajarov inició su andadura de disidente como crítico de Lysenko. A Sajarov le corresponde la primogenitura de otra novedad que la guerra fría no había tenido en cuenta en su munición: que las acciones de Lysenko suben en la medida en que bajan las de Vavilov, y a la inversa. Esta formulación del problema no se le había ocurrido a nadie en 1948 hasta que la lanzó Sajarov 15 años después, momento en que la propaganda empezó a relacionar las biografías de ambos de la manera vergonzante a la que nos tienen acostumbrados.

¿Que condujo a una élite intelectual mimada por el Kremlin a renegar de su propia condición? ¿Por qué todos ellos tomaron a Lysenko como excusa para justificar sus alineamientos políticos? No son preguntas fáciles de responder dada la escasez de fuentes y la nula fiabildad de las existentes. Únicamente pueden aventurarse conjeturas cuya raíz está en los vaivenes de la dirección del PCUS en aquellos momentos, provocados por la amenaza de una nueva guerra devastadora, atómica, cuando aún no se habían apagado las llamas de la anterior. En 1956 el XX Congreso del PCUS encandiló a los físicos y, naturalmente, a los enemigos de Lysenko. Jrushov dio alas a quienes, como los intelectuales y los especialistas, querían un retorno rápido al capitalismo, abriendo un proceso de cambio que no supo cerrar, ni él ni ninguno de los que le siguieron. Pero la situación política interior se demostró muy oscilante porque las reformas de Jrushov naufragaron en casi todos los terrenos, a pesar de las numerosas concesiones ofrecidas. Su fracaso, tanto en el plano internacional (distensión) como en el interno (crisis agrícola) se observó muy rápidamente. Su exponente más claro fue el levantamiento de Hungría pocas semanas después del XX Congreso del PCUS. Las novedades de Jrushov llevaron a la URSS al borde de la quiebra, hasta el punto de que no tardó en enfrentarse con importantes sectores sociales, incluido el propio Partido Comunista. Se vio sometido a un fuego cruzado y, como en tantos otros problemas, no supo maniobrar más que con torpeza, de manera balbuceante y demagógica, iniciando un enfrentamiento solapado con los intelectuales derechistas casi desde su misma llegada al poder en 1956. Una parte de los escritores, especialistas, científicos y técnicos apoyaban los cambios pero querían más y utilizaron a Lysenko para probar hasta dónde llegaban las verdaderas intenciones de Jrushov. En 1955 hubo una petición colectiva de 300 científicos exigiendo la destitución de Lysenko y Oparin de sus cargos. Ganaron la primera batalla. Lobanov, un michurinista, sustituyó a Lysenko de la presidencia de la Academia en abril de 1956 y V.A.Engelhardt también logró relevar a Oparin. Los mendelistas creyeron que aquello era el principio del fin de Lysenko y de lo que Lysenko simbolizaba para ellos, pero se equivocaron. El alzamiento húngaro obligó a Jrushov a retroceder. En tres discursos pronunciados en 1957 Jrushov tuvo que expresar su apoyo a Lysenko. Las cosas marchaban mucho más despacio de lo que los mendelistas esperaban, e incluso también padecieron algunos reveses. En 1958 perdieron sus puestos en la redacción de la “Revista Botánica”, la de Dubinin del Instituto de Citología y Genética de Novosibirsk, así como la de Engelhardt, presidente de la división de biología de la Academia. Ni unos ni otros quedaron satisfechos.

Pero en 1957 se produjo la catástrofe nuclear en Cheliabinsk, uno los accidentes ecológicos más graves de la URSS. Un almacén de residuos nucleares provocó una reacción en cadena, causando una especie de erupción volcánica contaminante que inundó una región de unos 2.000 kilómetros cuadrados. El viento esparció las nubes radiactivas aún más lejos, afectando a decenas de miles de personas. Fueron trasladadas a hospitales, pero ningún médico sabía cómo proceder en un caso de esa naturaleza. Al año siguiente el gobierno soviético suspendió todas las pruebas nucleares que tenía previstas, aunque por poco tiempo. Entre los científicos se dispararon las alarmas, adquiriendo plena conciencia de los riesgos de la energía nuclear. Las presiones de los físicos lograron modificar los protocolos de manipulación de sustancias radiactivas, imponiendo controles más estrictos. En 1963 se firmó el Tratado de No proliferación Nuclear con Estados Unidos, verdadero ejemplo de lo que significaba la colusión entre ambas potencias: el Tratado les obligaba al desarme, y eso fue lo que nunca cumplieron; quedaba la otra parte, cuyo cumplimiento trataron de imponer a todos los demás países del mundo: que no podían dotarse de las mismas armas que ellos ya disponían. En fin, una especie de contrato con responsabilidades sólo para quienes no lo redactaron.

En febrero de 1964 Jrushov vuelve a defender a Lysenko en un discurso pronunciado en una reunión del Comité Central; glosa la importancia de sus aportaciones a la agricultura e incluso se responsabiliza personalmente por haber recomendado el empleo de los métodos lysenkistas en algunas cooperativas. Según Jrushov, las cooperativas que habían seguido los métodos lysenkistas habían obtenido más rendimientos que las otras. Para los apegados al esquema de la guerra fría el discurso no dejaba de resultar sorprendente: resulta que 16 años después de la “brutal imposición” del lysenkismo en la URSS aún existían cooperativas que no seguían sus métodos, a pesar de las recomendaciones del todopoderoso secretario general del Partido Comunista... Nueve meses después el todopoderoso secretario general había sido destituido de sus funciones y los motivos radicaban precisamente en la crisis agrícola del país. Cayó Jrushov pero no cayó Lysenko. No obstante, la veda se había abierto y comenzaron las críticas periodísticas. En 1965 la Academia inició una investigación sobre sus actividades. Era el principio del fin. El 4 de febrero Pravda publicaba un artículo elogiando a Vavilov y una semana después Lysenko fue destituido de su cargo de presidente de la Academia.

Los argumentos aducidos por la Academia para destituirle, reproducidos con ligeras variantes por Pravda, el diario del Partido Comunista, fueron varios de los que han circulado por los países capitalistas. En el más puro ambiente de la época en la URSS, el comunicado decía que Lysenko se había aprovechado del culto a la personalidad para adoptar “medidas de presión administrativas” contra sus oponentes, que son inadmisibles en la ciencia. El comunicado continúa diciendo que las concepciones lysenkistas eran erróneas (“dogmas”, decía) y que, sin ningún motivo, Lysenko había rechazado los descubrimientos más importantes de la ciencia contemporánea, mencionando concretamente los tres siguientes:

a) la teoría cromosómica
b) las bases físicas y químicas de la herencia (genes)
c) los nuevos métodos de selección de los animales, plantas y microorganismos

Incluso el comunicado va más allá, asegurando que Lysenko había tratado de suplantar la doctrina de la evolución de Darwin con una teoría de los “saltos bruscos” en la producción de una especie por otra. También argumentaba la responsabilidad de Lysenko en el retraso de la genética y de la biología, que había repercutido en la falta de formación de los científicos soviéticos. A esa redacción Pravda añadía otros dos matices: a menudo las tesis lysenkistas no estaban al “nivel” de la ciencia actual y también repercutieron sobre la medicina. Por fin, no cabe olvidar el nuevo argumento: los perjuicios a la economía, sobre todo a la agricultura, al imponer métodos seudo-científicos. Por tanto, casi nada nuevo que antes no hubieran dicho los artífices de la guerra fría en los países capitalistas.

En un momento en el que la URSS había empezado a importar trigo del extranjero Jrushov le hizo un flaco favor a Lysenko mencionando sus logros en su discurso de febrero de 1964. En la destitución de Jrushov, según Medvedev, “el más grave de los motivos aducidos” por Suslov ante la dirección del PCUS fue su apoyo a Lysenko. No obstante, parece que, una vez más, el académico no era más que una excusa dentro de una batalla política que tenía otros componentes más importantes que los simbólicos. Ucraniano como Lysenko, en el nombramiento de Jrushov la dirección del PCUS había tenido en consideración sus supuestos conocimientos agrícolas. Pero en ningún terreno como en la agricultura las reformas de Jrushov habían fracasado de una manera más estrepitosa y un oportunista como Suslov supo maniobrar: una de las causas más importantes de la destitución de Jrushov fue la crisis agrícola y, vinculando esa crisis a Lysenko, la nueva dirección del PCUS mataba dos pájaros de un tiro; también Lysenko tenía su parte de culpa en la crisis agrícola. A partir de 1964, por tanto, los antilysenkistas tenían otro argumento más para continuar su campaña: Lysenko era responsable de la crisis agraria. Dos años después perdía su cargo de presidente de la Academia y nacía otra leyenda que se fue alimentando a sí misma: crisis agrícola, hambruna, millones de muertos. Esto sucedía en 1966 pero a los oportunistas no les importa adelantar un poco las fechas y situarla 35 años antes. Al fin y a la postre la imagen que hay que ofrecer de la URSS es la de un país en crisis permanente desde su mismo origen. Ni siquiera los reformistas más acérrimos, como Medvedev, se atrevieron a realizar ese tipo de afirmaciones, que procedían de elementos, como Suslov, considerados entre los más “duros” de la dirección del PCUS. Lo cierto es que ni los unos ni los otros se salvan del naufragio.

Cuando (casi) todo cambia hay que prestar un poco de atención a lo que no parece cambiar en ningún caso, a los refractarios a las mudanzas. En medio de aquel pulso hubo una figura política que logró sostenerse aferrado a su cargo: es el ministro de Educación Vsevolod N. Stoletov, uno de los más conocidos defensores del lysenkismo. Nombrado ministro en 1951, en época de Stalin, permaneció durante 25 años en el cargo, una especie de adaptación perfecta a un ambiente muy oscilante que Linneo calificó de Chamaleo chamaleon. Stoletov era dos veces camaleón, una como lysenkistas para llegar a ser ministro y otra como antilysenkista para seguir en el cargo.

Una de las afirmaciones del comunicado emitido por la Academia para justificar la destitución de su presidente era que Lysenko y sus partidarios habían sustituido al michurinismo con sus propias tesis. Cabía suponer, por tanto, que la nueva dirección se encaminaba a restituir al “verdadero” michurinismo en el lugar que hasta entonces había usurpado el dogmático Lysenko y los suyos. Una farsa. No sólo en la URSS; en todo el mundo el mendelismo está en su apogeo en 1966. Se celebra el centenario de Mendel, lo que permitió a los formalistas organizar un gran espectáculo dentro del telón de acero. En Checoslovaquia fue recuperada oficialmente la memoria del monje. Los revisionistas organizaron una gran conferencia internacional sobre genética en el teatro Janacek de Brno. La estatua de Mendel volvió a su pedestal. El obispo dio una solemne misa en su honor en la catedral de San Pedro y San Pablo, y en el monasterio de Santo Tomás, donde Mendel vivió y trabajó, se ubicó el Museo Mendel de Genética. Los mendelistas lograron atraerse los favores del inmunólogo Milan Haslek, antes en las filas lysenkistas, con el añadido de que en 1968 se sumó a las posiciones revisionistas de Dubcek y su primavera de Praga. Es un fenómeno que no sólo se experimenta en la URSS sino en todos los países del este, lo que demuestra que el revisionismo político va ligado al mendelismo biológico. Cuando en 1959 la República Democrática Alemana establece el Premio Darwin, todos los galardones son acaparados por los genetistas formales: Chetverikov, Schmalhausen, Timofeiev-Ressovski y Dubinin. La influencia formalista fue allá más fuerte que en ningún otro país del este de Europa, especialmente representada por el genetista Hans Stubbe. Hay quien -absurdamente- sostiene que eso fue debido a que un hijo de Carl Correns, uno de los redescubridores de Mendel, era un alto dirigente del Partido Socialista Unificado. Las explicaciones están en otra parte pero, cualquiera que fuera el motivo, las tesis de Lysenko no fueron bien recibidas en aquel país, excepto en la Universidad de Jena, donde el biólogo Georg Schneider se convirtió en su defensor. Es otro dato de la compleja y diversa vinculación de los distintos partidos comunistas con el lysenksimo.

Ni con Lysenko en el banquillo cesó la polémica. Algunos mendelistas querían más: querían la eugenesia. Medvedev lo encubre de una manera sofisticada (444): después de 1965 la “auténtica ciencia” pudo dedicarse nuevamente a la investigación y la educación. Pero faltaba la “genética médica” y particularmente la “humana”, que había sido destruida por racista, sus investigadores detenidos, ya no quedaba ni uno con vida, etc. Por lo tanto, la genética sólo había sido rescatada “a medias”. El primer libro de la era postlysenkista en la URSS, redactado por Lobashov en 1967, aunque criticaba el racismo, “hacía afirmaciones muy positivas sobre la eugenesia”, dice Medvedev. Surgió una discusión para crear un instituto de genética humana. Al caer Lysenko, Dubinin quedó como la máxima autoridad en genética y le tomaron como nueva cabeza de turco porque no era reduccionista: reconocía que el hombre tenía un componente biológico pero que junto a él existía otro social y cultural, que es dominante respecto al primero. Como consecuencia de ello, afirmaba que aspectos humanos tales como la personalidad y el intelecto no están determinados por el componente genético sino por el ambiente social. Otros, como el propio Medvedev, opinaban que el hombre es un animal (no llega a hablar de “máquina química”) y, por tanto, la genética se le aplica por igual lo mismo que a todos los demás animales. Repitieron con Dubinin la campaña desatada contra Lysenko. Le acusaron de prohibir y perseguir la genética humana (sólo la humana esta vez). Aunque Medvedev lo encubre bajo un aspecto médico, lo que ellos pretendían era que no hubiera medicina, es decir, la eugenesia, que la selección natural pudiera realizar su trabajo de aniquilar a los tullidos, deformes y tarados de todas las especies. Por aquella época, bajo el nombre de “sicogenética”, detrás del telón de acero -especialmente en la República Democrática Alemana- también se dejaba sentir la presión ideológica que el eugenismo, con otras variantes, seguía llevando a cabo en los países capitalistas. Era la época del “cociente intelectual” y, en general, de reducción de los conceptos sicológicos a los genéticos, es decir, lo que se había logrado en biología. La siguiente estación era, naturalmente, la llegada de la patraña “sociobiológica” que en la URSS iba a suponer la sustitución de la lucha de clases por la lucha de razas o la lucha nacional, esto es, el comienzo de su propia disgregación como Estado plurinacional, la guerra civil.

Cualquier política eugénica es un instrumento de dominación, en donde los esterilizados, encarcelados o psiquiatrizados van a ser los demás, nunca uno mismo. Los eugenistas se consideran a sí mismos por encima de la mediocridad: son los demás los destinatarios de la marginación. De ahí que sea relevante consignar la experiencia del propio Medvedev, a quien en 1970 internaron en un psiquiátrico en la URSS a causa de un diagnóstico de perturbación síquica, lo que le permitió redactar otro de sus libros, titulado “Locos a la fuerza” (445). Medvedev y los eugenistas deberían saber -mejor que nadie- que en estas cuestiones hay poca ciencia y mucha fuerza, que también los presos están encarcelados a la fuerza, que no entran en sus celdas por su propio pie. Como cualquier medicina, la eugenesia debería empezar por uno mismo; quizá el criterio “científico” de los eugenistas sería otro si llevaran a cabo experimentos eugénicos sobre sus propios cuerpos. Es casi imposible contener una mueca de complicidad ante el espectáculo del policía arrestado, el juez juzgado y el psiquiatra enfundado en una camisa de fuerza. Los dialécticos saben que el remedio está en la misma enfermedad; la vacuna que cura es el mismo virus que enferma.

La colusión entre el este y el oeste no dejó huecos ni dudas. Mencionar hoy a Lysenko es llenarse la boca de adjetivos truculentos. No fue el agrónomo ucraniano quien pulverizó a los genetistas formales en la URSS sino que fueron éstos quienes borraron a Lysenko del panorama científico de una manera brutal y sin concesiones de ninguna clase. Puede decirse que fue en 1965 cuando su pensamiento y su obra fueron laminados, pero eso hubiera resultado mucho más complicado si fuera cierto el bulo de que los mendelistas estaban en el gulag. Seguían al pie del cañón como lo habían estado siempre, y los revisionistas les abrieron las puertas de par en par en la URSS.

La genética después de Lysenko

Con su aparente concepción restringida de la ciencia, el positivismo es incapaz de explicar las relaciones entre la ciencia y la ideología, que sigue jugando malas pasadas. No sólo ha pretendido expulsar a la ideología de la ciencia, es decir, no sólo ha pretendido expulsar de la ciencia a todas las ideologías, excepto a la ideología dominante, sino que, además, dado que no existen “dos ciencias” sino una sola, ha tratado de expulsar de ella a quienes no admiten la corriente dominante. En la genética esto ha significado que no cabe otra que el mendelismo y sus derivados, síntesis y amalgamas. Todo lo demás no es ciencia sino “política”. De ahí que en su devenir ha sembrado el campo de cadáveres, empezando por Lamarck y siguiendo por Lysenko.

Pero la ideología es inseparable de la ciencia. Sólo el progreso científico va desgranando la ideología de la ciencia, depurando a ésta de sus limitaciones y errores y formulando postulados más sólidos, mejor fundados o más profundos. La ciencia se despega entonces de la ideología a costa de introducir nuevas ideologías y de convertirse ella misma en ideología. Como toda verdad, la ciencia es relativa en cada etapa del conocimiento a la que alcanza; cuando esa verdad relativa se pretende transformar en un absoluto, en un punto y final, se ha convertido en ideología porque ese punto y final no existe: toda tesis científica va a ser mejorada y superada por otra posterior.

Exponer las limitaciones de la genética no significa combatirla o despreciarla, sino todo lo contrario. En la historia han existido puntos de partida peores que ese. Conocemos los casos de la astrología o la alquimia. Hoy se trata de disciplinas, cuando menos, despreciadas pero en su momento fueron el punto de arranque de la astronomía y de la química. Que la astronomía haya superado ampliamente la astrología no significa que en ella no se infiltren periódicamente concepciones ideológicas absurdas, como la hipótesis del “big bang”. Nadie es denostado en esa disciplina ni expulsado de ella por criticar esa u otras hipótesis, por más que se presenten en sociedad como tesis y tengan -nunca por casualidad- tamaña repercusión mediática.

Cuando una concepción es errónea no basta con criticarla, con el momento negativo, sino que es necesario, además, oponerle la concepción verdadera. La ciencia sigue un recorrido dialéctico: tesis, antítesis y síntesis. Como su propio nombre indica, la síntesis no se limita a enfrentarse con su contraria sino que la asimila en su interior, absorbe su núcleo racional, lo eleva y lo desarrolla en un plano más elevado. En toda síntesis científica hay, pues, algo de los postulados que le dieron origen y que fueron criticados. Por eso la genética del futuro partirá de los hallazgos encontrados en el siglo XX por erróneos que hayan sido sus planteamientos y fundamentos. Tendrá que partir de ahí porque no hay otros y la ciencia nunca empieza desde cero; la tabla rasa de los empiristas no existe. Tendrá que partir de ese punto y comprender sus limitaciones internas, que son muchas y muy importantes, de las cuales la principal es que ha convertido una verdad relativa en una verdad absoluta. Cuando una verdad se presenta como absoluta es falsa con toda seguridad, lo cual no quiere decir que sea completamente falsa; lo que quiere decir es que, en realidad, es una verdad relativa.

Ningún fenómeno se puede analizar de forma estática, y la ciencia tampoco. En cada etapa del conocimiento no es posible saber qué postulados son verdaderos y cuáles falsos, cuáles se pueden reputar como ciencia y en dónde se ha infiltrado la ideología. Pero sí se pueden aventurar líneas de desarrollo, aunque para ello no basta ser un buen científico en una determinada especialidad sino que hay que conocer la historia de las ciencias (no de una sino de varias) y conocer cómo son sus evoluciones. Pero esto es algo vedado por el positivismo que no gusta ni del pasado ni del futuro. La ciencia se ahorraría muchos esfuerzos si fuera capaz de vislumbrar las líneas de desarrollo, para lo cual necesita conocer su propia historia. En el caso de la genética se trata de saber si esos desarrollos han ido confirmando las expectativas de las teorías formalistas o si, por el contrario, siguen derroteros diferentes. A mi juicio, 60 años después del informe de Lysenko la experimentación ha demostrado la falta de fundamentos consistentes de la genética, que necesita replantearse la mayor parte de las concepciones tradicionales sobre las que se ha asentado, desde el concepto mismo de gen hasta la separación metafísica entre genotipo y fenotipo, pasando por el rechazo a la teoría de la herencia de los caracteres adquiridos (herencia con modificaciones, si se prefiere), la leyenda acerca de las leyes de Mendel, la teoría cromosómica y su “dogma central”, entre otros.

En particular, el concepto de gen exige una clarificación que quizá sólo sea posible con su erradicación de la ciencia, como ya sucedió con el flogisto. No es en absoluto necesario para la genética. Una vez conocida la naturaleza material así como la forma de los ácidos nucleicos, la tarea de la genética reside en identificar sus distintos segmentos, clarificar las funciones que desempeñan cada uno de ellos, así como explicar las interacciones con aquello que los rodea. Los ácidos nucleicos ni son conceptos estadísticos, ni códigos universales, ni están tampoco encerrados en una caja fuerte inaccesible. A determinados efectos incluso es posible concebir cada uno de los segmentos de sus largas moléculas como una unidad; a otros efectos no son tal unidad sino que forman parte de una unidad superior. Sus diferentes regiones interactúan unas con otras porque la localización de cada una de ellas tiene un sentido posicional. Además parece obvio constatar que los ácidos nucleicos interactúan con las proteínas a las que están tan estrechamente asociados en los cromosomas, con los demás componentes del citoplasma de cada célula y, por fin, con el ambiente externo. Como cualquier otra forma de materia del universo, los ácidos nucleicos se interrelacionan con otras formas de materia, evolucionan y cambian en función del estado de desarrollo del organismo del que forman parte. Unas secuencias se activan y otras permanecen latentes, unos se expresan en determinadas personas y en otras no, unos empiezan a cumplir su función en un determinado ciclo del desarrollo y otros en otro, etc.

La rotundidad con que la genética se niega a reconocer las influencias externas sobre el genoma no tiene ningún fundamento. Los supuestos de transmisión de los caracteres adquiridos se acumulan. Como dice Mae Wan Ho, “existe abundante evidencia de la herencia de los caracteres adquiridos en muchas formas diferentes” (446). La microbiología es impensable sin admitir la herencia de lo adquirido. Por ejemplo, en 1950 el francés André Lwoff demostró que la lisogenia es heredable. La explicación es la siguiente: existen virus, denominados fagos, entre ellos el λ, que se alojan en bacterias donde -en ocasiones- permanecen casi totalmente inactivos, sin destruirlas. Las bacterias infectadas por esos virus -denominadas lisogénicas- incorporan el genoma del invasor y, a través de sus divisiones sucesivas, ese genoma se reproduce junto con el genoma bacteriano. De esta manera la bacteria original transmite el virus a su progenie, con la particularidad de que se vuelven resistentes a ser infectadas de nuevo por el mismo tipo de virus que albergan o por otros similares a ellos. Esa resistencia adquirida es consecuencia de que el virus no permanece completamente inactivo dentro de la bacteria sino que segrega una proteína que se comporta como un represor que impide la expresión de las demás secuencias de su ADN. Esa misma proteína represora también actúa a la vez como un factor de inmunidad que impide la infección de la misma bacteria por otro virus. Lwoff también demostró que es posible reactivar externamente de manera artificial, con radiaciones, el virus lisogénico alojado en la bacteria de manera que provoca su lisis, es decir, la destruye.

Otro ejemplo parecido de herencia de lo adquirido es fruto del descubrimiento de la resistencia creciente de las bacterias a los antibióticos. Cuando a partir de 1935 se empezaron a utilizar sulfamidas y luego antibióticos, se comprobó que las bacterias se adaptaban a esos ambientes tóxicos y adquirían una resistencia creciente, de manera que es necesario aumentar la dosis o aplicar antibióticos diferentes. Al principio se ofreció una explicación neodarwinista (447): el abuso de antibióticos creaba bacterias más resistentes a través de una selección en la que morían las más débiles y sobrevivían las más resistentes. Entre los millones de bacterias que contiene cualquier tejido humano, algunas son ya resistentes a los antibióticos. Si la persona toma un antibiótico, muere la inmensa mayoría de las bacterias y sólo sobreviven las más resistentes. Una vez aniquilada la competencia, las bacterias resistentes proliferan sin impedimentos. El antibiótico, por tanto, no vuelve resistentes a las bacterias, sino que se limita a seleccionar a las que ya lo eran. Después de numerosos ensayos se comprobó que, en realidad, las bacterias segregan una enzima que hace inoperante la acción de la penicilina. La resistencia de las bacterias se debe a una mutación en su genoma, a una modificación de una secuencia de su ADN capaz de sintetizar la enzima enemiga. Por tanto, la mutación en la secuencia de ADN no era creador sino criatura, no era espontánea sino inducida por el medio. Un factor ambiental, el antibiótico, perturba la existencia de la bacteria y ésta reacciona desactivando los sistemas que normalmente vigilan que la replicación del ADN sea la habitual. El resultado es que la bacteria acumula una enorme cantidad de mutaciones en su genoma, genera numerosas variantes de sus secuencias de ADN. Algunas de ellas resultan ser resistentes al antibiótico en cuestión, y entonces empiezan a proliferar. El fenómeno, por lo tanto, es a la vez cuantitativo y cualitativo. Es cuantitativo porque en presencia del antibiótico aumenta frecuencia de las mutaciones de 10 a 10.000 veces, hablándose entonces de hipermutaciones. Los antibióticos, en expresión de Mae Wan Ho, actúan como si fueran las hormonas sexuales de las bacterias. Es también cualitativo porque no se trata de mutaciones al azar sino dirigidas por el medio y adaptadas a él. No se modifica cualquier región del genoma sino precisamente aquellas que permiten a la bacteria subsistir en un medio modificado. Pero lo interesante es que el fármaco crea resistencias nuevas que luego se heredan en las sucesivas generaciones de bacterias. Es más: éstas intercambian la información que les permite crear la secuencia de ADN no sólo dentro de la misma especie, sino de una a otra especie.

La microbiología está relanzando la intervención de los factores ambientales sobre el genoma. Aunque durante años los genetistas aseguraron que el ADN provenía exclusivamente de los ancestros, hoy está comprobado que la mayor parte de sus secuencias provienen de virus exteriores al organismo, utilizando la perífrasis “transferencia horizontal de genes” para disimular la intervención de los factores ambientales. Los seres vivos intercambian ADN entre sí no sólo a través de la reproducción, sino también por la actividad de virus y bacterias. La transgénesis es un proceso que se verifica de manera natural entre los seres vivos. Mediante él una secuencia de ADN de una especie se incorpora al genoma de la otra. A través de las infecciones víricas recibimos constantemente secuencias de ADN de muy diversas procedencias: de bacterias, de otras animales e incluso de especies alejadas, como las plantas. Una vez modificado, el genoma se transmite hereditariamente a los hijos. Dentro de los cromosomas los cambios de posición de las secuencias de ADN no sólo tienen una causa externa al propio genoma sino que también tienen un origen vírico, el mismo que el ADN descubierto en las mitocondrias, cloroplastos y plastídulas que contiene el citoplasma. Éstos no son más que bacterias alojadas dentro de nuestras células. Más de 200 secuencias del genoma humano provienen de microrganismos. Este intercambio está modificando la concepción de la evolución, que no progresa sólo como una diversificación de organismos en especies separadas, cada uno de los cuales evoluciona por su cuenta, sino que las especies siguen interaccionando continuamente unas con otras. El origen de la célula eucariota (nucleada) y, por tanto, de los primeros componentes de los seres vivos tiene su origen en el acoplamiento de virus y bacterias. Según esta concepción, los seres vivos serían agregados de bacterias que se van especializando progresivamente con el transcurso del tiempo. Las bacterias no sólo fueron los primeros organismos vivos que aparecieron en la Tierra sino las creadoras de las condiciones para la aparición de la vida. Su desarrollo se produjo por asociación de esos organismos simples: unas bacterias asimilaron a otras pero no las digirieron.

La tesis de la herencia citoplasmática es otra de las vías que se han ido abriendo camino en la genética de la posguerra, resultando comprobada experimentalmente por el belga Maurice Chevremont en 1972. Hoy sabemos que hay ADN en las mitocondrias, cloroplastos y plastídulas. En 1988 se lograron aislar las mitocondrias del resto de la célula, de las que son un componente muy importante. Cada una de ellas tiene cientos de mitocondrias, y algunas, como las hepáticas, más de mil. Cada mitocondria tiene su propio ADN del que depende casi un millar de proteínas que son enviadas al núcleo celular e intervienen decisivamente en la programación de la información genética nuclear. Como ya he expuesto, la herencia citoplasmática sólo se transmite por vía materna, no responde a las leyes de Mendel y su código es diferente del cromosómico. Hoy su importancia científica no para de crecer. Según Briggs y Walters, “los estudios rápidamente desarrollados sobre la herencia no cromosomática pueden hacer aceptables de nuevo las ideas neolamarckianas sobre la posibilidad de la herencia de caracteres adquiridos. Tales ideas no están de ningún modo muertas” (448). El ADN mitocondrial muta mucho más rápidamente, ya que no dispone de enzimas reparadoras. Lo más importante, según Prenant, es que este tipo de herencia es la responsable principal de las características fundamentales del organismo, es decir, de aquellos rasgos que distinguen las especies superiores. De acuerdo con este enfoque, la herencia nuclear es responsable sólo de los aspectos más superficiales organismo: “Los caracteres hereditarios más fundamentales dependen esencialmente del citoplasma y de sus localizaciones germinales. La herencia de base material nuclear, que es más conocida, y sobre la que, por esta razón, normalmente se atiende más, no tiene, no hay que olvidarlo, más que un papel secundario”. El citoplasma celular es más estable que el núcleo y sufre menos las influencias del entorno. A causa de ello es el que orienta el conjunto del desarrollo embrionario, mientras que el núcleo lo modifica ligeramente a cada instante (449). Por ello, a efectos evolutivos el estudio de la herencia extranuclear tiene mucha mayor importancia que la nuclear.

La herencia citoplasmática es el centro de la ingeniería genética porque algunos plásmidos son integrativos, pudiendo insertar secuencias de ADN en los cromosomas nucleares. Se denominan “vectores” y están disponibles para uso comercial, así como para disponer de copias de secuencias particulares de ADN. Cuando un plásmido se inserta entre los cromosomas nucleares, se convierte en una parte de su genoma y recibe el nombre de episoma.

Un descubrimiento reciente, la tolerancia humana a la lactosa, ilustra con claridad los dilemas en los que se desenvuelve la genética contemporánea, por lo que es interesante exponer con un cierto detalle este fenómeno, que tiene una relación estrecha con la teoría de la evolución.

Después de la II Guerra Mundial, para combatir el hambre y las enfermedades que asolaban a grandes regiones del planeta, Estados Unidos envió toneladas de leche en polvo a muchos países necesitados. Es un ejemplo carácterístico de la manera en que se implementa la ayuda internacional. En Europa y Estados Unidos la leche ha sido y es el alimento por antonomasia. Está presente en numerosos derivados como el queso, la cuajada, la mantequilla, el kéfir, la nata, el flan, las natillas y el yogurt, que proporcionan calcio y otros elementos nutritivos esenciales tales como potasio, magnesio, vitaminas, y proteínas de alta calidad. El consumo de leche previene el raquitismo, la osteomalacia y otras enfermedades que tienen su origen en la falta de calcio dietético. No obstante, la mayor parte de la población mundial, un 70 por ciento aproximadamente de los adultos, no la consume porque no puede digerirla; en estos casos las bacterias del intestino grueso fermentan la lactosa ingerida, que se transforma en productos tóxicos, ácido láctico y gases como CO2 e H2 que ocasionan diarreas y espasmos abdominales. Tras años de investigaciones sobre el origen de esta indisposición, se descubrió que fuera de Europa y Estados Unidos la mayor parte de la población mundial no digiere la lactosa, el azúcar que contiene la leche. La intolerancia a la lactosa se debe a la disminución o ausencia de lactasa en el tracto digestivo, una enzima que hidroliza el azúcar de la leche, transformando el hidrato de carbono principal en azúcares más sencillos capaces de ser metabolizados por el intestino (450).

En los primeros años de su vida los mamíferos se nutren de leche materna pero, cuando al llegar a cierta edad se les priva de ella, el intestino disminuye considerablemente la producción de lactasa, apareciendo entonces la intolerancia al azúcar lácteo. Algunos humanos son los únicos seres vivos que beben leche después de la infancia, una leche que, además, no es la suya propia sino de otra especie animal diferente. Por consiguiente, la intolerancia humana a la lactosa no es ninguna enfermedad ni ningún tipo de deficiencia génica; es lo normal: lo anómalo es lo contrario, es decir, que los mamíferos en edad adulta sean capaces de digerir la leche. La producción de lactasa en mamíferos adultos es, pues, un carácter adquirido que apareció muy recientemente en el transcurso de la evolución, consecuencia de una nueva práctica económica: la domesticación, cría y ordeño del ganado lechero (vacas, camellos, ovejas, cabras). Hasta finales de la Edad de Piedra, es decir, 10.000 años antes de nuestra era aproximadamente, no se encuentran vestigios de las primeras prácticas ganaderas y un consumo habitual de leche. Antes de la domesticación del ganado los seres humanos sobrevivieron sin ella. Posteriormente, tras muchos años de consumo, algunos adultos adquirieron la capacidad de asimilarla, lo cual, a su vez, introdujo una modificación en el genoma humano capaz de segregar la enzima digestiva.

Ésa es la explicación lamarckista de los motivos por los cuales se produjo el cambio genético. La versión neodarwinista asegura que todo comenzó a causa de una mutación aleatoria que favoreció la capacidad de elaborar lactasa, algo que no concuerda con los hechos porque se trataría de una mutación que sólo se produjo en Europa y no en el resto de la población mundial. La mayor parte del mundo sigue siendo incapaz de digerir la lactosa. Por otro lado, la tolerancia a la lactosa coincide con aquellas regiones en las que se ha domesticado la ganadería lechera. No obstante, los neodarwinistas invierten el argumento: la cría de ganado lechero es consecuencia y no causa de la mutación génica, ya que las ventajas nutritivas de la leche permitieron una mejor adaptación y una mayor reproducción de sus consumidores. Se trata, pues, de un retorno de la dicotomía metafísica del huevo y la gallina.

Alrededor del 85 por ciento de la población adulta del norte de Europa es capaz de digerir lactosa. A medida que se desciende hacia el sur, se observa una disminución del porcentaje entre la población adulta, con niveles bajos en España, Italia y Grecia. En Estados Unidos el 75 por ciento de la población de origen latino sufre de intolerancia a la lactosa y menos del 5 por ciento de la población adulta de China, Japón y Corea. En Oceanía y Latinoamérica, la tolerancia también es muy baja, sobre todo entre la población autóctona. En África también es baja, si bien asciende entre determinados pueblos pastoriles que ordeñan sus camellos. En el continente negro la leche, aunque inicialmente careciera de valor nutritivo, se utilizaba como un sustitutivo del agua en situaciones de sequía.

La enzima digestiva la produce la proteína LPH a partir de la secuencia génica LCT. Sin embargo, la mutación no está localizada en la propia secuencia LCT sino en una contigua, llamada MCM6 y, además, esta mutación no es la misma entre las poblaciones europeas y africanas, aunque produce los mismos efectos. Este argumento es más contundente si, al mismo tiempo, se tiene en cuenta que entre las poblaciones africanas tolerantes a la lactosa no se ha encontrado una única mutación sino tres distintas que, añadida a la europea, suman cuatro. Tras realizar ensayos en 43 grupos étnicos de África oriental, un equipo de investigación halló tres mutaciones distintas que activan la secuencia génica de la lactasa. La principal apareció entre 2.700 y 6.800 años atrás en los grupos étnicos de habla nilo-sahariana de Kenia y Tanzania. Las otras dos se encontraron entre los beja del noreste de Sudán y en tribus de la misma familia lingüística, el afroasiático, al norte de Kenia. Por tanto, no se trató de una mutación sino de cuatro mutaciones que, además, son convergentes. Demasiada casualidad. Se trata de poblaciones que a lo largo de la evolución han adquido un mismo carácter por cuatro vías independientes una de otra. Lo que coincide no son las secuencias de ADN ni tampoco sus mutaciones, sino el medio.

Aún se puede añadir otro argumento adicional a favor de la tesis lamarckista: la tolerancia a la lactosa no se relaciona sólo con la domesticación del ganado sino con la variabilidad del mismo. Las zonas de Europa en las que existe mayor diversidad entre el ganado vacuno son las zonas donde el índice de población tolerante a la lactosa es mayor. Para llegar a estas conclusiones, se analizaron los patrones geográficos de variación de las secuencias de ADN que elaboran las seis proteínas principales de la leche en 70 variedades de ganado europeas. Esta investigación confirma la interacción mutua del hombre con los animales domesticados. El hombre selecciona la ganadería como medio alimenticio que, por retroalimentación, va a seleccionarle a su vez. Como se observa, es una selección muy poco “natural”.

Es conveniente un último apunte sobre la lactosa para consignar la publicación en 1988 de un estudio dirigido por John Cairn sobre las mutaciones de algunas bacterias inducidas por dicho nutriente. En cultivos de colibacilos los autores lograron que estos microrganismos perdieran la capacidad de asimilar sus nutrientes habituales, sustituyéndolos por otros, como la lactosa. Comprobaron que si colocaban las bacterias en un medio pobre en cualquier nutriente pero rico en lactosa, aparecían mutantes capaces de metabolizar la lactosa. A falta de otros alimentos, esos mutantes aparecían con una frecuencia muy superior a la normal. Como no había otro suministro, la necesidad de alimentarse de lactosa favorecía la aparición de mutaciones que permitían asimilar ese nutriente. Las mutaciones espontáneas no eran espontáneas, es decir, que no se debían al azar sino que eran una respuesta a la presión medioambiental. Es un ejemplo parecido al que hemos expuesto en relación con la resistencia bacteriana a los antibióticos: las bacterias comienzan a mutar rápidamente, esas mutaciones se verifican sólo en las secuencias genómicas que les permiten aprovechar el nutriente y, por lo tanto, crecer. Los mutantes, pues, no preexisten; sólo surgen después de que las células fueron colocadas en ese medio, y no lo hacen a menos que el alimento esté presente.

No va a ser fácil asimilar los hallazgos que han ido apareciendo y los que van a continuar en lo sucesivo. La presión ideológica sobre la genética ha sido tan fuerte que una investigación tan importante como la de Barbara McClintock, que rompía bastantes moldes, fue silenciada durante más de 30 años. La conferencia que pronunció en 1983 al recibir el premio Nóbel se titulaba “El significado de las respuestas del genoma a los estímulos” (451). En ella explicó cómo las células responden a la presión ambiental a la que se ven sometidos los organismos vivos mediante una reestructuración de su genoma. En los genomas hay secuencias móviles de ADN, llamados transposones, que cambian de lugar siguiendo estímulos ambientales. Los elementos genómicos transponibles producen mutaciones y forman la mayor parte del ADN, aunque inicialmente se le despreció como parte integrante del ADN “basura” porque no cumplían la función genética prevista por la teoría sintética. Son secuencias de ADN redundantes ya que se repiten por tramos muy cortos que a veces se llaman microsatélites y minisatélites. Como sus mutaciones son más frecuentes, varían mucho con cada individuo y por eso se utilizan en los análisis forenses como prueba de identificación. En las bacterias patógenas estas secuencias son las que les permiten sobrevivir ante cambios hostiles del entorno, como los antibióticos, mediante mutaciones.

El sistema inmunitario es buen ejemplo sobre el que estudiar el funcionamiento del genoma: la teoría formalista debería ser capaz de explicar la fabricación de los 10.000 millones de anticuerpos diferentes que -al menos- puede elaborar el organismo humano con un número reducido de secuencias de ADN. Desde que en 1900 comenzaron los estudios imunológicos, se sospechaba que el sistema inmunitario era un caso bastante claro de herencia de los caracteres adquiridos (452). Las concepciones inmunológicas han caminado de espaldas a las controversias genéticas; ambos terrenos científicos eran contradictorios y a lo largo del siglo pasado se expusieron numerosas hipótesis para tratar de conciliar genes y anticuerpos. Cuando en la década de los sesenta se logró conocer la estructura de los anticuerpos, las contradicciones se duplicaron porque se observó que se trataba de cadenas de proteínas (llamadas inmunoglobulinas) que tenían una parte constante y una variable. Si las mutaciones podían explicar la variabilidad, contradecían la constancia: ¿cómo podía mutar una parte y permanecer invariable la otra? El transcurso del tiempo fue sacando a la luz nuevas incongruencias que muestran la peculiaridad del sistema inmunitario como efecto reverso del ambiente en el organismo: el sistema inmunitario es adquirido, al menos en parte. La especificidad inmunitaria, que impone una respuesta adecuada a cada ataque exógeno, impone la exclusión alélica, de manera que sólo se expresa uno de los dos cromosomas homólogos por cada linfocito B, que es la célula de la sangre que fabrica los anticuerpos.

En 1976 el japonés Tonegawa ofreció una respuesta que seguía la pauta de McClintock: los linfocitos B maduros contienen un ADN diferente del de las células madre que elaboran la sangre; su genoma se transforma y reorganiza con la diferenciación celular (453). Por consiguiente, no existe ninguna copia perfecta, no todas las células tienen idéntico genoma. Se habla hoy (Mae Wan Ho, Howard B.Urnovitz) de un genoma dinámico o fluido que se desarrolla al mismo tiempo que el resto del cuerpo y en respuesta a los estímulos del medio externo. Éste no sólo modifica la expresión del genoma sino el genoma mismo. Éste tiene que modificarse tanto para mantener la estabilidad fisiológica del organismo en condiciones normales como para responder a los cambios ambientales. En palabras de Novick:

La explicación tradicional sostenía que la constitución genética de una especie variaba poco de una célula a otra y permanecía constante durante mucho tiempo. Se sabe ahora que una proporción significativa de los rasgos genéticos, no sólo de las bacterias sino también de los organismos superiores, son variables (presentes en algunas células o estirpes y ausentes en otras), lábiles (se adquieren o pierden con facilidad) y móviles (transferibles entre células o transponibles de un lugar a otro de una célula), todo ello debido a que estos rasgos están asociados con plásmidos y otros sistemas genéticos atípicos (454).

Por su propio origen, la inmunología siempre se ha prestado a conclusiones lamarckistas y lysenkistas. En la actualidad el inmunólogo australiano Steel sigue los pasos del checo Hasek. En 1979 impulsó la teoría de la selección somática según la cual el sistema inmunitario se transmite hereditariamente a la descendencia. Las secuencias de ADN de las células alteradas en el cuerpo de un individuo pasan a los óvulos y espermatozoides. Steel explica la evolución molecular y diversificación de las secuencias de ADN de la región variable de la inmunoglobulina por medio de una retroalimentación entre el cuerpo y el genoma en la que interviene la transcriptasa inversa. En un artículo publicado en 1980 junto con Red Gorczynski manifestó que la tolerancia de una estirpe de ratones se transmitía por el linaje masculino. En la mitad de la prole de los portadores de genes tolerantes cruzados con hembras normales, observó in vitro tan sólo una respuesta débil o nula con las células de rata de la estirpe que debería reaccionar con ellas. La tolerancia de esta estirpe, que es un carácter adquirido, es hereditaria.

Como en el caso de Hasek, los guardianes de la ortodoxia reaccionaron inmediatamente. Para publicar su artículo en Nature Steel tuvo que sostener una trifulca con el entonces editor de la revista británica, John Maddox. Por su parte, Brent, Medawar y otros publicaron poco después en el mismo medio un artículo que desmentía las observaciones de Gorczynski y Steele. Volvimos a la caza de brujas. Como vemos que suele ocurrir desde 1859, la controversia no se limitó a las revistas científicas. El 8 de abril de 1981, Steele defendió su tesis en un programa sobre ciencias de la BBC y, al final de la emisión, el director de Nature anunció que al día siguiente su revista publicaría otro artículo refutando la tesis de Steele. Unas semanas más tarde tuvo lugar otro debate, también en la televisión, y volvieron a aparecer imediatamente nuevas réplicas en Nature y otras revistas científicas. En un artículo aparecido en Science, Steele manifestó que existía una “conspiración científica” en su contra. Sin embargo, a diferencia de Hasek, el biólogo australiano siguió defendiendo sus tesis, a pesar de la ofensiva e inició un ciclo de conferencias por todo el mundo en defensa de sus convicciones. El 7 de mayo publicó en New Scientist otro artículo titulado Lamarck and inmunity: a conflict resolved. En 1982 Brent, Medawar y los talibanes de la teoría sintética replican en el Mac-Miller Journal con los argumentos que ya conocemos: hemos repetido el experimento de Steele -dicen- pero no logramos obtener las mismas conclusiones del australiano. Se han aprendido el truco de memoria: los lamarckistas falsifican sus experimentos y si no los falsifican la teoría sintética siempre tiene una explicación mejor que ofrecer.

Entre los avances contemporáneos más importantes sobre la evolución está el que sitúa al ARN en el origen y, por tanto, en el centro de la teoría: el ARN precede al ADN (455). El ARN que hasta hoy parecía desempeñar un papel subordinado en la biología molecular, mero vehículo transmisor, adquiere un protagonismo no sólo cuantitativo sino cualitativo. A mediados de los años cincuenta se descubrió que algunos virus se componen de ARN exclusivamente, lo cual resultó un misterio en medio de una fiesta que había puesto al ADN y la doble hélice en el centro del universo científico. Sólo era la primera sacudida. En 1971 se observó experimentalmente tanto en virus (Howard Temin y David Baltimore) como en bacterias (Mirko Beljanski), que el flujo de información génica también marcha en contra de la dirección prevista por el dogma: del ARN al ADN. Por lo tanto, el ARN no se limita a transmitir la información procedente del ADN sino que también puede crearla. Además de su papel en la fabricación de proteínas, la cualidad más significativa del ARN es la de transformarse en ADN, una de cuyas aplicaciones es contribuir a reparar parte de los errores o daños que sufra el ADN cromosómico. Para la síntesis de ADN utilizaban una enzima particular, llamada transcriptasa inversa. Los virus capaces de realizar esta operación se denominan retrovirus, un concepto que se vinculó inmediatamente a las secuencias móviles de McClintock y está engendrando todo un cúmulo de nuevos conceptos exactamente simétricos a los hasta ahora conocidos, opuestos y a la vez compatibles con ellos:

— a los virus añade los retrovirus
— a las transcriptasas añade las transcriptasas inversas
— a los transposones añade los retrotransposones

Estos nuevos conceptos son plenamente lamarckianos. Expresan la mutua interacción entre el plama y el cuerpo, el genotipo y el fenotipo, así como el decisivo papel que en ello juega el ARN. Los retrovirus, cuyo material genético es ARN, invierten el flujo de información genética que, según el dogma, debería trasladarse del ADN al ARN y de éste a las proteínas. Algunos virus tienen la potestad de sintetizar ADN mediante una polimerasa, la transcriptasa inversa, que emplea ARN como materia prima para fabricar ADN. El ADN vírico puede integrarse por sí mismo en el genoma de la célula anfitriona. Como parte del genoma anfitrión, el ADN vírico permanece latente hasta que, tras activarse, fabrica nuevos virus. Existe una gran variación en la abundancia relativa de los transposones de ADN frente a los retrotransposones, según las diferentes especies; en los seres humanos hay una mayor abundancia de retrotransposones, donde pueden llegar a constituir casi la mitad del genoma.

Pero el ARN tiene propiedades aún más sorprendentes que, desde luego, no están presentes en el ADN: tiene capacidad para replicarse por sí mismo. Frente al ADN, que necesita de enzimas como catalizadores para elaborar proteínas, el ARN es autosuficiente, al menos en algunos microrganismos primitivos. Esto conduce a pensar que el ARN está en el origen de la vida porque realizaba algunas de las funciones celulares que llevan a cabo las proteínas.

Las mayores concentraciones de ARN se encuentran en el citoplasma que envuelve al núcleo de las células. Según las viejas concepciones mendelistas, si el ARN no forma parte del “cuerpo”, por oposición al plasma, es algo en íntima conexión con él. Con el ARN está sucediendo lo mismo que con la herencia citoplasmática: si ésta no sustituye a la herencia cromosómca, el ARN no sustituye al ADN sino que se complementa con él. Al flujo unidireccional de información añade el flujo en la dirección inversa y al carácter transmisor del ARN le añade también el carácter creador.

Los formalistas pueden seguir con los ojos cerrados indefinidamente pero en la actualidad parece fuera de duda que lo que hace funcionar al ADN es lo que está fuera de él mismo, que el ADN no es un regulador sino parte integrante de un sistema regulado o, en otras palabras, que el ADN no crea la vida sino que es la vida la que crea el ADN. En lugar de acción génica se habla de activación génica, de secuencias del genoma que se activan y desactivan, con especial énfasis cuando se trata de estudiar los problemas de desarrollo de los embriones y la diferenciación celular. No todo el genoma está en funcionamiento siempre y al mismo tiempo: “En cualquier célula que imaginemos, sólo se activa una fracción pequeña de los genes, es decir, se transcribe activamente. Así es como las células con la misma dotación de ADN se las arreglan para ser diferentes. Todo lo que necesitan es transcribir diferentes zonas de su ADN y sintetizar, por tanto, distintos conjuntos de proteínas” (456). Entonces la pregunta es inevitable: ¿qué es lo que activa o desactiva el funcionamiento de las secuencias del genoma? ¿Quién pulsa el conmutador génico? Y sobre todo, ¿por qué motivos activa unas secuencias y desactiva otras? En 1961 Jacob y Monod propusieron el modelo del operón, un gen, que regula la actividad de los demás genes y extendieron esa idea a otros mecanismos análogos en los que se observan variaciones en el desarrollo embrionario. La interpretación del operón parecía la pescadilla que se muerde la cola: unos genes controlan a otros genes y unos programas a otros programas... así hasta el infinito.

El operón remite a un proceso claramente lamarckista. Pero, en primer lugar, hay que poner de manifiesto que las investigaciones sobre los operones se llevaron a cabo con bacterias (Escherichia coli) en un medio ambiente láctico, por lo que cualquier pretensión de extender el fenómeno a organismos más complejos se debe tomar siempre con las debidas reservas y precauciones. En cualquier caso, los operones demuestran la falacia de los genes como partículas indivisibles, ya que los operones coordinan la actuación conjunta y simultánea de múltiples secuencias de ADN en los cromosomas. La teoría del operón afirma que son las proteínas las que activan o desactivan las secuencias de ADN. De aquí concluye Christian de Duve que los operones son las secuencias de ADN que transmiten las órdenes del citoplasma al núcleo de la célula indicándole qué secuencias deben activarse y cuáles deben inhibirse. A partir de esta conclusión, De Duve ofrece una relación causal bien diferente a la que estamos acostumbrados en las recetas formalistas:

El núcleo de una célula diferenciada no se halla obligado a expresar, de forma irrevocable, un sólo conjunto de genes. Su genoma puede volver a despertar, en su propio núcleo, o en núcleos derivados del mismo por división mitótica, a instancias de mensajes que se originan en el citoplasma. Resulta obvio que es el citoplasma del óvulo quien imparte las órdenes al núcleo de la célula intestinal, o de su descendencia, para volver a poner en acción todo el programa de desarrollo de la especie [...]

El mero hecho de haberse conseguido la clonación debería bastarnos para corregir cualquier idea exagerada que pudiéramos habernos formado acerca del poder del núcleo. A pesar de su situación central en la célula y su papel de guardián último de la dotación genética del organismo, el núcleo no es el déspota autocrático que hubiéramos podido sospechar. Antes bien, se trata de una marioneta articulada, admirablemente construida y programada, pero manipulada sin cesar por los mismos objetos sujetos a control. Cuando un núcleo activa o desactiva determinados genes, lo hace en respuesta a órdenes recibidas del citoplasma que le envuelve, o, a veces, de territorios más alejados a través de mensajeros producidos por otras células, de fármacos, contaminantes u otras sustancias procedentes del mundo exterior. El citoplasma no es, sin embargo, más ‘jefe’ que el núcleo. Sus mensajes son transmitidos o producidos por proteínas sintetizadas de acuerdo con las instrucciones del núcleo. En otras palabras, núcleo y citoplasma se limitan a interactuar entre sí en coordinación recíproca. La célula es un sistema cibernético. Y también lo es el organismo a través de una red superimpuesta de interacciones intercelulares (457).

Poco más adelante, De Duve llega mucho más lejos y sostiene con claridad la siguiente tesis, en relación con la biología del desarrollo: “El desarrollo no es una simple cuestión de activar o desactivar determinados genes en el momento apropiado, sino que el propio genoma podría sufrir reorganizaciones programadas” (458). No es, pues, el genoma, ni las modificaciones del genoma, lo que explica la evolución sino que, por el contrario, el genoma es una consecuencia de la evolución.

Otra explicación del mismo fenómeno está en la epigenética, según la cual el conmutador génico es el medio ambiente. La epigenética surgió a comienzos de los años cuarenta por iniciativa de algunos biólogos marginados como teóricos, entre ellos Waddington y Goldschmidt. La tesis del biólogo soviético I.I.Schmalhausen era parecida, llamándola “selección estabilizadora”, una especie de retroalimentación negativa procedente del entorno. Algo parecido sostuvo el científico suizo Jean Piaget (459). Según estas concepciones es el entorno el que hace que unas determinadas secuencias de ADN se activen y otras se inhiban. El entorno actúa a través de señales bioquímicas, alterando la composición del citoplasma, las proteínas o los metabolitos que rodean al ADN. A diferencia de esta molécula, que goza de una estabilidad relativa, las señales epigenéticas se insertan y se borran de manera instantánea. Según Wayt Gibbs, existen “rasgos importantes que se transmiten por vía epigenética a través de los cromosomas pero fuera del ADN” (460).

La epigenética no es más que un retorno a la vieja herejía lamarckista y, lo que es peor, lysenkista, porque “redescubre” la epigénesis, es decir, la construcción progresiva de los organismos en su proceso de desarrollo. Nace para suplir las insuficiencias de la genética y enlaza con la idea de que no todo está ya escrito en los genes sino que depende de las condiciones en las que se desarrolle la vida del organismo. La forma de vida va dejando sus huellas en el ADN en forma de secuencias que se activan o inactivan. De ahí que lo realmente importante no sea la composición del genoma, el ADN y su configuración, sino lo que le rodea. No somos lo que está escrito en nuestros genes, sino lo que hacemos con ellos, cómo vivimos, qué comemos y lo que respiramos. Las influencias ambientales regulan la expresión del genoma incluso sin necesidad alterar su configuración básica. Algunos estudios han encontrado que el tipo de alimentación de los abuelos tiene un efecto sobre el riesgo que tienen los nietos de desarrollar diabetes o enfermedades cardiovasculares. Un estudio de la Universidad de California analizó los efectos del hambre de 1945 en Holanda, cuando murieron más de 30.000 personas. Los análisis médicos realizados 60 años después a los supervivientes encontraron en la descendencia rastros genéticos de delgadez. No sólo somos lo que comemos nosotros, sino lo que comieron y respiraron nuestros ancestros. Somos guardianes de nuestro genoma. Los descendientes sufren los excesos y se benefician de los cuidados de sus progenitores. Por eso actualmente en todos los países del mundo se están abriendo laboratorios de epigenética.

Se conocen diversos tipos de alteraciones epigenéticas. En 1975 se observó un mecanismo de control: la modificación de los componentes de la cromatina. Otro mecanismo epigenético es la impronta genética, una noción que ha sustituido a la antigua concepción mendeliana de los factores dominantes y recesivos. Normalmente cada secuencia génica está duplicada (alelos), siendo uno de ellos de origen materno y el otro paterno. Los dos ejemplares no pueden estar activados al mismo tiempo así que uno de ellos es silenciado. La teoría sintética sostenía que el origen era indiferente porque los alelos eran equivalentes, lo cual es erróneo, según se sabe ahora. También es erróneo que la impronta dependa del azar: la impronta genómica es “una modificación epigenética del genoma que depende del origen del gameto transmisor [...] Los cromosomas pueden retener una memoria o impronta de su origen gamético y comportarse de forma distinta en un individuo según que hayan sido heredados del padre o de la madre” (461).

Las alteraciones epigenéticas, el grado respectivo de expresión o silenciamiento de las secuencias de ADN, depende de una modificación bioquímica del ADN llamada metilación (461b), es decir, la transferencia de grupos metilo CH3 a las citosinas, una de las bases que forman parte del ADN. El grado de expresividad de las secuencias del ADN está en proporción inversa a su nivel de metilación: cuanto mayor es la metilación menor es la expresividad, y a la inversa. La metilación del ADN provoca cambios en las histonas, las proteínas que envuelven el ADN en el núcleo de la célula y que sirven también para regular la expresión génica. Las secuencias de ADN que están envueltas por las histonas tienen dificultades para desempeñar su función, mientras que las demás lo hacen más fácilmente porque están más accesibles. Los niveles inadecuados de metilación pueden contribuir a desencadenar enfermedades. En otros casos, la metilación obstaculiza la expresividad de los transposones, que suelen estar muy metilados.

En consecuencia, el principal mecanismo de regulación transcripcional de los vertebrados, es decir, la fuerza expresiva del ADN depende de la metilación de sus citosinas. Sin embargo, la mayoría de los invertebrados no metila su ADN. En cualquier caso, el ADN siempre aparece como un regulador que, a su vez, está regulado porque los patrones normales de metilación los mantiene una enzima, una metiltransferasa. La metilación actúa a modo de reloj biológico, indicando cuántas veces se ha dividido una célula. De ahí que condicione el proceso de desarrollo y el envejecimiento. El genoma cambia durante la vida de una persona, lo que explica el aumento con el paso de los años de la susceptibilidad a ciertas enfermedades. Los patrones de metilación cambian con el desarrollo del individuo, con la edad y, además, los cambios son similares entre los individuos de una misma familia. El hecho de que la metilación aumente en unas personas y disminuya en otras sugiere que lo importante no es la edad en sí misma, sino otros factores genómicos o ambientales que pueden influir. ¿Por qué se produce una metilación incorrecta? La respuesta conduce a los factores ambientales: tabaco, radiaciones, alimentación, contaminación, etc. En definitiva, como afirma Gilbert, la impronta recuerda que “el organismo no puede ser explicado únicamente por sus genes. Se necesita el conocimiento de los parámetros del desarrollo así como de los genéticos” (462).

La existencia de dominancia y recesividad no es más que uno de los supuestos de redundancia o polimorfismo génico. Existe un “gran exceso” de ADN, dicen los manuales; solamente el 10 por ciento de las secuencias del genoma de los vertebrados son vitales para el organismo (463). Los transposones contribuyen a esa superpoblación génica, a la proliferación de segmentos idénticos de ADN repartidos en uno o varios cromosomas, a veces de manera incompleta o fragmentaria. Parece que la mayor parte del ADN no sirve para nada (ADN “basura”), como si los organismos pudieran pasar sin una buena parte de su ADN. Esta sobreabundancia génica plantea serios interrogantes a ciertas corrientes de la biología. Parece, por un lado, que para que haya selección natural debe existir variedad que seleccionar, es decir, debe existir polimorofismo y redundancia. Pero, por el otro, Darwin decía que la selección natural impide que haya despilfarro en la naturaleza, por lo que el polimorfismo debería remitir con la evolución, que marcharía hacia una mayor uniformidad. Como el capitalismo, la materia viva se fundamenta en el ahorro, la economía y la austeridad, no en la ornamentación ni en la belleza; si cada organismo cumple su función, no pueden subsistir elementos superfluos: “La estructura de todos los seres vivientes es actualmente o fue antiguamente, de alguna utilidad directa o indirecta a su poseedor”. Los caracteres inútiles para los seres vivos no podrían haber sido sometidos a la acción de la selección natural (464). ¿Cómo es posible que la selección natural haya permitido la subsistencia de genes redundantes? Si no presentan ninguna ventaja evolutiva ¿por qué persisten? ¿Cómo interviene la selección natural sobre un material genómico que carece de repercusiones sobre el organismo vivo? Si hay despilfarro génico no parece haber operado la selección natural por lo que, como asegura Keller “la redundancia amenaza a todo el armazón explicativo del paradigma genético” (465).

Por otro lado, la redundancia génica supone la subsistencia de recesividad: si la selección natural favorece la subsistencia de los genes mejor adaptados, los recesivos hubieran debido extinguirse hace tiempo o, al menos, encontrarse en trance de desaparecer o en frecuencias reducidas. La probabilidad de encontrar secuencias de ese tipo debería ser muy reducida. Sin embargo, no sucede eso, pudiéndose exponer numerosos ejemplos que ilustran este fenómeno, como el caso de la mucoviscidosis (fibrosis quística por la traducción directa del inglés), una enfermedad hereditaria (genética) de carácter letal. Es la enfermedad génica recesiva más frecuente en Europa y Estados Unidos (466). Son portadores de ella una de cada 25 personas de ascendencia europea, de los cuales 1.600.000 son españoles. En Asia la proporción es uno de cada 90 habitantes. La enfermedad aparece cuando ambos progenitores son portadores de la misma (heterocigotos) y la secuencia, denominada ΔF508 (467), coincide en ambos cromosomas en la descendencia. Los síntomas que presentan estos enfermos son bastante variados, uno de los cuales es un porcentaje muy elevado de esterilidad que en los varones alcanza más del 95 por ciento. Cuando en la década de los treinta se comenzó a estudiar la enfermedad, más de la mitad de los que nacían con ella morían en el primer año de vida. Sin embargo, ahora la media de supervivencia se sitúa entre los 30 y los 40 años de edad. Es una enfermedad que no tiene tratamiento conocido, por lo que la combinación de una reducida esperanza de vida en el pasado junto con la esterilidad actual no pueden explicar la subsistencia de la secuencia génica ΔF508. Cada vez que se ponen de manifiesto este tipo de detalles, la respuesta de los neodarwinistas es siempre la misma: a pesar de sus graves efectos la alteración génica ha persistido a lo largo de la evolución porque resulta beneficiosa para los portadores del gen alterado a otros efectos. Por ejemplo, la subsistencia de otra enfermedad letal de origen génico, la anemia falciforme, frecuente en África, se trata de explicar porque para los portadores de la secuencia recesiva (heterocigotos) tiene efectos beneficiosos al prevenirles de la malaria. Aunque no esté bien documentado, es muy dudoso que esa explicación sea válida. Desde luego, en el caso de la mucoviscidosis no es cierto porque ΔF508 es sólo la deleción que está presente con mayor frecuencia entre los enfermos, entre un 70 y 90 por ciento; aparte de ella se han identificado más de 600 alteraciones génicas diferentes que pueden estar en el origen de la misma enfermedad. Aún admitiendo la hipótesis de que ΔF508 fuese beneficiosa para otras enfermedades, es impensable que suceda lo mismo en el caso de las otras 600 alteraciones génicas relacionadas con la mucoviscidosis. En consecuencia, el origen génico de la enfermedad no explica su subsistencia a lo largo de tantos miles de años: según algunos cálculos, la alteración génica ΔF508 apareció en el Paleolítico, es decir, hace unos 40.000 años (468). No es, pues, más que una causa inmediata que, a su vez, debe tener otro origen que permita reproducir la alteración a lo largo del tiempo. La causa, a su vez, tiene sus causas remotas, que únicamente se pueden buscar en el ambiente exterior.

Estamos asistiendo a la prehistoria de una ciencia. Con el tiempo es casi seguro que buena parte de la bibliografía sobre la que se soporta se tenga que adquirir en las librerías en la sección de ocultismo, junto al “Corpus Hermeticum”. Edward O.Wilson, Richard Dawkins y muchos otros compartirán estantería con Paracelso, lo cual constituirá un enorme descrédito para el gran alquimista suizo. La genética volverá a demostrar que en la historia de la ciencia siempre ganan los herejes. Es una ciencia que tiene que liberarse del estigma de un siglo de controversias en donde los victimarios se han querido pasar por víctimas. Como escribe Wayt Gibbs: “Llevará años, quizá décadas, construir una teoría que explique y fundamente la interacción entre ADN, ARN y señales epigenéticas en un sistema autorregulador. Pero resulta claramente necesario encontrar un nuevo modelo teórico que sustituya al dogma central de la biología en el que se ha basado, desde los años cincuenta, la genética molecular y la biotecnología” (469). Quizá ya se hayan formulado esos fundamentos en alguna parte; quizá no los conozcamos porque no están escritos en inglés; quizá estén censurados por algún consejo editorial. John Maddox, anterior responsable de una de esas revistas, la británica Nature, reconoció públicamente en Barcelona en 1995, el reiterado rechazo de artículos de los científicos franceses porque “un tercio inicial de los artículos franceses se enfocan sobre contextualización y no van directamente al grano” (470). Pero los editores británicos sí han demostrado su capacidad para separar el grano de la paja...

La burguesía tiene poderosas razones para seguir anclada en un dogma infundado, por razones que poco tienen que ver con la ciencia y que no son sólo ideológicas. Hoy, además de la verdad, sobre la biología gravitan los poderosos intereses de las multinacionales de los transgénicos, los fármacos y la biopiratería. Con ellas colabora a jornada completa la Fundación Rockefeller. ¿Dónde está el negocio? ¿Cuál es el mercado? ¿Qué es lo que venden? ¿Con qué trafican? Con los más viejos padecimientos de la humanidad: el hambre y la salud. Desde que en 1978 se inventó una nueva técnica -debidamente patentada- para fabricar industrialmente interferón, una proteína del sistema inmunitario, se han abierto nuevas fuentes de enriquecimiento con la salud y se ha creado una red de complicidades entre los científicos y el capital monopolista. Biogen, la multinacional que patentó el interferón, es una empresa cuyos científicos no sólo trabajan en los laboratorios sino también en los consejos de administración. El interferón llegó al mercado en 1986 pero la cotización de las acciones de Biogen se había disparo mucho antes, en marzo de 1980, cuando la revista Nature publicó la noticia del descubrimiento. Como los especuladores bursátiles no leen Nature, había que acompañar la noticia con la correspondiente conferencia de prensa, crear opinión.

El prototipo de rueda de prensa biotecnológica es la que celebraron el 24 de abril de 1984 la ministra de Sanidad del gobierno de Reagan junto con Robert Gallo para anunciar que habían descubierto que el SIDA tenía su origen en un supuesto retrovirus (llamado primero HTLV-III y luego HIV) y que en dos años dispondrían de la vacuna correspondiente. Aquello nada tenía que ver con la ciencia sino con la reconversión de la fracasada industria del cáncer (con su virus correspondiente) en la industria del SIDA (y su retrovirus correspondiente), un negocio que está consumiendo billones de dólares sin que hasta la fecha hayan aparecido ni el retrovirus ni la vacuna.

En tales ceremonias multitudinarias, tan alejadas de los laboratorios, los científicos aparecen maquillados para la ocasión por los estilistas y los gabinetes de imagen que preparan cuidadosamente cada frase y cada gesto, cuyos costes se incluyen con generosidad entre las dietas y gastos. Al día siguiente la subida de los índices bursátiles los compensa con creces. Si el fraude científico de la teoría sintética es constatable en los diccionarios y manuales, se multiplica exponencialmente en los medios de comunicación, donde aparecen periódicamente verdaderas campañas de propaganda que los científicos adornan con sus títulos académicos, contribuyendo al engaño y abusando de la credulidad pública.

La propiedad privada sobre la vida tiene curiosas connotaciones que ilustran acerca de la biopiratería del capital multinacional. Actualmente los laboratorios del mundo entero experimentan con unas células llamadas HeLa que se extrajeron del cuerpo de Henrietta Lacks en 1950, una trabajadora negra y pobre fallecida como consecuencia de un cáncer fulminante. Hay empresas privadas que aún trafican hoy con esas células, extraídas del cuerpo de una paciente sin su consentimiento. El médico que secuestró una parte del organismo de Lacks ni siquiera la conocía, la familia no fue informada del robo ni obtuvo ningun beneficio económico de un sucio negocio que mueve billones en nombre de la ciencia. Durante medio siglo las células HeLa han ido pasando de unos médicos sin escrúpulos a los laboratorios y luego a las empresas que se lucran con su compraventa.

Hoy la situación no ha cambiado, sino todo lo contrario. Para financiar con dinero público el proyecto genoma antes fue necesario privatizarlo, autorizar las patentes sobre él, lo que llevó a cabo el Tribunal Supremo de Estados Unidos en 1980. Sin su consentimiento, a otra paciente de un hospital de Los Ángeles le extrajeron una parte del bazo como parte de un tratamiento contra la leucemia y, a partir de él, otro médico sin escrúpulos patentó otra estirpe de células cuyos derechos fueron adquiridos por dos multinacionales que se dedican a comercializarlas. Diez años después el Tribunal Supremo de California confirmó que los pacientes no disponen de la propiedad privada de las células derivadas de sus propias células, a pesar de ser homólogas.

A los viejos argumentos oscurantistas contra el darwinismo se le han sumado, pues, los más transparentes del dinero, de las gigantescas multinacionales y el no menos gigantesco de las inversiones públicas en biotecnología. Sólo la secuenciación del genoma humano consumió tres mil millones de dólares en un proyecto de reducido calado científico (la mayor parte de las secuencias son repetitivas) pero de gigantesco rendimiento mediático. Es algo que la genética comparte con la carrera espacial donde durante la guerra fría también hubo grandes derroches de dinero para un rendimiento científico mucho menor. En ambos casos el objetivo es aparente y parcialmente publicitario; lo habitual es que muchas partidas encubran proyectos de guerra bacteriológica o sean subproductos de ella: “La pieza clave de la ciencia que presagia una era de armas genéticas es el Proyecto del Genoma Humano”, escribe Wendy Barnaby (471). Por su parte, Dubinin también ha expuesto las mismas reticencias respecto a la ingeniería genética: “Es necesario detenerse en el problema referente al peligro biológico que se corre a consecuencia de los trabajos sobre la Ingeniería genética. La manipulación de las moléculas de DNA puede conducir a la formación imprevista de moléculas híbridas peligrosas desde el punto de vista biológico. Como resultado puede ocurrir una propagación incontrolable en la biosfera de nuevas especies patógenas y superpatógenas de las bacterias y los virus con la particularidad de que éstas pueden resultar resistentes a todos los antibióticos existentes. Algunas de las nuevas moléculas híbridas pueden portar una información que determina el desarrollo maligno. Los métodos de Ingeniería genética pueden ser utilizados para crear un arma biológica nueva” (472).

A sus sospechas acerca del Proyecto Genoma, Wendy Barnaby añade además, otro proyecto científico con posibilidades de “uso dual”, el Proyecto de Diversidad del Genoma Humano, que resume en sí mismo el verdadero estado de la genética en el mundo de hoy: existen poblaciones indígenas en trance de extinción, por lo que interesa extraerles sangre a fin de preservar su genoma, que debe ser singular, e impedir así que se pierda para siempre. Lo que el Proyecto no contempla es salvar de la exinción a los índígenas mismos; sólo se salvarán sus genes. Quizá los biopiratas puedan luego lucrarse con su compraventa.

Por eso los genes y el ADN son siempre noticia. La biología es una ciencia mediática desde los tiempos de Darwin, la batalla ideológica no va a remitir y los que se oponen a algunos postulados ridículos de los científicos seguirán apareciendo como enemigos jurados de la ciencia.

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